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Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

Thesis · January 2019

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Poder, control y líneas de fuga en
Foucault y Deleuze

Diego Alfonso Landinez Guio

Universidad Nacional de Colombia


Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Filosofía
Bogotá, Colombia
2019
Poder, control y líneas de fuga en
Foucault y Deleuze

Diego Alfonso Landinez Guio

Tesis presentada como requisito parcial para optar al título de:


Magister en Filosofía

Director:
Profesor Bernardo Correa

Universidad Nacional de Colombia


Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Filosofía
Bogotá, Colombia
2019
A mi hija, Ariadna Sofía
Agradecimientos
Quiero agradecer, en primer lugar, al profesor Bernardo Correa, por haber apoyado
el proceso investigativo que dio como resultado el presente documento. Sin su
colaboración, aportes y comentarios, no habría sido posible haber llevado a cabo este
proyecto. A mis padres, Luis Alfonso Landinez y Dora Beatriz Guio, por el apoyo
incondicional que me han brindado para llevar a buen término este trabajo. A mi hija,
Ariadna Sofía Landinez Fonseca, que, sin saberlo, ha sido mi principal inspiración para
continuar y porque ha sido una de mis líneas de fuga para resistir al poder.
También quiero agradecer a Alexander Díaz y Jonathan Caicedo, por haberme
permitido discutir con ellos algunos textos y conclusiones que convergen en este trabajo.
Finalmente, quiero agradecer a Karol Fonseca, por haberme hecho creer que era posible
culminar con éxito esta etapa de mi vida.
Resumen y Abstract IX

Resumen
El presente trabajo es una exposición de las principales líneas argumentativas que
los filósofos franceses Michel Foucault y Gilles Deleuze presentan en torno a sus estudios
sobre el ejercicio del poder y la resistencia. El objetivo de esta indagación es establecer los
puntos de encuentro y las distancias de las dos posiciones teóricas para determinar hasta
qué punto es posible realizar una valoración más completa de los mecanismos del ejercicio
del poder en las sociedades contemporáneas y cuáles podrían ser las posibles líneas de
fuga que permitan hacer frente a sus embestidas. En este sentido, se parte de una mirada
microscópica que asume el poder en su carácter cambiante y connatural a la constitución
de lo social, es decir, no como una estructura invariable que organiza los flujos y las
fuerzas sociales, sino como la capacidad plástica que los moviliza, poniendo de relieve la
naturaleza reversible de toda relación de poder.
La exposición temática se concentrará en los puntos clave de la conceptualización
del poder que proponen Deleuze y Foucault, en la explicación de sus perspectivas
analíticas y en un conjunto de discusiones que atraviesan la recepción de sus postulados,
especialmente en la polémica con Jürgen Habermas. Con base en ello, se entenderá el
poder en las sociedades actuales como la liberación controlada del deseo por parte del
capital, a través de la lógica empresarial de la autogestión. En función de esta definición,
se abordará el problema de la resistencia, a partir de la desestructuración de la
macropolítica que proponen los autores estudiados.

Palabras clave: Deleuze, Foucault, control, poder, líneas de fuga, resistencia,


neoliberalismo.
X Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

Abstract
The present work is an exposition of the main argumentative lines that the French
philosophers Michel Foucault and Gilles Deleuze present around their studies on the
exercise of power and resistance. The objective of this inquiry is to establish the meeting
points and the distances of the two theoretical positions to determine if is possible to make
a more complete assessment of the mechanisms of the exercise of power in contemporary
societies and what could be the possible lines of escape, that allow them to face their
onslaughts. In this sense, I start from a microscopic view that assumes power in its
changing character and connatural to the social constitution, that is, not as an invariable
structure that organizes flows and social forces, but as the plastic capacity that mobilizes
them, highlighting the reversible nature of any power relationship.
The thematic exposition will focus on the key points of the conceptualization of
power proposed by Deleuze and Foucault, in the explanation of their analytical
perspectives and in a set of discussions that go through the reception of their postulates,
especially in the polemic with Jürgen Habermas. Based on this, power in current societies
will be understood as the controlled liberation of desire on the part of capital, through the
business logic of self-management. Based on this definition, the problem of resistance will
be addressed, based on the destructuring of the macropolitics proposed by the authors
studied.

Keywords: Deleuze, Foucault, control, power, lines of flight, resistance, and


neoliberalism.
Contenido XI

Contenido
Pág.
Introducción ......................................................................................................................... 1
Capítulo 1. La naturaleza del poder ................................................................................... 7
Capítulo 2. Soberanía, disciplina y biopolítica de las poblaciones ................................ 25
Capítulo 3. El giro foucaultiano hacia la gubernamentalidad ....................................... 43
Capítulo 4. Sociedades de control: el gobierno neoliberal del deseo ............................. 63
Capítulo 5. Líneas de fuga y resistencia ........................................................................... 85
Conclusiones ..................................................................................................................... 107
Bibliografía ....................................................................................................................... 113
Introducción
Las obras de Michel Foucault y Gilles Deleuze han sido objeto de debate a lo largo
de las últimas cinco décadas, por la perspectiva microscópica que proponen para entender
el funcionamiento de lo político. Sus investigaciones, enfocadas en la singularidad de las
relaciones de fuerza que atraviesan el tejido social, han logrado descentrar la reflexión
política del eje del Estado y sus instituciones. No obstante, sus conclusiones también han
recibido fuertes críticas por parte de quienes consideran que es en el Estado y su marco
jurídico que se definen las principales luchas por el reconocimiento político de los
diferentes actores sociales.
Es así que, desde la publicación del primer tomo de Historia de la sexualidad en
1976, algunas reflexiones sobre el dominio social han estado aunadas a una discusión
fundada en la pregunta de si Foucault es un pensador del poder o un filósofo de la
resistencia. Precisamente, Deleuze es uno de los primeros estudiosos de la obra
foucaultiana y de su concepto sobre el poder, él que junto a Félix Guattari empezó pensar
el estatuto político de las luchas transversales que se dieron en mayo de 1968 y que
suscitaron, en esa generación de pensadores franceses, una serie de cuestionamientos en
torno a la centralidad del Estado en el devenir de las revoluciones y del cambio social.
La perspectiva microscópica de lo político no es un invento de Foucault, que en
Vigilar y castigar expresa su deuda con el Anti Edipo, pero su obra ha servido de
catalizador de las discusiones sobre la viabilidad teórica y práctica de dicha mirada. Desde
el marxismo, que enfilaba ya sus críticas a mediados de los años setenta, Habermas (1989,
1991) emprende una lectura de la obra foucaultiana a partir de su polémica con Lyotard y
concluye que aquel “joven conservador” intenta socavar la racionalidad ilustrada de la
modernidad desde un esteticismo romántico que le cierra las puertas a todo proyecto
político autónomo, debido a la reducción de los individuos a simples “ejemplares”
producidos en masa por el determinismo de las estructuras disciplinarias de poder. Pero
2 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

esta lectura no deja de ser objeto de crítica por parte de algunos autores, que ven en la obra
de Foucault una perspectiva dinámica de las relaciones de poder que permite captar no
solo el funcionamiento de las distribuciones sociales de fuerzas, sino, además, la
posibilidad de que los sujetos, individuales y colectivos, sean capaces de configurar sus
propias condiciones de existencia (Lacombe, 1996) y de hacerse a sí mismos en la
resistencia a los poderes dominantes (Heller, 1996).
En Colombia, la obra de Foucault también ha contado en los últimos años con
lecturas que avivan el debate en torno a su visión del poder y la resistencia. De reciente
data son los trabajos de Reinaldo Giraldo, quien aboga por la positividad del concepto de
resistencia en Foucault desde su obra temprana, especialmente en Poder, resistencia y
subjetividad en Michel Foucault de 2008 y en una investigación colectiva, Saber, poder y
nuevas formas de lucha en Foucault, publicada en 2016. En los dos tomos de Historia de
la gubernamentalidad (2015 [2010] y 2016), Santiago Castro-Gómez se concentra en el
concepto de gobierno como clave de la última fase del pensamiento foucaultiano, en la que
vislumbra la irrupción de una resistencia ética y estética; para este autor, la perspectiva
microfísica impide, sin embargo, pensar un ejercicio político de emancipación, en la lucha
por la definición de los marcos jurídicos del Estado.
Sobre la relación entre las reflexiones políticas de Foucault y Deleuze, existen
investigaciones sobre la obra del primero que se ocupan, sobre todo, de las similitudes y
diferencias conceptuales entre estos autores; tal es el caso de algunas secciones de los
trabajos señalados de Castro-Gómez (2015), de Giraldo (2016), y la tesis del chileno Iván
Torres (2014), Sociedad de control y gobierno de la vida, que utiliza el concepto
deleuziano de “diagrama” para valorar el pensamiento foucaultiano como un diagnóstico
del ejercicio del poder en la sociedad contemporánea. Pero en estos tres casos, se trata de
una valoración de la obra de Foucault a través de los ojos de Deleuze, más que una
conversación entre sus apuestas conceptuales.
El presente trabajo pretende ser un espacio de confluencia de algunas líneas que
componen el pensamiento de Deleuze y el de Foucault, en el que el esfuerzo interpretativo
de los textos pueda conjugarse con un intento de pensar, con estos autores, lo que ha sido
uno de sus grandes problemas comunes: el ejercicio del poder y la posibilidad de la
resistencia aquí y ahora, problema que, a mi juicio, sigue vigente si se quiere comprender
Introducción 3

aquello que somos y, sobre todo, cómo y por qué transformarlo. Abordo este problema
desde la perspectiva microscópica de los social, no porque piense que la óptica
democrática sea incompatible con dicha tarea o que sus instituciones sean una simple farsa
de la sociedad burguesa, sino porque esta mirada permite pensar las instancias molares,
macropolíticas o institucionales, en el centro de una serie de tensiones que no pueden ser
ignoradas, incluso cuando se está dispuesto a dialogar con el Estado.
Una parte crucial de la discusión es, en este sentido, la respuesta al problema de si
Foucault quedó o no preso del poder y si su propuesta, como la de Deleuze, permite pensar
una praxis política, pues ahí se discute la posibilidad que tiene su conceptualización para
crear alternativas a las prácticas de dominio o si, por el contrario, da por sentadas las
desigualdades sociales y termina defendiendo la inacción o, incluso, la reacción política.
En este orden de ideas, se toma como punto de partida metodológico que los dos autores
no dicen lo mismo, sino que piensan el poder y la resistencia desde abordajes distintos,
cuyo valor para la reflexión propuesta no radica tanto en determinar sus similitudes, sino
en trazar líneas que conecten sus diferencias, en posibilitar conexiones conceptuales que
permitan hacer más vívido su pensamiento para cartografiar el presente.
En El sujeto y el poder, Foucault parte de que el poder no existe como una entidad,
sino que debe comprenderse y estudiarse en la acción; con esta premisa, la libertad aparece
como una condición para su ejercicio, es decir, en la misma relación que se establece, en el
curso de 1979, con los conceptos de liberalismo y neoliberalismo, pero no con los de
soberanía y disciplina, lo que podría indicar que los primeros reflejan de una manera más
transparente las especificidades de toda relación de poder. La racionalidad neoliberal sería,
en este sentido, la tecnología más sofisticada de gobierno, aquella que daría cuenta de sus
rasgos más importantes y sus estrategias más efectivas. Hablar del ejercicio del poder hoy
implica, por lo tanto, reflexionar sobre el poder en general.
Deleuze toma como referencia la cartografía de las sociedades occidentales
propuesta por Foucault, para plantear su propia lectura del funcionamiento de las actuales
relaciones de poder, pero toma distancia de la noción de biopolítica y propone, en cambio,
la de control. No obstante, la reelaboración de los conceptos de biopolítica y biopoder es
llevada a cabo por el mismo Foucault en los cursos de 1978 y 1979, con el examen de lo
que llamó “gobierno” y “gubernamentalidad”. Este giro que la obra foucaultiana emprende
4 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

desde febrero de 1978 tiene su origen en un “impasse” teórico que emerge entre 1975 y
1976, tras la publicación de sus libros sobre el poder. En este punto, el cuestionamiento
que se plantea a la mirada microfísica es si acaso Foucault no ha caído, con ella, en un
callejón sin salida, si no ha terminado encerrado en la prisión del poder, ante la cual
cualquier intento por buscar una salida es ilusorio o, incluso, contraproducente, pues el
poder se revela como un marco ontológico imposible de franquear (Habermas, 1989).
Pero si Foucault se plantea este problema, como lo evidencia “La vida de los
hombres infames” y el análisis que Deleuze hace de ese texto, también es cierto que
diversos pasajes tanto de Vigilar y castigar como de La voluntad de saber muestran algo
distinto a un condicionamiento a ultranza del poder con respecto a la subjetividad y a una
concepción rígida del mismo. Hay pasajes que muestran que el ejercicio del poder se fisura
por todos lados, que los mismos mecanismos de represión y conducción de la conducta
procuran espacios de resistencia, que la irrupción de subjetividades está condicionada por
las relaciones de fuerza que le dan cabida, pero que su devenir es siempre impredecible.
En suma, hay textos anteriores a 1978 que demuestran que el concepto foucaultiano del
poder no es estructural, sino relacional, esto es, que concibe el poder no como fundamento
de los entes, sino como la capacidad plástica de transformación que se gesta en la relación
entre fuerzas.
Aunque Foucault no utiliza la expresión “sociedades de control”, como lo hace
Deleuze, es innegable que tanto el uno como el otro se embarcan en un diagnóstico de los
mecanismos más recientes del ejercicio del poder, de aquellos que toman distancia de la
disciplina y se abocan a una reestructuración particular de las relaciones sociales para
hacer más eficiente la conducción del deseo. Ahora bien, ¿qué relación existe entre lo que
Foucault llama neoliberalismo y lo que Deleuze designa con el nombre de control? ¿Se
trata de los mismos mecanismos para el ejercicio del poder, o son perspectivas distintas
que tratan de pensar el mismo problema del poder en las sociedades contemporáneas? Y si
se equiparan o complementan ambos conceptos, ¿qué perspectivas pueden aportar los
estudios de Foucault y Deleuze para dilucidar la naturaleza del control o, en todo caso, los
actuales andamiajes del dominio sobre los seres humanos? ¿Es posible encontrar, en la
obra de estos dos autores, mecanismos de resistencia?
Introducción 5

Si desde el concepto foucaultiano de neoliberalismo se le da un rostro más preciso


a lo que Deleuze llama sociedades de control, es posible que se pueda bosquejar, a partir
de estas dos perspectivas, cómo opera el poder en las sociedades occidentales actuales y
cuáles son las líneas de fuga que permiten hacerles frente. Por esta razón, el objetivo de
esta investigación es establecer un diálogo entre los autores mencionados para delinear el
diagrama contemporáneo de poder y la resistencia posible que ambos autores trazan como
alternativa al dominio social. Para llevar a cabo el propósito señalado, el análisis se
centrará, aunque sin excluir otros textos, en las obras de Foucault dedicadas expresamente
al problema del poder, es decir, los libros y cursos que datan de 1975 a 1979, y las obras
de Deleuze dedicadas al estudio del capitalismo y la esquizofrenia, así como algunos
textos de Conversaciones.
La secuencia temática del documento será desarrollada en cinco secciones de la
siguiente manera: la primera examinará el concepto general del poder, haciendo las veces
de “marco teórico” para los demás capítulos; la segunda, expondrá los conceptos
foucaultianos de soberanía, disciplina y biopolítica, con el fin de establecer el marco
conceptual que conduce al estudio deleuziano de las sociedades de control; la tercera
revisará las problemáticas que rodean el concepto de gobierno; la cuarta elaborará una
síntesis del diagrama del control neoliberal del deseo, a partir de su caracterización en
Foucault y Deleuze, y de las relaciones que se establezcan entre las dos
conceptualizaciones; y en la última, se explorarán las posibles líneas de resistencia que los
autores proponen como alternativas a los imperativos del control, haciendo énfasis en su
carácter ético y político. Para finalizar, se concluirá con una visión panorámica de los
principales puntos de contacto entre Foucault y Deleuze, en torno a los problemas
abordados.
Capítulo 1. La naturaleza del poder
Foucault (1991) define el poder como un conjunto de acciones que tienen por
propiedad influir sobre otras acciones; no es algo que se posea, sino que existe únicamente
en ejercicio, pues se teje en las relaciones que esas acciones establecen entre sí. El poder,
así entendido, revela un dinamismo que impide precisarlo sin tomar en consideración los
aspectos que reviste y los factores que intervienen en su singularidad histórica; por ello,
tampoco es algo fijo, ni una sucesión de estructuras (también fijas) que se relevan, sino
una serie de multiplicidades inestables que se entrecruzan para dar forma a prácticas
singulares de dominio y resistencia.

Para Deleuze (2014), lo más importante no es que para Foucault el poder, al igual
que el saber, sea una práctica que pueda rastrearse históricamente, sino que sus
indagaciones sean en sí mismas una práctica. Cuando Foucault plantea un problema
histórico, pregunta al mismo tiempo por el hoy, por su propia actualidad; de ahí su interés
en la reflexión kantiana en torno a la Ilustración (Aufklärung), pues ve en ella un
cuestionamiento filosófico por el hombre moderno, por la manera en que los seres
humanos actúan en su presente (Foucault, 2017, pp. 54-5). Por lo tanto, la pregunta por el
poder remite a quien la formula y al campo de fuerzas en el que se halla inmerso, pero
también al lugar desde el que los historiadores plantean sus problemas, pues convierte a la
práctica en el elemento de inteligibilidad que une al pasado con el presente.
La reflexión foucaultiana se inscribe en una “ontología del presente”, que busca
rescatar el núcleo autocrítico de la modernidad descubierto por Kant. La problematización
que sitúa a la Ilustración como objeto de indagación de sí misma desencadena una “actitud
crítica” que retoma la posición combativa de las luchas contra el pastorado cristiano y
cuestiona toda forma heterónoma de gobierno. La puesta en marcha de este ethos
filosófico implica rastrear aquella multiplicidad que, en el encuentro eventual de sus
8 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

elementos, ha llegado a constituir las subjetividades y el tejido social del presente, a partir
de la conexión “entre unos mecanismos de coerción y unos contenidos de conocimiento”
(Foucault, 2017, p. 25). Para ello, los conceptos de saber y poder funcionan como puntos
analíticos de referencia, que permiten comprender la singularidad, la arbitrariedad y la
contingencia de todo sistema normativo que demanda aceptabilidad.
La indagación por el poder se convierte, así, en un ejercicio cuyo objetivo no es
tanto “descubrir qué somos, sino rechazar lo que somos”, porque es necesario liberarse “de
esta especie de ‘doble atadura’ política que consiste en la simultánea individualización y
totalización de las estructuras modernas de poder” (Foucault, 1991, p. 69). El
reconocimiento crítico-genealógico de lo que se es en el presente tiene como finalidad la
transgresión de los límites que se imponen a la posibilidad de ser de otra manera; por esta
razón, para Foucault (2001) la filosofía tiene sentido en la medida en que busca “saber
cómo y hasta dónde sería posible pensar distinto” (p. 12). Pensar el poder implica,
entonces, ocuparse de aquello que le resiste, de aquello que franquea sus fronteras.
Gran parte de la obra de Foucault se enmarca en la búsqueda de los elementos
específicos que le dan rostro al poder en momentos determinados de la historia de
Occidente. Lo fundamental en sus estudios sobre la locura, los hospitales, la sexualidad o
las prisiones, son las rupturas, los cambios de naturaleza que van perfilando los
dispositivos que entran en funcionamiento en cada caso. En sus investigaciones, los
cuestionamientos en torno al ejercicio del poder no se plantean en abstracto, sino con
respecto a su dispersión dentro del tejido social, en la configuración de subjetividades y la
intrincada red de relaciones singulares a la luz de las cuales adquiere sentido, por ejemplo,
una institución o una práctica judicial.
La plasticidad histórica del poder no impide, sin embargo, precisar
conceptualmente algunos de sus principales rasgos. Su definición intenta captar la
multiplicidad constitutiva de su funcionamiento, más que una forma invariable; de ahí que
Foucault (1991) identifique, en principio, no tanto un “qué” sino un “cómo” del poder,
entendido como una acción que “incita, induce, seduce, vuelve más fácil o más difícil”,
que siempre se efectúa “sobre un sujeto o unos sujetos actuantes en virtud de su actuación
o de su capacidad de acción” (p. 85). Hay un margen necesario de elección que se supone
en los individuos que entran en las relaciones de poder, un campo en el que pueden
Capítulo 1. La naturaleza del poder 9

conducir sus propios comportamientos, pero susceptible de ser condicionado sin entrar en
contradicción con la libertad, pues la constricción de los cuerpos es más un límite que un
rasgo fundamental de las dinámicas del dominio.
El objeto del poder es la conducta, la posibilidad de guiar o conducir la capacidad
de acción: “el poder es menos una confrontación entre dos adversarios o el enlace del uno
con el otro, que un problema de gobierno” (Foucault, 1991, p. 86). Pero gobernar no es
limitar, es producir un campo de acciones posibles para el desarrollo de determinadas
maneras de ser y actuar. Gobierno y libertad están vinculados; no siempre, ni
necesariamente, son términos antagónicos, y su relación funciona con más eficiencia
cuando se incrementan en proporción directa. El poder juega con la libertad, la pone a su
servicio, crea para ella espacios y tiempos, la guía y la produce, pero también la pierde:
algo siempre se le escapa.
En La voluntad de saber, Foucault se pregunta por el concepto de represión a
propósito de la sexualidad, con la finalidad de poner en tela de juicio la tesis según la cual
el poder es algo enteramente negativo y limitativo; su propósito es determinar cierta
continuidad entre los discursos médicos y psiquiátricos decimonónicos sobre la sexualidad
y la crítica a la represión que adquiere vigor a mediados del siglo XX, pues, desde esta
óptica, ambos hacen parte de una misma necesidad de hablar sobre el sexo que busca las
formas de irrumpir positivamente en el discurso, desde la confesión cristiana (Foucault,
1977, p. 29). El poder no es una carencia o la simple represión del deseo, es producción de
lo real y producción de saber.
En el curso de 1986 sobre Foucault, Deleuze propone una serie de “principios” en
torno a la definición del poder que estarían dispersos en toda su obra. La propuesta
deleuziana no aspira, sin embargo, a centralizar lo múltiple o a proveer fundamento a lo
que no lo tiene, sino a mostrar aquellas tesis frente a las que se configura la concepción
foucaultiana del poder, ya que esta intenta construir una “analítica” de su campo específico
(de las condiciones concretas en las que se ejerce), más que una teoría propiamente dicha
(Deleuze, 2014, p. 18; Foucault, 1977, p. 100). El primer blanco de la crítica foucaultiana
es el postulado de “propiedad”: el poder no se posee, se ejerce y no es exclusivo de una
clase o del aparato de Estado, sino que se teje en la inestabilidad de las estrategias que
pasan tanto por dominadores como por dominados, pues opera por funcionamientos y
10 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

disposiciones que se hacen efectivos en la práctica; su articulación es una acción que no


está dada de antemano y, por tanto, existe solo “en acto” (Foucault, 1976, p. 33).
A este respecto, Héctor Ceballos (1994) objeta que al sobrevalorar el papel de las
prácticas y subestimar el peso de los individuos y las instituciones, Foucault deja de lado
aquellos casos - “la mayoría”, según él- en los que parece que el poder es “inseparable de
los sujetos que lo representan” o en los que existe una “identidad casi absoluta” entre él y
determinados regímenes políticos (pp. 32-33). Pero Deleuze (2014) adelanta una respuesta:
en efecto, el poder puede poseerse a nivel de los grandes conjuntos, a nivel del Estado y
las leyes; a ese nivel, dice, “por supuesto que es poseído, por supuesto que es estable, por
supuesto que está en equilibrio. Pero esa no es la fuente del poder” (p. 38). La posesión del
poder, como la posibilidad de disponer de los mecanismos para su ejercicio en
determinadas circunstancias (el poder de un dictador, por ejemplo), no explica su
naturaleza, sino que es el fenómeno que debe ser explicado, además de que dicha posesión
solo es efectiva en el ejercicio y no en la pura posibilidad de sus instrumentos. Es la
microfísica la que explica al Estado, la estrategia la que explica los grandes conjuntos y no
al revés, pues la “macropolítica” solo traduce en índices estadísticos las relaciones de
fuerza, siempre dinámicas e inestables.
El segundo postulado es el de la localización del poder en el Estado. De acuerdo
con Deleuze (2014), Foucault invierte la posición de Althusser según la cual los poderes
“privados” son reproducciones de los mecanismos estatales de dominación, al asumir que
los procedimientos del Estado funcionan por apropiación de tácticas que provienen de
otros lugares (como la policía o la prisión) que le sirven de principios de inteligibilidad (p.
45). Aunque esta operación no podría considerarse una verdadera “inversión”, sí logra, en
cambio, descentrar el análisis del ejercicio del poder de la óptica exclusiva del Estado, ya
que concibe a este último no como la fuente de los poderes, sino como su punto de
convergencia. El concepto de microfísica hace referencia, en este sentido, a esa instancia
singular y relacional inestable que explica el funcionamiento de las instituciones sin hacer
parte exclusiva de ninguna de ellas, sino que las atraviesa, constituye y modifica en el
marco más o menos estable de una sociedad.
Microfísicos son, por ejemplo, los saberes locales, aquellos que preocupaban a
Foucault (2002) desde los inicios de los años setenta y que, en su curso de 1976,
Capítulo 1. La naturaleza del poder 11

visualizaba en la explicación de su genealogía, método “que permite la constitución de un


saber histórico de las luchas y la utilización de ese saber en las tácticas actuales” (p. 22).
En este caso particular, se muestra la acción de las fuerzas en su dinamismo (los saberes
locales sometidos, en contraste consigo mismos y con la veracidad científica) al trazar un
mapa de conflictos, luchas y resistencias en contra de las pretensiones de verdad de los
grandes conjuntos por imponer una unidad superior que los abraque. La genealogía es la
cartografía de esas tensiones, luchas, resistencias y ejercicios del poder.
Si el poder es relación de fuerzas, si no se encuentra en un lugar determinado
(aunque sea local), sino que es disperso y existe únicamente en acto, el Estado se muestra
como una lucha particular de esas fuerzas, como una guerra librada en una serie de
procedimientos y escenarios que la modulan, pero que no la explican, ya que, por el
contrario, tales procedimientos estarían determinados por el dinamismo del
enfrentamiento. La relación de fuerzas tiende a desbordar las instancias estatales, las surca
y las transforma, aunque en sí misma carezca de forma. Desde esta óptica “el papel del
poder político sería reinscribir perpetuamente esa relación de fuerza […] en las
instituciones, en las desigualdades económicas, en el lenguaje, hasta en los cuerpos”
(Foucault, 2002, p. 29). La política de las instituciones se constituye y disuelve por acción
de las relaciones de fuerza y estas son, a su vez, codificadas por la primera.
Una tercera tesis subordina el poder (entendido como el dominio del Estado) a una
“infraestructura” económica que le serviría de sustento; es una conceptualización que
concibe las relaciones de fuerza como expresión ideológica de un determinado modo de
producción; a ella Foucault opone la idea de que el poder es inmanente a la producción y
no su reflejo desfigurado, pues es constitutivo de lo real y no solo de su representación. En
cuarto lugar, está la tesis del atributo, según la cual el poder es un rasgo de los
dominadores que, en esencia, los distingue de los dominados. La respuesta foucaultiana
está ligada al primer principio: el poder es una relación, no puede poseerse ni, por tanto,
tenerse como un rasgo específico, sino que hace parte de un ejercicio que está siempre en
la tensión de un enfrentamiento, por lo que no es exclusivo ni privativo de una clase social
o un cargo, aunque las condiciones en las que se ejerce puedan variar, y ellas sí pueden
poseerse.
12 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

El quinto postulado le imprime una doble modalidad al poder: la violencia y la


ideología. Es la idea según la cual el poder tiene en esencia una función negativa, asociada
a la represión, a la prohibición, el enmascaramiento o el engaño y que demanda obediencia
irrestricta. Sin embargo, Foucault investiga la mecánica del castigo y la sexualidad desde
un enfoque positivo que vislumbra la irrupción de funcionalidades espacio-temporales y la
producción de verdad. Desde esta óptica, lo negativo se convierte en un efecto y no en la
finalidad del ejercicio del poder, lo que permite explicar sus diferentes grados de eficacia y
las vicisitudes de la resistencia al mismo, pues se enmarca en conexiones múltiples de
funcionamiento que no están preestablecidas, sino que se modifican en la práctica. La
concepción negativa del poder es insuficiente, porque asume su imposibilidad para
producir algo y se limita a circunscripciones muy débiles del actuar que, por sí mismas,
son incapaces de mantener un orden (sea el que sea) y evitar la formación de elementos
que tiendan a subvertirlo.
Ejercer el poder no implica recurrir a la violencia, sino transitar en su límite; no es
su efecto dañino sobre los cuerpos o las almas aquello que lo define, sino la productividad
en la que los inserta y el gobierno que los conduce. Si se parte de que el poder es una
acción que determina otras acciones, o de que es una relación de fuerzas (como prefiere
Deleuze), su práctica se aleja de la destrucción, puesto que implica siempre una pluralidad
que no cesa de modificarse y que no puede reducirse a la unidad sin perder con ello su
naturaleza. La violencia es una fuerza que entra en relación con un objeto al que, en efecto,
puede destruir, pero no destruye otra fuerza (salvo indirectamente, cuando es capaz de
destruir el cuerpo en el que reside): “La violencia nunca actúa sobre una acción, la
violencia se ejerce sobre el soporte de una acción, sobre el sujeto de una acción” (Deleuze,
2014, pp. 49-50).
La capacidad para la destrucción no es sinónimo de poder, sino cuando se utiliza
para disuadir (en cuyo caso es una acción que modifica otras acciones), pues en el
momento en que algo se destruye deja de ser susceptible de que se ejerza cualquier tipo de
influencia sobre él. La violencia es signo de que el poder no se ha podido ejercer, es el
índice de su impotencia, pues a ella se recurre cuando no se ha podido actuar sobre otras
acciones, ni conducir los cuerpos, ni disponer de los espacios ni los tiempos; de ahí la
Capítulo 1. La naturaleza del poder 13

tendencia a la destrucción de aquello que no se puede dominar. La violencia es la pura


reactividad de la fuerza.
De igual manera, el poder tampoco es ni produce ideología, sino que está ligado a
la producción de verdad. Foucault cuestiona que el saber se geste al margen del poder o
que incluso deba darse en total ausencia de las fuerzas que intervienen en él para ser
genuino o para servir como anclaje de la resistencia; por el contrario, establece una
estrecha relación en la que saber y poder se implican mutuamente: “el poder-saber, los
procesos y las luchas que los atraviesan y que los constituyen, […] determinan las formas,
así como también los dominios posibles del conocimiento” (Foucault, 1976, pp. 34-5). El
poder es inherente al saber, aunque su naturaleza sea distinta, y no habría algo así como un
saber “no contaminado” -por decirlo de algún modo- de relaciones de fuerzas que pueda
oponerse a un presunto conocimiento ideológico, sino saberes que se esgrimen como
estrategias para perpetuar, modificar o disolver determinadas relaciones de poder.
Finalmente, una sexta tesis hace depender al poder de la ley, en lo que Foucault
llama el “modelo jurídico”. La ley es un concepto de los grandes conjuntos, pertenece al
Estado y supone las relaciones de poder que la determinan; por otro lado, sigue siendo una
concepción negativa y limitativa que parte de la escisión entre lo permitido y lo prohibido
como función esencial del poder1. Ahora bien, ¿por qué es esta una imagen dominante?
¿Cuál es la razón de que se asocie tan fácilmente al poder con la ley y las limitaciones que
impone? ¿Por qué el poder tiende a reducirse, en las sociedades occidentales modernas, a
la prohibición? Para Foucault (1977), pertenece a la naturaleza del poder desfigurar una
parte de sus mecanismos para lograr mayor efectividad, y este encubrimiento es tan
necesario para dominadores como para dominados, pues no es posible que estos últimos
puedan soportar el dominio sin dar por hecho que pueden, por lo menos, dimensionar su
límite (que además no es infranqueable) detrás del cual siempre parece quedar un poco de
libertad.

