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Anuario del Centro de la Universidad Nacional de Educación a Distancia en Calatayud.

N.º 22, pp. 137.147, 2016

LA CONCEPCIÓN DEL SUFRAGIO DURANTE EL SIGLO XIX

Elisa GALÁN FELIPE


Estudiante de Grado en Geografía e Historia de la UNED

Resumen: A través de un análisis diacrónico de la concepción del sufragio des-


de el liberalismo de los años treinta hasta el restauracionista, veremos cómo desde
una visión profundamente elitista los políticos decimonónicos, de uno u otro signo,
despreciaban al electorado, al tiempo que se concebían a sí mismos como los líderes
naturales de la sociedad. Por su parte, para el electorado, el sufragio era una cuestión
práctica y local por la cual podían obtener algún beneficio de un estado por lo demás
lejano mediante la competencia política de los diputados. De esta forma, y a pesar
de que la elite política no concebía una verdadera representatividad, se acercaba la
política a los intereses concretos y locales de la población.
Palabras clave: Sufragio. Liberalismo. Electorado. Siglo XIX.
Abstract: We are going to approach, from a deeply elitist point of view, how the
19th century politicians, from both wings, despised voters, as they considered them-
selves as the legitimate and natural leaders of society. This view will be developed
throughout a diachronic analysis of the suffrage conception from the 1930s Libera-
lism to the Restoration period. On the other hand, for the electorate, suffrage was a
practical and local question by which they could obtain some benefit from a distant
state, through the political competence of delegates. This way, despite the fact that
the political elite did not believe in a real representation, politics managed to reach
the concrete and local interests of the population.
Keywords: Suffrage. Liberalism. Electorate. XIX century.

El sufragio constituyó el eje en torno al cual los sistemas liberales articularon el


principio representativo que los caracterizaba. Era concebido no solo como la única
forma admitida de participación política ciudadana, sino también como el medio
de conferir legitimidad teórica al sistema parlamentario y una vía privilegiada de
nacionalización y de pedagogía cívica a través de la cual “se creaban” ciudadanos.1
El interés por la cuestión de la representación se materializó en la España deci-
monónica en las frecuentes y debatidas leyes electorales, no así en una elaboración

1. Rafael Zurita, “La representación política en la formación del Estado español (1837-1890), en Salva-
dor Calatayud Giner, Estado y periferias en la España del siglo XIX. Nuevos enfoques, Universitat, Valencia,
2009, p. 161.
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teórica y ensayística como la que hubo en Francia o en Inglaterra2. Muy conscientes


de la capacidad que tenía la legislación electoral para moldear todo régimen políti-
co, las diferentes tendencias del liberalismo español decimonónico elaboraron sus
propios proyectos legislativos, según sus opuestas necesidades partidistas. En este
sentido, en 1837, Salustiano de Olózaga afirmaba que “la Constitución, por sí sola,
no puede nada si no va unida con una buena ley electoral”.3 La proliferación de leyes
electorales pone de manifiesto, además, las discrepancias que los liberales tenían
sobre la cuestión: en cuanto a la forma de voto, directo o indirecto; al modo de res-
tringir el sufragio, mediante una cuota fija o a los mayores contribuyentes; respecto a
las circunscripciones electorales, plurinominales o uninominales; sobre las bondades
de la injerencia gubernamental o el tema de las incompatibilidades.4
Estas divergencias derivaron más de los intereses concretos y prácticos de cada
tendencia política –consciente de la opción que le beneficiaba– que de una auténtica
diferencia de principios.5 Porque, si algo compartió la élite política decimonónica,
fuera de la tendencia que fuera, fue la concepción elitista y oligárquica de la política
y, dentro de ella, de la representación y de su expresión concreta, el sufragio. Elitis-
mo puesto de manifiesto, en primer lugar, por la preeminencia del sufragio censitario
en el liberalismo decimonónico español y, en segundo lugar, en la injerencia guber-
namental sobre los comicios.
La preeminencia del sufragio censitario resulta evidente si se observa la legis-
lación electoral decimonónica: el sistema censitario se mantuvo desde el Estatuto
Real de 1834 hasta la asunción del sufragio universal masculino en 1890, durante
el gobierno liberal de Sagasta; con las únicas excepciones de las elecciones de oc-
tubre de 1836, que aplicaron la ley electoral de 1812, las del Sexenio Democrático
y las de enero de 1876. No obstante, hay que decir que, dentro del marco censitario,
en su aplicación práctica, el censo electoral experimentó un relativamente notable
aumento, debido a la reducción progresiva de las exigencias económicas, así como
a una multiplicación de las circunstancias contempladas para ser elector y al perfec-
cionamiento del sistema tributario. Progreso, hay que decir, que no estuvo exento de
avances y retrocesos.
El principio que sustentaba y justificaba el sufragio censitario era la conside-
ración de la propiedad como base de “capacidad” electoral. El liberalismo empleó
el discurso de la “capacidad” para sortear el principio democrático por el cual el
sufragio era concebido como derecho universal y, por tanto, inherente a todos los
hombres, concibiendo, por el contrario, el sufragio como una “función” que debía
ser ejercida solo por aquellos que tenían la “capacidad” para ello. La “capacidad”,
para la mentalidad burguesa, se manifestaba en la riqueza porque –tal y como dijo

