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el camino
cristiano
Hablar de «Manual» ruboriza a muchos escritores. Piensan que los lectores se sentirán
incómodos, distanciados, que leerán el libro con prevención al suponerlo demasiado árido de
estilo, conciso en las ideas, quién sabe si demasiado escolar o académico. Por supuesto
siempre rico en datos, juicios y opiniones, flanqueado de moderna y seleccionada
bibliografía. En fin, una buena «introducción» para adentrarse en el tema tratado.
HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD
Pero la mayor parte de las veces los «caminos del Espíritu» que narra la historia son
caminos anónimos, los del pueblo cristiano, mentalidades populares que quedan reflejadas
en las tradiciones orales o escritas.
1
Cf. el carácter verdaderamente teológico de la teología espiritual, no meramente corolarios piadosos, en
A. Guerra, Introducción a la teología espiritual, Santo Domingo, Edeca, 1994, p. 39, con citas de
Schillebeeckx y Von Balthasar.
EL CAMINO CRISTIANO
El título del libro es El camino cristiano. Y con él quiero resaltar el proceso del
«hacemos» cristianos, el fieri del ser, desde la nada a la plenitud. La vida espiritual es como
un camino que se recorre viviéndolo no sólo conociéndolo. Aquí también, como en toda vida,
se hace camino al andar. La vida se desarrolla en un constante progreso, so pena de
convertirse en muerte.
Pues bien, ese mismo «camino» es recuperable hoy, y de hecho ha sido recuperado por
amplias bases cristianas que lo están recorriendo como paradigma de nueva evangelización
y de experiencia de fe comprometida. No es una categoría cultural o mental de la Iglesia
primitiva, sino una vida de las comunidades cristianas pospascuales hecha de experiencia del
Resucitado. El Libro de los Hechos de los Apóstoles alude con frecuencia al «Camino» como
sinónimo de «vida cristiana», modo de proceder de los creyentes en Jesús de Nazareth en su
experiencia más originaria.
Según estas insinuaciones del Libro de los Hechos, el «Camino» o el «Camino del
Señor» no sólo es la doctrina referente a Jesús o al reino de Dios en cuanto predicado por los
primeros misioneros (kerigma, teología, catequesis) y creída por el pueblo (aceptación en fe),
sino la «vida» de los primeros cristianos después de la Resurrección y Pentecostés. Bajo la
aceptación pascual del Resucitado, los discípulos de Jesús objetivan una experiencia religiosa
y una praxis moral coherente con la fe.
Utilizando hoy esa categoría simbólica y dinámica del «camino» cristiano, evitamos
otras más abstractas y menos significantes, como «espiritualidad», «perfección», «santidad»,
«vida espiritual», «vida en el Espíritu», etc. El que recorre el Camino cristiano en su totalidad,
según las exigencias de fe y praxis cristianas, realiza lo que de manera más abstracta
llamamos santidad.
En la tradición espiritual cristiana este «Camino» fue adoptando formas diversas, pero
de idéntico contenido. ¿Acaso las antiguas Actas de los mártires, de la Iglesia catacumbal;
las Vitae Patrum del tiempo de la gran Iglesia posconstantiniana, escritas con intención
fabuladora y hagiográfica, no histórica, no pretendían presentamos modelos de cristianos
santos para que fuesen imitados en su época y las siguientes? De hecho, ese género, aun con
cambios de estilo literario, ha sido siempre un filón fértil en la historia de la espiritualidad,
pasando de los Liher miraculorum o Speculum exemplorum medievales, a los Flos
sanctorum, Leyendas áureas, que culminan en los Años santos de los tiempos modernos.
Obra admirable en este género es La vida de Moisés, de san Gregario de Nisa, escrita
hacia el año 390. En ella el autor presenta a Moisés prototipo de hombre santo porque alcanza
la perfección en un proceso virtuoso hacia el infinito. Santidad y unión con Dios es
equivalente, y como Dios es infinitamente perfecto el hombre que camina a la santidad
recorre un camino sin fin. Es la epéctasis o crecimiento sin límites la característica de la
virtud del hombre espiritual. Etapa tras etapa, el cristiano anhela siempre la superior. En
realidad, la vida del gran legislador judío no es más que un soporte artificial sobre el que
plasmar un itinerario o «camino espiritual» concreto, historiado. El maestro genial del
itinerario cristiano, fundándose también en la experiencia de Moisés y el pueblo que camina
por el desierto, es Orígenes2.
Sobre esos esquemas hagiográficos y doctrinales los espirituales de todos los tiempos
han descrito el «camino espiritual» cristiano como Itinerario del alma, Camino del cielo,
Subida del monte, Escalas, Guías, Espejos, etc. Más todavía. Los místicos, en lugar de
escribir tratados de espiritualidad, o manuales de teología espiritual, describen el camino
concreto de la persona que hace la experiencia, en primer lugar ellos mismos. Y ese camino
andado es el que proponen a los demás para seguirlo. Si hubiese que recurrir a un modelo
excepcional, recordaría el Cántico espiritual, de san Juan de la Cruz. El cantor poeta anda el
camino espiritual mientras lo describe e invita a los lectores, de modo subliminal, que hagan
otro tanto. «Alma enamorada», así, sin artículo, del poema sanjuanista, enmascara a todos
los enamorados de Dios. El perfil del camino cristiano comienza siendo una búsqueda:
«¿Adónde te escondiste, Amado / y me dejaste con gemido / ... Salí tres Ti clamando / y eras
ido» (Cántico espiritual, canción 1). Y termina siendo un abrazo de amor transformador:
«Gocémonos, Amado /, y vámonos a ver en tu hermosura /, al monte y al collado / do mana
el agua pura/; entremos más adentro en la espesura» (lb., canción 36).
2
Cf. Gregorio de Nisa, Sobre la vida de Moisés, Madrid, Ciudad Nueva, 1993. Intr, y notas de Lucas F.
Mateo-Seco, pp. 9-59.
El final del «camino» es siempre el mismo: la unión del hombre con Dios expresada
de mil maneras con palabras y símbolos: gota de agua que se difumina en el océano; hierro
o madero que se hace llama y brasa; desposorio y matrimonio que se consuma
espiritualmente en el amor y transforma el alma enamorada. Esos son los símiles que utilizan
santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, recogiendo la tradición antigua y medieval. Si
la meta es única, los caminos son muchos, tantos como autores espirituales que han
vertebrado el camino sobre algún principio dogmático: Dios Padre, Espíritu Santo, Jesucristo,
Trinidad, Iglesia, la Pasión de Cristo, la misión de la Iglesia, la caridad, la oración, etc.
Sobre estos presupuestos presento el contenido del Manual. En primer lugar, considero
necesario dilucidar el concepto de «espiritualidad», eje sobre el que pivota todo lo demás, su
evolución histórica, sin olvidar las prevenciones y críticas que sigue suscitando hoy. Una
Bibliografía selecta es el complemento necesario a este capítulo introductorio (cap. I).
Sigue después un capítulo fundamental sobre la santidad del cristiano como meta de la
vida y del tratado. En realidad, todo tratado de teología espiritual debería ser un análisis de
la vida santa, tema en el que se resuelve el misterio de Dios en el misterio del hombre. Se
analizan las dos perspectivas posibles: la histórica, que muestra las variantes y las distintas
perspectivas de un concepto teológico aparentemente claro; y la teológica, profundizando en
la dimensión trinitaria de toda santidad. De todo ello se podrá deducir el retrato spiritual de
un «hombre espiritual» o santo (cap. III).
Después del tema anterior, buscamos al sujeto sobre el que recae la santidad, en primer
lugar el hombre con sus circunstancias; su crecimiento a través de «vías» o «grados»; y
después, la Iglesia-Esposa como sujeto colectivo, entro de la cual analizamos las distintas
vocaciones, estados de vida y carismas (cap. IV).
Sigue un capítulo complejo, al que cada autor da desde mucha a nula importancia o lo
sitúa en otro contexto: las mediaciones y las fuentes de la vida spiritual, distintas de las
fuentes de un tratado de teología espiritual. Mediaciones que aparecen y desaparecen a través
de la historia de la espiritualidad. Unas son necesarias, como la vida teologal, y otras de valor
relativo, como el uso de la creación o las devociones populares. De diferente calibre son las
fuentes, de perenne actualidad porque tocan las raíces de la vida cristiana (cap. V).
El capítulo siguiente recoge una panorámica muy amplia sobre las distintas
«configuraciones» de la santidad cristiana a través de la historia de la espiritualidad y de la
teología espiritual. Son tres fundamentalmente, centradas cada na en una de las personas de
la Ssma. Trinidad, fuente primordial y destino final de toda santidad. La primera es la «Unión
con Dios»: espiritualidad teocéntrica, La segunda, la «Forma Christi»: espiritualidad
cristocéntrica. La tercera, la «Vida en el Espíritu»: espiritualidad pneumatocéntrica.
Escritura, tradición, debates teológicos son utilizados para definir desde ángulos diversos al
«hombre espiritual» (cap. VI).
El autor espera conectar con los lectores por este medio escrito y que sea en sus manos
un instrumento de trabajo, de consulta y aun de vida cristiana.
LA ESPIRITUALIDAD.
CONCEPTOS Y PROBLEMAS. BIBLIOGRAFÍA
BIBLIOGRAFÍA
1) Espíritu
Cuando usamos en teología espiritual este término, queda transcendido por el sentido
religioso que aparece en la Sda. Escritura. En el A. Testamento, el «espíritu» o es el mismo
Dios, o un aliento divino que da vida al cosmos y al hombre, o también la misma fuerza de
la vida que comunica Dios. El carácter dinámico de este espíritu de Dios aparece en las
operaciones específicamente divinas, como la creación del cosmos y del hombre, la elección
de un pueblo para salvarlo de la esclavitud, la conducción durante la larga marcha por el
desierto del Sinaí, la revelación de la Ley y la locución profética, y sobre todo la larga marcha
de la historia de la salvación que conduce al Mesías.
2) Espiritual
Tomado como adjetivo, es la condición del «hombre espiritual», el que vive de acuerdo
al Espíritu de Dios, al que antes aludimos. Y como sustantivo, es ese mismo hombre
espiritual, Cuando aplicamos «espiritual» a hombre, no nos referimos a su condición de ser
racional, inteligente, pensante, ni mucho menos al hombre abismado en sus interioridades.
1
Amplia exposición en E. Schweizer, 1. c. en bibliografía.
«Hombre espiritual» es una categoría teológica, no meramente filosófica, que utilizó ya San
Pablo como contrapuesto a «hombre camal» y psíquico, cuyo significado analizaré más
adelante (cap. VI, 3, B). El hombre carnal paulino entiende naturalmente, racionalmente, no
según el espíritu de Dios. Jerónimo lo tradujo en la Vulgata, de modo vigoroso y significativo
bíblicamente, pero quizá malsonante para una mentalidad moderna, como «animalis homo»,
porque «no puede percibir las cosas de Dios», en contraposición al «spiritualis homo». «El
hombre psíquico no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él... En cambio,
el hombre espiritual lo juzga todo ... Yo, hermanos, no pude hablaras como a espirituales,
sino como a carnales ... pues todavía sois carnales ... ¿No es verdad que sois carnales y vivís
a lo humano?» (1 Cor 2, 14-15. 3, 3).
Para mejor ilustrar el concepto de hombre espiritual vale la pena recordar una polémica
suscitada en los orígenes del cristianismo que dio lugar a graves errores en la concepción de
la espiritualidad cristiana. Es sabido que Pablo se refiera una sola vez a la triple dimensión
del ser humano: «Que todo vuestro ser -escribe- el espíritu, el alma y el cuerpo
(swµa, pneuµa, yuch), se conserve sin mancha hasta la venida de nuestro Señor
Jesucristo» (1 Tes 5, 23).
Pues bien, los gnósticos aprovecharon el texto para dividir al género humano en ílicos,
(materiales - carnales), psíquicos (animales), y espirituales (pneumáticos), según el
predominio de uno u otro de los elementos en el hombre. En consecuencia, sólo en los
«espirituales» habita la sofía, la gnosis. Los carnales viven desconociendo la gnosis y por lo
mismo se condenarán; los psíquicos se conforman con creer (pistis) y tampoco llegarán a
participar del pleroma divino. Sólo los «espirituales» están seguros de la iluminación divina
para que el hombre conozca sus orígenes, el sentido de la vida en la tierra, en qué consiste la
liberación mediante el nuevo nacimiento, su propio destino final, etc. Ellos son los «puros»,
los perfectos, no contaminados con la carne ni con el mundo. En ellos habita corporalmente
el Espíritu Santo que les ayuda a renunciar a las formas inferiores de vida, como es la psíquica
y la carnal. En resumen, y ateniéndonos a lo estrictamente importante para la espiritualidad,
el gnóstico está preocupado de él mismo, su salvación, de la sustancia divina de su yo, y del
medio en que la conoce, la gnosis2.
2
Resumen breve de estas doctrinas en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 51-56. Bibliografía
más actualizada, completa y doctrina, en R. Trevijano, Patrologia, Madrid, BAC, 1994, pp. 67-77.
El gran teólogo del siglo II, Ireneo de Lyón, se enfrentó a los gnósticos comentando el
texto de Pablo en un sentido más integrador del hombre, hecho de carne, alma y espíritu
divino y divinizador de todo su ser. Según él, los herejes gnósticos no se dan cuenta de que
«el hombre perfecto, como hemos dicho, consta de tres elementos: carne, alma y
espíritu. Uno que salva y configura, que es el Espíritu; otro que es unido y configurado,
que es la carne; y lo que están entre ambos, que es el alma, la cual a veces obedece al
Espíritu y es elevada por él, y otras a la carne y sigue las concupiscencias terrenas»
(Adv. Haer. Y, 9, 1, PG 7, 1144).
«El hombre, y no una parte, es hecho a semejanza de Dios por las dos manos del
Padre, esto es, por el Hijo y el Espíritu Santo. Pues el alma y el Espíritu pueden ser
parte del hombre, pero de ningún modo el hombre. El hombre perfecto es la unión y la
fusión del alma que asume el Espíritu del Padre y que se une a la carne plasmada
conforme a la imagen de Dios»3.
No obstante esta profunda y serena interpretación de la Escritura que hace Ireneo, sobre
todo de Genesis, 1, 26-27 (el hombre creado a imagen y semejanza de Dios), las corrientes
platónicas, asumidas por muchos Padres de la Iglesia, y gnóstico-maniqueas, seguidas por
los herejes se incrustaron en la tradición espiritual de Oriente y Occidente, la lastraron de
impurezas que han sobrevivido hasta nuestros días. Las consecuencias para la espiritualidad
posterior. son, como se puede suponer, muy negativas.
3
Adv. Haer. V, 6, PG 7, 1137. Sigue el texto explicando bellamente cómo para ser hombre espiritual
perfecto se requieren los tres elementos, el alma, el Espíritu y también la carne. Cf. V, 6, PG 7, 1137-1138.
Literatura de apoyo: A. Orbe, 1. C., pp. 67-77; 118-148. Y Teología de San Ireneo, 1, Madrid, BAC, 1985,
pp. 266-283; 404-421.
contemplación, abandonando a los impuros lo exterior) lo mundano lo temporal la acción. Se
creaba una disociación innecesaria entre cuerno. alma y espíritu.
Esa condición de hombre espiritual lo sitúa correctamente ante él mismo, ante Dios y
los demás. El «hombre espiritual» es el liberado de los poderes opresores sociológicos
(dinero, poder, placer, consumismo ambiciones ...); de propia dispersión interior (recuerdos
de la memoria, fantasía, afectos desordenados); y de sí mismo, porque no se apoya en sus
obras ni en su «carne» (moral, ética, filosofía) para conseguir la liberación. Pero, lo más
sorprendente es que el espiritual se siente liberado de toda atadura legal e institucional: es
absolutamente libre, porque «por aquí no hay camino que para el justo no hay ley», dibuja
San Juan de la Cruz en la cumbre del Monte de la perfección.
Esta liberación que siente el hombre espiritual no coincide con la liberación y salvación
que ofrecen los humanismos inmanentes o intramundanos como el marxismo, la tecnología,
4
De la vida ascética trataré más adelante, cap. VII, 3, C. Las tendencias espirituales aquí aludidas y su
arribo al Vaticano II las analicé en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 358-362. Cf. nota 56 de p.
358 donde se recoge el tratamiento clásico de los bienes temporales en la teología. También me permito citar
otros dos trabajos más especializados: Daniel de Pablo Maroto, «Repercusiones espirituales de la escatología
primitiva»: Revista de Espiritualidad 33 (1974) 207-232. Y «El hombre espiritual y la naturaleza a través de
la historia»: Revista de Espiritualidad 46 (1987) 53-81.
el psicoanálisis, la New Age y muchos de los movimientos orientales o sectarios -que han
proliferado como hongos en los últimos años. El mundo es un mercado abierto en el que cada
uno oferta sus mercancías como saldos y al mejor postor. La oferta del Espíritu cristiano no
puede entrar en ese juego de fuerzas y de intereses ni económicos ni siquiera ideológicos.
Sólo debe hacerse presente como «Buena noticia» y esperar el milagro de Pentecostés, como
en los orígenes de la Iglesia5.
Esta noción del hombre «espiritual», pneumático en el sentido explicado, fue utilizado
por la tradición, y ya se encuentra, por ejemplo, desde finales del siglo II, en Tertuliano. El
uso del término «espiritual» hizo fortuna y fue muy utilizado por los escritores griegos,
latinos y de ahí pasó a las lenguas modernas de Europa, como se verá mejor al hablar de la
«espiritualidad».
Santa Teresa es más realista y concreta. No le gustaban a la Santa las almas encerradas
en sí mismas, aunque escribiese en primer lugar para almas contemplativas y orantes, sino
comprometidas con la entrega a los demás en un servicio caritativo casero o bien mirando a
los grandes intereses de la Iglesia misionera. Así, por ejemplo, cuando da esta hermosa y
genuina descripción de los auténticos «espirituales»:
5
Sobre movimientos y sectas, cf. la última bibliografía en Manuel Guerra Gómez, Los nuevos
movimientos religiosos (Las sectas). Rasgos comunes y diferenciales, Pamplona, Eunsa, 1993.
6
Cf. especialmente Subida del Monte Carmelo, libs. 2-3: Noche oscura, libs. 1-2.
fundamento sólo en rezar y contemplar; porque, si no procuráis virtudes y hay ejercicio
de ellas siempre, os quedaréis enanas» (Moradas, VII, 4, 8-9).
O cuando ironiza con las almas demasiado ensimismadas con su actividad «interior»
Olvidando el ejercicio de la caridad:
«Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy
encapotadas cuando están en ella háceme ver cuán poco entienden del camino por
donde se alcanza la unión que no, hermanas, no; obras quiere el Señor»
(Moradas, V, 3, 11).
«Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual, de que
nazcan siempre obras, obras» (Moradas, VII, 4, 6).
«Yo lo miro con advertencia en algunas personas ... -escribe también que mientras más
adelante están en esta oración y regalos de nuestro Señor, más acuden a las necesidades de
los prójimos» (Meditaciones sobre los Cantares, 7, 9).
«En todo lo que puede y entiende que es servicio de nuestro Señor no lo dejaría
de hacer por cosa de la tierra» (Moradas, VII, 3, 3).
Poco después, ya en el siglo XVII, Jean-Baptiste Saint-Jure escribe una obra dedicada
expresamente al -tema, L' homme spirituelle (París, 1646), definiendo al hombre espiritual
como
7
Citado por A. Solignac, 1. c., p. 1147.
3) Espiritualidad
De los términos «espíritu» y «espiritual» procede otro más complejo y ambiguo que es
el de espiritualidad. Como ciencia, equivale a un tratado de la vida espiritual. Pero en este
contexto en que ahora nos movemos es la forma sustantiva y abstracta que refleja la vida del
hombre espiritual dominado por los impulsos del Espíritu Santo. Como equivalente a «vida
espiritual» o vida cristiana perfecta o todo lo relacionado con esa vida, es de origen medieval.
Parece ser que se trata de una carta dirigida a un adulto recientemente bautizado («per
novan gratiam omnis lacrymarum causa detersa est») y el autor le exhorta a vivir una vida
cristiana con autenticidad. Bello y temprano texto donde encontramos la descripción del
camino iniciado en la gracia bautismal cuya consumación escatológica se espera con
impaciencia.
En esa temprana edad sigue siendo un término «raro», «sin que podamos decir, sin
embargo, que se trata de un neologismo; se aplica ya a la vida espiritual en su conjunto o a
aspectos restringidos»9.
8
Carta 7, De scientia divinae legis, PL 30, 114d-115a. 9 A. Solignae, «Spiritualité»: DSp., XIV, 1144.
9
A. Solignac, «Spiritualité»: DSp. XIV, 1144.
minimum habet de spiritualitate, ultimo ponitur inter sacramenta» (ib., ad 1). Quizá el Santo
se refiere más bien a la «animalidad» de la generación «animal» de la que habla en 1 del a.
2.
En las lenguas europeas aparece muy tímidamente al comienzo del siglo XVII, siendo
tan abundante los términos originarios: espíritu, espiritual como adjetivo aplicado a vida,
varón, camino, sentimiento, etc.; y como sustantivo. De momento no se ha podido ir más allá
del 1608 para encontrar usada la palabra «espiritualidad», que es cuando el franciscano Juan
de los Ángeles la utiliza para indicar que los que hacen sólo las obras exteriores necesarias
«y no procuran pasar adelante casi del todo carecen de espiritualidad»10.
10
Manual de la vida perfecta, diálogo 1, II. Místicos franciscanos españoles, III, Madrid, BAC, 1949, p.
489.
la palabra controvertida es la Revista de Espiritualidad, Madrid, 1941. Todos estos datos
acumulados hablan de una historia no sólo de una palabra, sino de una realidad intraeclesial11.
En cuanto al uso actual del término predomina en las lenguas europeas su origen latino.
Existe en francés: spiritualité; en español: espiritualidad, en italiano: spiritualitá; en inglés:
spirituality; en alemán: spiritualitt, aunque se usa también Fromigkeit o Volkommenheit.
11
Información en los trabajos de Leclerq y A. Solignac, en Bibliografía. También en Ciro García,
Corrientes nuevas, caps. 1-2, pp. 13-120. G. Vinay, «Spiritualitá. Invito a una discusssione»: Studi Medievali,
3ª serie, 2 (1961) 705-709. A. Vauchez, «Un colloque sur la notion de spiritualité»: Studi Medievali, 3ª. serie,
23 (1982) 447-449.
12
Christian Duquoc, «Presentación» del n. 9 (1965) de Concilium, p. 3. «Hablar de espiritualidad es tratar
de un término bastante ambiguo» (Juan Antonio Estrada, La espiritualidad de los laicos, Madrid, Paulinas,
1992, p. 13). «El concepto de espiritualidad es reciente e impreciso» (C. Floristán, «La espiritualidad en la
teología y en la vida»: Concilium, n. 190 [1983]. Es un resumen de los estudios sobre espiritualidad de la
Revista desde 1965 al 1983). Esa afirmación no es, por cierto, muy exacta, como hemos podido constatar por
lo que llevamos diciendo. «Persisten diferencias notables y ambigüedades en el uso del término
«espiritualidad» (E. Pacho, 1. c., p. 287). Esta ambigüedad es la que genera la variedad de definiciones de la
espiritualidad y del tratado de espiritualidad, como después veremos (cap. 2, 7).
«Las posturas contrastantes con respecto al concepto de espiritualidad siguen
condicionando su tratamiento doctrinal y la ambigüedad de su uso corriente»13.
Por otra parte, aun respetando las afirmaciones de los historiadores y teólogos, leyendo
la literatura original de los «espirituales» clásicos, tanto de la edad media como de los siglos
XVI y XVII, resulta evidente que la controvertida «espiritualidad» o términos sinónimos o
parónimos, la hemos convertido los modernos de vida en tema y de tema en problema. Quizá
dependa de que nuestras reflexiones miran más a codificar la vida espiritual en un tratado, en
una ciencia teológica del espíritu, que en una vida según el Espíritu. Sin negar que la
espiritualidad es también un tratado teológico, quizá haya que dar legitimidad a las diversas
maneras de ser «espirituales» y, en consecuencia, de que hay muchas «espiritualidades»
legítimas en la vida real y concreta de los cristianos.
Más que un apunte erudito resulta sintomático que nuestros espirituales y místicos del
siglo de oro prefieran los términos más reales y concretos para explicar el misterio de la
relación del hombre con Dios. Hablan, por supuesto, de la perfección cristiana, de la santidad,
13
E. Pacho, 1. c., pp. 287 y 302.
14
Introduction a la vie chrétienne. 1: Les problémes de la spiritualité, Paris, Cerf, 1967, p. 12.
15
Revisión de la problemática y bibliografía, en A. Guerra, «Hacia una Espiritualidad que nace del
Espíritu»: Espíritu y Vida (Santo Domingo, República Dominicana), n. O (1993-1994) 11-21.
del camino espiritual, etc., no de espiritualidad. Pero prefieren identificarla con la unión
transformante. Así, por ejemplo, escribe San Juan de la Cruz:
«Toda la doctrina que entiendo tratar en esta Subida del Monte Carmelo está
incluida en las siguientes canciones, y en ellas se contiene el modo de subir hasta la
cumbre del Monte, que es el alto estado de la perfección que aquí llamamos unión del
alma con Dios» (Subida del Monte Carmelo, 1, argumento).
16
«Espiritualidad», 1. c., pp. 271-272.
B) Descripción de la espiritualidad
- Para que esa experiencia de Dios sea completa ten a la mínima garantía de
veracidad, no puede reducirse a lo meramente personal, y mucho menos a un quehacer
interiorizado; sino que empuja a la transformación del mundo perverso, a la liberación
del hombre de su miseria de pecado personal y estructural. La mediación última es el
ejercicio de la vida teologal, fe, esperanza, y sobre todo el amor que dinamiza toda la
vida interior. Esta referencia a la vida nos obligará a crear una especie de
«espiritualidad de situación», como lo hemos afirmado de la moral. Si la espiritualidad
es una ciencia desde la vida y para la vida, es hora de construir una espiritualidad
«diferencial», acomodada, por una parte, al crecimiento psicológico de los individuos
que la ejercitan; y, por otra, a las necesidades de la sociedad en que el espiritual vive
con su comunidad de fe el drama de la historia. En ese sentido se podría hablar de una
espiritualidad antigua y moderna, o mejor, de «espiritualidades», porque en realidad,
son muchas por muy diversas razones.
2. DISCUSIONES ACTUALES.
Las razones son muchas: el quehacer de los espirituales les parece alejado de la vida;
el discurso de los tratados es demasiado abstracto, discurso sobre el misterio de Dios en el
hombre, pero vacío; la experiencia mística, mera referencia interiorista y subjetiva,
descripción de estados difusos de conciencia, sin referencia a la dogmática objetiva, etc.
Muchas de estas objeciones modernas a la espiritualidad tradicional suponen el contagio
platónico y gnóstico-maniqueo sufrido al que aludíamos más arriba.
17
Cf. J. Sudbrack, «Espiritualidad»: Sacramentum mundi, 2, Barcelona, Herder, 1972, pp. 847-848.
18
Úberlegungen zum Begriff Spiritualitát, citado por A. Solignac, 1. c., p. 1152. 19 Christian Duquoc,
Concilium, n. 9 (1965) p. 3.
19
Christian Duquoc, Concilium, n. 9 (1965) p. 3.
La solución está en que la espiritualidad tenga de verdad una encarnación en la historia,
una provocación al espiritual para que luche por el mejor mundo de los posibles. La
espiritualidad -manual y vida- debe nacer de lo concreto y concluir en lo real. Aunque el
tratado tenga apariencias científicas y técnicas, mucha metodología teológica, cumple su
cometido si se acerca a la vida, si describe el camino cristiano de redención del hombre.
Hacer hombres haciendo cristianos, y que el hombre redimido cambie el mundo: he aquí la
finalidad de la espiritualidad cristiana20.
Los Manuales modernos y las Historias de la espiritualidad tienen en cuenta este giro
copernicano hacia el compromiso con el hermano, hacia la edificación de la sociedad sobre
las bases de la experiencia de Dios. Toda la literatura abundantísima sobre la espiritualidad
de la liberación puede ser un buen acceso al tema21.
Volviendo a las críticas, escojo un poco al azar algunas de ellas, es posible que no sean
las más violentas.
La primera se refiere a la Iglesia como fuerza religiosa y espiritual colectiva, más bien
como institución, acusándola de poco realista y lejana al devenir de la historia. Refiriéndose
a la Iglesia del siglo XIX y a la época del preconciliar del Vaticano II, escribe Fernando
Urbina:
«Un intento de relectura a este nivel de profundidad, del existir cristiano en este
período anterior al Concilio Vaticano II, nos lleva a descubrir precisamente su falta de
sentido profético, su tendencia a disociarse y a estar ausente de las grandes fuerzas
espirituales sociales que brotan creadoras en el mundo moderno ... Situándome en una
perspectiva más colectiva, el cristianismo, como fuerza espiritual ligada a una
institución eclesial, se encuentra ausente y marginal a las grandes corrientes sociales y
espirituales (burguesía liberal en la primera mitad del siglo XIX, movimiento obrero
desde 1848; marxismo, psicoanálisis, surrealismo, etc.). Durante todo este período
parece identificarse cada vez más "espiritualidad" católica y grupos dominantes en
regresión, que buscan seguridad a toda costa, defensa del orden establecido y
consolidación espiritual, y cuya actitud ante la vida es fundamentalmente el miedo»22.
20
Ciro García resumió la situación en el posvaticano. Cf. Corrientes nuevas, pp. 200-209, 243-255.
Ilumina el clima posterior mi Historia de la espiritualidad cristiana, cap. VI, pp. 325-389.
21
Por ser una antología comentada sobre el tema del compromiso, vale la pena tener en cuenta: J. I.
González Faus, Vicarios de Cristo. Los pobres en la teología y espiritualidad cristianas, Madrid, Trotta,
1991.
22
«La vida espiritual es una tentación»: Concilium 109 (1975) III, p. 400.
quisiera que fuera aplicable a ~a espiritualidad tradicional el lamento de un trabajador al
obispo Dupanloup:
«Monseñor: nos habéis apostrofado preguntando: ¿Quién me dirá por qué nos
abandona el pueblo? … Pues bien, os abandonamos porque vosotros nos abandonasteis
hace ya algunos siglos. Y cuando digo que nos abandonasteis, no pretendo decir que
nos hayáis rehusado "las ayudas de la religión"; no ... lo que quiero decir es que, desde
hace siglos habéis abandonado nuestra causa temporal, y que vuestro influjo se ha
dirigido a impedir nuestra redención social más que a favorecerla ... Aquí radica la
primera causa del abandono de que sois objeto»23.
Todos los que, de alguna manera, están en sintonía con la nueva dimensión de la Iglesia
como pueblo de Dios, o se sienten solidarios con los pobres, defensores de la religiosidad
popular o exigen a los cristianos la inserción o encarnación en el mundo, ponen en duda la
valencia de la espiritualidad tradicional. Por ejemplo, los que escriben desde la perspectiva
de la liberación.
Citemos, como ejemplo, algunas ideas de José Ma. Castillo, representante de esa línea
crítica de la espiritualidad tradicional. Partiendo de la necesidad de espiritualidad en la
Iglesia, sin la cual sería «una institución incoherente y grotesca, trasnochada y extravagante»
y buscando el camino de una espiritualidad acomodada a las necesidades de hoy, reduce a
esquemas demasiado simples lo que ha sido lo «espiritual» en la vida cristiana. En primer
lugar, un «problema», porque no se sabe bien qué es espiritualidad y por eso cada uno busca
caminos propios acomodados a sus gustos. En segundo lugar, «una abstracción» (porque era
«lo no material, lo no temporal», o sea algo psíquico). Pero esto, sigue diciendo, es aberrante,
porque el hombre es material y temporal y, en consecuencia, tiene que encarnarse en la vida.
En tercer lugar, «una contradicción», porque tan necesaria como se decía que era para el
pueblo de Dios y, sin embargo, sólo algunos económicamente privilegiados podían dedicarse
a ese ocio psíquico y religioso. Y, finalmente, un asunto «privado» en el sentido peyorativo:
no sólo de la persona, sino que el espiritual se desentendía de las grandes causas colectivas o
sociales, lo cual generaba una «frustración» y un «conflicto», porque en la persona se
integran todos los valores simultáneamente.
La solución -según el autor- está en «asumir la vida del hombre» como es. «La
espiritualidad será un problema sin solución -concluye- mientras no asuma a la persona
entera, es decir, mientras no tome en serio a la persona real tal como existe en el mundo,
relacionada con Dios, con los demás y con la sociedad». Y, además, «asumir el mensaje de
Jesús»24.
23
Citado por J. I. González Faus, Vicarios de Cristo, p. 271. Publicado por primera vez en el período
L'Atélier de 1877.
24
La alternativa cristiana, cap. 6, pp. 197-208.
En una obra posterior, dedicada más explícitamente a la espiritualidad, recogía las
inquietudes de muchos «seguidores» de Jesús ante la práctica de la vida espiritual. Resume
de nuevo las perspectivas negativas: como el fin de la espiritualidad es conseguir la
perfección de la persona individual, resulta que «conduce, de una manera o de otra, al
individualismo, al espiritualismo y a la privatización». O sea, es causa de egoísmo, incita al
desinterés por lo comunitario; a las dicotomías clásicas entre cuerpo-alma, espíritu-materia,
natural-sobrenatural; y a las relaciones íntimas con Dios y el abandono de la relación humana.
Y a otras muchas «antinomias» que se han descubierto en la vida espiritual25.
«la espiritualidad goza de tan poca audiencia entre los cristianos, no sólo ni sobre todo
porque los cristianos son malos, egoístas, etc., sino, sobre todo, porque la misma
espiritualidad se ha complicado de tal manera que, a la hora de la verdad, resulta una
cosa poco apetecible e incluso, desde algunos puntos de vista, bastante detestable».
«se puede decir que, en el interior del cristianismo, hay grandes sectores de la población
que no se interesan, ni poco ni mucho, por esto de la espiritualidad ... Todo esto quiere
decir que la espiritualidad no es un asunto popular, no es una cuestión que entra en las
preocupaciones "normales" de la gente normal»26.
No creo que sea necesario hacer una apología paralela a las críticas. Pero sí aludir a
unas líneas de confrontación y de equilibrio, que presento de manera resumida.
25
Cf. T. Goffi, «Antinomias espirituales»: Nuevo diccionario de espiritualidad, Madrid, Paulinas, 1983,
pp. 62-70 Y bibliografía pertinente.
26
El seguimiento de Jesús, pp. 10-12 Y 9. Páginas sugerentes sobre la necesaria encarnación en la vida de
la espiritualidad en S. Gamarra, Teología espiritual, cap. 2: «¿Hay cabida para la espiritualidad hoy?», pp. 23-
51. Más bibliografía en Augusto Guerra, Introducción a la teología espiritual, pp. 43-50: «Espiritualidad,
humanismo del Espíritu». Críticas a la antigua espiritualidad y propuestas nuevas, en cualquier obra sobre
espiritualidad de la liberación o de orientación parecida. Una de las últimas: Johan Konings, La espiritualidad
del compromiso, Bogotá, Paulinas, 1990. Tema de fondo de olvido de los «pobres», en muchas páginas de J.
I. González Faus, Vicarios de Cristo.
verdadero místico del místico bribón o pícaro. Christian Duquoc, en la «presentación» del
primer número de Concilium dedicado a la espiritualidad (n. 9, 1965), aceptó esta aparente
paradoja: «Este término es impreciso, pero se puede decir que designa la existencia cristiana
siempre y cuando se quiera despejar en ésta la línea de orientación concreta ...» (p. 3).
Esto no obsta para que aceptemos, como anotábamos más arriba, que la espiritualidad
tradicional ha estado enchapada en pesos muertos de origen extraevangélico. Primero, por el
encuentro del cristianismo con la cultura grecoromana y oriental (siglos I-IV); y después, por
la fusión con las culturas de los pueblos germánicos (invasiones de los siglos IV-VII). Por
27
Sobre «Religiosidad popular», cf. un resumen en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 125-
143,202-204, 311-322.
28
Además de cualquier Historia de la espiritualidad, cf. los siguientes apuntes bibliográficos más
específicos. Silverio de Santa Teresa, El precepto del amor, Burgos, El Monte Carmelo, 1913. Útil por la
recogida de datos, no por la intención apologética que respira. Michel Riquet, La caridad de Cristo en acción,
Andorra, Casal i Vall, 1962. Restituto Sierra Bravo, El mensaje social de los Padres de la Iglesia, Madrid,
Edice, 1989. L. Lallemand, Histoire de la charité, 4 vols., Paris, 1902-1912. P. Christophe, Para leer la
historia de la pobreza, Estella, Verbo Divino, 1989. J. l. González Faus, Vicarios de Cristo, Madrid, Trotta,
1991. Específico para el siglo XIX español, tan denostado por algunos, y por lo que se refiere a España, cf.
Baldomero Jiménez Duque, La espiritualidad en el siglo XIX español, Madrid, FUE, 1974, sobre todo, cap.
VII: «Obras caritativas y sociales», pp. 87-103.
todos esos componentes simbiotizados las masas populares incultas vivieron una religión
teñida de cristianismo con las connotaciones antropológicas ya descritas: escapismos del
mundo, desencarnación, individualismos egoístas, interiorismos narcisistas, dualismos
maniqueos, etc. La «espiritualidad», al no existir en abstracto, sino encarnada en el hombre,
en su dinamismo psicológico-religioso, y ser éste tan complejo, corre el riesgo de pervertirse.
¿En qué situación nos encontramos hoy en relación con la espiritualidad, tratado y
vida? Las críticas de los teólogos, de los agnósticos, de los anticlericales, del pueblo de Dios,
¿han apagado las voces del Espíritu? ¿Cuál es el futuro que se perfila en el horizonte para la
vida en el Espíritu?
No es infrecuente en los manuales modernos una información más o menos precisa del
mundo de la espiritualidad. Eso no impide insistir en lo mismo. Uno de los últimos manuales
presenta la situación no clarificada del todo, y creo que es la sensación que tenemos por
válida. «Partimos del conocimiento de los vientos que corren, en parte favorables y en parte
contrarios a la espiritualidad»30.
