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1. Rafael Zurita, “La representación política en la formación del Estado español (1837-1890), en Salva-
dor Calatayud Giner, Estado y periferias en la España del siglo XIX. Nuevos enfoques, Universitat, Valencia,
2009, p. 161.
138 Elisa Galán Felipe
2. Rafael Zurita, M.ª Antonia Peña y María Sierra, “Los artífices de la legislación electoral: una apro-
ximación a la teoría del gobierno representativo en España (1845-1870), Hispania, vol. 66, Nº 223, p. 668.
3. Citado por Rafael Zurita, “La representación política…”, p. 162.
4. Carmen Frías Corredor y Carmelo García Encabo, “Sufragio universal masculino y politización cam-
pesina en la España de la Restauración (1875-1923)”, Historia agraria, Nº 38, 2006, p. 28-29.
5. Precisamente por ser una cuestión más práctica que teórica para los políticos españoles estos no gene-
raron una ensayística al respecto.
La concepción del sufragio durante el siglo XIX 139
6. Citado por Margarita Caballero Domínguez, “El derecho de representación: sufragio y leyes electora-
les”, Ayer, Nº 34, 1999, p. 48.
7. Carmelo Romero y Margarita Caballero, “Oligarquía y caciquismo durante el reinado de Isabel II”,
Hispania agraria, Nº 38, 2006, p. 11 y Margarita Caballero, “El derecho de representación: sufragio y leyes
electorales, p. 47.
8. Citado por Ibídem, p. 10.
9. Las dos citas en Benjamín Constant, Curso de política constitucional, Taurus, Madrid, 1968 pp. 49-51.
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sociedad”.10 Se iniciará así una larga trayectoria del sufragio censitario durante la ma-
yor parte del siglo XIX, que aunque variando en la práctica, no alteró dicho principio.
Durante el periodo isabelino no se cuestionó el sufragio censitario.11 El debate
estaba, por tanto, en cómo de restrictivo debía ser el criterio del mínimo de renta en
la selección de los electores. Este criterio fluctuó entre posiciones muy restrictivas
mientras dominó el liberalismo moderado, y más abiertas cuando eran los liberales
progresistas los que legislaban.
El moderantismo abogó por un control estricto sobre la incorporación de nuevos
electores al censo. Tal es así que la ampliación del sufragio buscada por los progresis-
tas era confundida con la perturbadora opción demócrata. En este sentido, las muy di-
versas formas de justificar la propiedad para acceder al sufragio que establecía la ley
electoral progresista de 1837 fueron cuestionadas por diputados y prensa de la opo-
sición moderada, argumentando que personas de tan escasa propiedad o riqueza no
eran independientes y por tanto eran “fáciles de corromper”, puesto que en el campo
estaban sometidos a la presión de los ricos, y en la ciudad, por su condición de funcio-
narios muchos de ellos, quedaban a expensas de los dictados de la Administración.12
En el preámbulo a la ley electoral moderada de 1846 quedaba clara la opinión
moderada respecto al sufragio:
Los demasiados electores solo sirven para que abunden aquellos que sin opinión propia, sin
conocimientos de los negocios públicos, sin intereses que defender, obedecen ciegos a unos
cuantos que los manejan a su antojo (...) Por esta razón, el proyecto, fijándose principal-
mente en la contribución, señala cuota que ni reducirán los electores a un número demasia-
do escaso, ni los multiplicarán tanto que subsistan los vicios que en esta parte se achacan a
la ley vigente; admitiendo también algunas capacidades, no desconoce la influencia legíti-
ma que deben ejercer en tan importante asunto personas dignas de toda consideración por
su posición social o sus talentos, y que ya la tienen muy grande en el Estado.13
El progresismo, por su parte, osciló, desde sus teóricos orígenes doceañistas has-
ta su desaparición como tal partido durante el sexenio revolucionario, entre la demo-
cracia y la restricción censitaria del voto. Su redefinición como partido de orden y de
gobierno en la década de 1830 le llevó a un proceso de reordenación ideológica que
conllevó, entre otras cuestiones, la aceptación del sufragio censitario, como pone de
manifiesto que en las Cortes constituyentes de 1836 de mayoría progresista y elegi-
das con arreglo a la “democrática” Constitución de 1812 se estableció como signo
de capacidad electoral la propiedad.14 En sentido contrario, la creciente exclusión
política de la última etapa isabelina le llevó a retomar la concepción democrática en
un giro cuando menos forzado.
