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Hablamos de filosofía y medicina. Y de ética.

Y de la relación
entre ellas. La filosofía y la medicina son como los viejos buenos
amigos: con épocas en las que no se ven mucho o se sienten
más distantes, pero, al final, lo importante es que su relación
perdura a través de años y vaivenes.

A poco que se hayan leído algunos de los textos clásicos


filosóficos, es muy posible haberse topado con el nombre
de Hipócrates. El llamado padre de la medicina aparece en
numerosos libros, por ejemplo, de Platón, <
https://www.filco.es/platon-origen-filosofia-occidente/> como
Gorgias, La República, Las Leyes y, sobre todo, en Fedro. Ahí,
por boca siempre de Sócrates, < https://www.filco.es/el-
pensamiento-de-socrates/> Platón suma hábilmente a
Hipócrates a su panda de estudiosos de «el todo», de las
naturalezas complejas, interrelacionadas:

–Sócrates: ¿Crees que es posible comprender adecuadamente la


naturaleza del alma, si se la desgaja de la naturaleza en su
totalidad?
–Fedro: Si hay que creer a Hipócrates el de los Asclepíadas, ni
siquiera la del cuerpo sin este método.
–Sócrates: Y mucha razón tiene, compañero.

Bastante alejado de los métodos actuales basados en el


estricto tándem diagnóstico-tratamiento, Hipócrates
estudiaba y anotaba en su época los síntomas de la dolencia
(fiebre, dolor, color, pulso) y otros datos como la historia
familiar, la dieta, el ambiente… Ideó una teoría según la cual
gran parte de las afecciones eran debidas a desequilibrios entre
cuatro humores: flemático, melancólico, sanguíneo y colérico, y
defendía las terapias generalizadas. Para la historia de la
filosofía, su relevancia se centra en que fue capaz de
profesionalizar la medicina al separar la labor de esta de otras
disciplinas con las que se había asociado tradicionalmente como
la filosofía y la religión. En este sentido es muy valioso su texto
Sobre la enfermedad sagrada, donde manifiesta la total
independencia de la dolencia: «En nada me parece que sea algo
más divino ni más sagrado que las otras, sino que tiene su
naturaleza propia, como las demás enfermedades, y de ahí se
origina. Pero su fundamento y causa natural lo consideraron los
hombres como una cosa divina por su ignorancia y su asombro,
ya que en nada se asemeja a las demás. Pero si por su
incapacidad de comprenderla le conservan ese carácter divino,
por la banalidad del método de curación con el que la tratan
vienen a negarlo. Porque la tratan por medio de purificaciones y
conjuros».
La relevancia de Hipócrates es haber profesionalizado la
medicina, al separar esta labor de otras disciplinas con las
que se había asociado tradicionalmente como la filosofía y
la religión

La inseparable pareja de filósofos <


https://www.filco.es/platon-aristoteles-coincidencias-
diferencias/> clásicos también ejerce en este campo de
aunar filosofía y medicina. Con frecuencia, como señala el
historiador Geoffrey Ernest Richard Lloyd, ambos establecen en
sus textos analogías entre la moralidad del individuo, la justicia
del Estado y un cuerpo sano, por ejemplo, y al revés; el
desorden en el Estado y en la psique son enfermedades que
necesitan cura y profesionales que las realicen. «La medicina,
pues, tiene un papel absolutamente central en la recomendación
platónica de que existe una verdad objetiva en los terrenos
político y moral, que existen expertos en esos terrenos y que el
profano, o el corriente idiota, debería seguir sus consejos y
someterse a sus tratamientos». Lo mismo que Aristóteles <
https://www.filco.es/aristoteles-somos-alma-cuerpo-razon/> al
plantear sus ideas y paralelismos sobre salud, moralidad y buen
gobierno. Se piensa que Aristóteles pudo ir incluso más lejos en
su interés y bosquejar un tratado sobre salud y enfermedad.