1
De acuerdo con Giraldo (2008), Foucault mismo se suscribe a esta concepción negativa del poder en su
obra temprana, pese a que su idea de la resistencia despuntaba como una rebelión positiva frente a la
represión, propia de la racionalidad operativa en la exclusión de la locura.
14 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

La suposición de un poder puramente prohibitivo no sería más que una estrategia


de aceptabilidad2, cuyo ejercicio oculta su carácter productivo. La ley está unida a los
mecanismos que sirven para eludirla, a los “ilegalismos” que la transgreden, de modo que
concebir el poder desde su ropaje legislativo no sería más que verlo desde su flanco más
débil, desde el eterno fracaso por contener lo incontenible. Por otro lado, esta concepción
jurídica es un legado de la monarquía medieval que heredaron las formas republicanas de
gobierno (Foucault, 1977, pp. 107-8), es decir, es una mirada que responde a objetivos de
dominio político centrados en el Estado.
A partir de los seis principios propuestos por Deleuze, es posible comprender que
la obra de Foucault toma parte en la resistencia a un poder que no se concibe desde la
legitimidad y la ilegitimidad, sino en los términos relacionales del enfrentamiento, pero,
¿cómo entender la guerra en este contexto? ¿En qué sentido puede entenderse lo bélico en
la hipótesis que este autor asume como la base de sus análisis? Para Jürgen Habermas
(1989), el concepto foucaultiano de poder se entiende como “la interacción de partidos en
guerra, como la descentrada red de confrontaciones cuerpo a cuerpo y cara a cara, y
finalmente como penetración productiva y sujeción subjetivante de un contrario al que se
tiene corporalmente presente” (p. 306). Desde esta perspectiva, las relaciones de poder se
caracterizarían por el enfrentamiento violento, y los sujetos que de ellas surgen, por ser
individualidades pre-fabricadas que surgen solo de manera pasiva.
Esta misma lectura parece ser la que hace Santiago Castro-Gómez (2015) cuando
insiste, a partir del curso de 1976, que el “modelo bélico” del poder responde a un
esquema “dominación/represión” que Foucault denomina “hipótesis de Nietzsche” (p. 24).
Pero ese mismo curso ofrece otros matices que vale la pena examinar. Aunque es cierto
que al comparar el modelo jurídico del contrato con el de la guerra, Foucault (2002) liga el
concepto de represión y el de lucha de fuerzas, también lo es que los concibe como
hipótesis diferentes: a la primera la llama “hipótesis de Reich” y solo a la segunda,

2
Foucault se pregunta, en La voluntad de saber, si acaso los dominados aceptarían el poder “si no viesen en
ello un simple límite impuesto al deseo, dejando intacta una parte –incluso reducida- de la libertad”, es decir,
si soportarían algo diferente a tal suposición, y concluye que el poder, “como puro límite trazado a la
libertad, es […] la forma general de su aceptabilidad” (p. 105). A diferencia de lo que podría pensarse, el
poder como límite negativo del deseo no lo visualiza, ni dimensiona, como un oponente, sino que oculta su
propia parte operativa y positiva, para ejercerse sin mayor resistencia.
Capítulo 1. La naturaleza del poder 15

“hipótesis de Nietzsche” (p. 29). Esta distinción es importante porque Foucault toma
distancia frente al concepto de represión, ligado a la violencia, y no al de enfrentamiento
de fuerzas que, por supuesto, no deja sin revisión; pero esta operación teórica y
metodológica, que aparece con claridad en Vigilar y castigar, permite suponer que ya hace
parte de su modelo explicativo, solo que el autor no piensa la represión y la lucha de
fuerzas como hipótesis incompatibles, sino que toma partido por la segunda en detrimento
de la primera.
Foucault parte de la posibilidad de desanclarse de una visión fatalista y derrotista
del poder, que asume en él una presunta omnipotencia infranqueable; por ello, hace énfasis
en su naturaleza relacional e inestable, así como en los rasgos productivos que hacen de
dicho concepto un factor dinámico y una potencia del cambio social, es decir, un factor
que genera la desarticulación de sus propias relaciones (Lacombe, 1996, p. 338). La
microfísica foucaultiana consiste, así, en el análisis capilar de las relaciones fluctuantes de
fuerza, constituyentes de la red de interacciones sociales de poder y saber que producen
identidades individuales y grupales, así como resistencias positivas a los procesos de
dominación; en este sentido, no se sitúa en la perspectiva de las grandes manifestaciones
del poder, sino en los límites del ámbito de la legalidad, allí donde la ley no puede explicar
las prácticas que la preceden ni aquellas que las desbordan.
El análisis microfísico toma como punto de partida aquellas técnicas y tácticas que,
con dinámicas propias, son anteriores a cualquier tipo de captura por parte del Estado
(Foucault, 2002, p. 36-9), y se enfoca en aquellas tensiones que se tejen entre los
micropoderes y los procesos de apropiación estatal de sus tecnologías, como en el caso de
los dispositivos punitivos que son asimilados por el derecho penal. Esta mirada asume el
poder en su carácter cambiante y connatural a la constitución de lo social: no como una
estructura invariable que organiza los flujos y las fuerzas sociales, sino como la capacidad
para movilizarlos. De estas premisas se concluye que la plasticidad del poder impide que
sus relaciones se conciban como marcos inmóviles e inmodificables, sino que la
resistencia se hace inevitable como reverso de dicha capacidad.
Para matizar el concepto de microfísica, es posible recurrir a lo que Deleuze y
Guattari (1988) llaman micropolítica y macropolítica. Según estos autores, es posible
distinguir niveles duros y flexibles de organización o segmentación, en los estratos que le
16 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

dan forma a la existencia humana. Todo individuo, así como toda sociedad, se constituye a
partir de la confluencia y la dispersión de flujos de diferente índole (de personas, de cosas,
de capital, de fluidos, etc.), que cada segmento intenta capturar, etiquetar y ajustar a un
determinado orden. Pero esta canalización es siempre inestable, pues involucra la
articulación de elementos heterogéneos en una serie de “cambios de ritmo y modo que,
más que implicar una omnipotencia, se hacen a duras penas” (Deleuze & Guattari, 1988, p.
222). De ahí que, como afirma Deleuze (2005) en uno de sus cursos de 1971, el terror de
todo tipo de organización sea “el diluvio”, el desborde de los flujos con respecto a los
diques que intentan contenerlos (pp. 20-1), pues una línea de fuga, o flujo mutante, no es
solo capaz de desestabilizar un orden dado, sino también de crear uno nuevo, quizá más
libre, quizá más perverso o más férreo.
La diferencia de naturaleza entre flujos, segmentos y sus puntos de encuentro, no
implica que se den los unos sin los otros; por el contrario, para Deleuze y Guattari (1988)
son líneas que siempre aparecen juntas, “pasan la una a la otra”, en una presuposición
recíproca, pues “toda política es a la vez macropolítica y micropolítica” (p. 218). La
segmentación dura es la instancia molar, el efecto de la conjugación de los flujos en un
sistema de codificación que les asigna una cualidad: es la macropolítica de los Estados, de
las clases, las instituciones y la burocracia, pero también es la política de la individuación
y de los dispositivos de sexualidad. La micropolítica concierne al movimiento flexible de
los flujos, a la instancia molecular de la que hacen parte las líneas de fuga que se escapan
en todo momento a las segmentaciones, pero también es la política de los flujos que pasan
por ellas y las constituyen.
Lo molar y lo molecular son dos aspectos diferentes que, sin embargo, no dejan de
entrecruzarse, de referirse el uno al otro, de complementarse, de sabotearse y
desarticularse (Deleuze & Guattari, 1988, pp. 219-20); no difieren en dimensión, en el
sentido de que lo micro constituya una parte del todo, mientras que lo macro sea el todo
mismo, pues en ambos casos se habla de elementos constitutivos de todo el campo social.
Molecular y molar son dos perspectivas de distinta naturaleza: una que se aboca al detalle
de las partículas que atraviesan el todo, en líneas de flujo y fuga que se conectan haciendo
rizoma; la otra, que se enfoca en las líneas duras de agrupamiento parcial, de conjugación
Capítulo 1. La naturaleza del poder 17

y captura, es la línea de integración de los flujos en grandes conjuntos, en instituciones,


Estados e individuos determinados.
Aunque distintos y conciliables solo relativamente, los flujos moleculares y los
segmentos molares son inseparables. Los flujos “puros” son abstractos, indefinibles por sí
mismos, aunque no por ello irreales, imaginarios o subjetivos, sino que son inteligibles por
los códigos que los capturan, así sea para señalar el desfase entre unos y otros. De igual
manera, los segmentos existen solo a partir de los flujos que capturan: “la línea de
segmentos está inmersa y se prolonga en un flujo de cuantos que no cesa de modificar, de
agitar los segmentos” (Deleuze & Guattari, 1988, p. 222). Ningún flujo es capturado por
completo, siempre lleva consigo algo indescifrable que no puede ser definido, sino apenas
captado a partir del código o del segmento que arrastra y que rechaza al mismo tiempo:

Una sociedad puede codificar la pobreza, la penuria, el hambre. Lo que no puede


codificar es aquella cosa de la cual se pregunta al momento en que aparece: «¿Qué
son esos tipos ahí?». En un primer momento se agita entonces el aparato represivo,
se intenta aniquilarlos. En un segundo momento, se intenta encontrar nuevos
axiomas que permitan, bien o mal, recodificarlos. (Deleuze, 2005, p. 21).

La noción de flujo se refiere a una dimensión “virtual” de la realidad que no se


reduce a los sistemas, a las estructuras, ni a los códigos sociales, sino que los constituye y
desborda; es una instancia que por no ser “actual” es imperceptible, dado que toda
percepción supone aquello que puede ser percibido, aquello que puede ser comprendido o
clasificado. Todo aquello que se escapa a la codificación es, entonces, “innombrable”
(Deleuze, 2005, p. 40). El flujo puro se infiere de un ejercicio de abstracción de los
códigos, similar a la operación por la cual Marx (2007) encuentra el concepto de trabajo
abstracto detrás de toda cosa producida y de todo trabajo concreto, como aquella “mera
gelatina de trabajo humano diferenciado”, de la cual participan todas las cosas que, “en
cuanto cristalizaciones de esa sustancia social, son valores” (p. 47).
Todo valor de uso (todo flujo codificado, en la terminología deleuziana) es una
concreción del trabajo abstracto (flujo puro), objetivado a partir del tiempo de trabajo
socialmente necesario (código). En estos términos, Deleuze (2005) define el flujo,
siguiendo el concepto de Daniel Antier, como el “valor de las cantidades de bienes de
18 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

servicio o de moneda que son transmitidos de un polo a otro” (p. 38), en una operación
económica. Pero el concepto de flujo debe ser entendido desde la distinción ontológica
deleuziana entre lo virtual y lo actual, así como los conceptos de micropolítica y
macropolítica, según la propuesta de Germán Díaz (2015), ya que el uso que Deleuze hace
de él desborda el campo puramente económico: pese a que el autor lo define en dichos
términos, el flujo se refiere a una instancia constitutiva de lo real irreductible a la
codificación social de la fuerza de trabajo y del valor.
Deleuze (1995) afirma, en una entrevista a propósito de los programas de Godard,
que el concepto de fuerza de trabajo “aísla arbitrariamente un sector y separa al trabajo de
sus relaciones con el amor, con la creación e incluso con la producción” (p. 66), es decir,
segmenta la producción del valor de la producción deseante del inconsciente y la convierte
en el único tipo de actividad productiva, bloqueando las demás conexiones “maquínicas”
que configuran la experiencia humana. Para liberar el potencial (virtual-real) del trabajo
humano (abstracto), es necesario efectuar una línea de fuga de los flujos productivos del
deseo frente a la fuerza de trabajo, ya que esta es ya una codificación del capital para
extraer plusvalor: “que el intercambio sea justo o injusto es lo de menos, porque se
produce siempre una violencia selectiva mediante el pago, se da siempre una mistificación
de principio cuando hablamos de ‘fuerza de trabajo’” (Deleuze, 1995, p. 66). El flujo de
trabajo abstracto como descubrimiento del capital es una forma de bloqueo que no agota su
realidad. El flujo no es el valor, sino aquello que lo produce en el circuito del capital; al
mismo tiempo, es aquello que se le escapa.
El capital efectúa una descodificación de los flujos (de productos y de actividades
productivas), para recodificarlos como trabajo abstracto y valor, y de ello extraer, como de
una sola magnitud, el plusvalor, tasado en tiempo socialmente necesario (Marx, 2007, p.
48). Pero en el límite de este proceso se halla la esquizofrenia, que efectúa una
descodificación aún más profunda de los flujos, hasta despojarlos de todo código. El
esquizoanálisis entra en escena para reconocer la existencia de flujos puros (el deseo), más
allá de la disposición capitalista del trabajo abstracto, es decir, más allá del fetichismo de
la mercancía y del inconsciente edípico freudiano (Deleuze & Guattari, 1973). Por esta
razón, Deleuze y Guattari (1988) hablan también de segmentaridades moleculares, para
designar esa especie de polo perceptible, codificado, de los flujos puros, en aquel momento
Capítulo 1. La naturaleza del poder 19

incomprensible en el que efectúan devenires (descodificaciones) y hacen estallar el cuerpo


social, amenazando su estabilidad al devenir flujos “indeseables”. De igual manera, estas
segmentaridades moleculares quedan recubiertas por segmentaridades molares que
efectúan recodificaciones, o devienen ellas mismas segmentaridades que recodifican3.
Desde esta perspectiva, el poder es molar tanto como molecular, pasa por las dos
dimensiones y en el cruce de ambas. Como instancia molar, el poder se define por la
institución (en el amplio sentido del término) de puntos de centralización de flujos, es una
acción macropolítica que establece los segmentos por los que determinados flujos pasan o
se bloquean, se cortan o se orientan. Aquí, el Estado se concibe no como el modelo o la
causa eficiente de todas las segmentaciones duras, sino como una “caja de resonancia para
todos los puntos” (Deleuze & Guattari, 1988, pp. 227-8), como el agujero en el que
confluyen y se interconectan las demás instituciones.
En el plano molecular, el poder actúa como el movimiento de conjunción de los
flujos en su aspecto más difuso e inestable; se ejerce en el detalle, allí donde los roles, las
identidades y las funciones molares se confunden y se dispersan en pequeñas acciones, en
pequeños grupos, en migraciones, etc.: es el reverso de lo molar, que permite la sujeción
de los flujos a los centros de poder y la emisión de líneas de fuga. A este nivel, el poder es
una “textura” que orienta los flujos en dirección a los puntos de confluencia, es el
funcionamiento del poder en acción y en detalle, con su eficacia y su porosidad: “No hay
centro de poder que no tenga esa microtextura. Ello explica –y no el masoquismo- que un
oprimido pueda tener siempre un papel activo en el sistema de opresión” (Deleuze &
Guattari, 1988, p. 228).
En tanto que los flujos moleculares transitan entre las segmentaciones duras y las
líneas de fuga, entre la codificación y la descodificación, el poder reviste, para Deleuze y
Guattari (1988), un tercer aspecto que es al mismo tiempo su alcance y su límite: se trata
de una función de los centros de poder que consiste en “traducir, hasta donde pueden, los

3
La descodificación de los flujos no garantiza por sí misma ausencia de nuevos códigos, ni un devenir puro
de los flujos mutantes, sino la efectuación de un cambio, cuyo porvenir no está predeterminado: “No hay
desterritorialización de los flujos de deseo esquizofrénico que no venga acompañada de re-
territorializaciones globales o locales, que siempre forman playas de representación (…) Nunca podemos
captar la desterritorialización en sí misma, no captamos más que sus índices con respecto a las
representaciones territoriales” (Deleuze & Guattari, 1973, p. 326).
20 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

cuantos de flujo en segmentos de línea” (p. 229), en ajustar los movimientos


micropolíticos a las modulaciones de la macropolítica, en mantener lo molecular dentro de
las líneas del plano molar: es el “fondo de impotencia” consustancial a los contornos del
poder, el límite entre el control de los flujos y las líneas de fuga.
Deleuze y Guattari (1988) determinan, entones, tres aspectos que definen un centro
de poder: primero, una “zona de potencia” en la que actúan las líneas molares; segundo,
una “zona de indiscernibilidad” en la que se vislumbra todo el tejido microscópico de los
flujos (o microfísica); y tres, una “zona de impotencia” en la que la relación entre lo
molecular y lo molar se hace más laxa, donde el control total sobre la emisión de líneas de
fuga es imposible (p. 230). Un centro de poder es, en este sentido, el punto simultáneo de
convergencia y divergencia de lo macro y lo micro, con sus diferencias de naturaleza, es la
manera en que se presenta realmente el poder en la presuposición recíproca de sus
aspectos, en la determinación de uno en el otro, pero también en una necesaria
desavenencia que hace que siempre huya algo. Desde esta perspectiva, el poder se teje en
la relación entre lo molar y lo molecular: no surge como un aspecto propio de una u otra
dimensión, sino en su contacto, aunque pueda revestir, en determinados momentos, la
naturaleza de alguna de las dos.
En este punto, se aprecia una distancia que Deleuze y Guattari toman con respecto
a Foucault. El autor de Vigilar y castigar afirma que saber y poder se implican
mutuamente, que el poder es inseparable de aquellas condiciones que le sirven para su
ejercicio, pero hace énfasis en su diferencia de naturaleza4: el poder es, en su fundamento
relacional, microfísico, y los mecanismos a través de los cuales entra en acción,
“macrofísicos”. Esta distinción le permite a Foucault (1976) desentrañar, en el interior del
dispositivo panóptico, una “figura de tecnología política que se puede y se debe desprender
de todo uso específico”, es decir, el “diagrama de un mecanismo de poder referido a su
forma ideal” (p. 208-9), que se dispersa en el tejido social y que se puede identificar con

4 Cuando Foucault (1991) analiza la relación entre violencia, consentimiento y poder, establece que este
último no puede ejercerse sin los primeros, pero aclara que “si bien el consenso y la violencia son los
instrumentos o los resultados, ellos no constituyen el principio o la naturaleza básica del poder” (p. 85), pues
son aspectos diferentes que, pese a ser inseparables en la realidad concreta, no se confunden. De igual
manera pasa con el saber. Pese a que es imposible el ejercicio del poder sin condiciones de saber, y
viceversa, los dos elementos son de una naturaleza distinta.
Capítulo 1. La naturaleza del poder 21

independencia de las condiciones específicas de su aplicación singular, esto es, del modelo
carcelario diseñado por Bentham. Foucault escinde, así, el panóptico y todo dispositivo
concreto, entre diagrama y “uso específico”, entre estrategia y estrato, entre poder y saber
(Deleuze, 2014, p. 79).
Si para Foucault todo poder es esencialmente microfísico y se identifica con el
diagrama5, para Deleuze y Guattari esto sería apenas un aspecto de su ejercicio, puesto que
si bien todo poder es diagramático, no todo diagrama es de poder: los “agenciamientos” o
conexiones inestables de flujos moleculares no implican siempre relaciones de poder,
“sino de deseo, deseo que siempre está agenciado”, pues el poder es “una dimensión
estratificada del agenciamiento” (Deleuze & Guattari, 1988, p. 153). Si para Foucault el
poder es la capacidad transformativa de lo social, aquel rasgo constitutivo de las relaciones
de fuerza, para Deleuze el poder es secundario con respecto al deseo. El diagrama es, en
este orden de ideas, una matriz abstracta de distribución virtual de fuerzas, acciones y
flujos que configura las conexiones y conjugaciones moleculares que atraviesan todo un
campo social y lo definen, actúa en el detalle como posibilidad real que se actualiza en
instancias molares que pueden o no solidificarlo como una relación de poder.
Lo fundamental en el diagrama o “máquina abstracta” es, para Deleuze y Guattari
(1988), la emisión de líneas de fuga que, al ser primeras, no pueden entenderse como
“fenómenos de resistencia o de respuesta, sino máximos de creación y de
desterritorialización” (p. 153). Por consiguiente, son anteriores al poder. Todo diagrama es
inestable y se encuentra en mutación continua, en relación con otros diagramas que le
preceden y aquellos que se le superponen. Toda sociedad posee sus propios diagramas con
grados distintos de sedimentación, y esta inestabilidad le permite mutarlos o fijarlos en los
estratos molares (Deleuze, 2014, p. 86). El diagrama es un potencial creativo que permite
que los flujos formen “un tipo de ‘caos-germen’: un caos del que algo sale” (Landaeta,
Rojas & Cristi, 2017, p. 88). Cada diagrama es, en este sentido, un tipo de organización

5
Pese a que Foucault utiliza la palabra diagrama pocas veces, Deleuze (2014) propone que dicho concepto
ilustra de manera privilegiada la noción de poder, ya que logra identificar los rasgos que lo singularizan con
respecto al saber; por ello, afirma que para Foucault “el diagrama es el poder” (p. 78).
22 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

posible que siguen los flujos tanto para establecer puntos inestables de convergencia, como
para producir líneas de fuga.
¿Qué hace que un diagrama se convierta en una relación de poder? Su contacto
con elementos molares, su estratificación más o menos permanente. Sin dicho contacto, no
habría poder. Ahora bien, todo diagrama fundamenta y supone estratos, sedimentaciones,
relaciones de saber; todo flujo molecular está en una relación problemática con líneas
molares, pero no todos estos contactos son iguales, aquellos que son más estables (y toda
estabilidad es relativa) se configuran en centros de poder y, a nivel molecular, en
diagramas de poder. Esto permite comprender que, para Deleuze (1995), una cosa es el
“devenir revolucionario” y otra muy diferente la historia de una revolución, pues el
primero se entiende como el diagrama de un conjunto de líneas de fuga (potencial
creativo), y el segundo como su resultado molar y estratificado, en un tipo de relaciones
sociales singulares establecidas en nuevas instituciones6: en este segundo nivel, el
diagrama que guía su desarrollo es ya un diagrama de poder.
En la realidad concreta, habría, entonces, polos molares y polos moleculares
perceptibles que serían expresión de diagramas distintos, de diagramas de poder, más o
menos endurecidos o dispersos en los estratos, y otros diagramas que sirven de
distribución de fuerzas para la emisión de líneas de fuga, que fracturan las relaciones de
poder y que pueden o no efectuar conjugaciones de flujos y reterriolizaciones con sus
propios centros de poder. Este conjunto de líneas molares y moleculares, este entramado
de fuerzas, flujos, segmentos y diagramas que convergen, se repelen y funcionan al mismo
tiempo es lo que Deleuze (2007) llama, comentando a Foucault, un dispositivo (pp. 305-6).
El lugar del poder es el diagrama, pero también es el lugar de potencia del deseo
para conectar los flujos con líneas de fuga que permiten escapar a las relaciones de fuerza
propias de los centros de poder (Landaeta, et al, 2017, p. 90). De las formaciones sociales
concretas es posible, por lo tanto, distinguir los diagramas que definen las estrategias del
ejercicio del poder, aquellas variaciones que hacen posible la formación de estratos

6
Sobre esto, Deleuze (1995) afirma: “Lo que la historia capta del acontecimiento son sus efectuaciones en
estados de cosas, pero el acontecimiento, en su devenir, escapa a la historia. La historia no es la
experimentación sino solamente el conjunto de condiciones (prácticamente negativas) que hacen posible
experimentar algo que escapa a la historia” (p. 267).
Capítulo 1. La naturaleza del poder 23

molares, y las variables de su continua mutación. Podría decirse que el poder, desde la
perspectiva de Deleuze y Guattari, se configura en la reacción que genera, en determinado
diagrama, el contacto con lo molar, mientras que para Foucault el diagrama es siempre de
poder, entendido como la fuerza plástica de constitución de lo real, aunque no como la
estructura o límite en el que estuvieran encerrados los entes.
Para Deleuze (2007), existe un “efecto represivo” que el poder ejerce sobre el
deseo-flujo, cuyas conexiones son lo verdadero constituyente del campo social (p. 124),
mientras que para Foucault es el poder lo que reviste dicho carácter. En la definición
deleuziana del diagrama, las líneas de fuga no son efectos reactivos de las fuerzas que
entran en lucha, sino factores activos en la producción del deseo que conforman diagramas
alternativos a la diagramática del poder y surgen como potenciales creativos que se
deslizan entre los estratos. Para Foucault (1977), en cambio, los puntos de resistencia
“están presentes en todas partes dentro de la red de poder” (p. 116), se anidan como un
reverso inevitable y simultáneo, que permiten un redireccionamiento continuo de las
relaciones de poder.
La confrontación conceptual entre Deleuze y Guattari, por un lado, y Foucault, por
otro, refleja, sin embargo, la necesidad de evidenciar una diferencia de naturaleza entre el
ejercicio del poder y la resistencia, pese a que su lenguaje, sus problemas y sus puntos de
partida no sean los mismos. En ambos casos el énfasis recae en lo inevitable de la
transformación social por movimientos que se enfrentan y desbordan los marcos
estructurales (siempre relativos) de los dispositivos concretos; y se contempla el mismo
riesgo: los movimientos de resistencia pueden siempre engendrar nuevas relaciones de
poder; las mayores líneas descodificadas de flujo molecular devienen en recodificaciones
que capturan otras líneas mutantes y las conjugan en nuevos centros de poder; mas lo que
es un peligro inevitable, no implica un devenir necesario, ni una predestinación, sino un
límite que siempre puede ser franqueado, modificado o estratificado.
En este cruce de fuerzas, el marco molar es irrecusable, puesto que es el reverso de
lo molecular y porque brinda una estabilidad necesaria para que las líneas moleculares no
se deshagan en su puro fluir. La apuesta deleuziana, en este sentido, no es una fe irracional
por lo molecular, sino que advierte la relación problemática entre las dos instancias para
impedir el bloqueo del deseo. La óptica de Deleuze y Guattari contempla una praxis que
24 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

no tiene en lo molar la única esfera legítima de acción política, pero tampoco se entrega a
una pura fluidez molecular que termina deshaciendo cualquier tipo de arraigo o
compromiso político. El error estaría en eludir la pregunta práctica de qué hacer con tales
líneas de resistencia una vez que se han identificado y qué posición asumir en las redes de
poder una vez se concluye que son siempre relativas e inestables.
Capítulo 2. Soberanía, disciplina y biopolítica de
las poblaciones
A mediados de los años setenta, Foucault analiza una mutación diagramática que se
produce en las sociedades occidentales entre los siglos XVII y XVIII, un conjunto de
cambios que, en principio, se hacen transparentes en los mecanismos de castigo, pero que
definen todo un campo social por ser externos a cualquier tipo de institución (incluidas las
prisiones y los hospitales). Esta transformación marca un desplazamiento con respecto al
ejercicio del poder, ya que produce un cambio en los puntos de convergencia sobre los que
se tensionan las relaciones sociales. Foucault rastrea el proceso por el cual el dispositivo
de soberanía pierde fuerza (aunque no desaparece) con respecto a los mecanismos
disciplinarios.
Las sociedades de soberanía, cuyo arraigo en Occidente data de la Edad Media,
engendran discursos de legitimidad e ilegitimidad que permiten perpetuar el dominio de
los reyes sobre el cuerpo social. Por supuesto, dichos discursos no tienen que ver con el
convencimiento ideológico de las masas, sino con la instauración de prácticas de saber,
obediencia y castigo, cuya racionalidad le da forma al ejercicio del poder y condiciona la
subjetividad de quienes se hallan inmersos en ellas. De igual manera, se crea toda una serie
de mecanismos jurídicos que intentan mantener las relaciones verticales entre gobernantes
y gobernados, pero que termina generando efectos no previstos por la economía del poder.
En esta tensión dinámica entre las lógicas del poder y sus efectos no queridos de
resistencia, en la bisagra de los siglos XVII y XVIII, se instala la lupa investigativa de la
genealogía foucaultiana.
En la primera sección de Vigilar y castigar, Foucault se detiene en la mecánica de
los suplicios a los que eran sometidos los condenados en Francia, bajo el Antiguo
Régimen. La aplicación de las penas no respondía a una sed gratuita de crueldad, sino a
26 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

una medida muy específica que intentaba escenificar el crimen en el cuerpo del supliciado.
El proceso de investigación que desembocaba en el dictamen judicial buscaba hacer
transparente la verdad del delito, tasando la cantidad de sufrimiento que debía ser
infligido; pero esto era imposible sin una exhaustiva recolección de pruebas que
establecieran el grado de culpabilidad de los acusados. En esta pesquisa, la tortura cumplía
un papel probatorio que, sin embargo, no necesariamente se inclinaba del lado de quien
acusaba7: el procedimiento mismo no se encontraba exento de tensiones, cuya resolución
no estaba predeterminada.
Estos mecanismos de castigo son importantes, para el análisis foucaultiano, en la
medida en que hacen visible el campo de tensiones que atraviesan el ejercicio del poder
soberano. No es el enfrentamiento entre el infractor y el juez lo que se define en la
aplicación del castigo, sino las posiciones políticas estratégicas en las que se encuentran,
en cada caso, el rey y las distintas capas sociales. La equivalencia entre el delito y la pena
que se efectúa en el castigo está mediada por la necesidad de reparar no solo a la víctima
del crimen, sino, sobre todo, a la autoridad regia que ha sido lesionada en la transgresión
de la ley, que para este caso “vale por la voluntad del soberano” (Foucault, 1976, p. 53).
Esto implica que tras la reparación del crimen se halla la capacidad y la necesidad de los
reyes para mantener la diferencia de poder con respecto a la masa del pueblo: en el cuerpo
del condenado se despliega la justicia real en un ritual que tiene por objetivo hacer visible
su poder frente a todos aquellos que intenten sublevarse, pero también ante aquellos que
reclaman su injerencia.
La fuerza vinculante de la ley que se hace visible en el castigo no radica en su
autoridad inmanente y autorreferente, sino en su capacidad para mediar las tensiones
sociales, es decir, en la medida en que permite que el poder se deslice en el contacto entre
gobernantes y gobernados y zurza entre ellos ciertas relaciones horizontales. En la
ejecución de la pena, por ejemplo, el pueblo no solo es testigo temeroso de lo que ocurre,

7
“El juez no impone la tortura sin aceptar, por su parte, riesgos (…) porque la regla impone que, si el
acusado ‘resiste’ y no confiesa, se ve el magistrado obligado a abandonar los cargos. El supliciado ha
ganado. De donde la costumbre, que se había introducido para los casos más graves, de imponer la tortura
con ‘reserva de pruebas’ (…) no se declaraba inocente al sospechoso por su resistencia, pero al menos debía
a su victoria el no poder ser condenado a muerte” (Foucault, 1976, pp. 46-47).
Capítulo 2. Soberanía, disciplina y biopolítica de las poblaciones 27

sino también garante del cumplimiento de la ley y beneficiario de las imposiciones de la


justicia, pues toma parte activa en la venganza del rey frente a sus enemigos (Foucault,
1976, p. 63).
Dentro de esta lógica del castigo, el ritual del suplicio no agota la tensión de
fuerzas que se enfrentan, sino que se muestra como un instrumento de persuasión y
disuasión que sirve de foco de visibilidad del poder, tanto si la pena se ejecuta como si se
detiene gracias al indulto del soberano (Foucault, 1976, pp. 58-59); en ambos casos, son
acciones que buscan prevenir la violación de la ley. Por ello, la violencia que se ejerce al
condenado, en cuanto límite reactivo del poder, se convierte en un punto débil. Como el
destinatario del mensaje político no es tanto el criminal (sobre quien, después de muerto,
no se puede ejercer el poder), sino aquellos a quienes se hace visible el castigo, el
momento de la ejecución se convierte en una zona de inestabilidad en la que el condenado,
ya en su momento postrero y no teniendo nada que perder, ilumina con sus palabras y su
existencia despojada los vacíos del poder: “El suplicio permite al condenado estas
saturnales de un instante, cuando ya nada está prohibido ni es punible. Al abrigo de la
muerte que va a llegar, el criminal puede decirlo todo y los asistentes aclamarlo”
(Foucault, 1976, p. 65).
La economía de la violencia puesta en el patíbulo vislumbra, entonces, las
porosidades que impiden la conducción plena de las acciones indiferenciadas de las masas,
que deambulan siempre entre la obediencia y la desobediencia a la ley. La dicción
inesperada del criminal ante el verdugo y la confusa expectativa popular frente a su
ejecución hacían tambalear la balanza del poder, creaban espacios de incertidumbre, de los
que brotaban “focos de ilegalismo”8 que podían revertir, aunque fuera momentáneamente,
los efectos esperados con el uso de la violencia o incluso la aplicación misma de la fuerza.
Ambigüedad en el mensaje del castigo público e incertidumbre con respecto a los
efectos reales de la escenificación del poder: dos aspectos que evidenciaban las fisuras de

8
“En los días de ejecución se interrumpía el trabajo, se llenaban las tabernas, se insultaba al gobierno, se
lanzaban injurias y hasta piedras al verdugo, a los exentos y a las soldados; se intentaba apoderarse del
condenado, ya fuese para salvarlo o para matarlo mejor (…), jamás tanto como en estos rituales que hubiesen
debido mostrar el crimen abominable y el poder invencible, se sentía el pueblo tan cerca de aquellos que
sufrían la pena; jamás se sentía más amenazado, como ellos, por una violencia legal que carecía de equilibrio
y mesura” (Foucault, 1976, p. 68).
28 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

la racionalidad del castigo, mas no la irracionalidad de sus principios o procedimientos; de


ahí que Foucault no vea en las reformas penales de los siglos XVII y XVIII un proceso
“humanitario” que dignificara a la figura del criminal, sino una mutación en la economía
de los castigos que buscaba reducir las consecuencias adversas de las prácticas judiciales,
pues sus excesos desencadenaban reacciones igual de excesivas, que lograban escapar a
los controles institucionales. Las mutaciones al ejercicio del poder soberano se enmarcan,
así, en la búsqueda de moderar tales excesos, tanto del lado del rey como del lado del
pueblo, con el fin de evitar dos peligros que se atraen mutuamente: la tiranía y la rebelión
(Foucault, 1976, pp. 78 y 92). Por tanto, refinamiento en la economía del poder, control
sobre la arbitrariedad que, de uno y otro lado, se escapa a la administración institucional de
la ley, pero también una redefinición de los ilegalismos que determinan la posición y
disposición de las distintas capas sociales (no solo las más desposeídas) con respecto a sus
imperativos.
Los ilegalismos son aquellas exenciones al cumplimiento del orden legal que
modulan el funcionamiento de todo andamiaje social; su existencia no es una anomalía de
las relaciones de poder, sino una pieza clave de su ejercicio: las atraviesan, las modifican y
les permiten un estado de relativa estabilidad, en tanto que son un referente necesario de su
configuración. Por ello, la ley no tiene por función principal “reprimir” la ilegalidad sino
“gestionar” o “diferenciar” los ilegalismos: “La penalidad sería entonces una manera de
administrar los ilegalismos, de trazar límites de tolerancia, de dar cierto campo de libertad
a algunos, y hacer presión sobre otros” (Foucault, 1976, p. 277). La irrupción de la
disciplina responde a una necesidad de reevaluar los ilegalismos de viejo cuño y controlar
aquellos que surgen con las nuevas condiciones económicas de la burguesía ascendente,
que si bien tolera y promueve el “ilegalismo de los derechos” (como el contrabando), se
resiste al “ilegalismo de los bienes”, dado que atenta contra los derechos de propiedad
(Foucault, 1976, pp. 89-91).
La verticalidad de la soberanía se sostiene, desde la Edad Media, a partir de un
equipamiento jurídico que permite desvanecer “la existencia de la dominación, reducirla o
enmascararla para poner de manifiesto, en su lugar, dos cosas: (…) los derechos legítimos
de la soberanía y (…) la obligación legal de la obediencia” (Foucault, 2002, p. 35). El
derecho opaca las tensiones del poder, legitima sus diferencias e intenta diluir los espacios
Capítulo 2. Soberanía, disciplina y biopolítica de las poblaciones 29

de resistencia, dado que emana directamente de la figura del soberano, ocupada hasta el
Antiguo Régimen por el rey, pero que en las sociedades modernas es asumida por el pacto
social. Para Foucault, estos esfuerzos legalistas son heredados por las democracias
contractuales e inciden directamente en la manera de ejercer y pensar el poder.
El imperio de la ley que opera en el modelo jurídico contrasta con un trasfondo
microfísico que desborda sus límites y pone en cuestión, en cada momento, el derecho de
gobernar, ya que dicha red de relaciones evidencia el marco estratégico que sostiene a la
potestad soberana. En efecto, la aplicación de la jurisprudencia activa el juego de la
dominación y la resistencia, sirviendo de doble filo al ejercicio del poder, ya que, por un
lado, asegura la continuidad del rey, pero, por otro, limita su influencia al establecer
condiciones a partir de las cuales es aceptable y más allá de las cuales pierde legitimidad.
El hecho de que la teoría de la soberanía esté en el centro de las luchas políticas, desde el
siglo XVI, ha permitido que tal forma de pensar el poder se mantenga vigente en los
aparatos jurídicos de las sociedades occidentales, junto a otras mecánicas como la
disciplina que cumplen la misma dinamización de las tensiones sociales y permite
“ocultar” su funcionamiento (Foucault, 2002, pp. 43-5).
El problema de pensar el ejercicio del poder a partir del modelo de la soberanía es
que se circunscribe a un tipo particular de mecanismos, a una tecnología concreta, que no
hace transparente la pluralidad y el dinamismo de las tensiones que producen y revocan las
diferencias de poder que entran en juego en todo orden social. Para las sociedades de corte
feudal, afirma Foucault (2002), “la forma en que se ejercía el poder podía transcribirse
claramente –en sus aspectos esenciales, en todo caso– en términos de la relación
soberano/súbdito” (p. 43), pero esta “transcripción” se queda corta para otro tipo de
mecanismos emergentes desde el siglo XVII. Incluso, se podría observar, este modelo es
insuficiente también para estudiar la mecánica del poder en las sociedades de soberanía, ya
que los análisis de Vigilar y Castigar en torno a sus dispositivos punitivos evidencian todo
un conjunto de prácticas que cuestionan de hecho la omnipotencia de la ley y ponen en
evidencia una serie de ilegalismos populares que refuerzan el dominio soberano; en ambos
casos, la eficacia explicativa del modelo queda en entredicho.
De la soberanía a la disciplina no hay una sucesión lineal, ni un relevo
generacional, sino la configuración de diagramas que imponen y redistribuyen los
30 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

diferenciales de poder. Así, el paso de una sociedad soberana a una disciplinaria implica
no la aparición brusca de una y la desaparición de otra, sino el predominio de un conjunto
de técnicas sobre otras, en el marco de las interacciones sociales9. El diagrama de la
extracción de fuerzas cede el paso al de su composición, aunque no lo desplaza
completamente10, sino que se amalgama con él, en un proceso de dominio de uno sobre
otro. De hecho, las reformas penales que empiezan a gestarse en el siglo XVIII apelan a
otro tipo de soberanía que no es la del rey, sino la del pacto social y constituyen: “un
formidable derecho de castigar, ya que el infractor se convierte en el enemigo común. Peor
que un enemigo, incluso, puesto que sus golpes los asesta desde el interior de la sociedad y
contra esta misma: un traidor” (Foucault, 1976, p. 94). Por otro lado, también se habla de
un diagrama “napoleónico” que serviría de bisagra entre los dos tipos de prácticas
(Deleuze, 2014, p. 87; Foucault, 1976, p. 219).
Esta mutación en el seno de la soberanía implica ya un direccionamiento distinto de
los mecanismos de castigo, pero también una redefinición de las relaciones de poder que
los atraviesan: no un impulso humanitario, sino la necesidad de regular aquello que se le
escapa a las antiguas prácticas penales y prever su mayor número de consecuencias
(Foucault, 1976, pp. 96-7). En el diagrama disciplinario entran en escena conceptos como
el cálculo de costos y beneficios, la planificación de efectos o la potenciación de las
fuerzas, que intentan establecer las condiciones propicias para controlar de manera más