10. Estatuto Real para la convocatoria de las Cortes Generales del Reino, Madrid, 1834. Citado por
Carmelo Romero y Margarita Caballero, “Oligarquía y caciquismo durante el reinado de Isabel II”, p. 11.
11. Con excepción de la tercera de las elecciones de 1836 en la que se repuso el sufragio universal es-
tablecido por la Constitución de 1812, el resto de las 22 elecciones, que se sucedieron durante el reinado de
Isabel II, se hicieron conforme a una ley electoral que establecía el sufragio censitario.
12. Carmelo Romero y Margarita Caballero, “Oligarquía y caciquismo durante el reinado de Isabel II”,
p. 16 y Rafael Zurita, “La representación política en la formación del Estado español (1837-1890), p. 163.
13. Preámbulo al proyecto de ley electoral, DSC, 16 de marzo de 1845. Citado por Rafael Zurita, “La
representación política en la formación del Estado español (1837-1890), p. 164
14. Margarita Caballero, “El derecho de representación: sufragio y leyes electorales, pp. 47-49.
La concepción del sufragio durante el siglo XIX 141
La ley electoral de 1856 fue la formulación del modelo electoral progresista ar-
ticulado en torno a la idea de la ampliación ordenada, gradual y dirigida del derecho
al voto, en consonancia con el carácter reformista del progresismo. En palabras de un
diputado, López Grado, en nombre de la comisión encargada de redactar las Bases
del Proyecto de Ley electoral de 1856 se debía ir “tendiendo siempre (…) a reducir
la cuota según los progresos y adelantos de la sociedad” porque “deseamos ir poco
a poco caminando al punto de parada: el sufragio para todos cuando el tiempo, las
luces y las circunstancias políticas lo reclamen”.15 Para el progresismo, el sufragio
era una forma de encauzar de forma ordenada e institucionalizada la movilización
política de la sociedad, que para ellos, a diferencia de lo que entendían los mode-
rados, no era esencialmente negativa.16 La apelación al sufragio universal para los
progresistas tiene mucho de recurso discursivo “posiblemente los progresistas espa-
ñoles abanderaron su defensa porque […] estaban convencidos de que no iba a ser
efectivamente implantado”.17
La Unión Liberal defendía también un sufragio censitario, aunque entendiendo
que el cuerpo electoral debía ampliarse progresivamente, más por el incremento de
la riqueza de la sociedad que por la reducción de la cuota exigida por la ley. Posada
presentó en 1860 un proyecto de ley electoral en cuyo preámbulo señalaba que el
disfrute de renta o pago de contribución actuaba como criterio de “capacidad polí-
tica”, entendiendo que aumentar la cuota no era pertinente “cuando el espíritu de la
época nos empuja hacia otro lado” pero reducirla tampoco ya que “nos acercaría al
sufragio universal, incompatible con nuestras instituciones”.18
Los demócratas, apelando al mito de la Constitución de Cádiz, eran los únicos que
concebían el sufragio universal como un derecho inherente al hombre. Para ellos, la
concesión del voto a los pobres, tendría, además, efectos positivos, pues los represen-
tantes, por interés o por filantropía, legislarían en su favor, estableciendo así una rela-
ción directa entre situación económica y representación política. Y, frente a la crítica
de que las personas sin recursos serían fácilmente manipulables, Orense esgrimía que
“de todas maneras, ese amo que quiere el voto del pastor para él o para sus amigos,
tendrá que quitarse el sombrero para pedirle ese favor, cuando de otro modo no tiene
que contar con él para nada”. Pero incluso los demócratas entendían que la democra-
cia no era algo que se conquistaba en “un momento de efervescencia popular”, sino
que era fruto de “instituciones dadas y concebidas quieta y pacíficamente”.19
Los más drásticos criticando el sufragio universal era los tradicionalistas o neo-
católicos. Por ejemplo, Aparisi, que situaba la religión católica en el centro de sus
argumentaciones, entendía que era “una doctrina que se hace derivar de un principio
falso, de la igualdad de todos los hombres en punto a intervenir en la gobernación del
15. DSC, 22 de enero de 1856, p.10.030. Referencia en Rafael Zurita, Mª Antonia Peña y María Sierra,
“Los artífices de la legislación electoral…”, p. 654.
