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Título: Acoso laboral: el deber de prevención y los dilemas del empleador ante el acoso horizontal
Autor: Fernández, Adriana R.
Publicado en: RDLSS , Volúmen 2015-6 , Página 549
Sumario: I. Introducción.— II. El acoso y la violencia laboral
(*)

I. INTRODUCCIÓN
El "acoso laboral" es un fenómeno del Derecho del Trabajo que ha adquirido gran importancia en los
últimos tiempos en la Argentina y en el mundo, convirtiéndose en una preocupación social aguda.
La violencia en el ámbito de trabajo no sólo debe ser considerada como una causal de despido del trabajador
sino que fundamentalmente es un proceso de destrucción del empleado, puesto que su consecuencia es quedar
incapacitado para obtener un nuevo empleo debido a los daños físicos y psíquicos provocados por estos
comportamientos hostiles.
El creciente desarrollo de la cultura de los derechos inherentes a la persona humana nos permite reconocer y
detectar formas cada vez más sutiles de violencia que afectan la vida, la integridad psicofísica y moral de las
personas que trabajan, lesionando su dignidad.
Recordemos que ha dicho nuestra más Alto Tribunal que "La dignidad del trabajador es el eje alrededor del
cual gira toda la organización de los Derechos Fundamentales del orden constitucional".
La dignidad del trabajador tiene una dimensión individual y una proyección social, por cuanto es el
fundamento del orden político y de la paz social.
II. EL ACOSO Y LA VIOLENCIA LABORAL
Se trata entonces de aquella situación en la que una persona o grupo de personas ejercen violencia
psicológica extrema de forma sistemática y recurrente, durante un tiempo prolongado sobre una persona o
personas en el lugar de trabajo, con la finalidad de destruir las redes de comunicación de la víctima, afectar su
reputación, aislarlo, marginarlo, perturbar el ejercicio de su labor y logar que finalmente abandone su puesto de
trabajo. Puede implicar también la destrucción de la imagen pública y profesional, y en casos extremos su
desaparición física.
Las circunstancias mencionadas dan una idea siquiera aproximada del problema social de esta perversa
forma de violencia moral en el trabajo, que huelga decir, vulnera los "derechos humanos fundamentales",
reconocidos por los tratados internacionales con jerarquía constitucional.
Resulta evidente que la integridad física, psíquica y moral del trabajador, el respeto de su honra, el derecho
al reconocimiento de su dignidad, a no ser discriminado y en general a las libertades fundamentales de la
persona humana, se ven intensamente degradadas por los comportamientos que en sus diversas modalidades
constituyen acoso laboral. En pocas palabras, se trata de un comportamiento orientado a la destrucción de la
víctima a mediante plazo.
El fenómeno se ha convertido también en una constante preocupación para los empresarios, por los costos
laborales, económicos y jurídicos que acarrea, ya que el empresario debe soportar las bajas laborales por la
contingencias o infortunios que pueden sufrir los trabajadores por el maltrato y deberá soportar una eventual
sentencia condenatoria, en el caso de que el hecho sea ventilado en sede judicial. A ello se debe sumar la
cantidad creciente de fallos dictados a favor del trabajador, que conlleva para el empresario la pérdida de
confianza en la dirección y coordinación de la empresa como organización económica.
La persona del trabajador se realiza en el ámbito laboral, porque el trabajo es actividad creadora e implica
para el trabajador un medio de vida, le da disponibilidad económica para desarrollar y sostener sus relaciones
familiares y sociales. Con base al objetivo o finalidad de un proceso de acoso laboral, forzoso es concluir que va
a privar al trabajador de todo ello.
Pero aún existe algo más importante, y es precisamente reconocer los derechos humanos fundamentales
vulnerados con el acoso y la concepción de que de ellos derivan tres principios esenciales: el de inviolabilidad
de la persona, el de autonomía de la persona y el de dignidad de la persona.
