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*Preliminares.

*De la improvisación a la escritura.

*El texto.

- Argumento.
- Temática.
- Subtemas.
- Personajes.
- La omisión.

*La puesta en escena.

PRELIMINARES

No es frecuente encontrar a un joven director y dramaturgo con la capacidad y la eficacia que definen a Claudio
Tolcachir. Enfrentarse a los treinta años con su cuarta obra como director – tras el éxito sostenido durante casi
tres años de su anterior trabajo, Jamón del diablo, obra de cabaret que adaptaba el cuento “Trescientos
millones” de R. Artl – defendiendo un texto propio, escrito a partir de un largo proceso de búsqueda a partir de
la improvisación con actores, es toda una hazaña que dice mucho de sus inquietudes personales y de su modo
de vida, una vida que no puede imaginarse sin la actuación y la formación de actores.

Lo que convierte a Claudio Tolcachir en una figura del panorama teatral porteño que está dando y dará mucho
de lo que hablar, es el compromiso que mantiene con su vocación. No es mera casualidad que se encuentre
entre el grupo de directores teatrales que han convertido parte de su casa en sala y escuela teatral. Timbre 4 se
encuentra en Boedo 640, al fondo de una casa chorizo. A lo largo de la semana los alumnos acuden a clases de
interpretación – impartidas por el mismo Claudio Tolcachir, Lautaro Perotti y Diego Faturos -, entrenamiento
antropológico – con Tamara Kiper – e incluso clases de teatro en francés – con Máxime Seugé -. A esta labor
docente hay que sumar el tiempo dedicado a los ensayos, tanto de los alumnos como de los montajes del propio
Tolcachir. Esta actividad constante se traduce en un sinfín de pequeñas iniciativas que van sumándose al
espacio cultural de Timbre 4 y, sobre todo, en una jornada de trabajo constante que dista mucho de adecuarse a
un horario convencional.

Es importante dar cuenta de este ambiente para entender mejor el ritmo de trabajo con el que ha evolucionado
la obra que vamos a analizar. Este marco de gente joven en pleno proceso de formación genera un perfecto
campo de cultivo para la creación. Basta con asistir a una de las clases que se imparten en Timbre 4 para darse
cuenta del alto grado de compromiso que profesores y alumnos mantienen con el trabajo. Sólo así se entiende
que no exista una hora de cierre y que, poco a poco, los alumnos adquieran suficiente autonomía como para
arriesgarse cada vez más, no sólo en lo que a su aprendizaje se refiere, sino en el grado en el que sus vidas, el
resto de las cosas que la componen, van pasando a un segundo plano para favorecer lo que ocurre dentro de las
salas de la escuela.

DE LA IMPROVISACIÓN A LA ESCRITURA

Es dentro de ese contexto donde nace La omisión de la familia Coleman, una obra entre cuyo elenco se
encuentran actores que alguna vez fueron alumnos del director y que, tal vez por eso, confiaban en él lo
suficiente como para involucrarse en una investigación que exigía dedicación y tiempo incondicionales, pues
resultaba imposible adivinar dónde terminaría ese trabajo.

Los actores improvisaron durante meses atendiendo a una serie de pautas tales como: construir una familia, es
decir, decidir qué miembros la compondrían, cuáles serían sus modos de relacionarse, de comunicarse, de
amarse u odiarse; encontrar conflictos cotidianos ante los que esos personajes tuvieran que reaccionar,
descubrir hasta que punto se involucraban en la vida de los otros...
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Poco a poco, los roles fueron fijándose. Se acordó la ausencia de la figura paterna y se asumieron los riesgos y
las preguntas que eso implicaba: qué le sucedía a cada personaje con esa ausencia, cuándo y por qué el padre
había abandonado a la madre, cómo se habían organizado entonces, cuánto sabía cada uno de ellos de esa
historia en realidad etc.

La familia quedó constituida finalmente por una abuela, una hija y los cuatro nietos. Se decidió que hubiera
unos mellizos y que hubiera dos padres diferentes.

Fijados esos roles comenzó un largo proceso de caracterización encaminado a dotar a esos personajes de algo
más que un nombre y un parentesco. Había que ver en qué manera habían aprendido, o no, a convivir, a
sostenerse, a ignorarse cuando fuera preciso... Era necesario construir una crónica familiar pero también se
precisaba el día a día de cada uno de ellos, qué hacían cuando el resto no los veía, cuando salían de la casa – si
es que lo hacían -; averiguar quiénes eran cada uno de ellos, qué les ataba a la familia y cuáles eran sus sueños –
si los tenían – fuera de las cuatro paredes de la casa.
Todo este proceso de construcción exige mucha sensibilidad y una fina orientación para localizar toda una serie
de posibles conflictos dramáticos que sirvieran, ya no para contar una historia, sino para sostener la constante
acción que requiere el escenario. Se trataba de llevar a escena una parte de la vida de esa familia, había que
precisar cuál y por qué.
Uno de los aciertos de La omisión de la familia Coleman es que nos introduce desde el primer momento en la
intimidad de una familia. Apuesta por mostrarnos la cotidianeidad, la rutina de una casa. El desafío estaba en
cómo hacer que resultara interesante lo que todos hacemos: preparar el desayuno, pelear con los hermanos,
llevar la ropa a lavar etc. Cómo proporcionarle a eso la intensidad que justifique su presencia en escena.
La respuesta, claro está, viene de mano de los personajes. Cada una de las pequeñas cosas que en una casa
normal se desarrollaría sin problema se convierte para los Coleman en un enfrentamiento, en una disputa, en
algo, cuando menos, “original”. Todas las iniciativas que apuntan hacia un gesto saludable por parte de algún
personaje – desde preparar el desayuno a comprarle una crema a la abuela – es rápidamente boicoteado por
otro. Esa dinámica exasperante se convierte, para el espectador, en algo que alterna entre lo divertido y lo
patético. Hay algo sórdido y doloroso en el modo en el que los personajes se relacionan y, poco a poco, se va
descubriendo un mecanismo interno en el que priman el egoísmo, la violencia y el chantaje. No obstante, los
personajes no funcionarían tan bien como lo hacen, no serían tan redondos, si ese fuera su único plano.

Son una familia y como tal han aprendido a detestarse pero aún se sorprenden por las debilidades del otro. Gabi
es sin duda el personaje que más y mejor desempeña esta función. Puede apreciarse en las charlas con sus
hermanos: tanto en el descubrimiento del temor de Damián, como al darse cuenta de que Marito ha pensado a
menudo en por qué su padre escogió a Verónica y no a él para llevárselo de casa de la abuela. Esa sorpresa
implica siempre un cierto grado de reconocimiento inevitable - la mirada de uno sobre otro que forma parte de
uno mismo porque es de mi sangre, es familia – y así, la obra “afina” lo suficiente como para permitirnos ver
esos momentos de luz en los que uno de ellos se deja conmover por el otro.

Vemos pues cómo, poco a poco, aparecen los elementos que favorecieron la escritura del texto: la elección de
los roles, la construcción de los personajes, el tipo de vínculos que existía entre ellos y la elección de las
situaciones dramáticas que interesaban al director. Los criterios que guiaron esa elección responden a la visión
del teatro que posee Tolcachir. Siguiendo esa pauta ideal que tantos persiguen sin éxito, Claudio Tolcachir hace
el teatro que quiere ver. Un teatro en el que no hay cabida para la melancolía, donde las emociones responden
siempre a un exquisito contrapunto que persigue la veracidad sentimental de la vida, revelando lo mejor y lo
peor del ser humano para mostrarlo como dos caras de una misma moneda. El equilibrio entre el drama y un
particular humor negro es otra de sus constantes. Esas inquietudes laten en el corazón de cada miembro de la
familia Coleman, de ahí que no resulte fácil tomar partido por ninguno de ellos pues, aquel que en el primer
acto nos resulta encantador, termina siendo odioso y viceversa.

Otro criterio capital que rige la dramaturgia de Tolcachir es el valor dado a la acción como columna vertebral
del texto. Esa acción no sólo está relacionada con el argumento sino, sobre todo, con la lógica interna de los
personajes, con su capacidad para “tocar” al otro, para conmoverle, sorprenderle y no permitirle jamás la
opción de la indiferencia. Una primera lectura del texto nos permite intuir ya algo de esto, pues los personajes
están siempre exigiendo algo del otro, reclamando su atención, preguntando... No obstante, el texto no cuenta
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con las minuciosas marcas dadas desde la dirección para la puesta en escena y sólo asistiendo a una función
puede asumirse el modo en el que el conjunto se construye desde la suma de muchas y pequeñas acciones,
ninguna gratuita, todas encaminadas hacia un momento cumbre del drama que, rápidamente, se abre hacia otros
puntos de interés.

Son pocos los momentos en los que el escenario se ocupa con una sola acción, el espectador debe estar atento
no sólo a las conversaciones sino al comportamiento de todos los presentes puesto que siempre están tramando
algo, preparando el “próximo golpe”. La acción se pone de manifiesto en diversos planos, incluso dentro y
fuera del campo de visibilidad del espectador. Tolcachir logra de este modo momentos cumbres como los que
ponen fin al primer acto. (La salida de Verónica de la casa y la llamada a la ambulancia).

Todo ese trabajo sobre la acción viene supeditado por un magnífico sentido del ritmo. Si las escenas se
conciben con diversos puntos de atención es porque el director trabaja con obsesivo perfeccionamiento el modo
en el que frases, gestos, acciones, expresiones y desplazamientos en el espacio pueden superponerse o acortar al
máximo las transiciones. Atendiendo a un sentido del ritmo que tiene mucho que ver con el montaje
cinematográfico – tanto por la rápida sucesión de acontecimientos como por el modo en el que las pequeñas
acciones se organizan dentro de cada plano, en profundidad, equilibrando para que nada ni nadie oculte lo
verdaderamente importante – Tolcachir apuesta por un teatro que trata de manejar el vertiginoso ritmo de la
vida, donde rara vez hay tiempo para la reflexión, donde reaccionamos con una lógica automática sin
percatarnos de estar haciendo varias cosas a la vez. Todas estas virtudes de su dramaturgia se resumen en una
sola palabra: organicidad.

Uno de los aspectos en los que más destaca esa organicidad viene dado por el manejo del tiempo de la historia.
El texto se divide en dos actos, quedando subdividido el segundo en cuatro jornadas. Cada una de esas jornadas
responden a días diferentes. Las transiciones entre una y otra son siempre mínimas y vienen dadas únicamente
por el ímpetu renovado de los actores. No hay cambios exteriores (ni de iluminación ni de decorado) que
subrayen ese paso del tiempo, lo que exige una rápida reconstrucción mental por parte del espectador.

Hay que señalar un último factor que determinó el trabajo de escritura de La omisión de la familia Coleman, el
hecho de que Claudio Tolcachir tuvo en mente, desde el primer momento, a los actores que encarnarían sus
personajes. Con ellos comenzó el trabajo de improvisaciones y a partir de ellos nacieron algunas de las
anécdotas que luego pasarían al texto y muchas de las expresiones que caracterizarían el habla de los
personajes.[2]

Es obvio que el trabajo actoral varía sustancialmente con este método. No es lo mismo partir de un texto
cerrado, donde la evolución del personaje es asumida desde la primera lectura, que involucrarse en la
interpretación de quien se desconoce casi todo, un personaje que nace a partir de la propia experiencia de los
actores con el tema y cuyo crecimiento dependerá del compromiso y de los riesgos que estos asuman durante
las improvisaciones destinadas a formar una parte ineludible de la memoria afectiva del personaje. Tolcachir,
precoz y experimentado docente teatral, sabía que se enfrentaría a esas cuestiones, sin embargo, lo que podría
haberse convertido en un serio inconveniente en algún momento del proceso creativo, funcionó como gran
ventaja.