29
Cf., a modo de ejemplo, lo que digo sobre San Juan de la Cruz en «Olvidos y carencias de un místico:
San Juan de la Cruz»: Revista de espiritualidad, 49 (1990) 583-598.
30
S. Gamarra, Teología espiritual, p. 24.
editoriales, el fomento de la cultura bien sea mediante cursos, cursillos, congresos, semanas,
etc. (ib., pp. 24-28, con bibliografía actualizada).
Hay que añadir algunas más: la existencia de «casas de oración», que no son simples
casas de acogida o de ejercicios espirituales, sino lugares de experiencia religiosa honda. El
compartir la experiencia espiritual con las personas necesitadas del Tercer mundo va en
aumento, a pesar de que algunos todavía no lo vean claro. Y finalmente, la literatura
abundantísima servida en diccionarios, revistas, historias de la espiritualidad, manuales,
libros de todo tipo y para todo género de personas31.
Después de este simple y frío enunciado de datos ¿se puede hablar de un revival de la
espiritualidad? La respuesta es problemática y de difícil diagnóstico porque el espíritu no se
puede someter a esquemas ni la piedad o espiritualidad a encuestas. Se puede controlar
sociológicamente el culto, la religión, las creencias, pero es más difícil hacerlo de la vivencia
religiosa.
Los teólogos están volviendo los ojos especialmente a los místicos como lugares
concretos de teofanía, y, en consecuencia, como fuentes de teología dogmática. En ellos se
fusionan experiencia y teología, son modelos óptimos de una teología narrativa y ellos
mismos se convierten en una «fenomenología sobrenatural», exégesis viviente de la
Revelación de Dios, traducción del misterio salvador de Cristo. Por todo ello tienen una
«misión» en la Iglesia32.
Vista en esta perspectiva, tiene menos sentido la vieja y clásica polémica sobre lo
constitutivo formal de la vida espiritual mística, su fundamentación en la ontología
sobrenatural, en la dogmática objetiva, como se decía, o en la vivencia subjetiva. En cualquier
caso manifiesta el interés por los místicos y su experiencia religiosa. Si fueron los espirituales
31
Cf. A. Guerra, Introducción a la teología espiritual, pp. 127-138.
32
Éste es el planteamiento, óptimamente desarrollado, de H. U. von Balthasar interpretando
teológicamente la vida de Santa Teresita del Niño Jesús. Cf. Teresa de Lisieux. Historia de una misión,
Barcelona, Herder, 1957. O también, el hombre carismático, conducido por el Espíritu Santo. Cf. Fabio
Ciardi, Los fundadores, hombres del Espíritu, Madrid, Paulinas, 1983.
del tiempo de los Padres y los místicos medievales los promotores de una experiencia más
objetiva y centrada en el misterio, con el Renacimiento se impone una corriente más
subjetivista que privilegia, además de lo objetivo dogmático cristiano, el fenómeno
psicológico y los estados de conciencia. Hoy se habla menos de todo aquello, pero, como
sucedió con el así llamado «problema místico» (necesidad o no de la vida mística para la
santidad), la polémica sobre el carácter dogmático o psicológico de la espiritualidad, puso en
evidencia la necesidad de estudios positivos para entroncarla mejor con las fuentes de la
revelación: la Escritura, la Tradición, el magisterio, la vida y doctrina de los santos. El
resurgimiento de la espiritualidad desde la década de los setenta debe mucho a aquel
movimiento33.
«En Santa Teresa y San Juan de la Cruz -escribe- los «estados» son el verdadero
objeto de su descripción. Hablando de manera vulgar, habría que decir que es en el
estado donde perciben la realidad objetiva que en ellos se revela… La mística española
se encuentra aquí muy lejos de la mística de la Biblia de la mística de los patriarcas y
de los profetas; de la mística de María y de José; de la mística de San Pablo y San
Pedro, cuyas gracias internas se encuentran siempre al servicio del acontecimiento
único de la revelación. Y está también muy lejos de la mística dogmática de Hildegarda
de Bingen, o de las dos Matildes, de Brígida y de las dos Catalinas, a las que interesaba
ante todo un mensaje que había que transmitir a la Iglesia, un mensaje que había que
cumplir con objetividad y espíritu de servicio, mensaje que no era, desde luego, otra
cosa que una interpretación de la revelación única para el hoy de la Iglesia»34.
«los santos y los espirituales son ignorados cada vez más por los teólogos dogmáticos
... Para la teología, los santos apenas existen. Se los entrega a la "spiritualité", para que
ésta los explote. Pero la "espiritualidad" misma apenas existe ya para la dogmática
moderna». Y los «fenómenos» de los místicos acaban «en los laboratorios psicológicos,
33
Resumen de la polémica moderna entre Dom Stolz y los teólogos dominicos, por una parte, con los
autores de la Escuela carmelitana, especialmente el P. Gabriel de Santa María Magdalena; por otra, en C.
García, Corrientes nuevas de teología espiritual, pp. 99-120.
34
«Teología y santidad», 1. c., p. 248.
en sus experimentos y estadísticas, es decir, en el descrédito definitivo del testimonio
eclesial y carismático, para convertirlo en un enunciado puramente privado»35.
Consecuencia de este estado de cosas, tal como las veía él, sería volver a unir la
dogmática a la mística, superando otro divorcio entre teólogos y místicos, tan grave como el
acontecido en el siglo XII cuando los místicos se separaron de los teólogos escolásticos.
Todavía se podía añadir algo más sobre el sentido de la experiencia y su valor como
uno de los indicadores más firmes del revival y la recuperación de la espiritualidad. Por
ejemplo, el hecho de estructurar científicamente sobre ella el tratado de teología espiritual,
35
Ib., pp. 248-249. Respuesta a las críticas de Von Balthasar y otros teólogos, en Jesús Castellano,
«Presencia de Santa Teresa de Jesús en la Teología y espiritualidad actual» [sic]: Teresianum 33 (1982) 181-
232.
36
«Santa Teresa de Jesús contemplativa», en AA. VV., Teresa de Jesús, enséñanos a orar, Burgos, El
Monte Carmelo, 2.a ed., 1981, pp. 169-170. Todo el tema, pp. 149-241.
37
E. Schillebeeckx, «Profetas de la presencia vida de Dios»: Revista de Espiritualidad 29 (1970) 319-321.
Encuesta dirigida por la Revista con motivo del doctorado teresiana.
sobre todo si se hace desde la convicción de que un tratado «estudia la experiencia espiritual
cristiana» y, por lo tanto, se hace de la experiencia el objeto primero de análisis38.
Por todo lo que llevamos dicho, y respondiendo a la pregunta inicial, diría que estamos
en un tiempo de espera y de esperanza, todavía de transición, de principios de recuperación.
El hecho de que se hayan abierto Institutos de espiritualidad como Facultades de teología con
un bienio de especialización; de que la teología espiritual haya recuperado su lugar dentro
del currículum académico de teología dogmática; de que haya un ansia difusa de religiosidad
y de espiritualidad en grupos cualificados; de que se vaya sintiendo hastío por el consumismo,
el falso halago del placer, el oropel de los bienes temporales; de que se busque la soledad y
el silencio, si bien en grupos muy minoritarios, etc., son signos para abrimos a la esperanza.
4. BIBLIOGRAFÍA FUNDAMENTAL
1. Manuales de espiritualidad
a) Antiguos
38
Así, por ejemplo, Ch. A. Bernard, Teología espiritual, pp. 77-91.
39
Así lo hace Tullo Goffi, La experiencia espiritual hoy, Salamanca, Sígueme, 1987.
40
Cf. F. Ruiz, Caminos del Espíritu, Madrid, EDE, 19914.
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CUSKELLY, E. J., Un corazón para conocerte. Guía práctica de la vida espiritual,
Santander, Sal Terrae, 1969.
b) Modernos
2. Historias de la espiritualidad
3. Instrumentos de trabajo
4. Revistas
Como se sabe, las revistas son la palestra donde se debaten los problemas de interés de
la espiritualidad. Además, cuentan con otro dato positivo, y es el de la actualidad. Algunas
tratan temas monográficos, otras, heterogéneos. Boletines bibliográficos, artículos, notas
especiales, y un apartado dedicado a recensionar las últimas novedades, desgraciadamente
no siempre recensiones críticas y de la propia materia, forman el conjunto de estas
publicaciones, lugar primero de acceso para conectar con las tendencias de espiritualidad.
Algunas de las viejas revistas dejaron de publicarse después del Vaticano II; otras cambiaron
de orientación, se renovaron; finalmente, algunas han nacido al calor de las nuevas
necesidades. En general, han abandonado el tono abstracto de los temas y sus tratamientos y
se acercan más a los problemas de la vida.
Una visión completa hasta los años setenta la ofreció Revista de Espiritualidad 30
(1971) 362-384. Remitimos a esas páginas a los interesados. A continuación ofrezco, por
orden alfabético y completando el elenco, las principales revistas antiguas y modernas. Me
refiero sólo a las especializadas en espiritualidad, sabiendo que en otras muchas revistas se
encuentran temas que pueden interesar a los especialistas en el tema.
5. Colecciones de fuentes
Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid, desde 1944. Publicados en esta colección
muchos textos de los Santos Padres, de autores espirituales españoles y extranjeros,
antiguos y modernos.
Espirituales Españoles, Madrid, Fundación Universitaria Española-Universidad Pontificia
de Salamanca. Edición de textos antiguos, poco conocidos, a veces manuscritos. De
las tres secciones en que se divide la colección, interesa más la de «Textos».
Clásicos de Espiritualidad. Colección Neblí, Madrid, Ed. Rialp.
Nueva Biblioteca de Autores Españoles (NBAE). Complemento a la Biblioteca de Autores
Españoles (BAE), de Ribadeneira, fundada por D. Marcelino Menéndez y Pelayo,
que pronto desapareció y en la que incluyó autores místicos españoles.
GUIBERT, J. de, Documenta ecclesiastica christianae perfectionis studium spectaruia,
Romae, Univ. Gregoriana, 1931.
ROUET DE JOURNEL, M. J., Enchiridion Patristicum. Loci SS. Patrum, doctorum
scriptorum ecclesiasticorum, Friburgi Brisgoviae, Herder, 19297•
ROUET DE JOURNEL, M. J. DUTILLEUL, J., Enchiridion asceticum. Loci SS. Patrum et
scriptorum ecclesiasticorum ad ascesim spectantes, Friburgi Brisgoviae, Herder,
19423.
Patrologia Graeca; Patrologia latina, de Migne. Sources Chrétiennes. Ediciones de Santos
Padres en varias lenguas. En español ha comenzado a editar Ciudad Nueva de Madrid
algunas obras de SS. Padres. Lo mismo la Ed. Sígueme, de Salamanca, en la colección
IXTHIS.
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CAPÍTULO II
BIBLIOGRAFÍA
1. ESPIRITUALIDAD y TEOLOGÍA
1
Cf. esta selección de noticias en E. Schillebeeckx, «¿Qué es teología?», en Revelación Y teología,
Salamanca, Sígueme, pp. 93-95.
maestros totales de la fe, grandes escritores e intérpretes de la Sda. Escritura, sin hacer tantas
distinciones entre las distintas ramas de la teología, Leen y comentan el «camino cristiano»
que encuentran descrito en la Escritura. Ellos mismos, «hombres espirituales», viven la
experiencia de lo «espiritual» reflejado en la Biblia, fundamentalmente la presencia viva del
Espíritu Santo, de su gracia vivificante. Por ser «espirituales» se constituyen en maestros.
De esas lecturas apasionadas, enamoradas, los medievales deducirán las distintas ramas
del saber teológico, como demuestran los estudios hoy muy avanzados. Eso significa que la
Escritura adquiere un valor único en la elaboración de la teología. No es una fuente o un
lugar teológico, sino la única fuente, en el sentido de que toda la revelación está contenida
en la Escritura, y la Tradición interpreta la Escritura. Éste sería el pensamiento de Tomás de
Aquino, Buenaventura, Gregorio Magno, Ricardo de San Víctor. Así fue en los Padres y así
fue en los monjes, para quienes la «lectio divina» no era un estudio de la Palabra de Dios,
sino una oración o conversación con Dios para alimento de la vida espiritual. De la puesta en
común de la «lectio» nacieron las Collationes, por ejemplo, las de Casiano. Cuando la lectio
divina se convierta en «studium», habrá nacido la Escolástica con las «quaestiones» y
«disputationes». Se habría olvidado la piadosa búsqueda orante suplantada por la curiosidad
intelectual. Habrá nacido una nueva etapa histórica, como luego veremos. Todo este
entramado doctrinal, necesario para entender la evolución de la espiritualidad, vale la pena
tenerla en cuenta3.
Es sabido que los Padres de la Iglesia y los escritores medievales dieron varios
«sentidos» a la única palabra revelada por Dios, la Escritura, que dieron lugar a las distintas
ramas del saber teológico.
2
Cf. J. Leclercq, «Jalons ...», pp. 110-122.
3
Cf., bien documentado, en H. de Lubac, Exégése médiévale, 1, pp. 56-109.
«Hasta el siglo XII -escribe De Lubac, resumiendo otras opiniones- no existía
una teología sistemática; toda la erudición teológica se concentraba en la exégesis».
«En los esfuerzos de sistematización -dice también- que se produjeron en los
comienzos del siglo XII, el triple o cuádruple sentido define las diversas disciplinas en
las que se dividió el conjunto de los estudios teológicos»4.
Teniendo en cuenta todo el confuso entramado cultural, quedan claros cuatro sentidos
de la Escritura:
4
Exégése médiévale, 1, pp. 38-39, con nota 6.
5
Cf., bien documentada con textos, esta ambivalencia en H. de Lubac, Exégése médiévale, 1, pp. 129-146,
187-189.
Interesa mucho a la teología espiritual, la relación de estos cuatro sentidos y el orden
jerárquico con que son vividos. Fue Orígenes el primero que aplicó los tres sentidos de la
Escritura a los tres grados de la vida espiritual comparándolos con las tres partes del
compuesto humano:
El orden de percepción de los cuatro sentidos y la exposición por los Padres y escritores
tienen diverso significado. El primer acceso a la Escritura es la letra, de esto no hay ninguna
discusión. Pero, ¿en qué lugar colocar la lectura o la exposición moral, antes o después de la
alegoría-anagogía? El problema no es banal, sino muy importante. Si está antes, la moral
puede no ser cristiana, porque no tiene relación con el misterio de Cristo. Sería una ética. Si
está después, sería una moral cristológica, eclesial y sacramental; es decir, una mística. «Al
estar fundada en el dogma, sería una verdadera historia de la vida espiritual»7.
6
Peri GIjón, IV, cap. 2, n. 4. Cf. De Lubac, Exégése médiévale, 1, 199.
7
H. de Lubac, Exégese médiévale, 1, p. 203. Cf. pp. 157-169 y pp. 192-212.
8
Cf. B. Pottier, «La "Lettre aux Romains" de K. Barth et les quatres sens de l 'Ecriture»: Nouvelle Revue
Théoiogique 108 (1986) 823-844, especialmente p. 835, citando a De Lubac, Exégése médiévale, II, p. 416.
9
H. de Lubac, o. C., 1, pp. 37-38.
La tercera es que la búsqueda del sentido último, el anagógico o místico, no suele ni
debe faltar nunca y es la meta de todos los demás sentidos, como si la historia, la teología y
la moral estuviesen orientados a la espiritualidad o la mística de la que reciben su
significación plena.
La cuarta es que la aplicación de cada uno de los sentidos a una rama del saber
teológico, tal como lo hemos presentado, no deja de ser una acomodación, al menos tal como
entendemos hoy la unidad de la ciencia teológica. Los cuatro sentidos están integrados en la
teología y la espiritualidad. La exégesis no puede ser pura filología o historia; la moral no
puede hacer sólo referencia a la ética, por muy teñida de evangelio que se quiera; la teología
dogmática no puede ser pura especulación o reflexión abandonando el calor de la anagogía;
de hecho los grandes escolásticos incluyen la anagogía (mística) dentro de la alegoría
(teología) (así Roberto de Melun († 1167) y Hugo de San Víctor10. Y, por fin, la mística o
espiritualidad no puede desentenderse de la letra, de la moral y de la dogmática.
Esta fusión de todas las ramas del saber teológico procedente de la múltiple lectura de
la Escritura se rompió en un momento preciso de la historia y tuvo consecuencias desastrosas
para la teología dogmática y la espiritualidad. Este hecho histórico ha sido valorado por los
teólogos, los espirituales y los historiadores de los últimos años y vale la pena recogerlo en
un tratado de teología espiritual.
10
Cf. H. de Lubac, o. C., 1, p. 140.
11
Cf. H. de Lubac, Exégés« médiévale, I, 60 y 66.
12
Cf. en C. García, Corrientes nuevas de teología espiritual, pp. 73-75, con bibliografía citada en notas
36-42.
Pero junto a ellos trabajan otros escritores contemporáneos suyos, los llamados
«escolásticos», profesores universitarios, que introducen la quaestio y la disputatio,
verdadera revolución metodológica mediante el uso de la filosofía de Aristóteles, la
dialéctica. El Dios de la Escritura, a quien se buscaba escuchando su palabra en la oración,
es ahora indagado mediante preguntas, disputas, logomaquias. Se impone la curiosidad
intelectual. Esos «novatores» de la teología han abandonado la humildad del corazón para
acceder a Dios y pretender descubrirlo mediante la inteligencia13.
Traducido a un lenguaje más académico, podemos decir que las antiguas auctoritates,
pruebas y demostraciones de la verdad contenida en la Sda. Escritura que utilizaban los
antiguos monjes u obispos teólogos son suplantadas por las rationes y conclusiones de los
nuevos teólogos escolásticos. Jean Leclercq ha resumido la diversa posición de las dos
formas de hacer teología, pero que son una. Para estos «escolásticos» la Escritura no será una
lectura para vivir, sino una locus theologicus para probar una tesis dogmática (probatur ex
Scriptura).
«Las dos teologías tienen de común el beber en las fuentes cristianas y apelar a
la razono La teología escolástica ha recurrido más a los filósofos, la teología monástica
prefiere, en general, la autoridad de la Escritura y de los Padres ... Lo que caracteriza
el pensamiento monástico es el recurso a la experiencia. La teología escolástica hace
abstracción de ella; podrá después reencontrarla, ver que se concilia con sus
razonamientos, que puede incluso alimentarse de ellos, pero su reflexión no parte de la
experiencia, y no está necesariamente ordenada a ella. Si sitúa, y deliberadamente, al
nivel de la metafísica, es impersonal, universal»14.
Dos personajes encarnan las dos formas de hacer teología: Bernardo, la tradicional o
monástica, y Abelardo, el dialéctico del método escolástico. Junto a Bernardo, y aun antes
que él, Pedro Damiani († 1072) había llamado la atención sobre el peligro de la dialéctica
aplicada a la teología, porque la convertía en pura especulación. Lo mismo Ruperto de Deutz
(† 1129). San Anselmo de Bec († 1109) es el primer escolástico, pero respira todavía esencias
de la antigua teología monástica fundada en la «lectio divina» para vivir la experiencia de
Dios. Pero por ambas partes eran legión, como lo ha notado minuciosamente H. de Lubac15.
El íter brevemente expuesto de las dos formas de hacer teología llevó a distanciarse
más los «místicos» (espirituales) de los «teólogos» (escolásticos) hasta la total separación
traumática y de enormes consecuencias eclesiales tanto para la teología dogmática como para
la teología espiritual.
13
Cf. H. de Lubac, Exégése médiévale, 1, pp. 84-104.
14
Cultura y vida cristiana, pp. 273-274.
15
Exégése médiévale, 1, pp. 94-110. También Jean Leclercq, Cultura y vida cristiana, pp. 231-280.
No todos los historiadores admiten esa guerra, como el gran historiador alemán del
método escolástico M. Grabmann, quien ha escrito:
«El estudio magistral de las fuentes emprendido por Denifle, ha demostrado que
la concepción según la cual escolástica y mística están en oposición, es un mito
científico». «La investigación histórica ha probado que en esta concepción hay mucho
de artificio y ha mostrado que la Escolástica y la Mística no son cosas opuestas, sino
correlativas»16.
Es difícil mantener esa opinión después de haber leído los textos de los autores
medievales a los que hemos hecho alusión anteriormente. La reacción de los místicos-
espirituales contra los teólogos intelectuales no fue una quimera, sino un hecho histórico
comprobado por infinidad de testimonios. Lo mismo digamos de la separación o el
«divorcio» -palabra que ha hecho fortuna incubado en los siglos X-XI y culminado en el siglo
XIII.
Las raíces de esa diferente concepción de la teología son más hondas y radicales. Lo
que verdaderamente se debatía era la capacidad de la voluntad (amor) y del entendimiento
(conocimiento) para acceder al misterio de Dios. Ese debate, aparentemente inocente, había
dividido a los hombres de los siglos medios en voluntaristas e intelectualistas, comprensible
sólo en un tiempo en que los hombres estaban sedientos de Dios. De ahí se llegaría a plantear
-contra toda solución clásica en metafísica y en psicología- si era posible un acto de amor sin
previo conocimiento; o si era posible conocer mediante el amor y el verdadero alcance de ese
conocimiento.
Se formaron así dos corrientes históricas: la de los voluntaristas, que procede de San
Agustín y San Gregorio Magno, de quien es la expresión: «amor ipse notitia est»; pasa a la
edad media y la traduce Guillermo de S. Thierry por la de «amor ipse intellectus est». De ahí
pasó a los cistercienses con San Bernardo, a San Francisco de Asís y a su escuela de
espiritualidad, especialmente San Buenaventura, por otra parte fuertemente influenciado por
el método escolástico.
16
La cita en Die Geschichte der scholastichen Methode, II, Freiburg im Brisgau, 1911, pp. 94-95. 2ª. cita
en Filosofía medieval, Barcelona, 1928, p. 53.
17
Summa, U-H, q. 180, a. 7, ad 1; q. 180, a. 2, ad 1; 1, q. 82, a. 4. Cf. P. Rousselot, L' intellectualisme de
Saint-Thomas, Paris, 19363.
La herencia espiritual de Santo Tomás y su preferencia intelectualista pasó a los
grandes místicos dominicos del siglo XIV: el maestro Eckhart († 1327), Juan Tauler († 1361),
Enrique Suso († 1366).
18
Cf. mi obra Amor y conocimiento en la vida mística, pp. 11-54.
19
Daniel de Pablo Maroto, Amor y conocimiento en la vida mística, p. 23. Existió en España una
traducción castellana, Toledo, 1514, publicada con el título de Sol de contemplativos. Reproducción y edición
moderna, T. Martín, Salamanca, Sígueme, 1992.
20
Cf. Amor y conocimiento, p. 23, Y conclusión 9.", p. 214; cf. H. de Lubac, Exégése médiévale, I, cap.
1,4, pp. 94-110.
Leyendo páginas como ésta y otras muchas a las que se refiere, así como la respuesta
de algunos escolásticos, deducimos que la polémica entre los escolásticos y los místicos -no
creo que se pueda llamar divorcio-no es una invención de historiadores posteriores, sino el
malestar de unos contra otros; los tradicionales porque defendían la teología como sabiduría,
y los escolásticos como ciencia de Dios. Ese esquema se ha mantenido invariado durante
siglos, apareciendo de modo virulento en el siglo XVI español.
La última fase de esta historia es la del supuesto y repetido divorcio entre espirituales
y teólogos escolásticos. En él vamos a detenemos porque no sólo es un documento del
pasado, sino que mantiene todavía su significación en el presente y futuro de la teología
dogmática y espiritual.
Ese divorcio lo sintieron y sufrieron en sus propias carnes, aunque de manera bien
distinta, los místicos del siglo XVI en España, especialmente San Ignacio, Santa Teresa, San
Juan de la Cruz, San Juan de Ávila, San Francisco de Borja, el P. Granada, Francisco de
Osuna y un largo etcétera entre humanistas y «espirituales» sospechosos para el ala
conservadora de los «teólogos» inquisitoriales.
21
Estudio clásico es el de F. Vandenbroucke, «Le divorce entre théologie e mystique. Ses origines»:
Nouvelle Rev. Théol. 82 (1950) 372-389. Alusiones al tema, entre otros muchos, René Marlé, «Teología
práctica y espiritual», en AA. VV., Iniciación a la práctica de la teología, 1, Madrid, Cristiandad, 1984,
especialmente pp. 293-304.
Sin embargo, retengo como más exacta, desde un punto de vista del análisis histórico,
que es preferible hablar de desconfianza entre teólogos y espirituales que de total separación
o divorcio. El término traiciona la realidad.
Después de haber insistido en el hecho de que hasta la gran Escolástica los grandes
dogmáticos son grandes santos, «columnas de la Iglesia», «personalidades totales», y que
con el ingreso del aristotelismo en la teología nace la «profanidad» moderna y la autonomía
de las ciencias, escribe:
Sucedió después que la espiritualidad se fue haciendo -según él más psicológica, menos
objetiva y fundada en las fuentes, menos dogmática, hasta que los teólogos dogmáticos se
separaron de nuevo de la espiritualidad en un segundo divorcio, menos comentado, pero no
menos desastroso:
«Por este motivo, los santos y los espirituales son ignorados cada vez más por los
teólogos dogmáticos ... Para la teología, los santos apenas existen. Se los entrega a la
"spiritualité", para que ésta los explote. Pero la "espiritualidad" misma apenas existe
para la dogmática moderna. Antes señalamos que los santos modernos son también co-
22
«Teología y santidad», I. C., pp. 236, 237, 242.
responsables de este estado de cosas. La dogmática ya no les toma en serio porque ellos
mismos no se atreven a ser dogmáticos»23.
«esta extraña anatomía: de un lado, los huesos sin carne: la dogmática tradicional; de
otro, la carne sin huesos: toda esa literatura piadosa que, a base de ascética,
espiritualidad, mística y retórica, facilita un alimento que a la larga resulta indigerible,
pues carece de sustancia»24.
Cuando en 1984 Von Balthasar recibió el premio Pablo VI, ante un auditorio selecto
(papa y cardenales), pronunció un breve discurso en el que aludió al significado de su obra
teológica:
«Después -dijo de haber hecho ver el carácter único de Cristo en relación a las
demás religiones ... insisto en la inseparabilidad entre teología y espiritualidad. La
división entre ambas ha sido indudablemente el peor desastre que ha acontecido en la
historia de la Iglesia»25.
Otros teólogos han resaltado también la gravedad del divorcio en el pasado, el de los
siglos XII-XV, y el otro que se fraguó en el siglo XVII y ha continuado demasiado tiempo.
Unidad necesaria entre mística y dogmática para el propio apoyo y servicio al creyente.
23
lb., pp. 248.
24
lb., pp. 249-250.
25
Discurso completo, en Communio 10 (1988) 288-291. Texto citado en Bibliografía, p. 290. Una última
aportación: A. Sicari, «Teología y santidad en la obra de Hans Urs von Balthasar»: Communio 12 (1988/IV)
305-316. Un marco más amplio sobre el «teólogo espiritual», en A. Guerra, Introducción a la teología
espiritual, pp. 109-116. A. Huerga ha recordado textos y autores en los que teología y santidad, dogmática y
mística se unifican. Cf. «El carácter científico ...», l. c., especialmente, pp. 46-55.
26
«Cristo en la economía salvífica y en nuestros tratados teológicos»: Concilium 11 (1966) 24-25.
«Gracias a la mística -escribe E. Schillebeeckx la dogmática entra en contacto
íntimo con su objeto ... La fe no encuentra su punto final en la formulación en cuanto
tal, sino en la realidad de la fe, dice Tomás de Aquino (2-2, q. 1., a. 2, ad 2). Pero
gracias a la dogmática crítica, la mística no se hunde en un cristianismo apócrifo o en
un fanatismo irracional. Mística y teología tienen necesidad la una de la otra para su
propia autenticidad»27.
No vale la pena seguir. El largo análisis nos ha servido no sólo para recordar un debate
histórico, sino para valorar teológicamente, eclesialmente, la «espiritualidad». Las bases
están puestas para un «revival» de lo espiritual en medio de un mundo que parece materialista
y consumista.
Los diversos modos de hacer teología dogmática y espiritual y de ser teólogos, como
hemos visto en el apartado anterior, están demostrando que de hecho existió una relación
entre ambas. Después que se separó la teología mística de la especulativa (siglos XIII-XV),
y de que la espiritualidad fuese abandonada por los teólogos por su falta de fuste teológico,
por su excesivo pietismo, subjetivismo y psicologismo (siglo XVII), los teólogos espirituales
andan buscando, por una parte la identidad de la espiritualidad como ciencia, y, por otra, su
relación con los principios dogmáticos.
En torno a los años cincuenta de este siglo se suscitó una polémica sobre el carácter
específico de la espiritualidad como ciencia teológica. Algunos insistían en su
fundamentación en los principios dogmáticos: gracia, virtudes, dones (lo que se llamaba el
27
«Profetas de la presencia viva de Dios»: Revista de Espiritualidad 29 (1970) 319-321.
28
La teología del siglo xx, Salamanca, Sígueme, 1987, p. 297.
«organismo sobrenatural» en los Manuales), y luego los aspectos bautismal, cristocéntrico,
eclesial, sacramental, trinitario, pneumatocéntrico, etc. Nació lo que se llamó entonces la
teología de la mística (Dom A. Stolz, Baldomero Jiménez Duque). Al mismo tiempo, otros
insistían, sin negar las bases teológicas, también en el carácter psicológico de la vida
espiritual y de la ciencia teológica que la explica (Gabriele di Santa María Magdalena).
Para definir el campo de cada una de esas tendencias, basta recordar la síntesis de un
informador del estado de la cuestión:
29
C. García, Corrientes nuevas, p. 105. Cf. todo el tema con las discusiones y bibliografía pertinente, pp.
99-120. También, al exponer la «orientación dogmático-positiva» de los manuales, puede encontrarse material
utilizable, pp, 174-187.
30
Cf. una referencia en A. Huerga, «El carácter científico ... », l. c., pp. 52-53.
«Vista en esta perspectiva -concluye- la teología espiritual, aun sin adquirir una
independencia total, manifiesta una autonomía que puede darle categoría de una
auténtica disciplina teológica en el ámbito de la doctrina cristiana»31.
Eliminada esta especificidad será mucho más difícil encontrar la identidad para la
teología espiritual. Porque no basta decir que la dogmática trataría del tema de Dios y sus
misterios de forma teórica, abstracta, y la espiritualidad de la praxis vital. Eso sucedió en una
teología arcaica, pero no se puede mantener en una teología actualizada. Por eso algunos de
los grandes teólogos, como Von Balthasar, siguen preguntándose qué sentido tiene seguir
hablando de la distinción y separación de una y otra.
«Esto nos lleva a preguntar -escribe- qué sentido tiene la distinción entre teología
y espiritualidad. Sólo se hace necesaria, como solución de emergencia, allí donde la
dogmática ha perdido el jugo característico de la Palabra de Dios (quizá por
conceptualizarse en controversias polémicas). Pero la historia prueba que ese jugo en
otra bandeja pierde su sabor original. La vida no se produce combinando carne y
sangre, sino que éstas han de estar unidas ya de antemano para que haya vida. Y la
historia de la teología prueba esta afirmación: en ella sólo han tenido eficacia viviente
aquellas teologías que no solamente coexistían con su espiritualidad, sino que la
llevaban en sí mismas, incorporada a lo más íntimo de su ser»33.
31
Teología espiritual, p. 8.
32
Charles A. Bernard, ib., pp. 65-68. Alusión al tema con bibliografía, en A. Guerra, Introducción a la
teología espiritual, pp. 38-39 y 76-79.
33
«Teología y espiritualidad»: Selecciones de teología 13 (1974) 142-143.
complementariedad. La guerra entre espirituales y teólogos resulta pueril desde el momento
en que ambos buscan la luz del misterio. El P. María Eugenio ha recordado al «teólogo
intelectualista» que «se siente impulsado por el laudable estímulo de luchar contra el
sentimentalismo de la espiritualidad que rehúye la luz del dogma».
«De ahí que ostente si no su desprecio, sí, al menos, su desestima respecto a toda
espiritualidad que no se sirva de sus disciplinas intelectuales, y la tilde de sentimental
o de peligrosa. Sin percatarse de ello, y, tal vez con la mejor buena fe del mundo,
supedita la contemplación a la teología»34 34.
Lo mismo se podía decir del espiritual que despreciase al teólogo porque pierde el
tiempo en especulaciones. Son dos extremos a evitar. Teología y espiritualidad simbiotizadas
en una persona, en una ciencia, distintas, pero no separadas. Este sería el camino exacto para
hacer el camino cristiano.
Mucho más complejas son las relaciones con la teología moral porque las dos son
ciencias teológicas que tienden a la praxis. Recordamos algunas referencias para clarificar el
tema.
Hasta bien entrado el siglo XX, las relaciones fueron pacíficas. Cada una cultivaba su
propio campo sin fricciones, aceptándose que «la Ascética recibe el alma de los brazos de la
Moral, por eso la supone en estado de gracia»35.
Por eso, con toda razón, ya en 1922, el P. A. Vermeersch reclamaba para la teología
moral el estudio de la «ascética y mística», no sólo de los preceptos, sino también de los
consejos evangélicos. Por el modo de tratar los temas, la moral -según el mismo moralista-
34
Quiero ver a Dios, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 19692, p. 563.
35
Crisógono de Jesús Sacramentado, Compendio de Ascética y Mística, Madrid-Ávila, 1933, p.55.
era más un arte de conducir las almas a la perfección que una ciencia, propio de la teología
espiritual. A partir de entonces, las discusiones no han cesado en una dirección o en otra;
pero parece que van clarificando algunos puntos36.
Resta añadir algunos apuntes nuevos a lo dicho que ayuden a delimitar los objetivos de
las dos ramas del saber teológico que nos ayuden a entender la identidad de la teología
espiritual.
En primer lugar, algunas opiniones últimas y nuevas que iluminan el camino todavía
oscuro. L. Bouyer, en la década de los sesenta, seguía insistiendo en la idea de que no se
puede negar a la teología moral el tratar de «la perfección del leal cristiano», porque tiene
que dilucidar el fin último del hombre, igual que la espiritualidad; pero ve una diferencia en
el hecho de que mientras la moral
«analiza el conjunto de actos humanos que hacen referencia al último fin de modo
explícito o no, la espiritualidad se centra en aquellos cuya referencia a Dios es no
solamente explícita, sino inmediata, es decir, ante todo sobre la oración, y sobre todo
lo que se trata en ascética y mística; dicho de otra manera, en los ejercicios religiosos
así como en las experiencias religiosas»38.
36
Cf. Theologiae moralis principia-responsa-consilia, Romae, 1922, p. 5. Como no quiero rehacer el íter
histórico del problema, remito a la información ofrecida en la siguiente bibliografía. C. García, Corrientes
nuevas, pp. 73-99. Id., «¿Qué es teología espiritual?», l. c., pp. 309-311. A. Guerra, Introducción a la teología
espiritual, pp. 30-31, 69-75. Id., «Teología espiritual, una ciencia no identificada», en AA.VV., Teología
espiritual: reflexión cristiana sobre la praxis, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1980, pp. 13-17,31-39. Los
Manuales suelen dar también breve información.
37
Perfection chrétienne et contemplation. Citado por A. Royo Marín, Teología de la perfección cristiana,
Madrid, BAC, 19886, p. 34.
38
La spiritualialité du Nouveaú Testament el des Péres, 1, Paris, Aubier, 1960, p. 11.
Sin embargo, insistía en la unidad de las dos disciplinas y en la inconveniencia de
separarlas.
C) Soluciones de un debate
Apunto algunas importantes como ejemplo porque creo que el debate puede seguir
abierto.
39
ib., p. 11.
40
Lo trata E. López Azpitarte en el Nuevo diccionario de teología moral, en el suplemento a la 3ª. edición
española, extrañándose el autor de que no haya sido tratado por los manuales de moral.
41
J. Maritain, Distinguer pour unir ou le degrés du Savoir, Paris, 1934. Resumen en C. García, Corrientes
espirituales, pp. 80-88.
«prevalentemente estático» e «in actu primo». La teología espiritual en su aspecto
«prevalentemente dinámico» e «in actu secundo». Y así concluye:
«Podemos, pues, afirmar que la teología espiritual tiene como tarea el estudio del
desarrollo concreto "in facto esse" de la vida cristiana; ver cómo la vida nueva, de la
que es principio la caridad del Espíritu Santo concretamente "llega a ser", bajo la luz
de la fe, en los hombres concretos; qué dificultades encuentra y cómo las debe superar
o las supera de hecho; qué repercusiones auténticas, sobre todo psicológicas, presenta,
etc.»42.
Otro de los que se han preocupado del tema y ofrecen -a mi modo de ver- una solución
bastante correcta, es Ch. A. Bernard. Comienza afirmando que
«el criterio diferenciador entre la teología moral y la teología espiritual no es tan claro;
en efecto, las dos se refieren a la vida concreta y atienden al lado práctico de la
existencia humana». Por eso es «difícil señalar una frontera clara entre las dos
disciplinas»43.
Si bien es verdad -continúa diciendo- que no difieren por el objeto material, la vida
humana en su totalidad, en su movimiento hacia la santidad, difieren por el objeto formal y
por el método. Distingue entre el «ordo caritatis» (la caridad como ley) del «commercium
caritatis» (fruición en el amor).
42
G. Moioli, «La vita cristiana come oggetto della teologia spirituale»: La Scuola Cattolica 91 (1963)
101-103; todo el trabajo, 101-116. Cf. el pensamiento del P. Gabriel, en C. García, Corrientes nuevas, p. 92.
43
Teologia espiritual, pp. 68-69.
En conclusión, según Bernard, la moral y la espiritualidad se necesitan mutuamente.
La espiritualidad presupone la moral al enseñar ésta la plenitud de la vida cristiana como
conformidad con la voluntad de Dios. En este sentido, la espiritualidad está subordinada a la
moral. Pero la espiritualidad enseña al cristiano a caminar hacia el diálogo pleno con la
divinidad44.