No estamos hablando de maltrato o agresiones físicas o evidentes. Se trata de una violencia invisible, y si
bien pueden existir determinadas acciones más obvias, se trata fundamentalmente de un ataque subterráneo. En
tal contexto la prueba del hecho o de los hechos agraviantes, resulta harto compleja, habida cuenta de que tales
acciones no suelen llevarse a cabo de manera pública y los acosadores o victimarios, suelen ser personas hábiles
en el manejo de la descalificación que cuidan los detalles que los pueden comprometer.

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Se trata entonces de un análisis de la violencia oculta, silenciosa y muchas veces invisible para todos,
incluso para el que la sufre, a pesar de ser absolutamente dañina.
Dice Leymann que en las sociedades de nuestro mundo occidental altamente industrializado, el lugar del
trabajo constituye el último campo de batalla en la que una persona puede matar a otro sin ningún riesgo de
llegar a ser procesado ante un tribunal.
Las dificultades que ofrecen su percepción, reconocimiento, prevención y prueba, de modo alguno puede
favorecer la impunidad. Por ello es sumamente importante precisar el concepto de acoso laboral, dado que, más
allá de la comprensión inmediata del término, para actuar hay que delimitar el campo de acción, sea con vistas a
una penalización de los hechos, sea en el establecimiento de una prevención eficaz.
Ciertamente, ante una situación de acoso laboral, no se cumple con la manda constitucional del art. 14 bis
reforzada y completada con los Tratados Internacionales de Derechos Humanos, de asegurar al trabajador
condiciones dignas y equitativas de labor. Las condiciones dignas se refieren tanto al ámbito en el que el
trabajador desempeña su labor, como a las condiciones de seguridad y salubridad en la tarea, para prevenir el
llamado "daño profesional".
Ahora bien, con base en este deber de prevención que pesa sobre el empleador, nos preguntamos si el
empleador puede o debe permanecer indiferente a las prácticas de violencia laboral llamadas "horizontales", que
acontecen dentro de su esfera de supremacía organizativa y disciplinaria y, ante la respuesta negativa evidente,
debemos explicar bajo qué circunstancias y de qué manera su intervención resulta no sólo legítima sino
exigible.
Ello así, pues el complejo entramado de los deberes y derechos de las partes en la relación laboral presenta
la singularidad de que lo que la intuición y la norma emplazan como una ventaja contractual de una de ellas, la
lleva lateralmente a una posición jurídica en la que deviene deudora de ciertas prestaciones o conductas. Me
explico, el empleador tiene derecho a recibir la prestación del servicio, en las demás condiciones que fija la ley
(asistencia regular, puntualidad, obediencia a sus directivas, etc.) pero tiene así mismo el deber de suministrarlas
efectivamente conforme a lo convenido. Por su parte, si bien el trabajador es acreedor de seguridad en el trabajo,
a la vez, no puede sustraerse al cumplimiento de conductas preventivas adecuadas.
Es inherente el contrato de trabajo, más allá de los alcances que se atribuyan a la letra de los arts. 75 y 76 de
la LCT, que pesa sobre el empleador un deber genérico de prever las consecuencias disvaliosas que sobre la
integridad psicofísica y el patrimonio del trabajador puedan resultar de la ejecución de su prestación o de la
ocasión del cumplimiento del contrato. En rigor de verdad, este deber de seguridad rige como elemento anterior
y en alguna medida autónomo a su regulación positiva, rige por "vigor propio", con estatus superior al de la ley
ordinaria, en tanto dimana de la garantía constitucional de "condiciones dignas y equitativas de labor" prevista
en el art. 14 bis de la Constitución Nacional.
Por supuesto que este deber de seguridad del empleador no se agota en adoptar medidas relativas a las
máquinas, herramientas o condiciones ambientales de trabajo. También debe hacerlo a propósito de los "hechos
de sus dependientes" en el preciso sentido que a esa expresión asigna el art. 1113 CCiv. y su doctrina, en tanto
el vínculo interpersonal entre los trabajadores sólo encuentra justificación por la ocasión que pone el
cumplimientos de sus respectivos contratos.