En su vasta obra (en tres tomos) Pensadores griegos, el


filósofo y filólogo austriaco Theodor Gomperz no deja sin
analizar las influencias entre medicina y filosofía y cita como
especial nexo de unión, como «lo realmente importante», el
espíritu y el método de la investigación. Divide a los médicos-
filósofos griegos en dos grupos: aquellos para los que la filosofía
es prioritaria y previa, yendo de la idea al hecho, de la teoría a
la praxis, como Parménides, Heráclito o Empédocles y
Anaxágoras; y un segundo grupo más científico, genuinamente
hipocrático, que, a partir de la observación de los hechos,
origina la reflexión teórica. Su camino sería de la praxis al logos.
Aristóteles y Platón discurrirían por su senda.

En cualquier caso, como escribe el filólogo Werner Jaeger


en el capítulo titulado La medicina griega como paideia
(Paideia. Los ideales de la cultura griega), lo esencial fue que «la
medicina griega sólo se convirtió en un arte consciente bajo la
acción de la filosofía jónica de la naturaleza (…). Jamás habría
llegado a convertirse en una ciencia sin las indagaciones de los
primeros filósofos jónicos de la naturaleza, que buscaban una
explicación natural de todos los fenómenos». Así empezó todo.
Enseguida vendrían importantes matices.

Galeno, médico y pensador nacido en Pérgamo en el siglo


II, dio un empujón fuerte y durante mucho tiempo
definitivo a la medicina. Sus descubrimientos fueron
numerosísimos y trascendentales (identificó los nervios
craneales, las funciones del riñón y la vejiga, describió las
válvulas del corazón…). Y su influencia se extendió a lo largo de
diez siglos. Solo que en el tema de las relaciones de su ya
consagrada profesión con la filosofía enredó un poco: se le
ocurrió escribir un texto titulado El mejor médico es también un
filósofo, aplicando a la medicina los parámetros que
tradicionalmente se aplicaban a la filosofía como la lógica, la
física y la ética. De ese modo, el médico habría de ser un
profesional capaz de conocer los métodos del razonamiento
lógico y científico, de dominar los fenómenos de la naturaleza y
la física y también de trabajar la ética con el fin de llegar a ser
bueno. En este punto se desatan las preguntas, los problemas
morales: ¿un médico debe ser siempre bueno? ¿Qué pasa si no
lo es? ¿Puede un buen médico ser una mala persona? ¿Puede
dejar que sus inclinaciones personales se mezclen con las
profesionales? Muchos años después se inventó una disciplina –
la ética clínica– que trata, si no de dar respuesta a este tipo de
preguntas, sí de lidiar eficazmente con ellas.

Galeno aplicó a la medicina los parámetros que


tradicionalmente se aplicaban a la filosofía. La ética y sus
dilemas entraron desde entonces a formar parte de la
profesión

Durante muchos siglos, estas problemáticas cuestiones o


no existían o existía una respuesta genial que las
respondía y aniquilaba: todo era así porque Dios, uno o varios,
bajo una u otra forma, así lo quería/n. La divina providencia era
al final la que decidía quién debía morir y quién debía sanar. Las
razones, en numerosas ocasiones incomprensibles para
familiares y conocidos, solo Dios las sabía. Y como solo Dios
basta, que diría la ilustre Teresa de Jesús… La labor del médico
era hacer todo lo que estaba en su mano, pero al final las manos
que valían eran las de Dios.

Una herramienta muy útil al servicio de esta causa fue


separar las cosas del cuerpo y las del alma; las primeras,
pertenecían al ámbito de los seres humanos, y su arreglo era
asunto de los médicos; las del alma pertenecían a Dios, con
pequeñas parcelas de participación y sometimiento reservadas al
ser humano. Descartes inventó este dualismo radical y su
influencia fue extensísima en el tiempo. Pero al triunfador, le
salieron algunas réplicas interesantes como la de Spinoza, quien
tuvo una intuición genial: algo debió ver el afinador de lentes
que le hizo pensar que aquello no era así y que el alma estaba
en el cuerpo, y el cuerpo en el alma, y que ambas cosas iban de
la mano, o mejor, eran lo mismo.