9
Aunque en el curso de 1976 Foucault (2002) afirma que la disciplina surge en el siglo XVIII como algo
“completamente novedoso” frente al poder soberano (p. 43), la clase del 11 de enero de 1978 plantea un
análisis diferente, según el cual tanto la perspectiva de la ley (soberanía), como la vigilancia (disciplina) y la
previsión (seguridad) son simultáneas, aunque cambia su correlación (Foucault, 2006, pp. 22-24).
10
Para Deleuze (2016) todo ejercicio del poder parte de la configuración de diagramas que determinan la
distribución de fuerzas dentro de un campo social, de tal suerte que el poder soberano también responde a
uno, pese a que Foucault no haya sido del todo explícito en dicho punto: “cuando se consideran las antiguas
sociedades de soberanía, se ve que no carecen de diagrama (…): también en ellas una fuerza se ejerce sobre
otras fuerzas, pero más bien para extraer que para combinar o componer: más bien para fraccionar masas que
para fragmentar el detalle; más bien para exiliar que para controlar” (p. 61). No obstante, hay un pasaje de
Vigilar y castigar que es muy claro al respecto: “Las disciplinas sustituyen el viejo principio ‘extracción-
violencia’ que regía la economía del poder, por el principio ‘suavidad-producción-provecho’” (Foucault,
1976, p. 222). De igual manera, en el curso de 1976, Foucault (2002) es explícito al referirse al tipo de
configuración de fuerzas que se efectúa en la disciplina, aunque, como resalta Deleuze en varios momentos,
no hable propiamente de diagramas: “Es un tipo de poder que se ejerce continuamente mediante la vigilancia
y no de manera discontinua a través de sistemas de cánones (…) que supone una apretada cuadrícula de
coerciones materiales más que la existencia física de un soberano” (p. 43).
Capítulo 2. Soberanía, disciplina y biopolítica de las poblaciones 31

eficiente los elementos que componen el cuerpo social y permitir una mayor cohesión,
propicia a las nuevas condiciones de acumulación del capital.
Esta nueva economía del poder de castigar implica un uso eficiente de las penas, la
puesta en marcha de prácticas de canalización y corrección de las conductas anómalas que
hace más útil el castigo en términos ya no (o no solo) de la reparación del crimen, sino en
la previsión de crímenes futuros tanto del mismo individuo como de otros que,
eventualmente, quisieran seguir su ejemplo. Junto a la corrección, la preocupación central
de la disciplina penal es la prevención: anticipación de nuevos crímenes y de la irrupción
de nuevos criminales: “No se castiga, pues, para borrar un crimen, sino para transformar a
un culpable (actual o virtual); el castigo debe llevar consigo cierta técnica correctiva”
(Foucault, 1976, p. 132).
Esta mecánica produce, a propósito de la figura del criminal, un conocimiento que
ya no es solo judicial, no se refiere solo al crimen cometido, sino al sujeto que lo comete, a
las condiciones concomitantes que lo conducen a la perpetración del delito y a las
posibilidades de convertirlo en un elemento útil para el orden social. Con la disposición
del condenado, ya no como objeto de suplicio sino de corrección, se descubre un nuevo
uso político del cuerpo que apela a su “docilidad”, a su capacidad para ser moldeado y
formado a partir de la puesta en marcha de determinados procedimientos de “control
minucioso”: se crean las “disciplinas” (Foucault, 1976, p. 141). Se produce, por lo tanto,
un nuevo tipo de conocimiento encaminado al encauzamiento de los comportamientos y
los hábitos, que desborda las prácticas de castigo y empieza a alojarse en otros ámbitos
como la milicia, la educación, la producción y la medicina11, al tiempo que extiende la
función de juzgar a otros campos, centrados en los elementos concomitantes al crimen. El
psiquiatra y el pedagogo se convierten también en jueces12.

11
“La minucia de los reglamentos, la mirada puntillosa de las inspecciones, la sujeción a control de las
menores partículas de la vida y del cuerpo darán pronto, dentro del marco de la escuela, del cuartel, del
hospital y del taller, un contenido laicizado, una racionalidad económica o técnica a este cálculo místico de
lo ínfimo y de lo infinito” (Foucault, 1976, p. 144).
12
“The interpenetration of legal and non-legal knowledge has generated an incredibly complex, incoherent,
and confusing array of concepts. As the non- legal elements of criminal law have expanded, the role of judge
has expanded from a focused concern with the criminal law and its application to judgments about the
character, the underlying nature of the perpetrator, and the complexity of the circumstances of the act”
(Turkel, 1990, p. 180).
32 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

Las disciplinas crean estructuras espaciotemporales reticuladas, establecen rangos


que organizan a los individuos en función de su grado de sumisión a las reglas y evalúan
sus progresos con respecto a la consecución de los objetivos que les han sido trazados; por
lo tanto, constituyen un conjunto de técnicas encaminadas a volver más productivos a los
individuos y a los procedimientos que los ciñen. El diagrama disciplinario configura
prácticas y saberes a partir de los cuales se dispone de un nuevo tipo de individualidad,
situada en la lente de un poder cada vez más opaco que convierte a la inversión de la
visibilidad y la individualidad en una pieza clave para su ejercicio. El individuo moderno
se concibe, desde esta perspectiva, no solo como una expresión “ideológica”, sino como el
producto de la presión sobre los cuerpos que ejercen las tecnologías disciplinarias,
aplicadas en los mecanismos penales de castigo y en distintos procesos formativos y
reformativos de las sociedades occidentales (Foucault, 1976, p. 198).
En este orden de ideas, Foucault (1976) analiza la arquitectura del panóptico no
como un edificio carcelario concreto, sino como “un modelo generalizable de
funcionamiento; una manera de definir las relaciones de poder con la vida cotidiana de los
hombres” (p. 208); enfatiza no en la forma del encierro, sino en el principio diagramático
que se dispersa en el campo abierto de las interacciones sociales y modula sus relaciones
de poder13. El principio de distribución de las fuerzas, de la composición del espacio y el
tiempo en segmentos operativos, de la jerarquización de la vigilancia y los individuos, es
susceptible de ser aplicable a cualquier ámbito exterior a la cárcel para la cual el panóptico
ha sido creado: con este dispositivo entra en escena no solo la aplicación de la disciplina,
sino la constitución de una sociedad disciplinaria, permeada en su totalidad por dicha
mecánica, es decir, atravesada por sus tensiones y sus relaciones de fuerza.
En este punto del análisis, la mirada de Foucault se desplaza de los mecanismos de
castigo a las relaciones de poder de las que hacen parte y toma en consideración procesos

13
Para Deleuze (2016), lo importante del análisis de Foucault no es la forma de los encierros, sino el
diagrama que determina su concreción en dispositivos singulares como la prisión o el hospital: “exiliar,
controlar, son fundamentalmente funciones de exterioridad que sólo son efectuadas, formalizadas,
organizadas por los dispositivos de encierro. La prisión como segmentaridad dura (celular) remite a una
función flexible y móvil, a una circulación controlada, a toda una red que atraviesa también medios libres y
que puede aprender a prescindir de la prisión” (p. 69). Sobre esto, Foucault (1976) dice: “se trata también de
demostrar cómo se puede ‘desencerrar’ las disciplinas y hacerlas funcionar de manera difusa, múltiple,
polivalente en el cuerpo social entero” (p. 212).
Capítulo 2. Soberanía, disciplina y biopolítica de las poblaciones 33

de otro orden que, no obstante, están conectados con las dinámicas del castigo. El primero
de ellos es la acumulación de capitales y la consolidación de la burguesía como clase
emergente, que guio la mutación de la distribución de las fuerzas sociales a lo largo de los
siglos XVIII y XIX. Esto no quiere decir que el poder en general y la disciplina en
particular se conciban como efectos de la infraestructura económica; por el contrario, se
los piensa como ese conjunto de procedimientos y saberes que se ciñen a los procesos
económicos para hacer posible su funcionamiento, pues la potenciación de la producción
social es inseparable de la capacidad para disponer de multiplicidades humanas. De hecho,
afirma Foucault (1976), “no habría sido posible resolver el problema de la acumulación de
los hombres sin el crecimiento de un aparato de producción capaz a la vez de mantenerlos
y de utilizarlos”; pues, “las técnicas que hacen útil la multiplicidad acumulativa de los
hombres aceleran el movimiento de acumulación de capital” (p. 223). Se trata, por tanto,
de magnitudes que se incrementan en proporción directa y se determinan recíprocamente.
Con respecto a las estructuras jurídicas, el segundo proceso que Foucault toma en
cuenta, las disciplinas son la contrapartida del poder soberano, sobre todo en aquellos
elementos que en este último sirven para limitar el dominio de los reyes y que pasa a
manos del pueblo como recurso de resistencia en el derecho:
Si el juridismo universal de la sociedad moderna parece fijar los límites al ejercicio
de los poderes, su panoptismo difundido por doquier hace funcionar, a contrapelo
del derecho, una maquinaria inmensa y minúscula a la vez que sostiene, refuerza,
multiplica la disimetría de los poderes y vuelve vanos los límites que le han
trazado. (Foucault, 1976, p. 226).
La vigilancia continua y jerárquica, la evaluación y el examen que remiten de una
instancia disciplinaria a otra, son mecanismos imperceptibles, horizontales en su ejercicio,
que, no obstante, refuerzan las condiciones desiguales en las que se enmarca el ejercicio
del poder en su eje vertical.
Otro aspecto importante que Foucault analiza es la relación particular saber-poder
en la que se enmarca el surgimiento de las disciplinas; para él, la puesta en marcha de
mecanismos de vigilancia constante y minuciosa ha hacho mutar el funcionamiento de
instituciones como el hospital, la escuela y el taller, y las ha convertido en espacios de
producción de conocimiento útil acerca de aquellos en quienes se ejerce el poder, haciendo
34 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

que las prácticas coactivas y los saberes de registro se refuercen mutuamente y crezcan en
proporción directa (Foucault, 1976, p. 227). Desde esta óptica, el individuo no solo es un
producto de las presiones sobre los cuerpos, sino el objeto de estudio que surge de un
conocimiento cuyo instrumento es el examen (registro atento, escrupuloso, estructurado) y
cuyo campo de conocimiento son las ciencias humanas.
Ahora bien, estos procesos económicos, jurídicos y epistemológicos, con su
historia singular y su relación específica con las prácticas disciplinarias, se articulan en
distintas composiciones espaciotemporales para dar cabida a la irrupción de fenómenos
como la criminalidad, la sexualidad o la individualidad, que no tienen una existencia por sí
mismos, sino por la acción del campo de fuerzas que los constituyen. Tal es la suerte de la
locura en el siglo XVIII que, de acuerdo con Gerald Turkel (1990), se desprende de una
categoría más amplia como es la de “ociosidad” y “se construye a través de instituciones
sociales y discursos moralizadores que valoran el trabajo como una fuente de riqueza y, de
manera aún más importante, como una redención moral y una penitencia” (p. 173)14. Así
pues, el loco como idea y, sobre todo, como realidad que se excluye y se repele emerge de
imperativos de productividad, de prácticas de gestión de las multiplicidades humanas, de
juicios valorativos sobre lo normal, de principios y procedimientos de saber, a partir de los
cuales se configura como sujeto y objeto de poder15.
En este caso particular, se hace visible el funcionamiento de un conjunto de
técnicas de poder que no actúan aisladas, sino articuladas y dispersas en un campo social
que se estructura y desestructura. La locura se constituye como lo otro no productivo de la
razón, como una enfermedad que debe ser excluida y recluida en los hospitales, a partir de
un dictamen médico-científico. Cuál sea el devenir de aquello que ha sido así constituido y
de su posición en las relaciones de poder, de su mayor o menor sujeción a las condiciones
que le dieron origen, es algo que no está predeterminado por su nacimiento, sino por su
dinamismo en el conjunto de las tensiones de fuerza en las que transita. La locura no deja
encerrarse en los espacios que le han sido dispuestos, sin rebelarse contra ellos: ya ha sido

14
Traducción nuestra.
15
“In Madness and Civilization, Foucault demonstrated how forms of human expression, social relations,
and activities deemed unproductive, beyond reason and shameful were encapsulated morally, spatially, and
cognitively in juridico-psychological practices and languages” (Turkel, 1990, p. 175).
Capítulo 2. Soberanía, disciplina y biopolítica de las poblaciones 35

objetivada como locura, y como tal irrumpe en la creación artística, en obras como la de
Van Gogh o Artaud “a partir de las cuales hoy entra en crisis el pensar de la modernidad”
y se hace patente la necesidad “de pensar de manera distinta y de ser decididamente otros”
(Giraldo, 2008, p. 51).
Foucault establece una clara distinción entre la soberanía y la disciplina en páginas
centrales de Vigilar y castigar, pero toma en La voluntad de saber un giro importante, ya
que emerge un concepto que incluye a la disciplina y configura otros matices que definen
las tecnologías operantes en las sociedades actuales: el biopoder. El primer tomo de
Historia de la sexualidad efectúa un primer desplazamiento con respecto al juicio de que
las sociedades contemporáneas sean esencialmente disciplinarias, pues agrega otra variable
tecnológica, la biopolítica, que funciona de manera diferente a la vigilancia panóptica y ya
no tiene en el individuo ni en los cuerpos su objeto directo de intervención. A estas alturas
de su investigación, Foucault (1977) empieza a hablar de la “era de un ‘bio-poder’” (p.
169).
Con base en esta nueva categorización, el análisis se centra en el derecho sobre la
vida y la muerte, como concepto que hace inteligible la diferencia entre el poder soberano
y el biopoder. La soberanía se fundamenta en el derecho de muerte, en la potestad de
quitar la vida o perdonarla, derecho a partir del cual articula todos los mecanismos para su
ejercicio (como el suplicio) y por el cual se edifica como un poder de captación de
riquezas, de cuerpos, acciones, etc. (Foucault, 1977, p. 164). El biopoder, en cambio,
funciona a partir de la composición de las fuerzas, de un imperativo de productividad que
dispone de los cuerpos, ya no desde la amenaza de muerte, sino de la administración de la
vida. La defensa de la vida y la sociedad empieza a poner en funcionamiento toda la
parafernalia del poder, se convierte incluso en la bandera y el motor de la aplicación de la
muerte16, sea en la forma de la ejecución legal (cada vez menos frecuente), en la de la

16
Para examinar esta relación entre la función de hacer vivir y de aplicar la muerte, Roberto Esposito (2009)
propone el concepto de immunitas como el conjunto de mecanismos que protegen a la identidad individual y
comunitaria “en una forma defensiva y ofensiva contra todo elemento externo que venga a amenazarla” (p.
17), y que, llevados al extremo del aislamiento, pueden producir un encierro artificial que se vuelca sobre sí
mismo, conduciendo a una potenciación de la violencia hacia todo lo que pueda parecer extraño y hacia sí
mismo. Este concepto le permite mostrar que “la negación no es la forma de sujeción violenta que el poder
36 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

prevención médica o en la de la guerra, convertida en el arma de exterminio de aquellos


que aparecen como un peligro a la seguridad y a la integridad biológica de la raza17.
El poder de “hacer vivir” se desarrolla a lo largo del siglo XVIII en dos tecnologías
diferentes, aunque no mutuamente excluyentes. La primera de ellas es la disciplina o
“anatomopolítica del cuerpo”, que funciona como técnica de aumento de las fuerzas de los
individuos, bajo el estricto adiestramiento, seguimiento y registro de sus actividades dentro
de una maquinaria (formativa o productiva) de la cuál sería una pieza fundamental. La
segunda es la “biopolítica de las poblaciones”, cuyo objeto son las regularidades que
determinan la existencia biológica de los individuos, pero no en cuanto cuerpos singulares
sino en cuanto “cuerpo-especie”, sujetos a las vicisitudes de los nacimientos, la mortandad,
las hambrunas y demás fenómenos que pueden ser objeto de “controles reguladores”
(Foucault, 1977, p. 168).
El entramado jurídico, económico y epistemológico examinado para el panóptico
también juega un papel importante para comprender el funcionamiento del biopoder. La
inserción de la vida como objeto político implica un tipo de legitimidad enraizada en su
administración y potenciación, pero las prácticas encaminadas en dicho fin son, a su vez,
una pieza cardinal en el desarrollo del capitalismo, dado que asegura la disposición de
masas trabajadoras disciplinadas en los aparatos de producción y la intervención
institucional en los procesos económicos (Foucault, 1977, pp. 170-1). La puesta en marcha
de mecanismos que distribuyen y jerarquizan lo biológico, en oposición a la relación de
visibilidad/invisibilidad entre el soberano y la masa indiferenciada, producen
conocimientos en torno a lo viviente, de los cuales es posible extraer los lineamientos
generales de lo que puede considerarse como “normal”.
La norma es una instancia que integra lo científico, lo jurídico-penal y lo
económico, a partir de la cual se organiza, dispone e interviene lo biológico, según escalas

ejercita en el exterior sobre la vida, sino el modo contradictorio en el que la vida intenta defenderse,
cerrándose a aquello que la circunda –a la otra vida” (Esposito, 2009, p. 21).
17
La función de aplicar la muerte no desaparece con el biopoder, sino que opera según la lógica del control
sobre la vida. Por esta razón, la función de ejecutar a un condenado a través de la pena capital aparece, a los
ojos de Foucault (1977), como algo paradójico, pero no duda en situarla en la nueva lógica del poder: “De
ahí el hecho de que no se pudo mantenerla sino invocando menos la enormidad del crimen que la
monstruosidad del criminal, su incorregibilidad, y la salvaguarda de la sociedad” (p. 167).
Capítulo 2. Soberanía, disciplina y biopolítica de las poblaciones 37

de adecuación o inadecuación a un conjunto de comportamientos, respuestas y rasgos


esperados, “en un continuum de aparatos (médicos, administrativos, etc.) cuyas funciones
son sobre todo reguladoras” (Foucault, 1977, p. 174). La consecuencia de ello es la
constitución de una sociedad normalizadora que, sin embargo, no puede evitar que lo
viviente mismo, como objeto de saberes e intervenciones, se le escape en todo momento y
por todos lados, incluso en la polivalencia y la polisemia del derecho a la vida:
La vida, pues, mucho más que el derecho, se volvió entonces la apuesta de las
luchas políticas, incluso si éstas se formularon a través de afirmaciones de derecho
(…) el “derecho” (…) a encontrar lo que uno es y todo lo que uno puede ser, este
“derecho” tan incomprensible para el sistema jurídico clásico, fue la réplica política
a todos los nuevos procedimientos de poder. (Foucault, 1977, p. 175-6).
En este contexto, emerge la preocupación contemporánea por el sexo como objeto
de procedimientos disciplinarios y controles estadísticos que valoran sus peculiaridades y
efectos, con respecto a su desviación o no desviación de lo que se considera un
comportamiento y una constitución “normal”; por lo tanto, se convierte en un campo de
estudio de saberes como la psiquiatría o la medicina, que avalan los juicios normativos y
validan las intervenciones correctivas sobre el cuerpo y la población: “Salud, progenitura,
raza, porvenir de la especie, vitalidad del cuerpo social, el poder habla de la sexualidad y a
la sexualidad” (Foucault, 1977, p. 179). El sexo y la sexualidad se convierten en el punto
de anclaje de la injerencia sobre lo vivo y en la clave de la formación, fijación y control de
la identidad.
No obstante, el concepto de biopoder sufre una escisión marcada en la elaboración
que Foucault empieza a llevar a cabo en los cursos ofrecidos en el Collège de Francia
desde 1976. Al final del curso de ese año -dedicado en gran parte al problema de la guerra
como principio de inteligibilidad de la política-, la atención se centra en la ruptura que
implicó, para finales del siglo XVIII, el desplazamiento del interés político hacia
fenómenos poblacionales como la natalidad, la mortalidad, la fecundidad, la longevidad,
las endemias, etc., que habían tenido poco o nulo interés desde la perspectiva de otros
dispositivos: “No se trata (…) de tomar al individuo en el nivel del detalle sino, al
contrario, de actuar mediante mecanismos globales de tal manera que se obtengan estados
38 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

globales de equilibrio y regularidad”, con el objetivo de “asegurar en ellos no una


disciplina sino una regularización” (Foucault, 2002, p. 223).
Diferenciación y articulación son, pues, los conceptos operativos en el análisis que
Foucault plantea de la relación entre la disciplina y la biopolítica como estrategias surgidas
para hacer frente a los fenómenos de resistencia que enfrentaban, de manera ineficiente,
los recursos del poder soberano, tanto en el detalle como en la masa (Foucault, 2002, p.
226). Para comienzos de 1976, Foucault estaba interesado en rastrear el surgimiento del
racismo de Estado en el siglo XIX y su papel en la configuración del Nacionalsocialismo.
Este problema le permitía comprender la inversión del uso de la historia de la lucha de
razas –surgida en un principio como instrumento de la nobleza contra los reyes– que la
convirtió en discurso racista estatal: poder sobre la muerte del otro como prevención
biológica contra la degeneración de la raza, es decir, como una estrategia para asegurar la
propia vida; de ahí concluye que “el funcionamiento, a través del biopoder, del viejo poder
soberano del derecho de muerte implica el funcionamiento, la introducción y la activación
del racismo” (Foucault, 2002, p. 233). Al final del curso, esta tesis reposa en forma de
pregunta, como una invitación del autor a revisar su consistencia.
En las primeras clases de Seguridad, territorio y población, Foucault retoma el
concepto de biopolítica, pero lo aborda a partir de lo que llama “estrategias de seguridad”.
Esta vez, no asume la soberanía, la disciplina y la seguridad como tecnologías que se
suceden unas a otras en el tiempo y que configuran épocas históricamente definibles, sino
como mecanismos distintos, cuya aplicación varía con el cambio de las relaciones de poder
de una sociedad, en un conjunto de mutaciones que afectan su correlación, esto es, el
dominio que uno de ellos establece sobre los otros (Foucault, 2006, pp. 23-4). En este
sentido, se parte del entrelazamiento de los tres mecanismos, en el que una posible
“sociedad de seguridad” pone a funcionar a la soberanía y a la disciplina como parte
operativa de su propio armazón.
En este punto ya no se concibe la soberanía como opuesta al biopoder
(anatomopolítica y biopolítica), sino como un mecanismo particular que se diferencia, por
sus objetivos, su funcionamiento y su campo de acción, de la disciplina y de la seguridad
que, a su vez, cuenta con rasgos específicos que la diferencian de las otras dos. Partiendo
de esta distinción, Foucault examina, en las clases de enero de 1978 (desde el primero de
Capítulo 2. Soberanía, disciplina y biopolítica de las poblaciones 39

febrero toman un rumbo distinto), algunos elementos de los dispositivos de seguridad que
los distancia no solo de la soberanía (como en La voluntad de saber y en Defender la
sociedad), sino también de la disciplina, apuntando con ello hacia la pregunta de hasta qué
punto la sociedad contemporánea está signada por el dominio de mecanismos de
seguridad, más que por los de la disciplina18.
Cuatro aspectos son importantes para el análisis de la mecánica de la seguridad: el
espacio, su relación con elementos aleatorios, la normalización y la población. A
diferencia del territorio obediente al soberano o de la cuadrícula vacía del espacio
disciplinario, la seguridad se ocupa de la disposición de una serie de rasgos poblacionales
en el lugar concreto que les sirve de soporte vital: el “medio”, entendido como ese
“conjunto de datos naturales, ríos, pantanos, colinas, y un conjunto de datos artificiales,
aglomeración de individuos, aglomeración de casas, etc. (…) que afectan a quienes residen
en él” (Foucault, 2006, p. 41). La espacialidad propia de la seguridad es aquella que sirve
de condición para la existencia de la población, esto es, a la “multiplicidad de individuos
que están y sólo existe profunda, esencial, biológicamente ligados a la materialidad dentro
de la cual existen” (Foucault, 2006, p. 42).
Con respecto a la relación entre la seguridad y lo aleatorio, Foucault toma como
ejemplo el “acontecimiento” de la escasez, propio de las preocupaciones del mercantilismo
y la fisiocracia. A partir de los principios de esta última, empieza a comprenderse el
desabastecimiento como un “fenómeno natural” que se ve afectado por las condiciones en
las que se producen los granos y todos sus fenómenos concomitantes, en sí mismos ni
buenos ni malos, pero no por el mercado, cuyas leyes tienden a la autorregulación del
abastecimiento interno y externo (Foucault, 2006, p. 56). La respuesta de la fisiocracia al
problema de la escasez es, pues, dejar que la producción y comercialización de granos se

18
Al comienzo del curso Seguridad, territorio y población, Foucault se muestra interesado en examinar la
posibilidad de realizar un juicio global que categorice las relaciones de poder de toda una época, pero no
duda en poner algunas reservas a dicha empresa, por ser mucho más “vaga” la historia que así intente
reconstruirse; pero no es menos cierto que al menos una pretensión del examen del dispositivo seguridad es
ensayar una explicación global: “Querría hacer aquí una suerte de historia de las tecnologías de seguridad y
tratar de ver si se puede hablar realmente de una sociedad de seguridad” (Foucault, 2006, p. 26). Que tal
empresa haya llegado a un fin satisfactorio es algo que puede dudarse, dado que Foucault abandona esta
pretensión en seguida, para concentrarse en el problema del gobierno (Castro-Gómez, 2015, pp. 55-7).
40 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

desarrolle en su naturalidad, con el fin de determinar y programar las eventualidades que


puedan presentarse. La técnica de seguridad es, en este sentido, un análisis programático
de los fenómenos aleatorios, que busca controlar sus consecuencias sin alterar su
naturaleza, a partir del conocimiento de sus principales rasgos y comportamientos.
Para examinar el tercer elemento, la normalización, Foucault establece algunas
diferencias entre la disciplina y la seguridad. El texto se centra en tres aspectos capitales:
1. La disciplina requiere de un espacio cerrado, con límites precisos, para poner en marcha
sus mecanismos, mientras que la seguridad amplía su campo de acción, es abierta; 2. La
disciplina impone restricciones, reglamenta las acciones, segmenta los espacios, mientras
que la seguridad “deja hacer”, se basa en los detalles que considera naturales en la
configuración de la población, para tomar medidas de control; y 3. Mientras que la
disciplina establece normas para definir lo permitido y lo prohibido, la seguridad toma
como punto de partida la irrupción de las cosas mismas, sus rasgos y comportamientos,
para determinar la normalidad de un fenómeno, según las características de su propia
naturaleza (Foucault, 2006, pp. 66-8).
La seguridad es, en este sentido, una tecnología que no constriñe la libertad, sino
que parte de ella para establecer las condiciones en las que se ejerce; sus mecanismos se
adscriben a lo que Foucault (2006) llama “liberalismo”, es decir, “hacer de tal suerte que la
realidad se desarrolle y marche, siga su curso de acuerdo con las leyes, los principios y los
mecanismos que le son propios” (p. 70). Ahora bien, la libertad que se asocia a dicha
expresión se entiende en un sentido muy preciso: “ya no las franquicias y los privilegios
asociados a una persona, sino la posibilidad de movimiento, desplazamiento, proceso de
circulación de la gente y las cosas” (Foucault, 2006, p. 71). Liberalismo no significa
establecer una determinada relación de los individuos con los derechos cívicos, sino la
posibilidad de “dejar hacer” y “dejar pasar”, propia del libre cambio de mercancías.
Lo esencial en la disciplina es la norma, que perfila la adecuación o inadecuación
de los individuos a ella, a partir de índices de cercanía y lejanía, para lo que se crea toda
una mecánica que ajusta los cuerpos, las acciones, los gestos, etc., a un modelo
previamente definido. Foucault (2006) reserva el nombre de “normación”, para esta lógica,
entendida como el proceso de ajuste de lo real a la norma, y la distingue de la
“normalización”, propia de la seguridad, que opera en sentido inverso, ya que no parte de
Capítulo 2. Soberanía, disciplina y biopolítica de las poblaciones 41

la norma para inferir de allí un estado de normalidad de los fenómenos, sino que se
produce “un señalamiento de las diferentes curvas de normalidad”, en el que la “operación
de normalización” consiste en “hacer interactuar esas diferentes atribuciones de
normalidad y procurar que las más desfavorables se asimilen a las más favorables”
(Foucault, 2006, p. 83).
El cuarto factor que interviene en la mecánica de la seguridad es la población, en
cuanto objeto directo de su saber normalizador y de sus intervenciones reguladoras sobre
el medio. La noción de población surge ligada al problema del dominio soberano sobre los
súbditos, pero muta hacia el siglo XVIII para ser considerada como la integración de un
conjunto de fenómenos naturales, cuya regularidad puede ser caracterizada y sujeta a la
previsión. Foucault examina tres sentidos en los que puede entenderse la “naturalidad” de
la población. El primero de ellos es el que la considera como la confluencia de variables
climáticas, biológicas, políticas y culturales, cuya resistencia a la voluntad soberana de la
ley no puede compararse ni equipararse con la desobediencia individual, sino entenderse,
precisamente, como una fuerza natural que no puede plegarse a voluntad, pero que es
susceptible a un análisis económico de sus leyes internas y a la intervención política de sus
efectos (Foucault, 2006, pp. 94-5).
Gracias al establecimiento de índices de normalidad sobre las variables que afectan
a la población es posible adaptar sus condiciones de posibilidad de manera eficiente: “no
obtener la obediencia de los súbditos a la voluntad del soberano, sino influir sobre cosas
aparentemente alejadas de la población, pero que, según hacen saber el cálculo, el análisis
y la reflexión, pueden actuar en concreto sobre ella” (Foucault, 2006, p. 95). El dispositivo
de seguridad reduce el enfrentamiento entre el Estado y el individuo con el encausamiento
controlado de la población y la intervención directa sobre el medio que habita, ya que
instaura unos índices estadísticos de sus rasgos biológicos que le permiten influir en ella,
en función de los juicios de normalidad (ya no desde la norma) que se extraen de la
ponderación de sus fluctuaciones.
El segundo sentido de la naturalidad de la población hace referencia al hecho de
estar compuesta por individuos que actúan según intereses diversos, pero que concuerdan
en el móvil de sus acciones: el deseo. El problema de gobierno que abordan los
mecanismos de seguridad es, a este respecto, el de cómo gestionar el deseo de los
42 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

individuos, de cómo potenciar sus posibilidades de acción y no de cómo limitarlas:


“Producción del interés colectivo por el juego del deseo: esto marca al mismo tiempo la
naturalidad de la población y la artificialidad posible de los medios que se instrumentarán
para manejarla” (Foucault, 2006, p. 95). Potenciación, coordinación y promoción del deseo
en la búsqueda del punto de equilibrio en el que, de manera espontánea y libre, se gesta el
interés general.
La interrelación entre elementos ambientales y sociales, de decisiones individuales,
desavenencias y coincidencias colectivas, etc., todo este cúmulo de variables azarosas y,
en apariencia, desarticuladas, se muestra a la mirada analítica de los economistas de los
siglos XVII y XVIII como una serie de fenómenos a los cuales subyace una regularidad
que puede ser determinada, como leyes de su propio desarrollo. Este es el tercer sentido de
la naturalidad de la población: la capacidad de revelar sus regularidades, incluso en sus
accidentes y en las vicisitudes de lo individual (Foucault, 2006, p. 100). Llegado a este
punto, Foucault interrumpe el análisis de la seguridad y su objeto, la población, para dar
paso al examen de un concepto operativo que fue emergiendo para explicar el
funcionamiento de esta tecnología de poder; tal es el concepto de “gobierno” que, en
adelante, ocupa la investigación foucaultiana para resignificar no solo la mecánica de lo
que con anterioridad denominó biopoder, sino el concepto mismo de poder.
Capítulo 3. El giro foucaultiano hacia la
gubernamentalidad
Tras la publicación de La voluntad de saber, Foucault emprende una revisión de
los conceptos operativos en sus investigaciones a lo largo de los años setenta. Para autores
como Castro-Gómez (2015) y Sebastián Botticelli (2016), tal revisión implicó una toma de
distancia frente al modelo bélico del poder, a raíz de un “impasse teórico” que le hizo
postergar por ocho años la publicación del segundo tomo de su Historia de la sexualidad.
¿En qué consiste tal impasse? Para Deleuze (2014), el problema concierne a una especie
de “malentendido” que Foucault percibió con respecto a la publicación de sus dos libros
sobre el poder y que llevó a algunos de sus lectores a valorarlo como un pensador que
había quedado preso en sus redes. Pero habría otro problema inherente a la obra de
Foucault y es el hecho de que él mismo estuviera buscando cómo escapar, en lo teórico y
en lo práctico, a la primacía de la dominación, que sus trabajos parecían sugerir.
En su libro de 1976, Foucault hace explícita la inevitabilidad de la resistencia, el
hecho de que a toda relación de poder le es congénita, como reverso, una serie de puntos
de resistencia; sin embargo, tal descubrimiento parece pasar desapercibido para sus
críticos, o interpretado como el repliegue hacia un encierro, en el que solo es posible
deponer el poder a partir de otro poder de signo contrario, que, en cualquier caso, impide
suponer una alternativa distinta a la devoradora primacía de la dominación. Pero incluso,
la resistencia muestra un aspecto poco alentador, pues aun cuando aparece como la
dispersión de una serie de puntos que desarticulan los embates del poder, “desde el
momento en que se combinan unos con otros, desde el momento en que vuelven a formar
líneas, vuelven a formar estratos tan duros como los estratos que son deshechos” (Deleuze,
2014, p. 412). Toda fuerza de resistencia debe afrontar el peligro de convertirse en un
nuevo poder, que puede llegar a ser más implacable que aquel que transgrede.
44 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

Para Castro-Gómez (2015), el modelo bélico del poder conduce al “contrasentido”


de pensar que la resistencia “sólo puede darse en el poder y no contra el poder”, pues esta
conceptualización, que pone en el centro del dinamismo social una guerra perpetua, asume
la subjetividad como el producto del determinismo de la relación bidireccional entre el
poder y el saber, en la que “ser sujeto” implica siempre “estar sujetado tanto a unas
disciplinas corporales como a unas verdades científicamente legitimadas” (p. 27). En este
sentido, el viraje foucaultiano hacia los conceptos de gobierno y gubernamentalidad
implica, a la luz de esta lectura, el acercamiento a un tercer eje, en el que la subjetividad se
piensa como irreductible al saber y al poder y permite explicar cómo es posible franquear
las líneas del poder, en la articulación de las tres dimensiones (Botticelli, 2016, pp. 88-9).
El eje de la subjetividad, del pensamiento que logra salir de las determinaciones del
poder y el saber como dimensiones implacables de la dominación, es para Deleuze un
descubrimiento que recién sale a la luz en la obra tardía de Foucault, cuando logra por fin
resolver la encrucijada a la que él mismo llegó al final de La voluntad de saber, es decir,
que el deseo sobre el sexo es un imperativo de los dispositivos de sexualidad y no una
resistencia a sus demandas19, pues a partir de su encuentro con tal callejón sin salida
empieza a preguntarse si es posible pensar un tipo de verdad “que derivase de las líneas
transversales de resistencia y ya no de las líneas integrales de poder” (Deleuze, 2016, p.
126). Así pues, la orientación que la investigación foucaultiana toma a finales de los años
setenta se enmarca en una necesidad interna de reevaluar sus principios metodológicos y
atender de manera teórica aquel imperativo práctico de hacer frente a las arremetidas del
poder, que la obra misma de Foucault contribuyó a visualizar en sus formas más
descarnadas e invasivas.

