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I

Mientras en esta ciudad parpadean las pantallas


con pornografía, vampiros de ciencia ficción
y asalariados doblándose bajo el látigo,
también hay que caminar… nada más, caminar
entre la basura mojada, con las crueldades
de nuestros barrios en primer plano.
Tenemos que entender que nuestras vidas son inseparables
de esos sueños rancios, del borboteo del metal, de esas desgracias
y de la begonia roja que destella peligrosamente
en la cornisa de un edificio de seis pisos
o de las chicas de piernas largas que juegan a la pelota
en el patio de la escuela.
Nadie nos imaginó. Queremos vivir como árboles,
sicomoros llameantes en el aire sulfúrico,
moteados de cicatrices, pero floreciendo con exuberancia,
con nuestra pasión animal enraizada en la ciudad.

II

Me despierto en tu cama. Sé que estuve soñando.


Mucho antes nos separó la alarma, y estás
desde hace horas en tu escritorio. Sé lo que soñé:
nuestra amiga, la poeta, entra en mi cuarto
donde llevo días escribiendo, hay borradores,
carbónicos y poemas desparramados por todas partes,
y quiero mostrarle un poema
que es el poema de mi vida. Pero dudo,
y me despierto. Me besaste el pelo
para despertarme. Soñé que eras un poema,
te digo, un poema que le quería mostrar a alguien…
me río y vuelvo a soñar otra vez
con el deseo de mostrarte a todos los que amo,
de andar juntas sin reservas
con el impulso de la gravedad, que no es simple,
que arrastra un largo trecho al plumerillo en el aire exhalado.

III

Puesto que no somos jóvenes, las semanas tienen que contar


por los años que perdimos. Así y todo, solamente esta peculiar distorsión
del tiempo me dice que no somos jóvenes.
¿Acaso a los veinte alguna vez caminé por la calle a la mañana
con los miembros flameando de la más pura alegría?
¿O me incliné desde una ventana sobre la ciudad
a escuchar el futuro
con los nervios afinados, como escucho tu llamada ?
Y vos, vos te acercás a mí con la misma cadencia.
Tus ojos son inmortales, la chispa verde
del lirio a principios del verano,
el berro verdeazul que lavó la primavera.
A los veinte, sí: pensábamos que íbamos a vivir para siempre.
A los cuarenta y cinco, quiero conocer incluso nuestros límites.
Te toco sabiendo que no nacimos ayer,
y de algún modo, cada una va ayudar a la otra a vivir,
y en algún lugar, cada una va a ayudar a la otra a morir.

IV

Vuelvo de estar con vos por donde la luz temprana


de la primavera destella en las paredes de siempre,
el Pez Dorado, la casa de saldos, la zapatería…
arrastro la bolsa de las compras, corro el ascensor
donde un hombre viejo, tenso, almidonado, deja
tranquilamente que las puertas casi me cierren encima.
le grito –¡Párela,  por el amor de dios!,
y él me dice –histérica–  por lo bajo.
Me instalo en la cocina, descargo los paquetes,
hago café, abro la ventana, pongo a Nina Simone
que canta Here Comes the Sun… abro el correo
mientras bebo el café delicioso, la música deliciosa
con el cuerpo liviano y pesado a la vez, todavía con vos.
Del correo se cae una fotocopia de algo que escribió
un hombre de 27 años, un rehén, torturado en prisión:
Mis genitales fueron objeto de tal despliegue sádico
que me mantienen siempre despierto del dolor…
Hacé lo que puedas para sobrevivir.
Sabés, creo que a los hombres les encantan las guerras…
Y mi enojo incurable, mis heridas insuturables
se abren más con las lágrimas, lloro inútilmente,
ellos todavía controlan el mundo, y vos no estás en mis brazos.