16. Ibídem, p. 655.
17. Ibídem, p. 654.
18. DSC, 28 de junio de 1860, Ap. 1º al nº 26, pp. 643-651. Referencia en Ibídem, p. 659.
19. DSC, 22 de enero de 1856, p. 10.066 y 31 de enero de 1856. Referencia en Rafael Zurita, Mª Antonia
Peña y María Sierra, “Los artífices de la legislación electoral…”, p. 663.
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país; Dios no ha querido esta igualdad; para gobernar o influir en la gobernación del
Estado nacen muy pocos; para ser gobernados nacen casi todos”.20
La concepción elitista del principio de representación también se manifestó en la
idea de la injerencia moral del Gobierno sobre las elecciones, entendiendo que el poder
ejecutivo, “concebido como una especie de poder civilizador, garante de un interés
verdaderamente global frente a los intereses fragmentarios que habría detrás de los
partidos o de las demandas locales”, debía ejercer un imprescindible control social
y político del régimen representativo. Dentro de las diferencias de matices, la mayor
parte de las fuerzas políticas con representación parlamentaria “coincidieron en la con-
sideración de que las elecciones no consistían en ningún caso en la libre concurrencia
y competencia política –una percepción totalmente extraña en una cultura política eli-
tista y dirigista– sino que eran un «negocio» que debía ser tratado –«influido»– por
aquellos que podían conducirlo en beneficio de algún proyecto común”.21
En este sentido, el moderado Claros, en su intervención parlamentaria de 1864, con-
sideraba legitima la “influencia moral del gobierno” con una paradoja que afirmaba que
“las elecciones debían ser libres, pero la libertad no es la espontaneidad”.22 Otro mode-
rado, Rodríguez Vaamonde, afirmaba que “el elector ni conoce el uso y la importancia
de su derecho, ni tiene voluntad propia, ni es más que el instrumento del poderoso o
del intrigante”, justificando así que el voto se orientase desde arriba.23 Y para Nocedal,
la no injerencia gubernativa hubiera supuesto “entregar la sociedad a la anarquía”.24
Por su parte, los progresistas, aunque desarrollaron un discurso doblemente críti-
co contra la injerencia del gobierno central y contra los poderes locales, compartieron
en la práctica la concepción intervencionista –de una u otra manera– del sufragio.
Durante el Sexenio Democrático, la mayoría parlamentaria –formada por la
unión de muy diversas tendencias, desde la monárquica esencialista de los unionis-
tas y progresistas, hasta la demócrata republicana accidentalista, que habían firmado
en noviembre de 1868 el llamado “manifiesto de conciliación”, en virtud del cual se
estableció una transacción entre los demócratas y los monárquicos: aquellos acep-
taban la Monarquía a cambio de que estos aceptaran los derechos individuales25–
estableció, con la Constitución de 1869, una Monarquía democrática, que proclama
la soberanía de la nación, reconoce unos derechos individuales amplios y regula los
poderes del Estado conforme al principio democrático.
El establecimiento de una Monarquía democrática se hizo frente a los republi-
canos, que entendían que el principio hereditario monárquico era incompatible con
la democracia por cuanto esta exige que todos los poderes sean electivos. Y frente a
26. Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, 20 de mayo de 1869, p. 2138. Citado en Ibídem,
p. 30.
27. Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, 8 de abril de 1869. Nuevamente vemos el discurso
de las “capacidades”.
28. Antonio Mª Calero Amor, “Los precursores de la monarquía democrática”, pp. 24-32.
29. Rafael Zurita, “La representación política en la formación del Estado español (1837-1890), p. 166.
30. DSC, 14 de noviembre de 1889, p. 1255. Citado por Antonio Mª Calero Amor, “Los precursores de
la monarquía democrática”, p. 34.
31. DSC, 14 de noviembre de 1889, p. 1248. Citado por Antonio Mª Calero Amor, “Los precursores de
la monarquía democrática”, p. 36.
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32. DSC, 15 de julio de 1889, p. 782. Citado en Antonio Mª Calero Amor, “Los precursores de la mo-
narquía democrática”, p. 40.