En efecto al trabajador no le resulta posible elegir, dónde, cuándo y con quién trabajar, ni la posibilidad de
alterar unilateralmente dichas circunstancias, en tanto se encuentra sometido a los poderes de organización y
dirección jurídica-técnica del principal, como así tampoco de aplicar correctivos por mano propia, sin riesgo en
incurrir él mismo en un antijurídico reprochable.
Del concurso de esas circunstancias deriva que pesa sobre el empleador un verdadero deber de intervenir en
las relaciones humanas que se traban horizontalmente con motivo del hecho de la empresa, cuando tome
conocimiento de que hay disfunciones en la misma que puedan resultar idóneas para perjudicar la salud física o
mental de las personas. Por otro lado, desde el principio de autoridad es obvio que para asegurar la
funcionalidad de la empresa corresponde al empleador la atribución de proveer lo conducente a la consecución
de sus fines y en dicho contexto, mal puede aceptarse que los mismos estén en un ambiente de trabajo que tolera
o propicia el destrato.
Lo que queremos significar es que la intervención del empleador en el mencionado sentido horizontal
presenta la doble faz inherente a los poderes-deberes.
La razonabilidad, prudencia, oportunidad y proporcionalidad debe orientar al empleador al ejercer sus
intervenciones como a los mismos jueces llamados a la revisión judicial de lo actuado, y ver cómo el conflicto
horizontal que está en la base de la intervención vertical concierne a otro trabajador o trabajadora con intereses

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que deben ser protegidos.


En el caso, se trata de relaciones triangulares que involucran al empleador y a dos o más trabajadores y la
situación ciertamente presenta especiales complejidades, por cuanto a veces el respeto por los derechos de unos
puede significar un perjuicio para los otros.
Cuando el empleador tome conocimiento de alguna queja relativa a "comportamientos inadecuados" de un
trabajador o trabajadora respecto de otro u otros, ciertamente debe cumplir —como anticipáramos— un
ejercicio oportuno y prudente de sus facultades disciplinarias, lo que incluye por supuesto la posibilidad de
llamados de atención, apercibimientos y suspensiones debidamente proporcional a la índole y gravedad del
comportamiento.
Debe tenerse en cuenta que salvo comportamientos groseramente antijurídicos del dependiente que alcancen
per se la entidad injuriosa del art. 242 de la LCT, un eventual despido basado en discriminaciones o violencias
horizontales constituirá normalmente un supuesto de la llamada "injuria cuantitativa". Es decir, aquella que se
configura por percusión o reiteración mortificante de incumplimientos menores que, considerados aisladamente,
no calificarían como justa causa de despido en el sentido requerido por el citado art. 242 pero en cambio, en una
apreciación panorámica o de conjunto, definitivamente sí permiten concluir que la continuidad del vínculo es
insostenible.
En este supuesto, la jurisprudencia exige como condición de validez del despido que además del
incumplimiento contemporáneo (el último episodio de discriminación o violencia —la gota que colma el
vaso—) se prueben también los antecedentes desfavorables del trabajador por idéntico motivo o al menos afín.
En este caso, sólo juegan los antecedentes que hayan sido materia de anteriores correctivos, por cuanto si el
empleador no sancionó y toleró pasivamente una situación de acoso en su establecimiento, no podría disponer
directamente su despido causado, salvo que el acto suponga una gravedad autónoma tal, que incluso
prescindiendo del pasado, pueda convalidarse.
Ciertamente, en estos supuestos deberíamos relativizar de algún modo la exigencia de la contemporaneidad
entre la infracción y la medida que se aplique, pues este tipo de comportamientos hostiles, como la
discriminación, acoso sexual, mobbing o violencia laboral, siempre se presentan a modo de secuencia
diacrónica, al punto que hasta hay quienes arriesgan como requisito constitutivo la permanencia en el tiempo,
esto es, la necesidad de que concurran cierto número mínimo o máximo de episodios en un lapso de tiempo.