2. Rafael Zurita, M.ª Antonia Peña y María Sierra, “Los artífices de la legislación electoral: una apro-
ximación a la teoría del gobierno representativo en España (1845-1870), Hispania, vol. 66, Nº 223, p. 668.
3. Citado por Rafael Zurita, “La representación política…”, p. 162.
4. Carmen Frías Corredor y Carmelo García Encabo, “Sufragio universal masculino y politización cam-
pesina en la España de la Restauración (1875-1923)”, Historia agraria, Nº 38, 2006, p. 28-29.
5. Precisamente por ser una cuestión más práctica que teórica para los políticos españoles estos no gene-
raron una ensayística al respecto.
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la Comisión progresista encargada de redactar la Ley Electoral del 20 de julio de


1837– “la propiedad, cuando es patrimonial, supone una educación respectivamente
más esmerada, y cuando es adquirida por la industria propia, prueba una inteligencia
más que común”.6 Desde la óptica censitaria, la propiedad era garantía “del saber,
del interés y de la independencia” necesarios para emitir un voto “cualificado, res-
ponsable y consciente”.7
Incidiendo en la importancia de la independencia –el argumento más frecuen-
temente esgrimido para limitar el sufragio a la gran propiedad– Andrés Borrego en
1836 afirmaba que
El hombre rara vez puede dominar el influjo de los intereses que de continuo le aguijan,
y aunque sea muy virtuoso, expuesto está a caer en la seducción cuando su fortuna no es
bastante a resistir las tentaciones del poder o de los partidos políticos. La independencia
absoluta que debe tener un legislador es precisa fundarla en la posesión de una renta capaz
de cubrir sus más imperiosas necesidades.8
Este principio ya fue argumentado durante las primeras décadas del siglo XIX
por Benjamin Constant:
En nuestras sociedades actuales, el nacimiento en un país y la mayoría de edad no bastan
para otorgar a los hombres las cualidades propias a ejercicio de los derechos ciudadanos.
Aquellos a los que la indigencia retiene en una eterna dependencia y a quienes condenan
a trabajos de jornaleros, no son ni más cultos que los niños ni más interesados que los
extranjeros, en los asuntos públicos y en una prosperidad nacional, de la que desconocen
los elementos integrantes y de cuyas ventajas solo participan indirectamente. […] Se re-
quiere pues otra condición además del nacimiento o la mayoría de edad. Dicha condición
es el ocio, indispensable a la adquisición de la cultura y el recto criterio. Solo la propiedad
privada puede procurar este ocio, solo la propiedad hace a los hombres capacitados para
el ejercicio de los derechos políticos.
Subyacía por debajo de tal concepción el desprecio y el temor a las masas:
“Cuando los no-propietarios obtienen derechos políticos, ocurre una de estas tres cosas: o
no reciben impulso más que de sí mismos y entonces destruyen la sociedad; o reciben el
del hombre o los hombres que están en el poder, siendo entonces instrumentos de tiranía;
o reciben el de los aspirantes al poder y son entonces instrumentos de bandería”.9
Ya el Estatuto Real de 1834, prescindiendo de la tradición doceañista, introdujo
en la práctica electoral una norma –principio básico del liberalismo doctrinario eu-
ropeo y, más concretamente, inspirada en el modelo francés– consistente en condi-
cionar la concesión del derecho electoral a la posesión de un determinado nivel eco-
nómico, con el objetivo de “dar influjo en los asuntos graves del Estado a las clases
y personas que (tienen) depositados grandes intereses en el patrimonio común de la

