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amilia y sociedad en las enseñanzas de la Iglesia

Conferencia Dr. Enrique Colom, en la II Convención de Católicos y Vida Pública

Por: Enrique Colom | Fuente: e cristians


«La familia no sólo está en el centro de la vida cristiana; también es el fundamento de la vida social y civil y, por eso,
constituye un capítulo central de la doctrina social cristiana»

1. La familia en la historia de la salvación


La importancia de la familia en la vida de la persona y de la sociedad es una enseñanza constante de la Sagrada
Escritura: los aspectos religiosos y rituales del matrimonio y de la familia, ya presentes en los pueblos semitas, se
subliman en su vínculo trascendente con Dios. Los textos de la creación del hombre (Gn 1, 26-28; 2, 7.18-24)
evidencian que el matrimonio se considera como el ámbito característico de las relaciones humanas presididas por el
amor y, al mismo tiempo, el lugar propicio para la humanización de las personas y de las diversas comunidades. En el
designio divino, la familia se configura como colaboradora de Dios en el desarrollo de la creación y como prototipo de
todo ordenamiento social. Así pues, la familia se debe estimar como la institución divina fundamental (o básica) en la
vida de las personas y en la trasmisión de las promesas de la Alianza con Yahveh: la familia es el ámbito educativo de
tales promesas; allí se aprende el amor a Dios y la necesidad de corresponder a los dones divinos (Ex 12, 26-27; 13,
8.14-15; Dt 6, 20-25); es el lugar del amor (Dt 5, 16) y, si es necesario, de la corrección (Dt 21, 18-21; 1 S 3, 13). Con
los profetas, la Alianza es descrita bajo la forma y las imágenes de las relaciones conyugales: el amor y la fidelidad de
los esposos son un signo del amor y la fidelidad de Dios a su pueblo (Ez cap. 16 y 23; Os cap. 1-2).

En los textos sapienciales aparecen en modo más orgánico las enseñanzas del Antiguo Testamento sobre la familia: se
hace el elogio del esfuerzo necesario para consolidar la vida familiar y se recuerdan los medios para obtenerla, como
son la fidelidad conyugal, la educación de los hijos y el empeño por resolver los problemas del hogar (Pr 5, 15-21; 23,
13-25; Si 3, 1-16; 7, 23-28).
En el tema familiar, como en tantos otros aspectos de la vida humana según el designio del Creador, la enseñanza de
Jesús se muestra más con los hechos que con las palabras: el Salvador nace y vive en una concreta familia (la Sagrada
Familia) y asume todas las características propias de esta vida, como son la sujeción, el amor, el aprendizaje, el trabajo
cotidiano, las relaciones familiares. El Señor muestra misericordia y socorre muchas veces los dolores familiares,
recurre con frecuencia en sus parábolas a la vida del hogar (Mc 7, 24-30; Lc 15, 8-10; Jn 4, 46-54); pero al mismo
tiempo enseña la necesidad de no encerrarse en la propia familia y, sobre todo, de no preferirla a los planes divinos
(Mt 10, 37). Es necesario también tener en cuenta la excelsa dignidad que Jesús confirió al matrimonio, instituyéndolo
como un sacramento de la Nueva Alianza. Las cartas de San Pablo recogen, en modo más sistemático, la misma
doctrina: exhorta al amor entre los cónyuges (Ef 5, 22-33; Col 3, 18-19); invita a los hijos a la obediencia y a los
padres a educar y, si es necesario, a corregir sin exasperación para que los jóvenes no se desanimen (Ef 6, 1-4; Col 3,
20-21); recuerda que los padres deben estar dispuestos a darse por los hijos (2 Co 12, 14; 1 Tm 5, 8).