Así, por ejemplo, en los casos de violencia laboral o mobbing se exige que acontezca por lo menos una vez por
semana y como mínimo por seis meses.
Coincidimos con Marie France Hirigoyen en que parece excesivo fijar un umbral límite, ya que la gravedad
del acoso no depende sólo de la duración, sino también de la violencia de la agresión.
Por ello, como se trata de una especie de "película", sumado a las apuntadas dificultades de percepción y
posterior denuncia efectiva por parte o a instancia del afectado, sería razonable que el empleador se tome su
tiempo para verificar la veracidad de los hechos y si ellos constituyen una tendencia estable del acosador o
discriminador o un incidente aislado y pasajero.
De tratarse de un empleado jerárquico, en su carácter de depositario de especiales responsabilidades y
confianza, su comportamiento debe ser apreciado con la vara que indica el citado art. 242 de la LCT cuando
manda a tomar en cuenta "las modalidades y circunstancias en cada caso", pues la conducta se agrava, por el
posicionamiento de supremacía del jerárquico respecto del acosado o discriminado.
En estos casos y ante un eventual juicio por despido por parte del acosador o discriminador, es evidente que
el testimonio del acosado o discriminado no podría ser tachado, como así tampoco sufriría una invalidez radical
que derive de su implicancia en el asunto, aunque fuera denunciante. Ello, por cuanto el acosado no es parte en
el proceso, aunque lo haya sido en el conflicto humano que lo desencadenó. Es más, hasta podríamos aventurar
que es "testigo necesario", sin soslayar que su testimonio deberá ser apreciado por el juez en sana crítica y
conforme la credibilidad que por sí y en concordancia con el resto de la prueba los jueces le adjudiquen.
Del otro lado, nos preguntamos, qué podría hacer el trabajador o trabajadora víctima del acoso y
discriminación ante la inacción o complicidad del empleador frente a una situación de acoso o discriminación.
Es claro que cuando pueda endilgarse al empleador la omisión de su deber jurídico de intervenir, asisten a la
víctima las facultades propias de todo contratante ante el incumplimiento de la contraparte.
Liminarmente podría hacer uso de la llamada retención de tareas o excepción de contrato no cumplido, lo
que requiere una previa intimación al empleador indicando con precisión y concretamente la modalidad de la
violencia padecida, agente o agentes activos y sobre todo las medidas que se espera adopta el propio empleador
y ante el rechazo o inacción del empleador, previa comunicación fehaciente, explícita y contemporánea podría

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entonces efectivizar la suspensión indirecta. Aún más, si se quiere sin pérdida del salario, postura esta no
pacífica en la doctrina. No deberíamos descartarla de plano si se atiende que la mora del trabajador en el
cumplimiento a su débito contractual quedaría dispensada por el incumplimiento anterior del empleador a sus
propias obligaciones contractuales.
Ciertamente, el trabajador podría considerarse indirectamente despedido especialmente si el empleador
anoticiado de los sucesos ante su denuncia, ha tomado medidas que impliquen confirmar o respaldar expresa o
tácitamente al acosador o discriminador o aun buscando soluciones oblicuas que terminen perjudicando a la
víctima, como podría ser su propio traslado de sector.
Además puede quedar configurado un escenario en que sea perfectamente posible reclamar el daño moral al
empleador sin necesidad de suspender o extinguir indirectamente el contrato. Es más, existiría la posibilidad de
reclamar al empleador los daños causados aun sin considerarse despedido. Aquí no valdría el trillado argumento
que la tarifa del art. 245 de la LCT es omnicomprensiva de estos daños colaterales, precisamente porque al no
concurrir la extinción, el trabajador no pretende su pago. Y es difícil sostener jurídicamente que en tal caso
carecería de derecho a reclamar el daño moral, agotándose en la disyuntiva de fulminar el contrato o soportar él
mismo los daños.