Este departamento lleno de libros podría partirse en dos


bajo las mandíbulas gruesas y los ojos saltones
de los monstruos: una vez que abrís un libro, te tenés que enfrentar
al lado oscuro de todo lo que amaste–
el estante y las pinzas listos, la mordaza
con la que hasta las mejores voces tuvieron que mascullar,
el silencio que entierra en la arena del desierto
 a los niños no deseados —mujeres, desviados, testigos.
Kenneth me cuenta que ordenó los libros de modo
que mientras escribe puede ver a Blake y a Kafka;
sí, y todavía hay que ajustar cuentas con Swift,
que aborrece la carne de las mujeres pero les alaba la mente,
con el terror de Goethe por las madres, con Claudel vilipendiando a Gide
y con los fantasmas —sus manos entrelazadas por siglos—
de las artistas que murieron en el parto, de las sabias calcinadas en la hoguera,
siglos de libros sin escribir, apilándose detrás de estos estantes;
y todavía nos tenemos que quedar mirando la ausencia
de los hombres que no debieron, y de las mujeres que no pudieron, hablarle
a nuestra vida— este hoyo aún sin excavar
llamado civilización, este acto de traducción, este medio-mundo.
VI

Tus manos chiquitas, exactamente iguales a las mías—


solo el pulgar es más largo, más grande— en esas manos
podría poner el mundo, o en muchas manos como esas,
que empuñan herramientas o el volante
o tocan un rostro humano... manos así podrían acomodar
al nonato en el canal de parto
o pilotar un barco de rescate
a través de los icebergs, o reunir
los pedazos delgados como agujas de una gran crátera
que a los lados tiene
figuras de mujeres extáticas marchando
al cubil de la sibila o a la caverna eleusina—
manos como esas podrían ejercer una violencia inevitable
con tal moderación, con tal comprensión
del rango y de los límites
que la violencia se volvería obsoleta para siempre.

VII

¿Qué clase de monstruo convertiría su vida en palabras?


¿De qué se trata esta expiación?
—y sin embargo, de escribir palabras así, yo también vivo.
¿Es como la señal que aúlla el carcayú,
esa cantata modulada de lo salvaje?
¿O cuando, lejos de vos, trato de crearte con palabras,
te uso, nada más, como se usa un río o una guerra?
¿Y cómo usé los ríos?, ¿cómo usé las guerras?
¿para escaparme escribiendo de la peor de las cosas—
no de los crímenes de los otros, ni siquiera de la propia muerte,
sino del error de querer la libertad con suficiente pasión como para que
los olmos apestados, los ríos enfermos y las masacres parecieran
meros emblemas de esa profanación de nosotros mismos?

VIII

Puedo verme a mí misma años atrás en Sunion,


dolorida y con un pie infectado, Filoctetes
con forma de mujer, rengueando por el largo sendero,
recostada en un promontorio sobre el mar oscuro,
mirando las piedras rojas abajo, donde un espiral
de blancura me decía que había golpeado una ola,
imaginando el empujón del agua desde esa altura,
sabiendo que el suicidio no es lo mío,
pero todo el tiempo cuidando y midiendo esa herida.
Bueno, se terminó. La mujer que quería
a su sufrimiento está muerta. Yo soy su descendiente.
Amo la cicatriz que me legó,
pero de acá en más quiero seguir con vos
luchando contra la tentación de hacer del dolor una carrera.
IX

Hoy tu silencio es un estanque donde viven cosas ahogadas,


cosas que quiero ver levantarse chorreando y secarse al sol.
No es mi cara la que veo, sino otras caras;
también la tuya, a otra edad.
Lo que sea que esté extraviado ahí, las dos lo necesitamos—
un reloj de oro antiguo, un registro de temperatura que el agua borró,
una llave...Hasta el barro y las piedritas del fondo
merecen su cuota de reconocimiento. Me asusta este silencio,
esta vida sin articular. Estoy esperando
un viento que abra suavemente los pliegues de estas aguas
de una vez y me muestre lo que puedo hacer
por vos, que muchas veces le pusiste nombre
a lo innombrable para los otros, incluso para mí.

Tu perra dormita, tranquila e inocente, en medio


de nuestros llantos, nuestras conspiraciones susurradas al alba,
nuestras llamadas telefónicas. Ella sabe —¿qué puede saber?
y si en mi arrogancia humana pretendo leerle
los ojos, solo encuentro mis pensamientos animales:
que las criaturas deben encontrarse para el bienestar físico,
que las voces de la psique atraviesan la carne
más allá de lo que el cerebro torpe podría predecir,
que las noches planetarias se enfrían para los
que están en el mismo viaje y quieren tocar
una criatura-viajero inequívoco hasta el final;
que sin la ternura, estamos en el infierno.