Esta es otra de las claves que justifican la consistencia de unos personajes que, en ocasiones, se acercan
peligrosamente a los límites de la “anormalidad” sin abandonar nunca el registro de lo verosímil, de lo
plausible.

Cabría cuestionarse también la posible influencia del espacio escénico en el que la obra se desarrolla – la sala
de teatro de Timbre 4 – durante la concepción del texto, sin embargo, más allá de que se trate del espacio
creativo por excelencia del director, creemos que la adaptación a ese marco escénico fue algo que se fue
resolviendo durante los ensayos, ya con el texto en mano. No obstante, nos detendremos en la importancia de

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ese espacio en el análisis de la puesta en escena.

EL TEXTO
Argumento
La obra presenta la convivencia de una familia cuyos miembros de encuentran atrapados en una dolorosa y
absurda coexistencia donde la violencia funciona como único medio de comunicación y lo patético se ignora
por compartido.

Cuando la abuela, figura vital encargada de sostener el ánimo y las tensiones día a día, fallece, la situación se
hace insostenible. Su desaparición obliga a que cada miembro de la familia a dar un paso definitivo, sin lugar
para arrepentimiento: el abandono de todos los demás.

Temática

Los Coleman son únicos por la singularidad de sus miembros, sin embargo, sus patetismos, sus deseos, sus
temores y su desesperado modo de amarse y odiarse al mismo tiempo, los convierten en personajes universales.

La obra profundiza en el proceso de disolución de una familia, una disolución tan evidente como secreta.
Revela la imposibilidad de los personajes para convivir en un espacio común, la casa que los contiene y los
salva del mundo pero que también los encierra y los condena a la mayor de las soledades: la compartida con
aquellos a los que uno, supuestamente, está condenado a amar.

Junto a esa reflexión sobre los vínculos familiares aparece también la idea de la construcción de la primera
identidad: quién es uno en relación con los suyos, hasta dónde y hasta cuándo está comprometido con ellos,
cuándo comenzamos a funcionar como individuos independientes aceptando la soledad como necesidad o como
castigo.

Subtemas

Además de las cuestiones señaladas, en el microcosmos de los Coleman laten otros temas relacionados con el
devenir humano: la irredimible soledad del individuo frente al mundo, el egoísmo como instinto de
supervivencia y el patetismo alimentado por un miedo paralizador que impide que el individuo se integre en
una sociedad en la que se sabe extraño, diferente, marginal.

Estas inquietudes forman parte, implícitamente, del argumento pero toman cuerpo a partir de los personajes y
esa es otra de las virtudes del texto, puesto que evita así una enojosa e indigesta “moralina”. La obra no emite
ningún tipo de juicio sobre los personajes, nos los presenta con todos sus defectos y virtudes y deja en nuestras
manos la aprobación o el rechazo hacia sus comportamientos. El desafío para el espectador tal vez esté en
entenderlos a todos, justificarlos y, poco a poco, reconocerse en cada uno de ellos.

Los personajes

LEONARDA COLEMAN, la abuela.

Como venimos señalando este personaje desempeña un papel fundamental en la familia. Es el núcleo en torno
al cual giran todos, la única excusa por la que los jóvenes no abandonan la casa familiar.

Desde su aparición en el primer acto se intuye la fuerte personalidad de esa mujer que trata de mantener el
orden en la casa, de saber qué hacen sus nietos en cada momento y ayudarlos en la medida de sus posibilidades
pero que, al mismo tiempo, se deja arrastrar por el encanto del más problemático de todos ellos, Marito, cuyos
juegos y comentarios – que siempre parecen ocultar algo y permiten intuir un lado oscuro e incompresible del
chico – ríe e incluso alienta en ocasiones.

Pese a ser el personaje más íntimamente asociado con la casa y del que menos información se nos proporciona
sobre su vida fuera de esas paredes, es sin duda quien más y mejor conciencia tiene de las rarezas de los suyos y
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de las dificultades que les esperan a todos. No obstante, su vitalismo le impide preocuparse por nada que no sea
inmediato. Los pequeños conflictos se resuelven sobre la marcha y exigen toda su energía.

Esa fascinación por el ahora, su capacidad para disfrutar de la más pequeña novedad, la comparte con Memé, su
hija, la madre de esos cuatro nietos a los que ha criado y sobre los que sólo ella parece tener una mínima
autoridad. Así, desde Marito tomando esa ducha que “le va a hacer bien” a su cabecita, hasta la complicidad
que mantiene con Gabi o Damián - con éste apenas precisa hablar para entenderse y no duda en aconsejarle
sobre su eterno enfado con los suyos “no estés tan enojado, es tu familia, qué le vas a hacer, son así”-.[3]

Sin duda, uno de los momentos más reveladores de este personaje es su conversación con Eduardo, el doctor,
ya ingresada. La breve conversación que mantienen antes de que llegue toda la familia es un brillante ejemplo
de por qué se dice muchas veces que un personaje dramático no es sólo lo que dice sino también lo que no dice.

Doctor: Los chicos…Son hermosos sus nietos.


Abuela: ¿Sí? Yo no los conozco pero deben ser preciosos.
Doctor: ¿No los conoce?
Abuela: No.
Doctor: ¿Puedo preguntar por qué?
Abuela: No.
Doctor: Muy bien. Es raro lo de ellos, ¿verdad?
Abuela: ¿Quiénes?
Doctor: Verónica y Mario.
Abuela: ¿Qué le ve de raro?
Doctor: Digo, el mismo padre a una le dio el apellido y al otro...
Abuela: Doctor, si a nosotros no nos preocupa, ¿por qué se va a preocupar usted?[4]

El peso de ese rotundo monosílabo, así como esa frase con la que pone punto y final a la curiosidad del doctor,
nos permiten intuir la fortaleza de esa abuela y el cariño que siente por los suyos, cuyas complejidades conoce y
asume como inevitables.

Ese diálogo nos ofrece, por otro lado, varias de las omisiones sobre las que se sostiene la historia de esta
particular familia. Más adelante analizaremos el valor de esos silencios y el modo en el que todos y cada uno
resignifican el título de la obra.

MEMÉ

Marito: Blanca Merced Fortuna se llama Memé.[5]

Memé, haciéndonos eco del texto, es “la mamá de todos”, si bien es cierto que esa maternidad no es algo que
permita definirla, al menos, no como una madre al uso. A lo largo de la obra comprobamos como su
comportamiento y sus comentarios hablan de una inmadurez mental no asumida. La propia Gabi apunta este
aspecto problemático de su madre ante el doctor y el breve acuse de recibo de Memé es revelador.

Gabi: Mamá no es del todo madura, doctor.


Doctor: ¿Ah, no?
Memé: ¿Y por qué no?
Gabi: Porque no, mamá. ¿No te das cuenta que no?[6]

En efecto, Memé no da muestras de percatarse de lo complejo de su personalidad. Concibe la vida como una

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constante búsqueda de entretenimiento y novedades y para ello no duda en generar todo tipo de pequeños
enredos en la casa. Provoca a sus hijos para que se enzarcen en una pelea – a la que ella misma se suma -, los
espía y los incordia con sus necesidades y caprichos inmediatos.

Su comportamiento revela una y otra vez su despreocupación absoluta por las cosas, su irresponsabilidad. Es
incapaz de terminar una tarea y pasa de una acción a otra confiando en que alguien lo resolverá. Cuando decide
“colaborar” con algo concreto es aún peor porque termina por involucrar a todos ya sea para quejarse o para
pedir ayuda. Esta actitud es una constante que puede rastrearse en el análisis de todas y cada una de sus
intervenciones. Desde el momento inicial en el que le pide a Marito que prepare el desayuno, hasta la búsqueda
de los fósforos o el momento en el que trae su ropa para lavar. Esa incapacidad práctica se acentúa en los
momentos críticos – el ataque de la abuela, la herida de cuchillo de Marito...– y alcanza su máximo exponente
cuando deja sola a Verónica con la difícil misión de explicarle a Marito su enfermedad.

Esa total despreocupación por todo lo que le desagrade o implique un esfuerzo queda expuesta desde un
interesante plano de inconsciencia que nos impide juzgar de un modo inequívoco a Memé. No es una mujer
estúpida o mala. Lo que nos asombra en ella es su falta de reflexión sobre todo lo que dice o hace. Así, parece
que no tiene ningún inconveniente en hablar de su pasado con Gabi, sin embargo no se percata de que lo que
cuenta es un despropósito.

Gabi: ¿En serio tendrías otro hijo, mamá? ¿Para qué?


Memé: No sé. Yo era muy chica, a veces siento que no fui una buena madre para ustedes. Yo no tenía ganas de
tenerlos, ustedes vinieron.
Abuela: Memé, callate.
Gabi: ¿Y ahora sí tenés ganas?
Memé: Ahora sí estoy lista para tener un bebé. (...) Con un compañero, no sola, con un marido, porque al final
yo nunca me casé. (...)
Gabi: Mamá, ¿por qué nunca viviste con el papá de Verónica?
Memé: Sí que viví. (...) Una semana vivimos.
Gabi: ¿Una semana? ¿Y después?
Memé: No se dio de volver a convivir. (...)
Gabi: ¿Por qué no se dio?
Memé: Era muy nervioso. (...) Yo era muy chica, no sabía bien cómo era... y él paciencia no tenía. (...)
Entonces yo quedé y se armó.[7]

Ese “no se dio”, es una frase reveladora para aproximarnos a este personaje. Las cosas, para Memé, suceden o
no sin que haya posibilidad de intervenir en ellas, de modificarlas con algo de voluntad. Cuando Verónica, ya
en la clínica, trata de sincerarse con la familia y de exponer su punto de vista sobre la vida que ha llevado, la
reacción de Memé está instalada en ese azar intrascendente.

Verónica: (...) Para una nena de cinco o seis años que le pregunten por la mamá y no saber bien qué
contestar...Y no es con vos, Memé. No es una situación feliz. Yo a mis hijos no se lo desearía.
Memé: Ah, no. Yo tampoco. Se dio así.[8]

Todas estas respuestas que en una lectura del texto pueden llegar a concebirse como momentos muy tensos que
nos llevaran a imaginar al personaje de Memé como a una mujer con un pasado oscuro, con remordimientos o
quizá como a una fracasada, han sido llevadas a escena con un deseo explícito del director de no acentuar nada
de eso. Los comentarios de Memé en escena tratan de mover al espectador hacia una carcajada incrédula.

Su inmadurez social e intelectual se expone desde un lugar poco común: una marginalidad difícil de concretar
en la que entendemos que Memé es “anormal” pero somos incapaces de precisar qué ocurre con ella. Moverse
en ese terreno ambiguo en el que el hilo de pensamiento de un personaje nos hace intuir que hay algo que falla
dentro de él y cuyos defectos, sin embargo, se convierten en algo que nos hace reír, es otro de los grandes

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logros en la construcción de estos personajes.