6. Citado por Margarita Caballero Domínguez, “El derecho de representación: sufragio y leyes electora-
les”, Ayer, Nº 34, 1999, p. 48.
7. Carmelo Romero y Margarita Caballero, “Oligarquía y caciquismo durante el reinado de Isabel II”,
Hispania agraria, Nº 38, 2006, p. 11 y Margarita Caballero, “El derecho de representación: sufragio y leyes
electorales, p. 47.
8. Citado por Ibídem, p. 10.
9. Las dos citas en Benjamín Constant, Curso de política constitucional, Taurus, Madrid, 1968 pp. 49-51.
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sociedad”.10 Se iniciará así una larga trayectoria del sufragio censitario durante la ma-
yor parte del siglo XIX, que aunque variando en la práctica, no alteró dicho principio.
Durante el periodo isabelino no se cuestionó el sufragio censitario.11 El debate
estaba, por tanto, en cómo de restrictivo debía ser el criterio del mínimo de renta en
la selección de los electores. Este criterio fluctuó entre posiciones muy restrictivas
mientras dominó el liberalismo moderado, y más abiertas cuando eran los liberales
progresistas los que legislaban.
El moderantismo abogó por un control estricto sobre la incorporación de nuevos
electores al censo. Tal es así que la ampliación del sufragio buscada por los progresis-
tas era confundida con la perturbadora opción demócrata. En este sentido, las muy di-
versas formas de justificar la propiedad para acceder al sufragio que establecía la ley
electoral progresista de 1837 fueron cuestionadas por diputados y prensa de la opo-
sición moderada, argumentando que personas de tan escasa propiedad o riqueza no
eran independientes y por tanto eran “fáciles de corromper”, puesto que en el campo
estaban sometidos a la presión de los ricos, y en la ciudad, por su condición de funcio-
narios muchos de ellos, quedaban a expensas de los dictados de la Administración.12
En el preámbulo a la ley electoral moderada de 1846 quedaba clara la opinión
moderada respecto al sufragio:
Los demasiados electores solo sirven para que abunden aquellos que sin opinión propia, sin
conocimientos de los negocios públicos, sin intereses que defender, obedecen ciegos a unos
cuantos que los manejan a su antojo (...) Por esta razón, el proyecto, fijándose principal-
mente en la contribución, señala cuota que ni reducirán los electores a un número demasia-
do escaso, ni los multiplicarán tanto que subsistan los vicios que en esta parte se achacan a
la ley vigente; admitiendo también algunas capacidades, no desconoce la influencia legíti-
ma que deben ejercer en tan importante asunto personas dignas de toda consideración por
su posición social o sus talentos, y que ya la tienen muy grande en el Estado.13
El progresismo, por su parte, osciló, desde sus teóricos orígenes doceañistas has-
ta su desaparición como tal partido durante el sexenio revolucionario, entre la demo-
cracia y la restricción censitaria del voto. Su redefinición como partido de orden y de
gobierno en la década de 1830 le llevó a un proceso de reordenación ideológica que
conllevó, entre otras cuestiones, la aceptación del sufragio censitario, como pone de
manifiesto que en las Cortes constituyentes de 1836 de mayoría progresista y elegi-
das con arreglo a la “democrática” Constitución de 1812 se estableció como signo
de capacidad electoral la propiedad.14 En sentido contrario, la creciente exclusión
política de la última etapa isabelina le llevó a retomar la concepción democrática en
un giro cuando menos forzado.