2. Célula vital de la comunidad humana


Estas ideas no son exclusivas de la revelación judeo-cristiana; las encontramos, de un modo u otro, en todas las
culturas. De hecho, la familia, junto con la religión, es la única institución social formalmente presente en todas las
civilizaciones, debido a que los valores que dan consistencia a la vida humana, en especial la experiencia de “ser
persona”, se aprenden en la familia ; y la historia muestra que en esta misión la familia reviste un papel insustituible.
Lo mismo cabe decir sobre la importancia de la familia en el desarrollo de la sociedad . Desarrollaremos primero este
último tema, dejando para más adelante (nn. 4 a 6) el papel de la familia en la humanización de las personas.

Diversos escritos de la filosofía clásica ponen de relieve el valor social de la familia:

Aristóteles dice que es la comunidad instituida por la naturaleza para atender las necesidades que se presentan en la
vida cotidiana . Cicerón la llama «principium urbis et quasi seminarium rei publicae» , para poner de relieve su lugar
prioritario en la vida social, porque es su fundamento. En forma semejante se expresan los estudiosos del nacimiento,
crecimiento y decadencia de las civilizaciones humanas, por ejemplo P. Sorokin, Ch. Dawson, etc.; estos autores
constatan que el desarrollo de las civilizaciones depende del tenor de los valores familiares presentes en la cultura.
También la doctrina cristiana ha puesto de relieve el papel de la familia como célula primaria de la Iglesia y de la
sociedad. Esto es así porque Dios la ha querido y constituido como la cátedra del más rico humanismo y la primera
escuela de las virtudes sociales: por institución divina, la familia es el alma de la vida y del desarrollo de la entera
sociedad . Por eso la familia debe ser estimada como la célula básica de la sociedad , en sus diversos aspectos.

En primer lugar es la célula de la sociedad en el ámbito biológico . Este hecho, sin embargo, no debe reducirse al
campo esclusivamente físico: la familia es realmente “el santuario de la vida” en un sentido profundamente humano .
Es también célula de la sociedad en el aspecto cultural, moral y religioso: en el terreno de la formación –como se verá
más tarde–, el ambiente familiar resulta insustituible para transmitir todo el conjunto de tradiciones que configuran
una civilización y una cultura. Por eso, sin olvidar la necesidad de las reformas estructurales, legislativas e
institucionales, se debe enfatizar el papel que tienen las familias en la renovación de la vida de las personas y de la
sociedad : una vida familiar sana es el mejor estímulo para difundir una vida social sana. Quien ha crecido en un
ambiente adecuado se encuentra más predispuesto para transmitirlo, ya que la vida y el amor (objetivos principales de
la familia) son de por sí difusivos . Esto exige, sobre todo, un gran empeño de los mismos miembros de la familia,
para que actúen con esa conciencia, sin crear un falso dilema entre la vida personal y la vida de hogar. Convendrá,
además, no olvidar la conveniencia de formar asociaciones familiares, con el fin de cumplir eficazmente la propia
tarea, de defender sus derechos y de fomentar el bien y los intereses de la familia .

Este papel primordial de las mismas familias, no olvida la función que en este campo compete al Estado y a las otras
fuerzas sociales : si la organización social no favorece la vida de las familias, es difícil que éstas estén dispuestas a
promover un auténtico desarrollo social; además, solo una cultura propicia a las familias hará este estado de vida
atrayente a las jóvenes generaciones. De ahí la necesidad de una atención renovada al instituto familiar, que no quede
en palabras y que no se pierda en prejuicios ideológicos . Esta atención implica actuaciones concretas, de las que
pongo algún ejemplo: la legislación debe reforzar la unidad familiar y disminuir –y, si es posible, anular– el divorcio,
verdadero cáncer de las células sociales y, por tanto, de la entera sociedad; es necesario favorecer una vida familiar
más compacta, en la cultura (especialmente en los medios de comunicación), en las costumbres, en los hobbies, en la
práctica religiosa y en todo el conjunto de situaciones familiares; y, como diremos después, es perentorio que la
familia pueda cumplir su papel de primer educador de los hijos.