No obstante, Memé vista sólo desde esta perspectiva perdería mucha de su riqueza. Todo lo mencionado
anteriormente sobre su despreocupación por la vida y su poco interés en modificar las cosas, desaparece en la
última escena cuando Memé chantajea impunemente a su hija mayor, Verónica, para que se la lleve a vivir con
ella tras la muerte de la abuela. A esas alturas creemos conocer del todo al personaje, después del modo en el
que se desentiende de la enfermedad de Marito ya no nos quedan dudas de su egoísmo pero seguimos
excusándola por esa incapacidad práctica de la que ha venido haciendo gala durante toda la obra; sin embargo,
esa conversación final nos muestra un nuevo rostro de esa mujer. Nos revela cuán manipuladora puede ser y
cuán lejos puede llegar para salirse con la suya. Por otro lado, nos obliga a asumir que su vínculo con Marito, el
único hijo con el que en algunos momentos ejerce su particular versión de la maternidad, no es tal o, al menos,
no tiene la importancia que creíamos. Memé no duda en abandonarle, a él y a los mellizos, ante la perspectiva
de una vida mejor.

Conviene entender que se trata sólo de una mejoría superficial, económica. No existe entre ella y Verónica un
vínculo madre-hija que justifique la osadía de Memé. La hija cede a la extorsión materna vencida por las
circunstancias, incapaz de hallar una solución mejor, temerosa de que todo su empeño en mantener una
apariencia de “normalidad” con su esposo y sus hijos, se arruine con la intervención de su madre.

Memé trasciende así la posibilidad de ser un personaje extraño y un tanto ridículo para adquirir el rango de
personaje redondo, ambiguo, oscuro. Todo lo que en algún momento pudo considerarse ingenuo en ella
desaparece para dar lugar a un mecanismo de supervivencia donde el egoísmo es el motor de todas sus
acciones.

MARITO

El personaje de Marito es uno de esos hallazgos dramáticos que autores y actores pasan la vida buscando. Su
riqueza se encuentra en la organicidad con la que se maneja entre el naturalismo y el exceso. No hay nada que
nos anticipe su comportamiento, ni un solo gesto o comentario por parte de los otros personajes que nos ponga
sobre aviso acerca de su peculiar carácter. Esa decisión de obviar la diferencia, de no prestarle ningún trato
especial al personaje más problemático de la casa, tiene mucho que ver con el intimismo ya mencionado de la
puesta en escena. Se nos abre la puerta de la casa de los Coleman, somos voyeurs privilegiados de su rutina y,
dentro de esta, los arrebatos de Marito, sus mentiras y exageraciones constantes apenas son tenidas en cuenta,
sólo en el momento en el que se convierten en un ataque directo hacia otro tratan de corregirse, pero siempre es
demasiado tarde: él ya ha dicho o hecho lo que deseaba.
Del mismo modo en que la “inmadurez” de Memé queda en el aire, dejando que seamos nosotros quién juzgue
su comportamiento y cuánto hay en él de enfermizo, inevitable o excusable; la deficiencia de Marito tampoco
se precisa. Es obvio, desde el primer momento, que hay algo en él distinto. Ya sólo con el golpe de recibimiento
que le propina a Damián y la primera conversación que mantiene con Memé sobre quién y por qué debe
preparar el desayuno, nos damos cuenta de que su código de comportamiento es otro.

Memé: ¿Ponés agüita así tomamos la leche?


Marito: No.
Memé: Así desayunamos.
Marito: No.
Memé: Siempre tengo yo que hacer las cosas.
Marito: Andá a la cocina. Damián y yo tenemos que mantener una conversación.
Memé: Yo no voy a ningún lado. (...) Andá vos.
Marito: No, para mí es imposible.
Memé: Bueno, no va nadie, nadie come. Y nos vamos a morir acá de hambre.
Marito: En efecto.(...) Nos vamos a morir y nos van a encontrar hechos huesitos en los sillones, esperando que
nos traigan el desayuno.
Marito: A mí, no.
Memé: Sí, tus huesitos pelados adentro de ese pijama, mis huesitos hambrientos sin
desayuno, y los huesos de Damián, que van a estar manchados de todo lo que…
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Marito: El cuerpo de Damián se va a descomponer más rápido por el asunto de la bebida, el tuyo no va a llevar
mucho trabajo porque casi no hay carne. El mío no. El mío va a tardar más por la edad, yo soy más joven que la
abuela, y por los productos fisiológicos.
Memé: Es horrible, es horrible como hablás. No escucho.
Marito: La abuela va a ser cuestión de horas.
Memé: ¡Qué asco, Marito! La abuela toda descompuesta en el sillón, toda pudriéndose.
Traeme el desayuno.
Marito: ¿Por?
Memé: Traeme el desayuno y punto.
Marito: ¿Por qué yo?
Memé: Porque lo digo yo.
Marito: Ah. Gabi tampoco tiene mucha carne, va a tardar poco.
Memé: ¿Sabés que había en la cocina? Un ratón muerto a medio descomponer ¿Por qué no vas a verlo?
Marito: Ya lo encontré. Lo embalsamamos con Damián y está descansando en el segundo cajón de tu mesa de
luz.
Memé. ¿Ah, sí? Mirá vos, qué bien.
Marito: Con Dami lo embalsamamos. Fijate en tu mesita.
Memé: Un ratón muerto, mirá vos, podrido como la abuela.
Marito: Fijate.
Memé: ¡Ay, Marito, por favor! ¿Vos te escuchás? Poné agua para el desayuno.
Marito (rodeándola con el brazo): Vos no te das cuenta. Acá están pasando cosas ... vos no tenés que enterarte,
es por tu bien ¿Entendés? Andá a la cocina, que con Damián tenemos que hablar a solas. Andá a la cocina.
¡Andá a la cocina! ¡Ya![9]

Este primer diálogo nos permite reconocer ya un personalísimo modo de hablar del personaje. Tal y como
viéramos con Memé, también Marito posee unas cuantas frases que repite a menudo y que ayudan a definirle.
Así, ese “para mí es imposible”, es una respuesta habitual cuando se le exige algo inmediato; también aparece
ya ese modo desconcertante en el que intercala un breve interrogante: “¿Por?”, cuyo efecto inmediato sobre el
otro es la exasperación y la emisión de una respuesta breve y empecinada que pretende poner fin al asunto.

El acuse de recibo de Marito siempre es el mismo: “Ah”, algo difícil de interpretar como afirmación y que, por
momentos, más allá de identificarlo como una muletilla de su modo de hablar, nos vemos tentados a juzgar
como una tomadura de pelo, un chiste del que sólo él puede reírse.[10] Antes de cada uno de esos escuetos
“Ah”, existe todo un hilo de pensamiento que no podemos reconstruir y sobre ese vacío se levanta la lógica
interna de un personaje que fascina por ser del todo imprevisible.

Otra de las virtudes de esa primera conversación que nos presenta al personaje, es que nos proporciona algunas
de las principales inquietudes de Marito: el tema de la muerte, del embalsamamiento y esa preocupación por
“las cosas” que pasan en la casa, cosas de las que sólo él se da cuenta, sobre las que trata de alertar al resto sin
ningún éxito.

La muerte es uno de los temas favoritos del personaje. Lo saca a colación en los momentos más insospechados
y de un modo que podría considerarse brutal de no estar tan medido por el trabajo de dirección, que ha
eliminado toda la trascendencia de esos comentarios hasta convertirlos en una charla cotidiana llena de humor
negro. Algunos ejemplos los encontramos en los siguientes diálogos.

Abuela: (...) ¿Por qué agarrás los fósforos? No podés andar con fósforos, vos lo sabés.
Marito: Son para incendiar la casa en última instancia. Nos quemamos todos.
Abuela: ¿La casa querés quemar?
Marito: Efectivamente.

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Damián: Mentira, abuela.
Abuela: ¿Y nosotros?
Marito: Adentro.
Abuela: ¿Todos?
Marito: Todos.(...) Ese día habría que llamar a Verónica, para que también esté ella con los enanitos y el
pelado.[11]

Marito: Gabi, Gabi, Gabi, tengo hipo.


Gabi: ¿Qué quieres?
Marito: Estoy con hipo, Gabi.
Gabi: Estoy ocupada ahora.
Marito: Pero no me siento bien, yo.
Gabi: Decile a la abuela. Yo tengo que coser todo esto ahora.
Marito: No, la abuela no puede. La abuela se esta muriendo ahora, así que le es imposible. (...)
Yo no tengo problema, Gabi, me concentro en la respiración y voy dosificando la poca cantidad de aire que
entra. En el hipotético caso de que yo estuviera muerto y tuviéramos que embalsamarme, vos, o Dami; no, no,
corrijo: Dami, que es más grande, tendría que llenarme los pulmones de aire mediante respiración boca a boca
para que el tórax permanezca erecto mientras el líquido conservante se inyecta en los músculos. Para que en el
momento de la fijación quede en posición erguida aunque acostada.[12]

Cuando la muerte se asocia a otra de sus obsesiones, los hijos de su hermana Verónica, a los que llama
“enanitos”, sus comentarios redoblan en impacto verbal, llegando incluso a la violencia pero, paradójicamente,
también acentúan el oscuro humor del personaje.

Gabi: ¿Quién es?


Marito: Verónica. Dice que se le murieron los enanitos. Que nos preparemos para el entierro.
Gabi (alarmada): ¿Qué pasó? (...)
Marito: Dice que los atropelló el pelado cuando sacaba el auto del garaje.
Gabi: ¿Qué decís? Abuela, dame el teléfono. (...)
Marito: No, Verónica, no. ¿Y dónde es el entierro? ¿Los ponen en dos cajoncitos o los
dos en el mismo? Total son enanitos…
Gabi: ¿Qué decís? Dame. (Le saca el teléfono) Hola, Vero. Cortó, no estaba hablando. [13]

Mario: No te preocupes, Vero, son enanitos, viven poco tiempo.


Gabi: Por favor, Mario...
Verónica: Basta. Me voy.[14]

Esa asociación extraña entre la muerte y los hijos de Verónica fue interpretada por algún crítico como el deseo
de Marito de matar a los niños. Nada más alejado de las intenciones del personaje. Su obsesión con esos niños
está relacionada con su propia historia, una de las partes soterradas de la historia de la familia. Marito y
Verónica son hijos del mismo padre, sin embargo, éste sólo se hizo cargo de la segunda, llevándosela de la casa
de la abuela cuando tenía apenas un año. Marito, que siempre parece ocupado con lo inmediato o fantaseando
demencias imposibles, posee sin embargo, una línea emotiva muy profunda relacionada con ese pasado, con esa
decisión que cambió la vida de Verónica para siempre, que le dio la posibilidad de criarse en otro ambiente y
ser quien es. La conversación que mantiene con Gabi en el primer acto no deja lugar a dudas sobre lo mucho
que ha pensado en eso.

Gabi: Bueno, vos y Verónica tienen el mismo padre pero no tienen el pelo igual.
Marito: No. Verónica tiene el pelo más ondulado sin llegar a ser bucles.
Gabi: Bueno, y tienen el mismo padre.

