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Kiko Amat de El País hace un resumen de la obra de Herman Melville, que

seguro no tienen intención de leer ¿o si?

MADRID.- ¿Conviene leer los clásicos? “Moby Dick” es


“uno de los libros fundamentales de la historia de la literatura
universal”. Se publicó en 1851 y, pese a representar un
rotundo descalabro comercial para Herman Melville, también
le consagró (con los años) como uno de los padres de la
novela literaria moderna (en su modalidad académico-
impenetrable). Melville fue pionero de varias cosas, como
inventar el peinado hipster o lastrar los escritos con alusiones
literarias hasta que se hundían en el fango. Melville, a la
sazón, se hundió del mismo modo que esta novela, así que tal
vez no proceda colocarle el pie en la glotis. El pobre hombre
terminó sus días ignorado, obsoleto, gruñendo a los
sirvientes, abucheado en conferencias, reñido con Hawthorne
y, peor de todo, escribiendo poesía. Su legado no cambiaría
de signo hasta que su cuerpo empezó a convertirse en
fertilizante y una extensa legión de discípulos post mortem,
aún más pomposos que él pero igualmente incontinentes,
rescató su obra del olvido.

Procede admitir que Moby Dick es una GRAN novela, del mismo modo que el
Titanic era un GRAN barco. Desde luego es sobrecogedora y quita el aliento, como
una montaña tibetana que no estamos seguros de poder conquistar sin que perezcan
sepultados la mitad de los sherpas. Moby Dick es el castillo escocés, envuelto en
almenas redundantes y repleto de corrientes de aire, cuyo volumen puedes admirar
por un segundo entre la neblina pero al que jamás te mudarías. Todo en él es
desmesura, empacho e incordio. Posee la gravedad irrespirable de un planeta hostil.
Moby Dick no es un libro somnífero, eso es cierto, pero solo porque es demasiado
irritante. Leerlo es como escuchar un discurso de Fidel Castro, si el líder cubano
hubiese sido maldito con una estridente voz de pito: un tono que detestas, con
chirrido de dientes añadido, y que durante ocho horas impide que puedas siquiera
descabezar un breve sueñecito.

La novela empieza con más de 80 citas, lo que ya nos alerta


de la incapacidad patológica de Melville para la concisión.
Dejando de lado mi teoría de que, a más citas, peor novela
(las citas buscan compensar el bodrio que va a caer), está lo
de tratar al lector de memo, de buenas a primeras y sin antes
haber sido presentados. Melville se fía tan poco de nuestro
coeficiente intelectual que a modo de primera cita coloca una
descripción de diccionario de la palabra “ballena”. Su acción
se asemeja a la de un cómico que nos describiera con gran
detalle la composición química del metano antes de contar un
chiste de pedos. Destruye el propósito inicial y nos arranca de
cuajo las ganas de leer, antes incluso de empezar con la
primera página.

Moby Dick es largo. Muy largo. Criminalmente largo. Ya lo habrán comprobado por
la lista de contusiones que provoca su lanzamiento a cara ajena. Pónganlo de perfil y
observen sin temor al monstruo: la edición de Clásicos Universales Planeta se
extiende durante 619 páginas. 620 si incluimos el traicionero epílogo de una página
que se halla al volver la última (Melville consideró que aún le quedaba algo por decir;
estoy convencido de que escribió el epílogo en el carromato, camino de la imprenta).
Pero la cantidad de resmas de papel utilizadas no es, en sí misma, un obstáculo para
finalizar una novela. He leído tochos (robustos) que pasaron en un suspiro. El
Papillon de Henri Charrière tiene, en la edición que poseo, 690 páginas, pero uno ni
se da cuenta y lo ha terminado. Moby Dick no. En Moby Dick cada página duele,
como el movimiento de un péndulo que nos acercase, tictac a tictac, al cadalso
(tablado para ajusticiar a los condenados a muerte).
Una de las razones de esa farragosa (confusa) lectura es, sin
duda, la digresión. Algunos malintencionados críticos
ingleses llaman a Jonathan Coe el “rey de la digresión”, pero
les garantizo que, al lado de Melville, Coe no es el rey, ni
siquiera el príncipe; es un mero mozo de letrinas. Uno no
sabe lo que es irse por las malditas ramas hasta que lee Moby
Dick. 