19
En las últimas líneas de La voluntad de saber, Foucault cuestiona el reproche que, a partir del
“restablecimiento” que Freud efectúa de la dimensión sexual en la vida humana, se le hace al cristianismo de
haber despreciado el cuerpo y el sexo desde la antigüedad, pues resalta que la visualización psicoanalítica de
la libido no hace otra cosa que recorrer el camino que los bloques de saber-poder, gestados desde el siglo
XVIII, ya habían trazado: “pensemos un poco en todas esas astucias con las cuales, desde hace varios siglos,
se nos ha hecho amar el sexo, con las cuales se nos tornó deseable conocerlo y valioso todo lo que de él se
dice; con las cuales, también, se nos incitó a desplegar todas nuestras habilidades para sorprenderlo, y se nos
impuso el deber de extraer la verdad; con las cuales se nos culpabilizó por haberlo ignorado tanto tiempo”.
La paradoja planteada desde el comienzo del libro en torno a los dispositivos de sexualidad sella su casi
irresolución con las palabras que lo cierran: “Ironía del dispositivo: nos hace creer que en ello [el sexo]
reside nuestra ‘liberación’” (Foucault, 1977, p. 193-4).
Capítulo 3. El giro foucaultiano hacia la gubernamentalidad 45

De acuerdo con estas lecturas de Deleuze y Castro-Gómez, a las que se puede


sumar la de Habermas, es posible que lo que Kevin Heller (1996) llama la “interpretación
hegemónica” de la obra de Foucault (al menos hasta los años noventa) se siga de las
características propias de su modelo bélico, desarrollado hasta 1976. Según esta
interpretación, la subjetividad es el producto pasivo del determinismo de las relaciones de
poder, por lo cual es imposible o “utópico” pensar un sujeto que sea capaz de tomar
distancia real frente a ellas, pues serían sus condiciones de posibilidad (Heller, 1996, pp.
78-9). En este sentido, habría que esperar el desarrollo del “modelo gubernamental” para
que entre en escena un tipo de sujeto que sea capaz de “entablar con los demás y consigo
mismo un vínculo que no es ya la simple extensión de las relaciones de dominio”, lo cual
es “impensable en el anterior modelo bélico” (Castro-Gómez, 2015, p. 41, nota 30).
El punto de quiebre del modelo explicativo de la dominación es, para Castro-
Gómez (2015), la clase del 7 enero de 1976, en donde Foucault se muestra inconforme con
el desarrollo de sus investigaciones precedentes, dado el conjunto de “atascos” que
impedían que tales trabajos avanzaran hacia alguna conclusión satisfactoria. Sin embargo,
la insatisfacción que Foucault (2002) manifiesta en esta sesión dista de ser una declaración
de abandono de sus estudios; a renglón seguido, el autor hace un balance de su trabajo y lo
enmarca en la época de una “inmensa y proliferante criticabilidad de las cosas” (p. 20), en
la que surgen empresas teóricas heterogéneas como la de la Escuela de Fráncfort, la
antipsiquiatría o el Anti Edipo, que se inscriben en un análisis de las instituciones y los
discursos hegemónicos a partir de dos elementos: el localismo de la crítica, en la que las
teorías globales pierden parte de su fuerza totalizante, y la “insurrección de los saberes
sometidos” (p. 21), que se rebelan contra la imposición de saberes unitarios y totales que
se erigen como portadores de la verdad.
El cierre que Foucault (2002) anuncia para sus trabajos precedentes es, entonces,
un balance que los sitúa en una empresa genealógica de combate “contra los efectos de
poder propios de un discurso considerado como científico” (p. 23), y los valora como
fragmentos de lucha que pueden ser ampliados, modificados, reevaluados o abandonados,
dado que efectúan una apertura hacia las tensiones del campo social en las que se
instituyen los saberes dominantes, pero que no buscan convertirse en verdades acabadas.
46 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

Sus genealogías del poder, sus investigaciones dispersas y fragmentarias serían, así, un
arma frente al poder, no la conciencia convencida y resignada de su omnipresencia.
Desde luego, la retórica foucaultiana está permeada, en su curso de 1976, por la
idea de un enfrentamiento violento que queda oculto, aunque no desaparece por completo,
en la relativa paz que se instaura con el dominio de la ley20, pero su planteamiento se
desarrolla como una genealogía de los discursos que toman la guerra como motor de la
política y la historia (Giraldo, 2008, p. 95), es decir, de aquella concepción que sirve como
arma política contra la legitimidad de la monarquía absoluta y que se invierte en
Clausewits cuando afirma que la guerra es la continuidad de la política por otros medios.
Esta genealogía, no obstante, es apenas el desarrollo de una serie de preguntas en torno a la
viabilidad de dicha idea a las que no se da una respuesta definitiva, pero que sirve para
visualizar la capacidad de lucha de aquellos que intervienen en los procesos de dominación
y que no se puede reducir a la sujeción absoluta a una estructura de poder (como sugiere,
por ejemplo, la interpretación habermasiana), dado que hace parte de la irreductibilidad de
ciertos saberes a la verdad oficial.
Para Habermas (1989), este balance genealógico de la propia “historiografía
genealógica” tiene el objetivo de “mostrar la diferencia que pueda fundar su ventaja sobre
las demás ciencias humanas” (p. 335); reviste el carácter de una demostración de la
superioridad de la genealogía frente a las ciencias humanas que denuncia. Pero se podría
discutir si en realidad tal es el objetivo de Foucault al situar sus investigaciones en un
plano de lucha, pues insiste en que lo cuestionable de los saberes hegemónicos no es su
metodología ni sus procedimientos científicos, sino sus efectos de poder y la
autorreferencialidad de su verdad, que le hace descartar otros saberes, ajustados a criterios
distintos de legitimidad. En efecto, como afirma Habermas, la perspectiva foucaultiana no
puede reclamar para sí una mayor legitimidad científica frente a las ciencias humanas, pero
esta no es su pretensión, sino situarse en la perspectiva de lucha que permite relativizar la
presunta autoridad que reclaman para sí los saberes a partir de su estatuto de verdad.

20
“Se trata de recuperar la sangre que se secó en los códigos y, por consiguiente, no el absoluto del derecho
bajo la fugacidad de la historia: no referir la relatividad de la historia al absoluto de la ley o la verdad, sino
reencontrar, bajo la estabilidad del derecho, el infinito de la historia, bajo la fórmula de la ley, los gritos de
guerra, bajo el equilibrio de la justicia, la disimetría de las fuerzas” (Foucault, 2002, pp. 60-1).
Capítulo 3. El giro foucaultiano hacia la gubernamentalidad 47

Foucault inscribe su propia labor investigativa en la historia de los discursos que


hacen énfasis en la guerra para dinamizar el ejercicio del poder; pero esta concepción, que
toma la forma de “lucha de razas” desde el siglo XVII, desaparece con el surgimiento del
racismo, en un proceso de captura por parte del Estado que utiliza dicho discurso ya no
para resistir a la dominación, sino para perpetrarla, a partir de la consigna de la defensa de
la sociedad “contra todos los peligros biológicos de esta otra raza” (Foucault, 2002, p. 65).
Por lo tanto, el uso del concepto de guerra tiene para Foucault un sentido cualitativamente
distinto de aquel que surge como iniciativa del Estado y de cualquier otro agente, que
utiliza la ley y la lucha de razas para la dominación. Esto quiere decir que poder y
resistencia son de naturaleza diferente, e implica que la subjetividad no es algo
enteramente pasivo, o que no lo es siempre, sino que cuenta con la posibilidad de
modificar las tensiones de fuerza.
Esto no significa que el concepto de gobierno deje intactos los planteamientos
anteriores de Foucault, sino que, en sus trabajos sobre el poder, el modelo bélico se aleja
de la interpretación que reduce las relaciones sociales a estructuras cerradas, en las que es
imposible una salida distinta al poder y en las que el sujeto carece por completo de
agencia. Por esta razón, se puede afirmar con Deleuze (2014) que el “eje” de la
subjetividad estaba presente, de alguna manera, en la obra temprana de Foucault y que
“nunca había dejado de hablar de esa tercera dimensión”, pero “lo hacía en condiciones
que estaban recubiertas por el problema del saber, y por el problema del poder” (p. 414).
Así pues, el problema de la subjetividad se hace explícito tras el planteamiento de la
pregunta por la resistencia y le da una forma más definida a la idea de que atravesar los
límites del poder es una operación de naturaleza distinta e irreductible a su ejercicio, pese a
que sean dimensiones inseparables, junto al saber, de la constitución de todo campo social.
Para 1977, Foucault matiza de nuevo sus planteamientos a partir de un texto que es
fundamental para Deleuze: “La vida de los hombres infames”. Este artículo, pensado
originalmente para ser la introducción de una compilación de documentos de archivo y
lettres de cachet, examina el encuentro de individuos comunes, oscuros y olvidados, con
las redes del poder soberano en su intento por llegar a esos espacios capilares del pueblo
que solía ignorar. Allí, el saber, el poder y las subjetividades configuran discursos
48 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

problemáticos, en los que emergen identidades fragmentadas cuyo destino se decidió en el


registro de su vida en los documentos oficiales.
De nuevo, sugiere Foucault (1999), parece que la frontera del poder es
infranqueable: “siempre la misma opción de contemplar la cara iluminada del poder, lo
que dice o lo que hace decir”, pero es esa dicción lo que hace todavía visibles a los
hombres y mujeres infames, así sea en el efímero haz de luz que los rescata de la eterna
sepultura de la historia: “El punto más intenso de estas vidas, aquel en el que se concentra
su energía, radica precisamente allí donde colisionan con el poder, luchan con él, intentan
reutilizar sus fuerzas o esquivar sus trampas” (p. 394). Relación confusa que permite que
las vidas siniestras traspasen el límite que las aniquila y puedan llegar hasta hoy, a pesar de
sí mismas. Es en el deslizar de esas vidas por las redes del poder que logran resistir a sus
embestidas y ser ellas mismas a través, por debajo o por encima, de las condiciones en las
cuales se gestó su ultrajada desnudez21.
Los hombres infames a quienes Foucault presta su atención le permiten mostrar,
de una manera más precisa, ese foco de resistencia en la que las subjetividades tejen su
propio desarrollo, pues en el acto oficial de registro de sus vidas se cumplen dos cosas al
mismo tiempo: por un lado, se dota con “palabras, giros y frases, rituales de lenguaje, a la
masa anónima de las gentes para que pudiesen hablar de sí mismas, y hablar
públicamente”; y, por otro, se cumple con la condición de que tal discurso sea dirigido y
que circule “en el interior de un dispositivo de poder preestablecido” (Foucault, 1999, p.
404). De inmediato, y como síntesis de esta doble operación, el autor esboza un balance
del poder que indica el punto de encuentro entre sus análisis anteriores y la dirección de
los nuevos: “Qué fácil sería sin duda desmantelar el poder si éste se ocupase simplemente

21
Estos seres, dibujados y desdibujados de manera simultánea, deben su existencia no a la “fama”, a la cual
deben su infamia habitual personajes como Sade o Gilles de Rais, sino a su realidad oscura y baja, al hecho
de que su vida haya transitado siempre en los límites de lo permitido, en las zonas de indiferenciación en las
que surgen aquellos personajes despreciados y despreciables que, por su naturaleza, se convierten en
proscritos: “el apóstata recoleto, las pobres almas perdidas por caminos ignotos, todos ellos son infames de
pleno derecho, ya que no existen más que gracias exclusivamente a la concisas y terribles palabras que
estaban destinadas a convertirlos para siempre en seres indignos de la memoria de los hombres. El azar quiso
que fuesen esas palabras, únicamente esas lacónicas palabras, las que permaneciesen. Su retorno ahora a lo
real se hace a partir de la misma forma utilizada para expulsarlos del mundo” (Foucault, 1999, p. 396).
Capítulo 3. El giro foucaultiano hacia la gubernamentalidad 49

de vigilar, espiar, sorprender, prohibir y castigar; pero no es simplemente un ojo ni una


oreja: incita, suscita, produce, obliga a actuar y a hablar” (Foucault, 1999, p. 405).
Foucault (2008) se encuentra, así, con un doble objeto de análisis: por un lado, los
procesos de dominación y, por otro, lo que llama “tecnologías del yo”, en cuyos puntos de
encuentro surge la gubernamentalidad (p. 49). Con base en este nuevo concepto, el poder y
la subjetividad se configuran como ejes distintos que se interrelacionan, pero sin llegar a
ejercer algún tipo de primacía absoluta de uno sobre el otro. El examen de las tecnologías
de gobierno le permite a Foucault hacer inteligibles tanto las prácticas de poder como las
de resistencia como procesos independientes, en cuanto pueden orientarse “bien para
intentar conducir la conducta de otros conforme a metas no fijadas (aunque consentidas)
por los gobernados, o bien para conducir la propia conducta conforme a metas fijadas por
uno mismo” (Castro-Gómez, 2015, p. 41).
La premisa que entra a jugar un papel importante en la dinámica del gobierno es su
compatibilidad con la libertad, dado que las relaciones de conducción de las acciones no se
plantean como una sumisión, sino como el establecimiento de unas “condiciones de
aceptabilidad” que terminan rigiendo la conducta de los individuos, no tanto por
convencimiento ideológico, sino por el direccionamiento del deseo, los intereses y las
creencias (Castro-Gómez, 2015, p. 43). Pero esta entrada en escena de la libertad, referida
en una primera aproximación a la relación entre los mecanismos de seguridad y los
elementos aleatorios, permite no solo visualizar la eficiencia del poder, que se ejerce así en
la misma dirección de la libertad, sino también en el carácter mudable de sus condiciones,
dado que depende de cierto grado de aceptabilidad de quienes se someten a él.
El concepto de gobierno que Foucault utiliza desde 1978 no sustituye, por tanto, al
modelo de la lucha de fuerzas, sino que lo reelabora. De esta manera, tiene sentido que
cuando el autor habla del poder en términos de gobierno y no de dominación (como lo
hace en El sujeto y el poder), el esquema según el cual una acción determina el campo
posible de otras acciones no sea incompatible con aquel otro para el que una fuerza se
relaciona con otra (como propone Deleuze), sino que el concepto de enfrentamiento queda
despojado de su carácter esencialmente violento y permite valorar toda relación de poder
desde esta perspectiva. Así, por ejemplo, la antigua pugna entre el soberano y el pueblo, en
el suplicio, puede entenderse como un acto persuasivo y disuasivo que no logra someter a
50 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

una masa sino determinar sus acciones futuras, pues con la ejecución del criminal se pierde
todo poder sobre él o se reduce al conjunto de cuerpos vejados, mientras que, como acción
que actúa sobre acciones y no sobre cuerpos, el castigo logra controlar, así sea de manera
discontinua, a aquellos cuyo enfrentamiento físico no llega a ser directo22. En este orden de
ideas, se entiende el ejercicio del poder, incluso en la soberanía, como una lucha de fuerzas
cuya relación esencial no es el sometimiento físico, sino el condicionamiento de acciones
posibles, en el que la violencia puede servir de medio o emerger como su consecuencia.
Desde la clase del 1 de febrero de 1978, del curso Seguridad, territorio y
población, el concepto de seguridad comienza a demandar un marco más amplio para ser
explicado, porque empieza a ser perceptible para el autor que la reiteración de la palabra
“gobierno” en sus análisis de los dispositivos de poder abre un nuevo camino de
indagación que debe ser recorrido para clarificar su funcionamiento. Foucault (2006)
centra su mirada en el surgimiento de procesos como la formación de los Estados
modernos, la Reforma y la Contrarreforma, que coinciden en una serie de preguntas en
torno a cómo gobernar y cómo ser gobernado, cada uno desde su propia perspectiva. Estas
preocupaciones se ven en parte reflejadas, bajo la modalidad del “gobierno en su forma
política”, en la publicación de El príncipe de Maquiavelo y en la literatura “anti-
maquiavélica” que surgió como respuesta a sus planteamientos.
Si la pregunta maquiavélica se enfocaba en la inquietud soberana por la conquista y
el mantenimiento de los principados, el problema que abordaban sus comentaristas, y en
función del cual elaboraban sus críticas, es el arte de gobernar, que desplaza la atención
sobre lo que es importante saber cuando se está al mando de un territorio. Foucault recurre
a un texto de Guillaume de La Perrière de 1555 para ilustrar cómo se efectúa este viraje
hacia la preocupación política por el gobierno y descubre la polisemia de dicho término, en

22
Incluso la reducción hobbesiana de las guerras a los marcos de la legitimidad soberana del Estado muestra
que el ejercicio del poder se potencia en el momento en que los vencidos son conducidos, por la amenaza de
muerte, a la aceptación del dominio de los vencedores: “esto va a fundar (…) una soberanía que es tan
jurídica y legítima como la constituida según el modelo de la institución y el acuerdo” (Foucault, 2002, p.
92). Por supuesto, para Foucault la operación conceptual que Hobbes lleva a cabo implica un ocultamiento
del discurso de la guerra, que desde el siglo XVII empieza a enfrentarse al poder soberano; pero si se pone el
énfasis, como lo hace el filósofo francés, en la dominación y no en la legitimidad que este proceder entraña,
el poder soberano se muestra como un tipo de dominio de una fuerza sobre otras, que en esencia no es
violenta, sino que persuade o incita, con la violencia como medio, a legitimar el orden del Estado en orden a
evitar, de la manera más eficiente posible, el enfrentamiento físico y la rebelión.
Capítulo 3. El giro foucaultiano hacia la gubernamentalidad 51

la que el gobierno del Estado es apenas una de sus aplicaciones, pero que comparte con las
demás (el gobierno de los niños, de la casa, del convento, etc.) una relación de
“inmanencia” con respecto a lo que se gobierna, es decir, no una relación de propietario-
propiedad, sino como “una manera recta de disponer las cosas para conducirlas, no a la
forma de un ‘bien común’ (…) sino a un ‘fin oportuno’” (Foucault, 2006, p. 125).
Conducción de cosas conforme a múltiples fines posibles y no obediencia
irrestricta a la ley es el primer contraste diagramático que encuentra Foucault entre una
tecnología de gobierno23 y la de soberanía. Más que dos formas de concebir la función del
Estado, son dos conjuntos de prácticas que se encuentran diseminadas en el cuerpo social;
para el caso del arte de gobernar, el autor halla su irrupción entre los siglos XVI y XVIII
en al menos tres elementos como son “el aparato administrativo de las monarquías
territoriales”, los saberes estadísticos y los procesos económicos impulsados y analizados
por el mercantilismo (Foucault, 2006, p. 127), pero incluso mucho antes, con la pastoral
cristiana. En todo caso, el interés de Foucault se centra en cómo llega a
“gubernamentalizarse” el Estado moderno, en cómo llega a centralizar ese conjunto de
racionalidades y prácticas de vieja data “en un solo aparato” (Castro-Gómez, 2015, p. 48).
Al ser anteriores a la formación moderna del Estado, las artes de gobierno se
anclaban en otros ámbitos (como el de la familia) de los cuales debía ser diferenciado un
tipo singular, propio del soberano. El texto de La Perrière es un ejemplo del “desbloqueo”
que tuvo que efectuar el concepto de gobierno para instalarse en la esfera estatal, pero es
con la emergencia de la población que dicha idea, como la práctica de la economía,
encuentran su campo de aplicación “fuera del marco jurídico de la soberanía” (Foucault,
2006, p. 131). El análisis de fenómenos poblacionales como la natalidad, la mortalidad o
las epidemias permite encontrar un conjunto de problemas que no pueden ser explicados ni
controlados a partir del funcionamiento de la familia ni de su modelo de autoridad, sino
que demandan un tipo de intervención distinta y de una ciencia de las regularidades que no
existía antes del siglo XVIII.

23
Por supuesto, hay que distinguir entre “gobierno” en su sentido amplio, a partir del cual Foucault define el
poder, y “gubernamentalidad”, que se refiere a un tipo de poder particular que se consolida como política del
Estado moderno (Botticelli, 2016), aunque, en ocasiones, se utilicen los dos términos como sinónimos, para
hacer referencia al segundo sentido.
52 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

La economía política nace, en este contexto, como un saber que tiene por objetivo
la aprehensión de “esa red continua y múltiple de relaciones entre la población, el territorio
y la riqueza”, a partir de instrumentos como la estadística (Foucault, 2006, p. 133). Para
Foucault, este campo de conocimiento efectúa el surgimiento de un nuevo arte de gobierno
que no tiene como principio el ejercicio de la soberanía, sino el control poblacional, a
partir del cual se replantea la pregunta por el tipo de legitimidad jurídica del Estado. Por lo
tanto, el gobierno de las poblaciones no excluye ni a la soberanía ni a la disciplina, sino
que las reorienta a partir de sus propias tecnologías de saber y poder.
La gubernamentalidad aparece, en una primera aproximación, como sinónimo de
los mecanismos de seguridad, pero con el desarrollo del curso Seguridad, territorio y
población, Foucault (2006) empieza a entenderlo de tres maneras: primero, como las
prácticas, tácticas e instituciones que configuran el andamiaje del ejercicio del poder a
través de la economía política y la seguridad; segundo, como el proceso por el cual tales
mecanismos se vuelven dominantes en Occidente, por encima de la soberanía y la
disciplina; y tercero, el proceso por el cual el Estado se gubernamentaliza (p. 136). Desde
luego, tales sentidos no son contradictorios ni mutuamente excluyentes, pero sí apelan a
tres dimensiones distintas de las prácticas de gobierno. Desde la clase del 8 de febrero de
1978, Foucault orienta su investigación a partir del tercer punto, es decir, la
gubernamentalización estatal, a través del examen del diagrama de gobierno (primer
sentido)24.
En una consideración metodológica, Foucault (2006) explica cómo sus
investigaciones sobre la disciplina abordaban las relaciones de poder desde una
perspectiva de “exterioridad” con respecto a tres aspectos: primero, con respecto a las
instituciones, para encontrar la “tecnología de poder” que está detrás de ellas, es decir, el
“orden” que rige su organización (p. 141); el segundo, con respecto a sus funciones, que
brinda una perspectiva global del puesto de cada institución en la red de poder en la que se
halla inmersa; y tercero, con relación al objeto, al adoptar una posición que lo concibe
como un correlato de las relaciones de poder, como algo que no preexiste a su ejercicio,

24
Podría decirse que el segundo sentido del término gubernamentalidad ha sido desarrollado por Foucault en
sus investigaciones precedentes, al establecer el conjunto de relaciones entre la soberanía, la disciplina y la
seguridad entre los siglos XVII y XIX.
Capítulo 3. El giro foucaultiano hacia la gubernamentalidad 53

sino que se constituye en él. Tanto la policía como la prisión, por ejemplo, poseen una
existencia singular que impide que sus mecanismos puedan derivarse del funcionamiento
del Estado. La disciplina como diagrama, como rasgo dominante en un tipo de sociedad,
no depende de ninguna institución ni del conjunto de las mismas, sino de las prácticas que
la atraviesan y que solo posteriormente convergen en los aparatos estatales (Deleuze, 2016,
pp. 51-2). Desde esta mirada, se analiza el surgimiento del Estado moderno a partir de
prácticas de gobierno que lo constituyen desde el exterior.
Tomando como base los sentidos de la palabra “gobierno” anteriores al siglo XVI,
Foucault (2006) concluye que hay un núcleo común a todos ellos, según el cual “nunca se
gobierna un Estado, nunca se gobierna un territorio, nunca se gobierna una estructura
política. Los gobernados, con todo, son gente, hombres, individuos, colectividades” (p.
149). De acuerdo con ello, el gobierno en su sentido político, como se entiende en la
actualidad, es una herencia moderna que no se adopta de la tradición filosófica occidental,
sino del cristianismo, cuyos orígenes semíticos lo enraízan con las religiones orientales. La
idea del gobierno de los hombres no la encuentra Foucault en las reflexiones políticas
decisivas que llegan hasta Maquiavelo, sino en la pastoral cristiana y en las corrientes de
resistencia religiosa contra la autoridad de la iglesia católica, que emergen desde la Edad
Media hasta la Reforma.
La metáfora del pastor no es en su origen una idea política, no está asociada al
control de un territorio, sino a la conducción de un rebaño y a la preocupación por su
bienestar. Entre los griegos, por ejemplo, dicha idea no fue dominante, sino discutida y
refutada, como en la obra de Platón25. El pastor tiene la tarea del gobierno de los hombres,
no el soberano: a este le es indispensable la obligación de mantener el territorio, a aquel le
es encomendada la tarea de asumir la responsabilidad de velar por la salvación del rebaño,
tanto en lo que respecta al conjunto como a la singularidad. Tal es la división que Foucault
(2006) rastrea entre el poder religioso y el poder político que estuvo vigente en el

25
En un par de conferencias de 1979, conocidas con el título de “Omnes et singulatim”, Foucault (2008)
examina la presencia de la idea del pastor en las reflexiones políticas de la antigua Grecia y encuentra que
fue dominante entre los pitagóricos, por su influencia oriental, pero que distaba mucho de ser compartida por
otros pensadores, lo que explica que Platón la haya discutido y abandonado en el Político, y que no aparezca
en Demóstenes, Isócrates o Aristóteles (pp. 105-7).
54 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

Occidente cristiano, al menos hasta el siglo XVI. César y Cristo, el soberano y el pastor
del Imperio Romano, coexistieron en una tensión continua por la autoridad del uno sobre
el otro, pero sin confundir la función de cada quien.
El cristianismo pone en práctica un tipo de gobierno que no está relacionado
directamente con el Estado, ni con el dominio de los territorios, sino con la conducción de
los seres humanos, pues crea “un arte cuya función es tomarlos a cargo colectiva e
individualmente a lo largo de toda su vida y en cada momento de su existencia” (Foucault,
2006, p. 192). El poder pastoral individualiza y totaliza, se aplica con celo al cuidado de
todo el rebaño tanto como al de cada una de las ovejas. Para Foucault (2008), esta doble
faz del pastorado contiene el germen de la racionalidad estatal occidental moderna que
apunta al control de los individuos (disciplina) y a la regulación de la población
(biopolítica); por ello, se hace necesario precisar algunas de sus características para
comprender su funcionamiento.
Un primer rasgo notable del pastorado es la responsabilidad dual que adquiere el
pastor con el rebaño, ya que no solo debe interesarse por el bienestar del todo, sino por el
de cada uno de los individuos que lo componen. Es la “paradoja” según la cual el pastor
debe sacrificarse a sí mismo por el rebaño, pero también debe estar dispuesto a sacrificar al
rebaño completo “por cada una de las ovejas” (Foucault, 2006, p. 158). El segundo
elemento es la obediencia irrestricta que el cristianismo demanda de sus fieles, para
establecer en un “lazo de sumisión personal” hacia la voluntad del pastor (Foucault, 2008,
p. 113). La obediencia es concebida como una “virtud” correlativa a la obligación de
servicio que el pastor establece con su rebaño.
El tercer aspecto que Foucault resalta del poder pastoral es el tipo de conocimiento
que produce: un saber individual que resulta de la aplicación del examen y la dirección de
conciencia. Aunque estas prácticas eran conocidas en la Antigüedad, el cristianismo las
adopta con diferencias significativas. En primer lugar, toda oveja demanda un
direccionamiento constante, no circunstancial, de su vida por parte del pastor, que sirve de
guía perenne de su existencia. En lo que respecta al examen, el cristianismo busca iluminar
los recovecos más oscuros del alma para hacerla transparente no a sí misma, sino al
director de conciencia (Foucault, 2008, p. 115). Es la sumisión al saber que permite la
adecuada conducción del individuo y refuerza su lazo de dependencia al pastor. El cuarto
Capítulo 3. El giro foucaultiano hacia la gubernamentalidad 55

aspecto es la “mortificación”, una especie de “muerte diaria” que efectúa cada quien como
renuncia del mundo y que demanda un nuevo tipo de relación de los individuos consigo
mismos, una relación de búsqueda de la interioridad en el rechazo a la propia voluntad
(Foucault, 2008, p. 116). El reverso de esta renuncia es la “correspondencia alterada” en la
que el pastor mismo se “humilla” por las propias faltas y hace públicas sus debilidades,
como signo de rebajamiento y humildad ante sus fieles (Foucault, 2006, p. 203).
De estos cuatro elementos fundamentales del pastorado, Foucault infiere un
proceso de individuación determinante para la formación de la subjetividad en Occidente,
en el que no es la triada salvación-ley-verdad lo que diferencia al pastorado cristiano de
sus orígenes hebreos o de las relaciones de poder de la antigüedad grecolatina, sino la
interrelación entre una economía de los méritos, la búsqueda de una verdad individual
oculta y la obediencia sin restricciones (Foucault, 2006, p. 218). La subjetividad moderna
es, así, el producto de una serie de procesos de conducción pastoral que se dieron a la vera
del ejercicio político del poder a lo largo de la Edad Media europea, cuyas preocupaciones
centrales fueron la obediencia como “forma de vida” y la renuncia a la voluntad propia, es
decir, la manera adecuada de conducir las almas y de dejarse conducir por otros (Castro-
Gómez, 2015, p. 102).
Si el pastorado no logró instalarse como racionalidad política en las estructuras
feudales medievales, sí estuvo, en cambio, presente en los procesos de consolidación del
dominio de la Iglesia Católica sobre los fieles, pues era el diagrama que configuraba la red
de relaciones al interior de las comunidades cristianas. No obstante, al ser la conducción de
las almas el problema central de las preocupaciones del pastorado, no estuvo exento de
cuestionamientos y reacciones, de movimientos de resistencia que se distanciaban de las
directrices hegemónicas de la Iglesia y que crearon “contraconductas”, es decir, formas de
conducción de la conducta alternativas a las de la pastoral eclesiástica.
Foucault (2006) habla de cinco formas de contraconducta medieval como son el
ascetismo, las comunidades, la mística, la primacía de las Escrituras y la creencia
escatológica del pastorado divino. En todos estos casos, la preocupación pastoral por la
conducción de las almas estuvo presente como factor de lucha que enfrentó a algunos
sectores religiosos con la autoridad de la iglesia romana y su pretensión de extender su
función pastoral a todo el orbe cristiano. En el siglo XVI, irrumpen los mayores
56 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

movimientos de insurrección religiosa, pero ellos no buscaban la desaparición del


pastorado sino su redireccionamiento, lo que produjo una intensificación y una extensión
de su influencia26. Tanto la Reforma como la Contrarreforma hicieron del pastorado una
bandera de intervención sobre la vida de los individuos que, a los ojos de Foucault (2006),
era desconocida hasta aquel momento, pues desde entonces se empieza a hacer cargo “de
toda una serie de cuestiones y problemas concernientes a la vida material, la limpieza, la
educación de los niños” (p. 266). En ambos casos, las discusiones doctrinales y pastorales
arrastraron consigo preocupaciones de orden político y económico, que le dieron forma a
las reestructuraciones sociales que tuvieron lugar en los albores del mundo moderno.
El surgimiento de las luchas religiosas y su enfrentamiento por el gobierno de los
hombres y sus almas, suscita dos fenómenos importantes. El primero de ellos es la
diseminación del arte de gobernar en ámbitos distintos al religioso, como en el de la
pedagogía o la milicia, y la preocupación que en dicho sentido empieza a ocupar al
soberano. La pregunta de cómo gobernar empieza a hacer eco en las reflexiones políticas,
y el Estado comienza a colonizar funciones que eran propias del pastorado cristiano, por lo
que en vez de pasar por un proceso de “secularización”, se encamina por la senda de la
gubernamentalización (Castro-Gómez, 2015, p. 112). Lejos de buscar una continuidad con
el pastorado, esta preocupación estatal por el gobierno indaga por su propia racionalidad,
en una distancia frente a otros, en especial al gobierno cosmológico de las leyes divinas.
Para ilustrar este distanciamiento, Foucault examina cómo la “razón de Estado” se opone a
la relación analógica que Tomás de Aquino establecía entre el gobierno de Dios y el del
soberano, al asumir una división radical entre dos tipos de gobierno, el uno sobre la
naturaleza y el otro sobre la “res publica”, que responden a racionalidades y a saberes
distintos (Foucault, 2006, pp. 275-6).
El segundo fenómeno que se hace manifiesto con las insurrecciones religiosas es el
correlato inseparable de la pregunta por el arte de gobernar, es decir, la inquietud por
“cómo no ser gobernado”. Si para el siglo XVI el pastorado había establecido ya un ethos
de la obediencia, una obligación de dejarse gobernar sin cuestionar, también es cierto que

