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Idilio del Gordo y la Flaca

Él la llamaba Stanley; ella a él, Ollie.

Ella tenía 25 años, y él 32, cuando se conocieron en uno de esos cocteles en los que todo el mundo
se pregunta qué diablos está haciendo ahí; pero nadie se va, así que todos beben demasiado y
mienten sobre lo maravillosa que les parece la reunión.

Ambos andaban para acá y para allá en aquella selva de gente, sin encontrar un árbol a cuya sombra
arrimarse. Sus pasos los llevaron a toparse en el centro de la insípida multitud. Tratando de cederse
el paso mutuamente, se apartaron hacia un lado, y luego hacia el otro, varias veces, de tal forma que
no podían pasar, hasta que ambos rieron. Él, por impulso, levantó su corbata con los dedos y la
meneó, y ella inmediatamente se llevó una mano a la mollera, se desordenó el pelo y empezó a
parpadear, con un gesto como de alguien a quien le han golpeado la cabeza.

—¡Stan! —exclamó él, al reconocer el ademán.

—¡Ollie! —respondió ella—. ¿Qué te has hecho?

—¿Por qué no me ayudas? —repuso él, mientras hacía ademanes toscos, propios de los obesos.

Ambos se tomaron del brazo en medio de sonoras carcajadas.

—Yo —empezó a decir ella, con un brillo cada vez más intenso en la cara—yo conozco el lugar, a
menos de tres kilómetros de aquí, donde está la escalinata de 131 peldaños por la que El Gordo y El
Flaco, en 1932, subieron y bajaron aquella caja con un piano adentro.

—Bien, ¡larguémonos de aquí! —gritó él.

Un portazo en el auto, un rugido del motor, y la ciudad de Los Ángeles, a la luz del atardecer, fue
pasando a toda carrera ante ellos.

Él frenó en donde ella le indicó que se estacionara.

—¡No lo puedo creer! ¿Es esa la escalinata?

—La misma, con sus 131 peldaños —respondió ella, mientras salía del auto—. Ven, Ollie.

—Como quieras, Stan.

Se quedaron un momento mirando hacia arriba la pronunciada pendiente de concreto. Entonces ella
le pidió con voz maravillosamente dulce:

“¡Sube! ¡Anda, sube!”

Él empezó a ascender, contando los escalones, primero en un susurro, pero a cada número que
pronunciaba, su voz aumentaba un decibelio de alegría. Cuando llegó al 57, estaba perdido en el
tiempo.
“¡Detente!”, gritó ella, a lo lejos. “¡No te muevas de ahí!”

Él se quedó quieto y se volvió. Ella llevaba una cámara en las manos.

Entonces él se llevó la mano instintivamente a la corbata, para hacerla revolotear al aire nocturno.

“¡Ahora, yo!”, pidió la dama, y subió corriendo y le entregó la cámara. Él bajó a su vez, se volvió
hacia arriba y la vio encogida de hombros y con el gesto de perplejidad y desamparo de Stan. Él
oprimió el obturador, y deseó quedarse en aquel lugar para siempre.

Ella bajó lentamente los escalones que los separaban, lo miró directamente a los ojos y exclamó:

—¡Estás llorando!

Él la miró también a los ojos, que tenía casi tan húmedos como él los suyos, y le dijo:

—¡En menudo lío nos has vuelto a meter!

—¡Oh, Ollie! exclamó ella, y suspiró.

—¡Oh, Stan! —exclamó él, suspiró, y la besó suavemente. Luego, le preguntó—: ¿Vamos a
comprendernos para siempre?

—¡Para siempre!

Desde aquella hora crepuscular en la escalinata, sus días fueron largos y estuvieron llenos de esa
arrobadora risa que marca el pulso de todo gran idilio, al principio y al precipitado final. Dejaban de
reír sólo para besarse, y dejaban de besarse sólo para reír.

Fueron a ver muchas películas, nuevas y viejas, pero principalmente las de El Gordo y El Flaco. Se
aprendieron de memoria las mejores escenas, y las repetían a gritos cuando paseaban en auto por
Los Ángeles, a medianoche.

Ella dejó que su alma rebosara como una fuente y lo bañara a él, y era correspondida con el mismo
gozo.

Durante aquel año subieron y bajaron la escalinata por lo menos una vez al mes, y organizaron
meriendas con champaña sobre los peldaños, en la parte media de esa cuesta, y así descubrieron
algo increíble.

—Deben de ser nuestras bocas —dijo él—. Hasta que te conocí, ignoraba que tenía boca. La tuya es
la más asombrosa del mundo, y me hace sentir que la mía lo es también. ¿Alguna vez te habían
besado, pero de veras, antes de que yo te besara?

—¡Nunca!

—Ni a mí. ¡Haber vivido tanto tiempo sin conocer nuestras bocas!

—Querida boca —lo atajó ella—, cállate y bésame.


Pero al final del primer año descubrieron algo aún más increíble. Él trabajaba en una agencia de
publicidad, y estaba anclado en Los Ángeles. Ella era empleada de una agencia de viajes, y en poco
tiempo se iría a trabajar al extranjero. Esto los dejó anonadados; nunca lo habían considerado. Una
noche se sentaron frente a frente, y ella le dijo lánguidamente:

—Adiós.