Tullo Goffi es, según creo, quien más y mejor ha profundizado en el tema. Para ello
hace un análisis de la experiencia religiosa en el A. Testamento y en la de Cristo, Pablo y
Juan, distinguiendo entre el obrar ético y espiritual. Resumiendo el largo recorrido
propuesto, dice que «lo ético» es la norma y el precepto de observarla virtuosamente; lo
«espiritual sugiere una experiencia de comunión inmediata (al menos en el plano intencional)
con Dios. La vida espiritual es nuestra experiencia de alianza con Dios; es vivir
virtuosamente, per en coloquio con Yahvé»45.
«Sin embargo -dice también-, lo ético y lo espiritual son dos experiencias muy
distintas. En lo ético nos comportamos por iniciativa nuestra personal según la "ley del
Espíritu de vida en Cristo" (Rm 8, 2), mientras que en lo espiritual nos adherimos al
Espíritu que "derrama en nuestros corazones el amor de Dios" (Rm 5, 5)»47.
D) Conclusiones a un debate
44
Teología espiritual, pp. 69-70.
45
La experiencia espiritual, hoy, pp. 13 y 15.
46
Ib., pp. 17-18.
47
P. 19. Cf. también pp. 56-59. Después escribió «Morale e spirituale: quale rapporto?»: Rivista di
teologia morale 20 (1988), n. 80, pp. 89-94.
En primer lugar, las diferencias entre teología moral y espiritual son mínimas. Ambas
tratan de iluminar aspectos de una antropología teológica sobrenatural; ambas son ciencias
destinadas a la ortopraxis. Pero ninguna es mero arte para conducir a las personas a la
santidad. Como tratados, son verdadera ciencia teológica.
Segundo. Hoy no se puede mantener la tesis de que la moral enseñe sólo a cumplir la
ley, los preceptos y evitar los pecados; sino que con la estructuración moral de la persona y
de la sociedad se pretende que consigan su meta última que es la perfección o santidad
cristianas. Además, la santidad es única, como propuso el Vaticano II a todos los cristianos
(LG, cap. 5). Ése fue el proyecto de la Optatan Totius del mismo Concilio, cuando urgió el
aprendizaje de la moral a los que se preparaban al sacerdocio:
Tercero. Tanto la teología espiritual corno la moral son dos funciones de la misma
teología, y ambas proponen el camino de la perfección del hombre cristiano. La moral debe
insistir más en la obligatoriedad del camino objetivo; es decir, determina lo que el hombre
debe hacer como valor universal. La espiritualidad analizaría cómo un cristiano puede
cumplir la ley moral bajo la moción del Espíritu Santo; es decir, cómo andar ese camino
cristiano presentado por el moralista (gracia-don, contra ley-preceptos-consejos). Es claro
que lo espiritual se vive cuando el Espíritu Santo es la fuerza activa y operante y el alma la
recibe pasivamente como una experiencia personal. Es lo que han notado los místicos: sus
acciones morales, sus «virtudes», van mucho más allá de sus propósitos y esfuerzos por ser
santos. Ese plus pertenecería propiamente a la mística, que es el grado sumo de la
espiritualidad. Hablará también el teólogo espiritual de los agentes que posibilitan el «camino
espiritual»: Cristo, la Iglesia, los sacramentos, así como las mediaciones: virtudes teologales,
María y los santos, las devociones populares, la ascesis, la oración, etc., en su mayor parte
asumidas fundamentalmente de la teología dogmática. Además, la teología espiritual estudia
otros componentes de la vida espiritual que no trata la teología moral, como los grados,
etapas, o vías del camino espiritual, los estados de vida en la Iglesia y la santidad, el camino
de la oración, la experiencia de Dios y los fenómenos extraordinarios en que se expresa, la
incidencia de la gracia y los carismas -en el sujeto y sus peculiaridades psicológicas, etc. Este
simple enunciado de temas no es completo y no se encuentra en ningún tratado de moral.
En esto espero que estemos de acuerdo la mayoría. Basta hojear libros de moral o de
teología dogmática para percatamos de que no se tratan temas tan específicos de la teología
espiritual como son los que ya aludidos, por ejemplo, la oración y sus grados hasta la última
experiencia de la unión transformante; la actuación del Espíritu Santo con sus mociones y su
discernimiento; cómo integrar la teología sacramentaria, litúrgica, eclesial, mariana,
trinitaria, etc., en el desarrollo de la vida cristiana para que sea de verdad alimento espiritual.
No significa esto que todos los manuales traten todos los temas, pero tienen que quedar, de
alguna manera, aludidos como objeto material y formal de la teología espiritual.
Quinto. Como colofón de todo quiero añadir por mi cuenta unos apuntes sobre el
planteamiento de dos grandes místicos: San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús, que
espero aporten luz al debate y ayuden a determinar la identidad de la teología espiritual y su
distinción de la teología moral.
48
«Theologie»: Dict. Théol. Cathol. 15 (1947), col. 486. C. García, Corrientes nuevas, p. 95, cita de
pasada otros teólogos que estarían de acuerdo con esta posición: Deman, Régamey, Périnell. También A.
Guerra, Introducción a la teología espiritual, p. 75.
Monte de la perfección realizado por el santo, pero sí acta notarial de alguno, y en la cima
escribió: «ya por aquí no hay camino porque para el justo no hay ley; él para sí se es ley».
¿Acaso este «no hay ley», «él para sí se es ley», no está indicando que el perfecto ha superado
la moral porque vive la dimensión «espiritual» del cristiano dirigido por el Espíritu Santo?
La ley objetiva, de hecho, existe, pero es como si no existiera, porque no es necesaria. La
moral queda absorbida por la espiritualidad.
Además, hay otra razón, y es que, al comienzo de la Subida del Monte Carmelo, es
consciente que él no es un moralista, sino un «espiritual», y por eso en la obra -dice- «no se
escribirán cosas muy morales y sabrosas para todos los espirituales que gustan de ir por cosas
dulces y sabrosas a Dios, sino doctrina sustancial y sólida» («Prólogo», 8).
«El bien moral -dice el santo- consiste en la rienda de las pasiones y freno de los
apetitos desordenados; de lo cual se sigue en el alma tranquilidad, paz, sosiego y
virtudes morales, que es el bien moral» (Subida, III, 5, 1).
Si no hay control de la memoria mediante el olvido del pasado al que está apegado
afectivamente -sigue diciendo el santo experimentará turbación. Y, en consecuencia, «la
memoria embarazada impide el bien espiritual». El bien moral es el presupuesto base para el
bien espiritual. «El alma alterada, que no tiene fundamento de bien moral, no es capaz, en
cuanto tal, del espiritual, el cual no se imprime sino en el alma moderada y puesta en paz»
(ib., 5, 3).
Para completar este sencillo raciocinio de San Juan de la Cruz, por otra parte coherente
con un simple análisis de las fuerzas conscientes e inconscientes de la persona, hay que
recordar el conjunto de «bienes» en los que se puede gozar la voluntad y que tienen que ser
purificados por el ejercicio del amor-caridad teologal. Él admite los bienes (valores, diríamos
hoy) «temporales, naturales, sensuales, morales, sobrenaturales y espirituales» (Subida, III,
17,2). No nos interesa ahora el complejo mecanismo de su desarrollo a través del libro III de
Subida, pero sí la definición de unos y de otros.
«Por bienes morales entendemos aquí las virtudes y hábitos de ellas en cuanto
morales y ejercicio de cualquiera virtud y el ejercicio de las obras de misericordia, la
guarda de la ley de Dios, y la política, y todo ejercicio de buena índole e inclinación»
(ib., 27, 1).
«Por bienes espirituales entiendo todos aquellos que mueven y ayudan para las
cosas divinas y el trato del alma con Dios y las comunicaciones de Dios con el alma»
(ib., 33, 2).
La amplitud de esta definición y del desarrollo temático que suponía influyó en el autor
para truncar la obra de la Subida, no por falta de tiempo para concluirla. De hecho, conforme
avanza el texto, el vigor expositivo decae, el estilo se hace más descriptivo, más historizado,
menos teología espiritual. Pero el distinto tratamiento nos sirve al menos para diferenciar lo
«moral» de lo «espiritual».
Por ejemplo, se lamenta de que los escritores y predicadores hablen mucho de lo que
el hombre puede (quizá en referencia al ejercicio de las «obras» en un contexto antiluterano),
«y de cosas -dice- que obra el Señor declárase poco, digo sobrenatural» (Moradas 1, 2, 7).
Con ese lenguaje, ciertamente no académico, ella entiende que hay un camino ascético (el de
la moral-obras) y otro bien distinto, el místico, el «sobrenatural», no siendo el primero
preparatorio del segundo.
«Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva; la de hasta aquí era
mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía
Dios en mí, a lo que me parecía» (Vida 23, 1).
Otro ejemplo más práctico nos lo ofrece la diferente opinión que tiene la santa sobre el
modo de hacer la oración vocal y la «obligación» moral que comporta. Para algunos
moralistas de su tiempo, la recitación material de las palabras era suficiente; para ella,
maestra «espiritual» de una comunidad orante y de unos lectores futuros, no le preocupa el
problema «moral» (obligación o no), sino el problema «espiritual» (que sea una oración que
alimente la vida cristiana y sirva para adquirir virtudes)49.
49
Cf. este debate en los caps. 21-25 del Camino de perfección, A estos problemas aludí en «La santidad,
problema teológico más que moral», en Santa Teresa de Jesús, doctora para una Iglesia en crisis, Burgos, El
Monte Carmelo, 1981, parte IV, caps. 2, 3 y 5, pp. 182-208. Y en Dinámica de la oración. Acercamiento del
orante moderno a Santa Teresa de Jesús, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1973, pp. 117-120.
las fórmulas, algo diferente verían ellos en la triple o cuádruple lectura de la Escritura. Llegan
a decir que la lectura moral es propia de principiantes y la mística es para los perfectos50.
Dos idean resultan claras cuando hablamos de la historia del tratado de teología
espiritual. Primero, que la teología espiritual es la primera y más antigua de las ramas de la
teología. Segundo, que tal como está organizada hoy la teología espiritual en tratado especial
es reciente.
Más sistemática resulta la Theologia mystica de Dionisio Areopagita (siglo v), Si, no
obstante su brevedad, tuvo un éxito enorme en Oriente y Occidente, no fue -creo- porque su
autor se ocultó bajo el pseudónimo de Dionisio el Areopagita, que le daba áureas casi
apostólicas, sino porque definía mejor que nadie la mística como acceso al misterio de Dios
y la inefabilidad del mismo como incapacidad de comunicar la experiencia. Más que los
contenidos sistematizados, que son pocos, fue ese halo de misterio que envuelve a Dios y la
ciencia espiritual sobre Dios lo que perduró desde los Padres hasta bien entra) los tiempos
modernos. «Lo que San Agustín es para el dogma -escribió san Buenaventura- y San
Gregorio para la moral, San Dionisio es para la mística: el maestro incuestionable»51.
50
Cf. H. de Lubac, Exégese médiévale, II, Paris, Aubier, 1959, pp. 412-413, y passim.
51
De reductione artium ad theologian, Quaracchi, 1891, pp. 319-321. Citado por T. Martín, oras
completas del Pseudo Dionisio Areopagita, Madrid, BAC, 1990, p. 21. Toda la «Introducción», ib., pp. 3-115.
Texto, pp. 369-413.
conceptos teológicos al compás de la vida espiritual de sus creadores. La fuente última
era la Escritura leída en privado y en la celebración litúrgica.
En cuanto al nombre que se daba a esta ciencia, al principio todavía poco estructurada,
el más antiguo es el de Theologia mystica, como aparece en la obra del Pseudo-Dionisio
Areopagita en el siglo v. El título tuvo éxito y reaparece con frecuencia en la historia de la
espiritualidad medieval, sobre todo entre los escritores místicos y espirituales. Una de las
más célebres obras de la edad media así se titula. Me refiero a la Theologia mystica de Hugo
de Balma († finales del siglo XIII). Del célebre canciller de París, Juan Gersón, son las dos
obras Theologia mystica speculativa y Theologia mystica practica. El término se hizo común
entre los místicos del siglo XVI y llega a los que «no sabían letras», como Santa Teresa,
quien alude a esa ciencia arcana como a la «mística teología». Los místicos teólogos precisan
mejor la distinción de la otra rama del saber, que era la «teología escolástica», terminología
usada, por ejemplo, en el «prólogo» del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, ... dedicado
a fa Madre Ana de Jesús, por supuesto no teóloga, pero sí conocedora de los caminos de la
experiencia:
52
Cf. Eulogio de la Virgen del Carmen (Pacho), Proceso histórico de la formación de la teología
espiritual como ciencia. Ponencia en el III Congreso de espiritualidad de Salamanca (1960), inédita,
Referencia en C. García, Corrientes nuevas ..., p. 74, nota 40. Sobre la situación de los anuales en los siglos
XVII-XVIII y el ambiente general, sobre todo en los siglos XVII-XIX, cf. mi Historia de la espiritualidad
cristiana, Madrid, EDE, 1990, pp. 285-322.
«Pues aunque a Vuestra Reverencia le falte el ejercicio de teología escolástica
con que se entienden las verdades divinas, no le falta el de la mística, que se sabe por
amor, en que no solamente se saben, mas juntamente se gustan» (n.3).
El título siguió su camino triunfal en los siglos XVII y XVIII, cuya cumbre está
representada por el P. José del Espíritu Santo (1667-1736), carmelita descalzo (el andaluz),
con su monumental Cursus Theologiae mystico-scholasticae, que se publicó en Segovia entre
1720 y 1740, en 6 volúmenes, con curiosa mezcla de la mística y la escolástica. Le había
precedido el manual del carmelita francés Felipe de la Santísima Trinidad (1603-1671),
Summa theologiae mysticae, Lyon 1656, modelo de manual para otros muchos posteriores.
Eran verdaderas Sumas del saber teológico y espiritual de la época que recogen las grandes
experiencias de los místicos del siglo precedente, especialmente los españoles.
Y así caminará la teología espiritual durante dos siglos; privilegiando bien a la ascética
bien la mística, o las dos unidas como apareció en algunos manuales del siglo xx. Cuando en
los primeros decenios del siglo xx se inició debate sobre «el movimiento místico», unicidad
y duplicidad de vía, el de la cética y el de la mística, para llegar a la perfección, se evitó la
terminología hasta que fue desplazada por otra más moderna, como Teología espiritual,
Teología de la perfección cristiana, Vida interior, Vida sobrenatural, etc.54.
Teniendo en cuenta este breve recorrido histórico, puede disonar el decir le el tratado
de teología espiritual es «una disciplina nueva», que «no se remonta más allá de los tiempos
modernos», que «el concepto de espiritualidad es reciente», o que «la teología espiritual es
una disciplina joven», que es «de nuestro siglo», o que la espiritualidad es «una ciencia no
identificada», etc.55.
53
Cf. más información en mi Historia de la espiritualidad cristiana, p. 286-288. Y en Historia de la
teología española, II Madrid, Fundación Universitaria Española, 1987, pp. 621-624.
54
Cf. el debate en C. García, Corrientes nuevas ..., cap. I, pp. 13-57; cap. II, pp. 59-78.
55
Recordados por A. Guerra, quien cita algunos autores. Cr. «Teología espiritual, una ciencia no
identificada», en Teología espiritual: reflexión cristiana sobre la praxis, pp. 12-13, con nota 8.
5. IDENTIDAD DEL TRATADO DE TEOLOGÍA ESPIRITUAL
Aunque lo que hemos dicho hasta aquí sirve para explicar la autonomía de teología
espiritual como ciencia, vamos a dedicar unas páginas al tema específico de la identidad o
naturaleza presentando su objeto propio, las fuentes comunes con la teología dogmática y
moral, y algunas «específicas», junto con uso de un método adecuado.
Tratar del objeto es como definir la teología espiritual. Vamos a reducir su tensión a
los términos más comprensibles porque sólo al final podremos dar definición adecuada.
Por el desarrollo temático que precede, el lector se habrá dado cuenta de le las fronteras
de la teología espiritual como ciencia son ambiguas, no están en definidas; varios esquemas
son posibles, como puede comprobarse leyendo los distintos manuales actuales; cada autor
desarrolla el esquema de la vida espiritual desde un núcleo vital cristiano o integra todos los
posibles. Por ejemplo, se puede organizar un manual desde el tema de la oración, la vida en
el Espíritu, la vida en Cristo, la comunión eclesial y la misión, las virtudes teologales,
especialmente desde el amor, la vida trinitaria; o siguiendo el ritmo de crecimiento de los tres
grados de principiantes, aprovechados y perfectos, etc. No son más que modelos posibles
desde donde enuclear toda la vida espiritual.
A eso mismo se refería el combativo y atento escritor dominico de los años del
Posconcilio Vaticano II, P. Inocencio Colosio:
56
«Tendencias dominantes en la espiritualidad contemporánea»: Concilium 9 (1965) 26-27.
además, será también necesario tener siempre presentes las tendencias psicológicas y
las aspiraciones morales de nuestra época. La espiritualidad es la parte más viva de la
teología y, por consiguiente, la más sujeta a variaciones, desplazamientos de
acentuación. Es la más vinculada al tiempo, y por ello tiene una historia movida y más
compleja que la dogmática y la moral»57.
Existe hoy un nuevo planteamiento más coherente con las corrientes actuales de la
espiritualidad y el quehacer teológico, aun manteniendo la misma terminología, en el que nos
vamos a detener un poco. El tema no es banal, porque de él dependerá toda la reflexión
teológica sobre la espiritualidad, es decir, su quehacer científico y existencial.
«El problema del método -escribe A. Guerra- se pone en nuestros días de manera
distinta a como aparecía hace unos años ... El lector se dará cuenta en seguida de ello.
57
La espiritualidad hoy. Características positivas y negativas, Barcelona, Elder, 1966, pp. 9-10.
58
Cf. el planteamiento clásico y opiniones en C. García, Corrientes nuevas ..., pp. 122-166.
No obstante, podemos continuar utilizando la terminología de método deductivo e
inductivo».59
Métodos divergentes son los utilizados en dos documentos del Vaticano II. La Lumen
Gentium usa el método deductivo: desde la Trinidad, el Espíritu Santo, Cristo, la Iglesia,
descendiendo al mundo, al hombre a quien hay que salvar. La Gaudium et Spes, el método
inductivo, partiendo de los «gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres
de nuestro tiempo, sobre todo de los más pobres y de los que sufren» (GS 1). De los «cambios
profundos y acelerados» de este «período nuevo» de la historia del mundo (GS 4). Todo tiene
que ser iluminado «a la luz del Evangelio» (GS 4).
Iluminar cristianamente la praxis del hombre y del mundo: he aquí una función de la
teología espiritual, fundada en la nueva forma de hacer teología. Sería una verdadera
revolución espiritual. Otro tipo de espiritualidad no es aceptable hoy60 60.
Capítulo amplísimo que vamos a intentar resumir y dar pistas para nuevas
indagaciones. Del uso de un método integral (inductivo-deductivo) se deriva el uso de las
fuentes, iluminando ambos el capítulo del «quehacer» u objeto de la teología espiritual. Del
recurso a ciertas fuentes y del modo de utilizarlas, dependerá el método elegido para hacer
teología espiritual. Así, el que utilice preferentemente el método deductivo dará mucha
importancia a la Escritura, la Tradición y la razón teológica; y el que use el inductivo,
59
«Teología espiritual, una ciencia ...», Teología espiritual, p. 44.
60
Aludido el tema en A. Guerra, l. c., pp. 44-47.
recurrirá a las ciencias humanas, a la experiencia cualificada de los místicos, a la existencia
del pueblo en sus circunstancias socioeconómicas, religiosas y culturales.
1) La Sagrada Escritura
61
«Biblia y teología», en Revelación y teología, Salamanca, Sígueme, 1968, p. 176. La Escritura como
única fuente en teología bíblica; y fuente principal en teología dogmática, y a fortiori en teología espiritual,
cf. en Herbert Haag, «Teología bíblica», en Misterium salutis, 1/1, Madrid, Cristiandad, 1969, p. 516.
62
Interesantes apreciaciones sobre la lectura de la palabra de Dios y la vida espiritual, en Secundino
Castro, «Vivir y experimentar la palabra de Dios»: Revista de espiritualidad 43 (1984) 549-570.
2) La Tradición y el magisterio eclesiástico
En esa Tradición entran los hombres cualificados del cristianismo que no sólo han
investigado científicamente la Sda. Escritura, sino que la han vivido. Los Santos Padres son
maestros de espiritualidad, no sólo como exégeta s y teólogos, sino como cristianos de
experiencia, como intérpretes y como testigos de la revelación.
Junto a ellos, el magisterio de la Iglesia, voz paralela a los grandes maestros. Los
concilios, sínodos, la voz de los obispos y los mismos teólogos. Estas voces oficiales u
oficiosas corrigen errores y establecen principios de vida espiritual63.
3) La experiencia de la Iglesia
Me refiero, sobre todo, a la experiencia cualificada de los santos, de los místicos. Ellos
son objeto de la teología espiritual y al mismo tiempo fuentes de un tratado. Hoy, cuando se
habla mucho de la «teología narrativa», pueden ser aprovechados estos eximios
representantes de la «fenomenología sobrenatural», sobre todo los que se han radiografiado
en autobiografías (San Agustín, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, Ma. Ángeles
Sorazu, Carlos de Foucauld, etc.). Pero también sirven las Actas de beatificación y
canonización; los mismos relatos hagiográficos de la antigüedad y de la edad media, que no
son libros de historia, pero sí de teología espiritual porque desarrollan una tesis preconcebida
63
Además de las grandes fuentes, se encuentran documentos en M. J. Rouét de Journel, Enchiridion
Patristicum. Loci SS. Patrum, doctorum scriptorum ecclesiasticorum, Friburgi Brisgoviae, Herder, 19297. M.
J. Rouet de Joumel J. Dutilleul, Enchiridion asceticum. Loci SS. Patrum et scriptorum ecclesiasticorum ad
ascesis spectantia, Friburgi Brisgoviae, Herder, 19423. J. de Guibert, Documenta ecclesiastica christianae
perfectionis studium spectantia, Romae, Univ. Gregoriana, 1931. De modo particular, el Concilio Vaticano n
es fuente actualizada de espiritualidad. Cf. mi trabajo: «La espiritualidad en el Concilio Vaticano II.
Bibliografía fundamental»: Revista de Espiritualidad 34 (1975) 229-246.
64
Cf. comentario de T. Álvarez, «Experiencia cristiana y teología espiritual»: Seminarium 26 (1974) 94-
110, especialmente 95-95. Advierte la mala traducción castellana del texto oficial.
del autor y la aplica a los biografiados. La hagiografía y los milagros que acompañan a los
protagonistas pretenden demostrar que Dios sigue actuando en la vida de los hombres su
«historia salutis». Que los santos son «viri Dei», instrumentos en sus manos para obrar las
«mirabilia Dei». Las vidas de los santos antiguos son auténticos tratados de antropología
sobrenatural, de cristología, de pneumatología, de eclesiología, de escatología, de ascética,
etc. Ésta es la clave de lectura de la hagiografía que es utilizable como fuente en la teología
espiritual.
En nuestro tiempo, H. U. von Balthasar publicó una biografía de Santa Teresita del
Niño Jesús, modelo de una «fenomenología sobrenatural», no porque tuviese «fenómenos»
místicos, sino porque su misma vida fue una «existencia teológica», una exégesis de la
revelación, traducción del misterio de Cristo salvador; un lugar donde el teólogo espiritual
puede analizar el misterio objetivo65.
Lamenta que exista fractura entre teología y santidad, y a ello ha colaborado -según él-
el nuevo modo de escribir biografías de santos.
Dentro de esta categoría de fuente había que incluir también la experiencia del pueblo
de Dios diluido entre los que han sido considerados como «cristianos anónimos»,
terminología propuesta por K. Rahner67 y que no agrada a todos los teólogos por varias
razones. Nada hay en contra desde un punto de vista teológico porque todos han sido
redimidos objetivamente por Cristo, pero sí sociológicamente, porque a nadie que no es
cristiano le gustaría que se lo llamasen (H. Küng); además, es indicio de «un imperialismo
interpretativo ante la derrota real del catolicismo» (Roqueplo)68.
Y hablando del pueblo de Dios, ¿por qué no tener en cuenta la «religiosidad popular»,
lenguaje arcaico y siempre nuevo, voz religiosa de los que sociológicamente no tienen voz,
que «no puede equivocarse cuando cree» según el Vaticano II? (LG 12). El pueblo no se
identifica con el pobre, sino con el hombre que practica una religión elemental, casi mítica y
65
Cf. Teresa de Lisieux, Historia de una misión, Barcelona, Herder, 19642.
66
Sorelle nello Spirito, Milano, 1974, p. 22 (sobre Santa Teresita del Niño Jesús y Sor Isabel de la
Santísima Trinidad). Citado por G. Moioli, «Teología espiritual», en Diccionario teológico interdisciplinar, I,
Salamanca, Sígueme, p. 39.
67
«Los cristianos anónimos», en Escritos de teología, VI, Madrid, 1969, pp. 535-544.
68
Han Küng, Ser cristiano, Madrid, Cristiandad, 19772. Ph. Roqueplo, Experiencia del mundo,
¿experiencia de Dios?, Salamanca, Sígueme, 1969, p. 380.
natural, compatible a veces con una cultura humanística o técnica. Ese pueblo se expresa de
una manera diferente de la religión culta y académica, y es muy significante para el teólogo
espiritual. La religiosidad popular viene a ser una especie de «relato», de autobiografía
colectiva, a veces contra la religión codificada, institucionalizada, menos significativa69.
Demasiadas cosas se pueden entender por esta fuente. Al menos nos referimos a
aquellas ciencias que nos ayudan a comprender al hombre y su mundo. Aquí han variado
mucho los horizontes. Hace años hubo mucho miedo a la psicología, al psicoanálisis como
técnicas del conocimiento de la personalidad. Cuando en los años cuarenta el P. Gabriel de
Santa María Magdalena habló de la índole psicológica de la teología espiritual, además de
teológica, porque debía tener en cuenta al hombre, algunos no lo entendieron y atacaron
duramente la tesis innovadora. Hoy está fuera de duda el apoyo que puede dar la psicología
a la construcción de la personalidad humana. ¿Por qué no aprovechar un buen manual sobre
la personalidad (c. Rogers, Gordon W. Allport, por ejemplo), y comparar los sucesivos pasos
del crecimiento con la maduración religiosa tal como se propone, por ejemplo, en las
Moradas de Santa Teresa o en el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz? Ya sabemos que
la psicología tiene sus límites aplicada a la teología; que la espiritualidad no puede ser una
psicología vuelta a lo divino. Insistiendo en la necesaria ayuda de las ciencias humanas,
habría que recordar la psicopatología para entender los «fenómenos» de la vida mística. No
son más que meras alusiones a unos temas muy amplios. De ello hablaré cuando trate del
«sujeto de la santidad» (cap. IV).
Las mismas ciencias sociales son aliadas de la vida del espíritu y la condicionan. Entre
ellas la sociología, la psicología social, la fenomenología de la religión, la misma economía.
Todo ello sirve para construir una espiritualidad encarnada y realista, que tenga en cuenta las
alegrías y las tristezas de nuestro tiempo70.
69
Por citar un autor que ilustra el tema desde esta angulación, cf. Harvey Cox, La seducción del Espíritu.
Uso y abuso de la religión del pueblo, Santander, Sal Terrae, 1979. Original inglés de 1973, y la última obra,
La religión en la ciudad secular. Hacia una teología postmoderna, Santander, Sal Terrae, 1985.
70
Para completar el tema y no alargarlo indebidamente, remito a A. Guerra, «Teología espiritual, una
ciencia no identificada», en Teología espiritual ..., pp. 47-68. Id., Introducción ..., pp. 81-107.
importancia en cuanto la enseñanza recibida por el clero se manifiesta en su vida pesonal y
su trabajo apostólico. Será una información y un juicio crítico.
El primero que especificó los estudios teológico s en los seminarios, para contrarrestar
los efectos del Modernismo, fue el papa Pío X, refiriéndose a los de «Sagrada Escritura, fe y
costumbres, la ciencia de la piedad y de los deberes que llaman ascética»71. Esta simple
recomendación tuvo buena fortuna y pronto se crearon las primeras cátedras de Ascética y
Mística en Roma, en el Angelicum, regentada por el Padre R. Garrigou-Lagrange, dominico
(1917) y en la Universidad Gregoriana, por el P. O. Marchetti, jesuita (1919).
Es interesante recordar, para entender las discusiones a las que aludimos en el curso de
este capítulo, cómo la teología ascética y mística era presentada desde las altas instancias
vaticanas como «complemento de la moral... indispensable para la dirección de las almas»73.
O que «el estudio de la teología moral sea completado y perfeccionado con el estudio
de la teología ascético-mística, para que los sagrados pastores sepan dirigirse a sí mismos y
a las almas que tienen encomendadas y guiarlas a la virtud y a la santidad»74.
Pío XI, con la Constitución Apostólica Deus Scienciarum Dominus (24 mayo 1931),
ordenó que en los seminarios y facultades de teología incluyeran en sus programas de estudio
la ascética y la mística. En las Ordinationes del 12 de junio de la Congregación de Seminarios
para aplicar el documento, se determinaba que la ascética fuese una «disciplina auxiliar
obligatoria»; y la mística, «disciplina especial libre». Por primera vez se tomaba en serio la
espiritualidad como tratado teológico y se le daba importancia en la carrera sacerdotal.
Aunque prejuzgaba las tesis del «problema místico» (unicidad o duplicidad de vías para
llegar a la santidad) y dividía el tratado en dos partes indivisibles, era un paso adelante en
relación con lo hecho con anterioridad. Así transcurrió el tiempo hasta el Concilio Vaticano
II (1962-1965). Hay que recordar todavía en esta etapa prevaticana la fundación del Instituto
de Espiritualidad junto a la Facultad de teología de los PP. carmelitas descalzos de Roma
71
Sacrorum Antistitum, 1 de septiembre de 1910. En AAS, II (1910) 668.
72
2 de enero de 1920. En AAS XII [1920] 29-30.
73
Sda. Congregación de los Seminarios, a los obispos de Italia, 26 abril 1920, sobre Regulación de los
Seminarios.
74
La misma Congregación, carta a los obispos alemanes, 9 octubre 1921. Ambos textos en J. Strus,
«Teología spirituale», en Dizionario Enciclopedico di Spiritualitá III, Roma, Citta Nuova, 1990, p. 2472.
(Teresianum) en 1959, que fue uno de los momentos cumbres de la evolución de la
espiritualidad científica.
El Concilio Vaticano II fue más bien pobre en el uso de las palabras técnicas utilizadas
en las cátedras y en los manuales de espiritualidad. Una sola vez usa el término teología
espiritual (Sacrosanctum Concilium, 16), y poco los términos de ascética, mística, espiritual,
espiritualidad. No la menciona cuando se refiere a los estudios de los futuros sacerdotes, y sí
la teología moral a la que encarga que «deberá mostrar la excelencia de la vocación de los
fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo»
(Optatam Totius, 16). ¿La teología espiritual viene absorbida por la teología moral, de la que
se creía un complemento, como hemos visto? ¿No se prejuzgaba ya un problema debatido?
Esto no significa que el Concilio no siga siendo una fuente perenne de estudios sobre
espiritualidad, tanto en sus textos publicados como en la todavía mina inagotable y apenas
utilizada de las Acta synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani Secundi, ya
publicadas. Los temas de la llamada de Dios a la santidad a todo el pueblo de Dios, una pero
no única; la presencia del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia; el sentido del hombre, de la
Iglesia y del mundo, la vida en Cristo, etc.75.
Quizá por ese olvido de la espiritualidad en el Vaticano II, o porque se buscaban nuevos
caminos para la vida cristiana en un remolino de ideas pocas veces conocido, existió un
oscurecimiento de la teología espiritual especialmente en las Facultades de teología. ¿Qué
había detrás de todo ello? ¿Deseo de unificar la ciencia teológica? ¿No se veía claro qué
encomendar a esa rama que ya parecía suficientemente florecida, pero a la que no se veía
adaptada a las modernas circunstancias? El hecho fue que la asignatura vegetó en los centros
de estudios universitarios del clero. Los Manuales clásicos dejaron de editarse o fueron
readaptándose. La asignatura fue desapareciendo del programa de estudios; los profesores no
sabían cómo organizar la materia, etc. Es cierto que a niveles oficiales se seguía manteniendo,
en la organización de los estudios eclesiásticos que «la doctrina moral se completa con la
teología espiritual» (Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis, del 6 de enero de 1970,
n. 79), una vieja idea oficiosa que prejuzgaba las relaciones entre la moral y la teología
espiritual.
75
Mero acceso a la bibliografía. D. de Pablo Maroto, «La espiritualidad en el Concilio Vaticano Il,
Bibliografía fundamental»: Revista de Espiritualidad 34 (1975) 229-246. Gerard Holotik, Ansiitze zu einer
zeitgemássen Spiritualitdt nach dem II. Vatikanum, Frankfurt-Bern-New York-Nancy, P. Lang, 1985. Id.,
«Pour une spiritualité catholique selon Vatican Il»: Nouv. Révue Théol. 107 (1985) 838-852. A. Guerra,
«Llamada universal a la santidad en el Vaticano II»: Manresa 60 (1988) 63-82. V. Codina, «De la ascética y
mística a la vida según el Espíritu», en El Vaticano II, veinte años después, Madrid, Cristiandad, 1985, pp.
271-291.
«La constatación del desinterés por este sector de la teología es un signo o
síntoma. Otras manifestaciones no menos agrias pueden hacerse examinando, por otro
lado, cómo en las Facultades de teología se diluye el saber teológico antiguo y se
infiltran, en compensación, aluviones ideológicos nuevos; por otro lado, y a ello aludí
más arriba, la teología espiritual va quedando relegada a la condición de "disciplina
opcional", por la que en realidad optan pocos, atraídos por la solicitud de temas
"actuales", que se simultanean a la misma hora»76.
La Sapientia. Christiana, de Juan Pablo II (15 de abril de 1979), que reorganiza los
estudios eclesiásticos, no hace referencia alguna a la teología espiritual; pero sí en las Normae
applicativae de la misma Constitución Apostólica al enumerar entre las disciplinas
«obligatorias» del primer ciclo (el institucional) la «teología moral y espiritual» (n. 51, 1.0
b). Y para el segundo ciclo se mencionan los «estudios de espiritualidad» como posible área
de especialización en las Facultades de teología (Apéndice II, n. 26). De hecho hoy existen
esos estudios de espiritualidad en algunas Facultades.
Después se han sucedido otros documentos que añaden poco o nada a lo establecido
hasta ese momento. Por ejemplo, no se dice nada de modo explícito en el Código de derecho
canónigo (1983) cuando habla de la formación teológica de los seminaristas. Ni en la Ratio
fundamentalis institutionis sacerdotalis, de la Congregación para educación católica, del 15
de marzo de 1985, el último documento de ese género.
76
«El método en teología espiritual»: Seminarium 26 (1974) 246. Todo el artículo, pp. 231-249.
Precisamente la publicación de este fascículo de la Revista, oficiosa, se debió «a la constatación de una cierta
ausencia de la teología espiritual en los programas de los estudios teológicos, y, consiguientemente, una
carencia en la carrera de la formación teológica y espiritual del sacerdote» («Introducción», p. 3). Una razón
que explica la carencia es la falta de identidad de la teología espiritual como ciencia (ib., pp. 3-4). Eso mismo
-por cambiar de Continente- se constató en la «Primera Semana Latinoamericana de Teología», celebrada en
Punta Tralca (Chile) del 15 al 19 de octubre de 1984. Cf. en la revista colombiana Vida Espiritual, nn. 79-80
(enero-junio 1985) 1-138, especialmente, pp. 3, 6, 7-12.
son dogmático-sistemática e historia de la Iglesia). En la «praxis» cristiana se incluyen la
teología moral fundamental, teología moral de la persona, teología moral social y derecho
canónico. Me parece un óptimo encuadre en la totalidad de los estudios eclesiásticos. Por fin
la teología espiritual forma parte de la teología sistemática, no como una especie de apéndice
de la moral.
Faltan, por supuesto, temas muy importantes, al menos según el esquema del manual
que estamos diseñando. Y tiene en cuenta sólo al «presbítero diocesano secular». Después
dedica un largo apartado a la «formación espiritual» del seminarista, como una «dimensión»
de la formación integral del mismo (nn. 60-90); pero eso no pertenece a la formación
académica.
Como preparación del sínodo de los obispos de 1990 se publicó el texto La formación
de los sacerdotes en la situación actual. «Lineamenta» para la reflexión ante el Sínodo de
los obispos de 1990, en el que se insiste en los «cuatro aspectos de la formación sacerdotal:
la formación espiritual, que es el centro unificador de toda la preparación al ministerio
presbiteral, la formación doctrinal, la formación en una disciplina de vida y la formación
específicamente pastoral» (n. 2 5). Como se puede apreciar, tampoco aquí esa formación
espiritual integradora tiene carácter académico, aunque sea mucho decir que es «centro
unificador».
Sólo al final del capítulo podemos ofrecer una definición de la teología espiritual, que
tiene que ser, por necesidad, descriptiva, como admiten algunos los teólogos espirituales por
la complejidad temática y su misma ambigüedad. Por otra parte, la definición que cada uno
da está en relación con el objeto de la teología espiritual, las fuentes y el método utilizado.
No voy a repetir las definiciones que se han dado en los últimos años, pero sí recordar algunas
en su esencia.
Para el P. De Guibert, es la ciencia teológica que «estudia la naturaleza de la perfección
cristiana y los medios para conseguiría»77.
El P. Gabriel de Santa María Magdalena dice que es el «Tratado teológico que estudia
el desarrollo de la vida sobrenatural de la gracia dentro de las características psicológicas del
sujeto»78.
Para F. Ruiz Salvador, la teología espiritual estudia «la realización del misterio de
Cristo en la vida del cristiano y de la Iglesia, que se desarrolla bajo la acción del Espíritu
Santo y la colaboración humana, hasta llegar a la santidad», sirviéndose para ello de la
Revelación y «la experiencia cualificada»80.
Después de este recorrido por las definiciones, retengo como más acertado el decir que
la teología espiritual es
Esta «descripción» de la teología espiritual como ciencia, tiene que sernos ya diáfana
por todo lo explicado hasta aquí. Para mejor comprensión de la misma explícito algunos de
sus contenidos.
