que esa mujer defecaba como si no hubiera un mañana. Iba de camino a tu casa, justo cuando pasé por ese parque que dista tanto de ser una plaza pero al que así llamamos de cualquier manera. Ahí un perro jugaba velocidades con su sombra las gotas de lluvia hacían de las suyas en los árboles y ella se soltaba errátilmente en el césped. A mí no me gusta que me escuchen defecar, mucho menos que me vean. Pero ella parecía hacerlo como si se tratara de una obra de arte. Pujaba detenidamente formando patrones ocres que se acumulaban lentamente bajo su orto. A veces la salida de su mierda se interrumpía con un gas fugitivo pero incluso ello lo hacía con tal parsimonia que hubiera podido confundirse con el gran silencio de Mozart o la tempestad de Beethoven. No vi todo su proceso (en verdad temí que mis ojos pudieran profanar alguna ceremonia ancestral), pero supuse que al terminar la gran montaña de porquería haría de templo para un sinnúmero de moscas jubilosas. ¿Qué nos espera a nosotros? ¿Qué a nuestra mierda, que se revolverá con el agua que lleva más mierda al abismo infinito de las heces sin retorno? Quizá el mañana que sus ojos nunca pudieron ver.