26
“Los que critican a la Iglesia por incumplir sus obligaciones, rechazan su estructura jerárquica y buscan
formas más o menos espontáneas de comunidad, en la que el rebaño pueda encontrar al pastor que necesita”
(Foucault, 2008, p. 119).
Capítulo 3. El giro foucaultiano hacia la gubernamentalidad 57

la multiplicación de ámbitos en los cuales se empezó a plantear la pregunta por las formas
específicas de gobernar la conducta, sumada a las prácticas medievales de contraconducta,
permitió que, de manera simultánea, irrumpiera la cuestión de “cómo no ser gobernado de
esa forma, por ese, en nombre de esos principios, en vista de tales objetivos y por medio
de tales procedimientos” (Foucault, 2017, pp. 7-8). Este proceso se visualiza no como la
contraposición entre una fuerza que gobierna y una que no quiere ser gobernada “en
absoluto”, sino como el dinamismo inherente a las artes de gobierno, en la búsqueda de un
tipo de direccionamiento de la conducta y en el rechazo de otros.
A esta lucha que se gesta en el interior de las artes de gobierno Foucault la
denomina “actitud crítica”, en cuanto germen temprano de lo que Kant llamó, a finales del
siglo XVIII, la Ilustración (Aufklärung). La función de esta crítica no es, pues, enfrentarse
al gobierno como una especie de no-gobierno, sino modularlo, situarse “como compañero
y adversario a la vez de las artes de gobernar, como manera de desconfiar de ellas, de
recusarlas, de limitarlas, de encontrarles una justa medida, de transformarlas” (Foucault,
2017, p. 8), pero como una parte constitutiva de su ejercicio. El diagrama moderno de
gobierno contiene en sí mismo la posibilidad del dominio de los otros –con la obediencia
como complemento–, así como la posibilidad a partir de la cual “el sujeto se atribuye el
derecho de interrogar a la verdad acerca de sus efectos de poder y al poder acerca de sus
efectos de verdad”, en la que la crítica se entiende como “el arte de la inservidumbre
voluntaria, de la indocilidad reflexiva” (Foucault, 2017, pp. 10-1).
En el contexto de dispersión de las artes de conducción de la conducta, emergen la
razón de Estado y la “teoría de la policía”, como intentos de delimitar la especificidad del
gobierno estatal frente el pastorado religioso o el gobierno de la familia. Tomando como
base textos de Botero, Palazzo y Chemnitz, Foucault bosqueja los principios que empiezan
a caracterizar las prácticas gubernamentales modernas, en la edificación de una ciencia de
la política que tiene por objeto la administración de los fenómenos poblacionales, es decir,
un campo singular e inmanente de intervención que no se subordina a otro tipo de
finalidades exteriores a las propiamente estatales.
En primer lugar, la razón de Estado es un “arte”, un conocimiento particular regido
por reglas, prácticas y principios que obedecen a una racionalidad y no a la guía ciega del
hábito o la arbitrariedad; su singularidad le viene dada de la especificidad de su objeto, el
58 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

Estado, el cual demarca sus pautas de funcionamiento: tal es el segundo rasgo de la


racionalidad estatal, la autorreferencialidad de su saber y el rechazo a toda finalidad que le
sea exterior (Foucault, 2008, p. 123). Por ello, se desplaza la pregunta por el origen del
Estado y se pone en un primer plano la cuestión de su naturaleza, del examen de los rasgos
propios de su existencia y de sus exigencias.
La tercera característica que Foucault (2008) resalta de la razón de Estado es su
preocupación por la potenciación de los recursos del Estado mismo, en oposición al
imperativo maquiavélico del dominio del príncipe sobre el territorio. La idea de salvación,
trascendente en la confesión pastoral, se trasmuta en una búsqueda terrena del bienestar del
Estado, incluso con la inversión del principio del sacrificio del rebaño por las ovejas
individuales27. En esta lógica, surge la idea de “golpe de Estado” como mecanismo de
autorregulación estatal, a partir del cual es posible pasar por encima de las leyes
establecidas en momentos de conmoción o de una inminente urgencia de orden público; no
es, por tanto, una extralimitación de sus funciones, sino una inferencia necesaria de sus
principios: “la violencia del Estado no es, en cierto modo, más que la manifestación
explosiva de su propia razón” (Foucault, 2006, p. 306).
El cuarto punto relevante de este nuevo arte de gobierno es su necesidad de
producir un tipo de saber útil que permita reconocer la realidad del Estado, sus recursos y
potencialidades, con el fin de intervenir de una manera eficiente en los elementos que lo
componen y aumentar su potencia: la estadística (Foucault, 2008, p. 126). Este saber
concreto y preciso atañe a la circulación de las riquezas, al establecimiento de impuestos y
demás procesos económicos, pero también a las dinámicas propias de los gobernados, el
pueblo. Saber de las cosas y no de la ley, asegura Foucault (2006), es lo que requiere el
gobernante de la razón de Estado: mercantilismo y publicidad, atravesados por
instrumentos estadísticos que hacen hablar a la realidad económica y a la opinión pública
naciente el lenguaje de lo calculable, con el fin de controlar las insurrecciones y la
rebelión.

27
Sobre este punto, Castro-Gómez (2015) enfatiza: “En el marco de esta nueva razón política, el Estado
podrá sacrificar todas las ovejas que estime conveniente, con el fin de alcanzar los objetivos fijados por el
Estado mismo” (p. 119). Sin embargo, Foucault (2008) advierte que este tipo de razonamiento responde a
unos principios claros, a una reflexión gubernamental y no a una presunta “irracionalidad” estatal intrínseca.
Capítulo 3. El giro foucaultiano hacia la gubernamentalidad 59

El Estado se convierte, en el análisis foucaultiano, en el lente que permite


visualizar la realidad política y en el imperativo que intenta conducirla, en un arte de
gobernar que forja su singularidad a través de su propia racionalidad. Pero si la
preocupación de autores como Botero, Palazzo o Bacon era la regulación calculada de las
rebeliones, su marco de análisis y su campo de acción se reducen apenas a una parte de las
funciones reales de los Estados, ya que, como Foucault (2006) pone en evidencia, la razón
gubernamental se sitúa en medio de una pluralidad de Estados, cuya preocupación no es
solo interna, sino que también se proyecta hacia fuera, para el mantenimiento de un
equilibrio internacional de fuerzas (p. 335). En una época en la que las pretensiones
universalistas del Imperio Romano ceden el paso a la exigencia de autonomía política y
religiosa de múltiples Estados, la racionalidad estatal requiere de dos conjuntos de
prácticas que le permitan arbitrar la competencia política y económica: un “dispositivo
diplomático militar” y “el dispositivo de policía”.
El dispositivo diplomático-militar funciona como principio de regulación entre los
Estados, a un nivel que rebasa el viejo derecho soberano de los príncipes y la hegemonía
pastoral de la Iglesia Católica, y contempla el choque de fuerzas políticas y económicas
que desemboca en el Tratado de Westfalia (1648). La búsqueda del equilibrio europeo a
mediados del siglo XVII, como resultado de las luchas religiosas modernas y la
consolidación de aparatos administrativos estatales más o menos definidos, se llevó a cabo,
por consiguiente, a través de una técnica encargada de “organizar, disponer la
armonización y la compensación interestatal de fuerzas, gracias a una doble
instrumentación: (…) diplomacia permanente y multilateral, por un lado, y por otro, la
organización de un ejército profesional” (Foucault, 2006, p. 356).
El dispositivo de policía es el segundo conjunto de técnicas que utiliza la razón de
Estado para llevar a cabo sus objetivos de gobierno. Por el término “policía” no se
entiende, en el siglo XVII, una institución concreta, sino “el conjunto de los medios a
través de los cuales se puede incrementar las fuerzas del Estado a la vez que se mantiene el
buen orden de éste” (Foucault, 2006, p. 357): es todo el armazón de prácticas que sirven
para mantener el equilibrio de fuerzas al interior del Estado, en una relación de
enfrentamiento que no las anula, sino que las potencia. Gracias a la policía entra en escena
la población como objeto de los controles de la administración estatal, dado que toma
60 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

como punto de referencia las relaciones que establecen los individuos entre sí, con la
propiedad, con su territorio y con los aparatos de producción (Foucault, 2008, p. 130).
A partir del análisis de un texto de Turquet de Mayerne de 1611, Foucault rastrea
los elementos fundamentales de lo que para el siglo XVII se entendía por policía. Allí,
el término “policía” se utiliza como sinónimo de ciudad o de Estado y designa el arte
mismo de gobernar (Foucault, 2006, p. 366). En la utopía política planteada por
Turquet de Mayerne, el filósofo de Poitiers encuentra la preocupación por controlar
ciertos aspectos de la vida, centradas en la relación entre los hombres y el Estado: la
cantidad de individuos que habitan el territorio, las actividades productivas que
realizan, sus necesidades vitales básicas (vivienda, salud, alimentación, etc.) y
circulación (de mercancía, de individuos, etc.). La policía, tal como se entendía entre
los siglos XVII y XVIII, designa, por tanto, una necesidad por controlar el bienestar de
los seres humanos, por proporcionarles un mejor vivir en el Estado: gestión de la vida
en el afianzamiento de las fuerzas estatales.
El arte de gobierno de la razón de Estado, que se pone en funcionamiento con el
dispositivo de policía, pone en el centro de las preocupaciones políticas la vida y el
bienestar de los individuos, pero en función de la reglamentación, del control omnipresente
del Estado, en cuanto garante y responsable de los procesos que se dan en su interior. La
policía, así entendida, se da en conexión con la proliferación de las disciplinas y su lógica
reticular28; en ella, la población entra a jugar un papel importante, pero todavía difuso, que
bloquea la atención a la individualidad y, por tanto, la doble función totalizante e
individualizante que la razón de Estado hereda del pastorado (Botticelli, 2016, p. 96;
Castro-Gómez, 2015, p. 134).
Si la policía concebida por el lado francés, en la representativa figura de Turquet
de Mayerne, no logra desbloquear la población, sino que permanece anclada al interés

28
“Esa gran proliferación de las disciplinas locales y regionales que se presenció desde finales del siglo XVI
hasta el siglo XVIII en los talleres, las escuelas y el ejército se destaca contra el fondo de disciplinarización
general, de reglamentación general de los individuos y el territorio del reino, en la forma de una policía
ajustada a un modelo esencialmente urbano. Hacer de la ciudad una especie de cuasi convento y del reino
una especie de cuasi ciudad, tal es el sueño disciplinario que encontramos como trasfondo de la policía”
(Foucault, 2006, p. 390).
Capítulo 3. El giro foucaultiano hacia la gubernamentalidad 61

mercantilista de reglamentación de los procesos económicos para el fortalecimiento del


estado soberano, Foucault (2008) encuentra del lado alemán un desarrollo más
completo, especialmente en von Justi, de una ciencia de la policía (Polizeiwissenschaft)
que aborda la “paradoja” de la policía, según la cual la razón se ocupa, de manera
simultánea, del ejercicio de la fuerza y de la búsqueda del bienestar de los ciudadanos
(pp. 135-136). A la primera tarea, Justi asigna el nombre de die Politik, mientras que,
para la segunda, de carácter más positivo, el mismo autor reserva la palabra Polizei.
Esta distinción es importante para Foucault, porque le permite evidenciar el
surgimiento, en el mismo seno de la razón de Estado, aunque ya en el siglo XVIII, de
la población como objeto de control de la policía, en tanto mecanismo de poder y saber
a la vez.
Esta concepción alemana de la policía es la bisagra entre la razón de Estado y el
liberalismo que surge en el siglo XVIII, como una tecnología política que analiza y regula
los procesos económicos, ya no desde la reglamentación sino desde el dejar hacer. Para
evidenciar la problematización entre una tecnología y la otra, Foucault desarrolla, en la
última clase de Seguridad, territorio y población, las objeciones de los fisiócratas a la
reglamentación mercantilista y a la pretensión soberana de vigilar, desde la ley y desde la
racionalidad estatal, la producción y los intercambios. Las críticas economicistas a la razón
de Estado inauguran, así, una nueva forma de gubernamentalidad que ya no pone el énfasis
en la artificialidad de la ley, que se oponía a la naturalidad del orden divino, sino en la
“naturalidad específica de las relaciones de los hombres entre sí, de lo que sucede de
manera espontánea cuando cohabitan, cuando están juntos, cuando hacen intercambios,
cuando trabajan, cuando producen”, esto es, la “naturalidad de la sociedad” (Foucault,
2006, p. 400).
Con el economicismo liberal surge la “sociedad civil” como objeto específico de
intervención gubernamental, como determinación de la población que ya era visible en la
razón de Estado, pero secundaria con respecto a la administración estatal. La libertad y la
naturalidad se ubican en el primer plano de las inquietudes del arte de gobernar que
empieza a direccionarse hacia una crítica abierta del Estado de policía: “No respetar la
libertad es no sólo cometer abusos de derecho con respecto a la ley, sino sobre todo no
62 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

saber gobernar como es debido” (Foucault, 2006, p. 404). Nacimiento, pues, de una nueva
racionalidad gubernamental que se gesta contra el Estado para instaurar nuevos
mecanismos para la conducción de la conducta, amparados en la sacra defensa de la
libertad. Nuevo poder que tiene por objeto la espontaneidad de las poblaciones como
elemento de control social.
Capítulo 4. Sociedades de control: el gobierno
neoliberal del deseo
En unos apuntes de 1977, escritos a propósito de la publicación de La voluntad de
saber y conocidos años más tarde con el título “Deseo y placer”, Deleuze identifica
algunos aspectos en los que su pensamiento se distancia de la mirada foucaultiana sobre el
poder. El más importante es el hecho de que, para Foucault, el poder constituye lo real a
nivel molecular o microfísico, mientras que para Deleuze y Guattari son los dispositivos
del deseo los que definen esa dimensión. Los dispositivos o agenciamientos de poder, a los
cuales se remite siempre el deseo, son apenas “componentes de los dispositivos” a los que
no se pueden reducir las líneas de desterritorialización, que también le son inherentes: “el
poder –afirma Deleuze (2007) – es una afección del deseo” (p. 124), y, por tanto, es
secundario con respecto a las conexiones de los flujos moleculares.
Si para Foucault el poder es una relación de fuerzas que produce efectos de
dominio y resistencia, para Deleuze el deseo produce lo real a través de líneas de fuga que
liberan las conexiones rizomáticas que el poder intenta bloquear. En el Anti Edipo,
Deleuze y Guattari establecieron una relación directa entre deseo y producción social,
incluso en la reproducción de los aparatos más represivos; de allí concluyeron que las
preguntas más importantes de la filosofía política seguían siendo las planteadas por
Spinoza y Reich:
«¿Por qué combaten los hombres por su servidumbre como si se tratase de su
salvación?» (…) ¿Por qué soportan los hombres desde siglos la explotación, la
humillación, la esclavitud, hasta el punto de quererlas no sólo para los demás, sino
también para sí mismos? (Deleuze & Guattari, 1973. p. 36).
Su problema es el éxito del fascismo, a propósito de lo cual defienden que “las
masas no fueron engañadas” sino que lo desearon “en determinado momento, en
64 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

determinadas circunstancias, y esto es lo que precisa explicación, esta perversión del deseo
gregario” (Deleuze & Guattari, 1973, p. 36). Para ellos es importante preguntarse cómo el
deseo es territorializado, desterritorializado y reterritorializado por los centros de poder y
cómo ha sido conducido a desear su propia represión: no la obediencia a una autoridad
externa, sino el direccionamiento del poder desde el deseo mismo29. Para Foucault (1991),
el análisis debe ir en una dirección un poco distinta: “el problema crucial del poder no es la
servidumbre voluntaria”, sino aquellos mecanismos a partir de los cuales la libertad se
convierte en un elemento central del ejercicio del poder y no necesariamente en el baluarte
de su enfrentamiento (p. 87). El problema se plantea en términos de una libertad que
fluctúa dentro de las relaciones de poder, es decir, en el seno de una lucha que se
caracteriza por el dinamismo y la reversibilidad de sus procedimientos.
Desde Vigilar y castigar, Foucault insiste en que el poder no es en esencia
represión ni ideología, sino que es productor de realidad, de saberes y subjetividades.
Deleuze (2007), en cambio, insiste en un efecto represivo del poder “en la frontera entre lo
macro y lo micro” (p. 124). Sin embargo, ambas posturas apuestan por un “microanálisis”
que busca la constitución del campo social en sus relaciones inmanentes y no en el Estado
ni en las instituciones. De acuerdo con la lectura deleuziana, la primera obra de Foucault
sobre el poder proponía una doble perspectiva para el análisis microfísico: la de los micro-
dispositivos, heterogéneos, parciales y dispersos en las relaciones sociales; y la del
diagrama, que funciona como matriz abstracta de distribución de las fuerzas de todo el
conjunto social (Deleuze, 2007, pp. 121-2). Pero lejos de ser contradictorias, la perspectiva
diagramática sirve de punto de convergencia de los micro-dispositivos en la configuración
de las relaciones de poder dominantes en una sociedad. El diagrama disciplinario, por
ejemplo, es la síntesis de aquellos procesos aislados y parciales por los cuales las
disciplinas van estructurando el cuerpo social en diferentes ámbitos e instituciones
independientes como la prisión, el cuartel, el hospital o la escuela.
Pero con su primera obra sobre la sexualidad, Foucault parece orientarse en otra
dirección y ver en los “procesos políticos” (biopolítica) aquello que permite la integración

29
“Este es, pues, el objetivo del esquizoanálisis: analizar la naturaleza específica de las catexis libidinales de
lo económico y lo político; y con ello mostrar que el deseo puede verse determinado a desear su propia
represión en el sujeto que dese” (Deleuze & Guattari, 1973, p. 110).
Capítulo 4. Sociedades de control: el gobierno neoliberal del deseo 65

de los micro-dispositivos. Deleuze (2007) asume este desplazamiento como un abandono


del concepto de diagrama y se pregunta si acaso podrá ser retomado para enriquecer el
microanálisis, como opción alternativa a la mirada englobante del Estado (p. 128). Por
supuesto, en sus cursos de 1986, Deleuze rastrea que el concepto de diagrama no fue
abandonado, sino que vuelve a ser operante en los análisis foucaultianos sobre los griegos
y en el descubrimiento del eje de la subjetividad, pero tanto en Seguridad, territorio y
población como en El nacimiento de la biopolítica, Foucault encuentra en las relaciones de
gobierno un campo de fuerzas del que emergen los diagramas de poder que atraviesan el
campo social y que sirven de telón de fondo a la formación de los Estados modernos.
El concepto de gobierno permite a Foucault retomar el microanálisis de aquellos
procesos y dispositivos dispersos en el campo social, como es el caso del pastorado
cristiano, que se unifican en el diagrama que empieza a hacerse dominante entre los siglos
XVI y XVII: las artes de gobierno. Como diagrama de conducción de la conducta a la vez
totalizante e individualizante, la búsqueda del arte de gobernar, examinada en el curso de
1978, lleva al establecimiento de la razón de Estado como tecnología política que permite
la gubernamentalización estatal, pero luego, con el surgimiento del liberalismo, se
consolida un nuevo diagrama de poder que deviene en la “forma empresa” que modula las
relaciones sociales en el Occidente contemporáneo.
Con el análisis de las artes de gobierno, es posible rastrear la preocupación
foucaultiana por el trasfondo diagramático de aquellos procesos políticos que toman por
objeto los fenómenos poblacionales; de ahí la necesidad que Foucault expresa, en la clase
del 1 de febrero de 1978, por examinar el campo, más amplio, de la gubernamentalidad,
para comprender el surgimiento de la biopolítica que luego, en el curso de 1979 y con
idéntica finalidad, se transforma en el estudio del liberalismo y el neoliberalismo
(Foucault, 2007, p. 41). Esto implica que tanto Deleuze como Foucault sitúan sus
investigaciones, al nivel del microanálisis, en el campo de distribución diagramático de
fuerzas; pese a las diferencias que el primero plantea con respecto al segundo, ambos
autores indagan por el ámbito microfísico de constitución de lo social, para el cual el
Estado es un referente importante e incluso un modulador, pero no la fuente de sus
interacciones.
66 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

Hay otro punto de encuentro entre el análisis foucaultiano del liberalismo y la


óptica deleuziana del deseo. Aunque para Deleuze y Guattari el problema del poder se
plantea en términos de cómo es posible que se desee la propia represión, mientras que a
Foucault le interesan las condiciones por las cuales la libertad se convierte en una
condición para el ejercicio del poder, Castro-Gómez (2015) afirma que Foucault retoma
las tesis del Anti Edipo en torno a la producción deseante en el capitalismo, pero “con otro
lenguaje”: gobernar las poblaciones “supone la ‘libre’ movilidad del deseo”, es decir,
permitir la circulación no solo de “flujos de mercancía, personas o enfermedades, sino
también, y principalmente, flujos de deseo” (p. 84). El liberalismo tiene por objeto la
producción del deseo, la libre conexión de sus flujos al nivel de los procesos económicos y
la opinión, en un marco de regulaciones diseñadas a partir del conocimiento del deseo
mismo. Por lo tanto, en este punto de articulación entre la ontología deleuziana del deseo y
el gobierno foucaultiano de la libertad parece posible establecer una serie de relaciones
conceptuales entre lo que ambos autores proponen como lo propio del ejercicio del poder
en las sociedades contemporáneas.
El punto de partida para la caracterización del liberalismo es el conjunto de críticas
que desde el mismo siglo XVI recibe la razón de Estado. Para Foucault, el derecho jugó un
papel importante en la consolidación de los aparatos estatales medievales, dado que
restringía los poderes de las aristocracias feudales y legitimaba la autoridad real. Sin
embargo, la entrada en escena de la “racionalidad gubernamental” produjo la utilización de
mecanismos jurídicos para restringir las esferas de acción del Estado de policía (Foucault,
2007, p. 23). Las preguntas en torno a cómo gobernar fueron acompañadas desde el
comienzo por la inquietud de cómo no ser gobernado y el derecho fue un instrumento de
lucha con el que se libraron batallas importantes en el seno de la racionalidad estatal. No
obstante, el derecho al que se apelaba en el siglo XVII se situaba en los márgenes de la
razón de Estado, en un exterior que intentaba frenar la extensión de sus pretensiones con la
distinción entre lo legítimo y lo ilegítimo de sus procedimientos, pero no en el
cuestionamiento interno de su lógica, ni de sus funciones gubernamentales.
Para el siglo XVIII, aparece otro tipo de crítica a la razón de Estado, una que ya no
cuestiona sus límites externos, sino su racionalidad interna. Esta crítica no proviene del
derecho, sino de la economía política, entendida como el conjunto de métodos y saberes de
Capítulo 4. Sociedades de control: el gobierno neoliberal del deseo 67

gobierno que buscan “asegurar la prosperidad de una nación”, a partir de la reflexión


“sobre la organización, la distribución y la limitación de los poderes en una sociedad”
(Foucault, 2007, p. 30). La búsqueda de un arte de gobernar crítico de los controles del
Estado de policía parte del principio de que existe una serie de procesos naturales que
deben dejarse desarrollar si se quiere asegurar la riqueza de la sociedad. El problema de la
economía política no es, entonces, como en la razón de Estado, si se ha gobernado de
manera suficiente, si se han reglamentado la mayor cantidad de aspectos de la vida de los
individuos para aumentar la fuerza estatal, sino la cuestión inversa, es decir, si acaso se ha
gobernado demasiado y si se ha respetado la naturalidad de los procesos que se gobiernan.
A este nuevo y refinado arte de gobernar, a esta restricción interna de la razón
gubernamental, es a lo que Foucault llama, en su curso de 1979, liberalismo. La conexión
entre la economía política y el problema de los límites del gobierno se halla en el campo
de intervención gubernamental por excelencia desde la Edad Media: el mercado. Para este
autor, el mercado es hasta el siglo XVII un “lugar de justicia”, un campo de
reglamentación de aquello que se intercambia, de los precios, de los procedimientos de
producción, de la procedencia de los productos, etc., cuya finalidad es evitar el fraude o
cualquier otro delito posible. Pero a mediados del siglo XVIII, el mercado empieza a verse
menos como un espacio para la administración de justicia y más como un lugar de
procesos espontáneos, de los cuales emergen los precios normales de los productos que,
“en cuanto se ajustan a los mecanismos naturales del mercado, van a constituir un patrón
de verdad que permitirá discernir en las prácticas gubernamentales las que son correctas y
las que son erróneas” (Foucault, 2007, p. 49). Se descubre en el mercado un lugar de
“veridicción”, cuyo conocimiento es indispensable para el éxito de cualquier acción
gubernamental.
Pese a la tensión entre la perspectiva económica y la jurídica, se intentó conciliarlas
con la búsqueda de los límites del poder público entre los siglos XVIII y XIX. El primer
camino que tomó este proceder estuvo guiado por el establecimiento de derechos
“originarios”, a partir de los cuales se intentó definir los límites y los alcances del
gobierno; la segunda vía se concentró en “poner de relieve lo que para el gobierno sería
inútil tocar” (Foucault, 2007, p. 59), y partió del principio de utilidad para circunscribir el
área de influencia estatal. Dos caminos, el revolucionario y el radical –según los términos
68 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

foucaultianos–, que en su disparidad intentaron crear un derecho a partir de la utilidad


(individual y colectiva), en cuyo proceso terminó primando la segunda (la utilidad) sobre
el primero (el derecho) y emergió el nuevo objeto del arte de gobernar: el juego de los
intereses.
El liberalismo logra articular, entre los siglos XVIII y XIX, tres elementos
fundamentales: la espontaneidad de los mecanismos económicos que la acción
gubernamental se ve obligada a respetar (la veridicción del mercado); el cálculo de
intereses en la definición de los límites del Estado; y la regulación de las interacciones
económicas entre los Estados, que logran situar a Europa dentro del mercado mundial
(Foucault, 2007, p. 81). En los tres casos, el problema de la libertad asume el papel de
elemento cardinal, pero no como un problema de medida, sino como uno de “consumo” y
producción de libertad. Si Foucault (2007) ve en el liberalismo un nuevo arte de gobierno
es por el tipo particular de relación que entabla con la libertad: no porque sea una
tecnología política “más libre” que otra, sino porque se presenta como “administrador de la
libertad”, como aquel que produce las condiciones para el desarrollo de la libertad que él
mismo organiza y controla (p. 84).
El liberalismo implica una conjugación entre mecanismos que promueven la
libertad y la aplicación de controles regulativos; implica también la aplicación de una serie
de dispositivos de seguridad, a partir de la exaltación de la inseguridad constante de los
individuos a lo largo de su existencia; pero, en ambos casos, libertad y control, riesgo y
aseguramiento, no son elementos contrapuestos sino complementarios, el uno se convierte
en la condición del otro. En este punto, Foucault encuentra una nueva crisis de
gubernamentalidad, producto de la aplicación de los principios liberales en las primeras
décadas del siglo XX. La problematización del liberalismo apunta a los excesos de
gobierno que se llevaron a cabo en los años veinte y treinta, tanto en los Estados Unidos
como en Europa, como medidas para impedir la proliferación del comunismo y el
fascismo, que terminaron en la “intervención coercitiva en el dominio de la práctica
económica” (Foucault, 2007, p. 91). Este nuevo desplazamiento de la razón gubernamental
desemboca en el surgimiento del neoliberalismo.
Foucault analiza el programa neoliberal a partir de dos vertientes, la alemana y la
norteamericana, cuyo punto de encuentro es, en principio, un enemigo común: Keynes y
Capítulo 4. Sociedades de control: el gobierno neoliberal del deseo 69

las políticas de direccionamiento económico, puestas en marcha desde comienzos del siglo
XX hasta la segunda posguerra. En el caso de Alemania, las críticas al intervencionismo
estatal tenían como principal referente al Estado nazi, que tras su derrota en 1945 había
demostrado los estragos de una regulación excesiva. Pese a ello, el periodo de posguerra
apuntaba en la dirección de una política planificadora que permitiera construir una
economía de paz, sobre las ruinas de la economía de guerra. Ante las medidas de dichas
políticas, que hacían eco del plan Marshall para la reconstrucción europea, se alzaron las
voces de economistas como Ludwing Erhard, para exigir la desregulación del mercado y
asegurar la autonomía del pueblo alemán. Para Foucault (2007), el problema de Alemania
tras la Segunda Guerra era el inverso del liberalismo dieciochesco, que partía de la
existencia del Estado para establecer la libertad de mercado, pues su pregunta era, más
bien, la de cómo crear el Estado “a partir del espacio no estatal que es el de la libertad
económica” (p. 109). Problema, pues, de la legitimidad del Estado fundado en una libertad
que, a su vez, lo limita.
El ordoliberalismo de la Escuela de Friburgo veía en el Estado nazi un ejemplo
paradigmático de la regulación estatal, pues no difería en esencia de otro tipo de regímenes
de intervención como el comunismo soviético o el New Deal norteamericano, que
compartían una especie de “invariante económico” de regulación keynesiana, protegida,
asistencial y planificada (Foucault, 2007, pp. 139-41). Para los neoliberales alemanes, la
historia de este tipo de regulaciones desembocaba en los excesos de injerencia estatal del
nacionalsocialismo, por lo que su divisa, para 1948, era proponer una nueva perspectiva
con respecto a los procesos económicos de la posguerra, pero también de la relación entre
el mercado y el Estado de la que partía el liberalismo clásico: “la libertad de mercado
como principio organizador y regulador del Estado” (Foucault, 2007, p. 149).
Este liberalismo de nuevo cuño no buscaba entablar una relación política de
exterioridad, en la que el Estado se viera limitado por las dinámicas del mercado, sino una
incidencia directa, en la que fueran dichas dinámicas las que guiaran el arte de gobernar; lo
que no implica tanto pensar en el mercado, y en la competencia en particular, como el
límite del gobierno, sino como el motor mismo de las prácticas gubernamentales. La
función del gobierno, en este sentido, es la de actuar en las condiciones de posibilidad del
mercado, en regular las reglas de juego de la competencia para evitar fenómenos como el
70 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

monopolio. En esta misma lógica, el ordoliberalismo también se ocupó de ciertas


condiciones no económicas del mercado, del “marco” que lo hace posible; de tal suerte
que su propuesta era otro tipo de regulación estatal que se concentrara en la población, en
sus fenómenos demográficos, condiciones educativas, culturales, jurídicas, etc. (Foucault,
2007, pp. 172-4).
La función del Estado es, desde la óptica analizada, la configuración de una
“estructura de competencia” en la cual puedan crearse “las condiciones para que el
ciudadano mismo se convierta en un actor económico, que pueda moverse con
independencia del Estado” (Castro-Gómez, 2015, p. 187). El gobierno neoliberal se opone
a las medidas que apelan a la “socialización del consumo y los ingresos” y, en cambio, se
ocupa de garantizar que cada individuo cuente con los medios suficientes para hacer frente
a sus propias necesidades, para lo cual debe promover el crecimiento económico que, por
sí mismo y no desde una política social, debe “permitir a todos los individuos alcanzar un
nivel de ingresos suficientes para tener acceso a los seguros individuales, la propiedad
privada, la capitalización individual o familiar, para poder enjugar con ellos los riesgos”
(Foucault, 2007, p. 178). Por lo tanto, la no regulación del mercado deviene en un
gobierno de lo social a partir de una concepción empresarial y competitiva de las
relaciones entre individuos.
El gobierno neoliberal de lo social es importante para Foucault (2007), porque guía
cierta concepción de la política en la Alemania de los años cincuenta que, desde la mirada
de Wilhelm Röpke, se concentra en el funcionamiento del tejido social, en lo que se llamó
“política de la vida” (Vitalpolitik). Esta mirada tiene por objetivo la difusión y
multiplicación de un ethos empresarial, más allá de las corporaciones, que module las
interacciones sociales y la competencia entre los individuos. No es una intervención sobre
las consecuencias no previstas o “antisociales” del mercado, sino una potenciación de la
capacidad competitiva de los individuos (acceso a la propiedad, trazado urbano, políticas
de empleo, etc.). Por ello, se concibe el orden jurídico como correlativo al orden
económico, y se piensa el mercado, a diferencia del liberalismo clásico, como un campo de
regulaciones inmanentes de distinto nivel y no como un dato natural que es necesario
respetar, en el que, a través del tiempo, “los procesos económicos y el marco institucional
se convocaron, se apoyaron, se modificaron entre sí, modelados en una reciprocidad
Capítulo 4. Sociedades de control: el gobierno neoliberal del deseo 71

incesante” (Foucault, 2007, p. 195). Hacia allí apunta la introducción del Estado de
derecho como garante de las condiciones formales, aunque no concretas, del
funcionamiento de la competencia en el mercado: es un garante de sus reglas de juego30.
De acuerdo con Foucault (2007), el modelo neoliberal alemán encuentra
repercusiones importantes tanto en Francia como en los Estados Unidos, aunque ni su
desarrollo ni sus resultados hayan sido idénticos. Para el caso francés, sin embargo, recalca
cómo la política de Seguridad Social de la segunda posguerra contenía en su aplicación y
justificación los principios del ordoliberalismo, en lo que concierne a la neutralidad
económica de la política social y a la idea de la responsabilidad individual de asumir una
ética empresarial de autogestión para tomar parte activa en las dinámicas competitivas del
mercado. La única asistencia estatal que conciben los franceses, en el marco de tal política,
es la del “impuesto negativo”, que buscaba mermar los efectos de la pobreza “absoluta” y
acercar a los individuos que han caído en ella a cierto umbral de estabilidad económica,
para asumir su puesto en el mercado.
El neoliberalismo norteamericano se distancia un poco de la escuela de Friburgo.
En primer lugar, su crítica apunta a las políticas sociales de Roosevelt y al
intervencionismo económico keynesiano que fueron puestas en marcha desde comienzo de
los años treinta. En segundo lugar, la presencia del liberalismo en los Estados Unidos no es
algo marginal o foráneo, sino que hace parte de los fundamentos mismos del Estado desde
la guerra de independencia: allí el liberalismo “es toda una manera de ser y de pensar”
(Foucault, 2007, p. 253). Para hallar sus especificidades con respecto al neoliberalismo
europeo, Foucault se concentra en dos elementos que considera importantes en el análisis y
en el proyecto neoliberal norteamericano: la teoría del capital humano y el problema de la
criminalidad.
El “capital humano” es un concepto que nace de la problematización que el
neoliberalismo realiza con respecto al estudio de los elementos de la producción realizado
por el liberalismo clásico. Si la tierra y el capital fueron examinados por Adam Smith y