En la medida en que el acoso, violencia o discriminación no proviene directamente del empleador, sino de
otro dependiente, para que este tipo de reclamos resulte procedente es necesario imputarle al empleador algún
tipo de antijurídico propio. Tal sería el caso, como anticipáramos, de haber tomado partido activo a favor del
agente de la violencia o, en su caso, de haber omitido adoptar los recaudos tendientes a evitarla o hacerla cesar,
no obstante estar en conocimiento de los hechos y pese a contar con las facultades disciplinarias que la propia
LCT le acuerda.
Cabe señalar que en estos supuestos de acoso horizontal, un factor de atribución adecuada a las
circunstancias puede provenir tanto del ámbito subjetivo y contractual (culpa por omisión del deber de
seguridad) como el objetivo y extracontractual (hecho del dependiente, art. 1113 del CCiv.).
Finalmente, asiste a la víctima el derecho de pretender obtener el cese del comportamiento más que a la
ruptura del vínculo o el cobro de una indemnización, a través de la acción derivada de la ley 23.592.
Hay que quienes aún no aceptan que la llamada estabilidad relativa impropia sea puesta en cuestión, sobre
todo a partir de las soluciones que la jurisprudencia ha encontrado a determinados ilícitos que se dan en la
extinción del contrato de trabajo y en su respuesta a través de la reinstalación en el puesto laboral del trabajador
desplazado arbitrariamente, en virtud de un ilícito, como sería el caso de la violencia laboral. Ello así porque
excede el mero incumplimiento contractual y coincidimos con David Duarte en que el viejo esquema diseñado
en otras épocas aferrado a la indemnización tarifada como única respuesta ante el despido arbitrario, necesita ser
revisado, por cuanto actualmente los derechos humanos tienen en el mundo jurídico una presencia que no tenían
en esos tiempos.
La violencia laboral parece estar invocando implícitamente una protección mayor y más efectiva que la sola
reparación pecuniaria, utilizada casi siempre como respuesta a un incumplimiento grave que no consiente la
prosecución del vínculo laboral que se expresa ex post. El accionar abusivo tanto sea vertical u horizontal debe
ser frenado ex ante, pues con la extinción del contrato por parte de la víctima no se frena el abuso, por el
contario se consagra, se agrava la arbitrariedad. Cuando la conducta violenta forma parte del acto que dio fin a
la relación de trabajo, se producen dos consecuencias injuriantes. Por un lado, la lesión por la ruptura arbitraria
y, por el otro, la afectación de la dignidad humana por el accionar violento. En este caso la reparación
pecuniaria de la LCT respondería al primero de los supuestos, pero dejaría huérfano al segundo, pues con el
pago de la tarifa el flagelo quedaría enmascarado, absorbido por el accionar violento.
Lo que queremos significar es que cuando el acto extintivo del contrato de trabajo involucra dos situaciones,
debe fulminarse con la nulidad por su ilicitud, pues cuando el acto que pone fin al vínculo se apoya en un ilícito,
como es el supuesto de violencia laboral no puede tener efectos jurídicos como para lograr la extinción de la
relación.
Por ello se torna imperiosa una legislación nacional sobre mobbing. Pues su mejor prevención es sin duda
una regulación legal que contemple a la persona, no sólo para castigar al violento, sino también para restablecer
la situación alterada. En este camino debería darse a este flagelo laboral una respuesta legislativa del mismo
tenor de la ley 23.592 y hasta superadora, pues si pretendiéramos monetizar el despido discriminatorio o a
cualquiera de las conductas violentas, aun aumentando la tarifa del art. 245 de la LCT como una especie de
indemnización agravada, sólo significaría un retroceso en los derechos de los trabajadores amparados por los
derechos humanos de rango constitucional, quedando también afectado el principio de progresividad
reconocidos en ellos y que nuestro más Alto Tribunal lo ha aplicado en numerosos pronunciamientos.