XI

Cada pico es un cráter. Esa es la ley de los volcanes,


lo que los hace eterna y visiblemente femeninos.
No hay altura sin profundidad, sin un centro candente,
aunque nuestras suelas se deshilachen contra la lava endurecida.
Quiero viajar con vos a cada montaña sagrada
que humea por dentro, encorvada como la sibila sobre su trípode,
quiero estirarme para alcanzar tu mano al escalar la senda y
sentir tus arterias brillando en mi mano,
sin dejar de notar nunca la flor pequeña como una joya
desconocida, sin nombre hasta que la nombramos,
prendida a la roca que cambia lentamente—
ese detalle de fuera que nos lleva hacia dentro,
que estaba ahí desde antes, sabía que íbamos a venir, y ve más allá.

XII

Durmiendo, turnándonos para girar como planetas


que rotan en su prado nocturno:
un roce es suficiente para hacernos saber
que no estamos solas en el universo, ni siquiera al dormir:
fantasmas del sueño de dos mundos
que andan por sus ciudades fantasmas, casi guiándose entre sí.
Desperté con tus palabras murmuradas
hace años luz —u oscuridad—,
como si mi propia voz hubiese hablado.
Pero tenemos voces diferentes, incluso en sueños,
y nuestros cuerpos, tan semejantes, también son tan distintos
que el pasado que reverbera en la corriente sanguínea
va cargado de idiomas diferentes, diferentes significados—
sin embargo, en cualquier crónica del mundo que compartimos
podría escribirse con un sentido nuevo que
éramos dos amantes de un mismo género
éramos dos mujeres de una misma generación.

XIII

Las reglas se rompen como un termómetro,


el mercurio se vuelca  sobre los gráficos,
estamos en un país que no tiene lengua
ni leyes, vamos cazando al cuervo y al reyezuelo
por barrancos inexplorados hasta el amanecer
cualquier cosa que hagamos juntas es pura invención
los mapas que nos dieron están desactualizados
desde hace años... conducimos por el desierto
preguntándonos si el agua alcanzará
las alucinaciones se convierten en aldeas
la música de la radio nos llega con claridad–
ni Rosenkavalier ni Gotterdammerung
sino una voz de mujer que canta canciones viejas
con palabras nuevas, con un bajo sereno y una flauta
robada y tocada por mujeres fuera de la ley.

XIV

Fue tu imagen del piloto


la que me confirmó mi imagen de vos: sigue
yendo, a propósito, de cabeza a las olas, dijiste
mientras nos agachábamos en la escotilla
a vomitar en bolsitas de plástico
las tres horas entre St. Pierre y Miquelon.
Y nunca me sentí más cerca tuyo.
En la cabina había parejas de luna de miel
acurrucados uno en la falda o en los brazos del otro
yo puse mi mano sobre tu muslo
para darnos consuelo a las dos, tu mano se acercó a la mía
y nos quedamos así, sufriendo juntas
en nuestros cuerpos, como si todo sufrimiento
fuera físico, así nos tocamos en presencia
de extraños que no sabían nada y les importaba menos,
que vomitaban su dolor privado
como si todo sufrimiento fuera físico.
[El poema flotante, sin numerar]

Pase lo que pase con nosotras, tu cuerpo


va a rondar el mío —tierna, delicada,
tu forma de hacer el amor, como la fronda retorcida
del helecho de agua en los bosques
recién lavados por el sol. Tus muslos recorridos, generosos,
entre los que mi rostro entero vuelve y vuelve—
la inocencia y la sabiduría del lugar que mi lengua encontró—
la danza vital e insaciable de tus pezones en mi boca—
tu contacto firme, protector, descubriéndome,
tu lengua fuerte, tus dedos finos
llegando adonde estuve esperándote por años
encerrada en mi cueva húmeda y rosa— pase lo que pase, esto es.

XV

Si me acosté con vos en esa playa


blanca, vacía, pura agua verde entibiada por la Corriente del Golfo 
y en esa playa no pudimos quedarnos
porque el viento nos arrojaba arena 
como si estuviese en nuestra contra
si intentamos soportarlo y fracasamos— 
si nos fuimos a otra parte
a dormir abrazadas
y las camas eran angostas como catres de presos 
y estábamos cansadas y no dormimos juntas
y eso fue lo que encontramos, y eso fue lo que hicimos—
¿fue nuestro el error?
Si me aferro a las circunstancias no me siento 
responsable. Solamente la que dice
que no eligió es al final la que pierde.