Todo ello supone reconocer la prioridad de la familia sobre las demás instituciones sociales, incluido el Estado, ya que
sus funciones tienen precedencia no solo en el aspecto temporal, sino también en orden de importancia. Es, por tanto,
esencial que todos los actores sociales tengan en cuenta esta trascendencia de la familia al realizar sus propias
funciones; esto atañe de un modo especial a los cristianos. Así lo enseña Juan Pablo II:

«El matrimonio y la familia constituyen el primer campo para el compromiso social de los fieles laicos. Es un
compromiso que solo puede llevarse a cabo adecuadamente teniendo la convicción del valor único e insustituible de la
familia para el desarrollo de la sociedad y de la misma Iglesia. (...) Urge, por tanto, una labor amplia, profunda y
sistemática, sostenida no solo por la cultura, sino también por medios económicos e instrumentos legislativos, dirigida
a asegurar a la familia su papel de lugar primario de “humanización” de la persona y de la sociedad. (…) De ese modo
la familia podrá y deberá exigir a todos –comenzando por las autoridades públicas– el respeto a los derechos que,
salvando la familia, salvan la misma sociedad» . De ahí la necesidad de difundir la verdadera doctrina y la práctica
correcta de la vida familiar si se quiere construir una sociedad auténticamente humana y cristiana.

3. Campos de la actividad social de la familia


Los estudios sociológicos han puesto de relieve que la contribución más significativa para el desarrollo armónico de la
sociedad proviene de los mundos vitales, en cuanto éstos estimulan la adecuada apertura de los individuos a la vida
social. El más importante de estos grupos vitales es la familia, que constituye la fuente primigenia de la actividad
personal y social; por eso es imperioso reconocer y fomentar la subjetividad de las familias : todo proyecto que quiera
resolver las incoherencias sociales y recomponer el tejido comunitario tiene que apoyarse en una nueva cultura de la
familia, considerada como unidad primaria de acción social. Examinaremos concretamente cinco ámbitos en los que la
familia debe ejercer esa función social: la misma vida familiar, la economía, el trabajo, la política y la educación.

En relación al primer punto conviene recordar algunos de los problemas actuales que afligen esta institución: el
Vaticano II , después de hablar de la preeminente misión del matrimonio y de la familia, indica que su dignidad, en
algunos lugares, está oscurecida por la poligamia, la plaga del divorcio, el llamado amor libre, el egoísmo, el
hedonismo y las prácticas ilícitas contra la generación; además, las actuales condiciones económicas, socio-
psicológicas y civiles ocasionan fuertes trastornos a las familias. Se podrían añadir: la pérdida del significado de la
maternidad y de la paternidad, la proliferación del aborto, el descuido de los ancianos y la eutanasia (evidente o
escondida), el abandono y los malos tratos a los niños, su explotación económica, el aumento –en muchachos y
adolescentes– de las psicopatías, de la delincuencia y de los suicidios, etc. No se trata de subrayar solo las sombras o
de ceder al desánimo y al pesimismo; se trata, más bien, de ver la gravedad de los problemas, para adoptar –con
empeño y urgencia– las soluciones adecuadas. Los males indicados derivan de una actitud egoísta y antivital –en
contraste con la tendencia al amor y a la vida propias del hombre y de la familia– que aflora en una propensión
centrífuga, en primer lugar, dentro de las familias: quienes trabajan fuera del hogar se refugian en la profesión para
eludir las responsabilidades familiares, no es raro que los jóvenes prefieran buscar sus diversiones con independencia
de los padres, se agudizan los conflictos generacionales. Por el contrario, una actitud de entrega amorosa prepara las
personas a la autodonación y facilita la construcción de una sociedad verdaderamente humana. Así, frente a un
debilitamiento de los lazos externos que unen la familia (como son el trabajo, las aficiones, la vida de relación, etc.),
es más necesario que nunca apoyarse en los vínculos internos que, por otro lado, son más estables si se viven con
autenticidad. El nexo interno por excelencia es el amor: de ahí que la principal vía para consolidar humana y
cristianamente la familia (y, en consecuencia, la sociedad) se encuentra en reforzar los vínculos de amor conyugal,
parental y filial.

