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Procede admitir que Moby Dick es una GRAN novela, del mismo modo que el
Titanic era un GRAN barco. Desde luego es sobrecogedora y quita el aliento, como
una montaña tibetana que no estamos seguros de poder conquistar sin que perezcan
sepultados la mitad de los sherpas. Moby Dick es el castillo escocés, envuelto en
almenas redundantes y repleto de corrientes de aire, cuyo volumen puedes admirar
por un segundo entre la neblina pero al que jamás te mudarías. Todo en él es
desmesura, empacho e incordio. Posee la gravedad irrespirable de un planeta hostil.
Moby Dick no es un libro somnífero, eso es cierto, pero solo porque es demasiado
irritante. Leerlo es como escuchar un discurso de Fidel Castro, si el líder cubano
hubiese sido maldito con una estridente voz de pito: un tono que detestas, con
chirrido de dientes añadido, y que durante ocho horas impide que puedas siquiera
descabezar un breve sueñecito.
Moby Dick es largo. Muy largo. Criminalmente largo. Ya lo habrán comprobado por
la lista de contusiones que provoca su lanzamiento a cara ajena. Pónganlo de perfil y
observen sin temor al monstruo: la edición de Clásicos Universales Planeta se
extiende durante 619 páginas. 620 si incluimos el traicionero epílogo de una página
que se halla al volver la última (Melville consideró que aún le quedaba algo por decir;
estoy convencido de que escribió el epílogo en el carromato, camino de la imprenta).
Pero la cantidad de resmas de papel utilizadas no es, en sí misma, un obstáculo para
finalizar una novela. He leído tochos (robustos) que pasaron en un suspiro. El
Papillon de Henri Charrière tiene, en la edición que poseo, 690 páginas, pero uno ni
se da cuenta y lo ha terminado. Moby Dick no. En Moby Dick cada página duele,
como el movimiento de un péndulo que nos acercase, tictac a tictac, al cadalso
(tablado para ajusticiar a los condenados a muerte).
Una de las razones de esa farragosa (confusa) lectura es, sin
duda, la digresión. Algunos malintencionados críticos
ingleses llaman a Jonathan Coe el “rey de la digresión”, pero
les garantizo que, al lado de Melville, Coe no es el rey, ni
siquiera el príncipe; es un mero mozo de letrinas. Uno no
sabe lo que es irse por las malditas ramas hasta que lee Moby
Dick.
Para mayor perversidad, el autor coloca sus fugas y remembranzas seniles en los
momentos más inoportunos. Un ejemplo entre muchos: tras el capítulo XLI, ‘Moby
Dick’, uno de los más memorables y apasionados, viene el XLII, ‘La blancura de la
ballena’. En él, y a lo largo de diez páginas, Melville alcanza a meditar extensamente
sobre la blancura como concepto, aventura hipótesis abochornantes sobre “el señorío
ideal” del hombre blanco sobre “todas las tribus oscuras” y lista, durante cuatro
páginas llenas de palabras de margen a margen, todas las cosas blancas que le vienen
al magín, tanto de índole positiva (corceles blancos, albatros, “mármoles, cornelias y
perlas”…) como repelentes o peligrosas (hombres albinos, tiburones blancos, etc.).
Es como estar encerrado en un ascensor con Rain Man.
“La alusión a los marcados y palos de marca en el último capítulo”, avisa, dejando a
un lado el acordeón y mirando al infinito mientras se atusa la barba, algo más
adelante, “obliga a alguna explicación sobre las leyes y reglas de la pesquería de
ballenas”. Uno casi puede escuchar el suspiro de frustración de los alumnos, que ven
cómo la hora de recreo ha sido sustituida por un examen final de álgebra. Melville,
salta a la vista, no cesará hasta que nos sepamos de memoria la legislación de la
Comisión Ballenera Internacional. Un capítulo entero, el titulado ‘Cetología’, ni
siquiera trata de disimular su condición de tratado con un par de diálogos o la
aparición de algún grumete con mutilación pintoresca. No: es solo ensayo.
Melville, por el contrario, se ocupa de impedir que Ahab aparezca más, como un
director del viejo Hollywood saboteando a un actor comunista de la lista negra. ¿Se
imaginan que Jesús en el Nuevo Testamento solo realizara un pequeño cameo hacia el
final, como mercader de burros o acarreador de jofainas (lavatorios)? Esa es la
política Melville en lo tocante a Ahab.
Y eso que, cuando aparece, suelta las mejores frases. Pero Melville le debe tener
antipatía, porque casi no puede esperar a cortar sus formidables soliloquios dementes
para permitir la entrada de algún personaje secundario: Stubb. Flask. Starbuck. Pip.
Ismael. Tashtego. Quiqueg. Incluso el “tercer marinero de Nantucket”, quien —como
habrán observado— es tan menor que Melville ni se molesta en darle nombre. Todos
hablan, beben, afianzan los trinquetes o expulsan ventosidades en el preciso momento
en que su patrón abre la boca. Todos interrumpen al capitán a placer con plúmbeas
observaciones náuticas o pequeñas remembranzas domésticas. Por el amor de Dios,
hay momentos en que incluso Moby Dick, que por su condición cachalotesca solo
emite bufidos indescifrables, parece tener más líneas de diálogo que Ahab.