77
Lecciones de teología espiritual, Madrid, Razón y Fe, 1953, p. 29.
78
En F. Ruiz, Caminos del Espíritu, Madrid, EDE, 19782, p. 34.
79
Teología de la perfección cristiana, Madrid, BAC, 19886, p. 35.
80
Caminos del Espíritu, p. 33.
81
Teología espiritual, p. 74. Se podía seguir trayendo a colación más definiciones. Desde una óptica
clásica, cf. el estudio de Isidoro de San José, «Hacia una definición científica adecuada de la ciencia
espiritual»: Revista de Espiritualidad 13 (1954) 329-354.
A) «Tratado teológico»
Pertenece a la teología una, como una rama al tronco. Por eso tiene que ser una
reflexión cristiana desde la fe en Dios como actitud existencial que busca su
autocomprensión. Esta reflexión es sistemática y multicom-prensiva de todos los datos de la
revelación, especialmente de Dios y de su Alianza con el hombre y de la situación del hombre
histórico. Dios es el agente y el hombre el receptor; por eso, sin Dios no hay vida espiritual
y sin reflexión sobre el misterio de Dios no hay «teología» espiritual. Los objetos material y
formal definirán las fronteras y el quehacer de esta rama de la ciencia teológica.
Son los «lugares teológicos» en los que se epifaniza Dios y en los que deja algún
vestigio de su ser. Pero interesan en la medida en que ayudan a entender la construcción de
una personalidad cristiana adulta. Se trata de la revelación sobrenatural contenida sobre todo
en la Escritura y la Tradición, como ya explicábamos; pero también de la revelación «natural»
con su vestigio de verdad divina de las grandes religiones, sistemas filosóficos y praxis
liberadoras del hombre oprimido, como el islam, el budismo, el comunismo, el psicoanálisis,
etc. Lo mismo digamos de la sacramentalidad del universo en esa revelación que podemos
llamar criptocristiana; y de la experiencia de todos los hombres, la sucesión de los hechos de
la historia de la Iglesia y de la humanidad. Esa «experiencia» del hombre y del cristiano
asociado en las diversas Iglesias, lo mismo que la reflexión del teólogo y las propuestas del
magisterio oficial son lugares privilegiados desde donde hacer un tratado de teología
espiritual.
El objeto formal del tratado de teología espiritual es la «vida espiritual» del hombre
que, por ella, se hace «hombre espiritual». Es el hombre querido por Dios según consta en la
Revelación y realizado de hecho en los espirituales santos. Es el hombre ideal en el que se
encarna el misterio de Dios de modo ontológico no sólo psicológico (la teología espiritual
difiere de un tratado sobre la personalidad). El hombre tiene conciencia, «experiencia», de
acceder existencialmente a un misterio objetivo y transcendente. El hecho de la experiencia
es un dato fundante de la vida espiritual de un cristiano santo y lo es en el análisis científico
del dato en un tratado de teología espiritual. La reflexión teológica sobre el dato revelado y
sobre la experiencia cualificada de los cristianos está indicando que la teología dogmática y
espiritual caminan no como alternativa una de otra, sino como complementarias. La teología
espiritual trasvasa a la dogmática las nociones de experiencia espiritual, hombre espiritual,
porque en ellos se encarna el misterio de Dios. «¿Qué es la experiencia trinitaria fuera de las
experiencias concretas? ¿Y la conformación a Cristo fuera de su realización en la historia?»82.
82
Ch. A. Bernard, en A. Guerra, Teología espiritual ..., p. 72.
Este «hombre espiritual» se configura desde la asunción del «misterio» de Dios que,
en relación con el hombre, no es otro que la configuración con Cristo muerto y resucitado.
El «misterio de Dios» se especifica desde sus raíces: es proyecto de Dios Padre, por Cristo,
mediante el Espíritu, en un despliegue de las dimensiones de Dios. Cuando el misterio de
Dios entra en el misterio del hombre, lo plenifica salvándolo en sus raíces profundas, no sólo
su personalidad periférica. Un teólogo no puede excluir otras salvaciones intramundanas,
sino integrarlas.
La teología espiritual ofrece un proceso de salvación que abarca no sólo lo interior del
hombre, sino su quehacer; asume al hombre «encarnado» en una geografía (salvación
universal), en un tiempo (pasado y presente) y acomodada a las condiciones subjetivas del
hombre y sociológicas.
Una afirmación tan cruda no dejó de causar extrañeza, pero o no se le dio importancia
alguna porque era repetir que la espiritualidad es una ciencia de contenido ambiguo; o hubo
rechazos porque, de hecho, dejaba a la teología espiritual sin objeto propio de análisis, sin
esquema científico, abandonada a la interioridad piadosa de los espirituales84.
Soy del parecer que la espiritualidad está suficientemente identificada como tratado
teológico, si bien el objeto material y formal es muy amplio y da lugar a muchos esquemas
posibles, a interminables debates, como ya indicábamos con anterioridad. El hombre, como
realidad sociológica y psicológica, por ejemplo, está suficientemente identificado, aunque
continúa siendo «un desconocido» (Alexis Carrel), una incógnita. En realidad, todas ciencias
están suficientemente acotadas, pero siempre abiertas a nuevas perspectivas, a insospechados
horizontes. Se podría decir que están, al mismo tiempo, identificadas y no suficientemente
83
Cf. Teología espiritual ..., p. 9. Después, en el año 1994, se convirtió en «una ciencia no suficientemente
identificada». Introducción, p. 13.
84
Cf. A. Huerga, «El carácter científico ...», pp. 41-42.
identificadas. Eso mismo se puede decir también de cualquier rama de la teología, fundada
en principios absolutos, pero que evolucionan con el tiempo.
CAPÍTULO III
BIBLIOGRAFÍA
Para comprender mejor esta doble nomenclatura, escojo al azar dos autores cuyas
preferencias son distintas. Santo Tomás de Aquino abunda en el concepto de perfección y
desarrolla el camino cristiano desde la maduración del amor a Dios y al prójimo. Partiendo
del principio metafísico de que «un ser se dice perfecto cuando consigue su último fin propio»
(II-II, q. 184, a. 1); suponiendo que el fin último del hombre es Dios y que el amor-caridad
es la virtud que une al hombre directamente con él, saca la consecuencia de que la perfección
del hombre consiste en el ejercicio de la caridad, y que el grado de perfección se mide por el
aumento de la misma. De ahí que los que recorren el camino cristiano están en un triple
estadio: principiantes, proficientes y perfectos, según se aproximen a la perfección de la
caridad. La teología clásica -que sigue a Santo Tomás- vinculó la caridad teologal gracia
santificante que es la forma sustancial de la santidad.
El amor-caridad une y transforma en el ser amado. Por eso perfección cristiana no se
puede entender sin una aceptación plena del querer de Dios por parte del hombre. En última
instancia la caridad se resuelve en la unión de voluntades. No creo que sea necesario seguir
la argumentación bíblica, de tradición y de razón que daban los manualistas escolásticos para
defender esa tesis clásica en teología espiritual1.
San Juan de la Cruz, por el contrario, insiste más en la categoría de la unión del alma
con Dios como realización concreta de la perfección del cristiano. Le parece más sugeridor
el término, más existencial, con menor carga de filosofía y mayor cercanía a la Escritura y
Tradición. El término santidad apenas tiene cabida en su vocabulario (lo usa seis contadas
veces). Es rico el de perfección, pero mucho más abundante el de unión como equivalente de
perfección, término, sin duda, preferente.
«Toda la doctrina que entiendo tratar en esta Subida del Monte Carmelo está
incluida en las siguientes canciones, y en ellas se contiene el modo de subir hasta la
cumbre del Monte, que es el alto estado de perfección, que aquí llamamos unión del
alma con Dios» (Subida del Monte Carmelo, Argumento).
1. HISTORIA DE LA SANTIDAD
Una última observación antes de tejer los hilos de la historia. Las «variaciones» de la
santidad a través de los siglos muestra, mejor que otras elucubraciones teóricas, la
ambigüedad del concepto de espiritualidad que ya hemos advertido anteriormente y que da
lugar a la variedad de esquemas en los manuales de teología espiritual y a las diferentes
experiencias de los «espirituales». Demuestra, de hecho, una riqueza que es la fuerza del
1
Pueden consultarse dos de los más importantes de esa línea. A. Royo Marín, Teología de la perfección
cristiana, Madrid, BAC, 19886 (Parte II, cap. 2, nn. 1-2, pp. 187-202. Y A. Tanquerey, Compendio de
teología ascética y mística, París-Tournai-Roma, Desclée, 1960, nn. 295-320.
Espíritu de Dios, que no se atiene a normas. Pero también tales variaciones obedecen a otros
condicionantes psicológicos y socioculturales de los sujetos que las encarnan dando ocasión
a las escuelas de espirituales afiliadas a un carisma del Espíritu Santo, es decir, donaciones
personales al servicio de la Iglesia y de la humanidad.
Centro de la experiencia religiosa de las comunidades primitivas, según los textos del
N. Testamento, es el acontecimiento pascual: Jesús ha muerto porque era hombre, pero el
Espíritu del Padre lo ha resucitado para nuestra salvación. El Resucitado es «El Señor», el
Cristos-kyrios salvador del pecado por su muerte en la cruz. Se puede decir que lo que
especifica a aquellas nacientes comunidades desde el punto de vista de la experiencia
religiosa y espiritual es un cristocentrismo total. Jesús, predicador de Dios Padre
misericordioso, se transforma en Jesús predicado como Dios. El paso a la comunidad (Iglesia)
se da mediante la fe subjetiva del hombre que acepta unos contenidos básicos y elementales,
pasando por la recepción del bautismo y la celebración de la Palabra y la Eucaristía. Dos
formulaciones y respuestas del creyente son posibles: el «seguimiento» de Jesús (Sinópticos),
y la «imitación» (Pablo). La dimensión trinitaria y la fuerte tensión escatológica se viven
también desde la experiencia centrada en Cristo. La vida comunitaria sentida como
compartición de la creencia y de bienes temporales completan el cuadro original2.
2
Bibliografía elemental: J. Helewa V. Pasquetto (cf. en bibliografía). J. Lebreton, Lumen Christi. La
doctrine spirituelle du Nouveau Testameru, Paris, Beauchesne, 1947. V. Pasquetto (cf. bibliografía). Los
volúmenes dedicados al tema en las Historias de la Espiritualidad citadas en la Bibliografía general.
del santo ante Dios, de origen ancestral, aflora en el primer cristianismo y sigue vigente en
nuestros días. El cuerpo del santo, sus restos o reliquias, son considerados como un talismán
del que brota una virtus especial protectora de los creyentes y de las cosas inanimadas. De
ahí nacerán comportamientos bien conocidos: el deseo de enterrarse junto a sus reliquias (las
iglesias se convierten en cementerios) para asegurarse su protección en la otra vida; elegir a
los santos como patronos y protectores de los pueblos y las ciudades, costumbre favorecida
por la religiosidad popular tan abundante en la Iglesia primitiva y en la edad media. El
carácter sagrado que adquieren los cuerpos muertos de los santos para el pueblo cristiano
constituyó una auténtica revolución social y religiosa, sobre todo después del siglo IV cuando
el cristianismo se va imponiendo como religión de estado y que ahora no podemos más que
recordar.
En las Iglesias de tradición oriental un especialista del tema ha descrito hasta 12 «tipos
de santos»; en todos ellos resplandece el «hombre de Dios», habitado por el Espíritu Santo
que transparenta a Dios. Entre ellos sobresalen los «mártires», muertos por causa de la fe, ya
conocidos en lo que llevamos dicho. Junto a ellos, los «Strastoterpsi», o sea, los muertos
violentamente por alguna causa, o que soportan algún sufrimiento como «baño de
purificación que lava al alma de todo pecado y de toda mancha, si el alma no pone obstáculo».
Aquí entrarían los muertos «por causa de la justicia», que puede tener tanta aplicación en
muchas circunstancias actuales3.
3
Cf. alguna idea en Jean Charles Picard, «Saints»: DSp. 14, 203-208. Y T. Spidlík, ib., pp. 199-202.
4
Cf. Daniel de Pablo Maroto, Comunidades cristianas primitivas, pp. 157-221. E Historia de la
espiritualidad cristiana, pp. 27-65.
santidad cristiana según los escritores del momento, aplicando los frutos de la parábola del
sembrador (100, 60, 30) a las vírgenes, célibes en el matrimonio y viudas respectivamente.
A partir del siglo IV nace el monacato bajo la forma de eremitismo que se transforma
con el tiempo en cenobitismo. En esa masa social y eclesial surgirán los nuevos modelos de
santos, promotores de la vida ascética, pluriforme, pintoresca y hasta inhumana. Monjes
ascetas, miembros del clero especialmente obispos, serán los nuevos modelos de santidad.
Nace la figura del «Padre del yermo», cristiano santo porque controla los bajos instintos de
la carne, sometiendo el cuerpo a inauditas penitencias; huye del mundo (fuga mundi) sin
llegar a odiarlo; lucha contra el demonio en su propio hábitat que es el desierto y consigue la
apazeia (quietud) mediante la oración del corazón. Esa es la esencia de la llamada
«espiritualidad del desierto». De entre todas las Vitae Patrum que se escribieron entonces y
que reflejan esa forma de vida, ninguna más significativa y de mayor transcendencia que la
Vita Anthonii, de San Atanasio. En él, según el autor, actúa la gracia divina para vencer al
demonio en su propio territorio, hacer milagros durante la vida y después de la muerte.
Otras obras, entre biográficas y hagiográficas, dibujarán otro modelo de santos: los
obispos. Así, por ejemplo, Paulino de Nola escribe la vida de San Ambrosio y Posidio la de
San Agustín. En Venancio Fortunato, Gregario de Tours, Gregario Magno y otros muchos se
encuentran materiales abundantísimas para tejer ese género híbrido entre la teología y la
historia que es la hagiografía5.
Toda la alta edad media es monástica; por eso en ese ámbito se encuentran los modelos
de santidad para la Iglesia. La antigua tradición de Basilio y Casi ano es condensada por San
Benito de Nursia († 547) en su Regla en la que organiza la vida del monje desde la doble
dimensión del «ora et labora». Da primacía a la oración coral y contemplativa, con un fuerte
sentido eclesial y misionero y es alimentada por la «lectio divina»; una espiritualidad
teocéntrica, cristocéntrica y transcendentalista (tensión escatológica). Éste es el nuevo
«modelo» de santidad que se propone a los cristianos. Serán los nuevos «santos» para los
pueblos de Europa que comienzan a ser evangelizados: los obispos y los monjes. Dicho sea
de paso que de esos ambientes sabios y santos han nacido las grandes síntesis de
espiritualidad: San Agustín, Gregario de Nisa, Casiano, Evagrio Póntico, Diadoco de Foticé,
Basilio de Cesarea, Máximo el Confesor, Benito de Nursia, Gregario Magno, etc.
5
Amplísimo y esencial estudio el de Réginald Grégoire, Manuale di agiologia, Fabriano, Monastero San
Silvestro Abate, 1987.
biografiados aunque les constase su origen plebeyo. Ése es al menos el prototipo de los santos
canonizados.
«La creencia de que un noble tenía más posibilidad de llegar a la santidad que un
labriego o un burgués (comerciante) está inviscerado en las creencias, comunes a los
dominadores como a los dominados; de que un desarrollo moral y espiritual
difícilmente pueden desarrollarse fuera de un linaje ilustre. De ahí la estrecha unión
que existe en esta época entre el hecho, que llegará a ser un lugar común en la
hagiografía, entre la santidad, el ejercicio del poder y la nobleza de sangre»6.
Al final del período (siglo XII e inicios del XIII) una convulsión espiritual sacude
Europa: el monacato reformado, que seguirá privilegiando a los nuevos monjes, junto con
los nobles, y llenando el calendario cristiano con nuevos santos canonizados. La «vida
angélica» sigue siendo representada por los monjes por su seguimiento de Cristo casto, pobre,
obediente, trabajador y contemplativo. Surgen así movimientos de pobreza absoluta, de
eremitismo riguroso: cluniacenses, cistercienses, cartujos, camaldulenses, valumbrosianos,
carmelitas, ermitaños de San Agustín, y otros muchos, especialmente en Francia e Italia.
Pero junto a ellos, en una sociedad burguesa naciente, aparecen también los
mendicantes, que crean otro modelo de santo en el «seguimiento desnudo de Cristo
desnudo», fórmula que inspira a los predicadores itinerantes de los siglos XII y XIII,
dedicándose al mismo tiempo a las obras de caridad.
Sin embargo, a pesar de la tendencia de la Iglesia oficial por imponer sus modelos de
santidad (obispos, monjes, nobles laicos), el pueblo parece elegir otros más cercanos como
son los que han dado ejemplo de seguimiento de Cristo en la renuncia a los bienes, la
penitencia y el servicio al prójimo. La popularidad de Francisco de Asís se debe a esa
condición de «poverello» de Cristo.
6
A. Vauchez, «Saints»: DSp. 14 (1990) 213 Y 217. Cf. la monumental historia dirigida por varios autores,
desde los orígenes hasta nuestros días: Histoire de saints et de la sainteté chrétienne, 10 vols., Paris, Hachette,
1986-1988. Y A. Vauchez, La sainteté en Occident aux derniers siédes du Moyen Age d' aprés les procés de
canonization et les documents hagiographiques, Rome, École francaise de Rome, 1981. Id., Les laics au
Moyen Age. Pratiques el expériences religieuses, Paris, Cerf, 1987. P. Delooz, Sociologie el canonizalions,
La Haye, 1969.
7
A. Vauchez, ib., p. 217.
Este pueblo, que elige a sus santos como protectores, intercesores, más que como
«modelos» de santidad, sigue una religiosidad simbiotizada de paganismo, de religión
ancestral y cristianismo, que podemos englobar en la llamada «religiosidad popular».
Ignorante de la religión cristiana por falta de evangelización (se suprime el catecumenado),
se aleja de las grandes fuentes de la espiritualidad: la Palabra de Dios, la liturgia y el sentido
de Iglesia, comunidad-comunión. Todo eso es para el pueblo un gigantesco jeroglífico y por
eso crea su propia espiritualidad, alternativa y paralela a la oficial. Crecen las «devociones»
a los santos y a María (reliquias, santuarios, imágenes), que son mediaciones subsidiarias al
oscurecerse lo «humano» (Humanidad mediadora) de Cristo. El retorno a la Humanidad de
Cristo se vivirá en tiempo de San Bernardo y los mendicantes, especialmente San Francisco
de Asís. Vive también la dimensión trágica del pecado y del castigo, de la penitencia adjunta
a él, según los famosos Libros penitenciales de los monjes escoto-irlandeses. Se da, de hecho,
un retorno a la mentalidad del Antiguo Testamento.
Pero, al mismo tiempo, se inserta en los grandes ideales religiosos vividos por los
mendicantes: la mística de la acción (cruzadas, órdenes de caballería) y las peregrinaciones
(Roma, Jerusalén, Santiago). Todo ello está enraizado en el sentimiento utópico de la vuelta
a los orígenes, al seguimiento de Cristo, la vida fraterna, etc. La Regla carmelitana,
inicialmente escrita para caballeros cruzados de Tierra Santa, propone a los religiosos vivir
«in obsequio Jesu Christi», es decir, comportarse con Cristo como un siervo en relación con
su señor feudal8.
8
Bibliografía especializada sobre la religiosidad medieval: A. Vauchez, La spiritualité du moyen áge
occidental (VIII-XII siécles), Paris, 1975. Trad. española, Madrid, Cátedra, 1985. Oronzo Giordano,
Religiosidad popular en la alta edad media, Madrid, Gredos, 1983. F. Cardini, Magia, brujería y superstición
en el occidente medieval, Barcelona, Península, 1982.
de Dios en el fondo del alma, del castillo interior. Estos modelos de santidad se completan
con el ejercicio caritativo del cuidado de los pobres, creación de hospitales, etc.
Otra galería de santos del Renacimiento aparece en los grandes místicos, herederos de
la tradición medieval que profundizan en una santidad interiorizada a la búsqueda de la unión
transformante en el matrimonio espiritual y a la consumación en el amor. Los análisis
psicológicos de los estados de conciencia a la luz de la mística contemplación son de una
9
Cf. D. de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 71-204. J. Ch. Picard A. Vauchez,
«Saints»: Dsp. 14 (1990), 203-222, con bibliografía. Jean Delumeau, Le peché et la peur. La culpibilization
en Occident (XIII-XVII siécles ), Paris, Fayard, 1983. Johan Huizinga, El otoño de la edad media, Madrid,
Revista de Occidente, 1967.
admirable precisión psicoanalítica. Pero su experiencia religiosa y espiritual va mucho más
allá que esos estados de conciencia y conectan con la realidad objetiva y transcendente de la
revelación, sobre todo Dios en su misterio trinitario. Cumbre de la mística cristiana son dos
figuras de esa época: Santa Teresa de Jesús († 1582) y San Juan de la Cruz († 1591); sin
olvidamos de otra figura excepcional como es Ignacio de Loyola († 1556).
Pero el siglo XVII ofrece también ejemplares propios que se adaptan a las necesidades
del momento. Aunque siguen sobreviviendo los místicos de segunda categoría, los tiempos
son propicios para los santos activos: San Vicente de Paúl († 1660), San José de Calasanz (†
1648), San Camilo de Lelis († 1614), etc.
La piedad que se sugiere con esos «modelos» es evidente, como hemos explicado. Pero
el pueblo lo asume de manera muy concreta. Su vida religiosa se tiñe de talante ascético, lo
mismo que la «acción» de impulso misionero y ejercicio de virtudes, especialmente de la
caridad. Renace el gusto por el maravillosismo medieval. Para alimentar esa piedad se
escriben las biografías de los grandes santos del siglo anterior en las que abundan las
narraciones de milagros en vida, en la muerte y después de la muerte, a veces con evidente
manipulación del personaje11.
10
Cf. R. Darricau B. Peyrous, «Saints»: Dsp. 14 (1990) 222-223.
11
Ejemplo de ese modelo «barroco» de un personaje histórico como es Santa Teresa, cf. T. Egido, «El
tratamiento historiográfico de Santa Teresa de Jesús. Inercias y revisiones», en AA.VV., Perfil histórico de
Santa Teresa, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1981, pp. 13-31.
El «rigor» de la vida ascética y la piedad cristiana, junto a una visión pesimista del
hombre tiene una exaltación heterodoxa en el Jansenismo practicado por las monjas
cistercienses de Port-Royal. Para ellos el «santo» es el que no condesciende con la naturaleza,
sino que la somete a penitencia corporal, porque lo contrario es dejarse llevar "por la
«delectación terrestre» claro signo de predestinación al infierno. Renace entre esos grupos el
temor reverencial a Dios que no es Padre misericordioso, sino juez de los pecados humanos.
De ahí, la necesidad de la contrición de corazón, no sólo de atrición ara la validez del
sacramento de la penitencia. Nacido en su origen como movimiento de reforma contra el
laxismo moral del momento y las interminables disputas teológicas sobre la gracia, los frutos
no fueron satisfactorios para la identidad de la espiritualidad cristiana. Figura eminente de
esta corriente es el gran científico y místico Blas Pascal († 1662).
El «siglo de las luces» es pobre en modelos de santidad, pero son los «ilustrados» los
que corrigen el superávit de barroquismo y medievalismo de modelos tradicionales, los que
reconducen la piedad a unos límites racionales. Los Bolandistas belgas (jesuitas) con su
monumental obra Acta sanctorum abrieron el camino a una revisión crítica de la vida de los
santos. Próspero Lambertini, arzobispo de Bolonia, después papa Benedicto XIV, en su obra
De beatificatione servorum Dei et de beatorum canonizatione, 4 vols., Bolonia, 1734-1738,
recopila todo el saber canónico y pone las bases para la «modelización» de los santos futuros
insistiendo en la noción de «virtudes heroicas».
Al final del siglo XIX resplandece un «omen novum», una nueva estrella, la nueva
profecía que anuncia una jovencísima carmelita francesa, Santa Teresita del Niño Jesús (†
1897), quien no sólo puso de manifiesto la fecundidad de la vida contemplativa siendo en la
vida de la Iglesia el corazón; sino que se presentó como «modelo» de santa de las «manos
vacías», en una «dinámica de fa confianza» que hacía superar el rigorismo ascético y el drama
religioso del miedo al pecado y a la condenación predicado por el Jansenismo del siglo XVII
y que perduraba larvadamente en la predicación y la catequesis. Camino de «infancia
espiritual», con cierta cobertura romántica e infantil, pero lleno de madurez y de coraje. Esa
espiritualidad, que forja un nuevo modelo de santidad, pone de manifiesto la dimensión
12
Cf. J. Álvarez Gómez, Historia de la vida religiosa III, Madrid, Publicaciones Claretianas, 1990, pp.
434 y ss. y 530. D. de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 285-309.
gratuita de la gracia en la santificación del cristiano, que ha olvidado un larvado pelagianismo
eclesial del tiempo de la Contrarreforma.
El siglo xx se abre con un largo camino por recorrer. Uno de los movimientos más
perspicaces, si bien no en todo coincidentes con el dogma, al menos así fue resumido en las
esferas vaticanas con su condenación, fue el Modernismo. El nombre ya es sintomático. Pues
bien, uno de sus autores creó un «modelo» de santidad con el curioso y sintomático título de
El Santo (A. Fogazzaro), cuyo protagonista se mueve entre el amor y la crítica a la Iglesia, y
la búsqueda de la experiencia religiosa.
La primera mitad del siglo xx se mueve más en la órbita tradicional del siglo XIX. La
segunda mitad tiene un epicentro verdaderamente revolucionar] en el Concilio Vaticano II
(1965), que puso las bases de la nueva teología y la nueva espiritualidad. El nuevo tipo de
santo canonizado todavía no ha aparecido si por ello entendemos los santos oficializados.
Pero sí existen en la realidad de la historia. El santo del presente y del futuro no podrá
prescindir de ciertas líneas de fuerza en la vida: una espiritualidad fundada en la vida en el
Espíritu, en el cristocentrismo y la vida trinitaria; que tenga en cuenta el valor de los bienes
temporales y mundanos, superando los dualismos neoplatónicos y maniqueos de la
antigüedad, incluyendo en ellos los problemas ecológicos; que esté interesado por el hombre,
especialmente por el más pobre, practicando la caridad y la justicia; es decir, que se abra a la
dimensión del «otro» humano, paralelamente a la apertura a Dios. Finalmente, la dimensión
eclesial pasa por la vivencia de la comunidad de fe cercana13.
La devoción a María y a los santos, con todas sus expresiones, ha sido también una
constante en la historia de la espiritualidad, aunque se puede considerar secundaria. Ha sido
el pueblo creyente de todas las épocas, no sólo el inculto, el que ha alimentado esa devoción,
13
Síntesis de estas líneas se encuentran en D. de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, pp.
346-388.
a veces en alarmante contraste con las realidades esenciales que fueron olvidadas. La
espiritualidad «popular» es uno de los más ricos capítulos de la historia de la espiritualidad.
La historia, con sus constantes y variantes, nos ha mostrado, más que demostrado, que
existe una santidad de hecho, vivida y aceptada por la Iglesia magisterial y por el pueblo.
1) Revelación en el A. Testamento
Yahvé es el modelo y la causa de la santidad humano-cristiana. Por eso tiene que ser el
primer punto de referencia. Sin tratar de la santidad de Dios no podemos entender la santidad
del hombre.
Concluyendo, se puede afirmar que santo y Dios son términos equivalentes. Explicando
el concepto en el A. Testamento escribe Procksch:
«No cabe preguntarse -escribe también Congar- por qué Dios es Santo y por qué
motivo, por referencia a qué otro concepto, se podría explicar que Dios deba ser
llamado Santo. No hay razón alguna: la santidad es su propio orden de existencia, su
misterio. Decir "Dios" es decir, equivalentemente, "santo"»15.
También Oseas proclama la santidad de Dios como algo propio de Yahvé que no tiene
comparación con la santidad del hombre o del mundo: «No volveré a destruir a Efraín, porque
yo soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy El Santo, y no me gusta destruir» (11, 9). Dios
como absolutamente Otro se revela aquí como misericordia, propia de Dios no del hombre.
Santidad y amor en Dios se identifican. «Idea ésta -comenta Procksch- que no tiene punto de
referencia en el A. Testamento ni antes ni después de Óseas»16.
14
L. c. en bibliografía, 243. Cf. 248. Cf. también J. Guillet, ib., pp. 185-190.
15
I. Congar, «La Iglesia santa», en Mysterium salutis, IV/l, Madrid, Cristiandad, 1973, p.473.
16
L. c., p. 248. Cf. Bibliografía.
lo hacemos en sentido analógico, siendo Dios el summum analogatum del que toma nombre
toda santidad. Hablar de la santidad de las criaturas, del hombre y del mundo, es ambiguo y
equívoco. Y la aplicación a Dios del concepto de santidad no está deducido de la criaturas
como un universal, sino al revés: Él es la norma normante. En este sentido habla la Escritura
de la santidad de las criaturas por su cercanía y receptividad de la santidad de Dios tres veces
santo.
2) La revelación en el N. Testamento
Cristo aparece como santo (agios), aunque raramente es afirmado explícitamente; más
frecuentemente como obra del Espíritu Santo, lo cual indica su propia santidad. Lucas explica
la santidad de Cristo por su origen milagroso en cuanto es el Espíritu Santo quien cubre a
María con su sombra para un nacimiento virginal (sobrenatural), y por eso, el nacido será el
«Hijo de Dios» (uioz tou Qeou), indicativo de su origen. En el bautismo Jesús recibe el
Espíritu Santo (Lc 3, 22). Como «Santo de Dios» (agioz tou Qeou) es reconocido por los
mismos demonios (Lc 3, 34). Jesús inicia la época «pneumática» como final del reino de esas
potencias del mal. Esto quiere decir que Jesús lleva en sí mismo el Espíritu, que su misión se
desarrolla bajo la fuerza del Espíritu Santo, y después de la muerte será resucitado por el
mismo Espíritu.
17
Cf. exposición detallada en O. Procksch, l. e., pp. 271, 275-278.
Los autores del N. Testamento hacen la transferencia a la comunidad cristiana: Dios,
que es santo en su realidad trinitaria, comunica la santidad a los hombres (personas) y a la
comunidad (Iglesia), que devienen, por lo mismo, santos.
«Los cristianos no son, por lo tanto, agioi por naturaleza, sino por la llamada de
Dios. Deben el privilegio de ser miembros de la comunidad a la llamada de la gracia
divina en Cristo (Fl 1, 1)».
Esa llamada se hace respuesta en el bautismo. Por eso se puede decir también que «la
moralidad cristiana no aparece (en la Escritura) como un nuevo modo de obrar, sino sobre
todo como un muevo modo de ser, cuya mejor definición es la de santidad (agiasµoz),
distinta de la justicia (dicaosunh)»18.
Los miembros de la Iglesia son «santos» porque consideran a Jesús corno su Señor.
«Con toda seguridad, esto no representa una sentencia ética, sino que hay que
entenderla en paralelismo con expresiones tales como "llamados" (Rm 1,7); 1Cr 1,2; 2
Cr 1,1), "elegidos" (Rm 8,33); Col 3,12) y "creyentes" (Col 1,2). El apelativo muestra
que de lo que se trata es de la orientación por el Espíritu Santo ... ».
«Por tanto, la santidad significa aquí, en todas partes, la pertenencia a Dios, que
se expresa, en primer lugar, no en el culto, sino en que los cristianos son "llevados" por
el Espíritu Santo (Rm 8, 14)»19.
18
O. Procksch, 1. c., pp. 287 y 291.
19
H. Seebass, «Santo», en Diccionario teológico del Nuevo Testamento, IV, Salamanca, Sígueme, 1984,
p. 153. Todo el tema, pp. 150-161.
cuando describe la santidad o condición del redimido como una «nueva creación» (2 Cr 5,17),
«regeneración» (Tit 3,5), «vida nueva» (Rm 5,4), «nuevo nacimiento» (Jn 1,13), etc.
Dios, que es «El Santo», santifica al hombre, siendo por ello causa eficiente y formal
de la misma. Vamos a ver ahora cómo el N. Testamento, la Tradición, los místicos, el
magisterio de los teólogos explican la dimensión trinitaria del cristiano que se hace santo.
El misterio trinitario es el primero de todos; pues bien, Dios, al santificar al hombre, lo eleva
a la participación de su propio misterio. No se trata de repetir las tesis dogmáticas sobre la
Trinidad, sino de resaltar cómo un cristiano «vive» el misterio de Dios trino, y viviéndolo se
santifica.
No obstante la rica experiencia trinitaria de los místicos de todos los tiempos, como
luego veremos, Rahner, ya antes del Concilio Vaticano II, llamó la atención sobre el déficit
trinitario de la vida cristiana, aun reconociendo los esfuerzos de algunos teólogos modernos.
«Pero todo esto no podrá ocultamos que los cristianos, a pesar de su profesión
ortodoxa de la Trinidad, son en la realización de su existencia religiosa casi
exclusivamente "monoteístas". Podríamos atrevemos a afirmar que si hubiese que
desechar por falsa la doctrina trinitaria, la mayor parte de la bibliografía religiosa podría
permanecer casi tal como está».
«la Trinidad es un misterio de salvación, por lo cual todos los tratados deberían tener
en cuenta este protomisterio que es la Trinidad»20.
Estas palabras de Rahner sobre la Trinidad como «misterio de salvación» son altamente
significativas en un tratado de teología espiritual, porque en él se trata de resaltar el carácter
dinámico, existencial de la teología: comprobar cómo el misterio de Dios se realiza en el
frágil misterio del hombre y lo hace santo. De poco serviría hacer teología de la Trinidad sin
gozar de la misma.
20
K. Rahner, «Advertencias sobre el tratado dogmático "De Trinitate"», en Escritos de teología, IV,
Madrid, Taurus, 1961, pp. 107, 117. Todo el tema, en pp. 105-136.
1) Fundamento escriturístico
a) El A. Testamento
La primera se expresa en las sucesivas teofanías recibidas por los personajes clave en
su historia: Abrahán, Moisés, Elías. Presencia especial también en los líderes del pueblo:
Moisés, Josué, los jueces, los reyes y los profetas. Yahvé aparece revelando su nombre en la
Alianza, en la manifestación de su «Gloria», etc. La experiencia de la presencia de Yahvé se
hace conciencia en el pueblo y se expresa en el gozo o el mero deseo del encuentro.
La segunda indica una misteriosa actividad divina en el mundo y en el pueblo con «tres
categorías de efectos: carismáticos, morales y mesiánicos». Carismáticos, en los dirigentes
de Israel guiados por el espíritu de Dios; morales, porque actúa la conversión; y mesiánicos,
porque las profecías miran al futuro Mesías»22.
b) El N. Testamento
En el N. Testamento,
«la inhabitación se puede considerar bajo dos aspectos unidos estrechamente entre sí,
pero con matices diversos. El aspecto que podría llamarse "estático", o sea, de unión
amistosa, de la fruición por conocimiento y amor. Y el "dinámico", o sea, la presencia
que actúa la santificación. Se puede decir que el primero es el fin y el fruto del segundo,
21
R. Moretti, «Inabitazione», l. c., p. 1281. Cf. Bibliografía.
22
lb., pp. 1282-1283.
en cuanto las personas divinas realizan en nosotros la santificación para introducimos
en la comunión de amistad y en la participación de su vida»23.
- La teología paulina
«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido
con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo ... eligiéndonos de
antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo ... en él tenemos por
medio de su sangre la redención ... En él también vosotros ... fuisteis sellados con el
Espíritu santo de la promesa» (Ef 1, 3.5.13).
La «filiación» de los creyentes en el Hijo por el Espíritu Santo (filii in Filio) es una
fórmula feliz para explicar la comunión con la Trinidad. O también cuando se afirma la
función santificadora del Espíritu Santo en relación con el Padre y el Hijo:
«Si el Espíritu de aquel (del Padre) que resucitó a Jesús (el Hijo) de entre los
muertos habita en vosotros. Aquel (el Padre) que resucitó a Jesús (el Hijo) de entre los
muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu (del Padre)
que habita en vosotros» (Rm 8, 11).
Según esto, es el mismo Espíritu del Padre quien resucita a Jesucristo y a los cristianos.
Pero no hay que esperar a la resurrección final para quedar transformados. Ya desde ahora,
mediante la fe (Rm 1,6 ss.) y el bautismo (Rm 6,4 ss.), el cristiano goza de la «filiación» en
el Hijo:
«En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios.
Pues no recibisteis un espíritu de esclavitud para recaer en el temor; antes bien,
recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm
8, 14-16).
23
R. Moretti, l. c., p. 1283.
Concluye Moretti su exposición sobre la función del Espíritu en la teología paulina,
pero teniendo en cuenta la vivencia de la trinidad en la vida espiritual, con las siguientes
palabras:
«El Espíritu Santo domina, por lo tanto, toda la existencia cristiana y determina
su desarrollo: es el Espíritu de la justicia y la santificación (1 Cr 6, 11), de la revelación
profunda, de la oración interior, de la esperanza escatológica, de la íntima consolación,
de la libertad espiritual, de la fecunda madurez cristiana, de la unidad del Cuerpo
místico de Cristo. Y como nosotros es el don del Padre y del Hijo, así, dominando cada
vez más profundamente nuestra facultades operativas, nos lleva a vivir una vida filial
en Cristo, en un Íntimo y amoroso coloquio con el Padre. Para Pablo la vida cristiana
y de la comunidad eclesial se desarrolla en la luz de la Trinidad»24.
- El evangelio de Juan
En San Juan es, si cabe, más evidente la dimensión trinitaria de la relación de Dios con
el hombre en el sentido de que la Trinidad es causa de su santificación. «Se puede decir que
la comunión entre la Trinidad y el hombre viene a ser el núcleo del mensaje joánico a las
Iglesias»25.
