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En este ensayo Richard Sennett estudia el cuerpo


humano y su relación con el espacio desde las
sociedades antiguas occidentales hasta nuestros días.
Sennett parte dos premisas generales:
a) El cuerpo forma parte del espacio. Hay una
correspondencia entre el cuerpo y los espacios
urbanos. Las ciudades se construyen en relación a el
modo en que las personas perciben los cuerpos.
B) En esta forma de percibir los cuerpos por parte de
las personas hay una forma de poder. El poder
construye las ciudades a partir de la idea que tiene del
cuerpo. El poder se ejerce sobre los cuerpos,
convenciéndolos y dominándolos. La política del
cuerpo ejerce el poder sobre él mismo y crea a su
imagen los espacios urbanos.
   La Atenas democrática tenía un alto concepto del
cuerpo y la palabra. Esta última nos permitía cambiar
de opinión, ser flexibles, sensibles y nos permitía
interactuar y dominar a los demás sin utilizar la fuerza.
Los griegos pensaban que los cuerpos de los hombres
libres eran calientes y que los de los esclavos y las
mujeres no podían sentir pasión porque eran fríos.
Esta concepción del cuerpo y la palabra se proyectaba
sobre el ágora y el teatro, que eran espacios donde el
cuerpo y la palabra podían manifestarse libremente.
Las palabras y los cuerpos acalorados de los oradores
se mostraban en todo su esplendor aquí.
   Los romanos de la época imperial, por influjo
oriental, prefirieron la seguridad y el placer antes que
la palabra inflamada. Así, construyeron impresionantes
edificios geométricos de piedras perfectamente
ordenadas que invitaban antes a mirar y obedecer. La
duda del debate griego en el ágora se sustituye por la
obediencia. El anhelo de seguridad se proyectó sobre
impresionantes edificios que combinaban el deseo de
mirar y creer con la sumisión y la obediencia.
   Los primeros cristianos abandonaron la ciudad y se
compadecieron del dolor de sus semejantes. En esto
imitaban a los judíos, perpetuos peregrinos en el
tiempo. El cristiano primitivo renuncia al cuerpo, lo
desprecia y lo maltrata, lo que le lleva al desarraigo
espacial. Sin embargo, cuando la Iglesia se convirtió
en una institución poderosa, necesitó un espacio en la
ciudad. Utilizó la basílica romana con suntuosos tronos
y obispos. El cristianismo institucionalizado seguía
renegando del cuerpo, negándolo, renunciando a la
carne. Rompía así con la tradición pagana, pero sólo
en parte, porque no pudo renunciar al lugar.
   Paralelamente a esta concepción cristiana de la
negación del cuerpo, la ciudad medieval reivindicaba el
trabajo, el comercio y la libertad política. Esta
convivencia entre una iglesia negadora de la carne y
una incipiente actividad comercial llevó a la
contradicción entre economía y religión que aún hoy
en día arrastramos. Por un lado, la economía se basa
en el individuo, en la voluntad de enriquecerse
individualmente, y para ello reivindica la libertad y la
necesidad de no ligarse a nadie. Por otro lado, la
religión nos orienta hacia vivir en una
sociedad/comunidad solidaria, lo que implica crear
lazos estables entre las personas. 
   A lo largo de la historia hubo intentos por solucionar
este conflicto entre economía y religión. En algunos
casos la represión y la exclusión fueron los medios.
Así por ejemplo, en Venecia durante el renacimiento
los cristianos crearon guetos en los que  recluían a los
judíos porque no se amoldaba a la imagen de persona
cristiana. Aquellos cuerpos que se consideraban
extraños se reprimían. Pero esta forma de solución no
se impuso. Se impuso un capitalismo individualista que
nos lleva a sentir indiferencia hacia los demás.
Ignoramos aquellos que son diferentes a nosotros
(como sería el caso de los judíos venecianos durante
el renacimiento), pero también ignoramos a nuestros
semejantes.
   Descubrir que la sangre no estaba estática en el
cuerpo sino que corría y circulaba fue determinante en
el diseño de las nuevas sociales capitalistas. Se
empezó a concebir la ciudad como un mercado libre
en el que las personas y los productos debían circular
rápido y libremente por el espacio. Así, las ciudades se
construyeron pensando en el tráfico y el
desplazamiento rápido. Las calles se conciben como
cuerpos con arterias, venas y pulmones que permiten
que la gente se desplace con facilidad. Esto nos llevó
a que apenas si percibamos sensorial mente lo que
nos rodea. Las calles se llenan de espacios neutrales
como autopistas o el metro, que cruzamos aislados
dentro de máquinas sin importarnos cómo es el
espacio que estamos cruzando a gran velocidad.
   Durante la Ilustración, la Revolución Francesa y a
partir de la Revolución Industrial se acentúa esta
concepción de la ciudad como un cuerpo sano en el
que todo fluye rápido y libremente. Se construyen
espacios amplios que calman al cuerpo y lo convierten
en un observador colectivo, conforme e indiferente a lo
que le rodea. Así se construyó el Londres del siglo
XIX, donde se utilizaba el tráfico para separar a las
personas en el espacio e impedir toda reunión de los
cuerpos. Y lo mismo sucedió con París, donde se
fomentaba el movimiento de los individuos para evitar
el de las masas.
   Y así llegamos a nuestras ciudades modernas que
tienen algo de todas estas ciudades históricas y de su
concepción de los cuerpos.

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