10. Estatuto Real para la convocatoria de las Cortes Generales del Reino, Madrid, 1834. Citado por
Carmelo Romero y Margarita Caballero, “Oligarquía y caciquismo durante el reinado de Isabel II”, p. 11.
11. Con excepción de la tercera de las elecciones de 1836 en la que se repuso el sufragio universal es-
tablecido por la Constitución de 1812, el resto de las 22 elecciones, que se sucedieron durante el reinado de
Isabel II, se hicieron conforme a una ley electoral que establecía el sufragio censitario.
12. Carmelo Romero y Margarita Caballero, “Oligarquía y caciquismo durante el reinado de Isabel II”,
p. 16 y Rafael Zurita, “La representación política en la formación del Estado español (1837-1890), p. 163.
13. Preámbulo al proyecto de ley electoral, DSC, 16 de marzo de 1845. Citado por Rafael Zurita, “La
representación política en la formación del Estado español (1837-1890), p. 164
14. Margarita Caballero, “El derecho de representación: sufragio y leyes electorales, pp. 47-49.
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La ley electoral de 1856 fue la formulación del modelo electoral progresista ar-
ticulado en torno a la idea de la ampliación ordenada, gradual y dirigida del derecho
al voto, en consonancia con el carácter reformista del progresismo. En palabras de un
diputado, López Grado, en nombre de la comisión encargada de redactar las Bases
del Proyecto de Ley electoral de 1856 se debía ir “tendiendo siempre (…) a reducir
la cuota según los progresos y adelantos de la sociedad” porque “deseamos ir poco
a poco caminando al punto de parada: el sufragio para todos cuando el tiempo, las
luces y las circunstancias políticas lo reclamen”.15 Para el progresismo, el sufragio
era una forma de encauzar de forma ordenada e institucionalizada la movilización
política de la sociedad, que para ellos, a diferencia de lo que entendían los mode-
rados, no era esencialmente negativa.16 La apelación al sufragio universal para los
progresistas tiene mucho de recurso discursivo “posiblemente los progresistas espa-
ñoles abanderaron su defensa porque […] estaban convencidos de que no iba a ser
efectivamente implantado”.17
La Unión Liberal defendía también un sufragio censitario, aunque entendiendo
que el cuerpo electoral debía ampliarse progresivamente, más por el incremento de
la riqueza de la sociedad que por la reducción de la cuota exigida por la ley. Posada
presentó en 1860 un proyecto de ley electoral en cuyo preámbulo señalaba que el
disfrute de renta o pago de contribución actuaba como criterio de “capacidad polí-
tica”, entendiendo que aumentar la cuota no era pertinente “cuando el espíritu de la
época nos empuja hacia otro lado” pero reducirla tampoco ya que “nos acercaría al
sufragio universal, incompatible con nuestras instituciones”.18
Los demócratas, apelando al mito de la Constitución de Cádiz, eran los únicos que
concebían el sufragio universal como un derecho inherente al hombre. Para ellos, la
concesión del voto a los pobres, tendría, además, efectos positivos, pues los represen-
tantes, por interés o por filantropía, legislarían en su favor, estableciendo así una rela-
ción directa entre situación económica y representación política. Y, frente a la crítica
de que las personas sin recursos serían fácilmente manipulables, Orense esgrimía que
“de todas maneras, ese amo que quiere el voto del pastor para él o para sus amigos,
tendrá que quitarse el sombrero para pedirle ese favor, cuando de otro modo no tiene
que contar con él para nada”. Pero incluso los demócratas entendían que la democra-
cia no era algo que se conquistaba en “un momento de efervescencia popular”, sino
que era fruto de “instituciones dadas y concebidas quieta y pacíficamente”.19
Los más drásticos criticando el sufragio universal era los tradicionalistas o neo-
católicos. Por ejemplo, Aparisi, que situaba la religión católica en el centro de sus
argumentaciones, entendía que era “una doctrina que se hace derivar de un principio
falso, de la igualdad de todos los hombres en punto a intervenir en la gobernación del