Descartes estableció la separación entre cuerpo y alma. En


términos médicos este dualismo se traducía en que los
problemas del cuerpo los solucionaban los médicos y los del
alma, Dios

Antes que él, la poco conocida Oliva Sabuco de Nantes


(que no era de Nantes, sino de Albacete) había publicado un
texto singular titulado Nueva filosofía de la naturaleza del
hombre en el año 1587. En esta obra no solo le plantaba cara a
Descartes, sino que, colocando el alma en el cerebro, se
adelantó a su tiempo formulando intuiciones que ahora suenan
plenamente modernas como los posibles beneficios que el ánimo
podía reportar a la salud del cuerpo. Hacía gala así de posiciones
psicosomáticas sorprendentes para la época que supusieron una
inesperada pasarela a la modernidad. Hoy día, confirmadas ya
científicamente algunas de aquellas suposiciones, estas siguen
suscitando todavía un sinfín de estudios y están en el núcleo de
la investigación de científicos y, sobre todo, neurocientíficos
como Antonio Damasio, que ha dedicado su esfuerzo a la
investigación de las emociones en relación con el cerebro.
Conocida como Oliva Sabuco de Barrera, esta pionera
de la ciencia nació en Alcaraz (Albacete), en 1562. Es
conocida por los méritos del mencionado libro, Nueva
filosofía de la naturaleza del hombre y su figura es
reivindicada como uno de los casos en que las mujeres no
han estado representadas en el canon histórico del
pensamiento ni de la ciencia. Su nombre da título, en la
actualidad, a la Enciclopedia Virtual de las Mujeres Ilustres
de Castilla-La Mancha Oliva Sabuco <
https://institutomujer.castillalamancha.es/centro-de-
documentacion-y-biblioteca-luisa-sigea/enciclopedia-de-
mujeres-oliva-sabuco/mujeres> y su caso se recoge en
numerosas recopilaciones de mujeres injustamente
olvidadas o no valoradas por sus méritos a lo largo de la
historia.

Sin embargo, la autoría del libro está en entredicho


desde principios del siglo pasado «a partir de los
datos y las conjeturas aportados por J. Marco Hidalgo
(1903) y por Bernardo Marcos (1923)», según se lee en la
biografía que le dedica la Real Academia de la historia, <
http://dbe.rah.es/biografias/17728/oliva-sabuco-de-nantes-
barrera> en un artículo firmado por Josep Lluís Barona
Vilar. Allí se afirma que «aunque la cuestión no puede darse
por zanjada (…), se viene aceptando como hipótesis más
verosímil que el verdadero autor de la obra fuera su padre,
el bachiller Miguel Sabuco, el cual pudiera haber utilizado el
nombre de su hija para evitar complicaciones con el
Tribunal del Santo Oficio».
Hoy día las relaciones entre filosofía y medicina pasan por
las neurociencias, pues estas estudian nuestra forma de
pensar, conocer, comprender, reaccionar y actuar. Algo de lo
que comenzó ocupándose la filosofía. Los últimos
descubrimientos ahondan, en ocasiones sorprendentemente, en
las relaciones entre lo puramente físico y el pensamiento. Un
ejemplo bastante reciente: cómo las bacterias que conviven con
nosotros, especialmente en el intestino, tienen una
comunicación directa y privilegiada con el cerebro. Su influencia
repercute en el comportamiento social del individuo –en
aspectos tan insospechados como la elección de pareja– y son
capaces de modificar la memoria, el aprendizaje, el estado de
ansiedad y el depresivo.

Otro ejemplo de cómo la salud o su contrario, la


enfermedad, modelan la percepción es el cambio de
prioridades y objetivos vitales: no es la edad, sino la
enfermedad lo que hace que enfermos jóvenes compartan un
ideario similar al de los ancianos y desde luego mucho más
cercano a ellos que al de jóvenes sanos de su misma edad. Lo
explica bien el libro Ser mortal, del cirujano estadounidense Atul
Gawande: «Cuando, en palabras de los investigadores, se
acentúa la fragilidad de la vida, las metas y los móviles de la
gente en su vida cotidiana cambian por completo. Lo que más
influye es la perspectiva, no la edad».
El poder de la medicina en las últimas décadas ha
revolucionado la vida y la perspectiva del ser humano. Sus
logros, impensables, hasta hace poco, han alargado y
mejorado la vida de millones de personas. Pero también ha
creado un grupo de nuevos desheredados, de parias, que
constituyen un inmenso fracaso; los pacientes,
normalmente viejos o moribundos de todas las edades, a
quienes las nuevas técnicas no pueden aliviar. Pacientes o
bien abandonados o todo lo contrario; sometidos a
frenéticos tratamientos que no hacen sino aumentar el
sufrimiento de pacientes y familiares. En esos casos ¿cuál
es el papel del médico y de las terapias? ¿Cuándo hay que
parar?