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Es innegable que cuando se está frente a un caso de violencia laboral que involucra ilícitos, merece un
tratamiento singularizado, abarcador e integral, resultando insuficiente la mera reparación tarifada.
El ordenamiento jurídico general nos provee de herramientas concretas, que van desde la nulidad del acto de
extinción por resultar un hecho ilícito, hasta la búsqueda de una reparación integral, sin que sea necesario la
ruptura del vínculo laboral, por cuanto ello estaría sumando otro daño.
En efecto, en conductas que importen una discriminación, acoso sexual, mobbing o acoso psicológico, que
se pueden enmarcar en el tipo de violencia laboral, no parece tener una respuesta suficiente la reparación
tarifada del art. 245 de la LCT, sobre todo teniendo en cuenta que los derechos vulnerados con ilícitos como los
mencionados se encuentran amparados en normas internacionales con jerarquía superior y de reconocimiento
extra sistémico más favorable en materia de daños. La única vía es la búsqueda de la reparación integral por los
diversos daños que se hubieran provocado por estas conductas.
Cabe aquí detenernos nuevamente en analizar entonces si debido a que estas situaciones se dan en el ámbito
laboral, podemos aplicar solamente el concepto de indemnización tarifada, o si es pertinente en algunos casos
un cálculo sin tarifas ni topes con diversidad de opciones indemnizatorias como el daño moral, daño psicológico
y/o psiquiátrico y pérdida de chance.
En definitiva, la situación es dilucidar si la violencia laboral o el acoso moral en el trabajo, son una simple
injuria laboral más, que se resuelve con la indemnización tarifada o si los agravios que se profieren en estos
casos se proyectan hacia otros ámbitos y aspectos no alcanzados por dicha indemnización tarifada.
Por supuesto que la reparación de la capacidad laborativa en los términos de la Ley de Riesgos del Trabajo
no es suficiente para atender a la reparación de los diversos daños ocasionados por la violencia laboral o el
acoso moral en el trabajo.
En suma, sería pertinente y adecuada una reparación autónoma y diferenciada de las indemnizaciones
laborales tarifadas, puesto que por el solo hecho de tramitar una causa en el fuero laboral, no se puede vedar el
reclamo de los daños que provienen de la violencia laboral, siempre que se acreditaren con alguna metodología
aceptable los concretos daños sufridos.
El trabajador víctima de violencia laboral o acoso moral en el trabajo no sólo se ve afectado moralmente,
sino que puede sufrir serios perjuicios en el plano psicológico, físico y espiritual. El daño moral es un problema
que afecta los sentimientos de la persona y se proyecta sobre su vida de relación. Un daño que pareciera no
contemplarse generalmente es el daño a la espiritualidad que sufre una persona, el cual es la afectación a
diversos aspectos que hacen al brío, vigor y ánimo de su personalidad.
Incluso se verifica en la práctica sobre la víctima de violencia laboral o acoso moral, un concreto daño
económico en cuanto a su productividad actual y a su potencialidad de productividad futura por la configuración
de una incapacidad parcial o total. Se puede colegir cómo la afectación por la violencia laboral le generó a la
víctima una pérdida de chance en este trabajo o eventualmente luego de la extinción del contrato, sus
posibilidades de crecimiento en otro posterior mejor.
Para finalizar, es necesario destacar que aparece con frecuencia y cada vez más el maltrato laboral. Por lo
general, el titular de la empresa parte de la premisa de que sólo él o sus delegados jerárquicos poseen el
conocimiento absoluto y que cualquier intento de los trabajadores de hacer oír sugerencias o discrepancias, son
tomadas como rebeldías y desobediencias.
En este contexto, el maltrato puede ser intencionado para potenciar aquel poder, subordinar más al empleado
y en la mayoría de las veces con fines puramente discriminatorios. Es allí donde puede encontrarse a menudo un
ambiente de trabajo agresivo, hostil e irrespetuoso que viola la dignidad de la persona que trabaja, además de
producir daños físicos y psíquicos muchas veces irreparables.