15. DSC, 22 de enero de 1856, p.10.030. Referencia en Rafael Zurita, Mª Antonia Peña y María Sierra,
“Los artífices de la legislación electoral…”, p. 654.
16. Ibídem, p. 655.
17. Ibídem, p. 654.
18. DSC, 28 de junio de 1860, Ap. 1º al nº 26, pp. 643-651. Referencia en Ibídem, p. 659.
19. DSC, 22 de enero de 1856, p. 10.066 y 31 de enero de 1856. Referencia en Rafael Zurita, Mª Antonia
Peña y María Sierra, “Los artífices de la legislación electoral…”, p. 663.
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país; Dios no ha querido esta igualdad; para gobernar o influir en la gobernación del
Estado nacen muy pocos; para ser gobernados nacen casi todos”.20
La concepción elitista del principio de representación también se manifestó en la
idea de la injerencia moral del Gobierno sobre las elecciones, entendiendo que el poder
ejecutivo, “concebido como una especie de poder civilizador, garante de un interés
verdaderamente global frente a los intereses fragmentarios que habría detrás de los
partidos o de las demandas locales”, debía ejercer un imprescindible control social
y político del régimen representativo. Dentro de las diferencias de matices, la mayor
parte de las fuerzas políticas con representación parlamentaria “coincidieron en la con-
sideración de que las elecciones no consistían en ningún caso en la libre concurrencia
y competencia política –una percepción totalmente extraña en una cultura política eli-
tista y dirigista– sino que eran un «negocio» que debía ser tratado –«influido»– por
aquellos que podían conducirlo en beneficio de algún proyecto común”.21
En este sentido, el moderado Claros, en su intervención parlamentaria de 1864, con-
sideraba legitima la “influencia moral del gobierno” con una paradoja que afirmaba que
“las elecciones debían ser libres, pero la libertad no es la espontaneidad”.22 Otro mode-
rado, Rodríguez Vaamonde, afirmaba que “el elector ni conoce el uso y la importancia
de su derecho, ni tiene voluntad propia, ni es más que el instrumento del poderoso o
del intrigante”, justificando así que el voto se orientase desde arriba.23 Y para Nocedal,
la no injerencia gubernativa hubiera supuesto “entregar la sociedad a la anarquía”.24
Por su parte, los progresistas, aunque desarrollaron un discurso doblemente críti-
co contra la injerencia del gobierno central y contra los poderes locales, compartieron
en la práctica la concepción intervencionista –de una u otra manera– del sufragio.
Durante el Sexenio Democrático, la mayoría parlamentaria –formada por la
unión de muy diversas tendencias, desde la monárquica esencialista de los unionis-
tas y progresistas, hasta la demócrata republicana accidentalista, que habían firmado
en noviembre de 1868 el llamado “manifiesto de conciliación”, en virtud del cual se
estableció una transacción entre los demócratas y los monárquicos: aquellos acep-
taban la Monarquía a cambio de que estos aceptaran los derechos individuales25–
estableció, con la Constitución de 1869, una Monarquía democrática, que proclama
la soberanía de la nación, reconoce unos derechos individuales amplios y regula los
poderes del Estado conforme al principio democrático.
El establecimiento de una Monarquía democrática se hizo frente a los republi-
canos, que entendían que el principio hereditario monárquico era incompatible con
la democracia por cuanto esta exige que todos los poderes sean electivos. Y frente a

20. DSC, 4-7-1865, p. 3.019. Referencia en Ibídem, p. 665.


21. Ibídem, pp. 657 y 669.
22. Ibídem, p. 647.
23. DSC. 6 de febrero de 1846, p. 578. Citado en Ibídem, p. 647.
24. DSC, 25-5-1857, p. 169. Citado en Rafael Zurita, Mª Antonia Peña y María Sierra, “Los artífices de
la legislación electoral…”, p. 647.
25. Manifiesto citado en la sesión del 14 de abril diario de sesiones, p. 1011. Citado en Antonio Mª Ca-
lero Amor, “Los precursores de la monarquía democrática”, en José Luis García Delgado (coord.) y Manuel
Tuñón de Lara (Dir.), La España de la Restauración: política, economía, legislación y cultura: I Coloquio de
Segovia sobre Historia Contemporánea de España, Siglo XXI, 1985, p. 25.
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los defensores de la monarquía doctrinaria o, más bien, el defensor, Cánovas, quien