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Marito: ¿Pero eso no sabés por qué es?
Gabi: ¿Por qué?
Marito: Verónica no vivió acá, yo sí.
Gabi: Ajá.
Marito: El agua enrula el pelo, o no, eso cambia todo.
Gabi: Puede ser por eso, sí.
Marito: En el caso de que me hubiera llevado a mí, yo tendría ondulado el pelo en otra casa
y Verónica lacio acá.
Gabi: ¿Te hubiera gustado?
Marito: ¿El qué?
Gabi: Que te hubieran llevado a vos y estar en otra casa.
Marito: No.
Gabi: ¿Seguro?
Marito: Sí.
Gabi: Bueno, mejor entonces.
Breve pausa.
Marito: Gabi.
Gabi: ¿Qué?
Marito: Lo raro es por qué.
Gabi: Porque, ¿qué?
Marito: Por qué se la llevaron a ella y no a mí.
Gabi: No sé, Mario.[15]

Más adelante, con la visita de Verónica, entendemos que Marito conoce muy de cerca la vida de sus sobrinos,
sigue su rutina y los vigila en la distancia. A lo largo de la obra sus comentarios sobre los “enanitos” pasan de
ser un chiste extraño a adquirir consistencia porque se aproximan demasiado a la verdad. De hecho, la propia
Verónica decide poner fin a lo que considera un juego perverso de su hermano con una llamada telefónica que
desmienta sus afirmaciones acerca de una salida de los niños ese mismo día. Sin embargo, la llamada confirma
todo lo que él ha dicho y Verónica, asustada por esa proximidad de la que tal vez siempre sospechó pero de la
que nunca tuvo pruebas, pierde los papeles y, en una de las escenas más duras de la obra, le amenaza.

Verónica: Vos no me conocés a mí, ¿sabés? No tenés idea de quién soy yo.
Marito: Muy mala madre sos vos. Pésima madre.
Verónica: Me escuchás. No quiero verte cerca de mis hijos ni una sola vez, loco enfermo de mierda, porque te
voy a matar, ¿me entendés?
Marito: Yo los quiero mucho. Por eso los cuido.
Verónica: Te voy a matar. Te estoy hablando en serio.
Marito la agarra de la nuca y la tira sobre la cama.

Verónica: Soltame.
Marito: Y yo te voy a matar a vos, hija de puta. Ahora mismo te voy a matar.
Verónica: Soltame... no te conviene.
Marito: Cuidalos porque los vas a perder.
Verónica: Terminala. Basta.[16]

Conviene recordar que unos instantes antes, Marito le ha puesto en la difícil disyuntiva de elegir entre uno de
sus hijos.

Marito: Si tuvieras que quedarte con uno, ¿a cuál elegirías? Elegí, elegí.
Verónica: Mario, por favor.
Marito: Ya elegiste.
Marito: ¿Te daría pena quedarte con uno solo?

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11

Reaparece así el tema de su separación, el momento en el que el padre de ambos la eligió a ella. No parece
descabellado pensar que Marito ve en esos niños el reflejo de lo que ellos fueron y que su obsesión está
encaminada a la búsqueda de diferencias entre uno y otro – en un momento dado, refiriéndose al tamaño de
ambos, apunta: “sobre todo el pequeño, es muy chiquitito” -.
Lo que el propio discurso del personaje también reitera en varias ocasiones es que Marito quiere mucho a esos
niños. Los vigila de cerca para protegerlos, por eso le echa en cara a Verónica que los hayan sacado de paseo un
día de lluvia.

Es cierto que la oscuridad del personaje nos deja un amplio margen para la desconfianza sobre sus intenciones,
sin embargo, lo que hay en él de desvalido y solitario triunfa sobre sus arrebatos de violencia; tal vez por eso las
mujeres de la casa ceden en un momento u otro a sus caprichos y, también nosotros, como lectores o
espectadores, nos fascinamos con ese personaje desamparado e inestable, a quien difícilmente puede
considerarse un infanticida en potencia.

Marito comparte un sólido eje con la tradición que pone en boca de niños y locos la capacidad para decir la
verdad. Dado que hay algo en él de niño eterno y de loco, su discurso redobla el valor de la verdad. Si nos
detenemos en muchas de las cosas que dice y que, en principio, nos parecen disparatadas, resultan ser todas
verdaderas y, no sólo eso, sino que anticipan lo que sucederá al final. Así, es el único que habla de la
destrucción de la familia – no es casual que él, a quien todos abandonan, imagine que morirán todos juntos, en
el incendio de la casa -; y también es el único que conoce el tipo de pastillas que toma la abuela y el que
advierte del mal estado de las mismas. Delante del doctor no se anda con rodeos, no tiene ningún pudor al
enumerar las miserias de la familia y, una vez más, es su forma de decir las cosas, sin paliativos, lo que nos
permite sonreír pese al contenido del discurso.

Marito: Vos por lo menos comés, abuela. En casa no queda nada, doctor, se acabaron las latitas.
Damián: Callate la boca, Mario.
Marito: Ni la cocina funciona.
Gabi: Funciona la cocina. Estos días no andaba.
Memé: Cortaron el gas, mamá.
Abuela: ¿Lo cortaron?
Marito: Nos estamos congelando allá, doctor.
Abuela: ¿Por qué lo cortaron?
Pausa.
Gabi: Como lo pagabas vos nadie se fijó, y bueno, lo cortaron. Ya lo vamos a arreglar.
Memé: ¿Con qué plata?
Marito: Nadie se baña en esa casa ya.[17]

De este modo, encontramos que el personaje que, en teoría está más ajeno a la realidad, el más “anormal”,
resulta ser, sin embargo, el que más y mejor se percata de cuanto sucede a su alrededor y el que menos teme
ponerlo en palabras. Así, por ejemplo, pese a estar sedado por las gotas de la abuela con las que han querido
tranquilizarle antes de ir a la clínica, es capaz de terminar las frases del resto con gran eficacia.

Gabi: Yo quiero aportar con lo que pueda también.


Damián: No, Gabi.
Gabi: ¿Por qué?
Verónica: No hace falta.
Gabi: Después vemos. (...)
Verónica (a Damián): ¿Por qué decís no, así, con tanta...?
Marito: Soberbia.
Verónica: Bueno, sí, soberbia.

Verónica: No, no puedo.

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Gabi: Yo tampoco, mañana entrego un pedido que es...
Marito: Importante.[18]

Su proximidad con esa verdad que está siempre anticipando la tragedia se hace dolorosa cuando interrumpe la
conversación del doctor con Verónica y Memé, a quienes acaba de anunciarles que Marito padece leucemia.
Entra comiendo seso porque “es bueno para la sangre”. Y asegura que la suya no va bien. “Toda de nuevo hay
que ponerla. Sacarla toda y ponerla de nuevo”.

Verónica: ¿Eso te ha dicho el médico?


Marito: A mí no, ¿por?[19]

Tolcachir consigue que un par de frases nos provoquen impulsos tan encontrados como la sonrisa ante esa
simplificación de la leucemia, la compasión por ese personaje que de pronto es el más desvalido de todos ellos
y el desconcierto porque ¿de qué está hablando él si aún nadie le ha comunicado que está enfermo?

Esta suma de sentimientos contradictorios, presente en la construcción de toda la obra, alcanza su momento
culminante en la cuarta jornada, donde los acontecimientos se precipitan y la disolución de la familia se da
como algo tan accidental como inevitable. Todos dejan atrás una situación que les supera, a la que no pueden
hacer frente de nuevo. Cada uno de ellos se enfrenta a la decisión: ellos o yo, y elige por salvarse a sí mismo, en
solitario. Marito es el único que no decide nada y por eso, sin saberlo, se queda solo.

La poética de este personaje aúna la infancia, la locura y la marginalidad. Su mundo se reduce a esa familia
cuyo final anticipa una y otra vez. Su castigo por decir siempre la verdad, por ejercer como "oráculo casero",
será el abandono, la soledad, en definitiva, el exilio interior, porque Marito es un personaje que no podría estar
en otra parte, alguien a quien el mundo exterior siempre mantendría alejado, silenciado.

GABI Y DAMIÁN

Dentro del deseo de Tolcachir de investigar en la creación de vínculos diferentes entre los distintos miembros
de una familia, la relación entre los mellizos es quizá el máximo exponente de cuán diferentes pueden ser esos
vínculos. Es Marito quien, fiel a su modo de ver el mundo y de expresar las verdades, nos aclara que “Gabi
compartió mucho con Dami, por eso son tan chiquitos los dos”. Saber que son mellizos arroja una nueva luz
sobre el único momento en el que están solos y relajados, esa charla casi críptica en la que, unos minutos antes,
intuíamos un conocimiento del otro que apenas precisa de palabras, una complicidad que les hace fuertes, que
les permite sostenerse un poco más, reír en medio del absurdo cotidiano.

Damián: ¿Quién va a ser?


Gabi: ¿Qué?
Damián: ¿Quién se va a ir?
Gabi: ¿De todos?
Damián: Bueno, de todos. ¿Quién?
Gabi: Vos, obvio.
Damián: No sé.
Gabi: A mí me falta.
Damián: Siempre va a faltar.
Gabi: Ya sé.
Damián: A mí también.
Gabi: ¿Qué?
Damián: Me falta.
Gabi: No. A vos no.
Damián: Es cierto. A mí no.
Gabi: ¿Pero entonces, quién? (...)

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13

Damián: Y... ¿Hay alguien?


Gabi: Nadie.
Damián: ¿Querés?
Gabi: No.
Damián. ¿Nunca más?
Gabi: Espero. (...)
Gabi: Y vos... ¿Hay?
Silencio.
Gabi: Sin cambios.
Silencio.
Gabi: ¿Salió?
Damián: Sí.
Gabi: Me da miedo.
Damián: Idiota. (Pausa). A mí también.
Gabi: ¿Qué?
Damián: Me da miedo.[20]

Ambos son conscientes de que esa unión es también su mayor debilidad. Damián no es precisamente un
hermano ideal. Nadie sabe qué hace cuando está fuera. Su latente violencia nos permite intuir que se
desenvuelve con facilidad entre delincuentes y marginales. Gabi, pese a preocuparse por ese lado oscuro de
Damián, lo asume como inevitable y no interfiere. Por otro lado, esa violencia contenida de Damián recae sobre
Marito con la menor excusa y cuando Gabi acude a él en busca de ayuda los métodos que éste aplica no son los
más eficaces.

Aunque, como hemos señalado, hay una única escena en la que aparecen solos y pese a que el texto no ofrece
un gran desarrollo de relación, el trabajo minucioso de dirección consigue que sus gestos y miradas no dejen
lugar a dudas sobre el fuerte vínculo que comparten. Claras muestras de esto son: el momento en el que Damián
abandona la clínica cuando Gabi no puede evitar echarse a llorar ante la incertidumbre de lo que ocurrirá con la
abuela, o la emoción contenida con la que ambos, uno frente a otro, hacen frente a la noticia de la muerte
eludiendo el impacto y la tristeza, en parte por la presencia de Hernán en la habitación, pero también, sin duda,
para no flaquear ante los ojos del otro en un momento que saben crucial. Aunque Gabi contiene el llanto frente
a Damián, sabemos por Marito que ella ha estado llorando desconsoladamente en el pasillo y vemos cómo se
derrumba cuando él sale de la habitación.