24
R. Moretti, l. c., p. 1285.
25
R. Moretti, l. c., p. 1285.
La presencia de Dios en medio del pueblo encuentra su plenitud en la venida de su
Unigénito que "puso su tienda entre nosotros", en la realidad de nuestra carne. El
Espíritu de Dios, preanunciado cada vez más claramente como un principio interior de
vida y derramado con plenitud en Cristo, ha sido entregado por él, glorificado, con la
abundancia de un río, sobre toda la Iglesia ... Con fe total creemos en el amor del Padre
que nos comunica por el Hijo hecho luz y sabiduría para nosotros mediante la acción
del Espíritu Santo. Todo el hombre, inteligencia y amor, entra en la profundidad del
misterio de Dios y vive su vida de comunión con las divinas Personas. Con toda razón
la inhabitación trinitaria permea toda la vida espiritual de los fieles y de la Iglesia»26.
Añadimos por nuestra parte, como visión panorámica, que la Sda. Escritura, con su
presentación realista del misterio de Dios presente en el hombre, anuncia el núcleo
fundamental de la vida cristiana: vivir la vida trinitaria.
2) La tradición de la Iglesia
26
R. Moretti, l. c., p. 1287.
gracia del Hijo y del Espíritu Santo. La divinización es la vocación última del hombre
restaurado por el Hijo de Dios, Jesucristo.
Parece ser que por primera vez aparece en el vocabulario de Clemente Alejandrino, al
principio del siglo III, si bien ya Ignacio de Antioquía († 117) llamaba a los cristianos
Qeoforoi, «portadores de Dios». Escribe, de hecho, el Alejandrino:
«El Verbo de Dios se ha hecho hombre para que tú aprendas de un hombre cómo
el hombre puede llegar a ser Dios» (anqrwpoz genetai Qeoz) (Protreptico 1, 8).
Antes de él, Ireneo de Lyón († 208), queriendo mantenerse fiel al vocabulario bíblico,
no lo utiliza y prefiere explicar la madurez cristiana con los términos bíblicos de «imagen y
semejanza», destacando mejor la dimensión trinitaria.
«El Verbo de Dios -escribe también se ha hecho hombre y el que es Hijo de Dios
se hace hijo del hombre, unido al Verbo de Dios, para que el hombre reciba la adopción
y llegue a ser hijo de Dios ... » (Adv. haer III, 19, 1. PG, 7, 939-940).
«El Verbo se ha hecho hombre para que nosotros lleguemos a ser dioses» (De
incarnatione Verbi 54).
Y así los demás Padres griegos: Basilio, Gregorio Nacianceno, Gregorio Niseno, Cirilo
Alejandrino, etc. El tema lo trataremos de nuevo al estudiar la espiritualidad como «unión
con Dios» (cap. VI, 1)27.
27
Estudio y referencias a los Padres griegos, con sus correspondientes textos, en Irenée H. Dalrnais,
«Divinisation»: DSp. III, cols. 1376-1389.
moralidad, pero sin olvidar que «la mayor parte de los occidentales que hablan de la
divinización son formados en el pensamiento oriental»28.
3) El magisterio de la Iglesia
El Concilio Vaticano II intentó corregir las deficiencias iniciales notadas por los
observadores orientales, mucho más perspicaces en este campo de los teólogos occidentales
desde una larga tradición. No olvidemos que Juan XXIII concibió el Concilio y el Posconcilio
como un «nuevo Pentecostés». Después del Concilio algo se ha cumplido de aquella
profecía29.
«El Padre eterno, por una disposición libérrima ... decretó elevar a los hombres
a participara de la vida divina» (n. 2). «Vino, por tanto, el Hijo, enviado por el Padre,
quien nos eligió en Él antes de la creación del mundo y nos predestinó a ser hijos
adoptivos» (n. 3). «Consumada la obra que el Padre encomendó al Hijo sobre la tierra
(cf. Jn 17, 4),fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar
indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre
por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18)» (n. 4).
28
Ib., G. Bardy, cols. 1389 y 1893. Sobre el tema la referencia a P. Evdokimov, es obligada. Cf. La
nouveauté de l' Esprit. Études de spiritualité, BelIefontaine, 1977, pp. 58-59.
29
Cf. el «redescubrimiento del Espíritu» en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 352-358.
perfección de la caridad» (LG n. 40). Esa obra de redención interna para el servicio, cada uno
en su propia vocación, es obra de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo30.
También la Constitución dogmática sobre la Divina Revelación (Dei Verbum) deja ver
esa red trinitaria sobre el que asienta el misterio de Dios en el misterio del hombre, que se
escalona de la siguiente manera:
Aunque la intención primera no sea «espiritual», creo que encaja bien en un tratado de
teología espiritual la dimensión «trinitaria» de la trilogía de encíclicas del papa Juan Pablo
II, dedicadas a cada una de las tres divinas personas de la Trinidad: Dives in misericordia
(Dios Padre), Redemptor hominis (Dios Hijo, Jesucristo), Dominum et vivificantem (Dios
Espíritu Santo).
30
Conviene leer detenidamente los nn. 39-40 y 42.
31
Cf. A. Guerra, «Hacia una espiritualidad que nace del Espíritu»: Espíritu y vida, n. 0 (1993-1994) 11-21.
P. Cipollone, Studio sulla spiritualitá trinitaria nei capitoli I-VII della «Lumen Gentium», Roma, Ed. Pro
Sanctitate, 1986.
Por último, en el sínodo de los obispos, celebrado en Roma en 1985, a los 20 años del
Concilio Vaticano II, se volvió a recordar la llamada universal a la santidad, con clara alusión
a la acción trinitaria de la misma.
Por otra parte, tampoco queremos dar a esa serie de experiencias trinitarias un valor
absoluto y mucho menos valoradas como superiores a la Palabra revelada y la elaboración
dogmática. La experiencia de la Trinidad, como todas las experiencias religiosas cristianas
ortodoxas, se fundan en los contenidos objetivos dogmáticos; Tampoco queremos afirmar
que la doctrina de los místicos sirve a los teólogos como prueba de las tesis de teología. Los
contenidos objetivos de la fe se prueban por la Escritura, la Tradición, el magisterio de la
Iglesia y la autoridad de los teólogos. Los místicos de buena ley no dicen que sus experiencias
sean verdaderas sino sólo describen las recibidas en una especie de teología narrativa. Toca
32
V. Codina, «La vocación del pueblo cristiano a la santidad. ¿Qué santidad?»: Sal Terrae 74 (1986) 278.
Todo el tema, pp. 273-282.
al teólogo profesional la comprobación de los hechos. Los grandes místicos se han sometido
de buena gana a esa ley del discernimiento.
«Con este amor a la fe que infunde luego Dios, que es una fe viva, fuerte, siempre
procura ir conforme a lo que tiene la Iglesia, preguntando a unos y a otros, como quien
tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, que no la moverían cuantas
revelaciones pudiera imaginar -aunque viese abiertos los cielos- un punto de lo que
tiene la Iglesia» (Vida 25, 12).
«Jamás hizo cosa por lo que entendía en la oración; antes cuando le decían sus
confesores que hiciese lo contrario, lo hacía sin ninguna pesadumbre, y siempre les
daba parte de todo» (Cuentas de conciencia 53, 15. Numeración de Efrén).
«Metida en aquella morada (la séptima) por visión intelectual -escribe-, por cierta
manera de representación de la verdad, se le muestra la Ssma. Trinidad, todas tres
personas ... y estas tres personas distintas; y por una noticia admirable que se le da al
alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres personas una sustancia y un poder
y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el
alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma
(o sea, imaginación, fantasía), porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunican
todas tres personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el
Evangelio que dijo el Señor: que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con
el alma que le ama y guarda sus mandamientos (Jn 14, 23)»33.
33
Moradas VII, 1,5-6. Refleja la experiencia tenida por ella misma el 29 de mayo de 1571. Cf. Cuentas de
conciencia 14. Numeración de Efrén.
San Juan de la Cruz es mucho mas explícito y teológico, colocando también la
experiencia trinitaria en los últimos grados de la mística: el matrimonio espiritual o unión
transforman te, según la nomenclatura tradicional. Forma parte del misterioso «aquello» que
el alma «pretendía», y que Dios le dio «el otro día» de la eternidad que se hace tiempo
(Cántico espiritual 38).
Aquello que el alma pretende es «El aspirar del aire / el canto de la dulce filomena / el
soto y su donaire / en la noche serena / con llama que consume y no da pena» (ib., canción
39).
«Este aspirar del aire -escribe- es una habilidad que el alma dice que le dará Dios
allí, en la comunicación del Espíritu Santo; el cual, a manera de aspirar, con aquella
su aspiración divina muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que
ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el
Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella la aspira en el Padre y el
Hijo en la dicha transformación, para unida consigo. Porque no sería verdadera y total
transformación si no se transformase el alma en las tres personas de la Santísima
Trinidad en revelado y manifiesto grado» (ib., 39,3).
Juan de la Cruz ha tomado en serio el realismo de la Sda. Escritura y saca las últimas
consecuencias que ningún teólogo se hubiera atrevido a deducir o al menos a explicado con
tanto verismo. De fondo están algunos textos clásicos de la Escritura, desde Gn 26, que habla
del hombre creado «a imagen y semejanza» de Dios. A Gal 4, 6, sobre la filiación divina del
hombre al que Dios envía el Espíritu del Hijo para que clame ¡Abbá! A 2 Pt, 1, 2-5, donde
se explica que el hombre es «compañero de la divina naturaleza». Y, finalmente, el evangelio
de San Juan, 17,20-24,que el Santo sabía de memoria según algún testigo, en el que dice que
Jesucristo mereció para el hombre el «poder ser hijos de Dios». Todo esto el hombre no lo
tiene por naturaleza, sino «por participación», afirmación que mitiga un poco la fuerza de las
palabras y el realismo de los hechos. No se da, pues, un panteísmo absurdo para un místico
cristiano34.
34
Para la plena comprensión del tema es aconsejable leer completos los nn. 3-6 de la canción 39 del
Cántico espiritual. Y Llama de amor viva 1, 15; 2, 1; 4, 17.
35
Cf. en MHSI, Epp . Nad., IV, p. 651, y Diario, en Obras completas de San Ignacio de Loyola, Madrid,
BAC, 1952, pp. 283-340.
Sus Ejercicios Espirituales proyectan una experiencia trinitaria del autor y provocan la
misma en el ejercitante. La experiencia del Padre en el «Principio y fundamento» (n. 23). La
obra del Hijo en las meditaciones de las semanas 2a., 3a. y 4a. La del Espíritu Santo en la
«Contemplación para alcanzar amor» (nn. 230-237)36.
Por seguir poniendo ejemplos sin abusar, habría que recordar dos muy evidentes y
carismáticos. Se trata de las jóvenes carmelitas descalzas, Santa Teresita de Lisieux († 1897)
y Sor Isabel de la Ssma. Trinidad († 1906) , muertas en la plenitud de la vida pero maduras
por la experiencia trinitaria. Teresita, emocional y romántica, aparentemente infantil con su
apego al Niño Jesús en la infancia y la adolescencia, pero al final de la vida, aun en medio de
la noche del espíritu más profunda, hace una ofrenda victimal de su vida al amor
misericordioso de la Trinidad, verdadero canto a las «manos vacías» y a la «dinámica de la
confianza». Este canto de amor le ha sido inspirado a la santa por la misma Trinidad el día
de su fiesta, 9 de junio de 1895, poco más de tres meses antes de morir (30 septiembre
1995)37.
El caso de Sor Isabel es mucho más significativo en cuanto, aunque muerta a los 26
años, dejó una estela trinitaria inmensa, misterio divino que la había seducido desde muy
niña. Ella llenó de espiritualidad trinitaria a la Iglesia desde que en 1909comenzaron a
publicarse algunos de sus apuntes íntimos, especialmente El cielo en la fe y Últimos
ejercicios. Casi al final de la vida, el 21 de noviembre de 1906, escribió una oración que dio
pronto la vuelta al mundo: ¡Oh, Dios mío, Trinidad a quién adoro! En ella se entrega a Dios
como «una presa» y quiere ser «como una encarnación del Verbo», «una humanidad
complementaria» como obra del Espíritu Santo para renovar en ella el misterio de Cristo38.
La lectura de las experiencias trinitarias de los místicos nos lleva, pues, a la conclusión
de que pertenecen, como norma general, al último grado del camino espiritual, que son una
prueba de madurez cristiana. Es fácil constatarlo en los ejemplos aducidos, especialmente
por la iluminación teórica de los dos grandes místicos Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Ese
dato, tan repetido, tan unánime entre ellos, es el que debe asumir el teólogo para reflexionar
sobre él. Con mucha frecuencia la experiencia psicológica de la Trinidad se objetiva en el
dato revelado y se convierte de experiencia espiritual en dato dogmático. El reencuentro de
los teólogos con los místicos, que actualmente se observa, se funda en el descubrimiento por
parte de aquellos de la objetividad dogmática de muchas experiencias religiosas de los
36
Breve referencia en S. Arzubialde, Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Historia y análisis, Bilbao-
Santander, Mensajero-Sal Terrae, 1991, p. 487.
37
Cf. texto de la oración en Obras completas, Burgos, El Monte Carmelo, 1975, pp. 1193-1196. Relato de
la inspiración, en final del Manuscrito A, ib., pp. 293-294.
38
Cf. en Obras completas, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1986, p. 281. Bibliografía pertinente: Ch.
A. Bernard, «Experienza spirituale della Trinitá», l. c. en bibliografía, pp. 295-321. Roberto Moretti recuerda
las experiencias trinitarias de muchos autores espirituales: Eckhart, Tauler, Ruusbroeck, Dionisio Cartujano,
Ildegarda de Bingen, Matilde Hackeborn, Gertrudis la Grande, Angela de Foligno, Catalina de Sena, Pablo de
la Cruz, Elena Guerra († 1914), inspiradora de la encíclica de León XIII Divinum illud munus (1897) y otros
muchos. Cf. «Inabitazione», l. c. en bibliografía, pp. 1289-1291. Giovanni Marchesi, «Trinita e mistica. Il
vertice dell'esperienza religiosa»: La Civiltá Cattolica, 142/IV (1991) 362-375.
místicos, explicables en muchas ocasiones sólo por el desvelamiento de1as verdades de fe
recibidas de modo carismático. Éste es uno de los caminos de evolución del dogma, como
reconoció la Dei Verbum, no sólo por el estudio y la contemplación, o el magisterio de los
teólogos y de la Iglesia, sino «por la comprensión profunda de las cosas (hechos y palabras
salvífico) que experimentan» los creyentes (DV 8).
Al final del recorrido histórico y teológico, vale la pena hacer una valoración global
que refleje el sentido de la santidad cristiana.
Expresado bíblicamente, equivale al «sed santos porque yo, Yahvé, soy santo» (Lev
19, 2). No debemos ser santos como Dios es santo, porque entre el hombre y Dios no hay
términos de semejanza posibles. Sólo en la medida en que el hombre es santificado por Dios,
porque El es «El Santo», el hombre puede obrar como Dios: santamente. Es la santidad de
39
Cf. J. Espeja, La espiritualidad cristiana, Estella, Verbo Divino, 1992, pp. 121-125.
Dios, su amor y misericordia, la que hace que Dios ame al hombre, al pueblo, y lo consagre
con la elección. El hombre no es más que pura disponibilidad. Y esa santidad es la que
santifica objetivamente al hombre al entrar en contacto con Dios. Es decir, Dios es la causa
de la santidad del hombre. Por eso podemos hablar de «ser salvados» o santificados.
Sin embargo, sólo el evangelista Mateo, y una sola vez, dice que el cristiano debe ser
«perfecto» como el Padre celestial (Mt 5,48). Se trata no de una sentencia teológica sino de
un antropomorfismo del moralista Mateo, aplicando a Dios una cualidad propiamente
humana. Dios no es «perfecto», sino «Santo»40.
«Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios ... porque Dios es
Amor ... En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en
que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestro pecados. Queridos,
si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amamos unos a otros» (4.
7-8.10-11).
«Nada impide decir que ser perfecto como Dios consiste concretamente en imitar
la misericordia que Él usa con los hombres; es por la caridad como nosotros podemos
imitar la perfección divina»41.
40
Cf. J. Dupont, «L'appel a imiter Dieu, en Mathieu 5, 48 et Lc 6, 36», en Eludes sur les Evangiles II,
Leuven, 1985, pp. 531-545. Citado por S. Arzubialde, Theologia Spiritualis, pp. 68-72.
41
J. Dupont, Éludes sur les Evangiles II, p. 530. Citado en francés por S. Arzubialde, l. c., p.67.
que Dios le confiere con el don de la auto comunicación de sí mismo en el amor y en
el consuelo con que Dios le regala»42.
En este contexto hay que pensar que la santidad, como ejercicio de espiritualidad, se
canaliza en todos los «servicios» a los demás; la realidad personal del hombre «espiritual»
se abre a las necesidades sociales, humanas, religiosas de hombres. La aplicación concreta la
hará el espiritual con el discernimiento de la comunidad en ~se Inserta: Ahora basta
establecer el principio.
3) La oferta de la Iglesia
También las ciencias humanas son alternativa poderosa, reto a las propuestas de las
religiones, aun de la cristiana, al ofertar la «salvación» del hombre desde varias perspectivas:
el mejor conocimiento del hombre y uso debido de sus potencialidades (psicoanálisis,
genética, filosofías orientales); la erradicación de la injusticia estructural (marxismo y otras
utopías sociales); el dominio de la materia, salvación de la tierra, descubrimiento del mundo
desconocido (tecnología, teosofías, movimiento ecologista, genética humana, etc.); o
42
Theología spiritualis, p. 67.
43
Estudio clásico: Mircea Eliade, Tratado de historia de las religiones, 2 vols., Madrid, Cristiandad, 1974.
E Historia de las creencias y de las ideas religiosas, 4 vols., Madrid, Cristiandad, 1976-1984. Falta el III/2,
no terminado por muerte del autor.
cualquier forma de humanismo intramundano, aun de las filosofías nihilistas o
existencialistas (Nietsche, Sartre ... )44.
«El amor hace semejante entre lo que ama y es amado» (Subida del Monte
Carmelo 1,4, 3). «El amor hace igualdad y semejanza» (ib., 1,4, 5). «Cuando el alma
quitare de sí totalmente lo que repugna y no conforma con la voluntad divina, quedará
transformada en Dios por amor» (ib., 2, 5, 3). «Pero sobre este dibujo de fe hay otro
dibujo de amor en el alma del amante, y es según la voluntad, en la cual de tal manera
se dibuja la figura del Amado y tan conjunta y vivamente se retrata, cuando hay unión
de amor, que es verdad decir que el Amado vive en el amante y el amante en el Amado»
(Cántico Espiritual 12, 6).
44
Puede ser orientador el trabajo de Giovanni Iammarrone, «Plausibilitá antropologica del proietto
cristiano di uomo spirituale», en P. L. Boracco B. Secondin, L' uomo spirituale, Milano, Istituto di
Propaganda Libraria, 1986, pp. 49-85.
5) Santidad teologal, moral y psicológica
45
Federico Ruiz, Caminos del Espíritu, Madrid, EDE, 19742, p. 272. Desarrollo de las tres, pp. 272-277.
Se puede leer todo el capítulo 7 sobre la «santidad cristiana», pp. 243-285.
46
Cf. el desarrollo del tema en mi Historia de la espiritualidad cristiana, ed. c., pp. 365-37l.
47
Literatura para seguir leyendo: Benedict J. Groeschel, Crecimiento espiritual y madurez psicolágica,
Madrid, Atenas, 1987. C. F. Zuanazzi, «Patología espiritual», en Nuevo Diccionario de espiritualidad,
Madrid, Paulinas, 1983, pp. 1085-1103. C. Becattini, «Psicologia evita spirituale», 1 Dizionario
Enciclopedico di Spiritualitá III, Roma, Citta Nuova, 1990, pp. 2065-2078. . Giordani, «Psicopatologia evita
spirituale», ib., pp. 2078-2087.
6) Santidad «oficializada» o canonizada
Existe una santidad que podemos llamar «canónica» u oficial, lo cual demuestra que,
además del carácter individual y personal de la misma, tiene una dimensión eclesial. Y esto
en el sentido plural de que un cristiano no sólo e hace santo por la Iglesia y en la Iglesia, sino
que para ser «modelo» de santo tiene que estar aprobado por la autoridad de la Iglesia porque
su vida va a ser normativa para os demás creyentes.
Ésta fue la praxis seguida desde que se comenzó a dar culto público en la Iglesia
particular a los santos mártires y confesores, no antes del siglo III. Una de las condiciones
exigidas era que fuese aprobado por el obispo de la diócesis y que no fuese hereje.
Los papas sucesivos fueron aquilatando los términos del proceso canónico. Sixto V,
creando la Congregación de los Ritos Sagrados en 1588. Urbano VIII introduciendo, en 1659,
la beatificación como paso previo a la canonización. Clemente IX, en 1668, decretando que,
después de la beatificación, no se exigiesen más pruebas de las virtudes, sino de la existencia
de los milagros realizados por el nuevo beato como prueba de la santidad de su vida. Un paso
adelante se dio con el papa Benedicto XIV (Próspero Lambertini) al publicar su monumental
obra De Servorum Dei beatificatione et de Beatorum canonizatione, Bolonia, 1734 -1738.
En ella se resumía toda la canonística anterior.
48
Cf. resumen en M. T. Machejek, «Canonización», en Diccionario Enciclopédico de Espiritualidad (Dir.
E. Ancilli), Barcelona, Herder, 1983, pp. 296-302. Comentario de la última legislación, en la 2a. edición
En este contexto tenemos que referimos a la santidad en grado heroico o «virtudes
heroicas». El concepto no fue introducido en el vocabulario cristiano de los primeros siglos
por temor a confundir la virtud cristiana con la de los héroes paganos o con las virtudes
sobrehumanas de los dioses de la gentilidad.
«El acto heroico procede de un don del Espíritu Santo; por ello las virtudes
comunes se distinguen a priori de las virtudes heroicas porque éstas comportan un don
del Espíritu Santo y hacen obrar por instinto».
Benedicto XIV define la virtud heroica como «el ejercicio habitual de las virtudes
teologales cardinales en el supremo grado, aun en las circunstancias difíciles». Para la
canonización se exige el ejercicio de todas las virtudes, pero no todas en grado heroico.
«Se engaña quien piense que es heroico por haber hecho en una ocasión algún
esfuerzo extraordinario para cumplir una obra fácil en sí misma. El heroísmo consiste
en hacer con facilidad las cosas difíciles y no difícilmente las cosas fáciles»50.
Esto significa que la virtud heroica no procede del esfuerzo ascético, sino de una gracia
especial: los dones del Espíritu Santo. Por eso, el «santo» es una creación divina, una
teofanía, y su comportamiento puede ser definido como una «psicología sobrenatural»51.
italiana: «Canonizzazione», Dizionario Enciclopedico di Spiritualitá, I, Roma, Citta Nuova, 1990, pp. 405-
410.
49
I. Hausherr, La perfection du chrétien, Paris, Ed. P. Lethielleux, 1968, p. 80.
50
Cf. los textos citados en o. c., pp. 84, 85 y 89.
51
Más bibliografía: Daniel de Pablo Maroto, «La historia y su función discernidora de los santos»: Revista
de Espiritualidad 39 (1980) 171-190. A. Guerra, «Modelos de espiritualidad codificada»: Misión abierta 74
(1981) 9-17.
CAPÍTULO IV
EL SUJETO DE LA SANTIDAD
BIBLIOGRAFÍA
Este capítulo trata de situar la santidad o la espiritualidad en un sujeto que la viva, sea
una persona, el cristiano, o una colectividad, la Iglesia. El tema no es frecuente en los
manuales de teología espiritual, al menos no se le dedica la extensión que se merece. ¿Se
supone que todos los temas tratados en teología espiritual necesariamente se ordenan al
hombre que es el que vive el misterio de Dios? Pero, aunque así sea, sabemos que no todos
los hombres son iguales, y por eso la «espiritualidad», sustancialmente idéntica como
realidad objetiva, difiere cuando es vivida por los distintos sujetos. El hecho de que el
concepto de santidad se haya interpretado de manera diferente en los distintos siglos, de que
haya habido «Escuelas de espiritualidad», indica que lo «santo» recae sobre sujetos
condicionados por muchas circunstancias. Esta simple referencia nos introduce en el tema
del sujeto de la santidad.
No obstante esta apreciación general que me parece verdadera, hay que reconocer
también que algún manual lo trata exhaustivamente, como el de Charles A. Bernard: Teología
espiritual. Hacia la plenitud de la vida en el Espíritu. Nada menos que seis capítulos (VI-
XI) dedica al tema pero bajo los más insospechados matices. Por ejemplo, la relación del
Espíritu y los sentidos, el lenguaje simbólico (cap. 6); la vida afectiva (cap. 7); la dualidad
hombre-mujer (cap. 8); las disposiciones personales, como el carácter y las condiciones
sociológicas (cap. 9); el humanismo sobrenatural (cap. 10); y, finalmente, el hombre en
cuanto pecador, con la secuela correctiva de la ascesis como control de las pasiones (cap.
11). No es necesario - creo- un tratamiento tan extenso en un manual de teología espiritual;
además, algunos temas aparecen en nuestro Manual en otros contextos. Sí conviene recordar
ese amplísimo panorama para caer en la cuenta de la importancia del sujeto-hombre en la
descripción del «camino cristiano» que es también subjetivo.
«Lo que llamamos cuerpo es, de hecho, la condición encarnada del espíritu o el
alma. El alma, mucho más que poseer su cuerpo, "es" su cuerpo. Es preciso insistir en
la importancia del cuerpo tanto en la oración como en los gestos caritativos. El alma es
1
Cf. el clásico Alexis Carrel, La incógnita del hombre. El hombre, ese desconocido, Barcelona, Iberia,
1949.
el principio de emergencia espiritual y se manifiesta incesantemente por medio del
cuerpo. Dios ama al hombre en su unidad y lo llama a través de todo lo que es»2.
Unas notas nada más de este complejo mundo del sujeto de la santidad. Antes de
iniciarlo, advierto que, cuando hablamos del «sujeto» de la teología espiritual, nos referimos
al hombre que hace la experiencia del «camino cristiano», no al hombre en cuanto es «fuente»
del tratado, como dejamos establecido al estudiar el tema de las fuentes [cf. cap. II, 5, C) 3)].
Conociendo la red de fuerzas operantes sobre el sujeto que se hace santo, se puede
entender la complejidad del problema teórico y práctico. Todos esos componentes inciden en
el carácter, y éste en la concepción y vivencia de Dios, de la religión, de la vida espiritual.
Teniendo en cuenta estas diferencias, nos explicamos las distintas prácticas y exigencias
espirituales. Las incidencias no son constatables sólo en los niveles populares, sino que
afectan también a las élites sociales, culturales y espirituales, aunque por razones distintas.
Según eso, los tres componentes radicales del hombre son: viscerotonía, somatotonía,
cerebrotonía. Dependiendo del predominio de algunos de esos componentes, el hombre, sin
excluir el hombre «espiritual», reacciona ante los estímulos externos e internos generando
una serie de comportamientos santos o pecadores, una forma de vivir la espiritualidad u otra.
La viscerotonía «viene a ser -en frase gráfica de Sheldom- como un deseo manifiesto
de abrazar al ambiente haciéndolo sustancia propia ... Los viscerotónicos son hombres
2
Philippe Ferlay, Compendio de la vida espiritual, Valencia, Edicep, 1990, p. 186.
pegados a la tierra y sin prisas, groseros, glotones, posesivos. En los niveles altos de cultura,
irradian cordialidad, estabilidad ... ».
Esto sea dicho sólo como lejana aproximación a un tema apasionante que no debe
descuidar el teólogo espiritual, el pastoralista, el acompañante espiritual, etc. Aquí interesa
solamente llamar la atención sobre la incidencia de los componentes psíquicos en la
realización de la santidad. El hombre es «su ser» y también su «circunstancia». El «santo» es
una psicología encarnada, un hombre real, y llega a serio con y por su modo de ser
acompañado de la gracia. Naturaleza y gracia se complementan. Es el hombre total el que se
va haciendo santo. Las fuerzas bio-psíquicas del compuesto humano se abren a la gracia
transcendente, se despliegan sobre el mundo, para generar el «hombre nuevo».
Esta simple apelación al «hombre real» que se hace santo, nos lleva, en primer lugar, a
la confrontación entre las fuerzas psicológicas y espirituales que laten en el interior del sujeto
para constatar la incidencia de cada una de ellas.
3
Cf. A. Roldán, Introducción a la ascética diferencial, pp. 31 y 58-59.
4
Pp. 318 y ss.
5
O. c., pp. 319-462.
6
lb., p. 358.
psicológicas. Existen modelos históricos en los que los dones de naturaleza y gracia son
abundantes. Por ejemplo, Santa Teresa de Jesús, San Francisco de Sales, San Juan Bosco,
etc. Pocos modelos se pueden encontrar en los que teólogos y psicólogos se pongan de
acuerdo. El modelo del contraste se expresa en seres a veces extraños, atormentados por
escrúpulos, obsesiones, aunque sean noches o pruebas de Dios, la ascesis exageradas, la
absorción por la transcendencia que da la impresión de ser una persona «alienada», enajenada
por lo divino, etc. Y, finalmente, el de la coexistencia de los dos modelos porque ninguno de
los dos son excluyentes, sino que generalmente se encuentran integrados en las personas
reales, dependiendo de los carismas recibidos (gracia) y constitución psicológica
(naturaleza)7.
Pero no se puede establecer como axioma absoluto, porque la historia de los santos,
aun de los canonizados, nos muestra que no siempre son modelos psíquicamente perfectos9.
7
Cf. Zoltan Alszeghy, «Discernimiento teológico sobre madurez psicológica y crecimiento espiritual»:
Vida religiosa 42 (1977) 371-377.
8
Z. Alszeghy, «Relaciones entre crecimiento psicológico y crecimiento espiritual»: Vida religiosa 42
(1977) 339 y 341.
9
J. René Bouchet, «Relaciones entre crecimiento psicológico y crecimiento espiritual. Precisiones desde
el campo de la formación»: Vida religiosa 42 (1977) 334-335. Un trabajo por hacer sería la confrontación de
un tratado de psicología y cualquiera de las grandes síntesis espirituales de tipo autobiográfico. Propongo,
como posibilidad, dos obras. Por una parte, C. Rogers, El proceso de convertirse en persona, Barcelona-
Buenos Aires-México, 1984. Y Las Moradas, de Santa Teresa. Aunque sea como pura anécdota, se puede
recordar la obra de Jerónimo Moretti, Los santos a través de la Escritura, Madrid, Studium, 1964, curioso
análisis grafológico que confirma la existencia de sus deficiencias psíquicas o morales. Algunos son
significativos, como el de San Alfonso Ma. de Ligorio, Gema Galgani, Ignacio de Loyola, Juan de la Cruz,
Teresa de Jesús.
B) El entorno múltiple
En el hombre inciden otras fuerzas: el factor tiempo interno o subjetivo, que impone
un ritmo biológico de crecimiento (desde la infancia a la ancianidad) y conlleva variaciones
importantes en la existencia humano-cristiana. O el tiempo externo. Por ejemplo, no es lo
mismo vivir en el siglo XII que cercanos al segundo milenio. El factor ambiental (espacio
geográfico, diferentes culturas, presiones económicas, sociales, familiares ... ). Es distinto
habitar en el agro que en medio de la gran ciudad; en una familia socialmente normal o
desunida; que vive en la abundancia o en la carencia de los medios necesarios para la
supervivencia; vivir en el primer mundo o en los cinturones de miseria de las grandes
ciudades de Occidente o en cualquier del tercer mundo. Y por último, el factor sobrenatural,
el don de Dios que no está sometido a normas, que viene a ser el motor de la vida espiritual.
Basta esta mera alusión a las «circunstancias» que subyacen en el hombre real que vive
la espiritualidad para damos cuenta de la complejidad del problema que aquí se trata.
Si tuviésemos que hacer un retrato robot ideal de un santo desde todos los componentes
necesarios, habría que pensar en que la sustancia está en lo ontológico, la gracia sobrenatural.
No puede faltar el aspecto moral, tan amplio como exijan las circunstancias que arranque de
la fe y la experiencia de Dios. Y, finalmente, lo psicológico, como soporte subjetivo humano
sobre el que descansan las otras estructuras. Una personalidad madura por esta urdimbre de
fuerzas humano-divinas, ya puede vivir la aventura de la gran comunidad: la Iglesia y la
sociedad.
También aquí no podemos dejar de hacer una simple referencia al menos a este
amplísimo problema histórico y doctrinal. La santidad, como realidad ontológica y
existencial, ha sido medida en «grados» de perfección o caridad; pero el camino hacia ella se
ha expresado en «vías». Veamos el proceso.
«a partir de un principio, arjé, pasando por unos momentos culminantes, kairoi, para
llegar a una plenitud o pleroma y terminar con una culminación o esjatón. Esa
concepción difiere totalmente de la helénica y de la de muchas religiones orientales,
que es cíclica a base de repetición y reactualización de determinadas gestas
primordiales realizadas por los dioses y los héroes, y que tienen valor absoluto»10.
Lo mismo se podía decir de otra experiencia vivida por el pueblo de Israel, que es la
Alianza, que admite un progreso desde una mera promesa en Abrahán, pacto bilateral en
Moisés, nueva alianza en los profetas y sobre todo en Cristo. El aspecto objetivo de la
revelación y el subjetivo de la aceptación por el pueblo se interfieren y se complementan. El
hecho de proponer la Alianza bajo la metáfora del camino ya es muy significativo; camino
que es también éxodo salvífico, exilio y vuelta.
En el N. Testamento hay que distinguir una doctrina y unas actitudes que dan a
entender cómo existe, por una parte, la oferta del Reino de Dios, y, por otra, la aceptación de
los creyentes en Cristo. Por ejemplo, las metáforas de la semilla que crece (Mt 13, 3-8); de
Cristo como «Camino» (Jn 14, 6), del que se deriva el «seguimiento», sin connotación ética,
sino en el sentido de imitar sus actitudes fundamentales. La experiencia de éxodo reflejada
en algunos textos de San Pablo, aplicados a la liturgia bautismal (cf. 1 Cr 10,6-12). Así como
otras metáforas como la de la carrera (1 Cr 9, 24-27), que conduce a la meta Cristo (Fil 3,
10
M. García Cordero, Teología de la Biblia. I: Antiguo Testamento, Madrid, BAC, 1970, pp. 535-536.
11
Secundino Castro, «Teología de la maduración espiritual» l. c., pp. 306-307.
13-14). El sentido de la peregrinación que es la vida humana, desarrollada por Pedro y la
epístola a los Hebreos12.
El «camino cristiano», tal como es presentado en los Hechos (9, 2; 18, 25; 19, 9.23; 22,
4; 24, 14.22), lleva consigo una iniciación en la fe-bautismo-conversión; y una maduración
en el seguimiento-muerte-resurrección. Ese camino ha sido recorrido -según el evangelista
Juan- por algunos personajes que acceden a Jesús desde distintos presupuestos: Nicodemo
(desde el judaísmo ortodoxo) (Jn 3, 1-21); la Samaritana (desde el judaísmo herético) (Jn 4,
1-42); el funcionario real (desde la paganía) (Jn 4, 46-54).
Pablo habla en varias ocasiones de los que son «niños en Cristo», incapaces de digerir
«el alimento sólido» (1Cr 3,1-3), y de los que son «adultos» (Hb 5, 13-14). Sabe que la meta
es llegar a ser un hombre perfecto, consiguiendo la «plenitud de Cristo» (Ef 4, 13); un
«hombre nuevo», un «hombre espiritual», que analizaremos después (cap. VI, 3, C), son
términos equivalentes.
12
Cf. estos datos en S. di Fiores, «Itinerario espiritual» en Nuevo diccionario de espiritualidad, Madrid,
1983, pp. 735-737. También, C. Spicq, Vida cristiana y peregrinación según el N. Testamento, Madrid, BAC,
1965.
la naturaleza de estas etapas? ¿Cómo se demuestra empíricamente, o al menos cuáles son los
indicios éticos, morales, psicológicos, ontológicos o espirituales, para decir que el hombre-
redimido está en una u otra etapa del camino, en una u otra fase del crecimiento? ¿Cómo se
expresa -en caso afirmativo- en el N. Testamento el camino gradual del ser cristiano? ¿En
metáforas, en símbolos, en afirmaciones generales, describiendo con detalle el camino?
Todas estas preguntas tienen que ser -deberían ser, al menos respondidas- para demostrar que
el N. Testamento es un camino hacia una meta y que se recorre por etapas, y que fundamenta
la tesis de la gradualidad de la vida espiritual13.
C) Lecciones de la historia
Los primeros que expusieron el «camino espiritual» por grados o etapas fueron los
grandes maestros espirituales a los que nos hemos referido algunas veces. Pero les falta
sistematicidad, porque su doctrina surgía al calor de la circunstancia: sermones, homilías,
tratados polémicos. Cuando decimos que esos escritores expusieron un «camino» progresivo
hacia la santidad, nos estamos refiriendo a acomodaciones posteriores. En los primeros
maestros se encuentra la vida; en los teólogos sistemáticos posteriores, doctrina.
Fue el primero en presentar -según creo- los distintos estadios de la vida espiritual. La
finalidad de su sistema espiritual es describir un camino para el gnóstico cristiano. El
fundamento está en el bautismo, sobre el que asientan las diferentes etapas de la vida
espiritual. Si los catecúmenos son «carnales»; los bautizados son «espirituales». El bautismo
es la base y la culminación del proceso:
2) Orígenes (185-252)
13
El tema en la Escritura lo expuse más ampliamente en «El camino espiritual», l. c., pp. 17-26.
Utiliza también algunos hechos de la historia de la salvación. Por ejemplo, la salida de
Israel de Egipto, el caminar por el desierto, el encuentro con la luz y la nube de Dios, la
llegada a Palestina, permanente referencia para los escritores espirituales, tentaron también a
Orígenes para proponerlos como paradigma de un recorrido desde el pecado a la santidad.
Bautismo, renuncia y muerte, y la resurrección serían los polos de desarrollo de ese caminar
del cristiano hacia la santidad (cf. Hom. in Exodum, V, PG 12, 325-331).