Existe un reconocimiento por la sociedad y por el orden jurídico internacional del derecho del hombre y la
mujer que trabajan bajo relación de dependencia a ser bien tratados en el empleo. Se trata, entonces, de la
admisión de las condiciones dignas y equitativas de labor consagradas por el art. 14 bis de la CN, que implica
sin duda buen clima de trabajo y trato respetuoso, aun en el ejercicio de los poderes que la ley confiere al
principal.
Condiciones dignas y equitativas se refieren al ambiente, al lugar, al descanso, a la retribución, al trato
respetuoso, a la índole misma del servicio que se presta. Lo justo, lo decente, lo decoroso, lo adecuado es lo que
prescribe la norma, no sólo durante el tiempo de trabajo y en el lugar de trabajo, sino aún más allá para asegurar
mediante las aludidas condiciones, la existencia de la persona humana.
Cualquier acción preventiva en la materia debe tener insoslayablemente, como punto de partida la calidad de

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vida de quienes, con el aporte de sus servicios personales, cooperan con el progreso de la empresa y de la
comunidad a la que pertenecen. La prevención es una responsabilidad primaria del empleador.
Ciertamente, la reforma constitucional de 1994 transformó al derecho en toda su dimensión, y también
abarca la transformación del derecho a la condición humana y dentro de él el derecho a la dignidad.
Ha dicho la Corte Suprema de Justicia de la Nación que "el derecho a la dignidad opera aun cuando
caduquen los demás derechos personales emergentes de la Constitución" y que "el derecho a la dignidad
individual es, a su vez, fuente de otros derechos, como el derecho al buen trato".
Reiteramos, sería de gran importancia la búsqueda de medios técnicos que neutralicen la conducta abusiva
que conculca, socava los derechos humanos del trabajador antes de que se produzca el daño, mediante
mecanismos que permitan, en el marco de una organización empresaria, una mayor comunicación y diálogo con
participación de los trabajadores, con medios alternativos de solución de conflictos para evitar que se produzcan
comportamientos de abuso de poder.
Las situaciones y consecuencias que generan la violencia laboral y el acoso moral en el trabajo deben ser
apreciados sin los estándares que existen muchas veces en el Derecho del Trabajo para resolver los conflictos
que se encuentran bajo la órbita de competencia de los tribunales de trabajo.
Es necesaria una ley que delimite el concepto de acoso laboral prevea reglas probatorias claras para las
partes y sistemas de presunciones con consecuencias jurídicas. El reconocimiento de los daños causados a la
víctima de violencia laboral y acoso moral en el trabajo y una eventual forma de cuantificación económica de
éstos con la incorporación de nuevos rubros o la consideración de rubros poco aplicados, no sería sino un paso
más en el reconocimiento del problema.
La violencia laboral o el acoso laboral no hace más que evidenciar la falta de una mayor democratización de
las relaciones laborales en la organizaciones empresariales, donde las facultades de organización y dirección del
empleador, y el ejercicio de éstos por sus cuadros de dirección no pueden transformarse en elementos
nulificantes de la existencia humana y en una conculcación de los Derechos Humanos Fundamentales.
(*) Ponencia presentada en el VI Congreso de Derecho Laboral y Relaciones del Trabajo —XII Congreso
Nacional de la SADL, VIII Encuentro de Maestrandos y VIII Congreso Internacional de ARTRA—, realizado
en Mar del Plata, los días 13, 14 y 15 de noviembre de 2014, organizado por la Sociedad Argentina de Derecho
Laboral (SADL), la Maestría en Derecho del Trabajo y Relaciones Laborales Internacionales de la Universidad
Nacional de Tres de Febrero (UNTREF) y la Asociación de Relaciones del Trabajo de la República Argentina
(ARTRA).

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