entendía que la debilidad de la Monarquía establecida por la Constitución suponía la
configuración de un Estado también débil y que, además, con el sufragio universal,
se abría la puerta al socialismo y la anarquía “porque la propiedad es el fundamento
de toda sociedad libre y de toda sociedad civilizada”26 y dar el voto a quien no la
tiene sería dárselo a “quien no le conoce, ni le comprende, ni puede comprenderlo,
ni conocerlo”.27 En contestación a las acusaciones republicanas, la mayoría parla-
mentaria defendía que la potestad de hacer las leyes, la más clara expresión de la
soberanía reside en las Cortes, elegidas por sufragio universal.28
La Constitución restauracionista de 1876, volvió a ser claramente no-democráti-
ca, al fundamentar la soberanía compartida por las Cortes y el rey, negando, implí-
citamente, la soberanía nacional. De esta forma, tras un breve paréntesis de sufragio
universal masculino, se retomaba la tradición isabelina del sufragio censitario con la
ley electoral de 1878, que tuvo como referente la isabelina de 1865. Esta reducción
del censo electoral con respecto a 1868 por la imposición de la restricción censitaria
fue justificada porque el sufragio universal masculino vino por una revolución y no
como resultado de una progresiva emancipación del pueblo.29
En 1890, durante el llamado Parlamento Largo de Sagasta se estableció el su-
fragio universal masculino, así desde el punto de vista legal y teórico España era
una monarquía democrática. El debate parlamentario sobre dicha ley giró en torno a
dos temas: si el sufragio universal era beneficioso o perjudicial para la monarquía y
cuál era el alcance jurídico-político de la ley, es decir, en qué medida afectaba a los
poderes del Estado y, en particular, a los de la Corona.
La argumentación del Gobierno se centró en insistir que el sufragio universal no
supondría perjuicio alguno para el sistema monárquico, sino al contrario su fortaleci-
miento. En este sentido Canalejas, ministro de Gracia y Justicia, lo argumentaba así:
Nosotros creemos que la Monarquía española está tan asociada a la conciencia pública
que cuanto mayor sea el número de ciudadanos que intervengan en la dirección de los
negocios públicos, cuanto más grandes sean las fuerzas que dirijan la política española,
más arraigo, más firmeza, más prestigio, si pudiera caber más en institución que lo tiene
tanto, alcanzará la Monarquía.30
La oposición conservadora insistía, por el contrario, en que el sufragio universal
era un ataque directo contra la monarquía y contra el sistema en general. Lorenzo
Rodríguez afirmaba, en este sentido, que “las instituciones democráticas son incom-
patibles con la Monarquía; la Republica es el corolario del sufragio universal”.31

26. Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, 20 de mayo de 1869, p. 2138. Citado en Ibídem,
p. 30.
27. Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, 8 de abril de 1869. Nuevamente vemos el discurso
de las “capacidades”.
28. Antonio Mª Calero Amor, “Los precursores de la monarquía democrática”, pp. 24-32.
29. Rafael Zurita, “La representación política en la formación del Estado español (1837-1890), p. 166.
30. DSC, 14 de noviembre de 1889, p. 1255. Citado por Antonio Mª Calero Amor, “Los precursores de
la monarquía democrática”, p. 34.
31. DSC, 14 de noviembre de 1889, p. 1248. Citado por Antonio Mª Calero Amor, “Los precursores de
la monarquía democrática”, p. 36.
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Sin embargo, el debate no trató el tema como si de un problema teórico se tratara,


lo que estaba en cuestión era la naturaleza jurídico política que se atribuyera al su-
fragio y las consecuencias prácticas que se devinieran de tal concepción. Porque no
era lo mismo considerar el sufragio como un derecho natural que como una función.
Ni tampoco deducir que su implantación equivalía a proclamar la soberanía popular
que la soberanía nacional, entendiendo esta bien al modo individualista, progresista,
o a la manera orgánica, conservadora. Del sentido que se le diera podrían obtenerse
unas consecuencias concretas, en cuanto a la organización de los poderes del Estado
y, particularmente al alcance de la prerrogativa regia. Esta fue la clave de los debates
parlamentarios, que respondían mucho más a motivos de táctica parlamentaria que a
convencimientos doctrinales: si el sufragio universal equivalía o no a la afirmación
de la soberanía popular, y por tanto se disminuiría o se anularía la soberanía del
Monarca, alterándose en consecuencia la organización de los poderes del Estado.
Los republicanos accidentalistas tenían clara su posición: todo régimen parlamenta-
rio se basa en la soberanía nacional, manifestada a través del sufragio entendido como
derecho universal, que es perfectamente compatible con la Monarquía, siempre que,
entre otras condiciones generales, la Corona actuara como simple poder moderador.
Los partidos del turno, por el contrario, no podían admitir esta interpretación del
sufragio universal. Para ellos, el sufragio no podía ser nunca un derecho universal,
sino una función, la de designar los miembros de uno de los cuerpos colegisladores.
Por tanto, veían en el sufragio universal tan solo la extensión del número de elec-
tores, algo que no podía alterar la doctrina de la soberanía ni la organización de los
poderes del Estado, y particularmente, los poderes de la Corona. Cánovas argumenta
esta posición afirmando que “delante de un sufragio universal de esta naturaleza
–sinónimo de soberanía nacional en constante y permanente ejercicio– tengo que
declarar que jamás lo reconoceré, y que siempre lo consideraré ilegitimo en derecho
constituido y en derecho constituyente”, pero afirma que lo respetará “en el sentido
de que no se trata sino de una simple ampliación del voto, que no separa ni poco ni
mucho la soberanía nacional de donde está, ni añade absolutamente nada a la potes-
tad y facultades de esta Cámara”.32
Los liberales, gobierno y miembros de la Comisión, aun con ciertas diferencias
de criterio y no pocas imprecisiones conceptuales, compartieron con los conser-
vadores esta argumentación –bien por convicción doctrinal, bien por conveniencia
política: que los conservadores aceptasen la ley–. Ya el preámbulo del proyecto de
ley se pronunciaba en este sentido: “La reforma no altera el equilibrio ni el sistema
constitucional…”. El propio Sagasta insistía una y otra vez en que el sufragio uni-
versal no afectaba ni a la soberanía ni a la organización de los poderes del Estado, y
defendía la interpretación del sufragio como función y de la ley como simple aplica-
ción del derecho a ejercitarla:
Me asustaba el sufragio universal en el concepto de que era el ejercicio inmanente, per-
manente y constante de la soberanía nacional, y yo entiendo que en un país constituido la