Sobre ese grupo de personas, sobre ese vacío y ese


fracaso escribe el cirujano norteamericano Atul Gawande.
Su libro, Ser mortal, está plagado de casos que, en último
término, remiten a la pregunta por el sentido de la vida. Es
crítico con la situación porque la situación es crítica y se ha
perdido mucho tiempo: «Nos hemos equivocado respecto a
cuál es nuestra tarea. Creemos que nuestra misión consiste
en garantizar la salud y la supervivencia. Pero es mucho
más que eso. Consiste en hacer posible el bienestar».

El doctor analiza la situación, diagnostica el problema


y también propone remedios que supondrán un alivio:
olvidar el cómodo modelo de médico informativo que carga
al paciente con la responsabilidad de las decisiones,
preguntar a este por sus expectativas y miedos, conversar
sobre el final de la vida… No hay por qué esperar a una
crisis para plantear estas posibilidades. Una buena muerte
forma parte de una buena vida de modo que es nuestro
turno y es ahora: ¿qué estamos dispuestos a soportar para
tener la posibilidad de seguir vivos, y hasta dónde el hecho
de seguir vivos nos resultaría tolerable?

Por otro lado, la evidencia de las relaciones entre salud y


pensamiento, como suele suceder, no ha pasado
inadvertida para oportunistas que cayendo en
simplificaciones establecen peligrosos paralelismos. Proliferan
libros y talleres, iniciativas de todo tipo, que prometen bienestar
con el esfuerzo mínimo de «pensar positivamente» en esta o
cual cosa. No es así y nunca lo fue ni lo será. La enfermedad
exige seriedad. Mucho respeto. Estaba aquí antes que el ser
humano y siempre lo doblegará. Es una ficción (y una ficción
muy reciente) creer que el estado normal es el bienestar, la
salud, durante la mayor parte de la vida.

Proliferan libros y talleres que prometen bienestar con el


esfuerzo mínimo de «pensar positivamente». No es así y
nunca lo será. La enfermedad exige seriedad. Mucho
respeto.

La frase encierra no uno sino dos engaños. El primero, el


mencionado, creer que la enfermedad es un estado de
excepción cuando es natural –si no consubstancial– al ser
humano; la segunda, exigirla como un derecho durante unas
seis o siete décadas de nuestra vida olvidando que hasta hace
poco más de un siglo la duración de esa vida se limitada a justo
la mitad, cuarenta años eran suficientes para morir de viejo. Más
valdría no perder de vista las reflexiones de Montaigne <
https://www.filco.es/michel-de-montaigne-el-padre-del-
ensayo/> en sus siempre actuales Ensayos:

«¡Qué ilusión la de esperar morir de la falta de fuerzas, que a la


vejez extrema acompaña, y la de creer que nuestros días
acabarán sólo entonces! Esa es la muerte más rara de todas la
menos acostumbrada, y la llamamos natural, como si tan natural
no fuera morir de una caída, ahogarse en un naufragio,
sucumbir en una epidemia o de una pleuresía, y como si nuestra
constitución ordinaria no nos abocara todos los días a
semejantes accidentes. No confiemos en esas esperanzas; el
que se realicen es cosa siempre rara; antes bien debe llamarse
natural a lo que es general, común y universal. Morir de viejo es
una muerte singular y extraordinaria, mucho menos frecuente
que las otras; es la última y extrema manera de morir, y cuanto
más lejos estamos de la vejez, menos debemos esperar ese
género de muerte».

Sabia lección esa de no perder la perspectiva, a la hora de


manejarse, dominar y buscar siempre y a toda costa la buena
vida, ya sea en la salud o la enfermedad.

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