Es el más místico de los Padres capadocios y autor decisivo también para establecer la
teoría de las «tres vías». Utiliza la experiencia de Moisés para describir las etapas de un
camino espiritual, en una ingeniosa doble lectura del ilustre personaje bíblico. La primera, la
lectura histórica; la segunda, la teoría o contemplación. En ese comentario establece que la
perfección es un progreso que no tiene límites:
«Con respecto a la virtud, hemos aprendido del Apóstol, que el único límite de la
perfección consiste en no tener límite (FI 3, 13) ... Porque todo bien, por propia
naturaleza, carece de límites, y sólo es limitado por la presencia de su contrario, como
la vida es limitada por la muerte y la luz por la tiniebla ... así el pararse en la carrera
hacia la virtud es el principio de la carrera hacia el vicio».
«el constante progreso de la vida hacia lo mejor es para el alma el camino hacia la
perfección».
5) Otros representantes
14
De la vida de Moisés, nn. 5-10, 306, 318 y 321. Ed. c., pp. 65-69, 234, 238 y 240. Alargando la visión a
otras obras, la doctrina sobre las tres etapas de la ascensión espiritual está unida a la vida litúrgica, como en
otros grandes autores de la antigüedad. El bautismo sería la vía purgativa; la confirmación, equivale a la vía
iluminativa, y la Eucaristía a la unitiva. Cf. Jean Marie de la Trinité, «Un témoin du progres spirituel: Saint
Grégoire de Nysse»: Carmel (1966) 107. Todo el artículo, pp. 105-119.
15
Cf. en Obras completas del Pseudo-Dionisio Areopagita, Madrid, BAC, 1990, pp. 143-164; 235-253.
16
Cf. más datos, en D. de Pablo Maroto, «El camino cristiano ... », l. c., pp. 34-38. Y Jesús, Castellano,
«La mística dei sacramenti dell'iniziazione cristiana», en La mística, II, Roma, Cittá Nuova, 1984, pp. 77-111,
especialmente pp. 79-80.
terminología y él contribuyó como el que más a su difusión al haberse incluido la obra entre
las de San Buenaventura17.
Otra formulación paralela arranca de San Agustín († 430) que supone otra medición de
los «grados» de la vida espiritual. No es la «gnosis» ni los distintos «estados» de la persona
en la Iglesia (clero, monjes, laicos), sino el dinamismo de la caridad. El amor o el odio a
Dios, dicotomía dialéctica interior, se proyectan sobre la sociedad construyendo dos ciudades
respectivamente, la de Dios y la del diablo18. Si la santidad cristiana es esencialmente gracia,
el itinerario será crecimiento en la caridad-amor, que puede ser incipiente, proficiente, grande
y perfecta19.
Esta terminología fue aceptada por Santo Tomás de Aquino (1225-1274) y por los
Escolásticos, quienes dividieron a los cristianos, según el grado de la caridad, en «incipientes,
proficientes y perfecti»20. La manualística posterior fijó las dos nomenclaturas y las aplicó
con rigidez al proceso espiritual. La vía purgativa o de principiantes, en la que el alma se
purifica mediante la penitencia y la lucha contra el pecado. La vía iluminativa, o de
aprovechados, en la que se practican las virtudes. Y la vía unitiva o de los perfectos, meta de
la santidad.
Finalmente, algunos son todavía mucho más libres, como San Juan de la Cruz († 1591),
quien insiste en el camino de la teologalidad, fe-esperanza-caridad (Subida del Monte
17
Cf. D. de Pablo Maroto, Amor y conocimiento en la vida mística, Madrid-Salamanca, Fund. Univ. Esp.-
Univ. Pontificia, 1979. Ha sido editada la traducción castellana de Sevilla, 1514, Sol de contemplativos, por T.
Martín, Salamanca, Sígueme, 1992.
18
De civitate Dei, XIV, 28.
19
De natura el gratia, 70, 84, PL 44, 290.
20
Summa Theologica, II-II, q. 24, a. 9.
Carmelo, Noche oscura), y sobre todo en el dinamismo del amor (Cántico espiritual y Llama
de amor viva). Santa Teresa de Jesús († 1582), lo funda en el progreso de la oración como
diálogo amoroso con Dios (Las Moradas). Santa Teresita del Niño Jesús († 1897) describe
el camino de la confianza (Historia de un alma). Y así sucesivamente21.
De los análisis realizados hasta aquí se deduce que tanto la Escritura como los
«espirituales» (Padres, teólogos y místicos) han presentado un camino cristiano que se
recorre por etapas y que admite grados. Que, durante siglos, ese esquema se mantuvo in
alterado y admitido sin que fuese cuestionado. Y que ayudó a comprender los elementos
constitutivos de la santidad cristiana.
Pero desde mediados del siglo XX, al menos, las críticas han aumentado y han surgido
nuevas explicaciones. Veamos algunas.
Karl Rahner hizo una crítica a la visión tradicional del «camino espiritual» dividido en
«vías» o «grados», como hemos visto en el recorrido histórico. Rahner no quiso dar una
solución definitiva, sino cuestionar («das Problem») los supuestos que en la tradición se
habían ofrecido sin más. Le parece flojo el fundamento bíblico y el de la Tradición. Dicho
entre paréntesis, a mi juicio ese aspecto de la crítica de Rahner es la más floja. Sí son
acertadas las razones que esgrime desde la dogmática y la razón misma de la virtud22.
Es también artificial la equiparación de la perfección de los actos morales con las fases
de la vida espiritual, entendidas éstas en sentido de que se desarrollan unas después de otras.
Es posible que un incipiente (en la vía purgativa) realice en un momento dado un acto
correspondiente al estado de los perfectos. Por ejemplo, un acto heroico es posible realizarlo
en cualquier momento de la vida, como a veces lo hemos constatado. ¿Qué ha sucedido? ¿Se
han recorrido todos los pasos de modo condensado? ¿O es un «incipiente» aun en el caso de
21
Cf. algunos puntos de los aquí tratados más desarrollados en D. de Pablo Maroto, «El camino
espiritual», l. c., pp. 38-41. E Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 100-102 y 107115. Puede ser útil el
esquema que presentan J. Rivera J. Ma. Iraburu, Espiritualidad católica, Madrid, CETE, 1982, pp. 1012-
1016.
22
«Sobre el problema del camino gradual hacia la perfección cristiana», en Escritos de teología, III,
Madrid, Taurus, 1961, pp. 13-33.
haber obrado «heroicamente»? (p. 24). Opino, por mi parte, que puede también plantearse el
caso contrario de un perfecto que comete un pecado mortal.
Otra razón invocada por Rahner es que el crecimiento de las virtudes en el sentido
tradicional de las vías o grados se funda en que son hábitos operativos buenos y su mayor
radicación en la psicología humana. Este modo de presentar la virtud insiste demasiado en lo
psicológico y menos en lo ontológico, es decir, en lo adquirido, mientras que la santidad
cristiana pertenece al orden ontológico (pp. 27-29).
Sin querer sumar testimonios a esa crítica de Rahner, vale la pena oír algunas otras
voces. Por ejemplo, ya desde los años veinte, se venían poniendo objeciones a una visión
demasiado cerrada de las «vías» y «grados» de la vida espiritual. Así escribía uno de los más
importantes manualistas de esas fechas, Adeodato Tanquerey:
Para terminar con el tema, recordamos también la opinión de Federico Ruiz, que ve
«pros y contras», descubriendo en las fórmulas «tres excesos: teológico, pedagógico,
espiritual».
«Insensiblemente -continúa- los esquemas y las fases han pasado a ser categorías
de valoración moral y teologal: un principiante vale menos que un proficiente. Aquí
me parece que el esquema desborda su propia finalidad»24.
23
Compendio de teología ascética y mística, Toumai, Desclé, 1960, pp. 411-413.
24
Caminos del Espíritu, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 19782, p. 491.
Con anterioridad había escrito:
25
«Le "etá" della vida spirituale», en l. c., p. 92.
26
lb., p. 99. Algunos textos y más amplia exposición en mi artículo «El camino espiritual...», l.c., pp. 43-
48.
de modo homogéneo y simultáneo, sino anárquico y libre. Sólo los dos polos, el primero y el
último, el desgarro de una vida rota y la santidad plena, tienen un dibujo claro. Los términos
medios tienen menos configuración en el análisis teórico y en la experiencia de la vida. Éste
me parece el verdadero ritmo del crecimiento de una persona espiritualmente adulta.
Cuarta. Por otra parte, la propuesta de grados y vías que han hecho los místicos y
autores espirituales como medida de la santidad adolece de interiorismo, de subjetivismo e
individualismo. De todo ello se deduce que esos parámetros no son igualmente válidos en
una época histórica que en otra. Ni siquiera el ejercicio de la caridad, que según una corriente
de pensamiento era la medida para distinguir las etapas de la vida espiritual, hoy está
controvertida. No la tesis teológica en sí misma, que es incuestionable, sino la praxis concreta
en un mundo realmente distinto al anterior por su pensamiento, costumbres y exigencias.
Quiere esto decir que los antiguos cánones pueden no ser útiles en una época que ha puesto
la meta de la perfección en la encarnación en los valores temporales, en el servicio a los más
necesitados. Por eso, ciertos «tipos» o «modelos» de santidad según las antiguas «vías» o
«grados» no tienen hoy el mismo significado. Es lógico que si existe variación en el concepto
y el ejercicio de la caridad-santidad, también variará su medida.
Todavía quedan por resolver los signos de identidad de cada una de las fases en el ritmo
de crecimiento en la fe. Que existe o puede existir de hecho de que un progreso en la vida
espiritual es evidente. Lo dice, en primer lugar, la razón. La vida espiritual es, antes que nada,
una «vida», toda vida tiene que nacer, progresar y llegar a la plenitud. De lo contrario, la
analogía no serviría. Esta especie de axioma está confirmado por la experiencia propia y
ajena, comprobada en las personas que se han confesado en sus autobiografías, con este título
enmascaradas en obras más sistemáticas, como Las Moradas, de Santa Teresa; el Cántico
espiritual de San Juan de la Cruz; los Ejercicios espirituales, de San Ignacio de Loyola; el
Itinerarium mentis in Deum, de San Buenantura, etc.
Aun a sabiendas de la deficiencia del método y con el riesgo de dejar desdibujados los
distintos momentos fuertes del desarrollo espiritual, vamos a intentar una aproximación a la
situación del hombre real en cada uno de ellos. Téngase en cuenta que nunca se dan en estado
puro, sino que, como hemos dicho, elementos configuradores de un período reaparecen en
los estadios superiores. y que no hay que dar a estos «signos» un valor absoluto.
A) La iniciación cristiana
Ha sido, en muchas ocasiones, un aspecto casi olvidado por los autores espirituales,
especialmente por los místicos. Curiosamente se suponía, como en el Cántico espiritual de
San Juan de la Cruz. Por eso estaba poco matizada en la descripción del camino espiritual,
quizá porque la iniciación se la hacía coincidir con el bautismo recibido en la edad infantil,
o porque se insistía demasiado en su carácter penitencial.
Hoy ha adquirido nuevos perfiles, debido a varias causas. Hay una externa, de
sociología de la religión cristiana, de ejercicio pastoral de la Iglesia, y es la importancia que
se da a la catequesis previa al bautismo de adultos y de la confirmación en los adolescentes.
Además, algunos movimientos, como las comunidades catecumenales, dan mucho valor a
ese período de larga conversión mientras se hace la experiencia del «camino» a tenor de las
enseñanzas de las primitivas comunidades.
Pero hay una razón más teológica: la revalorización de la espiritualidad bautismal con
el uso de los arquetipos ancestrales de la luz, el paño blanco, el agua, el aceite que significan
la vida. En la Iglesia cristiana, el bautismo introduce en el misterio de la muerte y resurrección
de Cristo, según la interpretación mística de la tipología del agua, el paso del mar rojo que
hace Pablo (Rm 6,1-11). En la antigua Iglesia, el bautismo-iniciación tenía un carácter
mistagógico, de iniciación a la experiencia de los misterios salvíficos. Una vivencia del
bautismo hoy no puede olvidar la iluminación teórica de los contenidos teológicos y
mistagógicos para crear una «mentalidad de fe pública» en una Iglesia confesante; pero al
mismo tiempo tiende a crear una mentalidad de acción en una Iglesia comprometida y, en
cuanto tal, significante y creíble para creyentes y no creyentes.
La ascética clásica adscrita a este primer período de la vida espiritual -noches activas
del sentido en terminología menos usual pero más precisa- sólo tiene sentido desde su
integración en el bautismo y a través de éste en la muerte y resurrección de Cristo. Todo en
la vida cristiana adquiere sabor pascual cristológico. La ascética es símbolo del combate
cristiano de la fe27.
27
Aportaciones valiosas al tema en Jesús Castellano, «Iniciación cristiana», en Nuevo diccionario de
espiritualidad, Madrid, Paulinas, 1983, pp. 706-721. S. de Fiores, «Itinerario espiritual», , pp. 744-745; todo
el tema, pp. 733-750.
28
Psicología de la conversión, Madrid, Taurus, 19753. Analiza a continuación cinco conversiones posibles
y termina interpretando la conversión desde la «experiencia religiosa» y las motivaciones. Cf. pp. 280-285.
Aunque todo esto puede ser exacto, es también verdad que, en los inicia)S en los ritos
sacramentales en edades inconscientes o semiinconscientes, como ha acontecido en la
cristiandad occidental desde el ingreso masivo de los bárbaros en la Iglesia, el proceso de la
«segunda conversión» es un fenómeno tardío, que marcaría más bien el inicio del segundo
período o el transito del primero al segundo, como ahora veremos.
B) Progreso o madurez
Ya hemos afirmado que la existencia del progreso puede y debe darse en toda vida
cristiana bien organizada hacia la meta; determinar el momento exacto o la serie de actos
indicadores del cambio es más problemático. Según los maestros experimentales, Santa
Teresa, San Juan de la Cruz, por ejemplo, sí que se dan signos, relacionados con el progreso
de la oración y contemplación, en el primer caso (Las Moradas); y con la vida teologal y la
forma de oración contemplativa en el segundo (Noche oscura, Subida del Monte Carmelo).
Pero no se puede extender el paradigma más allá de su significado.
Aleccionador es el caso de Santa Teresa de Jesús. Cf. Daniel de Pablo roto, «Las cinco conversiones de Santa
Teresa de Jesús»: La vida sobrenatural, 62 (1982) 3401: 401-411.
29
F. Ruiz. «Hacerse personalmente adultos en Cristo», l. c., pp. 313 y 315-317. S. de Fiores, «Itinerario
espiritual». NDE. no. 745-747.
proyecto de la esperanza teologal, con el dinamismo que la caracteriza, la que vigoriza el
propósito inicial, elimina la desconfianza, el temor a sucumbir porque siente que está
afianzado sobre la roca firme de Cristo (asumido en fe en el primer período). El espiritual,
iniciado en la fe, se adentra más en el futuro posible, en el mundo real de las grandes utopías,
desconfía más de sí mismo y con la más en Dios.
Se puede situar en este estado la generosidad del neófito, el fervor apasionado del
nuevo converso. El pathos religioso que se vive con entusiasmo, hasta con una cierta dosis
de fanatismo en la entrega absoluta a la causa personal y colectiva, que debe irse eliminando
conforme avanza la madurez. Es el momento de descubrir a los otros como hermanos para
formar comunidad de fe, de esperanza y de amor; de ser consciente del carisma o quehacer
en la Iglesia mediante el apostolado, la oración, la entrega, la asunción de los compromisos
sociales o familiares definitivamente encauzados. Todo eso supone una cierta estabilidad
afectiva y emocional desde los cuadros psicológicos que le dan serenidad, alegría y contento
interior y exterior, que vendrán a enturbiar la presencia de las «noches» que nunca pueden
faltar para la madurez espiritual.
30
Teología de la esperanza, Salamanca, Sígueme, 1969, p. 43.
Es posible que se puedan aplicar a nuestro neoconverso caminante hacia la madurez lo
que escribe Santa Teresa aplicado a los que han comenzado el camino de la oración.
31
Casuística más concreta puede verse en R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, ed.
c., pp. 545-926. Esquema de las tres vías, ib., p. 282. S. de Fiores recoge algunas otras actitudes de este
período: «Itinerario espiritual», en NDE, pp. 745-747. F. Ruiz intenta una aproximación de la vida espiritual a
la cronología biológica que me resulta forzada. Cf. «Adulto», en NDE, pp. 39-42. También R. Zavalloni,
«Madurez espiritual», ib., pp. 828-840.
«Ningún autor que yo sepa -escribe Federico Ruiz- ha colocado sistemáticamente
la vejez y la muerte en el interior del proceso como estamos haciéndolo aquí. Se trata
de una fase de la vida humana y de la experiencia espiritual que pone en cuestión ciertos
esquemas y ciertos valores»32.
La primera sería la del amor, como lo más específico, así como en los .comienzos
predominaba la fe y en la madurez propusimos la esperanza. En el amor han insistido todos
los espirituales y lo han vivido los grandes del cristianismo bajo una u otra faceta. San Juan
de la Cruz puede ser uno de los prototipos más completos en su formulación teórica al menos.
Su visión tiene que ser completada con la de los grandes creadores de obras de servicio y
caridad al prójimo. Comentando el último verso de la canción 28 del Cántico espiritual: «que
ya sólo en amar es mi ejercicio», ha escrito palabras tan esenciales como éstas:
«Como si dijera: que ya todos estos oficios están puestos en ejercicio de amor de
Dios; es a saber, que toda la habilidad de mi alma y cuerpo, memoria, entendimiento y
voluntad, sentidos interiores y exteriores y apetitos de la parte sensitiva y espiritual
todo se mueve por amor y en el amor, haciendo todo lo que hago por amor y padeciendo
todo lo que padezco con sabor de amor» (Cántico, 28, 8). «Al fin, para este fin de amor
fuimos creados», exclama (ib., 29, 3).
32
«Hacerse personalmente adultos en Cristo», l. c., p. 320.
«Aquí (en la oración de unión) las telarañas ve de su alma y las faltas grandes,
sino un polvito que haya, por pequeño que sea, porque el sol está muy claro. Y así, por
mucho que trabaje un alma en perfeccionarse, si de veras la coge este Sol, toda se ve
turbia. Es como el agua que está en un vaso, que si no le da el sol está muy claro; si da
en él, vese que está todo lleno de motas. Al pie de la letra es esta comparación. Antes
de estar el alma en este éxtasis, parécele que trae cuidado de no ofender a Dios y que
conforme a sus fuerzas hace lo que puede; mas llegada aquí, que le da este sol de
justicia, que la hace abrir los ojos, ve tantas motas que los querría tomar a cerrar... Aquí
se gana la verdadera humildad, para que no se le dar nada de decir bienes de sí, ni que
lo digan otros»33.
D) Situación de crisis
Queda un aspecto muy importante en la experiencia del camino cristiano: la crisis del
dolor y la noche. Vamos a dedicar breves apuntes al tema.
En una visión demasiado simple o teórica del camino espiritual se podía pensar que las
crisis son propias de la «vía purgativa» o de principiantes. Nada más erróneo. Como
dimensión cristiana afecta a todo el camino, especialmente al final. San Juan de la Cruz es el
gran maestro utilizando un símbolo universal: la noche, haciendo una descripción
pormenorizada de sus contenidos y de la funcionalidad en la Subida del monte Carmelo y la
Noche oscura. Repito aquí lo que ya escribí sobre este particular:
33
Vida, 20, 28-29. Cf. Vida, 40, 10, Y Moradas, VI, 10,6-8. Traté el tema en un ensayo breve pero
suficiente. «Los caminos de la verdad en Santa Teresa de Jesús»: La vida sobrenatural 64 (1984) 321-335.
34
Cf. Daniel de Pablo Maroto, «Olvidos y carencias de un místico: San Juan de la Cruz»: Revista de
espiritualidad 49 (1990) 583-598. Mayor configuración, cf. en R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la
vida interior, pp. 933-1134.
Dios, fracasos en la vida, olvidos afectivos, etc.; bien por carencias o debilidades
propias, bien por razones del ambiente, como desencantos, inseguridades,
incertidumbres, persecuciones. A veces se presentan como "noche epocal", como
quiebra de valores existenciales, oscurecimiento de valores morales, cambios rápidos
de una cultura, etc. A veces se buscan positivamente (noches activas, como la ascesis);
pero las más dolorosas y persistentes son las noches pasivas, tanto del sentido, como
del espíritu, que Dios permite o induce. En cualquier caso no hay noche sin ser asumida
positivamente en fe, esperanza y amor, porque no son los acontecimientos objetivados
los que constituyen la noche, sino la percepción como tal en clave de fe, dando al
acontecimiento un plus significante. Es en la noche donde mejor se descubre la
iniciativa divina, el carácter pasivo de la santidad. Su plena significación está en
Jesucristo crucificado. De ahí el carácter pascual del dolor-noche en el proceso
espiritual»35.
El tema es recurrente y casi corolario de lo dicho hasta ahora sobre la santidad del
cristiano. Lo «santo» o la «santidad» cualifican, en primer lugar, al individuo, al hombre
creyente. Él es, como persona singular, el que recibe el bautismo y los demás sacramentos y
mediaciones de gracia. Pero es incuestionable que el sujeto total es la totalidad del cuerpo de
Cristo: la Iglesia.
El «sed santos porque yo, Yahvé, soy santo» (Lev 19, 2), se refiere fundamentalmente
al pueblo, añadiendo la particularidad, en la experiencia de Israel, de que no se trata de una
obligación moral (impositiva), sino indicativa de que la santidad de Dios es la causa de la
santificación del pueblo.
La idea de la santidad del pueblo, comunidad de fe, es evidente en los textos del N.
Testamento, especialmente en las Cartas paulinas. Pablo llamaba a los cristianos «santos»
no porque lo fueran en sentido canónico y actual de la palabra, sino porque estaban injertados
en la fuente de la «santidad»: Cristo [cf. lo dicho en cap. III, 2, A, 2)].
35
D. de Pablo Maroto, «El camino espiritual», l. c., pp. 59-60. Desarrollo completo del mecanismo de las
noches, además de las obras directas de San Juan de la Cruz, cf. María Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a
Dios. Vitoria-Madrid, Ed. El Carmen-EDE, 19692.
Prototipo de una espiritualidad personal e individual que se pierde en lo universal y
comunitario es María en cuanto responde en la fe y en la Palabra con humildad, plena
disponibilidad y apertura a la gracia santificadora de. Dios. Por eso es modelo de la Iglesia
creyente36.
En conexión con este capítulo, y unido al número anterior, hemos de tratar lo que otros
autores hacen en contextos diferentes: las vocaciones y carismas en la Iglesia, o lo que
antiguamente se llamaban «estados de vida» con diferente estatuto de santidad. Vamos a
indagar en el recorrido histórico el perfil de las exigencias de cada uno.
En los tres primeros siglos de la Iglesia el ideal de la santidad fue obligatorio para todos
los cristianos. La teología oriental, predominante entonces, privilegiaba mucho la función del
Espíritu Santo en la comunicación de la santidad ontológica en los ritos de iniciación,
especialmente el bautismo, la confirmación y la eucaristía. Esta doctrina se mantuvo todavía
en tiempos de los grandes Padres de la Iglesia, entre ellos San Juan Crisóstomo, como entre
los santos ermitaños de las Vitae Patrum o hagiografía parecida, proclamando que la santidad
es única, que no hay diferencia entre la santidad que pueda conseguir un monje o un casado
si cada uno cumple bien con su vocación. Es claro que los monjes que huían al desierto no
se confrontaban con los que quedaban en las ciudades (clero secular, laicos), sino que
vivieron su vida como una llamada especial al seguimiento radical de Cristo37.
«(El gnóstico cristiano) -escribe- come, bebe y toma mujer, no por sí mismo, sino
por necesidad. Digo tomar mujer cuando se hace según la razón y conviene. El que
quiere ser perfecto tiene como modelo a los apóstoles, y el verdadero varón no se
muestra en la vida del que escoge vivir solo, sino que aquél se muestra superior a los
hombres que lucha en el matrimonio, en la procreación de los hijos, en la preocupación
por su familia, sin dejarse arrebatar ni por los placeres ni por las penas, sino que en
medio de las preocupaciones familiares permanece incesantemente en el amor de Dios,
superando todas las pruebas que sobrevengan a causa de los hijos, de la mujer, de los
servidores o de las posesiones. El que no tiene familia, resulta no ser probado en
36
Cf. reflexiones pertinentes de H. U. von Balthasar, «Espiritualidad», en l. c., pp. 269-289. Sobre la
santidad «oficial» de la Iglesia algo dijimos más arriba e interesa también leerlo en el presente contexto. Es la
Iglesia la que «canoniza» a «sus» santos, según el modelo a presentar a la colectividad de creyentes. Cf. cap.
III, 2, C, 6).
37
Cf. Daniel de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, Madrid, EDE, 1990, pp. 72-76.
También, Y. Congar, «Laïcs e laicat», en Dsp. 9, 79-108.
muchas cosas, y puesto que se preocupa sólo de sí mismo, resulta ser inferior al que se
encuentra ciertamente en peores condiciones en lo que se refiere a su salvación»38.
Fue a partir del siglo IV, con el advenimiento de la Iglesia constantiniana y la gran
eclosión del monacato, cuando comienzan a distinguirse los «dos géneros de cristianos», que
fijará jurídicamente el Decretum Gratiani en el siglo XII. Lo grave del caso no es la división
entre clero y laicado, a lo que parece aludir Graciano, sino a la cualificación «espiritual» de
ambos «estados». Con el paso del tiempo, en la vida real de la Iglesia y en las exposiciones
doctrinales, va creciendo la idea de que la santidad es para un grupo de privilegiados: los
monjes, los ascetas, las vírgenes y los continentes. De tal manera que el monacato será el
gran paradigma de la santidad cristiana durante siglos desde la primera edad media. En las
pocas biografías de santos laicos que se han conservado sus autores resaltarán en ellas las
virtudes no estrictamente laicales vividas en un ambiente familiar, sino las monásticas. Ese
mismo modelo -remodelado y modernizado por los mendicantes en el siglo XIII será el que
vivirá el clero regular (canónigos regulares) y los laicos (órdenes terceras, cofradías,
hermandades y gremios).
Testigos del cambio son algunos de los escritores de la época. Creo que el primero es
Eusebio de Cesarea († 339) en la Demostratio Evangelica. Admite «dos maneras de vivir en
la Iglesia de Cristo». La primera, «sobrepasa la naturaleza y el modo habitual de vivir»,
porque no se casan ni procrean (virginidad-celibato), ni comercian ni poseen (pobreza);
abandonan la vida cotidiana (fuga mundi-desierto); y se dedican «exclusivamente al servicio
de Dios» (contemplación). Concluye diciendo que en el cristianismo éste es un «perfecto
modo de vida». La segunda manera de vivir es «más bajo y humano»; están casados, se
dedican a la familia, al comercio, a la milicia, etc. Curiosamente está peor dibujado este
«segundo» estado. No habla de quiénes son cada uno de ellos, pero se puede sobreentender
que se trata de los monjes, por una parte, y «los otros», los laicos. En este esquema bipartito,
¿dónde queda el clero? O no aparece o es el segundo estado39.
Otro testigo temprano de esa misma mentalidad, más explícito si cabe, es Juan Casiano
(† 435). Para él, el único modelo de perfección es el monje, porque renuncia al mundo,
practica la mortificación y sigue con ello a Cristo. Monje equivale a cristiano porque hay
identidad entre monje y Cristo, así como hay identidad entre secular y pagano. Por eso se
entiende que la perfección no es para todos, sino para unos pocos elegidos. No creo que haya
detrás de esta postura doctrinal ninguna concepción neoplatónica o maniquea, sino una
lectura escatológica de la vida cristiana en un momento en que la Iglesia, aliada al poder
38
Stromata, VII, 12,70. Trad. de J. Vives, Los Padres de la Iglesia, Barcelona, Herder, 1971, pp. 244-245.
Curiosamente el traductor minimiza la fuerza del texto en el epígrafe: «La virginidad no constituye por sí
misma la perfección». Se trata de «algo más»: de positivizar la vida matrimonial y familiar sobre la soltería y
la virginidad. Sin duda, al traductor le disuena esta doctrina expuesta a finales del siglo II o primeros del III.
Bellísima página de Tertuliano sobre el matrimonio cristiano en Ad uxorem, cf. ib., p. 410.
39
Cf. Dem. Evang., 8. PG 22, 75-78.
temporal, no ofrece posibilidad de santificación. Para vencer al mundo siguiendo a Cristo
hay que abandonarlo40.
Existe un curioso libro de autor anónimo, el Liber graduum, compuesto hacia el año
400 en Siria o Mesopotamia, que habla claramente de dos categorías de fieles: los «justos»
y los «perfectos»; los primeros consiguen la «justicia», los segundos, la «perfección». La
diferencia la establece el Espíritu, ya que los primeros tienen sólo las «arras del Espíritu» y,
juntamente, las «arras de Satán»; mientras que los segundos poseen la «plenitud». Los
perfectos tienen que renunciar al matrimonio, a los bienes de la tierra, a un lugar estable (vivir
vida errante como Jesús), oración continua, ayuno perpetuo y universal, etc. Lo que más nos
interesa constatar aquí es la existencia misma de los dos grupos cristianos41.
Pero es en la obra del Pseudo-Dionisio Areopagita (en torno al año 500) donde mejor
se encuentran definidos los contornos de los «estados» de vida en el cristianismo como clero,
monjes y pueblo, siendo privilegiados los obispos y los monjes. Ciertamente admite la
existencia de un «pueblo santo», que es «iluminado» con el bautismo administrado por los
sacerdotes42.
Una voz discordante en esta misma época es Salviano de Marsella († hacia el 570),
casado primero y después sacerdote, defensor de una tesis contraria a Casiano, aunque trabaja
en la misma región. Defiende la «perfección para todos», aunque, al mismo tiempo, se
muestra crítico con la situación real de la Iglesia de su tiempo dependiente del poder imperial.
Por eso su testimonio es profético43.
40
Sobre Casiano, cf. Claudio Lonardi, «Alle origini della cristianitá medievale: Giovanni Cassiano a
Salviano di Marsiglia»: Studii Medievali, 3a. serie, 18 (1977) 491-608, especialmente pp. 533-550.
41
Más detalles del libro y síntesis, en A. Guillaumont, Liber graduum, en Dsp. IX, 750-752. 42 Cf. lo
dicho anteriormente (cap. IV, 2, C, 2), y Daniel de Pablo Maroto, «El camino espiritual», l. c., pp. 34-38.
42
Cf. C. Leonardi, l. c., pp. 556-605.
43
Cf. C. Leonardi, l. c., pp. 556-605.
44
Cf. referencias en mi Historia de la espiritualidad cristiana, ed. c., pp. 125-130.
Se repite como tópico histórico-cultural que fue San Francisco de Sales († 1622) el
primero que propuso la idea de la obligatoriedad de la santidad para todos los cristianos.
Ciertamente su obra, Introducción a la vida devota, es un modelo y una novedad en cuanto
«popularizó» la idea. Pero espigando en la historia de la espiritualidad se pueden encontrar
muchos ejemplos menores, prueba de que la idea había estado presente en la mente de los
«espirituales». No son sólo los autores de los tres primeros siglos o Salviano de Marsella,
como hemos visto. En la edad media aparecen algunos escritos sobre los laicos, por ejemplo,
el De institutione laicali, escrito hacia el 830 por el obispo Jonás de Orleáns, y el Manual
para mi hijo, escrito por Dhuoda el año 843, espécimen raro por la fecha y escrito por una
mujer.
En los místicos españoles del siglo XVI, por poner un ejemplo elocuente y cercano, la
idea de la perfección para todos es una idea subyacente a todos los grandes tratados de
espiritualidad y de mística. Hoy se escribe sobre la «democratización» de la vida de oración
o la vida espiritual difundida por ellos. Aunque parezca mentira, ésa ha sido la oferta que de
su experiencia han hecho los místicos, aun cuando hablan de la «unión transformante» como
meta altísima realizable.
Los ejemplos abundan. La Llama de amor viva, cumbre de la mística mundial, ha sido
dedicada por San Juan de la Cruz a una mujer, Dña. Ana de Peñalosa, casada, aunque ya
viuda cuando conoce al santo en Granada en 1583, para iluminar los caminos de su espíritu,
se supone. En el año 1500 aparecía en España el Exercitatorio de la vida espiritual, del monje
reformador García Jiménez de Cisneros. Pues bien, ahí se puede leer: «Que todos están
obligados a extenderse a alcanzar la perfección, mayormente los religiosos, so pena del daño
presente y venidero» (epígrafe del cap. 68). Lo mismo se podría decir de Santa Teresa que la
unión mística es llamada universal poniendo la persona algo de su parte. Hablando de las
obras de San Ignacio de Loyola, García Jiménez de Cisneros y Alonso de Madrid (Ejercicios
espirituales, Exercitatorio, Arte de servir a Dios, respectivamente), escribe Melquiades
Andrés:
«Las tres abren la perfección a todos los cristianos sin distinción de estados,
edades, ocupaciones y sexos»45.
Así se podía seguir en el estudio de los autores principales del siglo: Osuna, Laredo, el
P. Granada, San Juan de Ávila, etc.
45
Historia de la Iglesia en España, III/2.o, Madrid, BAC, 1980, p. 339. Para un tratamiento más
completo, en su monumental obra, La teología española del siglo XVI, 2 vols., Madrid, BAC, 1976-1977, e
Historia de la mística española, Madrid, BAC, 1994.
sobre la Iglesia, Lumen Gentium (nn. 39-42). Los fundamentos no pueden ser otros que los
ya analizados: la Trinidad, el Espíritu Santo, Cristo, la Iglesia, los sacramentos:
«Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o
condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la
caridad» (LG 40).
En todo el contexto lo que hace es especificar cómo este principio se aplica a cada uno
de los «estados de vida» que existen en la Iglesia: los pastores u obispos, los presbíteros y
diáconos, los esposos y padres cristianos (laicos) (LG 41); dedicando un número especial a
los «fieles», proponiéndoles la caridad, especialmente expresada en el martirio y los consejos
evangélicos como regla suprema de vida (n. 42). Y, finalmente, un capítulo entero a los
religiosos (cf. cap. VI, nn. 43-47).
Quiere esto decir que la razón última de la pluralidad de «estados de vida» depende de
la libre voluntad de Dios que se hace carismas plurales en la donación de su Espíritu; pero
también de las personas y sus peculiaridades sobre las que recae la gracia carismática; y,
finalmente, de las necesidades de la Iglesia y de la humanidad.
46
Bibliografía útil en A. Guerra, «Llamada universal a la santidad en el Vaticano II»: Manresa 60 (l988)
63-82.
y valor a las cabezas en las primicias del espíritu según la mayor o menos sucesión que había
de tener su doctrina o espíritu»47.
B) Espiritualidad sacerdotal
A mi juicio, bien se puede decir que la espiritualidad del presbítero está vinculada a sus
roles no sólo como exigencia para ejercerlos, sino en cuanto procedente de ellos. Éste sería
un axioma fundamental en la evolución histórica de la vida espiritual de los presbíteros. En
las Cartas paulinas y en los Evangelios aparecen, además de los «doce», los «discípulos»
que siguen a Jesús imitando su vida itinerante, aceptando su destino, los presbyteroi-
episcopoi, que son enviados, predican, evangelizan, sirven a la comunidad.
47
Llama de amor viva, 2, 11. Literatura de apoyo: Fabio Ciardi, Los fundadores, hombres del Espíritu,
Madrid, Paulinas, 1982.
48
«La espiritualidad laica!. Su unidad base y sus distintas perspectivas»: Revista de Espiritualidad 43
(1984) 40-44, 51-53. Todo el trabajo, pp. 39-58.
sacerdotal (otro elemento que le va separando de la vida real del pueblo) y ritualiza su acción
cúltica en una clara conexión con el sacerdocio del A. Testamento. Algunos, de hecho, han
hablado de la «judaización del sacerdocio cristiano» (J. Colson). La «espiritualidad
sacerdotal» poco a poco se convierte en «levítica» y se acerca más a la de los monjes.
49
Una visión panorámica de la historia de la espiritualidad sacerdotal, la da I. Oñatibia, «La espiritualidad
presbiteral en su evolución histórica» (Simposio), ed. c., pp. 23-58. Juan Esquerda Bifet, Historia de la
espiritualidad sacerdotal, Burgos, Facultad de Teología, 1985.
Pero tampoco podemos olvidar otro principio teológico de mucha transcendencia en la
espiritualidad sacerdotal: el sacerdote, ordenado por la Iglesia, obra «in persona Ecclesiae»,
configurando la dimensión eclesiológica de la espiritualidad del presbítero, con el adjunto
ministerio litúrgico sacramental y diakónico. Pero quiero advertir que, a mi juicio, esas
dimensiones de la espiritualidad del sacerdote secular o religioso no tienen que ser
interpretadas demasiado jurídicamente, como si el ministerio sacerdotal dependiese sólo de
la jurisdicción del obispo o del superior religioso. Su acción transciende las situaciones
concretas de servicio a una parroquia, a una diócesis o a una provincia religiosa. Por ejemplo,
el sacerdote en oración o celebrante de la Eucaristía, supuesta la jurisdicción de quien
corresponda, ora en nombre de todo el pueblo de Dios (SC 33; LG 10; PO 2), celebra con y
para el pueblo, predica la palabra y catequiza, sirve a los más necesitados porque son
miembros de la Iglesia, cuerpo de Cristo. La canalización jurídica de las acciones
ministeriales son necesarias por el carácter institucional de la Iglesia, pero no constituyen la
causa formal ni de la actuación sacerdotal ni de su espiritualidad, que nace de la unión con
Cristo y la Iglesia en la consagración por el sacramento de orden.
Hay que dejar asentado desde el principio que el trabajo ministerial (pastoral
sacramental, evangelización, servicio caritativo ... ), no sólo no es un impedimento para la
santidad sacerdotal, sino su fuente primordial. Este principio está implícito en otro que ya
enunciábamos: el origen de la espiritualidad sacerdotal está en la vinculación a Cristo por la
ordenación y que exige al presbítero escuchar la Palabra para enseñarla; celebrar los
sacramentos para vivirlos; y gobernar sirviendo al pueblo. Y tiene unas consecuencias claras:
no es un riesgo necesario que hay que evitar; no es algo inútil o indiferente, o una fuente
inespecífica. Es de creer que detrás de las «funciones» ministeriales del presbítero esté la
fuerza del Espíritu que santifica su persona mientras ejerce el sacerdocio. Serían aplicables
en un contexto más amplio lo que Orígenes escribió sobre el sacerdote predicador de la
Palabra de Dios:
«La Escritura divina dice que la palabra, aunque sea en sí verdadera y sumamente
creíble, no es suficiente para arrastrar al alma humana, si el que habla no recibe un
cierto poder de Dios y no se infunde en lo que dice una gracia que no se da a los que
predican eficazmente si no es por concurso de Dios. Porque dice el salmo 67 que el
Señor dará su palabra a los que evangelizan con un gran poder» (Contra Celso, VII,
21).