El momento de la despedida en la clínica es una de las escenas más intensas de la obra debido al modo en el
que confluyen en esa escena los resultados de lo ocurrido anteriormente (la nueva relación entre Gabi y Hernán,
la noticia de la muerte de la abuela de la que Damián no sabe nada) y el principio del desenlace dramático que
lleva a cada personaje hacia un nuevo y desconocido camino: la necesidad de Damián de desaparecer “por un
tiempo” y la decisión de Gabi de no regresar a su casa y aceptar la ayuda incondicional que Hernán le ofrece, lo
que supone un profundo cambio en el arco dramático del personaje.[21] Hay que recordar también que en este
momento del drama el espectador conoce algo que los personajes en escena ignoran: la enfermedad de Marito y
el hecho de que Verónica no ha puesto a nadie al corriente del diagnóstico. La disolución de la familia es ya
inevitable.

Gabi: Hola, Dami, ¿qué pasó? ¿Dónde te habías metido?


Damián (por Hernán): ¿Qué hace acá, éste?
Gabi: Me está ayudando.
Damián: Decile que se vaya.
Gabi: Está conmigo. Me está cuidando, tranquilo.
Damián: ¿Dónde está la abuela?
Gabi: Quise hablar con vos pero no te encontraba.

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14
Damián: ¿Está mal?
Silencio.

Damián: ¿Se murió?


Silencio. Gabi se acerca para abrazarlo pero él se resiste por pudor.

Damián: Necesito lo que tengas de guita. Es por un tiempo.


Gabi: ¿Qué pasó?
Damián: No importa. Necesito algo de plata, nada más.
Gabi: Toma, no es mucho.
Damián: Yo te devuelvo después.
Gabi: ¿Qué hago?
Damián: No voy a aparecer por un tiempo.
Gabi: ¿Cuánto?
Damián: Un tiempo.
Gabi: ¿Puedo verte?
Damián: No, mejor no.
Entra Memé. Ausente.
Memé: Hola, Dami. (A Hernán) ¿Vos estás con Vero? (Él niega con la cabeza). Bueno, si la ven pueden decirla
que me espera, que estoy en el baño, ¿sí?
Sale.

Gabi: ¿Vas a llamar?


Damián: No sé.
Gabi: Espera que me fijo en el bolso éste. (Mira el bolso de la abuela).
Hernán: Yo tengo algo de plata.
Damián: No.
Hernán: No hay problema, en serio.
Damián: Bueno, damela. Pero te la voy a devolver.

Gabi: ¿No es la cartera de Verónica ésta?


Damián: Dame.
Gabi le da la cartera y Damián toma la plata de adentro la billetera.
Damián: Me voy. Cuidate.
Se va Damián. Quedan en silencio.[22]

Tanto Damián como Gabi luchan por encontrar su lugar en el mundo, fuera de la casa. Nada se sabe con certeza
acerca de las ocupaciones ilegales de Damián. Sabemos que roba lo que necesita y Marito, con uno de sus
infortunados comentarios, nos proporciona una pista (¿falsa?) que nos hace suponer que puede andar enredado
en algún tema de drogas – Marito le asegura al doctor que las pastillas de la abuela no se compran, “se las
regalan a Dami en la farmacia” -.[23]

Por su parte, Gabi se ha adjudicado a sí misma el duro papel de sostener a la familia y ese sostén no se limita al
aspecto económico – en efecto, es la única que trabaja en la casa – sino que abarca algo mucho más profundo:
lucha por mantener la normalidad dentro de una situación que sabe insostenible. Siguiendo tal vez el ejemplo de
la abuela, ha aprendido a obviar el desmoronamiento de la casa y las extravagancias de los suyos. Soporta a
Memé a duras penas y trata de que Marito no genere problemas.
Posee un sentido de la responsabilidad que casi hay que considerar innato, puesto que no hay nadie cerca que
haya podido inspirarla. Cuando Verónica está por marcharse en plena crisis familiar, lo deja muy claro.

Gabi: ¿Cómo te vas a ir así? ¿Podés ayudarme, Verónica?


Verónica: ¿Qué querés que haga yo?

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15
Gabi: No sé, hablale. Es tu hermano, ¿no?
Verónica: Mirá, Gabriela, yo en estas cosas prefiero no meterme.
Gabi: ¿Y por qué no te vas a meter vos y yo sí?
Verónica: Nadie te obliga.
Gabi: ¿Quién se ocupa de todo esto si no?[24]

Esa es la gran carga de Gabi, creerse o saberse indispensable en un hogar en el que todo está roto o a punto de
romperse. Todo está siempre rozando el límite: el dinero que se termina, la paciencia, el miedo que se disimula,
la espera que precede a la partida...

Nos detendremos a continuación, brevemente, en el modo en el que los mellizos se relacionan con el resto de
los miembros de la familia. Hemos mencionado el cariño que sienten por la abuela – ella es, además de Gabi, la
otra persona que logra mostrarnos a un Damián más cercano y relajado -. Puesto que los dos permanecen en la
casa, en parte, por ella, nos atrevemos a afirmar que en ese cariño hay mucho de deuda, una de esas deudas que
no pueden saldarse.

Gabi es consciente de que la abuela los crío lo mejor que pudo, sin la ayuda de Memé, esa madre que tanto
tiene de chiquilla indomable, a la que se enfrenta a menudo, con quien ella tiene que ejercer un papel autoritario
que no le corresponde y que se intuye como un rol asumido desde la infancia: la hija convertida en madre de su
madre. Los continuos desplantes con los que frena los disparatados comentarios de esta revelan, desde el primer
momento, el estado insostenible de esa relación y cuán cansada está Gabi de su papel.

Su relación con Marito mantiene unos parámetros muy parecidos, no obstante, su paciencia con él es otra. La
dureza con la que quiere corregir sus arrebatos tiende a ablandarse. Ese medio hermano suyo, tan diferente, es
capaz aún de sorprenderla, así, esa charla aparentemente intrascendente sobre el cabello de la familia que ya
hemos comentado, concluye para Gabi con el descubrimiento de esa gran pregunta en boca de Marito: “¿Por
qué se la llevaron a ella y no a mí?” Aquí el texto, que cuenta con muy pocas acotaciones, nos impide
involucrarnos en esa revelación crucial durante la puesta en escena. Es una cuestión de segundos, una mirada de
Gabi sobre Marito que se mantiene quieta mientras la actividad invade el salón de la casa de nuevo, lo que nos
permite adivinar que esa es la primera vez que ella le escucha reflexionar sobre algo semejante y lo que eso
implica: el hecho de que Marito ha crecido con esa pregunta dentro de sí, que ha debido pensarlo a menudo, que
una parte de él no entiende ese azar de la elección del padre.

Ese instante y el modo en el que está siempre pendiente de él en la clínica, corrigiendo sus comentarios,
vigilando su comportamiento en la medida de lo posible e incluso, vencida, explicándole al doctor que, en
efecto, sí, Marito y Memé siempre han dormido juntos - sin disculparlos, asumiendo ante un extraño una de las
muchas cosas obviadas en su casa, algo de lo que ella misma casi se había olvidado pero que, sin duda, nunca
ha entendido del todo -; refuerzan ese papel de una Gabi que se considera imprescindible, “madre de todos”,
que, en el fondo, comparte la misma debilidad que la abuela y Memé por Marito, con la diferencia sustancial de
que hay en ella un miedo hacia ese amor: el temor de tener que asumir esa difícil carga para siempre y la
certeza de no desear hacerlo, de no sentirse lo suficientemente fuerte, de no estar dispuesta al sacrificio que
implicaría.

Esa complejidad de su lazo con Marito tienen mucho que ver con Verónica. Gabi, medio hermana por parte de
madre de ellos, ha crecido con él y se siente la eterna responsable, mientras que Verónica ha permanecido
siempre al margen de las dificultades cotidianas y se desentiende de los aspectos más problemáticos de Marito;
su preocupación por éste se limita a la inquietud que le provoca el conocimiento que éste parece tener sobre sus
hijos e incluso esa cuestión sólo la enfrenta cuando se convierte en algo ineludible.

El texto nos deja ver cómo Gabi lucha consigo misma para aproximarse a Verónica quien, después de todo, no
deja de representar una puerta hacia el mundo fuera de la casa y, además, es el único apoyo económico
extraordinario que poseen y, en última instancia, es la persona a la que acudirá cuando la situación le sobrepase.
Eso es lo que sucede con la súbita enfermedad de la abuela. Todos se ven obligados a convivir durante unos

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16
días en una intimidad desacostumbrada y lo que hasta entonces se había silenciado, disimulado u obviado, sale
a la luz.

Las diferencias entre Gabi y Verónica están siempre latentes. Están juntas pero no unidas en su modo de cuidar
de los otros. Mientras que la aportación de Verónica se reduce a una presencia esporádica que proporciona
apoyo material, la de Gabi exige una dolorosa continuidad que le impide crecer, tener una vida propia. La
presencia de Verónica pone eso de manifiesto. Entre ellas hay siempre un posible enfrentamiento verbal que
nunca llega a desarrollarse del todo.

Verónica: Abuela, ¿alguien vigila a Marito a ver qué hace, a dónde va?
Marito: Memé se encarga.
Gabi: ¿Cómo hacemos para vigilarlo todo el día?
Abuela: No le hagas caso a este loco.
Memé: No lo tomes en serio.
Gabi: Sí, es serio, abuela. (...)
Verónica: Lo único que pido es que lo vigilen.
Gabi: ¿Pero qué pasó con Mario?
Damián: No pasó nada.
Verónica: ¿Vos qué sabés?
Gabi: Pero, ¿Qué es eso de...?
Damián: Podemos hablar de eso cuando estemos solos, ¿No te parece?
Verónica: Perdoname, pero en este caso me incumbe porque habla de mis hijos, ¿Está claro, Damián?
Gabi: ¿Y en qué casos no te incumbe? Es tu hermano, ¿no?
Verónica: Cuando tengas tus hijos vas a poder opinar sobre los otros, Gabi.[25]
**
Gabi: Te traje el camisón, abuela.
Verónica: Yo ya le compré uno.
Gabi: Bueno, por si tiene que cambiarse.[26]

**
Damián: ¿Cuánto cuesta esto, Verónica?
Verónica: Mucho.
Damián: ¿Pero cuánto?
Verónica: Bueno, no sé, faltan todos los estudios. Después te muestro el recibo si querés. (...)
Gabi: Yo quiero aportar con lo que pueda también.
Damián: No, Gabi.
Gabi: ¿Por qué?
Verónica: No hace falta.
Gabi: Después vemos. (...)
Verónica (a Damián): ¿Por qué decís no, así, con tanta...?
Marito: Soberbia.
Verónica: Bueno, sí, soberbia. (...) Te estoy hablando, Damián.
Gabi: Porque sabemos que es imposible pagar algo así, por eso.
Verónica: No sonó así.[27]
**
Verónica apela Gabi como única voz razonable de la familia, exigiéndole una garantía de orden, de
“normalidad” en el comportamiento de todos. Sin embargo, esa disposición de las cosas no logra mantenerse
siempre. Gabi puede ser, en efecto, la más “cabal” de la familia, pero no duda en coordinar una ducha necesaria
para todos en la clínica cuando les cortan el gas en casa, algo que, para Verónica es, a todas luces, un exceso y
que sirve como detonante para que trate de sincerarse con ellos y aclararles hasta dónde llega su compromiso
con la familia.

