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Poco a poco habían ido vendiendo sus pertenencias para poder sobrevivir.

En aquella
modesta sala no quedaba nada de valor, las paredes estaban desnudas y en las vitrinas no
quedaba ni un adorno. Sólo quedaba aquel Reloj de madera. Se sabía que había sido
comprado en Europa casi a principios de siglo para ser regalo de bodas del tatarabuelo de
Juan, quien tuvo fama de hombre bondadoso y caritativo..

Desde entonces, aquel precioso Reloj de madera con su brillante péndulo fue parte
importante de la familia y había pasado de generación en generación. Se contaban muchas
historias acerca de él: que si era mágico, que si concedía deseos, que si había sido fabricado
por los mismos ángeles, en fin, mil narraciones todas ellas mágicas..

Poco tiempo después de que Juan y Elvira contrajeron matrimonio, aquel fino y hermoso
Reloj llegó a acompañar su vida marcando segundo a segundo el gran amor que se tenían y
que sabían inculcar en sus tiernos niños.

Era ya Año Nuevo y aquella casa sólo había sido decorada con los viejos adornos que
cuidadosamente guardaba Elvira, y aunque había un gran amor entre todos, no dejaban de
añorar las fiestas y reuniones que ahora sólo vivían en sus recuerdo. Era cinco de enero y al
día siguiente los niños buscarían los juguetes y regalos que este año, su padre no podría
comprar. . . ¡hacían falta tantas cosas en ese hogar. . .! ¡Los Reyes Magos no llegarían!

El día había transcurrido como todos, las pocas provisiones se agotaban y la madre se
esforzó por dar de comer a sus hijos y a Juan, quien había llegado fatigado, más del alma
que del cuerpo: no había encontrado nada. . . ¡seguía sin trabajo! Después de haber tomado
la sopa que amorosamente le ofreció Elvira, jugó un buen rato con sus hijos, quienes más
por hambre que por cansancio, se durmieron una larga siesta.

Mientras Elvira tejía, pensaba en voz alta en lo que compraría si tuviera un poco de dinero:
a Luis, el mayor, una pelota blanca, grande y hermosa y aquel camión amarillo que estaba
en lo alto de la vitrina de la juguetería del centro. Para Cristina, la hermosa niña de seis
años que arrullaba su ga

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