Ningún dibujo de un cura ideal será completo y para todos los tiempos, so pena de que
nos quedemos en la descripción de los grandes principios, como lo hemos hecho hasta ahora.
El citado documento de la Comisión Episcopal del Clero para preparar el Congreso de
espiritualidad (1989) presenta un «Retrato articulado de la espiritualidad presbiteral», Entre
50
Cf. sobre el tema el «Instrumento de trabajo» de la Comisión Episcopal del Clero, para preparar el
Congreso de espiritualidad sacerdotal del año 1989, titulado: El ejercicio del ministerio pastoral alimenta,
postula y configura la espiritualidad presbiteral. (En Actas del Congreso, ed. c., pp, 625-655). Literatura de
apoyo, S. Gamarra, «La espiritualidad presbiteral y el ejercicio ministerial según Vaticano II», en
Espiritualidad del presbítero diocesano (Simposio), ed. c., pp. 461-482. Y Carlo María Martini, «El ejercicio
del ministerio, fuente de espiritualidad sacerdotal», en Espiritualidad sacerdotal (Congreso), ed. c., pp. 173.
191. Juan Esquerda Bifet, Teología de la espiritualidad sacerdotal, Madrid, BAC, 1991.
las virtudes sacerdotales sobresale la «caridad pastoral», como imitación del Buen Pastor,
Jesús; de esa caridad nace la abnegación, la ternura, la fe, la esperanza, la oración, la pobreza,
la obediencia, el celibato, la ascesis, la relación con María, etc. (cf. parte IV). No deja de ser
un mero recuento de algunas de ellas. ¿Y por qué no la paciencia, el orden, la amabilidad, el
cultivo de las ciencias sagradas, la piedad integral, el amor a Cristo y a la Iglesia, las
devociones particulares siguiendo al pueblo, la dirección espiritual activa y pasiva («el arte
de las artes», según San Gregario Magno), el examen de conciencia, la lectio divina, los
ejercicios espirituales, etc.?51.
«Ya desde los comienzos de la Iglesia hubo hombres y mujeres que por la
práctica de los consejos evangélicos, se propusieron seguir a Cristo con más libertad
e imitarlo más de cerca» (PC 1).
51
La última síntesis de una «espiritualidad sacerdotal» con carácter «oficial» y tradicional es el dibujado
en el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, de la Congregación para el Clero, 1994, cap.
II. Importante también la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, Pastores dabo vobis (25 marzo 1992).
el hecho de «seguir a Jesús» en sentido estricto implica el «dejarlo todo», estar libre para el
servicio del Reino, compartir la experiencia del encuentro con Cristo y con el grupo de los
llamados. El modelo está en la idealizada comunidad primitiva de Jerusalén, «comunidad
apostólica», reclamo constante en la mente de los fundadores y reformadores de la vida
religiosa, si bien tenga un carácter utópico lo que describe Lucas en el Libro de los Hechos
(cf. sumarios, en 2, 42-47; 4, 32-35; 5, 12-16). Vivir en comunidad con esas características,
como seguimiento radical de Jesús, es una de las dimensiones espirituales más específicas de
la vida religiosa, si entendemos el hecho no como un fenómeno sociológico, sino teológico,
como una experiencia eclesial.
«extraños a los hombres o inútiles para la sociedad terrena. Porque, si bien en algunos
casos no sirven directamente a sus contemporáneos, los tienen, sin embargo, presentes
de manera más íntima en las entrañas de Cristo y cooperan espiritualmente con ellos,
para que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en el Señor y se ordene a
Él» (LO 46; cf. PC 5).
Este compromiso «peculiar» tiene que manifestarse en una plena disponibilidad del
religioso para el servicio o la misión eclesial, y también extenderla a cualquier servicio
«humano». Sería un modo práctico de dar testimonio de entrega y solidaridad. Disponible
siempre para el ejercicio de la caridad eminente como norma de vida, hacer del caso límite
un caso normal, demostrando que es, como Jesús, un hombre-para-los demás. Sólo así el
religioso será un testimonio de los bienes escatológicos y un modelo de entrega y solidaridad
con las grandes causas actuales: paz, justicia, amor universal, defensor de la naturaleza, servir
a los más pobres, ejercitando el espíritu profético de los fundadores, etc. La experiencia de
Dios concluiría así en la experiencia de la humanidad.
52
Complemento bibliográfico en: Diccionario teológico de la vida consagrada, Madrid, Publicaciones
Claretianas, 1989; artículos: «Consagración», «Consejos evangélicos», «Espiritualidad». etc. También. D. de
Pablo Maroto. «Los religiosos y el Vaticano II». en A. Marchetti, Espiritualidad y estados de vida, ed. c., pp.
219-249.
D) Espiritualidad laical
Una de las grandes novedades del Vaticano II fue el tratamiento que hizo del laico o
seglar, rompiendo con la tradición antigua y medial, como se ha transparentado en la breve
síntesis que hemos trazado anteriormente (cap. IV, 5, A). El Concilio asumió las grandes
ideas que se venían madurando desde hacía decenios y las incorporó a una enseñanza
«oficial» de la Iglesia. Dejando aparte los problemas de índole más teológica, apunto algunas
notas de la espiritualidad laical.
Además, tiene que ser esencialmente mundana, porque es «en el mundo» donde se
desarrolla su vida y actividad. El Concilio alude al «carácter secular» como propio de los
laicos.
El carácter mundano y secular hace que la Iglesia, a través de ellos principalmente, viva
en el mundo, sea parte de este mundo. A ellos se les encomienda, como tarea, misión y
vocación eclesiales, «restaurar el orden temporal», o «iluminar y ordenar las realidades
temporales» (AA 5 y 7; LG 31), como son la «familia, la cultura, la economía, las artes y
profesiones, las instituciones de la comunidad política», etc. (AA 7). A ello se refiere también
el Concilio cuando dice que el laico «contribuye a la santificación del mundo como desde
dentro, a modo de fermento» (LG 31).
Una de las afirmaciones más bellas y atrevidas es la encomienda que el Concilio hace
a los laicos de consagrar el mundo a Dios (LG 34). La frase feliz la utilizó por primer vez,
creo, Pío XII; pero fue recuperada en los documentos conciliares. No se trata de que el mundo
deje de ser profano para tener una dedicación exclusiva a Dios, sino que el cristiano, con su
acción sacralizadora, enderece todos los valores humanos a Dios como último fin. Esta
consagración está ya realizada de modo objetivo después de la Encarnación del Verbo, pero
se actualiza mediante la acción del cristiano. El laico también participa del sacerdocio real
de Cristo; por eso puede actuar como «consagran te» de esas realidades «profanas» (LG 34).
53
Para seguir leyendo: D. de Pablo Maroto: «Los laicos en una Iglesia posconciliar», en A. Marchetti,
Espiritualidad y estados de vida, cap. 7, l. c., pp. 309-341. E. Ancilli (Dir.), Dizionario di soiritualita dei
laici, Milano, Ancora, 1981. X. Pikaza, «La espiritualidad laical»: Revista de Espiritualidad 43 (1984) 39-58.
CAPÍTULO V
LAS MEDIACIONES
Y FUENTES DE LA VIDA ESPIRITUAL
BIBLIOGRAFÍA
Ni las palabras ni los conceptos de medios, mediación son .nuevos en teología; por
ejemplo se habla de Cristo mediador, los sacramentos como mediaciones, etc. En teología
espiritual son de una fecundidad inmensa, aunque han sido poco explotados bajo esa
denominación. Por primera vez -que yo sepa- ha sido asumida por el Nuevo Diccionario de
Espiritualidad en la edición española (cf. Bibliografía); y Federico Ruiz el escritor que más
ha insistido en ello, sin duda teniendo en cuenta el planteamiento teologal de la vida espiritual
que hace San Juan de la Cruz. En los diccionarios de teología las mediaciones suelen ser
tratadas desde una perspectiva filosófica o en referencia a Cristo y María, mediador y
corredentora respectivamente.
«Todos los medios han de ser proporcionados al fin» (Subida del Monte Carmelo
II, 8, 2).
Admite como axioma fundamental el dinamismo del amor y su función transformante
del amante en el amado, aplicándolo a los distintos objetos amables: Dios o las criaturas. En
consecuencia, el que ama criaturas se transforma en criatura; y el que ama a Dios, se
transforma en Dios. Vale la pena seguir el razonamiento del santo.
Importante es afirmar ya desde ahora que San Juan de la Cruz, el teólogo místico que
más ha tratado de utilizar y discernir la funcionalidad de las mediaciones, ha resuelto con
ellas la paradoja de un Dios que, por una parte, es incomprensible y su experiencia inefable;
que transciende todas las criaturas (Subida I, 4), las operaciones racionales y afectivas del
hombre (Subida II, 4 y 8); y el mismo vocabulario humano (Noche oscura II, 17, 6). Y, por
otra parte, ha intentado como nadie la aproximación de los dos extremos. La solución de esta
aparente paradoja está en la crítica que hace a las falsas o abusivas mediaciones de unión,
seleccionando sólo las que interesan.
Esa realidad puede ser una persona, una cosa, un rito, una acción, una palabra, etc., y
en ella se encarna, de alguna manera, lo transcendente. Es el soporte creatural que da el valor
objetivo y es el fundamento de la relación interpersonal del hombre con lo divino porque
Dios se ha encarnado en su creación.
¿Dónde está el fundamento de esa capacidad mediadora en las personas y cosas? ¿Es
inmanente a ellas? ¿Lo tienen todas? La respuesta teológica más adecuada es que las criaturas
son insignificantes, y por eso el plus de significación de todo lo creado depende de la voluntad
salvífica de Dios que ha dejado en la creación, personas y cosas, una impronta de su ser,
como ya descubrieron los antiguos Padres de la Iglesia interpretando la Escritura. Además,
existe en todo lo creado una ordenación divina a la salvación del hombre, como lo afirma
Pablo: «Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rm
8, 28).
Una aplicación concreta de la funcionalidad mediadora de las ritos, las palabras y las
cosas, la encontramos en la teología de los sacramentos, en cuanto ellos son «signos» eficaces
de gracia para el hombre, lo cual significa que transforman lo humano del hombre en algo
divino. A este respecto, resulta hermosa y muy aprovechable esta página de Leonardo Boff:
Por ejemplo, ante unos acontecimientos idénticos, los hombres reaccionan de diferente
manera. En caso de sucesos racionalmente negativos, unos los aceptan como providencia de
Dios, otros los atribuyen al azar, otros como castigo divino, etc. Todo ello indica la
ambigüedad y la polivalencia de las mediaciones y de los símbolos. Esto no equivale a quitar
todo valor objetivo a los acontecimientos y a las cosas, sino afirmar que la comunión Con
Dios no la crean esos hechos, sino las personas que eligen una u otra. De ahí la importancia
de elegir bien el número y su calidad.
Esta reflexión nos lleva a otra: la personalización de las mediaciones. Hay algunas que
son -por su valor objetivo y universal- necesarias para todos: Cristo, María, la Iglesia, los
sacramentos, las virtudes teologales. De otras podemos prescindir, o al menos no debemos
urgirlas siempre ni a todos: la contemplación de la creación, el uso de tales imágenes, de
ciertos lugares de culto.
1
Los sacramentos de la vida, Santander, Sal Terrae, 1977, pp. 105-107.
pero también subjetivos donde cabe la variedad que podemos sospechar y no coinciden con
su valoración objetiva.
Es claro que existe una supermediación que es Cristo, único mediador según la
Escritura; pero, al mismo tiempo, es la meta de la unión. Vienen después las virtudes
teologales, fe, esperanza y caridad, en cuanto nos unen directamente con la divinidad y,
mediante ella, con todo lo humano y creado.
Federico Ruiz ha propuesto una división que, en general, es aceptable por su amplitud
y globalidad:
Por supuesto no están todas especificadas. Por ejemplo, no se pueden olvidar las
siguientes mediaciones objetivas, llamadas con poca precisión «profanas», como el trabajo,
la cultura, el mundo, los signos de los tiempos, la misma historia de los hombres, la creación
y su contemplación, los bienes creados en general, el quehacer profesional y apostólico, la
experiencia religiosa, el ejemplo de los santos, etc. Y dentro del «culto» caben no sólo los
sacramentos oficiales de la Iglesia, sino otra infinidad de sacramentales objetivos y subjetivos
que el pueblo utiliza para la unión a su manera con la divinidad y que con toda razón son
mediaciones «sacras». Por poner un ejemplo, habría que recordar la devoción a los santos, a
María con todo el cortejo de ideas superpuestas a la piedad oficial u oficiosa.
Lo mismo cabría decir al hablar de las mediaciones sacras, vinculadas algunas a las
cosas, como son los sacramentos a los que hemos aludido; y también a las personas,
categorizadas en la institución Iglesia, como son los superiores, los directores o
acompañadores espirituales; y, fuera de ese esquema sacral, encontramos a los mismos
enseñantes, catequistas, padres de familia, que de palabra o de obra son modelos de vida
cristiana, etc.
Y no olvidemos que por encima de todas las mediaciones reseñadas está la voluntad
salvífica de Dios que utiliza no sólo los medios históricamente revelados y expresamente
acotados por la Iglesia institución: Extra Ecclesia nulla salus (San Cipriano); porque también
2
Cf. en «Mediaciones», en NDE, p. 898. Otras especificaciones, en «San Juan de la Cruz, realidad y
mito», l. c., pp. 363-364. También T. Goffi, La experiencia espiritual, pp. 20-65: «Los agentes de la vida
espiritual».
es verdad que facienti quod in se est, Deus non denegat gratiam. De ahí se deduce como
corolario que hay un modo de actuar divino en todas las mediaciones históricas en cuanto
Dios se sigue encarnando en todas ellas. Especialmente hay que recordar la encarnación de
Dios en la conciencia individual en una especie de logos spermatikós (San Justino)3.
También cabría preguntarse si en estas divisiones queda claro que no todas tienen la
misma importancia y si se distingue bien entre ser causa y mediación, porque la capacidad
de unión con Dios la poseen de muy diferente manera. Pongamos por caso, la mediación de
Cristo y el uso de la imagen de un santo; la contemplación de la naturaleza o el servicio al
hermano; la vida de ascesis o cualquier ejercicio de vida espiritual y -el ejercicio de la vida
teologal, que conecta al creyente con el mundo de las realidades divinas sin posibilidad de
engaño, que unen a Dios con inmediatez, y son pura gracia. La Virgen María, por su función
de corredentora, se acerca a la supermediación Cristo, pero en otro orden de mediación y
significación. Además de perfecta cristiana, goza de la función de modelo y ejemplo de la
creyente fiel, está unida a la mediación de Cristo: es mediadora ante el Mediador. Su acción
en el cristiano va más allá de la ejemplaridad y del influjo externo o de intercesión. Actúa la
corredención desde dentro. Sobre ello volveremos más adelante (cf. n. 4).
3
Puede verse G. Thils, Pour une théologie de structure planétaire, Louvain-La Neuve, Faculté de
Théologie, 1983.
2. LA PALABRA DE DIOS
Los Padres de la Iglesia y los monjes medievales pueden ser modelos en ese
acercamiento no sólo piadoso, sino verdaderamente teologal a la Escritura. Ellos estaban
convencidos de que Dios habla en el texto revelado, tanto en el A. como en el N. Testamento.
El Espíritu Santo, que «habló por los profetas», como recogen los símbolos primitivos, puede
ser una fórmula precisa de lo que creían los grandes espirituales de todos los tiempos. En el
N. Testamento el logos eterno de Dios se hace Palabra en el tiempo en la Humanidad de
Jesucristo, como afirma el prólogo del Evangelio de Juan. Última palabra y definitiva
revelación para el hombre creyente, dirá San Juan de la Cruz (Subida II, 22).
Cuando en la edad media se escriban las Vitae sanctorum, se florearán con milagros a
semejanza de los santos patriarcas, profetas y apóstoles del A. y del N. Testamento para
significar que por la virtud del Espíritu Santo se convertían en «hombres de Dios», en santos.
La Sda. Escritura se leía en la liturgia (Misa y Oficio divino) y también fuera de ella,
en privado y en público; en las largas horas de oración y de silencio que acompaña la vida
cotidiana de los monjes y ermitaños. Se creía que la fuerza del Espíritu Santo operaba en ella
y a través de ella se transparentaba la fuerza salvífica de Cristo, el centro de la Escritura. Por
eso se puede decir que históricamente la Escritura ha sido el subsuelo de la espiritualidad de
todos los tiempos. Los místicos, a pesar de su aparente y arbitraria interpretación de la
Escritura, se adhieren a la esencia espiritual de la misma, en una especie de intuición
transcultural y carismática4.
4
Para seguir leyendo, cf. bibliografía. Páginas aprovechables, en Ch. A. Bernard, Teología espiritual, pp.
360-367.
3. LA LITURGIA, LOS SACRAMENTOS Y LA RELIGIOSIDAD POPULAR
Así ha vivido la Iglesia durante siglos hasta bien entrado el siglo xx. El «movimiento
litúrgico», iniciado en Alemania, Francia y Bélgica en el siglo XIX; el magisterio pontificio
desde Pío X, sobre todo la encíclica Mediator Dei, de Pío XII (1947), impulsaron una nueva
mentalidad que recoge sus frutos en la constitución sobre la liturgia Sacrosanctum Concilium,
del Concilio Vaticano II. Hoy no se puede construir un manual de teología espiritual y mucho
menos organizar una vida espiritual, sin tener en cuenta esa dimensión perdida.
Sacramentos y oración pública y oficial son los que dan a la liturgia su dimensión
eclesial, los que desprivatizan la piedad y unen la acción sagrada individual a la gran
comunidad de fe que es la Iglesia. Por los sacramentos y la oración el cristiano siente a la
Iglesia como comunidad-comunión destinada a una función salvífica, no una institución
5
Cf. J. Castellano, «Celebración litúrgica y existencia cristiana»: Revista de Espiritualidad 38 (1979) 49-
69.
sociológica y de poder. La Iglesia es el lugar donde el cristiano vive otras mediaciones
subsidiarias, como la función jerárquica, el carisma de la dirección espiritual, donde lee la
palabra de Dios interpretada a la luz de la gran Tradición, la realidad del otro como hermano
creando comunión, etc.
Vale la pena recordar algunos de los principios establecidos por el documento citado
del Vaticano II. Los apóstoles son enviados a predicar el Reino de Dios, la salvación,
mediante el sacrificio y los sacramentos, «en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica»
(SC 6). La salvación procede de Cristo porque está presente en la Iglesia «sobre todo en la
acción litúrgica» (n. 7). La liturgia es «el ejercicio del sacerdocio de Cristo» (n. 7). Con razón
concluye el texto conciliar que «la liturgia es la cumbre a la que tiende la actividad de la
Iglesia, y, al mismo tiempo, la fuente de donde dimana toda su fuerza» (n. 10). Cumbre
porque ella realiza en el hombre la función salvadora de Cristo: santificar, función última de
la Iglesia. Y fuente porque es la causa de la santidad. Pero advierte sabiamente el documento,
previendo los desmadres posteriores, que «la participación en la sagrada liturgia no abarca
toda la vida espiritual» (n. 12). El ala tradicional de la espiritualidad acusó a los liturgistas
de querer imponer lo que comenzó a llamarse entonces el panliturgismo, práctica que
minusvaloraba otras formas clásicas de piedad, como la oración personal, vocal o mental, los
así llamados «ejercicios piadosos» citados por el mismo documento, que comenzaron a entrar
en crisis (cf. n. 12. Es aconsejable leer los nn. 5-13 de SC).
Y de nuevo la vida real del hombre espiritual vuelve a ser confrontada con la vida
litúrgica en un tercer estadio de las celebraciones. En la liturgia también celebramos la vida
de los hombres que celebran los ritos sagrados. Sólo así la liturgia no será un jeroglífico
incomprensible, sino parte de una existencia que se integra en la fe6.
Ya hemos dicho que las «devociones» a María y a los santos surgen cuando fracasan
las grandes fuentes de la espiritualidad: el acceso a la Escritura, la vida litúrgica y eclesial, el
cristocentrismo, la vida trinitaria, etc. Generalmente coincide con la carencia de una
evangelización sistemática; aunque la dimensión «popular» de la piedad es innata a la
religiosidad y a la fe cristianas y no siempre coincide con el analfabetismo de los creyentes,
porque ni siquiera se libran del sentido popular de la devoción los mejor formados
religiosamente. Por recordar ejemplos llamativos entre los místicos, San Juan de la Cruz, que
es un crítico formidable de las formas de piedad popular, en coherencia con su proyecto
teologal, se extasía después ante la imagen del Niño Jesús. Santa Teresa de Jesús, que vivió
las experiencias de las séptimas moradas, vive ingenuamente la fe popular practicando
infinidad de devociones7.
Quiero insistir sobre todo en la espiritualidad mariana como prototipo de todas las
devociones populares por su significado en la historia de la espiritualidad y en la teología
espiritual. Que existió un corrimiento de la piedad cristológica y del culto a los santos,
presente en los orígenes del cristianismo, al culto a María, parece evidente en la situación
actual de las investigaciones. La evolución sería: de Cristo, a los santos y a María. Los siglos
X-XIII son especialmente significativos para comprobar la evolución, debido a la turbulencia
de los tiempos «recios», a la necesidad de sentir emocionalmente la paternidad de Dios
misericordioso que se hace madre en María, y, por parte de la Santa Sede, propagar una
devoción «universal» que unifique los poderes religiosos y políticos en la sede central de
Roma8.
6
J. Castellano sigue ese esquema en el curso de Liturgia y vida espiritual (cf. bibliografía); síntesis, p.
223. Aplicación de la vida sacramental a la vida espiritual, en Ch. A. Bernard, Teología espiritual, pp. 322-
353.
7
Cf. Daniel de Pablo Maroto, «San Juan de la Cruz, testigo de la religiosidad popular»: Salmanticensis 38
(1991) 65-88. El tejido de la piedad popular en las distintas etapas de la historia, lo recogí en mi Historia de la
espiritualidad cristiana, pp. 125-143; 202-204; 311-322; 371-376.
8
Cf. éstos y otros datos en mi estudio, «La "devoción popular" a María en la historia y en la teología», en
Ana María del Niño Jesús, La Hermosa. Patrona de Fuente de Cantos (Badajoz), Fuente de Cantos,
Carmelitas Descalzas, 1994, Prólogo, especialmente, pp. 14-29. Todo el trabajo, pp. 5-33.
«Sin embargo, la misión maternal de María para con los hombres, no oscurece ni
disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para
demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los
hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la
superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende
totalmente de ella y de la misma saca su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata
de los creyentes con Cristo, la fomenta» (Lumen Gentium 60).
Según eso, el cristiano tiene que ver en María algo más que un ejemplo estático de
virtudes que tiene que imitar. Más que la primera cristiana, «miembro excelentísimo y
enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe
y en la caridad» (LG 53). En realidad, es el canal de gracias con el que conecta el hombre
espiritual al aceptarla no como mera figura histórica (la madre de Jesús), sino como
mediación de gracia por sus funciones en la Iglesia y en la vida del cristiano. Ella toma parte
activa en la espiritualización del hombre por su función de mediadora, como ya veíamos.
Pero no olvidemos que es también cristiana ejemplar, practicante de un estilo de vida que
puede y debe ser imitado por el cristiano. María, en ese sentido, es modelo de virtudes a
copiar por la Iglesia, como ha recordado el Concilio Vaticano II (LG 65). Ella nos ayuda a
profundizar en el misterio de Cristo y de la Iglesia e influye en el ejercicio de las virtudes
como modelo dinámico que es.
Dentro de un manual de teología espiritual, cabe citar lo que dice la Lumen Gentium
sobre la plenitud de gracia que posee María desde el momento mismo de su concepción,
recordando la constante tradición doctrinal de la Iglesia, ya que es «totalmente santa e inmune
de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo»
(LG 56). No olvidemos que teológicamente la santidad, meta de la vida espiritual, es obra
del Espíritu Santo.
El culto a María es la consecuencia de una teología subyacente que debe tener en cuenta
el cristiano. La parte IV del capítulo 8 de la Lumen Gentium trata precisamente del tema,
manteniéndolo dentro de unos límites racionales entre la exaltación emocional creadora de
falsas exageraciones y la «excesiva mezquindad de alma al tratar de la singular dignidad de
la Madre de Dios» (LG 67).
«Recuerden, finalmente, los fieles -escriben los padres del Concilio- que la
verdadera devoción no consiste ni en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una
vana credulidad, sino que procede la fe auténtica, que nos induce a reconocer la
excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre
y a la imitación de sus virtudes» (LG 67).
Entre las distintas devociones caben las así llamadas «populares», que han crecido en
todas las épocas y culturas cuya sola enumeración y descripción llenaría muchas páginas.
Tienen que ser interpretadas a la luz de los grandes principios de la teología dogmática, sobre
todo de la cristología, de la mariología, de la vida litúrgica, etc. Lo mismo se podía decir de
las visiones y «apariciones» de María, de sus imágenes y otros fenómenos místicos o
paranormales, hoy tan abundantes, que tienen su cuadro interpretativo en un ámbito
interdisciplinar. La historia religiosa de los pueblos cristianos está muy vinculada a la
aparición de esos fenómenos que tienen un significado no siempre religioso, sino cultural,
económico y social.
Ante estos hechos cabe la interpretación crítica y la pastoral. La primera puede y debe
ser negativa y rigurosa, hecha desde un tratamiento científico de la fe que interpreta el
epifenómeno de lo religioso. La actitud «pastoral» puede ser más benigna, sobre todo con las
«devociones» y las manifestaciones cúlticas o creencias ancestrales arraigadas en la cultura
de los pueblos. Se trata de las famosas «tradiciones» imposibles de desarraigar y que deben
ser al menos «toleradas» porque son el alimento a veces único del pueblo. Teológicamente
se debe decir que corresponde al pastor la obligación de interpretar los hechos y las prácticas
para que sean entendidos históricamente y desde su adecuación al dogma9.
9
Cf. para seguir leyendo, S. de Fiores, «María», en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid,
Paulinas, 1983, pp. 850-859. Una panorámica global de mariología, en el mismo autor, Maria nella teologia
contemporanea, Roma, Centro di cultura mariana «Mater Ecclesiae», 1987. Sobre el sentido de las
«apariciones» marianas escribí en el estudio citado: «La "devoción popular" a María ... », l. c., pp. 21-32.
hábitat natural, con la creación como «medio» para la santidad y la unión con Dios. Éste es
el aspecto «espiritual» del problema al que ahora nos referimos.
Del carácter mediático de los sacramentos y del cosmos hablamos en este mismo
capítulo (V, 1, A, 1). Tenemos que volver sobre el tema desde la perspectiva de la ecología.
Lo ha expresado bien Leonardo Boff desde su conexión con el pensamiento sacramental:
Es a través de la sacramentalidad del universo, descubierto por los antiguos Padres del
desierto y por los místicos de todos los tiempos, cómo se lleva no sólo al gozo estético de la
naturaliza, sino a utilizarla como mediación para el encuentro plenario con Dios. El universo
es misterioso y significante, está preñado de sacralidad y sacramentalidad para la mente
contemplativa. Si admitimos que la mística es la cumbre de la perfección cristiana, tiene una
variante en la interpretación religiosa del universo en una curiosa confluencia con la ciencia
eco lógica. El chamanismo explicaría la mística provocada o natural por el recurso a lo
mágico mediante el uso de sustancias narcotizantes, danzas rituales, control del pensamiento
y otras técnicas. Pero no hace falta el uso ni abuso de los narcóticos para excitar la
imaginación y descubrir redes simbólicas en el universo que sirvan de mediación para la
fusión con el Absoluto. Ella misma crea, proyecta o interpreta esos símbolos en la
contemplación de las cosas más simples del universo convirtiéndolas en sustancia
significativa. El hombre moderno, inmerso en una mentalidad tecnocrática, ha perdido la
capacidad creadora de signos sacramentales al contemplar el cosmos. Para el hombre
primitivo el universo estaba poblado de misterios que le conducían al gran misterio que es
Dios, era todo él un sacramental.
10
Los sacramentos de la vida, Santander, Sal Terrae, 1977, pp. 43-44.
11
M. E1iade, El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis, México, 1960. Th. Roszak, El nacimiento
de una contracultura, Barcelona, 1970. Id., Where the Wastelands ends, New York, 1973.
La unión entre mística y ecología hoy no debería ser casual, sino que mutuamente se
complementaran. La espiritualidad se puede aprovechar de este movimiento sociológico que
tiene una vertiente religiosa. Interpretando a Roszak ha escrito Luis Maldonado:
«En fin, Roszak ve claramente la relación estrecha del renacer místico con la
ecología. Piensa que el mundo contemporáneo nos ofrece, con la ecología, un medio
de escuchar la resonancia simbólica de los fenómenos naturales. La ecología es el
camino más corto que sigue la conciencia objetiva para acceder a la visión sacramental
de la naturaleza, esa visión que subyace al símbolo de la unidad ... Esta salida de la
nueva vivencia mística hacia la ecología es de extrema importancia para los estudiosos
tanto de la religiosidad popular como de la mística tradicional. Ambas han estado
insertas en un medio cósmico-agrario. Ese medio parecía que desaparecía al llegar a su
apogeo la civilización técnica. Pero he aquí que esta misma cultura técnica está
engendrando una nueva cultura, la ecología, que si no es la antigua rural sí es afín a
ella por su común gravitación en tomo a la naturaleza»12.
Volviendo a los Padres del Yermo, adquieren hoy una nueva relevancia leídos en ese
contexto eco lógico. Si nos atenemos a los relatos conservados de la antigüedad cristiana, los
anacoretas de Siria, Palestina, Egipto, Mesopotamia y otros lugares parece que superaron las
leyes naturales del cosmos y de sus propios cuerpos, bien haciendo milagros, bien llevando
un género de vida que, de ser verdad histórica, es terrorífica. Por ejemplo, algunos vivían en
grutas y cavernas, o a la intemperie, abrasados por el solo las intensas heladas; o subidos en
columnas de varios pies (estilitas), y hasta en los árboles de la selva; otros se mantienen
constantemente en pie; comen la hierba del campo como los animales, o ayunan durante días,
etc. Otra serie de referencias de esos mismos relatos antiguos exponen la cercanía de los
ermitaños a la naturaleza cultivándola, dominando a los animales salvajes y dañinos como si
emanase de ellos una fuerza de control.
De ser verdad estos hechos -y no hay razón para negarlos, aunque sí para interpretarlos-
demuestran que existe un modo de utilizar la naturaleza como medio para la unión con Dios:
transcendiéndola. Es decir, redujeron las necesidades naturales al mínimo convirtiendo la
nada y el vacío en plenitud. Es un modo negativo de descubrir en la naturaleza, esta vez en
su carencia, un medio de unión con la divinidad. La comunión con los animales salvajes, el
dominio sobre ellos lo interpretan los historiadores antiguos por la fuerza de la santidad que
se transparenta en los hombres de Dios, los habitantes del desierto. Esa antigua tradición se
ha mantenido en algunos de los personajes más populares de nuestra hagiografía medieval,
por ejemplo, San Antonio de Padua, San Francisco de Asís. La naturaleza no es agresiva
contra el hombre, como si hubiesen llegado los tiempos mesiánicos anunciados por el profeta
Isaías (11, 6-9). El «hombre espiritual» de los desiertos se encarnó en la naturaleza, la
dominó, ayudó con su abstinencia y trabajo a conservar los recursos. Los historiadores de los
hechos no parecen preocupados de presentar a sus héroes como contemplativos, buscadores
del rastro de Dios en las cosas del entorno. Hoy esas posturas aparentemente antihumanas no
12
Religiosidad popular. Nostalgia de lo mágico, Madrid, Cristiandad, 1975, pp. 160-161.
encajan en una visión positiva del cosmos y de la vida. Pero la interpretación completa la
daré al hablar de la ascética cristiana (cap. VII, 3, C)13.
«Llama bosques -escribe- a los elementos, que son tierra, agua, aire y fuego;
porque, así como amenísimos bosques, están poblados de espesas criaturas, a las cuales
aquí llama espesuras por el grande número y mucha diferencia que hay de ellas en cada
elemento. En la tierra, innumerables variedades de animales y plantas; en el agua,
innumerables diferencias de peces, y en el aire, mucha diversidad de aves; y el elemento
del fuego, que concurre con todos para la animación y conservación de ellos» (canc. 4,
2).
Por esos «bosques y espesuras», pasó el Amado «mil gracias derramando» al criarlas
(canción 5), dejando «algún rastro de quien Él era», porque pasó «con presura» al ser obras
menores de Dios (ib., 5, 1 Y 3); pero al unirse con todas ellas en la Humanidad de Cristo,
«vestidas las dejó de hermosura» (ib., 5, 4). Todas son «mensajeros» del Amado, pero el
alma enamorada del Cántico espiritual se le queja porque: «no saben decirme lo que quiero»
(canción 6). Suspira por una revelación más diáfana y epifánica: «¡Ay, ¿quién podrá
sanarme? / Acaba de entregarte ya de vera; / no quieras enviarme / de hoy ya más mensajero
/ que no saben decirme lo que quiero»! (canción 6). y así sigue la marcha ascendente a la
búsqueda del Amado a través de las criaturas que déjanla muriendo «un no sé qué que quedan
balbuciendo» (canción 7). Hasta que encuentra la respuesta definitiva en la cristalina fuente
13
Cf. mi estudio, «El "hombre espiritual" y la naturaleza ... », l. c. en bibliografía).
de la fe que alumbra Cristo y transparenta las verdades últimas como el «cristal» (canción
12).
En este contexto de las mediaciones vale la pena al menos hacer memoria del hecho al
que pocas veces se alude. En la tradición espiritual de Oriente y Occidente, pareció apropiado
encomendar al hombre espiritual buscar la unión con Dios en la oración, especialmente la
contemplativa e interiorizada y en la experiencia que de ella resulta; en la soledad de un
desierto o al menos en una celda de ermitaño.
La miseria humana como interpelación y provocación de unión con Dios, hay que
extenderla también a la contemplación de la miseria moral de la humanidad: drogas,
violencia, odios, falta de valores, etc. Todo ello crea una especie de solidaridad con lo
humano que se transfigura en descubrimiento de lo divino. Los hechos dramáticos y humanos
han cumplido su función mediadora14.
14
Libro elocuente, aunque no escrito en la perspectiva aquí propuesta, es el de J. I. González Faus,
Vicarios de Cristo. Los pobres en la teología y espiritualidad cristianas, Madrid, Trotta, 1991.
CAPÍTULO VI
BIBLIOGRAFÍA
Iniciamos la andadura con esta fórmula clásica que se encuentra en los grandes clásicos
de la espiritualidad y es tan rica de contenido. La Escritura, los grandes Padres de la Iglesia
y los místicos nos darán la pauta para la investigación.
La Sda. Escritura ofrece el fundamento para que el teólogo pueda elaborar un discurso
coherente sobre la unión del hombre con Dios. Algunos de los grandes temas bíblicos hacen
referencia explícita a la cercanía, presencia, comunión del hombre con Dios. Ofrecemos en
forma de conclusiones la teología subyacente en la Palabra revelada.
En primer lugar, la revelación de Dios aparece como una iniciativa divina, como
donación. Dios elige al pueblo de Israel como paradigma de la elección de toda la humanidad
con la que quiere entrar en relación de amor. La elección de los profetas, jueces, reyes y
apóstoles para una misión es también una manifestación de la unión de Dios con su pueblo.
Lo mismo se diga de las teofanías, tan frecuentes en el A. y el N. Testamentos (revelación
de su nombre, zarza ardiente, el arca de la alianza, la nube, la roca, el fuego, el silva ante la
roca de Elías, la Transfiguración de Cristo, etc.). Todo indica la presencia de Dios en su
pueblo y la conciencia que Israel tiene de la cercanía de Yahvé. En las relaciones de Dios
con su pueblo predomina el amor y la misericordia, que va in crescendo desde el A. al N.
Testamento. La revelación crece desde el Dios de la cólera y el juicio al Dios del perdón.
1
Es casi pura anécdota el advertir que la obra de G. Gutiérrez, Beber en su propio pozo, Salamanca,
Sígueme, 1984,2," parte, pp. 48-119, siga este esquema, aunque el desarrollo no coincida con el nuestro.
Segundo. La iniciativa divina se expresa en la alianza con Noé, Abrahán y Moisés e
indica también una unión del pueblo con Yahvé. Todas las alianzas de Dios con el pueblo
culminan en la Encarnación del Verbo de Dios, sobre todo en su muerte y resurrección.
Tercero. Los símbolos elegidos son también muy significativos: la unión esponsal, los
desposorios de Yahvé con el pueblo, idea frecuente en el A. Testamento y cantada
poéticamente en el Cantar de los Cantares. La unión total de la esposa (alma, Iglesia,
humanidad) con Dios o con Cristo se realiza plenamente en la Encarnación. Jesús habla de
su unión con los creyentes como la vid a los sarmientos (Jn 15, 1-15). Y pide al Padre la
unión de los cristianos con Él y con las tres divinas Personas (Jn 17, 11-23).
Cuarto. Pablo y Juan hablan de la inhabitación de Dios en el alma del justo (cf. en cap.
III, 2, B, 1), b)]. Esta koinonía con el Padre, con Cristo y con el Espíritu Santo, indica una
unión ontológica, no meramente psicológica (conocimiento y amor), porque cambia la vida
del creyente en una vida nueva. Jesús quiere que esta unión permanezca no sólo refiriéndose
a sus primeros discípulos, sino a todos los creyentes (oración sacerdotal: Jn 17), y se
mantendrán unidos por la comida de su cuerpo y la bebida de su sangre (Jn 6) y el ejercicio
de la caridad y de la fe (1a. Jn).