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17

Verónica: Miren…estuve pensando. Esta es una situación atípica para mí.


Gabi: Para nosotros también.
Verónica: Sí, claro, supongo que para ustedes también, es como una convivencia… forzada por las
circunstancias. Pero bueno, yo creo que puede ser también una oportunidad para conocernos. Estas cosas, por
ejemplo, que a mi resultan un poco extrañas, pero no las voy a criticar…Cada uno vive como vive y yo no soy
quien para juzgar. (...) Quiero decir, yo tengo una vida armada de una determinada manera, pero quiero que nos
podamos entender, conocer...
Gabi: No sé bien a dónde vas.
Verónica: Bueno, como parece que fuera una obligación mía hacerme cargo económicamente de todo lo que
pase, quería aclarar que no es una responsabilidad mía hacerlo, sino un...
Memé: Un gusto.
Verónica: Una decisión, un deseo.[28]

Sin embargo, lo que parece un intento de aproximación sincero se convierte en un nuevo conflicto de intereses
personales donde, una vez más, se ponen de manifiesto las diferencias sustanciales entre Verónica y Gabi, pero
también entre Verónica y el resto de la familia. Así, todos se alegran ante el anuncio de Verónica de que, por
fin, ha decidido traer a sus hijos para que conozcan a su bisabuela, pero la alegría no dura mucho porque esa
iniciativa no cumple con las esperadas expectativas de compresión mutua de las que estaba hablando minutos
antes.

Verónica: Entonces me pareció mejor... que dejamos a la abuela tranquila para que conozca a sus nietos.
Silencio.

Verónica: No sé si es lo mejor que los chicos lleguen con tanta gente alrededor...Me pareció.
Damián: ¿Querés que nos vayamos?
Memé: Ay, Dami ¿Cómo nos vamos a ir sin conocerlos?
Vero: Como primer encuentro me pareció mejor que estén solos con la abuela.
Memé: ¿Y yo?
Verónica: Después vemos.
Gabi: No me parece que vaya a pasar nada malo porque estemos nosotros, también, con la abuela.
Verónica: Yo me quedaría más tranquila si... si está la abuela sola.
Gabi: ¿Por qué?
Marito: Le dan vergüenza los enanitos.
Memé: Cortala con los enanos, Mario.
Verónica: ¿Te das cuenta por qué me parece mejor?
Gabi: Bueno, pero entendí que decías que había que aceptarnos como somos, y todo eso.
Verónica: Sí, aceptarnos. Aceptemos que yo quiero que conozcan a la abuela en un clima de tranquilidad.(...)
Perdón, pero yo no voy a exponer a mis hijos y a mi marido a una situación vergonzosa.
Damián: Si te da vergüenza no los traigas.
Verónica: No me da vergüenza.
Damián: Sí, te da vergüenza.
Verónica: Sí, me da vergüenza. Y a vos también te daría vergüenza.
Damián: ¿Qué decís?
Verónica: No es vergüenza. Es miedo. Quiero que la abuela esté tranquila. (...)
Damián: Yo no me voy.
Verónica: Gabi, vos sos razonable. Por favor.
Gabi: Vos no sos razonable. Sos muy injusta con nosotros.
Memé: Esperen, seamos razonables. Acá el problema me parece que es Marito. Llévenselo a él y que vengan
los chicos.
Marito: No, Marito se queda.
Gabi: Yo no puedo aceptar esto.
Verónica: ¿Se van a quedar?

[
18
[
Gabi: Yo no voy a ser cómplice de esto. 29]

**

Los puntos de vista de las hermanas sobre la familia son irreconciliables por el hecho de que una está fuera – es
la eterna hija pródiga que recibe la atención exagerada de las matriarcas de la casa en cada visita – y la otra está
dentro y, pese a ser consciente de los muchos problemas con los que conviven, frente a Verónica, esa mirada
que todo lo mira con mal disimulada perplejidad o rechazo, conserva un orgullo, una dignidad hacia los suyos
porque ella sí los conoce y no precisa entenderlos o justificarlos para estar con ellos ya que nunca ha tenido otra
opción.

Sin embargo, la pregunta de Gabi sobre la posibilidad de encontrar a su padre[30] nos permite intuir que, al
igual que Marito, también ella ha imaginado una vida diferente. Incluso Damián emite su propio juicio sobre el
destino, aparentemente favorecedor, de Verónica.

Verónica: (...) Quisiera aclarar que yo no decidí vivir fuera de la casa de la abuela. Uno no decide con un año
qué vida va a llevar o con quién va a vivir. Otros decidieron por mí, eso es indiscutible.
Gabi: No, claro.
Memé: Bueno, pero saliste ganando.
Verónica: Sí, bueno, no sé si...
Damián: Yo no sé si salió ganando.
Memé: Sí, salió ganando.
Damián: No sé, dije.
Marito: Sí, Dami, sí, salió ganando.[31]

Hay que alabar una vez más la complejidad de los personajes, pues no hay un solo aspecto sobre el que
podamos emitir un juicio unívoco. Ninguno de ellos está concebido desde un único punto de vista que nos
permita resumirlo con pocas palabras. Al profundizar en el texto vamos descubriendo que los vínculos tejidos
entre los personajes se nutren de muchas contradicciones y sutilezas que tienen mucho que ver con la
concepción de un núcleo familiar, pues pocos contextos sociales nos permiten explorar mejor la naturaleza de
las relaciones humanas como ese primer círculo en el que uno se desarrolla, donde en ocasiones terminan por
aceptarse toda una serie de abusos y maltratos sin ni siquiera percibirlos como tales porque desde siempre han
formado parte de ese pequeño universo.

VERÓNICA

El personaje de Verónica desempeña un papel fundamental cuando se trata de contrastar el microcosmos


Coleman con la sociedad. Antes de que entre en escena ya ha aparecido en boca de los otros personajes y
ninguna de esas menciones es inocente. Marito considera que el día en que se incendie la casa y mueran todos
“habría que llamar a Verónica” para que ella, “el pelado” y “los enanitos” no se queden al margen; Memé
adopta un aire casi orgulloso cuando reconoce que Verónica fue la primera en nacer y hay algo de ironía pero
también de queja nunca emitida cuando Gabi secunda la propuesta de la abuela de “poner la casa linda porque
viene Verónica”.

Pese a no estar en la casa Verónica está en boca de todos. Damián es el único que no la menciona porque, como
luego entendemos, no existe entre ellos ninguna posibilidad de relación cordial. No obstante, ese silencio
resulta muy elocuente, sobre todo si valoramos el hecho de que todas y cada una de las veces en que Verónica y
Damián se dirigen la palabra es para provocar un enfrentamiento donde queda claro su rechazo hacia el modo
de vida del otro.
Damián es el único que no altera su comportamiento ante Verónica. Su actitud no cambia, salvo para acentuar
aquello que sabe que va a molestarla.

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19

La transformación que sufre Verónica durante la obra es significativa y profunda. Se nos presenta como una
mujer que ha conseguido alcanzar una posición cómoda en la vida y que lleva una vida “normal”, que resulta
exitosa por el rotundo contraste que se da entre ella y el resto de los hermanos; sin embargo, poco a poco,
vamos descubriendo que ese supuesto equilibrio no es tal y que una parte de ella, socialmente oculta, tiene
mucho en común con ese clan, si bien es cierto que el personaje no es consciente de ello, que nunca admitiría
ese parecido.

En el primer acto entendemos que su contacto con la familia viene dado por el apoyo económico que les
proporciona. Parece que sólo con la abuela mantiene un vínculo emotivo sano. Su llegada a la casa nos deja ver
que su compromiso no es incondicional, que existen unos límites precisos. Hay determinadas cosas que
Verónica no está dispuesta a hacer: no se hace cargo de la dimensión que adquieren los arrebatos de Marito, no
quiere saber nada de Memé... Su distancia prudencial preside cada uno de sus gestos y comentarios. Pronto nos
damos cuenta de que sólo ve y escucha lo que le interesa, lo que puede manejar.

Marito es quien logra romper una y otra vez ese medido equilibrio al involucrarse directamente en su vida, en
su otra vida. Cada vez que éste menciona a sus hijos Verónica no puede evitar desquiciarse porque no sabe a
qué atenerse. No obstante, su necesidad de disimular, de mantener las apariencias, se impone sobre esa
inquietud. Sólo tras la muerte de la abuela, cuando Marito la pone entre la espada y la pared obligándola a
comprobar la verdad de lo que cuenta, ella le enfrenta con una violencia largamente contenida.

Su papel como personaje mediador entre la familia y el mundo se acentúa porque es ella quien introduce otras
miradas sobre ellos: la de Hernán y la de Eduardo, el doctor. No es banal el hecho de que sean dos miradas
masculinas las que penetran en la intimidad de esa familia matriarcal. Hernán entra en la casa y en pocos
minutos toma conciencia del peculiar estado de las cosas allí dentro. El doctor consigue ir un poco más lejos –
verbalizar el pasado - parapetándose en el rigor de su informe médico. Ambos creen conocer a Verónica y
descubren con morbosa fascinación cuánto desconocen de ella en realidad.

Verónica no cesa de disculpase ante ambos por el comportamiento de los suyos. Ella misma no está preparada
para esa “convivencia forzada por las circunstancias” y descubre más cosas acerca de su familia en los días que
dura el internamiento de la abuela de las que ha sabido en años: el descontrol de la medicación de la abuela, las
gotas que le dan a Marito, el hecho de que Marito y Memé duerman juntos...

Toda esa información sale a la luz en un momento crítico – la enfermedad de la abuela – y precisamente por eso
Verónica adopta una actitud mucho más paciente y comprensiva para con todos. Incluso toma la iniciativa de
presentarle a sus hijos a la abuela. Lo que para ella es sin duda un gran paso, se convierte, sin embargo, en un
nuevo enfrentamiento que nos deja ver cuán lejos está ella de poder, no ya entenderlos, sino asumirlos tal y
cómo son.

Esta lectura del personaje de Verónica en relación con el resto nos lleva a verla como a una mujer fría, cínica,
mentirosa y egoísta. No obstante, el texto nos proporciona una valiosa información sobre su vida como para que
nuestro juicio sobre ella no sea tan fácil de emitir. Es cierto que Verónica posee todos esos defectos pero si nos
detenemos en sus palabras, en los momentos en los que trata de sincerarse, descubrimos que su actitud no es tan
reprobable. Su padre se la llevó cuando apenas tenía un año. La separaron de la parte materna de la familia y de
su hermano. Nada se cuenta de cómo logró mantenerse el contacto entre ellos, pero el hecho es que existe un
vínculo que ella se esfuerza por sostener. Cuando habla de su apoyo económico, aclara: “es una decisión, un
deseo”.

No parece descabellado considerar que esas palabras justifican la continuidad de su relación. No está obligada a
cumplir con ellos, realmente quiere hacerlo. Cuánto haya de culpabilidad en esa decisión es algo sobre lo que
cada uno opinará de un modo diferente.