Otro ámbito de acción social de la familia se encuentra en su función económica: la misma palabra economía deriva
etimológicamente de oikós (casa, también en el sentido de hogar); la economía inicia con el cuidado de las
necesidades de la vida doméstica. Antes de la revolución industrial, la familia era normalmente una unidad económica
en sentido estricto, desde el punto de vista de producción y consumo. Hoy en día, con la división del trabajo, la
función económica de la familia ha cambiado, pero sigue siendo determinante en la unidad familiar . Todo ello pone
de manifiesto la delicada conexión entre familia y economía, que se debe plantear y resolver con especial cuidado: nos
referimos al salario, a la protección de las familias numerosas, a la atención de los ancianos, al tiempo libre para poder
reunirse, a la educación, a la presencia de los padres en el hogar que es más formativa que la adquisición de bienes y
servicios (aunque ello se haga para “mejorar” la vida de los hijos), etc. Una relación particular se establece entre
familia y trabajo; baste para ello citar un texto del Magisterio social: «El trabajo es el fundamento sobre el que se
forma la vida familiar, la cual es un derecho natural y una vocación del hombre. Estos dos ámbitos de valores –uno
relacionado con el trabajo y otro consecuente con el carácter familiar de la vida humana– deben unirse entre sí
correctamente y correctamente compenetrarse. (...) Se debe recordar y afirmar que la familia constituye uno de los
puntos de referencia más importantes, según los cuales debe formarse el orden socio-ético del trabajo humano. (...) En
efecto, la familia es, al mismo tiempo, una comunidad hecha posible gracias al trabajo y la primera escuela interior de
trabajo para todo hombre» .

Debemos también hacer hincapié en el profundo nexo que existe entre familia y vida política: por una parte, la
legislación y las instituciones sociales tienen una gran repercusión en el desarrollo familiar; por otra parte, la
comunidad tiende a institucionalizar aquellas realidades que considera verdaderamente importantes. Así, del modo de
“gobernar” la familia se puede deducir el valor que la sociedad le atribuye: este hecho constituye una piedra de toque
para reconocer las profundas intenciones del Estado y su efectiva aceptación y aplicación –no solamente formal, sino
también real– de los derechos humanos. En efecto, un Estado que no reconozca en la práctica los derechos de la
familia tampoco reconocerá en la práctica los derechos de las personas . Por eso, un deber primordial de los
gobernantes es, en sentido negativo, evitar todo lo que deteriora la genuina identidad de la familia; y en sentido
positivo, garantizar y potenciar tal identidad, a través de una legislación y unas instituciones que favorezcan el
progreso de los auténticos valores familiares. Son evidentes los abusos que, en este ámbito, han cometido los Estados
totalitarios (comunismo, fascismo, nazismo); pero son igualmente graves para la vida familiar y social aquellos más
sutiles de las democracias formales, que no reconocen –al menos en la práctica– la auténtica naturaleza de la familia .

4. El derecho-deber de educar a los hijos

Entre las obligaciones propias de los padres, una de las más significativas es la educación de los hijos. Dedicaré un
mayor espacio a este tema, particularmente en su aspecto social, porque pienso que, en la actualidad, tiene una
considerable importancia para el correcto desarrollo de las relaciones sociales.