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soberanía reside en las Cortes con el Rey, y por eso sostengo que en un país constituido el
sufragio no puede ser más que la ampliación del derecho electoral … de manera que las
Cortes que vengan mañana con el sufragio universal no tendrán ni más ni menos faculta-
des que tienen estas, y no podrán anular al Poder moderador, porque este es consustancial
con la nación en su representación en Cortes, y por consiguiente, comparte con la repre-
sentación nacional y con el pueblo la soberanía de la Nación.33
Subyacía a este debate la desconfianza –e incluso el desprecio– de los partidos
dinásticos por la ciudadanía. Unos y otros pensaban que en España no existía una
ciudadanía capaz de constituir un verdadero cuerpo electoral, por lo que estaba legi-
timada la injerencia gubernamental, tanto a través de la intervención continua de la
Corona, aunque fuera indirectamente, mediante el libre nombramiento de los gobier-
nos, aun por encima de las Cortes y de los resultados electorales –esta era la clave del
debate sobre qué tipo de soberanía implicaba el sufragio universal– como a través
de la manipulación electoral. Cánovas lo plasmaba así: “la monarquía entre nosotros
tiene que ser una fuerza real y efectiva, decisiva, moderadora y directora, porque no
hay otra en el país”34, mostrando su absoluta falta de fe en el cuerpo electoral.
Los liberales, por tanto no promovieron la ley del sufragio universal masculino
por una verdadera convicción democrática, en la creencia de que la democracia es
una necesidad lógica del sistema representativo liberal. Lo que el Gobierno liberal
de Sagasta buscaba era integrar en la Monarquía a los republicanos accidentalistas
y evitar la escisión de los demócratas de su propio partido; pero manteniendo a la
Corona, a la vez como símbolo y garantía de la conservación del orden establecido.
Por tanto, la asunción del sufragio universal masculino no implicó un cambio en
la concepción elitista de la política y del sufragio. Por ello, contrariamente a lo que
cabría esperar, el sufragio universal masculino, aunque desde el punto de vista sim-
bólico tuvo una importancia fundamental, en la práctica política concreta no alteró
el sistema de la Restauración, como sin duda los promotores de la ley ya sabían. En
este sentido, Margarita Caballero explica que “en 1890, con el turno bien asentado
en un sistema representativo cuyas claves y mecanismos se sabía cómo controlar, la
medida no parecía entrañar grandes peligros y, por el contrario, servía, entre otras
cosas, para dar una mayor legitimidad a la Monarquía frente al republicanismo.”
Por tanto, incluso con el sufragio universal masculino establecido “pervivirá en la
práctica la «lógica» del censitario”.35
Hemos visto cual era la concepción que tenía la élite de la representación y del
sufragio a lo largo del siglo XIX; ahora cabe preguntarse que significaban estos con-
ceptos no para los elegibles, sino para los electores. Las elecciones fueron vistas por
la mayoría del electorado, fuera durante el periodo isabelino, durante el Sexenio o
durante la Restauración, como un asunto eminentemente local y personal, dirigiendo
el voto más hacía las personas que hacia los partidos. Tengamos en cuenta que la
España decimonónica era un mundo eminentemente localista, en el que las comuni-
36. Carmelo Romero y Margarita Caballero, Oligarquía y caciquismo durante el reinado de Isabel II, p.
22 y Carmelo Romero “La suplantación campesina de la ortodoxia electoral”, en Ignacio Peiro y Pedro Ruju-
la (coords.) La historia local en la España contemporánea: estudios y reflexiones desde Aragón, 1999, p. 91.
37. Margarita Caballero Domínguez, “El derecho de representación: sufragio y leyes electorales”, p. 61
38. El hecho de que la política no fuera remunerada era una de las causas.
La concepción del sufragio durante el siglo XIX 147
BIBLIOGRAFÍA
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CONTANT, Benjamín, Curso de política constitucional, Taurus, Madrid, 1968.
FRÍAS CORREDOR, Carmen Frías Corredor y GARCÍA ENCABO, Carmelo, “Sufragio
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ROMERO, Carmelo “La suplantación campesina de la ortodoxia electoral” en PEIRO,
Ignacio y RÚJULA, Pedro (coords.) La historia local en la España contemporánea: estudios
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reinado de Isabel II”, Hispania agraria, Nº 38, 2006, pp. 7-26.
ZURITA, Rafael, “La representación política en la formación del Estado español (1837-
1890)” en CALATAYUD GINER, Salvador, Estado y periferias en la España del siglo XIX.
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Hispania, vol. 66, Nº 223, pp. 633-670.
Diario de Sesiones del Congreso (DSC).