30
“El ordoliberalismo, entonces, proyecta una economía de mercado competitiva, acompañada de un
intervencionismo social que, en sí mismo, implica una renovación institucional en torno de la revalorización
de la unidad ‘empresa’ como agente económico fundamental” (Foucault, 2007, p. 213).
72 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

David Ricardo, el trabajo, en cambio, parece caer por fuera de su análisis económico.
Foucault (2007) muestra que los neoliberales polemizan implícitamente con el marxismo,
en la medida en que intentan hallar la abstracción mercantil del trabajo no en la lógica del
capital (como Marx), sino en la teoría económica que la redujo a puro gasto temporal de
fuerza que se representa en el pago de los salarios.
El análisis económico del trabajo se piensa como el examen de una actividad que
genera “ingresos”, en la que el salario de los trabajadores deja de verse como el “precio de
venta de su fuerza del trabajo” (Foucault, 2007, p. 262). Este giro implica cualificar el
trabajo como aquello que produce valor para quien lo posee y no solo para quien se lo
apropia en el mercado laboral, es decir, se lo piensa como capital y no como mercancía. En
esta perspectiva, el trabajador se muestra como administrador de su propio capital (su
fuerza de trabajo) y como el responsable de las rentas que de él se extraigan (el salario-
ingreso). El neoliberalismo norteamericano difunde, así, la ética empresarial que ya había
sido propuesta por la escuela de Friburgo, pues hace de cada individuo un “empresario de
sí mismo” (Foucault, 2007, p. 264).
El capital humano se compone de dos elementos: uno genético, que hace referencia
al conjunto de rasgos y capacidades heredadas; y otro adquirido, que se constituye por
aquellas habilidades que voluntariamente el individuo va forjando para sí, a partir de la
experiencia y la educación. En ambos casos, son recursos que cada individuo tiene que
potenciar, con el fin de cualificar su actividad productiva y convertirse en una “máquina”
idónea y eficiente de percepción de capitales, ya que de ello depende la productividad de
su capital. El análisis neoliberal, en este último sentido, se concentra en aquel conjunto de
elementos que constituyen una “inversión” para el crecimiento del capital humano, tales
como la educación, el ambiente, el cuidado de los padres, entre otros, que “pueden ser
vistos como variables económicas que, como tales, pueden ser cuantificadas y
cualificadas” (Castro-Gómez, 2015, p. 208).
La racionalidad económica que empieza a mediar la relación entre el individuo y
sus actividades cotidianas, sus roles sociales y familiares, sus capacidades y, en general, su
vida privada, es la variante norteamericana de la Vitalpolitik que organiza el campo social
de acuerdo con la lógica empresarial, en el marco de la competencia. Para Foucault (2007)
esta racionalidad de mercado sirve al neoliberalismo como “principio de inteligibilidad”
Capítulo 4. Sociedades de control: el gobierno neoliberal del deseo 73

que le permite comprender el funcionamiento de lo social y, por consiguiente, establecer


sus patologías y posibles soluciones31. La extensión de la forma empresa a todos los
ámbitos de la existencia humana hacen del capital humano una idea directriz de lo social y
un patrón de valoración del gobierno de los hombres: las dinámicas del mercado (en su
sentido más amplio) se convierten en el límite que ningún gobierno puede franquear
(Foucault, 2007, p. 286).
El neoliberalismo utiliza el mismo criterio de comprensión para la criminalidad y la
asume como el riesgo que tiene cualquier individuo de ser sujeto de una pena. Esta
definición operativa de Gary Becker evidencia la perspectiva económica a partir de la cual
se percibe no solo el crimen, sino el funcionamiento global del sistema penal. Con esta
premisa, Foucault (2007) intenta sustentar que la concepción del hombre como “homo
aeconomicus” no implica una invasión del mercado en la naturaleza humana, sino una
comprensión de sus relaciones en términos empresariales; lo cual apunta a que el gobierno
sobre los individuos debe tener los rasgos de un cálculo de costos y beneficios de las
acciones, es decir, la operatividad misma del homo aeconomicus: se explota una dimensión
económica del ser humano que puede gobernarse siguiendo su propia lógica dentro del
medio propicio para ello: el mercado32.
Con el empirismo de Locke y Hume, todo individuo se concibe como un “sujeto de
interés” y la sociedad, al igual que el mercado, como un juego de intereses que escapa a
cualquier tipo de mirada soberana. El “sujeto de derecho” que emerge en la idea del
contrato social no sustituye al sujeto de interés, sino que subsiste como dato empírico al
lado de la lógica jurídica. La “mano invisible”, a la que apela Smith para explicar el
funcionamiento del mercado y el carácter cuasi natural de sus efectos en el puro choque de
intereses, es vista como el “correlato del homo aeconomicus” que hace que cada individuo
actúe “dentro de una totalidad que se le escapa y que, sin embargo, funda la racionalidad

31
“Se trata, desde luego, de multiplicar el modelo económico, el modelo de la oferta y la demanda, el
modelo de la inversión, el costo y el beneficio, para hacer de él un modelo de las relaciones sociales, un
modelo de la existencia misma, una forma de relación del individuo consigo mismo, con el tiempo, con su
entorno, el futuro, el grupo, la familia” (Foucault, 2007, p. 278).
32
Desde esta lógica, el sistema penal adquiere para Foucault (2007) una dimensión económica clara, al igual
que las estrategias de castigo: “la acción penal debe ser una acción sobre el juego de las ganancias y las
pérdidas posibles, una acción ambiental. Hay que actuar sobre el medio del mercado en que el individuo hace
su oferta de crimen y encuentra una demanda positiva o negativa” (p. 302).
74 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

de sus decisiones egoístas” (Foucault, 2007, p. 320). La completa incertidumbre con


respecto a los resultados del choque de intereses es, así, un rasgo normal de las
interacciones sociales, en tanto que de ello se sigue el bienestar del conjunto que tiende a
regularse por sí mismo.
Pero si la totalidad de los procesos que se dan en el juego de los intereses es
incognoscible, al igual que sus efectos, salvo desde la perspectiva de su operatividad
económica, la regulación de dichos procesos se convierte en el límite para todo gobierno,
puesto que es inasible para cualquier perspectiva totalizante que intente reglamentarlos.
Así pues, en el marco de la tensión entre el devenir de los procesos económicos y las
estructuras jurídicas del Estado se debía buscar un campo propio de gobierno que no
interfiriera con las dinámicas del mercado, pero que mantuviera la unidad soberana de la
ley y su autonomía con respecto a la economía. Ese dominio, esa “nueva realidad sobre la
cual ese arte de gobernar ha de ejercerse”, es la “sociedad civil” (Foucault, 2007, p. 335),
entendida como el punto de convergencia de los sujetos económicos de interés en el
espacio político del Estado.
La sociedad civil es, para Foucault (2007), una realidad “transaccional” que nace
como correlato de la tecnología liberal de gobierno (p. 337), y existe como campo de
circunscripción, de auto limitación, económica y jurídica que exige la racionalidad liberal
para administrar de manera adecuada al homo aeconomicus como sujeto de derecho. A
partir de la obra de Adam Ferguson, Foucault señala algunas características importantes de
la sociedad civil, tales como la espontaneidad de su existencia, la simpatía recíproca de las
relaciones intersubjetivas que la conforman, la “naturalidad” de las jerarquías del poder y
su constancia histórica (Foucault, 2007, p. 347).
La diagramática neoliberal aparece, a la mirada foucaultiana, como un tipo de
poder que subyace a las estrategias biopolíticas que habían sido analizadas en La voluntad
de saber y en Defender la sociedad, se muestra como un campo molecular que atraviesa
no solo el dominio del Estado, las instituciones, el mercado o sus discursos operativos,
sino también los mecanismos a partir de los cuales cada quien se relaciona con los otros y
consigo mismo. De modo que la forma empresa se convierte en un elemento clave en el
control de las relaciones sociales desde sí mismas y no solo de las magnitudes medibles de
Capítulo 4. Sociedades de control: el gobierno neoliberal del deseo 75

la población, el objetivo del poder es, entonces, el “gobierno de la intimidad”, es decir, el


gobierno de los intereses y el deseo (Castro-Gómez, 2015, p. 210).
El gobierno sobre los hombres se postula, bajo la óptica neoliberal, como una
tecnología que busca crear las condiciones de posibilidad para el encausamiento del deseo,
para lo cual se interviene el medio sobre el que se desarrolla el homo aeconomicus y se
hace más competitivo. En este sentido, el neoliberalismo norteamericano radicaliza la
propuesta ordoliberal de intervenir las reglas de juego de la competencia, desmantelando
cualquier tipo de “seguridad ontológica” que pueda interferir con las dinámicas de la
administración del capital humano de cada quien. Esto conduce a la disposición controlada
de un “ambiente de riesgo en el que las personas se vean obligadas a vérselas por sí
mismas, pues la inseguridad es el mejor ambiente para estimular la competitividad y el
autogobierno” (Castro-Gómez, 2015, p. 211). La diagramática liberal conjura y subordina
otros tipos de tecnologías de poder, como la soberanía y la disciplina, operando en la
intervención de las condiciones de vida de individuos y poblaciones. En la lógica
empresarial, cada quien se concibe como una máquina productiva que administra su propio
capital, en un marco de posibilidades que le ha sido dispuesto.
Esta apertura del control con respecto a los espacios disciplinarios es un tema que
ya se había abordado en los análisis foucaultianos sobre el funcionamiento de la
biopolítica33. Pero Foucault nunca fue un pensador del encierro, como pudo parecerlo, por
ejemplo, a Virilio o a Lipovetsky, sino que, como muestra Deleuze, sus mismos estudios
sobre instituciones cerradas tenían como referente la espacialidad abierta de la dispersión
diagramática. La revisión de los dispositivos de poder desde la época clásica (soberanía,
disciplina y biopolítica) implicaba, entonces, rastrear su mecánica concreta, sus estrategias
y fisuras, tomando en cuenta que dicha perspectiva abría rutas de investigación que podían
seguirse, abandonarse o reelaborarse, y Deleuze se suscribió a su reelaboración.
La pregunta deleuziana por los poderes no disciplinarios se plantea, en sus cursos
de 1986, a propósito de su análisis sobre las formaciones que Foucault establece como

33
El diagrama biopolítico que emerge en el análisis de La voluntad de saber tiene como principal rasgo, para
Deleuze (2016), el “gestionar y controlar la vida en una multiplicidad cualquiera, a condición de que la
multiplicidad sea numerosa (población) y el espacio extenso o abierto” (p. 101).
76 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

dominantes en Occidente desde la Edad Media. Aunque Deleuze acepta la superposición


diagramática de la soberanía, la disciplina y la biopolítica, también se pregunta por la
posibilidad de aceptar la “hipótesis” del auge de cada una de ellas en determinados
momentos de la historia. Para las sociedades del siglo XX, en las que estalla el dominio de
la biopolítica decimonónica, Deleuze (2014) reserva una expresión acuñada por William
Burroughs para la política de la segunda posguerra y considera que la tercera formación
que se infiere de la obra de Foucault, junto a la soberanía y la disciplina, es la del “terrible
poder de control” (p. 364). La primera caracterización que Deleuze hace sobre el control
parte del desarrollo foucaultiano del concepto de biopolítica y pone el acento sobre el
derecho sobre la vida como objeto de poder y resistencia. No obstante, el concepto de
“sociedad de control” adquiere otros rasgos, hacia 1990, en el célebre Post-scriptum
deleuziano.
Para Deleuze, los estudios de Foucault son un atisbo de la decadencia de las
sociedades disciplinarias y sus encierros planificados, pues evidencian el funcionamiento
de otro tipo de mecanismos de dominio ligados a los espacios abiertos y a las
comunicaciones instantáneas. El “control” se convierte en el concepto que describe la
forma de conducir el deseo en las sociedades contemporáneas: “Los encierros son moldes
o moldeados diferentes, mientras que los controles constituyen una modulación, como una
suerte de moldeado autodeformante que cambia constantemente y a cada instante”
(Deleuze, 1995, p. 279). Frente a la disciplina, el control cuenta con una plasticidad que se
ajusta a los intereses de aquellos sobre quienes se ejerce, desdibujando su carácter
imperativo y resaltando la “espontaneidad” de las elecciones particulares.
La crisis de los espacios disciplinarios no implica su desaparición, sino la
subordinación de su disposición al control, pero ello significa que su lógica distributiva y
coactiva entra en desuso frente a los sistemas abiertos, cuyo margen de libertad parece más
amplio. En este sentido, Deleuze (1995) afirma que el modelo cerrado de la fábrica cede el
paso a uno más dinámico, el de la empresa, que “instituye entre los individuos una
rivalidad interminable a modo de sana competición, como una motivación excelente que
contrapone unos individuos a otros y atraviesa a cada uno de ellos” (p. 280). Esta mutación
del poder sitúa en el individuo la responsabilidad de tomar parte activa en las dinámicas
Capítulo 4. Sociedades de control: el gobierno neoliberal del deseo 77

sociales en las que se halla inmerso y hace recaer por completo en él el éxito o el fracaso
de su posición en ellas.
La lógica empresarial que condiciona la cohesión de los individuos al control
atraviesa para Deleuze (1995) todos los ámbitos de la existencia. La “formación
permanente”, por ejemplo, no solo se muestra como la captura de la educación por las
empresas, sino también como el mecanismo por el cual los individuos quedan sujetos a un
proceso interminable en el que los espacios y los tiempos de formación (como los de
producción o descanso) se superponen unos a otros. Nueva forma de disposición
espaciotemporal que no funciona por codificación sino por la axiomatización operada por
el capitalismo, conforme a las mutaciones de su funcionamiento. El poder a la vez
individualizante y totalizante, que marca los cuerpos y mide las poblaciones, se ve
desplazado por un sistema de “contraseñas” y “cifras” que “marcan o prohíben el acceso a
la información” (Deleuze, 1995, p. 281). Deleuze opera en este punto una distancia con
respecto al análisis foucaultiano del biopoder en La voluntad de saber, pero termina
coincidiendo, en la búsqueda del diagrama de control, con el diagnóstico sobre el
neoliberalismo, ya que Foucault rastrea el movimiento diagramático que permite hacer
inteligibles las estrategias biopolíticas, sin confundirlo con ellas.
El capitalismo decimonónico tiene como eje central la concentración de la
producción y la propiedad; en él, la fábrica funciona como una forma de encierro
privilegiada que se aúna a otras como el cuartel, la escuela o la prisión, en la potenciación
de las fuerzas productivas (incluida el trabajo). El cambio que comprueba Deleuze en la
orientación del capitalismo, a finales del siglo XX, está relacionado con el énfasis que se
pone ya no en la producción (pues se concibe como un capitalismo de “superproducción”),
sino en el mercado, en cuanto gira alrededor del “departamento de ventas”: en el estado
actual del capitalismo, “el instrumento de control social es el marketing, y en él se forma la
raza descarada de nuestros dueños” (Deleuze, 1995, pp. 283-4).
La peculiaridad de esta “fase” del capitalismo tendría que ver con un nuevo límite
que franquea, con una nueva descodificación que efectúa con respecto a los códigos de los
cuales se habría apropiado en el siglo XIX (diferentes también a los códigos que asumió en
siglos anteriores), mas no en lo que respecta a su funcionamiento general, puesto que
Deleuze concibe el capitalismo como una axiomática que reduce los flujos a su pura forma
78 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

cuantitativa para conectarlos a su propio circuito. Si las máquinas sociales “primitivas” y


“despóticas” operaban por codificación y territorialización de los flujos de deseo, el
capitalismo demanda la descodificación y desterritorialización de los mismos, pues
también las supone34. El dinero es la traducción fluctuante de un equivalente de cantidades
abstractas de fuerza de trabajo despojadas de todo código social particular, de toda
cualidad referida a lo producido o al trabajo que lo produce. Una axiomática establece
relaciones entre elementos “puramente funcionales cuya naturaleza no está especificada, y
que se realizan inmediatamente a la vez en dominios muy diversos”, a diferencia de los
códigos, que “enuncian relaciones específicas entre elementos cualificados, que sólo
pueden ser reducidos a una unidad formal superior (…) por trascendencia e
indirectamente” (Deleuze & Guattari, 1988, p. 459).
El circuito del capital muta los intercambios de mercancías cualitativamente
distintas por la extracción de plusvalor a partir de la compra y venta de fuerza de trabajo, y
en tal caso, “se empieza con dinero y se termina con dinero: D-M-D”; de ahí concluye
Deleuze (2005), siguiendo a Marx, que es imposible codificar esta relación, “porque los
flujos cualitativos son reemplazados por un flujo de cantidad abstracta del que lo propio es
la reproducción infinita del tipo D-M-D. Ningún código puede soportar este tipo de
reproducción” (p. 27). Por principio, el capitalismo conjuga flujos de capital y flujos puros
de trabajo sin la consideración de ninguna cualidad específica, puesto que la fuerza que lo
anima es la extracción de cantidades abstractas de trabajo traducidas en medidas
dinerarias: es una pura “mecánica de los flujos” que se edifica en la ruina de las
codificaciones sociales (Pardo, 2014, p. 133). Pero ello no implica que el capitalismo se
haya despojado, a lo largo de los siglos, de todo código social, sino que los ha subordinado
a su lógica y se ha desarrollado de manera simultánea con ellos: entre más descodifica y
axiomatiza la máquina capitalista, “tanto más sus aparatos anexos, burocráticos y
policiales, vuelven a territorializarlo todo absorbiendo una parte creciente de plusvalía”
(Deleuze & Guattari, 1973, p. 41).

34
“El capitalismo nace, en efecto, del encuentro entre dos clases de flujos, flujos descodificados de
producción bajo la forma de capital-dinero, flujos descodificados del trabajo bajo la forma del «trabajador
libre»” (Deleuze & Guattari, 1973, p. 39).
Capítulo 4. Sociedades de control: el gobierno neoliberal del deseo 79

La liberación capitalista del deseo desencadena sus flujos con respecto a los
códigos establecidos, pero organiza sus conexiones conforme a condiciones sociales que
establecen sus límites. En efecto, el capital se apropia de la producción social para volcarla
sobre sí mismo (capital industrial) y traducirla a los términos de una operación de
intercambios entre magnitudes equivalentes (capital mercantil)35. Si toda actividad humana
se reduce a una cantidad abstracta de trabajo medible en términos de tiempo socialmente
necesario, el problema del capitalismo no es otro que la conectividad de dichas cantidades
al sistema con independencia de cualquier código que las defina, aunque disponiendo de
determinados códigos para propiciar su propia reproducción. Por lo tanto, el capitalismo se
convierte en el límite de todo tipo de sociedad, en el umbral que deshace todos los códigos,
según los desplazamientos de los límites que se impone a sí mismo.
No obstante, para Deleuze y Guattari (1973) el capitalismo constituye un límite
“relativo” para toda clase de sociedad, ya que, si bien fractura los códigos, en cambio los
reemplaza por “una axiomática extremadamente rigurosa que mantiene la energía de los
flujos en un estado de ligazón al cuerpo del capital como socius desterritorializado, pero
también e incluso más implacable que cualquier otro” (p. 253). El capital opera una
conjugación de los flujos descodificados para acoplarlos a su sistema, libera el deseo para
capturarlo y redireccionarlo, según su mecánica de expansión mercantil y de extracción de
plusvalor, que puede siempre agregar nuevos axiomas a los anteriores.
El campo social deviene circuito económico que traduce sus relaciones a los
términos de la producción de cantidades abstractas. Los individuos mismos se conciben
como “funciones derivadas”, como “personificaciones” de dichas cantidades en sujetos
privados: el capitalista y el trabajador como derivaciones de los flujos de capital y de
fuerza de trabajo (Deleuze & Guattari, 1973, p. 272). Todo pasa por la mediación del
dinero. Incluso la reproducción humana queda subordinada a la axiomática capitalista, que
efectúa una fractura con el campo social al crear a la familia burguesa como algo
“privado” que se teje al margen de la reproducción social (Deleuze, 2005, p. 145); de ahí

35
“Aunque es cierto que en su esencia es capital filiativo industrial, no funciona más que por su alianza con
el capital comercial o financiero. En cierta manera, de la banca depende todo el sistema y la catexis o
inversión del deseo” (Deleuze & Guattari, 1973, p. 237).
80 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

la crítica deleuziana a la edipización del deseo efectuada por el psicoanálisis, ya que


bloquea los investimentos sociales del deseo con la triada familiar papá-mamá-hijo y
desdibuja las potencias sociales, económicas, políticas e históricas que configuran el
pliegue de las subjetividades.
La ventaja de la máquina social axiomática frente a aquellas que funcionan a partir
de codificaciones es que permite extender sus conexiones a elementos heterogéneos, cada
vez más alejados de los centros de poder; y, en este sentido, se configura como un “campo
de inmanencia que se reproduce a una escala siempre mayor, que no cesa de multiplicar
sus axiomas cuando los necesita” (Deleuze & Guattari, 1973, pp. 382-3). Al subordinar lo
cualitativo a lo cuantitativo, al reducir lo cualitativo a una sola magnitud cuantificable, el
capitalismo funciona como una fuerza que devora cualquier tipo de realidad, siempre y
cuando pueda anexarla a su propia cadena. Pero esta equiparación entre cantidades no es
una homogenización de lo múltiple, sino una “isomorfía”, una misma disposición dentro
del mercado que, por un lado, permite conectar Estados de distinta naturaleza
(democráticos, socialistas, autoritarios, etc.) y, por otro, “exige una cierta polimorfía
periférica, en la medida en que no está saturada, en la medida en que rechaza activamente
sus propios límites” (Deleuze & Guattari, 1988, p. 444). La axiomática “ecuménica” del
capital crea conexiones y disposiciones equivalentes en su centro, pero configura también
un “tercer mundo” que no deja de ser menos “precapitalista” en sus modos y relaciones de
producción por estar ligado al mercado mundial.
En la nueva fase del capitalismo, Deleuze (1995) encuentra que el endeudamiento,
y no el encierro, se convierte en el mecanismo de conexión de los seres humanos al
sistema, cuya producción de riqueza corre siempre paralela a una continua producción de
la “extrema miseria” (p. 284), en la que están comprometidos hasta los regímenes más
democráticos. Sistema flexible, adaptable y tolerante con lo heterogéneo, pero no menos
violento con respecto a los flujos que no logran adaptarse a sus conexiones o que se
desconectan a cada momento. El Estado no desaparece, se subordina a la axiomática
capitalista que, a su vez, lo supone, pues se encarga de su regulación: “organiza sus fallos
como condiciones de funcionamiento, vigila o dirige sus progresos de saturación y las
ampliaciones correspondientes de límite” (Deleuze & Guattari, 1973, p. 260). Los aparatos
estatales no son causa sino consecuencia de las relaciones que se tejen en el campo social,
Capítulo 4. Sociedades de control: el gobierno neoliberal del deseo 81

de los cruces y conjugaciones de flujos36. El Estado moderno no es el principio de un


diagrama de poder, sino un mecanismo por el cual se actualizan las ondas de dispersión
molecular de determinadas relaciones de fuerza; también es un agente que desencadena
flujos descodificados como reverso de las codificaciones que lleva a cabo.
El ejercicio del poder en el control está asociado a factores dinámicos como las
fluctuaciones del mercado, las técnicas de comunicación, la propaganda, la publicidad,
etc., que se desterritorializan de las instituciones disciplinarias y del Estado de policía, al
tiempo que se pliegan, se reterritorializan y se ponen al servicio de un nuevo diagrama. Por
tanto, la sociedad de control no aparece como un tipo de poder autoritario, ligado a un
aparato estatal despótico, sino como una dinámica microfísica que demanda del Estado y
sus instituciones una serie de modificaciones que permitan determinadas conjugaciones de
flujos, de cruces entre flujos de información, flujos de capital, flujos de persona, de
trabajo, pero también de desempleo y de pobreza. Ahora bien, ¿cómo se efectúa el
desplazamiento de las codificaciones que asume el capitalismo en cada sociedad? ¿A partir
de qué mecanismos se desencadenan nuevas descodificaciones y conexiones de flujo al
circuito axiomático? La respuesta a estos cuestionamientos podría hallarse en las
tecnologías de gobierno, con lo que se abre la posibilidad de establecer algunos puntos de
contacto entre los diagnósticos de Foucault y Deleuze en torno a las sociedades
contemporáneas.
Castro-Gómez (2015) resalta que para Foucault no existe una injerencia del
capitalismo como un “universal abstracto” del cual se derive la diagramática neoliberal, o,
en cualquier caso, su interés no se centra en establecer los nexos entre este tipo de
gubernamentalidad y la lógica del capital, tal como la presentan, desde los análisis de
Marx, pensadores como Deleuze y Guattari, o Toni Negri (p. 224). Sin embargo, no es
posible soslayar el papel que el filósofo de Poitiers le atribuye al desarrollo del capitalismo
en la dispersión de las disciplinas y el biopoder. En varios pasajes de Vigilar y castigar y
La voluntad de saber se muestra cómo la necesidad de conectar los flujos de capital y de

36
“Las grandes máquinas molares suponen vínculos preestablecidos que su funcionamiento no explica,
puesto que se desprenden de él. Sólo las máquinas deseantes producen los vínculos según los cuales
funcionan, y funcionan improvisándolos, inventándolos, formándolos” (Deleuze & Guattari, 1973, p. 187).
82 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

mano de obra libre permite la consolidación de un tipo de distribución de fuerzas que


dispone los cuerpos y las poblaciones como un recurso necesario para el fortalecimiento de
los aparatos productivos, solo que estos análisis no pretenden ser una especie de “filosofía
de la historia” que le brinden inteligibilidad de larga duración a sus investigaciones, sino
estudios concretos del funcionamiento de determinadas tecnologías políticas en su
singularidad, de las rupturas que efectúan con respecto a aquellas que las preceden y de las
relaciones problemáticas en las que se hallan inmersas.
En este último sentido, existe una clara diferencia entre el rechazo foucaultiano por
la “historia universal”, frente a la conceptualización de largo alcance que Deleuze y
Guattari realizan en el Anti Edipo para entender la sucesión de máquinas sociales (salvajes,
bárbaras y civilizadas) a lo largo de la historia desde la antigüedad hasta hoy. Pero en Mil
mesetas, los autores abandonan esta tipología para adoptar otro tipo de explicación, en la
que el aparato de Estado mantiene una relación simultánea con las máquinas nómadas de
guerra que lo conjuran incluso antes de su aparición efectiva (Deleuze & Guattari, 1988,
pp. 440-1). De igual manera, Deleuze adopta en el Post-scriptum de 1990 la perspectiva
foucaultiana para explicar el surgimiento de las sociedades de control en su relación con la
soberanía y la disciplina. Por otro lado, Deleuze tampoco concibe lo abstracto como una
unidad universal, sino como aquello que debe ser explicado a partir del análisis de los
procesos por los cuales se constituye: “no hay trascendencia, no hay Uno, no hay sujeto (ni
objeto), no hay la Razón; sólo hay procesos: pueden ser procesos de unificación, de
subjetivación, de racionalización, eso es todo” (Deleuze, 1995, p. 232).
Pese a las diferencias, existen similitudes entre la caracterización deleuziana de las
sociedades de control y el balance foucaultiano del neoliberalismo. Castro-Gómez (2015)
señala, por ejemplo, que en ambos casos se trata de una intervención sobre el medio
ambiente, en la búsqueda de un condicionamiento del interés que permita la autogestión de
las poblaciones y los individuos en el mercado (p. 218). Las dos constituyen cartografías
de un control indirecto y de la disposición del espacio vital para la conducción del deseo,
en la que la libertad aparece como un índice de eficacia y no como la evidencia de una
sociedad más libre, sino de una en la que el poder asume el rostro de la autonomía en vez
de la coacción: sus estrategias de dominio no son menos violentas, sino que adoptan otra
racionalidad y dosificación.
Capítulo 4. Sociedades de control: el gobierno neoliberal del deseo 83

Pero quizá lo importante no sea forzar las similitudes conceptuales entre los autores
y afirmar que Deleuze y Foucault se centran en las mismas dinámicas sociales, sino hallar
sus diferencias y ver de qué manera es posible complementar sus análisis. En el caso de
Foucault, sus estudios dejan de lado las dinámicas del capitalismo que solo toca
tangencialmente y, en cambio, rastrea la mecánica singular de las tecnologías de gobierno
que operan en las sociedades occidentales, es decir, la “racionalidad política moderna” que
“se desarrolla paralelamente a la forma mercado” (Bidet, 2006, p. 25). Por otro lado,
Deleuze retoma los análisis de Marx sobre el capitalismo y se concentra en su
funcionamiento general para establecer sus relaciones con el Estado y con la emisión de
líneas de fuga, como polos opuestos en los que transita la axiomática del capital. Se podría
decir que en las conjugaciones capitalistas de flujo (de dinero y trabajo libre en el
mercado) y su distribución en una tecnología política (el arte de gobernar), se encontraría
el diagrama de las sociedades de control, entendido como la puesta en marcha, a partir de
la praxis empresarial del neoliberalismo, de los desplazamientos de los límites del
capitalismo bajo la lógica de la descodificación controlada de los flujos de deseo.
Además del análisis diagramático de las sociedades de control, la relación
Foucault-Deleuze permite establecer otro tipo de redes conceptuales con respecto a su
emergencia y dispersión. Al final de Defender la sociedad y de La voluntad de saber, se
rastrea en el Estado nazi un control biopolítico racista que vuelca la violencia sobre el
exterior, mientras reacciona coactivamente hacia el interior bajo la consigna de la
seguridad biológica. Pero ese modelo inmunitario, según el vocabulario de Roberto
Esposito (2009), dista de ser exclusivo del nacionalsocialismo o, incluso, de la economía
de guerra, sino que configura las dinámicas de la economía de la “paz total” que se
instaura con las políticas de bienestar social de la segunda posguerra, a expensas de los
Estados vencedores (Virilio, 1999, p. 21).
Para Deleuze (2014), el fascismo de los años treinta y cuarenta es una “bisagra”
entre la disciplina y el control (p. 377), dado que impone un estado de guerra ilimitada
como finalidad estatal y como eje central de su economía; pero esta “máquina de guerra”
capturada por el Estado deja de tener por objeto directo la guerra y termina subordinando a
sus objetivos “la paz, la política [y] el orden mundial”, con lo cual se materializa una vez
más, y de manera paradigmática, la inversión de la fórmula de Clausewits por la que la
84 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

política se convierte en una continuación de la guerra por otros medios: “la paz libera
técnicamente el proceso material ilimitado de la guerra total” (Deleuze & Guattari, 1988,
p. 471). La guerra deviene consustancial de la paz, la inseguridad bélica, continuada por la
Guerra Fría, configura el estado de normalidad de la política interior de los Estados, pero
también se convierte en un principio de definición estatal de los mínimos vitales de
supervivencia de los individuos en la sociedad37.
El proceso por el cual la economía de guerra se instaura en la economía de paz tras
la Segunda Guerra Mundial no es tenido en cuenta por Foucault, porque su noción clave
para explicar el funcionamiento biopolítico del Estado nazi es el de racismo, pero este
concepto es abandonado desde Seguridad, territorio y población, en la indagación de un
marco más amplio que pudiera explicar las intervenciones sobre la población, más allá de
lo exclusivamente biológico y más centrado en el campo ético38. Sin embargo, la
continuidad entre el fascismo y el neoliberalismo sí es abordada en su análisis sobre la
“fobia al Estado”, donde muestra, contra el ordoliberalismo alemán, que el
nacionalsocialismo no se adscribió a un proceso de fortalecimiento del Estado sino al de su
debilitamiento, en función de una hegemonía de partido que es una variante del proceso
gubernamental del que también participa el neoliberalismo (Foucault, 2007, p. 225).
Pero si Deleuze y Guattari, partiendo de las reflexiones de Paul Virilio, explican la
supervivencia de la economía de guerra en la de paz, así como la lógica del capital en la
que se suscribe, no explican, en cambio, de qué manera y a partir de qué mecanismos la
forma empresa se convierte en el diagrama dominante de las relaciones sociales en la era
del control, lo que sí hace Foucault al mostrar cómo el neoliberalismo utiliza dicho
concepto para explicar el funcionamiento de los distintos ámbitos de la existencia humana
y cómo, a partir de ellos, se pueden regular las decisiones y los intereses individuales
sometidos a las leyes del mercado.

