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Lo bueno de tener vecinos mitológicos es que ya se sabe de antemano qué esperar de ellos.

Están los basiliscos, las Afroditas, los Orfeos, los cancerberos y algún que otro Poseidón, por
no hablar de las Erinias y de los Príapos. Esta vez los dioses olímpicos han obrado a mi favor
y me han enviado a Antígona de vecina del tercer piso. Los que bien me conocen saben mi
debilidad por la doncella tebana. Esta Antígona es ya sexagenaria, viste trajes oscuros a modo
de mortaja y se murmura en el rellano de la escalera que nunca ha conocido varón. El vecino
del primero, un Laranda, asegura que nuestra Antígona anduvo enamorada de un primo
segundo cuando era joven, pero que la historia no llegó a “cuajar” por la intervención del tío
segundo que mandó a su hijo lo más lejos que pudo. Cree recordar que fue a Japón.
No es fácil entablar conversación con la Antígona del tercer piso. Es más bien hirsuta.
Aunque con el confinamiento se ha ido ablandando y ya hasta me sonríe cuando me ve entrar
en el portal haciendo malabarismos con las bolsas de la compra en una mano y con el bebé en
la otra. Hace unas mañanas me confesó que llevaba varios meses sin poder visitar a su madre
en la residencia por culpa del virus y que, a veces, soñaba que una de las dos se moría sin
poder despedirse de la otra.
Entré en casa y volví a sentir el familiar enojo con Sófocles y con todos los estudiosos del
mito (entre los que incluyo a Hegel, Hölderlin, Kierkegaard, Valente, Espriu, Lacan, Butler,
Steiner, Yourcenar, Žižek y, con reservas, a Zambrano, porque ésta sí que supo ver que el
Griego no estuvo muy atinado al contar la historia de la heroína). ¿Cómo puede ser que nadie
antes se haya dado cuenta? La verdadera tragedia de Antígona no estriba en la imposibilidad
de enterrar al hermano, sino a la madre, a la dulce Yocasta que se quedó ahí, una sombra
enhiesta entre el cielo y el suelo, convertida ya para siempre en una columna más de las tantas
que se alzan sobre las ruinas de Tebas. Antígona, la hija mayor, la de las espaldas anchas, era
la encargada de descolgar el cuerpo de la madre y de enterrarlo en la entraña suave y húmeda
de la tierra. Pero no pudo ser, el tirano deslumbrado la arrastró tras de él en el exilio. «Para
que no veas el horror», le dijo, queriendo decir: «Para que no sientas el amor».

Algún día escribiré la verdadera historia de mi vecina… O tal vez no.

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