Niñez pueblerina .Con hombres a caballos, troperos de fuerte olor a sol y a polvo salado. Y de carretones
con techos de cuero tenso, repletos de mercancías, tirados por superpuestas yuntas unidas a la
impaciencia de carrero por la picana aguzada, que como un dedo cruel iba apuntando el norte verde de
las picadas abiertas de la selva.
Don Zenón era uno de los más prósperos comerciantes del pueblo; tanto que solo él y su competidor,
don Elías, podrían darse el lujo de viajar a Asunción, una vez al mes, sobre un itinerario de caballos y
tren, de tren y de caballos.
Fue en una de sus de sus últimas visitas del año que don Zenón llevo el obsequio para Fabiana, su hijita
de 12 años .Una cajita de música, o más exactamente, un joyero que al abrirse ,dejaba oír el vals “sobre
las olas” ,mientras una bailarinas minúscula, toda alabastro y seda, giraba al compás de la musiquita de
juguete.
En aquel mundo polvoriento y primitivo, donde el niño solo conocía la alegría agreste de la pesca en los
esteros, de la caza de pájaros con “mangaisy” o cimbra vibrante del arbolito joven convertido en resorte,
el juguete de Fabiana fue como un celaje dorado de otro mundo, apenas entrevisto entre la polvareda de
las tropas de ganado y el follaje espeso, mural, que rodeaba el pueblo.
Cuando termino, más que aplausos, hubo ese silencio respetuoso que en nuestro país y en nuestra gente
dice mucho más que la más cerrada ovación.
Pero la música no bastaba para aquella curiosidad insaciable .El vals solo había entreabierto las cortinas
de un universo indescriptibles y bello .Además, alguien había dicho:
-Dicen que se ve una señorita que baila, así como mi dedo de grande…
Entonces, reclamaron a gritos, y golpeaban la ventana, y empezaron a tirar piedras sobre el techo de
tejas, tratando de rendir la férrea fortaleza de caprichosa y egoísta Fabiana.
Hasta que nuevamente intervino doña Ramona, mas temerosa de la integridad de sus tejas deseosa de
complacer a la turba infantil.
Concluyo la música y todos se alejaron con los ojos empapados de fantasías con el corazón colgando de
miles hijos de broce cantarino. Pero Lepachi no se fue, y nadie se ocupó de llamarlo, porque era el bobito
del pueblo.
Quedo allí ,clavando ,frente a la ventana cerrada, con su cabezota asilando al compás del vals ya callado
y sus ojos rasgados ,de mongol, no ya apagados con apasionada fijeza en los maderos de la ventana
cerradas.
El pobrecito se había enamorado de la bailarina .Algo de la seda y perfume, algún sentimiento hermoso
cabalgando sobre la nota más brillante del vals, había galopado airoso sobre la vacía llanura de su mente,
había arribado a su corazón, que el sentía lleno de música, y lleno de bailarina pequeña como su dedo
índice.
Nunca deseo nada, porque estaba adiestrado a que todo le fuera negado. Pero ahora deseaba a su
amada y a su música .Y llegó la noche, y él seguía con la vista clavada en la ventana .Las lámparas se
apagaron en las casas, y solo algún caminante cruzaba los senderos haciendo oscilar su farol en la
obscuridad .Lepachi esperaba siempre. Entonces, como la ventana no se abría, camino en silencio hasta
la puerta, la empujó y la abrió .Todos dormía .La cajita reposaba sobre el gran carameguá de la sala.
Fue el grito de doña Ramona lo que despertó a Don Zenón .En aquel tiempo y en aquel pueblo se dormía
con el revólver en la mano, Don Zenón se levantó de un salto, con una mano empuñado el revólver y con
la otra sostenía los calzoncillos .Se asomó a la ventana, dio una voz de alto a la figura borrosa que corría
.Esta atravesó la tranquera, y don Zenón disparó.
Así murió Lepachi .Murió antes de llegar a tierra. Pero aun muerto sostenía contra su pecho a la cajita,
que se había abierto y sonaba un valsecito hermoso y una bailarina de alabastro y seda despedía su
almita confusa, con lo único que sabía hacer, bailando…