37
“Lo que se obtiene, después de la destrucción y la ruina del hábitat, es la inserción obligada de los sujetos
en el nuevo medio ambiente que se les ha impuesto por la fuerza” (Virilio, 1999, p. 23).
38
Para Castro-Gómez (2015) la biopolítica del neoliberalismo es distinto a la que Foucault encontraba ligada
al racismo de Estado del siglo XIX y XX, puesto que “la ‘vida’ que moviliza la tecnología neoliberal de
gobierno no tiene carácter biológico sino ético”, pues su objetivo es la “autorregulación de los sujetos”, por
el contrario, “el comportamiento que se busca dirigir ya no se ve como anclado en invariantes biológicas de
la especie sino como obedeciendo a razones puramente pragmáticas” (pp. 226-7).
Capítulo 5. Líneas de fuga y resistencia
Si se piensa en un poder que controla hasta los resquicios más finos de la vida
humana, que llega incluso a ejercerse en la medida misma en que los sujetos se reconocen
como libres, ¿qué margen queda para la libertad “genuina”? ¿En qué radicaría lo genuino
en dicha libertad? ¿Qué haría preferible la libertad a un estado cómodo de sumisión? Y,
sobre todo, si el poder es aquello que moldea la subjetividad, ¿qué sentido tiene que se
rebele contra aquello que determina sus rasgos esenciales? ¿Esto significa que el sujeto
está encerrado en el marco de sus condiciones de posibilidad? ¿No existe escapatoria
posible al imperio del poder sobre la vida? Todas estas cuestiones atraviesan la discusión
que, desde 1976, ha suscitado el problema de la resistencia que Foucault hizo explícito en
La voluntad de saber. En este aspecto, Deleuze encuentra otro punto de distanciamiento
con respecto al pensamiento foucaultiano.
Para Foucault, la resistencia es el reverso del poder, el efecto de contra-poder con
respecto a una fuerza constituyente de lo real con su mismo estatuto; pero esta opción, dice
Deleuze (2005), “más que ofrecer una salida, creo que nos cierra todas las puertas” (p.
126), puesto que para él este tipo de oposición no proporciona una alternativa
cualitativamente distinta, como sí lo hacen las líneas de fuga del deseo, al ser anteriores al
ejercicio del poder. Desde la óptica deleuziana, el poder no es constitutivo del campo
social, sino una modulación que contiene y bloquea las líneas de deseo que, en
determinados momentos, comienzan a asumir una variedad de códigos transgresores, en
movimientos reales de desterritorialización; por ello, la enfática aclaración de Deleuze
(2005):
El romanticismo de la locura, de la delincuencia, de la perversión, de la droga, cada
vez lo soporto peor. Pero las líneas de fuga, es decir, los dispositivos
[agencements] de deseo (…) no son creación de los marginados. Al contrario, son
86 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

líneas objetivas que atraviesan la sociedad y en las cuales se instalan aquí o allá los
marginales para hacer con ellas un bucle, un remolino, una recodificación. (p. 26).
Para describir los movimientos de contrapeso a las codificaciones del poder,
Deleuze (2005) compara su concepto de deseo y la noción foucaultiana de placer,
insistiendo en que las diferencias en este aspecto no son solo terminológicas. Sin embargo,
en ambos casos se apela a una instancia molecular constitutiva de los individuos que no
puede reducirse al sexo como elemento “objetivo” de la sexualidad.
En el caso de Foucault, el sexo es una instancia organizada a partir del dispositivo
de sexualidad que ya está subordinada a sus imperativos. Apelar al sexo como si fuera un
reducto de la resistencia implica caer en las dinámicas del biopoder que exigen hablar de la
sexualidad humana: “Contra el dispositivo de sexualidad, el punto de apoyo del
contrataque no debe ser el sexo-deseo, sino los cuerpos y los placeres” (Foucault, 1977, p.
191). En el caso de Deleuze y Guattari (1973), se piensa en la sexualidad edípica como una
especie de “señuelo” que traduce y desplaza el deseo con el fin de ejercer una represión
más profunda: “lo reprimido no es en primer lugar la represión edípica. Lo reprimido es la
producción deseante. Es lo que, de esta producción, no pasa en la producción o la
reproducción sociales”, es decir, “los flujos no codificados del deseo” (p. 179). La lucha
contra la represión social no puede venir exclusivamente de una liberación de la
sexualidad, que ha sido ya traducida por el psicoanálisis a los términos familiares que
bloquean las conexiones sociales del deseo, sino del desbloqueo de este último.
En la propuesta foucaultiana de resistir al poder a través de la búsqueda de los
placeres y los cuerpos se cierne ya un ejercicio de autoconocimiento y autogobierno, que
parecen no tener en cuenta los críticos que, como Habermas, apelan a la completa
subsunción de los individuos a las relaciones de poder dominantes. Aquí, aparece un
ejercicio de dominio del sujeto consigo mismo, en una búsqueda que dista de ser evidente
y que exige un tratamiento de sí comparado a lo que, en el segundo tomo de Historia de la
sexualidad, se propone como propio de la ética griega: el uso medido de los placeres
(Foucault, 2001). La resistencia, desde esta perspectiva, está anclada no solo al reverso de
las relaciones de poder, como si fuera un elemento pasivo, sino que está a la base de las
conquistas que los sujetos logran hacer frente a las tecnologías políticas imperantes, es
decir, en la capacidad de asumir la plasticidad del poder para lograr hacer de sí mismos
Capítulo 5. Líneas de fuga y resistencia 87

una obra de arte que logre revertir las condiciones del dominio social. Resistir es crear
nuevos diagramas que problematicen el diagrama dominante de poder.
El interés foucaultiano en las tecnologías del yo permite pensar que la subjetividad
“debe ser producida en cada momento” (Deleuze, 1995. p. 182), que es resultado de una
lucha de fuerzas, pero no un producto pasivo de presiones externas, sino un ejercicio
constante del sujeto consigo mismo, dado que el poder es una potencia creativa poblada de
puntos de resistencia, no menos creativos. La subjetividad como proceso implica un
condicionamiento por las relaciones de poder, pero también la posibilidad de ser objeto de
pliegue y de transformación por parte del sujeto sobre sí. Sin embargo, aunque esta idea no
haya sido desarrollada en la obra temprana de Foucault, ya es operante en sus estudios
sobre la época clásica (Giraldo, 2008). En Vigilar y castigar, por ejemplo, se muestra
cómo la subjetivación del criminal, a partir de la producción de verdad sobre el crimen,
permitía la irrupción de otro tipo de sujetos, difícilmente controlables por la institución
judicial: la figura denostada y execrable del criminal terminaba ligada muchas veces, en su
aspecto físico o en su pura representación, a una impronta heroica de resistencia que se
enfrentaba a las arbitrariedades del poder soberano (Foucault, 1976, pp. 71-3).
Para Foucault, la subjetividad emerge de un choque de fuerzas, pero el carácter
fluido de esta relación impide que los sujetos sean productos masificados y uniformes: una
vez constituidos, entran en los juegos del poder como elementos activos cuyo devenir no
está predeterminado39; como pliegues de los diagramas de poder, su naturaleza es
heterogénea con respecto a la red de relaciones que le dieron origen, por lo que su posición
en ellas es virtualmente variable. En este sentido, toda subjetividad es en potencia una
línea de fuga a los poderes que le dan origen, pero no como fuerzas reactivas, sino como
fuerzas activas en la búsqueda de la autodeterminación. La tesis de Reinaldo Giraldo, a
este respecto, es que, desde sus primeros trabajos sobre la locura hasta sus estudios sobre
la sexualidad, Foucault opera con un concepto positivo de resistencia; pese a que la
concepción operativa de poder en su obra temprana es negativa, ligada a la represión y al

39 “Foucault does not negate that power produces control. The effects of this control, however, are neither
unifying nor unitary. Inherent in power relations is a 'strategic reversibility': power-knowledge strategies
function both as instruments to control and as points of resistance” (Lacombe, 1996, p. 342).
88 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

ejercicio jurídico del dominio que el mismo filósofo critica a mediados de los setenta,
Giraldo (2008) asevera que la resistencia, en cambio, es desde el comienzo “una fuerza
que emerge de las profundidades de la vida”, que Foucault piensa como algo vivo “que
permite al hombre desplegar su libertad, encontrar el grado cero en el que el hombre es
fuerza vital transgresiva, instintiva y deseante” (p. 61).
Habermas (1989) asegura que los estudios de Foucault sobre la locura, los
encierros disciplinarios y las ciencias humanas son un intento de emprender una crítica
“radical” de la razón occidental, a partir de un “positivismo inocente” que se enfrenta a los
saberes hegemónicos tomando como base la “única hipótesis” de que “lo único que
perdura es el poder, el cual en el cambio de procesos de avasallamiento anónimos aparece
bajo máscaras siempre nuevas” (p. 303). Según el filósofo alemán, la perspectiva
genealógica de Foucault socaba la validez de la razón a partir de los mecanismos de poder
que subyacen a su operatividad instrumental, situándose a sí mismo en una posición de
“neutralidad valorativa” y de una “teoría de la constitución de la experiencia”. Pero esta
presunta posición neutral, observa Habermas (1989), no es tal, sino que se fundamenta en
un “criptonormativismo” que hace gala de una “guerra al pensamiento moderno y al poder
disciplinario disfrazado de humanismo” (p. 337), a partir de un rescate esteticista del
cuerpo: su batalla es, así, un ataque posmoderno a la modernidad, la venganza de lo
reprimido por la razón40.
Desde la perspectiva habermasiana, la genealogía foucaultiana es menos una crítica
que una táctica, que sirve para “hacer la guerra a una formación de poder inexpugnable”,
pero que es insuficiente para proponer una lucha real, de movilizar las fuerzas de
contrapoder, puesto que, en ausencia de un contenido normativo explícito, es imposible
determinar los propósitos de dicho enfrentamiento y por qué es preferible resistir al poder
y no más bien someterse a él (Habermas, 1989, p. 339). La visión microfísica del poder

40
Habermas (1989) ve en el pensamiento foucaultiano un “residuo de contenido estético”, tomado de sus
lecturas de Nietzsche y Bataille, que permea su concepción del cuerpo como objeto directo de las embestidas
del poder y como eje de una nueva “economía de los cuerpos” que “no sería ya una economía del poder sino
una teoría postmoderna capaz de dar también razón explícita de los estándares de que la crítica venía
haciendo ya implícitamente uso. Hasta entonces el único lugar de donde la resistencia puede extraer, si no su
justificación, sí al menos su motivo, es de las señales del lenguaje del cuerpo, de ese lenguaje no verbalizado
del cuerpo atormentado, que se niega a que se lo borre en el discurso” (p. 341).
Capítulo 5. Líneas de fuga y resistencia 89

estaría presa de sí misma, en cuanto ignora variables importantes para entender la


evolución del Estado, así como la evolución del derecho, en términos de su defensa de los
intereses de los gobernados. Para Habermas, es imposible la resistencia bajo los
presupuestos foucaultianos, porque reduce todo intento de liberación a una redefinición de
las relaciones de poder que terminan integrándola y porque concibe los procesos de
subjetivación a partir de una mecánica uniforme en la que “los individuos socializados
sólo pueden ser percibidos (…) como productos estandarizados de una formación de poder
y discurso –como piezas salidas del mismo troquel” (Habermas, 1989, p. 349).
La interpretación habermasiana asume el poder en Foucault como una constante
metafísica de las sociedades, como una unidad invariable que perdura a través de la
historia, pero no resalta su carácter relacional, ni su dinamismo. Pero el poder, desde la
perspectiva foucaultiana, no es una unidad ni una totalidad, es una multiplicidad que se
activa en el marco de los enfrentamientos sociales, dentro de unas condiciones singulares,
etc., sin los cuales no puede darse: “se trata de pensarlo siempre de tal manera que se lo
vea asociado a un dominio de posibilidad y, en consecuencia, de reversibilidad” (Foucault,
2017, p. 34). El poder es un factor dinámico, no estático, y habría que pensarlo, al menos
como Foucault lo concibe, más como un movimiento que como un encierro. Lo único
permanente es la tensión entre las fuerzas, pero incluso ella varía con la naturaleza de
aquello que se enfrenta, de las circunstancias y, desde luego, no determina la resolución
final de la tensión, salvo de manera probabilística. Heller (1996) insiste en la idea de que
en una relación de poder los individuos son a la vez sujetos y objetos, pues no son
enteramente conscientes de los procesos sociales en los que se hallan inmersos y que los
determinan, pero tampoco actúan de manera inconsciente o involuntaria, sino a partir de su
particular percepción de las circunstancias que enfrentan.
Entre las proposiciones de método que Foucault (1977) establece como directrices
generales para su análisis en La voluntad de saber, hay una que afirma que “las relaciones
de poder son a la vez intencionales y no subjetivas” (p. 115); de ella infiere que no es
posible comprender este tipo de relaciones a partir de una instancia trascendente que las
determine, sino de la singularidad que las suscita, es decir, de un choque de cálculos
individuales, de “tácticas”, que en su mutua interrelación van creando “grandes estrategias
anónimas”, es decir, dispositivos de poder cuyo devenir y funcionamiento ya no es tan
90 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

claro para la consciencia individual. Así como las relaciones de poder no son una
determinación de la decisión soberana de uno o varios individuos privilegiados, las
acciones individuales tampoco están condicionadas por una estructura fija que sirva de
molde único para el comportamiento, sino que se teje en el marco de las interacciones
mismas. En este sentido, afirma Heller (1996), no es posible comprender las
transformaciones sociales del siglo XVIII, “sin tomar en serio la idea de que las relaciones
de poder cambian, para Foucault, como resultado de un ejercicio intencional del poder por
individuos y grupos específicos, situados históricamente” (p. 83)41.
El tipo de crítica que Habermas (1989) atribuye a Foucault no se enfoca en el
“contradiscurso que desde sus comienzos la modernidad ha mantenido consigo misma”,
con el fin de combatir sus patologías, sino en aquellos elementos que intentan “socavar la
modernidad” (p. 338). El intento foucaultiano por rastrear las relaciones de poder que
están a la base de la racionalidad de la época clásica y sus instituciones disciplinarias es
vista por Habermas (1991) como una manifestación del pensamiento conservador que
toma para sí la experiencia estética moderna, disociada de lo cognitivo y la moral, para
justificar “una antimodernidad irreconciliable” (p. 29). Desde la óptica del pensador
alemán, el proyecto de la modernidad, abanderado por los filósofos del siglo de las luces,
buscaba el enriquecimiento de la cotidianidad a partir del desarrollo autónomo de la triple
especialidad de la razón, pero el efecto contrario, el empobrecimiento del mundo de la
vida, fue desencadenado por ese mismo proceso de especialización e hizo de este proyecto
algo inacabado (Habermas, 1991, p. 24). Habermas intenta rescatar, en este sentido, aquel
impulso progresista de la modernidad amenazado por el neoconservadurismo que la
clausura sin haber agotado sus posibilidades.
Pero la perspectiva foucaultiana no parece ceñirse al diagnóstico habermasiano. En
primer lugar, porque para Foucault (2007) el objetivo del análisis de las racionalidades a
partir de las cuales opera el poder no es hallar lo irracional o lo opresivo que hay en ellas,
sino indagar por las condiciones que la hacen posible (p. 55). En sus conferencias sobre la
Ilustración y en “Omnes et singulatim”, el autor deja en claro que su objetivo no es realizar
una crítica de “la Razón”, como ha intentado hacerse desde el siglo XIX hasta la Escuela

41
Traducción nuestra.
Capítulo 5. Líneas de fuga y resistencia 91

de Frankfurt, sino mostrar el surgimiento y la estructura de las racionalidades operantes en


determinados aparatos de poder. Tampoco busca, como Habermas cree, un
desencadenamiento de las fuerzas no racionales de los seres humanos, como podría leerse,
quizá, de su obra sobre la locura, pues “después de todo –dice Foucault (2007) en
Nacimiento de la biopolítica–, créanme, la sinrazón es igualmente opresiva”, de la misma
manera que “la mentira o el error son abusos de poder semejantes” (p. 54).
Un segundo aspecto que vale la pena resaltar, con respecto a la lectura de
Habermas, es el tipo de análisis que Foucault realiza de la Ilustración y, por tanto, de la
racionalidad moderna que parece atacar. En su conferencia titulada “Qué es la crítica”,
Foucault (2017) muestra cómo la modernidad asume una forma de ver el mundo, una
forma de relacionarse con él y con la tradición, que se convierte en una “virtud”, en un
imperativo que va más allá de su uso instrumental: la “actitud crítica” (p. 5). Dicha actitud
está relacionada con una manera de afrontar los métodos de gobierno del poder pastoral,
en un campo que de lo religioso conduce a lo político a lo largo de los siglos XVI y XVII.
Cierta tendencia a no querer ser gobernado de determinada forma, de buscar en el derecho
un medio contra la injusticia y el dudar de verdades preestablecidas son para Foucault
(2017) rasgos del ethos crítico moderno que desemboca en la Ilustración kantiana (pp. 8-
11): para él crítica es lo que para Kant es la Aufklärung, es decir, un ejercicio autocrítico
de la razón que no solo la conduce a preguntarse por sus límites cognoscitivos, sino a
plantearse la pregunta por los efectos de poder del uso mismo de la razón.
La Ilustración se vuelca críticamente sobre sí misma como praxis de una época que
reflexiona sobre su presente, pero también es una apuesta por la valentía individual de
asumir la responsabilidad del uso del propio entendimiento, de ahí que Kant distinga su
uso privado y su uso público, según se refiera, respectivamente, a cada quien desde su
puesto en un cargo determinado, o como aquel que hace un juicio sobre la totalidad: “Hay
Aufklärung cuando hay superposición del uso universal, del uso libre y del uso público de
la razón”, de modo que “no debe ser concebida solamente como una obligación prescrita a
los individuos: ahora aparece como un problema político” (Foucault, 2017, p. 78). La
actitud crítica es, en este sentido, una práctica ética que los individuos asumen como un
estado de insubordinación a la tutela irreflexiva de toda verdad, pero también una demanda
por las condiciones políticas para el ejercicio público de la razón.
92 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

Habermas se equivoca al asumir que Foucault no toma conceptos clave de la razón


Ilustrada o que sus conclusiones resultan incompatibles con ella en una especie de
antimodernidad, como se equivoca al pensar que siempre son implícitos los contenidos
normativos de sus análisis y que estos no los toma de la misma modernidad. No es un
esteticismo de los instintos lo que caracterizaría la apuesta de Foucault frente a los efectos
de poder de la modernidad, sino un rescate del concepto de autonomía frente a los
contenidos autoritarios de la razón. Por este motivo, denuncia el “«chantaje» de la
Aufklärung”, según el cual se plantea la falsa alternativa de o bien estar en favor de la
Ilustración, y estar del lado de la razón, o bien criticarla e intentar “escapar a esos
principios de racionalidad” (Foucault, 2017, p. 87). El contenido normativo que Foucault
toma de la modernidad, es pues, su imperativo crítico, no la ficción de no ser gobernado en
absoluto, sino de no ser gobernado de determinada manera, en la búsqueda de la
autonomía, del hacerse a sí mismo a partir de la crítica de lo que se es en el presente.
Foucault (2017) juega aquí con una doble faceta de la modernidad, tal como se
concibe en Baudelaire: por un lado, la “voluntad de «heroizar» el presente” (p. 82), en
tanto afirmación de lo efímero en la contemplación de la belleza eterna en la propia época;
por otro, la recusación continua de ese mismo presente, bajo el imperativo de su
transformación. Estos dos aspectos se conjugan en la relación que los sujetos modernos
entablan con respecto a su época y en la relación con ellos mismos: “Ser moderno no es
aceptarse a sí mismo tal como uno es en el flujo de momentos que pasan; es tomarse a sí
mismo como objeto de una elaboración compleja y dura” (Foucault, 2017, p. 85). Pero el
ámbito de creación, en Baudelaire, no es lo social ni la política, sino el arte.
Sobre esto último, Castro-Gómez (2016) comenta que en el centro de la indagación
foucaultiana en torno a la crítica “se halla, entonces, el problema del ‘estilo de vida’, de la
individuación estética”, ya que para alcanzar la autonomía “el individuo debe desujetarse
frente a los códigos supraindividuales que gobiernan su conducta y crear normas propias
de comportamiento” (p. 54). Para este autor, la lectura foucaultiana de la autonomía
kantiana hace énfasis en los procesos de subjetivación, en detrimento de su contenido
político, ya que su interés se centra en cómo los individuos toman distancia con respecto a
las maneras de ser gobernados “a fin de convertir la vida en una ‘obra de arte’”, pero no en
cómo se organizan en comunidades políticas, pues de ellas viene dada la heteronomía
Capítulo 5. Líneas de fuga y resistencia 93

(Castro-Gómez, 2016, p. 64). Esto parecería dar la razón a Habermas, en tanto que
Foucault asumiría la racionalidad estética de la modernidad para contraponerla a su
racionalidad política, en pro de un individualismo que termina difuminando todo lazo de
sociabilidad intersubjetiva y, por tanto, toda posibilidad de plantear una política
emancipadora.
No obstante, es necesario tener en cuenta que esta concepción “estética” de
Foucault, tal como se desarrolla en sus conferencias sobre la Ilustración, está subordinada
a un concepto ético y político, la autonomía, que se enfrenta a la heteronomía de una
determinada forma de ser gobernado, mas no de todo tipo de gobierno. No es, pues, una
posición antimoderna o posmoderna, sino la modernidad misma que se pliega desde uno
de sus valores cardinales: la actitud crítica. Esto no quiere decir, por supuesto, que
Foucault (2017) se abandere de una posición política revolucionaria, ni que apueste por un
cambio estructural de las sociedades democráticas desde un proyecto progresista de
emancipación, pues en ello es bastante claro al afirmar que “la pretensión de escapar del
sistema de la actualidad para ofrecer programas de conjunto de otra sociedad (…) no han
llevado de hecho sino a reconstruir las más peligrosas tradiciones” (p. 92).
Pero ello tampoco implica que su concepción de la autonomía sea individual o
menos política, sino que atañe a otro tipo de transformaciones “parciales” del tejido social
“que conciernen a nuestros modos de ser y de pensar, a las relaciones de autoridad, las
relaciones entre sexos, la manera en que percibimos la locura o la enfermedad” y que, en
opinión de Foucault (2017), son preferibles “a las promesas del hombre nuevo que los
peores sistemas políticos han repetido a lo largo del siglo XX” (pp. 92-3). De hecho, esta
idea no está del todo ausente en Kant (1986), para quien la ilustración del público se da a
partir de procesos lentos, dado que siempre se corre el peligro de sufrir la venganza de los
prejuicios “inoculados” durante mucho tiempo:
Quizás sea posible producir por una revolución la caída del despotismo personal o
de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará una verdadera
reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los
antiguos, servirán de andaderas para el montón que carece de pensamiento. (p. 33).
Foucault no asume la actitud crítica solo como un ejercicio estético del sujeto
consigo mismo, aunque esta idea sea importante en su propuesta, sino que plantea un giro
94 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

singular de su concepto con respecto a la crítica kantiana: ya no como la búsqueda de los


límites que la razón no puede sobrepasar, sino la determinación de hasta qué punto lo
universal y necesario se revela como “singular, contingente y debido a construcciones
arbitrarias”, es decir, tomar la crítica como práctica “bajo la forma de la transgresión
posible” (Foucault, 2017, p. 91). La crítica para Foucault adquiere un sentido político
como examen de las prácticas que configuran el comportamiento humano a partir de los
ejes del saber, el poder y la ética, como analítica de las condiciones de sociabilidad de los
individuos y como una “ontología crítica de nosotros mismos” que “es a la vez análisis
histórico de los límites que nos son impuestos y prueba de su posible transgresión”
(Foucault, 2017, p. 97).
Esta idea de transgresión crítica conduce al problema, dice Castro-Gómez (2016),
de suponer que “las luchas emancipatorias pudieran reducirse a intervenciones estéticas
sobre uno mismo que dejan intactas las desigualdades que operan sobre otros” (p. 75),
puesto que de una lectura más detenida de El pintor de la vida moderna de Baudelaire, el
filósofo colombiano rastrea ideas reaccionarias que se alejarían completamente de una
posición política moderna genuina que lucha contra la desigualdad social. Esto lo lleva a
cuestionar la elección foucaultiana de Baudelaire como “ejemplo de sujeto moderno” y su
“misteriosamente silenciada” lectura de la misoginia explícita del poeta. La razón de la
poca luz con la que aparece la praxis política moderna en Foucault radicaría en que no
distingue la ética, la estética y la política, sino que parece referir estos tres ámbitos “a una
misma ‘actitud crítica’ que combina la transgresión de las normas coercitivas, el uso de
reglas facultativas para gobernar la conducta y transfiguración de la subjetividad” (Castro-
Gómez, 2016, p. 75).
La última conclusión permite observar que para Foucault lo estético es una
potencia creativa que comparten el arte, lo ético y lo político, y que, en esta medida,
encuentra un aspecto común en ellos, con independencia de su separación que, en efecto,
no es clara en su obra, precisamente porque la distinción es difusa en el conjunto de las
relaciones de poder que componen el tejido social. Pero hacer de la visión moderna de
Baudelaire un ejemplo notable (no paradigmático) del ethos de la modernidad no implica
que deban aceptarse sus prejuicios, o que estos sirvan como argumento para descalificar su
modernidad, porque este razonamiento podría aplicarse a la modernidad misma: o se
Capítulo 5. Líneas de fuga y resistencia 95

acepta que sus ideas políticas de libertad e igualdad están ligadas con necesidad a las
dinámicas de dominio, exclusión y explotación (que también es racista, misógina y
clasista), y entonces se rechaza toda la experiencia posible de la modernidad; o se intenta
rescatar aquello que hace de la modernidad un proyecto de emancipación frente a los
efectos sociales y económicos desastrosos que siempre la han acompañado.
La segunda opción de la disyuntiva es la apuesta que tanto Habermas como Castro-
Gómez defienden frente a los ataques a la modernidad como un todo indiferenciado; de
hecho, el segundo autor afirma que “no conviene confundir el proyecto colonial y
epistemológico de la modernidad, con el núcleo duro de su proyecto político” (Castro-
Gómez, 2016, p. 414). Pero ¿qué hace que el “núcleo duro” de la modernidad sea su
promesa de emancipación y no las relaciones de domino que establece? La posición de
Foucault con respecto a esta problemática no es la de reducir la modernidad a sus
relaciones de poder, sino de cartografiar sus tensiones y concluir que en la red misma que
constituye su tejido ético y político se encuentran los puntos de su reversibilidad, pero esta
no es macropolítica, sino microfísica.
Foucault se sitúa en el marco normativo de la modernidad, de su ethos filosófico
crítico, pero no logra anclarse a un proyecto político de transformación estatal, por razones
que expresa en la primera clase de Seguridad, territorio y población, a saber: aunque todo
discurso suponga un imperativo político más o menos implícito, “es un discurso muy
liviano cuando se emite desde una institución cualquiera de enseñanza o, simplemente,
desde una hoja de papel”, porque “la dimensión de lo que es preciso hacer sólo puede
manifestarse, creo, dentro de un campo de fuerzas reales”, que a su vez es un campo “que
no se puede controlar de manera alguna ni hacer valer dentro de ese discurso” (Foucault,
2006, p. 17). Los análisis arqueológicos y genealógicos que constituyen la obra
foucaultiana no son, en este sentido, teorías políticas a las cuales se les deba exigir un
modelo de organización social deseable a partir de las instituciones, sino perspectivas o
“indicadores tácticos” que pueden o no ser utilizados; de ahí que proponga dos imperativos
discursivos; uno condicional: “si quiere luchar, aquí tiene algunos puntos clave, algunas
líneas de fuerza, algunos cerrojos y algunos obstáculos”, y otro categórico: “no hacer
nunca política” (Foucault, 2006, p. 18).
96 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

¿Cómo entender el énfasis foucaultiano sobre la subjetividad y su imperativo de no


hacer política con respecto a la necesidad de resistir al poder? El ejercicio de
autoconocimiento que se sugiere al final de La voluntad de saber y el ejemplo griego de
autodominio que se analiza en El uso de los placeres no es un repliegue hacia una
individualidad encerrada, sino una perspectiva que examina las relaciones de la
subjetividad consigo misma, en el marco de una lucha social de fuerzas que hasta cierto
punto la han forjado, pero que no definen de antemano, o no de manera necesaria, su
propio devenir, de ahí que Foucault (2001) presente como objetivo de su reflexión definir
“en qué medida el trabajo de pensar su propia historia puede liberar al pensamiento de lo
que piensa en silencio y permitirle pensar de otro modo” (p. 12). El sujeto solo puede
empezar a resistir cuando logra desprenderse de aquello que lo ha constituido y empieza a
pensar y a vivir por sí mismo. En este punto, la constitución ética de los individuos se
cruza con la capacidad estética de asumir la tarea de hacer de sí mismos una obra y, para
decirlo en términos kantianos, salir de su minoría de edad con el uso de su propia razón.
Si las tecnologías de gobierno neoliberales, si su forma empresarial y sus controles
flexibles han colonizado la subjetividad, es allí donde comienza la resistencia; pero de ello
no podría concluirse que es ahí donde termina. La disposición para arriesgarse a pensar
distinto y a rechazar el presente, a tomar distancia de la relación problemática no solo del
sujeto consigo mismo sino con las relaciones de poder y saber que lo atraviesan, implica
asumir la posibilidad de reinventar y redefinir su posición particular dentro del campo
social. En un diálogo sostenido en 1972 con Deleuze, Foucault (1999) considera que la
posición política del intelectual ha mutado a finales de los años sesenta con respecto a la
que ocupaba antes: si su papel era el de proscrito de la sociedad burguesa, también asumía
la responsabilidad de revelar algún tipo de verdad, situándose como la “conciencia” de los
oprimidos, como aquel que hablaba en su nombre.
No obstante, con las revueltas de mayo del 68 y los procesos de presión social
aunados a ellas, el intelectual se ve inmerso en un sistema oficial de comunicación que les
niega la palabra a las masas, que, al contrario de lo que podría pensarse, conocen muy bien
sus condiciones y no necesitan intermediarios que las representen. En este sentido, el
intelectual debe luchar “contra las formas de poder allí donde éste es a la vez objeto e
instrumento: en el orden del «saber», de la «verdad», de la «conciencia», del «discurso»”
Capítulo 5. Líneas de fuga y resistencia 97

(Foucault, 1999, p. 107). La apuesta de la teoría no es, entonces, la de traducir las prácticas
micropolíticas en una explicación global, sino ser ella misma una práctica de resistencia al
poder. Por tanto, las luchas devienen regionales, parciales, y el intelectual mismo, que
asumía el papel de representante, debe tomar parte en la lucha, pero desde su propia
singularidad, desde su propia manera de poblar el espacio-tiempo42.
La resistencia al poder comienza con la experiencia subjetiva de las líneas que la
atraviesan, solo a partir de las cuales puede librar sus propias luchas para no adjudicarse la
representación de otros, ni delegar en otros la suya. Si Foucault toma la posición, un tanto
paradójica, de no hacer política es porque rechaza la posibilidad de la representación,
porque su forma de hacer política no es la del Estado, ni la de una verdad oficial a partir de
la cual ejercer el poder, sino la de la perspectiva de las luchas sociales concretas; es la
perspectiva de lo que Esposito (2009) llama lo “impolítico”, que se aleja de la filosofía
política para rastrear el “núcleo aporético, antinómico, contradictorio” de los grandes
conceptos políticos como libertad, igualdad o democracia, y exponer aquellas batallas a las
que están sometidos “por la conquista y transformación de su sentido” (p. 11).
La dificultad de definir positivamente lo impolítico, como lo observa también
Esposito (2009), es que termina asociándose con su contrario, es decir, a una forma de
hacer política, enfocada en la órbita dinámica, fluida y contradictoria de las relaciones de
poder. Ante esta dificultad, se hace más claro el concepto deleuziano de micropolítica, ya
que se diferencia sustancialmente de la macropolítica, al tiempo que abarca la perspectiva
teórica de lo impolítico como el imperativo práctico de ejercer la resistencia desde lo
singular. En este sentido, la aparente contradicción foucaultiana entre, por un lado,
proponer algunas perspectivas teóricas para la lucha y, por otro, no hacer política, se
resuelve en la micropolítica deleuziana en términos de no hacer macropolítica, no hacer
política de Estado, sino política de masas en la que la teoría sea una práctica para quien

42
Para Deleuze (2014), Foucault propone una nueva forma de entender la labor del intelectual, asumiendo
también ese papel; frente a una figura como la de Sartre, que comprendía su papel de intelectual como una
defensa de valores universales, se erige una personalidad distinta, la del intelectual que habla en nombre “de
su propia singularidad de intelectual. De cierta manera, ya no sería nunca más en nombre de los derechos, ni
siquiera de los derechos del hombre, sería en nombre de la vida, y de una vida singular” (pp. 28-9).
98 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

pueda utilizarla, para quien pueda conectar con ella su propia lucha (Foucault, 1999, p.
107).
La micropolítica identifica e instaura “todo un sistema de redes, de base popular”
que se escapa, para Deleuze, de “la política en sentido tradicional de competición y de
distribución de poder” (Foucault, 1999, p. 111), así como de las instancias representativas
de los partidos. Por esta razón, la lucha comienza en la subjetividad, puesto que busca, en
primera instancia, aquello que es constitutivo de los individuos, aquellas “potencias
impersonales, físicas y mentales con las que uno se confronta y contra las que se combate
desde el momento en que se pretende alcanzar un objetivo del que no se toma conciencia
más que en la lucha” (Deleuze, 1995, p. 143). La resistencia al poder no puede darse si, al
mismo tiempo, no se libra en el sujeto, si se mantienen intactas las determinaciones que
hacen a cada quien lo que es y si no se experimenta con uno mismo para crear nuevas
formas de existencia que redefinan las relaciones de fuerza.
El acto reflexivo y creativo del pensamiento no es un alejamiento del sujeto con
respecto al campo constitutivo de lo social, sino una forma de situarse críticamente frente a
él y modificarlo, es menos una apuesta por un cambio individual que por uno parcial para
redefinir las multiplicidades en pugna, dado que lo histórico, lo económico y lo político
están dados en las conexiones que el deseo establece con las máquinas sociales: “cuando
hay que inventar conceptos nuevos, para tierras desconocidas, los métodos y las morales se
derrumban y pensar se convierte (…) en un ‘acto peligroso’, una violencia que se ejerce,
para empezar, sobre sí mismo” (Deleuze, 1995, p. 167). Para Foucault la resistencia
atraviesa las relaciones de poder, no es exterior a ellas, sino que se sitúa en puntos en los
que pasa y se bloquea, es el otro polo de dicha relación; para Deleuze, en cambio, la
resistencia es el afuera del poder, preexiste a sus relaciones, para él la posibilidad de una
modificación efectiva de los diagramas de poder esté dada de antemano en la capacidad de
los flujos de deseo para convertirse en líneas de fuga.
Si Foucault enfatiza en la subjetividad, no quiere esto decir que proscriba la
resistencia a dicho ámbito, o que busque salidas psicológicas a problemas políticos, sino
que visualiza el cruce necesario entre lo ético y lo político. En este sentido, la óptica
deleuziana permite matizar el estatuto político de la resistencia, al mostrar cómo los
movimientos de lo singular desencadenan ondas expansivas que devienen líneas de fuga,
Capítulo 5. Líneas de fuga y resistencia 99

frente a la tendencia a naturalizar determinadas relaciones de poder. Pero el deseo y las


líneas de fuga no son datos naturales, no apelan a un presunto desenvolvimiento del deseo
como dato crudo o puro. No son los instintos que en su perversa y demoníaca virginidad se
enfrentan a unas relaciones de poder artificiales. El deseo produce y pasa por conexiones
tan sociales y políticas como las relaciones del poder, pero es en el agenciamiento, en la
conectividad rizomática, en la libre asociación de flujos, en lo que se distinguen de las
relaciones de poder que intenta capturarlas, preestablecerlas, bloquear conexiones posibles,
marcarlas, etc.; el deseo, en cambio, las produce (Deleuze, 2007, pp. 124-125).
La apuesta de Deleuze y Guattari en el Anti Edipo es encontrar el lazo inconsciente
que liga las máquinas deseantes de cada quien con el campo social con el que se conectan,
porque el triángulo familiar al que el psicoanálisis reduce la producción del inconsciente
desdibuja la esencial apuesta política que implican las líneas de fuga del deseo. El delirio
esquizofrénico no es un delirio familiar, en él está implicada la historia y la sociedad.
Edipo es una estrategia de la represión que interpreta la naturaleza del deseo para
reprimirla: “si el deseo está reprimido no es porque sea deseo de la madre o el padre; al
contrario, si se convierte en ese tipo de deseo es debido a que está reprimido, y sólo adopta
esta máscara bajo la represión que se la modela y se la aplica” (Deleuze & Guattari, 1973,
p. 121). Edipo es, pues, un instrumento de represión, una forma de bloquear y conducir el
deseo, una forma de decir qué es el deseo y qué debe ser reprimido43.
El deseo es revolucionario, es una fuerza que escapa por todas partes a los bloqueos
del campo social que él mismo constituye, pues su carácter fluido no se deja traducir por
completo a los códigos que lo sujetan a una determinada máquina: “toda posición de
deseo, por pequeña que sea, tiene motivos para poner en cuestión el orden establecido de
una sociedad (…) no hay máquina deseante que pueda establecerse sin hacer saltar
sectores sociales enteros” (Deleuze & Guattari, 1973, p. 121). La propuesta deleuziana
apunta, por tanto, al desbloqueo del deseo, a rescatar el carácter rizomático de sus