Melville se entronca en reminiscencias kilométricas a la mínima de cambio, un poco


como el abuelo Simpson. El autor, según parece, padecía de esa rara disfunción del
lóbulo frontal por la cual todo recuerda a algo; cada objeto es un símbolo de otra
cosa. Un símbolo, por añadidura, que a menudo resulta asaz oscuro para el lector
moderno: “Aquel quinqué le hizo pensar en la pascalina de su abuelo. Tenía forma de
fundíbulo, del tipo que utilizaban en el imperio de Trebisonda” . Dios del cielo.
Modernízate, Melville. O tu arcaico mascullar resultará intraducible para la gente del
futuro.

 ¿Por qué estamos obligados a leer un libro como ‘Moby Dick’?

Para mayor perversidad, el autor coloca sus fugas y remembranzas seniles en los
momentos más inoportunos. Un ejemplo entre muchos: tras el capítulo XLI, ‘Moby
Dick’, uno de los más memorables y apasionados, viene el XLII, ‘La blancura de la
ballena’. En él, y a lo largo de diez páginas, Melville alcanza a meditar extensamente
sobre la blancura como concepto, aventura hipótesis abochornantes sobre “el señorío
ideal” del hombre blanco sobre “todas las tribus oscuras” y lista, durante cuatro
páginas llenas de palabras de margen a margen, todas las cosas blancas que le vienen
al magín, tanto de índole positiva (corceles blancos, albatros, “mármoles, cornelias y
perlas”…) como repelentes o peligrosas (hombres albinos, tiburones blancos, etc.).
Es como estar encerrado en un ascensor con Rain Man.

Resulta exasperante, aunque la intención era buena. Para


empezar, al contrario que muchos escritores actuales que
vienen del linaje universidad-periodismo-literatura-muerte,
Melville había vivido mucho y tenía más batallitas en su
haber que un viejo lobo de mar. Era un viejo lobo de mar, de
hecho. El típico vejete tatuado en camiseta imperio que toca
el acordeón en la tasca portuaria, tiene habitantes en la barba
y entretiene a los borrachos con enrevesadas trolas sobre
krakens, sirenas o atunes parlantes.

Su gozo del rollista, inseparable de la condición de ballenero jubilado, venía azuzado


por esa pasión didáctica tan típica del XIX. Sí: Melville quería la escolarización
universal. Anhelaba enseñarnos aunque fuese a hostias, como un maestro anticuado
en una escuela de pueblo. A mitad de una trepidante escena de caza que es todo
arpones, sangre y blasfemias navales, y que nos tiene en vilo, Melville se ve
empujado a remachar el punto y aparte más inconveniente de la historia, y continuar
de este jaez: “Una palabra o dos sobre este asunto de la piel o grasa de la ballena. Ya
se ha dicho que se le arranca en largas piezas…”. El lector avezado ya habrá intuido
que, en el caso de Melville, esas palabras son como el grito que avisa de la llegada de
los vikingos: una señal para que abandonemos toda esperanza de seguir con la
aventura y nos preparemos para cuatro páginas de antropología, deontología,
etnografía e historia de la pesca desde que el primer hombre de Neandertal ensartó
por error una trucha en un palitroque.

 
“La alusión a los marcados y palos de marca en el último capítulo”, avisa, dejando a
un lado el acordeón y mirando al infinito mientras se atusa la barba, algo más
adelante, “obliga a alguna explicación sobre las leyes y reglas de la pesquería de
ballenas”. Uno casi puede escuchar el suspiro de frustración de los alumnos, que ven
cómo la hora de recreo ha sido sustituida por un examen final de álgebra. Melville,
salta a la vista, no cesará hasta que nos sepamos de memoria la legislación de la
Comisión Ballenera Internacional. Un capítulo entero, el titulado ‘Cetología’, ni
siquiera trata de disimular su condición de tratado con un par de diálogos o la
aparición de algún grumete con mutilación pintoresca. No: es solo ensayo. 

Con muchas cifras. Moby Dick es el coitus interruptus más prolongado de la


literatura.