Como ya vimos, éste es un tema presente en la Sagrada Escritura que, en algunos textos, se refiere específicamente a
los padres y parientes como formadores de las virtudes que requiere la vida social (Pr 1, 8-19; Tt 2, 2-5). De hecho, la
Biblia enseña que es en el hogar donde se aprende la generosidad especialmente con los más necesitados, la paga del
justo salario, la lealtad en las relaciones con los demás, la honradez, la ilicitud de las riquezas injustas, el perdón de las
ofensas, el no hablar mal del prójimo, la afabilidad para evitar litigios, el no imitar a los hombres violentos porque la
paz y la concordia son más excelentes que los bienes materiales (Pr 3, 27-35; 17, 1; Si 7, 32-35; 28, 1-26; 40, 12-15).
Las mismas ideas se encuentran en los primeros escritores cristianos: éstos recuerdan que el amor de los padres es
fuente segura para la educación de los hijos, e insisten en la grave responsabilidad que tienen si no se alcanzan los
frutos debidos .

Las intervenciones del Magisterio a través de los siglos han sido muy numerosas; como ejemplo, me limito a un texto
de Juan Pablo II: «El don de sí, que inspira el amor mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí
que debe haber en las relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas generaciones que conviven en la
familia. La comunión y la participación vivida cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad,
representa la pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa, responsable y fecunda de los hijos en el
horizonte más amplio de la sociedad» .
La razón natural también sustenta la importancia de esta formación en el hogar: como la ley del desarrollo de la vida
social es la caridad, la preparación adecuada para contribuir a ese desarrollo brotará fundamentalmente de las fuentes
del amor, en las que sobresale la familia. El constante y profundo amor conyugal y parental se constituye como venero
inagotable de convivencia social. Esto resulta confirmado por los estudios y las estadísticas psico-pedagógicas, que
muestran la profunda relación que existe entre la educación familiar y el comportamiento social, y documentan que las
conductas inciviles nacen, en buena medida, de una formación familiar equivocada . La explicación se encuentra en
que el hogar es “el horizonte existencial” de la persona: los hijos, percibiendo instintivamente su fragilidad, se
identifican con el grupo familiar para lograr la seguridad; y si ese mundo se les presenta como incoherente y violento,
pierden la sensación de seguridad y fácilmente desarrollan comportamientos agresivos, como reacción a un ambiente
que perciben como agresivo. Además, la inserción en la sociedad no es fácil de por sí: es necesario que la persona esté
preparada para una socialización serena y enriquecedora; si el joven teme el trato con los demás, o desprecia a los que
son diferentes, o considera a los hombres como pedestal para hacer carrera, desarrollará actitudes antisociales de
autoaislamiento, de cinismo, de indiferencia y de prepotencia.

Es precisamente el amor-unidad de la familia el que puede garantizar un desarrollo normal de los chicos; por eso «la
paz conyugal debe ser el ambiente de familia, porque es la condición necesaria para una educación honda y eficaz.
Que los niños vean en sus padres un ejemplo de entrega, de amor sincero, de ayuda mutua, de comprensión; y que las
pequeñeces de la vida diaria no les oculten la realidad de un cariño, que es capaz de superar cualquier cosa» . El
elemento fundamental de la tarea educativa de los padres se encuentra, por tanto, en el amor paterno y materno, que se
pone al servicio de los hijos para educere de ellos lo mejor de sí mismos, en orden a alcanzar la propia plenitud: la
naturaleza de la formación de la prole surge del amor, como característica principal de la comunidad familiar . El
amor debe, por tanto, inspirar y guiar todo el plan educativo de la familia, que tiene como objetivo el crecimiento de la
persona en todas sus dimensiones, sin reducirla, como sucede frecuentemente, a aspectos puramente utilitarios . Así lo
subraya el Concilio: «La verdadera educación persigue la formación de la persona humana en orden a su fin último y,
al mismo tiempo, al bien de las varias sociedades, de las que el hombre es miembro y en cuyas obligaciones
participará una vez llegado a adulto» ; y a continuación enumera algunos de esos ámbitos educativos: capacidades
físicas, morales e intelectuales, sentido de responsabilidad, amor a la verdadera libertad, valentía y perseverancia
frente a los obstáculos, adecuada y prudente formación sexual, preparación para la convivencia social y para el
diálogo, preocupación por el bien común, desarrollo de la recta conciencia y del conocimiento y el amor a Dios. No se
debe olvidar que el auténtico desarrollo humano se centra en las virtudes, que disponen la persona no solo a realizar
acciones buenas, sino a crecer en humanidad; en este sentido, la formación social requiere el desarrollo de las
virtudes ; especialmente de la virtud de la caridad, que se manifiesta en la donación y el servicio mutuo .