Su decisión de no contar nada acerca de la enfermedad de Marito es algo que la dota de una villanía
insuperable; sin embargo, se entiende que para ella ha sido terrible constatar algo que hasta entonces era un
temor difuso: el control que tiene Marito sobre la vida de sus hijos. Hay un antes y un después de esa revelación
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y del enfrentamiento físico de ellos. Lo más impactante de ese después es que no se nos ofrece la posibilidad de
detestar al personaje. Recibe su propio castigo: la amenaza de su madre de destruir su matrimonio poniendo al
tanto a su marido de sus infidelidades. La extorsión es tal que Verónica, atónita y resignada, tiene que ceder al
chantaje materno.

Aquí hay que hacer hincapié de nuevo en la puesta en escena pues, de entre las muchas posibilidades bajo las
que podría haberse dado esta conversación entre madre e hija, Tolcachir optó por la más patética, la más
humillante y sobrecogedora: Memé obliga a una desorientadísima Verónica a sentarse en su regazo y la
chantajea descaradamente entre mimos y caricias.

LA MIRADA DE LOS OTROS

HERNÁN Y EDUARDO

Hemos mencionado que ambos personajes conocen a la familia, paradójicamente, de mano del personaje que
menos interés tiene en presentarlos, Verónica. Los dos son amantes esporádicos de Verónica, sin embargo,
poco tienen en común. Si bien es cierto que no pueden evitar fascinarse ante esa familia excéntrica que nada
tiene que ver con la aparente serenidad de Verónica, sus actitudes hacia esa realidad son muy distintas.

Cuando Hernán llega a la casa, en un primer momento, a duras penas logra contener la risa ante los comentarios
y las reacciones de cada uno; no obstante, cuando la situación se complica con el arrebato de Marito y la pelea
por la botella de ginebra, es el único que, en un gesto ingenuo y desesperado, le ofrece ayuda a Gabi. Ese gesto
dice mucho de él, nos anuncia lo que más tarde defiende ante una Verónica despechada, que a él le gusta
“involucrarse”. En efecto, es lo que decide hacer.

Desde que ve a Gabi por primera vez algo en él queda atado a esa mujer solitaria que oculta su debilidad bajo
una actitud hostil. Antes de que pueda darse cuenta de qué ha hecho, se ha ofrecido a pasar la noche con ella en
la clínica y, cuando volvemos a verles juntos, tras la muerte de la abuela, los sutiles cambios de Gabi, que no
sólo acepta su compañía sino que es capaz de corregir sus brusquedades, nos informan de que hay algo entre
ellos, algo muy frágil e inesperado.

Hernán: Yo puedo llevar las cosas con el auto si querés.


Gabi: Después vemos. (Pausa). Gracias.
Hernán: ¿Será posible vernos después de todo esto?
Gabi: No sé, ahora...
Hernán: Perdoname, tenés razón. Perdoname.
Gabi: No, no me molestó...
Hernán: Es que... me da miedo no volver a verte. Pero si me decís que es cuestión de tiempo, puedo esperar, lo
que haga falta.[32]

Esa conversación queda interrumpida por la entrada de Verónica quien hasta ese momento no ha querido darse
cuenta de ese nuevo vínculo y que deberá asumirlo como cosa hecha. Tras el anuncio de la enfermedad de
Marito y su violento enfrentamiento con éste, la distancia de Hernán es la gota que colma el vaso en ese día que
marcará un antes y un después definitivo en la vida de todos.

Verónica: ¿Y Eduardo?
Gabi: Se fue. Dijo algo de Mario, ¿puede ser?
Verónica: ¿De Mario? No sé, la verdad.
Gabi: Eduardo dijo que vos estabas al tanto.
Verónica: Mirá, lo único que sé es que estoy agotada. ¿Vamos, Hernán?
Hernán: Es que… hoy no me citaste, Verónica. Estoy sin el coche.
Verónica: ¿Ah, sí?

[
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Hernán: No, la verdad es que estoy con el coche pero no estoy trabajando.
Verónica: Ah, bueno, no. Está todo bien.
Gabi: Me esta ayudando mucho con lo de la abuela.
Verónica: Sí. Es un amor, Hernán.
Hernán: Bueno, gracias.
Verónica: Ya lo conozco yo.
Gabi: Tengo miedo de estar abusando la verdad.
Verónica: ¿De él? No, le encanta.
Hernán: ¿Qué abusen de mí? No estoy tan seguro.
Verónica: No que abusen, pero que te tengan en cuenta digo.
Hernán: Me gusta involucrarme más bien.
Verónica: ¿Podrías acercarme a casa aunque no te haya citado?
Hernán: No, no puedo, perdoname.
Verónica: Es un momento.
Hernán: No puedo.
Verónica: ¿Me estás hablando en serio?
Hernán: Sí.
Gabi (a Hernán): Andá, yo me arreglo.
Hernán: No, no te preocupes.
Verónica: Bueno, supongo que es mejor así. Nos veremos, entonces. (Se le engancha el
anillo en el bolso). Ay, espera...
Hernán: Te ayudo.
Verónica (Tratando de no ponerse a llorar): No, no, dejame. (Se tropieza con el caño del suero al intentar
alejarse de Hernán). ¡Ay… me cago en la reputa madre que me parió!
Sale.[33]

Tras la despedida de Damián, el encuentro azaroso entre Gabi y Hernán se convierte en algo más profundo y
Hernán trasciende como personaje. En realidad, en el momento en el que Gabi le defiende ante a Damián –
“Está conmigo, tranquilo. Me está cuidando”. - y cuando éste toma el dinero que le tiende, Hernán ya se ha
desplazado a un plano más profundo. Se entiende cuánto hay de verdad en esa afirmación suya: “Me gusta
involucrarme”. Al presenciar la despedida de los mellizos Hernán se ve inmerso en la intimidad de Gabi y el
hecho de que esté junto a ella en ese momento crucial en el que Damián, la única persona que le importa tras la
muerte de la abuela, anuncia que se marcha, le coloca en una posición tan privilegiada como comprometida. De
algún modo él es consciente de eso, por eso se sobrepone tan rápidamente de la sorpresa que le provoca la
decisión de Gabi.

Gabi: ¿Tenés un lugar?


Hernán: Sí.
Gabi: No voy a volver a mi casa. Memé y Verónica se van a encargar de la casa y de Marito.
Hernán: ¿Estás segura que...? Vamos.
Se van juntos. [34]

Cabe mencionar que en las breves conversaciones entre ambos hay un eco de las charlas que Gabi sostiene con
Damián. Con ninguno de ellos son necesarias las explicaciones. Existe un nivel de compresión que está por
encima de las palabras. Hernán no lo sabe pero está reproduciendo ese esquema de entendimiento mutuo que
existía entre los mellizos y aunque esta sea una apreciación dada por el análisis metódico del texto, no parece
descabellado suponer que los espectadores, en un nivel intuitivo, identifican esa nueva complicidad y la
reconocen como algo bueno, como algo imprescindible para la soledad de Gabi. De este modo es como Hernán,
una de las miradas ajenas, abandona su rango de personaje anecdótico para convertirse en una pieza
fundamental del desenlace.

Al asumir a Gabi como persona, interesarse por ella, ver más allá de su contexto familiar, Hernán le

[
[
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proporciona lo que más necesita: un principio de identidad en solitario, la posibilidad de ser sólo Gabi, no la
hermana ni la hija ni la nieta de nadie. Eso es lo que introduce el único atisbo esperanzador que se filtra en el
final de la obra.

Por su parte, la función de Eduardo, el doctor, es bien distinta. Ese personaje que nunca llega a manifestar del
todo su opinión - no emite nunca un juicio explícito - logra controlar su sorpresa y su ironía ocultándolos bajo
un interés supuestamente profesional que luego, al confirmarse que es uno de los amantes de Verónica,
juzgamos como todo lo contrario: sus interrogatorios responden a una curiosidad personal casi morbosa y los
realiza siempre desde un lugar privilegiado, dejando que sean los otros los que revelan cada vez más y más
información que, como bien señala Damián, poco y nada tiene que ver con la enfermedad de la abuela. La
abuela es la única, como ya hemos visto, que sabe ponerle en su lugar.

Su mirada se mantiene durante toda la obra a una prudencial distancia de las rarezas de la familia. Él y
Verónica se encargan de que en ningún momento nos familiaricemos tanto con los personajes que entremos en
su propio código disparatado.

El único momento en el que el doctor “pierde los papeles” nos lo ofrece al ser sorprendido por Memé saliendo
del baño en el que minutos antes estaba con Verónica. Son unos instantes reveladores que pasan enseguida a un
segundo plano ante el impacto del diagnóstico de Marito que se revela después.

El hecho de que Marito, el personaje que más intimidades ha aireado en esos días, sea obviado por el doctor –
no le pone al tanto de la situación a pesar de que entra en la habitación en el preciso instante en el que hablan de
él – provoca un extrañamiento, anticipa que algo no seguirá el curso deseado en lo que a la enfermedad se
refiere. En efecto, acto seguido, Memé se desentiende del tema y, poco a poco, nos damos cuenta de que
Verónica tampoco se hará cargo de ello. El primer silencio del doctor inaugura esa cadena final de omisiones.

Tolcachir no tienen ninguna piedad con sus personajes. Nos los presenta de la forma más cruda y deja que sea
nuestro grado de implicación, nuestra propia identificación con cada una de sus criaturas, lo que guíe nuestro
juicio, nuestra empatía hacia ellos. La omisión de la familia Coleman no busca la catarsis liberadora del
espectador sino una complicidad silenciosa, un reconocimiento de nuestro lado oscuro, de lo que cada uno de
esos personajes posee de nosotros. A lo largo de la obra nuestra simpatía pasa de uno a otro y el desenlace no se
concibe como una liberación; la historia no sólo no concluye sino que inaugura otras a las que difícilmente se
les augura un final feliz. Tan sólo Gabi, acompañada por Hernán, parece tener una esperanza de mejoría y aún
así, el precio que paga por ella es muy alto.

No obstante, ¿hay que considerar la disolución de la familia como un final “atroz”? Quizá la decisión de
abandonarse los unos a los otros sea, en el fondo, lo mejor que pueden hacer para ayudarse. Una ayuda indirecta
e involuntaria, claro está. Sin embargo, la figura solitaria de Marito no nos permite consolarnos con esa azarosa
libertad. Él no ha elegido su soledad y se tiene la impresión de que él nunca se ha imaginado sin ellos, de que su
problemática persona no va más allá de lo que es dentro de esa familia. Su abandono implica la destrucción del
esa personalidad arrolladora que fascina casi tanto como inquieta.

LA OMISIÓN

Para terminar con el análisis del texto nos detendremos en la cuestión del título de la obra. La omisión de la
familia Coleman.
Es una obviedad señalar que la leucemia de Marito se enfoca como la gran omisión, eso es sólo la punta del
iceberg. Es sin duda uno de los silencios más sangrantes del texto pero no es el único. Toda la obra se articula
sobre cuestiones acalladas durante años, hay demasiadas cosas de la historia familiar que, como afirma la
abuela, “es mejor no recordar”.

Para empezar, la paternidad de los chicos se vive como un doble problema: por un lado el padre de Marito y
Verónica y esa, nunca sabremos cuán azarosa, elección de llevarse a Verónica. Las conversaciones en las que
sale este tema a relucir no dejan lugar a dudas sobre lo problemático del asunto y el silencio que se ha
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mantenido sobre ello. Por otro lado, el misterioso padre de los mellizos del que nada se sabe pero sobre el que
Gabi pregunta.