Y entonces está lo del desaprovechamiento criminal de uno de los mejores personajes


de ficción de todos los tiempos. Hablo, por supuesto, del capitán Ahab. Aquellos de
ustedes que no hayan leído Moby Dick tal vez asuman, por el peso que el nombre de
Ahab acarrea en la cultura universal, por su calidad de arquetipo e icono, y por su
aparición en un inolvidable capítulo de Futurama, que el capitán loco pasea por más
páginas que el resto de personajes. Por puro sentido común, vamos. Si yo fuese el
escritor de Moby Dick me aseguraría de que ese fulano quien, con ojos de orate,
escupe cosas como “¿Desviarme? No me pueden desviar, a no ser que se desvién
ustedes (…) ¿Desviarme? El camino hasta mi propósito fijo tiene raíles de hierro, por
cuyo surco mi espíritu está preparado para correr (…) ¡Nada es obstáculo, nada es
viraje para el camino de hierro!”… Me aseguraría, como decía, de que alguien con
esa boquita apareciese todo el rato.

 
Melville, por el contrario, se ocupa de impedir que Ahab aparezca más, como un
director del viejo Hollywood saboteando a un actor comunista de la lista negra. ¿Se
imaginan que Jesús en el Nuevo Testamento solo realizara un pequeño cameo hacia el
final, como mercader de burros o acarreador de jofainas (lavatorios)? Esa es la
política Melville en lo tocante a Ahab.

 Y eso que, cuando aparece, suelta las mejores frases. Pero Melville le debe tener
antipatía, porque casi no puede esperar a cortar sus formidables soliloquios dementes
para permitir la entrada de algún personaje secundario: Stubb. Flask. Starbuck. Pip.
Ismael. Tashtego. Quiqueg. Incluso el “tercer marinero de Nantucket”, quien —como
habrán observado— es tan menor que Melville ni se molesta en darle nombre. Todos
hablan, beben, afianzan los trinquetes o expulsan ventosidades en el preciso momento
en que su patrón abre la boca. Todos interrumpen al capitán a placer con plúmbeas
observaciones náuticas o pequeñas remembranzas domésticas. Por el amor de Dios,
hay momentos en que incluso Moby Dick, que por su condición cachalotesca solo
emite bufidos indescifrables, parece tener más líneas de diálogo que Ahab.

Y ya que hablamos de cachalotes. En honor a la justicia


quizás la novela debería llamarse 100 mil cachalotes
anónimos (y un poco de Moby Dick). Pues el libro está
plagado de cetáceos sin carácter ni rasgos diferenciales, que
aparecen a centenares para ser arponeados y desollados,
mientras Moby Dick, el mismísimo Leviatán, resulta más
caro de ver que J. D. Salinger tras su mudanza a Cornish.
Uno puede llegar a entender que, como en Alien: el octavo
pasajero, se mantenga al monstruo en la semipenumbra para
potenciar el intríngulis, pero Melville lleva el sistema a un
extremo demencial. Es difícil imaginar una versión
de Colmillo Blanco poblada casi exclusivamente por
pequineses y chihuahuas, y donde el majestuoso semi-lobo
que da título a la novela solo sacara el hocico en las últimas
páginas, y de pura chiripa. Moby Dick es como un Das
Boot con los submarinos en dique seco hasta los últimos diez
minutos, o un Harry Potter que decidiese permanecer en casa
de sus familiares muggles y no matricularse en Hogwarts
hasta el libro octavo.

Ustedes se preguntarán, tras todo lo expuesto, por qué


alguien querría leer Moby Dick de principio a fin,
deteniéndose en todos los exasperantes apartes, notas al pie y
mortíferas filípicas. Si incluso José María Valverde, el
paciente caballero que en 1992 tradujo, introdujo y anotó la
edición de Clásicos Universales Planeta, advierte en la
contraportada de que el lector se quedará “algo aturdido” por
su “larga navegación” lectora. Valverde utiliza un eufemismo,
claro. Pues Moby Dick no aturde, noquea. Induce al coma.
Hacia la página 200 al lector ya le ha brotado un tumor en la
frente del tamaño de un melón cantalupo. Ese fárrago
cementoso en forma de novela es imposible de cruzar, o
vadear (si no es abandonándolo), sin perder la salud y la
cordura, tal vez incluso ambas córneas.

Quizás ha llegado la hora de que admitamos que algunas


novelas están anticuadas hasta la casi completa ilegibilidad.
Después de todo, no intentamos volar en el “tornillo aéreo”
que Leonardo da Vinci proyectó en 1488. Algo así sería un
disparate. Nos limitamos a frotarnos el mentón mientras
admiramos, algo escépticos, los planos originales. La misma
perspectiva puede aplicarse a la novela de Melville: tan
admirable y avanzada en su tiempo como superada y
hermética hoy.

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