5. Ámbitos de la educación
La educación es un proceso de crecimiento de toda la persona, en el hallazgo y en la adhesión a la verdad, al bien y a
la belleza, para vivir después en sintonía con esos valores; es, en definitiva, un proceso que tiene por finalidad
conocer, ser y vivir según la plena verdad sobre el hombre. Los padres transmiten esta formación en todas sus
actividades: cualquier acto realizado en la familia educa o deforma. Concretamente, «los padres educan a los hijos en
los siguientes modos:

1) con el testimonio de vida;


2) con una atmósfera de seriedad y de responsabilidad, de justicia y de amor, de paz y de oración, que se forja en el
ámbito doméstico de la familia;
3) con la enseñanza de la fe cristiana desde los primeros años de vida, de modo simple, adaptado, oportuno y
progresivo;
4) mediante un diálogo íntimo con los hijos, en un ambiente de respeto, confianza y amor, en el que padres e hijos
escuchan y aprenden, sin que sufra la autoridad de los padres;
5) a través de la inserción y la participación progresiva de los hijos en la comunidad eclesial y civil y en el
cumplimiento fiel de sus deberes;
6) mediante el diálogo confiado con los hijos sobre el misterio de la vida (educación de la conciencia);
7) ofreciendo una ayuda prudente a los hijos en la elección de su vocación» .

Los padres, con diligente dedicación, deben considerar a sus hijos como hijos de Dios y los deben respetar como
personas humanas, que tienen su propia dignidad y libertad; es necesario adaptarse a cada uno, teniendo en cuenta las
circunstancias de edad, de carácter, etc. El mismo respeto y la misma dedicación les llevará a educar a sus hijos en el
recto uso de la razón y de la libertad: esto requiere la formación de la conciencia y el crecimiento de la
responsabilidad. Por eso, la educación debe evitar dos extremos: el exceso de condescendencia y el exceso de rigidez.
Los padres se deben poner al servicio de los hijos para iluminar sus inteligencias, estimular las iniciativas personales,
la responsabilidad, la maduración social. Esto no suprime, cuando sea necesaria, la corrección siempre que tenga
como fin el mejoramiento de los hijos y no sea para aplacar el propio fastidio. Una imposición autoritaria e irracional
llevaría, como consecuencia lógica, al desprecio de las enseñanzas recibidas y, de hecho, no serviría para formar
interiormente la persona, aunque ésta cumpliese exteriormente lo que se le ha impuesto: las virtudes humanas y
cristianas se enraízan establemente solo en un ámbito de libertad. Se trata, en definitiva, de formar personas y no de
domar animales o de producir autómatas; y esto se logra con el amor.