43
Según el comentario de José Luis Pardo (2014), la hipótesis de Deleuze y Guattari es que “el psicoanálisis
en cuanto representación del deseo es necesariamente un procedimiento de falsificación del deseo”, pues “la
imagen psicoanalítica del deseo como pulsión que tiende a la transgresión de una ley (…) solo puede ofrecer
una imagen desplazada (refoulé) del deseo, porque el deseo no tiene imagen, es lo reprimido (reprimé) por
toda imagen o toda representación” (p. 122).
100 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

conexiones, sin desvirtuar su naturaleza política. Las líneas de fuga del deseo no son
apuestas individuales y subjetivas, son devenires revolucionarios que hacen temblar a todo
orden que intente contenerlo. Toda conexión de deseo descubierta y experimentada es a su
vez una fisura abierta en el tejido social que puede dispersarse, seguirse o rechazarse.
Estos movimientos de flujo de deseo configuran el ámbito de lo molecular, un
orden que no es menos político por el hecho de rechazar en cada momento las
segmentaridades duras; es la micropolítica de las masas que no siempre se ajustan a las
organizaciones de clase, sino que se deslizan por ellas, en cuanto potencia de los cambios
sociales. Para Deleuze y Guattari (1989), el poder se entiende como el desfase continuo
entre lo molar y lo molecular que no cesa de encontrarse y repelerse, es decir, se define
más por aquello que se fuga que por la potencia de sus puntos de encuentro, pues estos
ajustes entre los códigos y los flujos son siempre relativos. El deseo fluye, como línea
mutante de fuga, a la vez que los códigos siempre intentan recodificarlo y redireccionarlo a
determinados puntos de convergencia.
Tanto en el Anti Edipo como en Mil mesetas, Deleuze y Guattari plantean las
posibilidades de una política que tome como punto de partida las “máquinas de guerra” y
las líneas de fuga como elementos fundamentales para la desterritorialización del deseo de
los centros de poder que los capturan. Se plantea el problema del deseo que no solo desea
la servidumbre y el sometimiento, sino aquel que es irreductible a los segmentos molares
que intentan segmentarlo. La máquina de guerra se entiende como una potencia de
creación, como una apertura frente al control en las formas de habitar el espacio-tiempo, es
la posibilidad de movilizar el deseo sin tener “verdaderamente la guerra por objeto, sino
(…) el paso de flujos mutantes”, lo cual implica que “toda creación pasa por una máquina
de guerra” (Deleuze & Guattari, 1989, p. 233).
No obstante, existe un riesgo importante en la consideración de lo micropolítico
que los autores no tardan en advertir y es lo que llaman el “error axiológico”, que consiste
en pensar que lo molecular es “mejor” que lo molar por el hecho de ser flexible. De hecho,
su análisis del fascismo intenta demostrar que los procesos que llevaron a la configuración
del Estado nacionalsocialista fueron procesos moleculares, ligados a la movilización de
masas, sin distinción de clases, y no a la acción de una figura molar totalitaria. La
micropolítica, en este sentido, tiene entre sus posibilidades la movilización de flujos
Capítulo 5. Líneas de fuga y resistencia 101

fascistas de deseo, es decir, el movimiento de su propia represión44. El peligro del


fascismo es, precisamente, su dinámica molecular que conduce a una movilización del
deseo: “las masas no sufren pasivamente el poder; tampoco ‘quieren’ ser reprimidas en
una especie de histeria masoquista; ni tampoco son engañadas, por un señuelo ideológico”,
sino que se hallan en medio de un armazón microfísico que determina las conexiones del
deseo que funciona a nivel del inconsciente molecular: “es muy fácil ser antifascista al
nivel molar, sin ver el fascista que uno mismo es, que uno mismo cultiva y alimenta,
mima, con moléculas personales y colectivas” (Deleuze & Guattari, 1989, p. 219).
Si se hace énfasis en los flujos moleculares es porque en el movimiento de sus
líneas se efectúa lo político, es la dimensión de la movilización del deseo que se organiza
en los segmentos molares, pero también es la que desencadena las líneas de fuga que
permiten la reorganización del campo social. Los movimientos de descodificación y
desterritorialización del deseo son devenires revolucionarios, lo que no puede asegurarse
es que su solidificación en segmentos molares, en instituciones y Estados, pueda seguir
siéndolo, dado que una vez constituido ese punto de conjugación de los flujos no se puede
evitar que capture para sí los flujos para recodificarlos y reterritorializarlos, pues toda
organización molar cuenta con su propia textura molecular sin la cual no podría existir
(Deleuze & Guattari, 1989, p. 219). Es esta la razón de la importancia teórica de la
esquizofrenia “como proceso”, porque en ella Deleuze y Guattari (1973) hallan un límite
de descodificación y desterritorialización del deseo que va más allá de los procesos en los
que se embarca la axiomática capitalista. Son los procesos esquizofrénicos del
inconsciente los que pueden deshacer sus conexiones y desbordar los límites impuestos al
inconsciente en la forma del familiarismo edípico burgués.
Pero hay una serie de dificultades que Deleuze plantea con respecto a la posibilidad
del desbloqueo del deseo, en las actuales sociedades de control. La existencia de los
encierros disciplinarios como la fábrica, la cárcel o el hospital han hecho posible una serie

44
“El fascismo es inseparable de núcleos moleculares, que pululan y saltan de un punto a otro, en
interacción, antes de resonar todos juntos en el Estado nacionalsocialista. Fascismo rural y fascismo de
ciudad o de barrio, joven fascismo y fascismo de ex-combatiente, fascismo de izquierda y de derecha, de
pareja, de familia, de escuela o de despacho: cada fascismo se define por un microagujero negro, que vale
por sí mismo y comunica con los otros antes de resonar en un gran agujero negro central generalizado”
(Deleuze & Guattari, 1989, p. 219).
102 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

de mecanismos de resistencia como los sindicatos o movimientos como el GIP (Grupo de


Información sobre las Prisiones), liderado por Foucault, que lograron efectuar contrapesos
al ejercicio del poder, con base en la distribución misma de las fuerzas que establece su
diagrama. No obstante, tales organizaciones muestran un desfase con respecto a los nuevos
poderes. Los sindicatos, por ejemplo, tenían en la existencia de la fábrica un espacio físico
de confluencia de los trabajadores para luchar contra las condiciones de encierro, pero con
la forma empresarial, impuesta incluso a la constitución de los individuos, su eficacia se
hace menor, dada la flexibilidad de los controles y la explotación paroxística de la
competencia en la relación entre trabajadores. En estas condiciones, pregunta Deleuze
(1995) sobre los sindicatos:
¿Cómo podrían adaptarse o dejar paso a nuevas formas de resistencia contra las
sociedades de control? ¿Puede hallarse ya un esbozo de estas formas futuras,
capaces de contrarrestar las delicias del marketing? ¿No es extraño que tantos
jóvenes reclamen una “motivación”, que exijan cursillos y formación permanente?
Son ellos quienes tienen que descubrir para qué les servirán tales cosas, como sus
antepasados descubrieron, penosamente, la finalidad de las disciplinas. (pp. 285-6).
¿Cómo resistir, entonces, al control? ¿Están perdidas las formas de resistencia
ligadas a la socialización disciplinada (el sindicato, el partido, etc.)? Deleuze insiste en la
necesidad de movilizar el deseo a nivel micropolítico. Como lo deja claro en sus estudios
sobre Foucault, no todo diagrama es de poder, sino que es posible crear distribuciones de
fuerza que produzcan líneas de fuga positivas, que solo como efecto puede decirse que
reaccionan contra él. Tal es el caso de la filosofía, que sin ser un poder se enfrenta siempre
a ellos, pues los poderes, tan micropolíticos como macropolíticos, “se introducen en cada
uno de nosotros”, ante lo cual ella nos mantiene “en conversaciones o negociaciones y en
guerra de guerrillas con nosotros mismos” (Deleuze, 1995, p. 5). Más que un encierro
sobre la subjetividad, la filosofía es un ejercicio crítico sobre las relaciones de poder y sus
efectos sobre el sujeto.
Deleuze (1995) asegura que dos preguntas clave en el Anti Edipo eran “¿Cuáles son
tus máquinas deseantes? ¿Cuál es tu manera de delirar el campo social?” (p. 36), que
suponen un cruce entre lo ético y lo político, en la identificación de las fuerzas que
atraviesan el individuo y su manera singular de ocupar el campo social. Ir más allá del
Capítulo 5. Líneas de fuga y resistencia 103

psicoanálisis es, para Deleuze y Guattari, pensar y percibir el horizonte micropolítico que
produce a los sujetos, y concebir la acción de sus fuerzas como un acto creador que se
enfrenta a las relaciones de poder, en la misma medida que las crea. Sin embargo, esta
línea de fuga se enfrenta a un peligro: que al franquear las líneas del poder “salga de los
agujeros negros, pero que, en lugar de conectarse con otras líneas y de aumentar sus
valencias en cada caso, se convierta en destrucción, abolición pura y simple, pasión de
abolición” (Deleuze & Guattari, 1989, p. 232). No hay aquí un desencadenamiento de
potencias naturales o velados instintos de muerte, sino operaciones del deseo, sociales e
históricas, que pueden también conducir a la sin salida de franquear todo límite, de buscar
la desorganización absoluta y, por tanto, devenir en pulsión de muerte.
Pero el polo subjetivo de la emisión de líneas de fuga, por así decirlo, es apenas
una perspectiva del problema, por lo cual Deleuze y Guattari adoptan la perspectiva más
amplia de los flujos mutantes a nivel general de la axiomática del capital. De la misma
manera que la sobrecodificación de los Estados imperiales (como el romano o el asirio)
desencadenaba una serie de flujos mutantes que se escapaban a su control (bárbaros,
cristianos, arameos, etc.), el circuito del capital se ve obligado a desplazar sus axiomas
hacia la “periferia” y a chocar con problemas que le son irresolubles. Estos autores hablan
de cuatro factores que preocupan a los “representantes de la economía-mundo” a saber: “el
flujo de materia-energía, el flujo de población, el flujo alimentario y el flujo urbano”
(Deleuze & Guattari, 1989, p. 472). La saturación de axiomas concernientes a la conexión
de estos flujos lleva a la producción de “terceros mundos” no solo en la periferia del
mundo capitalista, sino al interior de sus metrópolis centrales. Ello significa que pese a su
capacidad para reducir lo cualitativo a cantidades abstractas y a su operatividad para
conectar nuevos axiomas, siempre hay flujos que se le escapan.
Un ejemplo de estos últimos son las “minorías”, que Deleuze y Guattari (1989)
definen no por su cantidad, ni por su codificación, sino por ser conjuntos “no numerables”
cuya axiomatización es complicada de efectuar, por lo que constituyen auténticas líneas de
fuga del sistema, pues “la axiomática sólo maneja conjuntos numerables incluso infinitos,
mientras que las minorías constituyen esos conjuntos ‘difusos’ no numerables (…) esas
‘masas’, esas multiplicidades de fuga o de flujo” (p. 473). Estos flujos difusos, codificados
con vaguedad como comunidades étnicas, separatistas, campesinas, etc., cuentan con la
104 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

posibilidad de estar siempre en los intersticios de la regulación estatal y las capturas del
capital, en un tránsito confuso entre el abandono y la autonomía. Las minorías se hallan,
pues, en una situación problemática, puesto que imponen un límite que la axiomática del
capital siempre intenta franquear: el de traducir su naturaleza a cantidades que puedan
integrarse al sistema. No obstante, las minorías irrumpen siempre en el cuerpo social para
recordar que ninguna codificación y ninguna axiomática es invulnerable.
La apuesta de Foucault y Deleuze por una práctica micropolítica o microfísica
choca con la intervención del Estado, en la medida en que cristaliza determinadas
relaciones de poder que, en su dinamismo propio, son reversibles. Ello les ha valido la
crítica, sobre todo al primero, de no ser capaces de articular una propuesta política sólida
en la lucha por la definición de un orden social más justo. Se ha tomado la propuesta por la
visualización de los flujos de resistencia como una mirada “alegal” incompatible con todo
marco jurídico estatal (Pardo, 2014), y como un repliegue hacia la subjetividad, incapaz de
poner a prueba sus principios en el debate político público (Castro-Gómez, 2016).
Pese a que estos autores parten del principio de que lo molecular modifica lo molar,
parece, dice Pardo (2014), como si Foucault “para evitar que las vindicaciones
microfísicas ‘caigan en la trampa’ de los partidos políticos o las organizaciones
reformistas, estuviese exigiendo que la potentia se mantuviese ‘pura’” (p. 340), esto es,
que los flujos microfísicos quedaran al margen de toda codificación institucional, para los
cuales Deleuze y Guattari no solo establecieron un estatuto político, sino que aunaron lo
político a la retórica revolucionaria de las líneas de fuga. Sin embargo, concluye Pardo
(2014), los peligros que se anuncian en Mil mesetas a propósito de una excesiva carga
valorativa sobre lo molecular45, que puede resultar hasta en la captura fascista del Estado
por una máquina de guerra, llevaron a Deleuze y Guattari a considerar “como el más
llevadero de todos los riesgos” un modelo estatal que “no sólo es un Estado laico y
socialdemocrático, sino además, manifiestamente, un Estado de Derecho” (p. 357).

45
“Hace falta conservar una buena parte del organismo para que cada mañana pueda volver a formarse;
también hay que conservar pequeñas provisiones de significancia y de interpretación, incluso para oponerlas
a su propio sistema cuándo las circunstancias lo exigen, cuando las cosas, las personas, e incluso las
situaciones, os fuerzan a ello; y también hay que conservar pequeñas dosis de subjetividad, justo las
suficientes para poder responder a la realidad dominante” (Deleuze & Guattari, 1989, p. 165).
Capítulo 5. Líneas de fuga y resistencia 105

¿Cómo entender, entonces, el énfasis foucaultiano en lo microfísico y el


reconocimiento del estatuto político de lo molecular en Deleuze y Guattari? La lectura
realizada por José Luis Pardo (2014) y Santiago Castro-Gómez (2016) de algunas
entrevistas de Foucault asume esta perspectiva como un rechazo total hacia el Estado y sus
instituciones. Una lectura alternativa podría sugerir que el énfasis en la dimensión
microscópica de lo social implica un llamado a la desestructuración de la macropolítica,
que asuma las instancias molares como momentos ineludibles, pero modificables, del
devenir de lo real. De la mano de Deleuze, sería posible comprender la microfísica
foucaultiana como un llamado a la modificación de lo social desde sí mismo, desde su
praxis política inmanente y no como un mero llamado a la disolución del Estado sin más.
Si este último fue el camino práctico que Foucault decidió recorrer, como resaltan los
comentaristas señalados, tal hecho no puede ser tan importante para el análisis de sus tesis
como lo sería, en cambio, la recomendación de asumir sus investigaciones y
razonamientos como posibles armas de lucha en el juego político, en lo que respecta, sobre
todo, a la que sería su conclusión más importante: la naturaleza reversible de toda relación
de poder.
¿Caen acaso Deleuze y Guattari en una contradicción o en una posición puramente
retórica al resaltar la emisión de líneas de fuga como devenir de la resistencia y llegar a la
consecuencia, quizá no prevista, de la viabilidad del Estado de derecho, como argumenta
Pardo? ¿Lleva el rechazo foucaultiano del Estado a una completa adscripción a la fluidez
de lo microfísico que deshace cualquier tipo de relación de poder? En ambos casos, la
respuesta es negativa, pues la resistencia como línea de fuga no busca el rechazo de todo
tipo de gobierno, sino la autonomía (autogobierno) individual y colectiva, pese a que esto
último sea menos evidente en Foucault. En lo que respecta a la relación entre la política
molecular de las masas y la política molar del Estado, Deleuze y Guattari logran, en
cambio, establecer una perspectiva más clara y no solo una “retórica de la revolución”, en
lo que respecta al carácter modificable de lo institucional y la capacidad de lo molecular
para efectuarlo.
Si Pardo considera que el énfasis de Deleuze y Guattari en lo molecular y su
carácter revolucionario entraña un rechazo diametral del Estado, pero oculta, como
consecuencia, una aprobación velada del Estado de derecho, es necesario resaltar que la
106 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

búsqueda teórica y práctica de estos autores se sitúa en el contacto entre las instancias
molares y moleculares, allí donde emerge y se modifica el poder, allí donde la capacidad
plástica de lo molecular no logra hacer estallar la vida en una línea de muerte. No obstante,
lo que no parece muy claro es el aspecto concreto que asumiría aquella zona de
inestabilidad molar-molecular y el papel del Estado en ella. Aquí la respuesta es apenas
una insinuación que debe ser desarrollada, un problema que queda abierto para una
indagación más detallada. Se puede partir de la idea de minoría que Deleuze y Guattari
exponen en Mil mesetas, como el conjunto de líneas de masa que no logra identificarse con
las segmentaciones de clase, aquellos movimientos moleculares que no logran ser
traducidos por la axiomática del capitalismo sin perder en ello su naturaleza.
La respuesta a este problema es, entonces, pensar en los movimientos sociales
como aquellas líneas de fuga que transitan en los intersticios del Estado, que logran
interpelarlo, negociar con él e incluso modificarlo, no sin ser capturadas o recodificadas,
pero cuya irrupción se da siempre al margen de su influencia, pues cuando se las captura,
desaparecen, para volver a aparecer en brotes siempre nuevos, desligados de las líneas
anteriores y haciendo rizoma con otras líneas problemáticas que atraviesan el campo social
(el hambre, el abuso de la fuerza, la amenaza de muerte, la falta de servicios, etc.). Para el
caso de Deleuze y Guattari, la visualización de las minorías puede entenderse,
precisamente, como esas líneas de presión que son capaces de modificar lo molar, en la
forma del Estado de Derecho, sin perder su naturaleza molecular, que se escapan a
cualquier captura definitiva y resisten a las axiomatizaciones del capital.
Conclusiones
A través de una mirada de conjunto de los análisis de Foucault y Deleuze se han
podido establecer ciertas discusiones que perfilan los puntos de encuentro y desencuentro
que, en torno al poder y la resistencia, han legado estos autores. Más allá de un intento
sincrético por encontrar similitudes o de ligar acríticamente conceptos elaborados desde
perspectivas distintas, el balance anterior buscó establecer una serie de diálogos entre los
autores, para examinar hasta qué punto la mirada foucaultiana sobre el poder, podría
encontrar en la obra de Deleuze algunas precisiones o críticas que clarificaran o
problematizaran su “ontología del presente”. De idéntica manera, se quiso explorar la
posibilidad de leer la perspectiva deleuziana a partir de la obra de Foucault.
Si bien es cierto que lo político en Deleuze, Guattari y Foucault asume una
dinámica microfísica o molecular que recusa en todo momento al Estado como instancia
represiva, no lo es menos que establecen siempre un diálogo problemático con él, no como
un aparato externo a las dinámicas sociales, sino como su resultado (Foucault) y como su
reverso necesario (Deleuze y Guattari). La transgresión micropolítica de lo social implica,
desde estas perspectivas, provocar cambios en los modos de subjetivación, asumir la
posibilidad de modificar la propia vida y desencadenar ondas fragmentarias que perturben
el campo social, en el marco de procesos siempre dinámicos, cambiantes e imprevisibles,
pero que, por esta misma naturaleza, pueden ser objeto de nuevas experimentaciones. Sin
duda, es la presión social la que modifica al Estado y no necesariamente a la inversa, en
una lucha constante entre elementos heterogéneos y no en un diálogo entre iguales.
Un punto de encuentro entre Foucault y Deleuze está en la capacidad del ejercicio
moderno del poder para establecer una relación directa con la libertad, en el marco de las
mutaciones del capitalismo. Esto no implica, desde luego, equiparar las dos propuestas
teóricas, dado que, como afirma Castro-Gómez (2015), no existe una equivalencia entre
108 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

los estudios que realizan los dos autores, y su diferencia va más allá de lo terminológico
(Deleuze, 2007); pero ello no impide intentar emprender un diagnóstico de las sociedades
contemporáneas, con base en el diálogo entre estos filósofos franceses. Así, se podría
entender la problematización neoliberal del intervencionismo económico como un
desbloqueo del arte de gobernar conforme a las dinámicas del mercado, a partir de las
cuales se reestructura el aparato productivo. Este devenir del arte de gobernar se entendería
como la mecánica por la cual opera la sistematicidad flexible de la axiomática del capital
en las sociedades de control, como la liberación controlada del deseo que lo conecta con
flujos de capital (en la producción y en el consumo), a través de la lógica empresarial de la
autogestión.
Una crítica importante que tanto Habermas como Castro-Gómez hacen de este tipo
de posturas, especialmente de Foucault, es que no parecen ofrecer salidas políticas a los
problemas que visualizan en los procesos de subjetivación y las relaciones de poder. El
“efecto Foucault” que el filósofo colombiano atribuye a los movimientos que han
rechazado todo diálogo con el Estado conduce a su “despolitización”, en un intento
obstinado de mantener una posición de proscritos del sistema, que les impide poner a
prueba sus principios en el juego democrático de la discusión pública; en cambio, terminan
reforzando las dinámicas del neoliberalismo (Castro-Gómez, 2016, pp. 407-8). No
obstante, es necesario resaltar, con Jacques Bidet (2006), que Foucault no es un apologista
del neoliberalismo, sino que su intento teórico de 1978 y 1979 es, por el contrario,
identificar el funcionamiento de dicha tecnología de gobierno, tomando una distancia
crítica. El esfuerzo que demanda la obra foucaultiana a los lectores actuales es, en ese
sentido, pensar más allá de ella y precisar esa distancia cuyo lugar no siempre es tan claro.
Por esta razón, el diálogo con Deleuze (y con Marx, como propone Bidet) puede ofrecer
una perspectiva más amplia no solo para interpretar las ideas del filósofo de Poitiers, sino
para repensar sus problemas.
Una vez que se establecen las líneas que componen el ejercicio del poder, sus
fuerzas, movimientos y distribuciones, se hace posible examinar sus fracturas,
desviaciones y devenires, es decir, sus líneas de fuga y resistencia. En discusión con
Habermas y Castro-Gómez, se evidencia en la obra de Foucault, y no solo en sus análisis
de la gubernamentalidad, un intento por mostrar la reversibilidad de las relaciones de
Conclusiones 109

poder, ya que no parte de su completa determinación sobre la subjetividad, sino de cómo


se configuran sus condiciones de posibilidad; mas el devenir de la subjetividad constituida
es impredecible, pues por ella también pasa la plasticidad del poder, ya sea para revertir las
relaciones previas, para configurar las propias o para ejercer el dominio sobre sí misma.
Foucault no se encuentra preso del poder ni de la subjetividad, sino que explora sus
condiciones de irrupción, configuración y cambio; que su apuesta teórica y práctica no se
haya encaminado por una posición revolucionaria, en el sentido de proponer una
reconfiguración del Estado, no implica que su postura excluya la reflexión política. Por
esta razón, la lectura propuesta va de la mano con la conceptualización deleuziana, pues
resalta el carácter político de los flujos moleculares pre-subjetivos o a-subjetivos que, en
forma de líneas de fuga, ponen en entredicho la primacía absoluta de las organizaciones
molares, sean los Estados, las instituciones o las mismas subjetividades.
Sería errado pensar que en Foucault o Deleuze se puede o se debe encontrar un
modelo institucional de emancipación, puesto que su objetivo nunca ha sido la de perfilar
una reorganización del Estado que asuma la responsabilidad de la libertad humana. Podría
incluso cuestionarse si los proyectos filosóficos encaminados en dicha pretensión han
logrado realmente modelar las instituciones conforme a su racionalidad o si han llegado a
ser eficaces en su aplicación. Pero más allá de caer en argumentos que valoren la reflexión
filosófica sobre lo político en términos de su eficacia real o de su capacidad para realizar
reformas institucionales, puesto que ello cuestionaría todo esfuerzo filosófico de pensar lo
político desde Platón hasta Habermas, vale la pena reconocer, por el contrario, hasta qué
punto los conceptos propuestos logran generar aperturas para el pensamiento y la acción,
aunque sean fragmentarias, con respecto a las prácticas de dominio social.
Cuando Foucault establece que el problema moderno de la construcción del Estado
es el de cómo gobernar, esto es, de cómo conducir la conducta de los seres humanos,
visualiza que, de manera simultánea, emerge la pregunta por cómo no ser gobernado, no
de manera absoluta (como si se pensara en la abolición de todo gobierno), sino de cómo
cambiar unos mecanismos de gobierno por otros, entre los cuales se encuentra la
autonomía, como apuesta a la vez ética y política de la Modernidad. Si, como se afirma en
Vigilar y castigar, la Ilustración inventa las disciplinas como mecanismos coercitivos para
hacer frente a las prerrogativas jurídicas que habían logrado los dominados, también es
110 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

cierto que en el cenit del poder disciplinario emerge la “actitud crítica” (la Aufklärung
kantiana) como arma de resistencia al poder, solo que esta idea es expuesta por Foucault
en 1978, algunos años después de establecida la confusión según la cual se pensó que, para
este autor, la disciplina era infranqueable y la Ilustración un puro efecto ideológico de la
Modernidad.
También es necesario enfatizar que la apuesta de acción política de Foucault y
Deleuze no se reduce a una transformación subjetiva, como si el individuo estuviera
aislado de procesos sociales, históricos y económicos; por el contrario, su esfuerzo
analítico se ha centrado en denunciar los bloqueos teóricos y prácticos que han conducido
al solipsismo y al familiarismo, desde una perspectiva que busca establecer las conexiones
polivalentes y múltiples de los sujetos con las relaciones sociales de poder y,
especialmente para el caso de Deleuze y Guattari, con la historia.
La preocupación de autores como Deleuze y Foucault, herederos, para mal o para
bien, de mayo del 68, es dar a los movimientos de masas y minorías, de estudiantes,
mujeres o presidiarios, por ejemplo, un estatuto político para legitimar su lucha
insurreccional frente al Estado (Pardo, 2014, p. 323). Que los resultados de dicho esfuerzo
se hayan logrado, que los Estados tomen en serio las agendas de estos movimientos, hace
parte de una discusión diferente que requeriría de análisis históricos más precisos. Valga
preguntar aquí si, a contrapelo de lo sugerido por Castro-Gómez, no sería posible pensar
que estos movimientos heterogéneos, rebeldes a pactar con los Estados, no han logrado
extender la democracia a un nivel más participativo, a despecho, incluso, del rechazo
categórico que pudiera tener Foucault a cualquier tipo de trato con el Estado de derecho46.
En otro sentido, se critica a estos autores el proponer salidas éticas y estéticas a
problemas políticos, lo cual acaso fuera justo si se pensara que la apuesta teórica de
Deleuze y Foucault estuviera interesada en encerrar a los sujetos en el marco reducido de
su identidad, ya sea individual o grupal; y en tal caso, para ellos serían aplicables las
críticas de José Luis Pardo (2014) a lo “políticamente correcto” y las “políticas de la

46
“Parecería pues que, a pesar de la insistente negativa de los filósofos del 68 a reconocerlo (…) habría una
utopía política –o post-política– latente en sus proyectos teóricos: la reivindicación de esa ‘vida desnuda’ que
ni el Estado ni el derecho (…) parecen poder soportar, y que por ello exige, para poder manifestarse
libremente, la eliminación del Estado y del Derecho” (Pardo, 2014, p. 329).
Conclusiones 111

identidad”, cuando resalta que desde ahí se efectúa en los sujetos un “repliegue hacia lo
que de más incivil hay en ellos (…) que es justo su identidad” (p. 319). Pero la posición de
estos autores es distinta, ya que no parten de un sujeto que defiende lo que es, sino de uno
que se reconoce en las múltiples líneas que lo atraviesan para rechazar su presente y
construir su futuro, como producto de una crítica de las relaciones de poder y saber que lo
han constituido.
La filosofía misma aparece a la mirada de Deleuze, como lo muestra con claridad
el epígrafe de Conversaciones, no como una salida subjetiva, sino como un ejercicio
crítico de las relaciones de poder que atraviesan al sujeto y que se cristalizan en su forma
de pensar y actuar, es decir, como una línea de fuga que cuestiona no al sujeto frente a sí
mismo, sino a las líneas que lo atraviesan, no los efectos de las relaciones de poder en el
sujeto que filosofa, sino las relaciones mismas.
Esto último constituye un aspecto importante, con respecto a la resistencia al poder,
que este trabajo quiere poner de relieve sobre los análisis de Foucault y Deleuze: en ambos
casos se presenta una crítica radical de la subjetividad, tomada en principio como producto
de las relaciones de poder y saber, que en un punto de pliegue sobre sí misma y en un acto
crítico positivo, es capaz de convertirse en agente creativo que pone en cuestión el espacio
social que habita y la identidad que le ha sido legada por el campo de fuerzas del que
surge. La crítica y la autocrítica, la lucha que establece el sujeto consigo mismo, constituye
así una apuesta estética de la ética, en la búsqueda de una redefinición de la identidad.
Aquí hay una primera línea de fuga del sujeto que emprende la resistencia al poder
individualizante y lisonjero de las sociedades de control.
Pero la perspectiva ética no excluye la apuesta política de estos autores: por el
contrario, Deleuze y Foucault intentan establecer los entrecruzamientos necesarios entre
ambas esferas. De tal suerte, la problematización ética del sujeto con respecto a sí mismo
se convierte en una crítica de las condiciones sociales, micropolíticas y macropolíticas, de
las cuales no es ajeno en ninguno de los aspectos de su existencia. Para los dos autores, la
movilización del deseo implica conectar a los individuos con las relaciones de poder en un
dinamismo bidireccional, en el que las relaciones de fuerza constituyen tanto como son
constituidas por los sujetos atravesados por ellas. Aunque en Foucault parece menos clara
esta dimensión, no es posible soslayar que a lo largo de su obra se visibilizan esos actos
112 Poder, control y líneas de fuga en Foucault y Deleuze

microfísicos de resistencia por los cuales los oprimidos se han servido de las mismas
armas de los opresores (el derecho, el Estado, la soberanía, las instituciones, los discursos)
para librar sus batallas contra el poder, ya no desde su individualidad, como oponiéndose a
una exterioridad del dominio, sino desde su singularidad, desde su manera particular de
interactuar en el tejido social.
En Deleuze, la concepción de la filosofía como mecanismo de lucha contra el poder
también se escapa del orden de lo subjetivo y adquiere una dimensión política en la que
está en juego la reconfiguración de las conexiones y las conjugaciones del deseo, a través
del campo social. De ahí, la importancia del concepto de micropolítica como elemento que
permite entender cómo las luchas de las minorías tienen una legitimidad política, aunque
establezcan relaciones problemáticas con el Estado y con el sistema capitalista. En este
sentido, Deleuze y Guattari aportan elementos conceptuales para comprender la dinámica
de los que han sido llamados, desde otras ópticas, los movimientos sociales.
En ambos casos, se trata de asumir la teoría como máquina de guerra para hacerla
funcionar en las propias luchas contra el poder, puesto que estos autores no ofrecen
modelos para la acción, sino aperturas rizomáticas posibles del deseo para que cada quien,
desde su singularidad, pueda redefinir el estado de las luchas de fuerza en las que se halla
inmerso, pues la política de la representación descansa en el silencio de los representados.
Cada uno de ellos permite pensar un aspecto distinto de la práctica política y de las
relaciones de poder, cada uno visualiza una serie de mecanismos distintos que, al
conectarse, brindan una panorámica del funcionamiento del poder en las sociedades
contemporáneas y de las posibles líneas de fuga que pueden trazarse para resistir a su
funcionamiento.
Queda aún por pensar la especificidad de los movimientos sociales, para darle un
rostro político explícito a las líneas de resistencia. Queda, por supuesto, pensar los
conceptos aquí señalados en el contexto específico de nuestro tiempo y nuestro espacio,
desde nuestra específica forma de poblarlos, más allá de la repetición de la retórica
foucaultiana y deleuziana. Queda aún la tarea de hacer funcionar los conceptos,
conectarlos con una praxis específica y, en esa conexión posible, crear nuevas formas de
pensar, sentir y actuar.
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