XVI

Estoy a una ciudad de vos y estoy con vos 


como una noche de agosto
tibia, bañada por el mar, cuando te miré dormir
a la luz de la luna, con el tocador de madera rústica 
atestado de cepillos, libros y frascos nuestros—
o en un huerto de rocío salado, acostada al lado tuyo 
viendo el atardecer rojo por el mosquitero del camarote,
Mozart en Sol menor en el grabador,
durmiéndonos con la música del mar. 
Esta isla de Manhattan es bastante grande 
para las dos, y es angosta:
esta noche puedo oírte respirar, sé cómo es 
tu cara boca arriba, cuando la media luz traza 
tu boca generosa y delicada
donde la risa y la pena duermen juntas.

XVII
Nadie está destinado ni condenado a amar a nadie. 
Los accidentes ocurren, no somos heroínas, 
ocurren en nuestras vidas, como los choques,
los libros que nos cambian, los barrios 
adonde nos mudamos y que llegamos a amar. 
Tristán e Isolda es solamente una historia, 
las mujeres al menos deberían distinguir
entre el amor y la muerte. Sin copa de veneno,
sin penitencia. La vaga sospecha de que el grabador 
tuvo que haber captado algo de nosotras: que no solo 
sonaba, sino que debió habernos escuchado
para instruir a las que vendrán:
esto fuimos, así es como intentamos amar,
y estas son las fuerzas que alinearon contra nosotras,
y estas son las fuerzas que alineamos dentro de nosotras
dentro y en nuestra contra, contra nosotras y dentro de nosotras.

XVIII

Lluvia en la autopista del Oeste, 


luz roja en Riverside:
cuanto más vivo, más pienso
que dos personas juntas son un milagro. 
Contás la historia de tu vida y, por una vez,
un temblor rompe la superficie de tus palabras. 
La historia de nuestra vida se vuelve nuestra vida.
Ahora estás en fuga, cruzando lo que algún poeta 
victoriano, estoy segura, llamó el mar salado que se aleja.
Esas son las palabras que me vienen a la mente.
Siento el alejamiento, sí. Como sentí el amanecer 
empujar hacia el día. Algo: ¿una grieta de luz—? 
Entre la pena y la angustia se abre un espacio 
donde soy Adrienne sola. Y enfriándome.

XIX

¿Puede estar enfriándose cuando empiezo


a tocarme otra vez, a apartar las adherencias?
¿Cuando, lento, el rostro desnudo vuelve de mirar atrás 
y enfoca el presente,
el ojo del invierno, la ciudad, la bronca, la pobreza y la muerte 
y los labios se abren y dicen: planeo seguir viviendo?
¿Hablo fríamente cuando te digo, en sueños 
o en este poema, que no hay milagros?
(Te dije desde el principio que quería una vida cotidiana, 
que esta isla de Manhattan era suficiente isla para mí).
Si hubiera podido hacértelo saber— 
dos mujeres juntas son un trabajo
que nada en la civilización hace sencillo, 
dos personas juntas son un trabajo 
heroico en su simpleza,
el cruce indeciso y calculado de una pendiente 
donde hasta la atención más feroz se vuelve rutina
—mirá las caras de los que lo eligieron.

XX

Esa conversación que siempre estábamos a punto 


de tener continúa en mi cabeza.
De noche el Hudson tiembla a la luz de New Jersey 
agua contaminada que, así y todo, refleja
a veces, la luna
y alcanzo a ver a una mujer que amé,
ahogándose en secretos, con la herida del miedo como el pelo
alrededor de la garganta, estrangulándola. Y esta es ella
con quien traté de hablar, cuya cabeza lastimada y elocuente
al apartarse del dolor, se sumerge más hondo
donde no puede escucharme,
y pronto voy a saber que le estuve hablando a mi alma.

XXI

Los dinteles oscuros, las rocas azules y foráneas


del gran círculo abierto por instrumentos de piedra; 
la luz nocturna del solsticio de verano, que sube 
detrás del horizonte —cuando dije “una grieta de luz” 
quise decir esto. Y no es Stonehenge
ni ningún otro lugar más que la mente 
al volver hacia atrás, donde la soledad,
compartida, pudo elegirse sin sentirse sola, 
no fácilmente ni sin dolores, para trazar
el círculo, las sombras densas, la enorme luz. 
Elijo ser la figura en esa luz,
borrada a medias por la oscuridad, lo que se mueve 
por ese espacio, el color de la roca
al recibir a la luna, más que roca:
una mujer. Y elijo caminar acá. Trazar este círculo

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