Esa ausencia de la figura paterna presenta dos omisiones sobre las que se abren muchas preguntas – tanto para
el lector como el espectador o los actores -. El modo en el que estas se respondan permite construir diferentes
arquitecturas de los personajes.

Las omisiones no alcanzan sólo al pasado de la familia. Resultan mucho más peligrosas en lo cotidiano. Es
comprensible el impacto que sufre Verónica, por ejemplo, al enterarse de que Memé y Marito siempre han
dormido juntos, en la misma cama.

Por otro lado, más allá de lo que sucede en la casa, ninguno parece saber a qué se dedican los otros fuera de la
misma Se tienen intuiciones que prefieren ignorarse como la conducta delictiva de Damián o el seguimiento
que Marito hace de la vida de sus sobrinos.

Los hijos de Verónica son otro tema omnipresente del que sólo Marito habla sin pudor. El hecho de que ella los
mantenga alejados, de que nunca los haya llevado a la casa, es otra de las grandes omisiones. No olvidemos la
rotundidad con la que la abuela se niega a hablar del tema con el doctor.

La propia casa de los Coleman parece reforzar esos silencios. Como tan acertadamente advierte Marito, “la casa
se hunde”. Los muebles rotos, el timbre de la calle que no funciona, el lavarropas estropeado, el corte del gas...
Cada pequeño detalle que uno percibe desde fuera como algo inusual, es obviado por la familia. Se tiene la
certeza de que todo lo que se rompa dentro de esa casa quedará roto para siempre porque nadie volverá a
mencionarlo.

El hecho de que todos hayan aprendido a convivir con las exigencias, la violencia, los arrebatos, los silencios y
los gritos de los otros como aspectos comunes de su día a día, proporciona un marco concreto en el que la
omisión se convierte en un modo de vida, en una estrategia de supervivencia. Si obviamos todo lo que nos
molesta, tal vez desaparezca. Esa parece ser la esperanza implícita.

Poco a poco todas esas cuestiones silenciadas tejen un microcosmos incomunicado donde no importa cuán
cerca estén unos de otros porque nunca alcanzarán a entenderse.

La incomunicación no está sólo presente en la obra entre los miembros de la familia. Su relación con el mundo
exterior también está fracturada. Pequeños detalles como el timbre de la calle o el teléfono que no suena – ni
siquiera el celular de Verónica emite un pitido -, e incluso el hecho mencionado por Memé de que no tengan
televisor, los aíslan brutalmente y les obliga a replegarse sobre sí mismos y a depender de cada pequeña
iniciativa o cambio de los otros para sentir que algo sucede. El olvido del cumpleaños de la abuela subraya esta
idea. En medio de la llamada a urgencias solicitando una ambulancia caen en la cuenta, mediante la intromisión
de esa voz desconocida al otro lado del teléfono, de que, en efecto, es doce de mayo y ninguno lo ha recordado.
Así pues, pareciera que ni siquiera el paso del tiempo les sirve como marco de referencia.
Recordemos que Memé saluda a Verónica reprochándola su tardanza pese a que ha llamado hace muy poco
para avisar de su visita y la invita a cenar aunque son apenas las once de la mañana.

LA PUESTA EN ESCENA

Una de las ventajas de formar parte de un proceso creativo como este es que la comprensión del texto se ha ido
alumbrando a medida que la puesta en escena iba tomando forma y se enriquecía en matices y puntos de vista.
Ver cómo, poco a poco, las buenas opciones eran sacrificadas para favorecer el riguroso sentido del tempo
teatral que posee Tolcachir o cómo se añadían pequeños gestos desde la dirección que intensificaban el humor o
lo patético de una escena, ha servido para reforzar la creencia de que el texto teatral es, ante todo, una
herramienta del trabajo actoral, algo que sólo adquiere un sentido pleno en el escenario y que sin ese paso final,
toda lectura, todo análisis, por minucioso que pretenda ser, estará obviando infinitas posibilidades pues la mera
lectura del texto ofrece siempre una perspectiva muy limitada que, además, estará condicionada por la
experiencia del lector, experiencia como lector teatral pero también, qué duda cabe, como espectador.
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Si tuviéramos que concebir una posible poética bajo la que analizar la puesta en escena de esta obra, una de las
primeras propuestas que tendríamos sería la de instaurar una poética de lo roto. Ya hemos visto cuánto hay de
quebradizo e inestable tanto en los personajes como en el conflicto dramático. Nos hemos permitido mencionar
algo que no está presente en el texto: el mobiliario despedazado que ambienta la casa.

La elección final del director marcó una línea de pobreza y desnudez para todo el entorno. Tanto los muebles
como los escasos objetos que aparecen son de una precariedad manifiesta. Puesto que la platea del teatro
Timbre 4 queda muy próxima al espacio escénico, los espectadores, una vez sentados, pueden recrear con
eficacia la sensación de haber penetrado en casa ajena. Mientras esperan el comienzo de la función pueden ir
descubriendo esos pequeños detalles inquietantes: el empapelado roto, los cables de la luz al aire, el sofá rajado,
la silla “remendada” con cinta adhesiva, las puertas de un mueble que no cierran... Y frente a esa visión el
extraño reducto de colorido orden que reina sobre una cama, junto a una máquina de coser.

Ahí, en ese espacio aún en penumbra, en esos objetos inertes están ya los Coleman: su desmoronamiento
inminente y mal disimulado e incluso la lucha por mantener un imposible orden, reflejada en ese montón de
ropa prolijamente dispuesta por Gabi para su costura.

Desde el momento en el que Claudio Tolcachir decidió que la obra se desarrollaría en ese espacio una de las
principales preocupaciones de la puesta fue explotar al máximo las posibilidades que el lugar ofrecía,
proporcionarle al espectador una mayor amplitud, nuevos puntos en los que centrar su atención más allá de ese
primer plano en el que los actores iban a moverse. Con esa idea se sumaron una serie de espacios aledaños que
terminarían de configurar la casa familiar. Los espectadores realizan una reconstrucción mental y completan
aquello que sólo se intuye: la escalera que lleva a los dormitorios, la cocina y el baño que están en el patio y la
puerta que da a la calle.

La partitura de movimiento es tan minuciosa y está tan interiorizada por los actores que desaparece. En los
momentos de mayor complejidad, con siete personajes en escena y distintos planos de acción en los que
concentrarse, el espectador no percibe un plan de escena sino un tremendo escándalo, casi demasiado real para
ser actuado.

La iluminación es sobria. Acompaña la transición entre los dos actos, de hecho es apenas el único recurso del
que se sirve el director para recrear la clínica. El salón se sume en la oscuridad y la cama sobre la que estaba la
ropa de Gabi se convierte en el eje que ordena acción y personajes durante el segundo acto.

El ritmo de la obra no ofrece tregua. Los diálogos se superponen, los enfrenamientos nunca involucran sólo a
dos personajes, las interferencias entre unos y otros son constantes, la invasión de ese pequeño espacio que han
conseguido por unos minutos se viven como un ataque – así, el rechazo o la huida de Damián cuando Marito o
Memé se acercan demasiado; o el modo en el que Gabi le impide a Memé cualquier tipo de contacto con la ropa
que cose -.

Es destacable la economía de recursos por la que se ha apostado. No hay posibilidad de distracción. La


interpretación de los actores es lo que sostiene durante hora y media la atención del público y sobre ese aspecto
las felicitaciones son unánimes. Sea porque, como apuntábamos al principio, Claudio Tolcachir escribió el texto
pensando en esos actores, sea porque los personajes han crecido con y por ellos desde la improvisación, lo
cierto es que el resultado en su conjunto es de una organicidad y de una pulcritud admirables.

Sin caer en la caricatura ni en los excesos simplificadores que anularían los ricos matices que poseen personajes
tan complejos y extravagantes como Memé y Marito, Miriam Odorico y Lautaro Perotti han sabido
proporcionarles esos elementos discordantes que, desde su primera aparición en el escenario, nos advierten de
que poseen una naturaleza diferente. Destaca en ambos el rigor con el que han construido una partitura física
acorde con esa energía desquiciada. Ambos proporcionan una constante inquietud porque nunca se sabe cuál
será su próximo gesto o sentencia desproporcionada.

Ese mismo trabajo, si bien volcado en otro tipo de efecto hay que reconocerlo en los personajes de Gabi y
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Damián, interpretados por Tamara Kiper y Diego Faturos. La dureza de la primera, que equilibra una
contención impecable y una masculinidad cortante y severa; así como la violencia latente en cada pequeño
gesto o mirada del segundo, son claros ejemplos de lo que se logra mediante el trabajo con las distintas
calidades de energía.

Por su parte, Ellen Wolf como la abuela e Inda Lavalle como Verónica han arriesgado, desde lugares muy
diferentes, por la búsqueda de los matices del texto y la compleja muestra de las contradicciones de sus
personajes; ese doble juego en el que lo que dicen no se corresponde con lo que hacen, generando por tanto un
conflicto interno que debe pasar inadvertido.

El desafío para Jorge Castaño y Gonzalo Ruiz, encarnando al doctor y a Hernán respectivamente, se encontraba
en saber mantener un difícil equilibrio entre la sorpresa, el desconcierto y la naturalidad al enfrentarse a esos
personajes en una situación límite. La correcta construcción de sus personajes como observadores curiosos pasa
por un entendimiento de su incapacidad para criticar o juzgar desapegadamente, algo que ambos consiguen
eficazmente.

Es indudable que el trabajo de dirección es el que ha logrado que todas y cada una de esas piezas posea tanta
consistencia en solitario como en su conjunto. Su sensibilidad para crear estos personajes sin necesidad de
justificarlos, desnudándolos sin pudor, es lo que permite que, por más distorsionados o particulares que puedan
parecer, posean un fondo de universalidad que no nos deja indiferentes.

A menudo se dice que hay tantas funciones como públicos distintos. En efecto, si algo hemos podido
comprobar desde el estreno es que el modo de aproximarse a lo que la obra cuenta pasa por un silencio prudente
y un margen de perplejidad o extrañeza pero también por la más grande de las carcajadas. Tomarle el pulso al
público, ver en qué momentos se emociona, cuando se sorprende, cuando ríe... forma parte de este proceso.

Proporcionar la dosis adecuada de humor y drama es uno de los grandes desafíos del teatro. Claudio Tolcachir
lo sabe y el texto de esta obra, su primer drama, permite ver hasta dónde maneja ese equilibrio. Lo que el texto
no ofrece es el impacto final que produce la última escena, Marito sentado en el sofá, esperando el regreso de
alguien, sin saber lo que nosotros sabemos, que nadie vendrá.

Ese es el único momento en el que Tolcachir se permite un uso poético de la iluminación y de la música. El
personaje de Marito queda solo ante el público, en penumbra y, poco a poco, la luz le ilumina. Antes de que se
ponga en pie creyendo haber oído la puerta, comienza a sonar una canción de los años sesenta que le
proporciona al público su última sonrisa.

Qué suerte, qué suerte, qué suerte que esta noche voy a verte.
Qué suerte, qué suerte, qué suerte que esta noche voy a verte.
Qué suerte que tengo una madre tan buena,
que siempre vigila mi ropa y mi cena,
Qué suerte la vida que corre en mis venas...

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