32. DSC, 15 de julio de 1889, p. 782. Citado en Antonio Mª Calero Amor, “Los precursores de la mo-
narquía democrática”, p. 40.
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soberanía reside en las Cortes con el Rey, y por eso sostengo que en un país constituido el
sufragio no puede ser más que la ampliación del derecho electoral … de manera que las
Cortes que vengan mañana con el sufragio universal no tendrán ni más ni menos faculta-
des que tienen estas, y no podrán anular al Poder moderador, porque este es consustancial
con la nación en su representación en Cortes, y por consiguiente, comparte con la repre-
sentación nacional y con el pueblo la soberanía de la Nación.33
Subyacía a este debate la desconfianza –e incluso el desprecio– de los partidos
dinásticos por la ciudadanía. Unos y otros pensaban que en España no existía una
ciudadanía capaz de constituir un verdadero cuerpo electoral, por lo que estaba legi-
timada la injerencia gubernamental, tanto a través de la intervención continua de la
Corona, aunque fuera indirectamente, mediante el libre nombramiento de los gobier-
nos, aun por encima de las Cortes y de los resultados electorales –esta era la clave del
debate sobre qué tipo de soberanía implicaba el sufragio universal– como a través
de la manipulación electoral. Cánovas lo plasmaba así: “la monarquía entre nosotros
tiene que ser una fuerza real y efectiva, decisiva, moderadora y directora, porque no
hay otra en el país”34, mostrando su absoluta falta de fe en el cuerpo electoral.
Los liberales, por tanto no promovieron la ley del sufragio universal masculino
por una verdadera convicción democrática, en la creencia de que la democracia es
una necesidad lógica del sistema representativo liberal. Lo que el Gobierno liberal
de Sagasta buscaba era integrar en la Monarquía a los republicanos accidentalistas
y evitar la escisión de los demócratas de su propio partido; pero manteniendo a la
Corona, a la vez como símbolo y garantía de la conservación del orden establecido.
Por tanto, la asunción del sufragio universal masculino no implicó un cambio en
la concepción elitista de la política y del sufragio. Por ello, contrariamente a lo que
cabría esperar, el sufragio universal masculino, aunque desde el punto de vista sim-
bólico tuvo una importancia fundamental, en la práctica política concreta no alteró
el sistema de la Restauración, como sin duda los promotores de la ley ya sabían. En
este sentido, Margarita Caballero explica que “en 1890, con el turno bien asentado
en un sistema representativo cuyas claves y mecanismos se sabía cómo controlar, la
medida no parecía entrañar grandes peligros y, por el contrario, servía, entre otras
cosas, para dar una mayor legitimidad a la Monarquía frente al republicanismo.”
Por tanto, incluso con el sufragio universal masculino establecido “pervivirá en la
práctica la «lógica» del censitario”.35
Hemos visto cual era la concepción que tenía la élite de la representación y del
sufragio a lo largo del siglo XIX; ahora cabe preguntarse que significaban estos con-
ceptos no para los elegibles, sino para los electores. Las elecciones fueron vistas por
la mayoría del electorado, fuera durante el periodo isabelino, durante el Sexenio o
durante la Restauración, como un asunto eminentemente local y personal, dirigiendo
el voto más hacía las personas que hacia los partidos. Tengamos en cuenta que la
España decimonónica era un mundo eminentemente localista, en el que las comuni-