6. Familia, escuela y Estado


Ciertamente la familia no es la única educadora de la vida social; pero en este ámbito tiene un papel insustituible. Por
eso, como primeros responsables de la formación de los hijos, los padres tienen el derecho de elegir una escuela que
corresponda a sus convicciones y, en la medida de lo posible, tienen el deber de buscar la escuela que pueda ayudarles
en su papel de educadores. Como consecuencia, los poderes públicos tienen la obligación de garantizar ese derecho y
de asegurar las condiciones concretas para poderlo ejercitar . No se debe olvidar que la educación recibida en la
escuela influye de manera decisiva en las opciones que constituyen el fundamento de la vida de las personas; de ahí el
deber que tienen los padres de participar activamente en la vida de la escuela, para que ésta corrobore y haga crecer la
preparación recibida en el hogar. Conviene recordar que la escuela surgió históricamente como una institución
subsidiaria y complementaria de la familia : la misión de la escuela es la de ayudar a la familia y no la de sustituirla.
Es más, los padres tienen el derecho de erigir centros de formación general y profesional para los hijos, cumpliendo
las justas exigencias del Estado que, por otro lado, actúa en este ámbito por delegación de los padres . Desde hace
algún tiempo se ha verificado un considerable intervencionismo del Estado en esta materia: con el pretexto de una
mayor “democratización” o de “perseguir el bien común”, se ha implantado una política que quita este derecho a los
padres que, poco a poco, se han habituado a no ejercerlo. A veces se aduce que el ámbito religioso y moral pertenece a
la esfera privada, y que el papel del Estado (y de la escuela) debe limitarse a los aspectos técnicos; como máximo –
dicen– se puede “conceder” la existencia de centros educativos no estatales, sin ayuda económica de la sociedad .
Tales razonamientos conculcan un derecho primordial de las familias (el de elegir la formación de los hijos) y obligan
a algunos ciudadanos a una doble carga económica: la de los impuestos con los que se mantienen las escuelas estatales
y la de sustentar las escuelas que han elegido para sus hijos. Otro modo, quizá más sutil, de transgredir este derecho es
el de una minuciosa legislación en materia educativa, que acaba por imponer a todos los mismos planes de estudio,
iguales libros de textos, idénticas materias obligatorias, etc., con orientaciones y contenidos que no siempre responden
a una visión justa de la persona y de la sociedad.
De ahí la urgencia de defender una auténtica libertad de enseñanza, como parte importante de la libertad de los
ciudadanos y de las comunidades menores: es necesario superar los obstáculos que se presentan y consentir a todas las
familias, también a las más necesitadas, la libre elección de escuela para sus hijos. Se debe evitar que las escuelas no
estatales limiten su radio de acción a las clases sociales pudientes, dando la impresión de querer favorecer una
discriminación socio-económica. Así pues, la falta de ayuda económica por parte de la sociedad a las escuelas no
estatales constituye un atentado contra los derechos humanos y, por tanto, una injusticia . De lo dicho se deduce que
los padres tienen la importante obligación de empeñarse en conseguir una escuela auténticamente libre, y deben
asumir la responsabilidad directa en la formación de los hijos, a través de los medios que crean más convenientes sin,
por ello, tener que soportar mayores cargas económicas o de cualquier otro tipo.

7. Conclusión

Un orden social duradero necesita instituciones que expresen y consoliden los valores auténticos de la vida
comunitaria; la institución que responde de modo más inmediato a la sociabilidad del ser humano es la familia:
solamente ella asegura la continuidad y el progreso de la sociedad. El hogar, por tanto, está llamado a ser protagonista
activo del desarrollo social gracias a los valores que expresa y transmite, y mediante la participación de todos sus
miembros en la vida de la sociedad : «¡El futuro de la humanidad se fragua en la familia!» .
La familia, por tanto, debe reconocerse como el sujeto social fundamental y esencial para edificar una sociedad
auténticamente humana y cristiana. Benedicto XVI recordó en Valencia que «reconocer y ayudar a esta institución [la
familia] es uno de los mayores servicios que se pueden prestar hoy día al bien común y al verdadero desarrollo de los
hombres y de las sociedades, así como la mejor garantía para asegurar la dignidad, la igualdad y la verdadera libertad
de la persona humana» . Es necesario, por tanto, que las personas, las familias y las autoridades civiles y religiosas se
esfuercen, según sus propias funciones y capacidades, para que la vida familiar se encuentre en condiciones de
cumplir cada vez mejor su cometido.

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