—¿Qué? —preguntó él.

—Veo venir el adiós.

Él la miró fijamente a la cara, y advirtió que su semblante no era triste como el de Stan en las
películas, sino triste a su manera.

—Stan, tú nunca me dejarás...

Pero más que afirmación, fue una pregunta. De pronto, ella cambió de posición, y él parpadeó al
mirarla, y le preguntó:

—¿Qué haces?

—¡Tonto!, estoy ante ti, de rodillas, pidiendo tu mano. Cásate conmigo, Ollie. Ven conmigo a
Francia. Yo te mantendré mientras escribes la gran novela norteamericana.

—Pero…

—Te llevas tu máquina de escribir portátil, un montón de papel, y me llevas a mí. Anda, Ollie.
¿Vienes conmigo?

—¿Para irnos al infierno en un año y arder eternamente?

—¿Tanto miedo tienes, Ollie? ¿No crees en mí, o en ti, o en algo? ¡Dios mío! ¿Por qué serán tan
cobardes los hombres?

Luego, ella insistió:

—Mira, nunca se lo había propuesto a nadie, y no lo volveré a hacer; me duelen las rodillas. ¿Qué
dices?

—A mí me suena familiar esta conversación.

—La hemos tenido muchas veces desde hace un año, pero nunca pusiste atención; estabas en la
Luna.

—No; estaba irremediablemente enamorado.

—Tienes un minuto para decidirte. Sesenta segundos —ella fijó la mirada en su reloj de pulsera.

—Levántate —le dijo él, un tanto incómodo.

—Si lo hago, será para salir e irme.


—¡Stan! —gimió él.

—¡Treinta segundos! ¡Veinte, y ya sólo tengo doblada una rodilla!

¡Diez! ¡Estoy levantando el otro pie…! ¡Cinco! ¡Uno!

Ya estaba de pie. Y continuó:

—Ahora me acerco a la puerta. Tú y yo somos personas muy especiales, Ollie, y no creo que
vuelvan a aparecer en el mundo ejemplares de nuestra espléndida especie. Pero debo irme. Ahora,
tengo la mano en picaporte, y...

—Y... —repitió él, muy quedo.

—Estoy llorando.

Él empezó a levantarse, y ella meneó la cabeza.

—No; no lo hagas. Si me tocas, vas a hacer que me arrepienta. Ya me voy. Pero iré a nuestra
escalinata, sin piano, una vez al año, a la misma hora de aquella primera noche, y si estás ahí, te
secuestro, o me secuestras.

—Stan, Stan . . . —gimió él.

—¡Dios mío! —gimió ella.

—¿Qué?

—¡Cómo pesa esta puerta! No puedo moverla —sollozó—. Ya se abre. Ya me fui.

Y la puerta se cerró.

Él volvió a la escalinata el 4 de octubre de cada uno de los tres años siguientes, pero ella no acudió.
Luego se le olvidó la cita dos años, y al sexto la recordó; fue al atardecer y subió, porque vio algo
en la parte media de la cuesta. Era una botella de champaña, con un listón y una nota que decía:

“¡Ollie, querido Ollie! Recordé la fecha, pero en París. La boca no es la de antes, pero está
felizmente casada. Te quiere, Stan”.

Después de eso, él ya no volvió a la escalinata.

De viaje por Francia, 15 años después, iba él caminando por los Campos Elíseos con su esposa y
sus dos hijas, al atardecer. De pronto vio a una hermosa mujer que se le acercaba de frente,
escoltada por un hombre maduro, muy serio, y un chico de pelo oscuro, muy guapo, que tendría
unos 12 años.

Cuando se cruzaron, la misma sonrisa iluminó ambos rostros en el mismo instante.

Él jugueteó con su corbata.

Ella se alborotó el pelo.


No se detuvieron. Pero él oyó que ella decía: “¡En menudo lío nos has vuelto a meter!”, y remataba
la frase con aquel nombre que le era tan familiar, pues había sido suyo los años que había durado su
idilio.

Sus hijas y su esposa lo miraron, y una de las muchachas le preguntó:

—¿Esa señora te llamó Ollie?

—¿Cuál señora?

—Papá —dijo la otra chica, acercándosele para verle los ojos—, ¡estás llorando!

—No.

—Sí; estás llorando ¿Verdad, mamá?

—Bien sabes que tu papá llora hasta cuando lee el directorio telefónico—comentó la esposa.

—No —repuso él—, sólo por 131 escalones y un piano. Recuérdenme que las lleve allá algún día.

Siguieron caminando, y él se volvió hacia atrás, en el preciso momento en que la mujer hacía lo
mismo. Quizá él vio que ella articulaba con los labios las palabras “¡Hasta luego, Ollie!”, o quizá no
lo vio; pero sintió cómo su propia boca se movía para articular en silencio: “¡Hasta luego, Stan!”. Y
siguieron caminando en direcciones opuestas por los Campos Elíseos, a los últimos rayos de aquel
sol de octubre.

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