33. DSC, 15 de julio de 1889, pp. 769 y 776. Citado en Ibídem, p. 39


34. DSC, 15 de julio de 1889, p. 766. Citado en Ibídem, pp. 41-42.
35. Margarita Caballero Domínguez, “El derecho de representación: sufragio y leyes electorales”, pp.
53 y 46.
146 Elisa Galán Felipe

caciones y la mentalidad acotaban los espacios vitales de la población. Para el elec-


torado, las elecciones no eran una cuestión partidista ni ideológica, sino mucho más
concreta, práctica y cercana: “Por voluntad e interés de los electores y adecuación
de los candidatos, la cuestión electoral devenía en cada distrito en la búsqueda de
un representante «idóneo» capaz de lograr para el distrito beneficios tan disputados
como limitados”36. Por tanto, aunque ya desde la Constitución de 1812, se había
proclamado que los diputados representan a la Nación y no a sus electores o a sus
circunscripciones, en la práctica electoral, la realidad era totalmente distinta.37
A lo largo del presente trabajo ha quedado más que clara la concepción elitista
que los políticos liberales, de uno u otro signo, en una u otra etapa del siglo XIX es-
pañol, tenían de la política y concretamente de la representación. Tal concepción no
debe sorprendernos si tenemos en cuenta que la propia legislación exigía del elegible
un alto nivel de renta, mayor que el del elector en las primeras leyes, igual después,
y que incluso cuando estas exigencias desaparecieron, las practicas concretas de la
política implicaban que solo aquellos que dispusieran de un nivel de renta apropiado
fueran elegidos.38
Sin embargo, sorprende que la injerencia gubernamental sobre las elecciones fue-
ra ejercida y argumentada de forma similar durante todo el siglo. Ya fuera dentro del
marco del sufragio censitario o del universal masculino, el elector era para el político
liberal un individuo sin los conocimientos, el interés o la independencia necesaria
para decidir la suerte de la política nacional (véase la cita 23). Había, por tanto,
no solo un temor a la “plebe”, sino una minusvaloración general del elector, fuera
propietario o no. Los políticos liberales se consideraban a sí mismos los dirigentes
naturales de la sociedad llamados a representar los intereses nacionales, incluso a
pesar de la propia elección nacional manifestada en las urnas. Para ellos, el sufragio
no era más que un ritual que caracterizaba a la ciudadanía, sin mayor contenido que
el simbólico.
Por su parte, el electorado tenía una idea del voto radicalmente opuesta. Para
ellos, el sufragio no era una cuestión abstracta sino práctica, no era teórica sino con-
creta y tampoco era nacional, sino local. Para la mayoría de los electores, el sufragio
podía ser la forma de obtener beneficios de un Estado por lo demás lejano y que
pedía más que lo que daba. Unos beneficios que eran además escasos y por los que
los distintos distritos entraban en competencia, por lo que la elección del diputado
idóneo era fundamental. Por tanto, y a pesar de que la élite política no concebía la
existencia de una verdadera representatividad, en la práctica, la competencia política
acercaba los diputados a los intereses concretos y locales de la población.

36. Carmelo Romero y Margarita Caballero, Oligarquía y caciquismo durante el reinado de Isabel II, p.
22 y Carmelo Romero “La suplantación campesina de la ortodoxia electoral”, en Ignacio Peiro y Pedro Ruju-
la (coords.) La historia local en la España contemporánea: estudios y reflexiones desde Aragón, 1999, p. 91.
37. Margarita Caballero Domínguez, “El derecho de representación: sufragio y leyes electorales”, p. 61
38. El hecho de que la política no fuera remunerada era una de las causas.
La concepción del sufragio durante el siglo XIX 147

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Diario de Sesiones del Congreso (DSC).

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