En conclusión. De estas breves alusiones se deduce que desde el libro del Génesis,
donde Dios aparece como creador (unión sustancial con sus criaturas), conversando con Adán
y Eva antes de la caída (unión afectiva), hasta el Apocalipsis, donde resplandece la «ciudad
santa, la nueva Jerusalén», «morada de Dios con los hombres», todo habla de esa «unión» de
Dios y el hombre.
Con tres categorías explicaron los Padres y antiguos escritores la unión del creyente
con Dios, tomando la Escritura como fundamento: el hombre como imagen y semejanza de
Dios, la divinización y la unión transformante.
En realidad, Cristo es la verdadera imagen del Padre; al decir la Escritura que el hombre
fue creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gen 1, 26-27), lo entiende que lo es «según la
imagen de Cristo».
2
«Oriente cristiano», en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid, Paulinas, 1983, p. 1026.
3
A. Orbe, Antropología de San Ireneo, Madrid, BAC, 1969, p. 123. Cf. pp. 121-125: y Teología de San
Ireneo I, Madrid: BAC, 1985, pp. 362-365.
«¿Acaso, según la interpretación de algunos de los nuestros, el hombre no ha
recibido la imagen en el momento de su nacimiento y sólo más tarde, a medida que
avanza la perfección, recibe la semejanza?» (Str, II, 22, 131, 6. SC 38, 133).
Cirilo de Alejandría explica esta «imagen de Dios» en el hombre con el símil del sello
sobre la cera como obra del Espíritu Santo:
«Es él mismo (el Espíritu Santo), que siendo Dios, procediendo de Dios, se junta
invisib1emente, se diría como un sello sobre la cera, a las almas que le reciben; así, por
la comunicación que él hace de sí mismo, devuelve a la naturaleza la belleza que antes
tuvo y rehace al hombre a imagen de Dios» (Thesaurus 34, PG 75, 609).
Sobre el tema se dijo bastante en el cap. III, 2, B, 2). Divinizado porque Dios lo ha
unido a su vida trinitaria inhabitando ontológicamente en todo el ser, no sólo en sus potencias.
De ello habla la teología dogmática en el tratado de antropología sobrenatural.
Fue Ricardo de San Víctor, probablemente, quien propuso todo el itinerario espiritual
bajo la perspectiva nupcial, camino que, según él, tiene cuatro grados o momentos:
desponsatio, nuptiae, copula, puerperium, y que corresponden a la «meditación,
contemplación, éxtasis y fecundidad apostólica» (cf. De quatuor gradibus violentae
charitatis, PL 196, 1216-1222).
Nos referimos ahora a dos grandes místicos que aceptaron la tradición de los Padres y
los escritores medievales. Hoy se reconoce el influjo que tuvieron Santa Teresa y San Juan
de la Cruz en la confirmación de la terminología patrística y medieval sobre el desposorio y
matrimonio.
«Se debe la terminología a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz. Pero la idea de
las nupcias espirituales y del divino desposorio es muy anterior. No es ni siquiera
propio del cristianismo». «Después de la publicación de las obras de Santa Teresa y
San Juan de la Cruz el nombre de matrimonio espiritual se va imponiendo
4
Cf. textos en P. Adnés, «Mariage spirituel», l. c., p. 390. Algunas referencias bíblicas en A. Álvarez,
«Matrimonio spirituale», l. c., p. 1543).
5
Cf. «11 Cantico dei Cantici nella tradizione monastica», en Bibbia e espiritualitá, Roma, 1967. Citado
por T. Álvarez, «Matrimonio spirituale», l. c., p. 1544, con referencias a autores medievales. También P.
Adnés, «Mariage spirituel», l. c., p. 392.
progresivamente para significar la última etapa de la vida de oración y de la ascensión
mística»6.
En cualquier caso, el símbolo nupcial puede someterse a revisión siempre que resulte
inadecuado, como puede suceder en nuestra época en la que se banaliza la sexualidad y el
sacramento del matrimonio. De hecho, ha sido controvertido por algunos, entre otros por el
gran intérprete racionalista de San Juan de la Cruz, Jean Baruzi. P. Adnes prefiere cambiarlo
por «unión extática» (desposorio), y unión transformante (matrimonio)7.
Antes de seguir con la explicación de la unión del alma con Dios bajo el símbolo del
matrimonio, recordemos otros símiles muy apropiados utilizados por los místicos españoles
algunos tomados de la tradición medieval. Por ejemplo, San Juan de la Cruz utiliza los
siguientes:
- El madero y el fuego:
6
P. Adnes, «Mariage spirituel», en l. c., pp. 388-389 y 403.
7
«Mariage spirituele», en l. c. p. 408.
que tiene contrarios al fuego; y, finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y
calentarle, viene a transformarle en sí y ponerle tan hermoso como el mismo fuego»8.
Existen otros símiles o figuras en los místicos, especialmente en los españoles del siglo
XVI, entre ellos Santa Teresa de Jesús, corno el agua de la lluvia que cae del cielo
confundiéndose con la del río o fuente; como el agua de los ríos que se funden en el mar; el
fuego cruzado y multiplicado de varias candelas; como la luz múltiple que entra por la
ventana transformándose en una sola; o como el gusano que se transfigura en mariposa, etc.
(cf. Moradas VII, 2, 4 y 6). Son símbolos de unión que los teólogos españoles aprovecharon
para explicar con realismo la gracia sobrenatural. La mutua comprensión entre místicos y
teólogos fue fructífera9.
Sobre la unión transformante del alma en Dios ha escrito páginas bellísimas, bien
fundadas en la Escritura y en la teología, creando a veces conceptos nuevos para el teólogo
de su tiempo, que continúan siendo novedad y son dignas de figurar en un tratado de
antropología sobrenatural. Sobrepasando la clásica exposición de la unión de Dios por
«esencia, presencia y potencia», como resume Santo Tomás (Summa I, q. 43, a. 3), distingue
entre la «unión esencial y sustancial», o sea, la natural como creador con su criatura, y la de
«semejanza», o «la unión y transformación del alma en Dios, que no está siempre hecha, sino
sólo cuando viene a haber semejanza de amor ... la cual es cuando las dos voluntades,
conviene a saber, la del alma y la de Dios, están en uno conformes» (Subida II, 5, 3).
Bellísimamente lo ha expuesto el Santo en el Cántico Espiritual, B (falta en el A):
8
Noche oscura II, 10, 1. Lo sigue utilizando en Llama de amor viva, prólogo, 3; 1,3-4; 1, 19.22-23.25.33.
9
Cf. Melquíades Andrés, Historia de la mística del Siglo de Oro en España y América, Madrid, BAC,
1994, pp. 8 y 114-115.
10
Breves alusiones en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 191-196.
«Descubre tu presencia / y máteme tu vista y hermosura / ... » (canción 11). «Para
declaración de esto -escribe- es de saber que tres maneras de presencia puede haber de
Dios en el alma. La primera es esencial, y de esta manera no sólo está en las almas
buenas y santas almas, pero también en las malas y pecadoras y en todas las demás
criaturas ... La segunda presencia es por gracia, en la cual mora Dios en el alma
agradado y satisfecho de ella. y esa presencia no la tienen todas, porque las que caen
en pecado mortal la pierden. Y ésa no puede el alma saber naturalmente si la tiene. La
tercera es por afección espiritual, porque en muchas almas devotas suele Dios hacer
algunas presencias espirituales de muchas maneras, con que las recrea, deleita y alegra»
(canción 11, 3).
Los tres modos de presencia son un don de Dios, pero especialmente el segundo (gracia
sobrenatural) y el tercero, que equivalen a la experiencia de lo divino, una visitación de lo
alto de orden afectivo. Quiero ver en esta exposición que hace el Santo el plus que añade el
místico teólogo sobre el teólogo dogmático. Ambos se apoyan en las fuentes de la teología:
la Escritura, la tradición, el magisterio y la razón; pero el místico añade la experiencia, que
confirma las otras fuentes de la revelación. La cercanía a Dios por experiencia no elimina el
conocimiento de Dios por fe, pero lo completa. El distingue entre «tener a Dios por gracia en
sí solamente y en tenerle también por unión. Que lo uno es bien quererse, y lo otro también
comunicarse ... » (Llama de amor viva 3, 24). Sigue ahondando en ese plus en la explicación
que hace San Juan de la Cruz, por ejemplo, comentando la canción 12 de Cántico Espiritual:
Para conceptualizar la unión, San Juan de la Cruz se vale de una terminología apenas
utilizada por los teólogos dogmáticos. Es aquí donde entra el símbolo nupcial del
«desposorio» y «matrimonio», que incluye otra realidad de la existencia sobrenatural: la
confirmación en gracia.
«El cual es mucho más sin comparación -escribe sobre el matrimonio espiritual
que el desposorio espiritual, porque es una transformación total en el Amado, en que
se entregan ambas partes por total posesión de la una a la otra con cierta consumación
de unión de amor, en que está el alma hecha divina y Dios por participación, cuanto se
puede en esta vida. Y así pienso que este estado nunca acaece sin que esté el alma en
él confirmada en gracia, porque se confirma la fe de ambas partes, confirmándose aquí
la de Dios en el alma. De donde éste es el más alto estado a que en esta vida se puede
llegar»11.
Encaja aquí la referencia a otro concepto estrictamente místico: los toques de amor en
la sustancia del alma, término tan usual en el Santo, quien los define como «sentimientos
interiores que sobrenaturalmente se hacen en el alma» (Subida II, 32, título); son noticias «en
la sustancia del alma» (ib., n. 2), recibidas pasivamente y son «toques de Dios» (ib., 3). El
toque definitivo de Dios al alma es el Verbo, puesto de manifiesto en la Llama de amor viva:
«¡Oh cauterio suave! / ¡Oh regalada llaga! / ¡Oh mano blanda! / ¡Oh toque delicado!, que a
vida eterna sabe ... » (canción 2).
Sólo queda la definitiva «consumación» con la beatífica visión, rota «la tela de la vida»
para el encuentro plenario con Dios en la eternidad (Llama de amor viva 1, 30). San Juan de
la Cruz lo ha expresado con otro término desconocido o al menos inusual en la teología
dogmática: la muerte de amor.
«Porque es de saber que el morir natural de las almas que llegan a este estado,
aunque la condición de su muerte en cuanto al natural es semejante a las demás, pero
en la causa y en el modo de la muerte hay mucha diferencia. Porque si las otras mueren
muerte causada por enfermedad o por longura de días, éstas, aunque en enfermedad
mueran o en cumplimiento de edad, no las arranca el alma sino algún ímpetu y
encuentro de amor mucho más subido que los pasados y más poderoso y valeroso, pues
pudo romper la tela y llevarse la joya del alma» (Llama 1, 30).
Estas afirmaciones tan audaces, tan originales, tan profundas y adheridas al mensaje
del N. Testamento, han sido consideradas a veces por los teólogos dogmáticos de profesión
como efusiones líricas del poeta místico; pero deberían ser tomadas en consideración de
nuevo, como lo fueron en los siglos XVI y XVII. San Juan de la Cruz previó la incredulidad
de algunos ante muchos de los temas «narrados» de su propia experiencia mística y
expresados en un lenguaje a veces original:
11
Cántico Espiritual 22, 3. Es la glosa a la canción 22: «Entrádose ha la esposa / en el ameno huerto
deseado / y a su sabor reposa / el cuello reclinado / sobre los dulces brazos del Amado».
« ... no dudo sino que algunas personas, no lo entendiendo por ciencia ni
sabiéndolo por experiencia, o no lo creerán, o lo tendrán por demasía, o pensarán que
no es tanto como ello es en sí... Y no es de tener por increíble que a un alma examinada,
purgada y probada en el fuego de tribulaciones y trabajos y variedad de tentaciones, y
hallada fiel en el amor, deje de cumplirse en esta fiel alma en esta vida lo que el Hijo
de Dios prometió, conviene a saber: que si alguno le amase, vendría la Santísima
Trinidad en él y moraría de asiento en él (Jn 14, 23)” (Llama 1, 15)12.
La Santa habla de dos estadios en relación con el matrimonio espiritual. «La primera
vez» de la que tiene experiencia se le aparece Cristo en su Humanidad «por visión
imaginaria» (ib., 2, 1. Cuenta de conciencia 25. Numeración de Efrén). Pero normalmente
supera los sentidos exteriores e interiores:
12
Sobre el tema puede leerse a Federico Ruiz, Introducción a San Juan de la Cruz. Madrid, BAC, 1968. p.
401. con nota 12.
«Mas lo que pasa en la unión del matrimonio espiritual es muy diferente.
Aparécese el Señor en este centro del alma sin visión imaginaria, sino intelectual...
como se apareció a los Apóstoles sin entrar por la puerta, cuando les dijo: "Pax vobis"
(Jn 20, 21)” (ib., 2, 3).
«Queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con Dios ... no se
quiere apartar Él de ella» (ib., 2, 4).
Utiliza también otro símbolo que le persigue desde las quintas moradas (5, 2): la del
gusano de seda, del que aprovecha todo el ciclo de su metamorfosis (nacimiento, vivir y
crecer, tejer un capuchillo y morir -según ella- para resucitar en mariposa graciosa). Todo un
símbolo múltiple de la vida cristiana desde el nacimiento en el bautismo, purificación con la
ascesis, encerramiento con Cristo y muerte aparente para resucitar con un cambio sustancial
de vida: de reptar por tierra a volar (cf. Moradas V, 5, 2; VII, 2, 6; 3, 1).
«Se entiende claro ... ser Dios el que da vida a nuestra alma» (2, 7). «Hay trabajos
y penas y el alma se está en paz» (2, 13). «Gran gozo interior cuando son perseguidas,
con mucha paz» (3, 3). «Está el alma en quietud casi siempre» (3, 10). «No les falta la
cruz, salvo que no las inquieta ni hace perder la paz» (3, 15). «En todo lo que puede y
entendiere que es servicio de Nuestro Señor, no lo dejará de hacer por cosa de la tierra»
(3, 1). «Deseo ... de que se haga la voluntad de Dios en ellas» (3, 2). «Un desasimiento
grande de todo y deseo de estar siempre a solas u ocupada en cosa que sea provecho de
algún alma» (3, 7).
Pero no está alienada de la vida, ajena a todo lo que le sucede alrededor; no está tan
«endiosada» en lo interior como para olvidarse de lo exterior. Comenta la Santa con un cierto
tono de ironía: «No entendáis por eso, hijas, que deja de tener cuenta con comer y dormir. ..
y hacer todo lo que está obligada conforme a su estado, que hablamos de cosas interiores ...
» (3, 1). Y siempre desciende a la realidad de la vida: «Para esto es la oración, hijas mías; de
esto sirve este matrimonio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras» (4, 6). Ésa es la
función eclesial y social del «espiritual», la respuesta a la pregunta: ¿para qué sirve un
místico? No es un espectáculo curioso para admirar, sino que tiene una misión no sólo orante,
sino otra cualquiera que corresponda a su carisma en el Cuerpo místico de Cristo13.
Este modo de hablar -unión con Dioses coherente con las investigaciones
psicoanalíticas que descubren en el inconsciente del hombre una fuerte tendencia instintual
a la unión, como un deseo de retorno a la unidad del ser de la que fue arrancado: el seno
materno, a través del cual se uniría al gran seno universal, la madre naturaleza. El mismo
instinto primario del amor, como fuerza tendencial y creadora y de interrelación, estaría
sugiriendo ese mismo deseo de integración en lo unitario, en lo holístico del universo. En
este sentido, las enseñanzas de la Escritura y de los místicos no sería más que una propuesta
complementaria, una explicación de los instintos más profundos del hombre como individuo
o miembro de una comunidad. El cristianismo presenta a Dios en su misterio de unidad
trinitaria, no sólo como el símbolo más acabado de ese arquetipo de unidad, sino que
ofreciendo al hombre la posibilidad de vivir en la total identificación con ella15.
13
Conviene leer el cap. 4 de las VII Moradas.
14
Sobre el tema en el Santo, cf. mis estudios: «Olvidos y carencias de un místico: San Juan de la Cruz»:
Revista de Espiritualidad 49 (1990) 583-598, Y Teresa de Jesús, doctora para una Iglesia en crisis, Burgos,
El Monte Carmelo, 1981, pp. 209-214; 230-238.
15
Cf. J. Castellano, «Unione con Dio», l. c., p. 2583.
y lo infinito de Dios. Se trata de una «comunicación esencial de la divinidad sin otro algún
medio en el alma, por cierto contacto con ella de la divinidad» (Cántico Espiritual 19, 4).
Cuando él se refiere a la unión transformante, añade que el hombre es «Dios por
participación» (Subida II, 5, 7; Noche II, 20, 5; Cántico 36, 5: Llama 3, 8 y 3, 78). Esta misma
formulación ha recibido también críticas desde la vertiente católica (Cerfaux, interpretando
la mística de Pablo, diciendo que es una ilusión); como desde la teología radical protestante
(K. Barth, quien acusa a la mística católica de ateísmo porque no respeta la absoluta
transcendencia de Dios)16.
Dejando aparte los grandes debates filosóficos y teológico s que el tema presenta, a
niveles prácticos el problema de la unión del alma con Dios se resuelve prácticamente en el
cumplimiento de su voluntad, en la conformidad a su querer, tan grato a los autores
espirituales experimentales y a los tratadistas populares de la vida espiritual. También Santa
Teresa, mujer nada especulativa, siempre adherida al realismo de la vida concreta, intercala
esa vía práctica en su larga exposición de los grados de «unión»: vistas, desposorios y
matrimonio (Moradas V, VI y VII). Vale la pena leer en esta perspectiva el capítulo 3 de las
Moradas V, donde habla de «otra manera de unión», que es «el amor al prójimo». Es como
un retorno al primer mandamiento de la nueva ley (Mt 22, 36-40)17.
Como decíamos al comienzo del capítulo, esta formulación no debe desgajarse de las
otras dos configuraciones de la santidad: la cristocéntrica y la pneumatocéntrica, de las que
tratamos a continuación. Aquí hemos hablado del predominio de la «unión con Dios» Padre.
Tampoco resuelve el problema de los medios para la unión (cf. capítulo V) y de la finalidad
de la misma: la santidad (cf. cap, III, 2).
16
Cf. algunos de estos problemas, en J. Castellano, l. c., pp. 2586-2587. Los escolásticos debatieron el
problema, pero bajo otra perspectiva: el modo de presencia de la Trinidad en el alma del Justo. Cf. R.
Garigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, ed. c., pp. 114-118.
17
Páginas útiles sobre la unión con el prójimo, efecto de la gracia considerada como amistad Con Dios, en
Jesucristo para vivir la historia, en Jesús Espeja, La espiritualidad cristiana, Estella, El Verbo Divino, 1992,
pp. 127-131. Y T. Goffi, La experiencia espiritual hoy, Salamanca, Sígueme, 1987, pp. 24-28.
Pero no se trata de hacer un duplicado de la cristología, sino que, supuesto el tratado
sobre Cristo, la teología espiritual se convierte en una cristonomía (Cristo, su vida y mensaje,
su destino como hombre divinizado, es la suprema norma ética para el hombre). Más todavía.
Si el cristiano quiere superar el carácter moralizante de una imitación de Cristo, su
cristocentrismo tiene que convertirse en cristopatía (tener experiencia personal de su vida y
misión); para concluir siendo una cristofanía, transparencia de Cristo, o cristoforía, es decir,
un portador de Cristo, como escribió, por primera vez, Ignacio de Antioquía a comienzos del
siglo II.
«De aquí que sea inevitable la pregunta: si esto es así, ¿qué es lo peculiar del
cristianismo? La respuesta inmediata, no más que bosquejada, pero adecuada y exacta,
tiene que ser ésta: ... lo peculiar del cristianismo es ... ese mismo Jesús al que en las
lenguas antiguas y modernas se le llama Cristo». «El cristianismo, en definitiva, no
puede ser o hacerse relevante más que activando (en la teoría y en la praxis, como
siempre), el recuerdo de Jesús en cuanto determinante último, o sea, activando el
recuerdo de Jesús el Cristo, no simplemente de Jesús como uno de los "hombres
decisivos". Todo el cristianismo queda en el aire cuando se le separa del fundamento
sobre el que está edificado: este Cristo. Un cristianismo abstracto es intranscendente
para el mundo»19.
18
Caminos del Espíritu, ed. c., p. 87.
19
H. Küng, Ser cristiano, Madrid, Cristiandad, 19772, pp. 150-151.
al Cristo pospascual. Esa fe existencial es la que ha quedado plasmada en los textos del N.
Testamento e interpretada por la Tradición patrística y vivida por los grandes maestros
espirituales de todos los tiempos. En este apartado nos vamos a acercar a todas esas fuentes.
Aunque escritos después de las grandes Cartas paulinas, reflejan mejor la experiencia
de los Apóstoles y de las primitivas comunidades. Condensan palabras y gestos de Jesús, los
«misterios» de su vida terrena: encarnación-nacimiento, vida oculta, vida pública, pasión-
muerte, resurrección-ascensión. La primera experiencia de los discípulos fue que Jesús era el
«hijo del hombre», el maestro, el profeta y predicador, el taumaturgo, etc. Sólo a la luz de la
Pascua, de la iluminación del Espíritu, la comunidad entiende esos «misterios» dentro de la
totalidad del gran «misterio» que es el Verbo encarnado. Van descubriendo que ese hombre
llamado Jesús, «el hijo del carpintero y de María», es el Mesías y el Hijo de Dios, culmen de
su experiencia religiosa.
El núcleo de la experiencia tenida es que «Jesús vive», porque, no obstante que los
judíos lo mataron, el Padre lo ha resucitado de entre los muertos. Como resucitado, es
«Señor». De ahí que la más primitiva fórmula de fe es de cristoz curioz. «Jesucristo es
Señor» o fórmulas parecidas. Aunque las palabras: Hijo de Dios aplicadas a Cristo, que
aparecen alguna vez en los sinópticos, puedan significar una filiación adoptiva, consecuencia
de su elección divina como Mesías, no de naturaleza, sin embargo, la conciencia de Hijo del
Padre que tiene Jesús es claramente afirmada (Mt 3,17: «Éste es mi Hijo amado, en quien me
complazco», en el bautismo de Jesús). Mt 17,5: «Éste es mi Hijo amado, escuchadle», en la
Transfiguración. Cf. Mt 4, 3: «Si eres Hijo de Dios ... », con nota de la Biblia de Jerusalén);
y fueron entendidas por los discípulos en su verdadero significado.
Jesús vivió una relación particular con el Padre, se consideró Hijo de Dios. Su
religiosidad es teocéntrica. Y ese paternocentrismo es lo que propone en la predicación como
novedad del N. Testamento. Tiene, además, conciencia de que en él se realiza el Reino de
Dios, y exige a sus seguidores dejarlo todo por Él. En Juan, la reflexión teológica sobre el
sentido de Jesús el Cristo llegará a su cumbre: «nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6).
Pero advertimos que el Padre que Jesús predica no es el Dios del A. Testamento, Yahvé, sino
«su» Padre, con nuevas connotaciones de misericordia y paternidad para con los hombres.
20
Santiago Guerra, «Ciencia cristológica y espiritualidad cristocéntrica», l. c., p. 193.
Dios, igual al Padre, y por eso creen en Él y siguen su obra. e) Ese descubrimiento lo realizan
a la luz del Espíritu Santo (Pentecostés). f) Convencidos de esa nueva verdad que ha
cambiado su vida, predican a Cristo como Dios y único salvador de la humanidad, la única
verdad. En Él concluye el A. Testamento y el yahvismo. g) Se ha producido un corrimiento
desde el yahvismo al paternocentrismo predicado por Jesús hasta el cristocentrismo que
predica la nueva Iglesia. h) De esos sucesivos descubrimientos nace la nueva visión de Dios
(teología), del hombre (antropología sobrenatural), y de la vida (moral y espiritualidad como
cristonomía).
En primer lugar, en sus Cartas han quedado fijadas y transmitidas algunas de las
confesiones de fe en Jesucristo como Hijo de Dios. «Toda lengua confiese que Jesucristo es
Señor» (Fl 2, 11). «Porque si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón
que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10, 9). «Nadie puede decir:
«¡Jesús es Señor! sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Cr 12, 3). Éste es el núcleo de la
creencia y de la predicación de las comunidades primitivas en las que se afirma claramente
la divinidad de Jesucristo. Y, por el influjo de su Espíritu, lo aceptan como único salvador.
Con la confesión de fe, el creyente deja que Cristo entre en su vida.
1) «Nos ha elegido en Él antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculado
s en su presencia, en el amor». 2) «Para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo,
según el beneplácito de su voluntad ... ». 3) «En él tenemos, por medio de su sangre, la
redención, el perdón de los pecados ... ». 4) Dándonos a conocer el misterio de su voluntad
... hacer que todo tenga a Cristo por cabeza ... ». 5) «En él también vosotros (los gentiles
efesios) ... fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa» (Ef 1, 3-13).
Las consecuencias para la vida espiritual concreta son evidentes: la vida se cristifica,
se transforma en Cristo, se vive su propio destino, como se verá mejor en el tratamiento del
«seguimiento» o «imitación» de Jesús. El cristiano vivirá la experiencia de lo divino en
Cristo.
«No habla Pablo de una transformación en Dios, sino de una conformación con
Cristo (Rm 8, 29); "En Cristo" (no "en Dios") es el lema característico de su mística.
La filiación divina no se realiza, según San Pablo, ni se vive por y en una relación con
Dios, sino por y en una comunión mística con Cristo ... La mediación de Cristo en
Pablo incluye la idea de centro; no sólo Cristo es paso forzoso hacia Dios, sino que
también Dios está en Cristo. Es importante tener en cuenta ambas cosas a la vez, si no
se quiere desleír el verdadero cristocentrismo paulino y con él el profundo significado
de la mediación de Jesús»21.
21
S. Guerra, l. c., p. 194. Cita a A. Schweitzer, La mystique de I'Apótre Paul, Paris, 1962 como orientador
de esta línea de la mística paulina.
exclamar: ¡Padre! (Rm 8, 15). La consumación del «camino» a recorrer en la experiencia de
filiación en el Hijo y por el Hijo es la que consigue el mismo Pablo cuando dice: «Con Cristo
estoy crucificado y vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 19-20.
Constata con gozo: «Para mí la vida es Cristo» (Fl 1, 21).
En resumen, la vida del cristiano es solidaria con la vida de Cristo, con su proceso
existencial y su misión. Se trataría de un verdadero «seguimiento» o «imitación», como
veremos más adelante. En el cristiano tiene que «acontecer» lo que sucedió en la vida de
Cristo, o lo que es lo mismo, el cristiano participa del destino de Cristo. Es lo que expresa
Pablo en una serie de verbos acuñados ex profeso para contener una idea muy profunda.
«Cristo está presente en la vida del cristiano, porque el cristiano ha sido inserido
antes y ha estado presente en la vida de Cristo, en común destino: con-padecer (Rm 8,
17), con-crucificar (Rm 6, 6), con morir (2 Cr 7, 3; 2 Tm 2, 11), con-sepultar (Rm 6,
4), con-vivificar (Ef 6, 5), con-resucitar (Ef 2, 6), con-vivir (Rm 6, 8), con-figurar (FI
3, 10), con-sepultar (Ef 2,6), con-reinar (2 T 2, 12), con-formar (Rm 8, 29), con-
plantados (Rm 6, 5), co-herederos (Rm 8, 17»22.
22
Federico Ruiz, Caminos del Espíritu, pp. 97-98.
"mediador" de la revelación se convierte en Juan en la revelación misma hecha persona
(1, 14) Y en la "inmediatez" de Dios para el hombre; no sólo por medio de Él llegamos
a Dios, ni meramente en compañía de Él, sino en Él mismo»23.
a) Cristocentrismo y martirio
23
«Ciencia cristológica y espiritualidad cristocéntrica», l. c., pp. 194-195.
24
Daniel de Pablo Maroto, Comunidades cristianas primitivas, p. 157.
puede «canonizar» esos testigos de la fe porque son modelos de creencia. Para el cristianismo
son, además, intercesores.
La figura más eminente, que enlaza cronológicamente con el Evangelio de Juan, es San
Ignacio de Antioquia († 110). Como escribe repetidamente, todos los cristianos son, además
de teóforos, cristóforos, portadores de Cristo (A los efesios 9, 2). Como Pablo, usa con
frecuencia la fórmula «vida en Cristo» (A los efesios 1, 1; 3, 1; 8, 2; 10, 3; 11, 1-2; 12,2; 20,
2; 21,2). Todo ello significa el fuerte contenido cristológico y cristocéntrico de su experiencia
religiosa y su doctrina. No olvida tampoco la fórmula: «vida en Dios» (A los efesios 6, 2; A
los manesios 3, 3; A los tralianos 4, 1; 8, 2).
Prevalece en sus Cartas a las distintas Iglesias, camino del martirio en Roma, un fuerte
sentido de la forma martirial como «imitación» de Cristo hasta inmolarse por Él y como Él
para estar eternamente en su compañía después de la muerte, y así ser su «discípulo» (Carta
a los romanos 4, 1-2). Como mártir y testigo, quiere ser, como escribe a los romanos,
«imitador de la pasión de mi Dios» (ib., 6, 3). E invita a los cristianos a hacer lo mismo: «Sed
imitadores de Jesucristo, como también Él lo es del Padre» (A los filadelfios 7, 2). Imitar a
Jesucristo, su pasión, es una fórmula repetida en sus escritos (A los filadelfios 7, 2; A los
romanos 5, 3), que va más allá del contenido moral de la paciencia, y significa participar en
su destino, ser su «discípulo» en el sentido más profundo del «seguimiento», que es «alcanzar
a Jesucristo» (A los romanos 5, 3; 6, 1). «Imitar, sólo hemos de esforzamos en imitar al
Señor, porfiando sobre quién puede sufrir mayores agravios, quién sea más defraudado, quién
más despreciado ... » (A los efesios 10, 3). No podía faltar, en este denso contenido
cristológico de la vivencia espiritual de Ignacio de Antioquía, la del martirio y la Eucaristía.
Están unidos porque el cuerpo del mártir se inmola como el de Cristo en el ara del altar del
sacrificio. «Trigo soy de Dios -escribe con increíble realismo- y por los dientes de las fieras
he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo» (A los romanos IV, 1)25.
Ese mismo sentido tienen las Actas de los mártires y los escritos específicos de
Orígenes (Exhortación al martirio), de San Cipriano (Exhortación al martirio), y de
Tertuliano (A los mártires, De la fuga en la persecución, Scorpiace). Es también
impresionante el testimonio de San Policarpo, discípulo del apóstol Juan y maestro de San
Ireneo, según cuenta él mismo. Por lo mismo, en conexión con la primera generación
posapostólica. Según su acta rnartírial, se le quería inducir a pronunciar fórmula que
implicaba la aceptación del César como dios: «Kaisar Kyrios». El mártir hace un acto de fe
en Cristo Dios con la conocida expresión del N. Testamento: Cristos Kurios26.
25
Cf. literatura de apoyo, Ignatius M. Le-An-Dai, Le Christ dans la pensé de Saint Ignace d'Antioche,
Roma, Teresianum, 1972, tesis doctoral policopiada.
26
Cf. Martirio de San Policarpo 8, en D. Ruiz Bueno, Actas de los mártires, Madrid, BAC, 1951, p. 271.
martirio» con mayor poder salvador que el bautismo de agua. «Éste es el bautismo que
sustituye al lavatorio no recibido y lo regenera cuando se ha perdido» (Tertuliano, De
baptismo, 16, 2). «En el bautismo de agua se recibe el perdón de los pecados; en el de sangre,
la corona de las virtudes»27.
b) Cristocentrismo y virginidad
La espiritualidad cristocéntrica fue propuesta por los Padres de la Iglesia y los más
eminentes escritores de la antigüedad bajo la fórmula de la «imitación» o el «seguimiento»
de Jesús, que en ellos se suelen identificar, o al menos sin dar tanta importancia a la
terminología, como hemos visto en los textos citados. Uno de los más profundos conocedores
del mundo de los Padres ha escrito que lo de la imitación de Cristo no es una propuesta de
devoción medieval, porque ya se encuentra en los Padres. «En realidad -escribe- los Padres
nunca han cesado de proponemos el ejemplo del Señor, si queremos ser perfectos». Pero
también es verdad «que no basta imitar a Cristo. Es necesario vivir en Él y con Él». «Es
necesario seguirle hasta el final». Cita los testimonios de Clemente Alejandrino: la imitación
de Cristo es «el medio más seguro de ir a Dios». Y el de Orígenes: imitando a Cristo, el
hombre participa de la naturaleza divina. Da la impresión que los mismos intérpretes de los
antiguos Padres no son conscientes del problema debatido hoy del «seguimiento» o
«imitación»29.
Por no seguir acumulando demasiados textos de los antiguos Padres y de los místicos
de todos los tiempos, valgan las referencias a algunos de ellos:
27
San Cipriano, Sobre la exhortación al martirio, pref. 4. Más textos en mi obra Comunidades cristianas
primitivas, pp. 158-182.
28
Cf. más información y textos en mi obra Comunidades cristianas primitivas, pp. 199-211.
29
G. Bardy, La vie spirituelle d' aprés les Péres de trois premiers siécles, II, Tournai, Desclée, 19682, pp.
98 Y 20. Esa misma equivalencia de los términos está presente en la última Historia de la espiritualidad
patrística, Madrid, EDE, 1992, de Manuel Diego Sánchez, pp. 55-58 y 75.
«Para llegar a una vida perfecta es necesario imitar a Cristo, no sólo en los
ejemplos que nos dio durante su vida ejemplar de mansedumbre, de humildad y de
paciencia, sino también en su muerte ... Mas ¿de qué manera podemos reproducir en
nosotros su muerte? Sepultándonos con Él en el bautismo»30.
«Y veo yo claro y he visto después que, para contentar a Dios y que nos haga
grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo
Su Majestad se deleita. Muy, muy muchas veces lo he visto por experiencia; hámelo
30
San Basilio Magno, Sobre el Espíritu Santo, cap. 15,34. PG 32, 127-130
31
A este curioso corrimiento de la piedad me refiero en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp.
132-134, con bibliografía de apoyo en nota 18.
dicho el Señor; he visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos
muestre la soberana Majestad grandes secretos»32.
San Juan de la Cruz († 1591) construye un sistema espiritual en el que Cristo es uno
de los ejes centrales. Del carácter trinitario y nupcial de su mística, algo quedó dicho (cf. cap.
III, 2, B, 2 y 4; y cap. VI, 2, B, 3). Queda por recordar la centralidad de Cristo en su sistema
espiritual, vigorosamente fundado en Cristo mediador como última y definitiva Palabra
revelada por el Padre. Después de él no caben otras revelaciones privadas. Sólo creyendo en
Cristo camino, verdad y vida, el cristiano llegará a la meta de la santidad (cf. Subida del
Monte Carmelo 2, 22). Sobre el cuadro desolado del despojo del alma por las «nadas», el
Santo proyecta la imagen del crucificado que muere cumpliendo la voluntad del Padre y sirve
de soporte teológico. Cristo es el modelo para vivir las «noches» del camino cristiano (ib.,
cap. 7).
Otro de los grandes místicos es San Ignacio de Loyola († 1556), cuyos Ejercicios
Espirituales son un método de oración mental para buscar, encontrar la voluntad de Dios y
seguir la llamada del Rey temporal, Jesucristo, en una «elección de estado», «obrando como
Él se hubiere». La vertebración de los Ejercicios sobre la vida, pasión y muerte del Señor,
salta a la vista del que los realiza y las meditaciones centradas sobre los Evangelios suscitan
«el conocimiento histórico sensible de la Humanidad de Jesús, para pasar a través de ella al
conocimiento interno de su persona y de ahí a un amor que se transmuta en imitación»34.
Otro gran maestro del siglo XVI español es San Juan de Ávila, cuya espiritualidad tiene
en cuenta al pueblo y a los sacerdotes, habla de «imitar» a Cristo, sobre todo en su pasión.
32
Vida. 22, 6. Lo codifica como principio de vida espiritual, aun reconociendo que existen otras opiniones
que ella no sigue, en Moradas VI, 7, 5-9.14-15. Apoyo bibliográfico, en M. Andrés, La teología española en
el siglo XVII, II, Madrid, BAC, 1977, pp. 154-158. El Via spiritus, de Bernabé de Palma, y el Tercer
Abecedario, de Francisco de Osuna, serían dos poleas de transmisión de la devoción a Cristo hombre con los
que polemizó la Santa de Ávila.
33
Ed. de Melquiades Andrés, Madrid, BAC, 1972, Trat. 17, pp. 494-517. Sobre todo pp. 500-503 y 509.
34
S. Arzubialde, Ejercicios espirituales de San Ignacio. Historia y análisis, Bilbao-Santander, Mensajero-
Sal Terrae, 1991, p. 295. En nota 10 cita a J. Sudbrack, quien dice que en los Ejercicios se habla de «imitara
Jesús, no de «seguir».
de imitar en la mortificación de nuestras pasiones ... Lo postrero, hemos de juntamos
en amor»35.
Los testimonios no se agotan con los meramente apuntados. Son como botones de
muestra de una espiritualidad cristocéntrica que siempre ha pervivido en la vida de la Iglesia,
como no podía ser menos. Las «variaciones» dependen de las circunstancias históricas para
las que el Espíritu suscita nuevos carismas y caminos. Algunos de ellos tienen un evidente
entronque cristocéntrico, como hemos visto. Quizá, aunque todavía no ha llegado a su
madurez, haya que leer desde esta perspectiva cristológica y cristocéntrica la espiritualidad
de la liberación, cuyos defensores ven en Cristo un-hombre-para-los-demás, que entregó su
vida por los más necesitados en sentido social y económico, no sólo por los pecadores en
sentido teológico. Sus discípulos deben no sólo «seguir» al Maestro, sino «proseguir» la tarea
iniciada por Él. Ésta es la misión de la Iglesia, comunidad-comunión y estructura.
35
Pláticas a los Padres de la Compañía, en Obras completas, III, Madrid, BAC, 1970, pp. 412-413.
36
Aunque no hablan, generalmente, de estos «caminos» trazados por los espirituales reseñados, pueden
servir de apoyo a siguientes reflexiones los tratados de cristología. «Las figuraciones de Cristo a través de la
historia», en Jeroslav Pelikan, Jesús a través de los siglos, Barcelona, Herder, 1989.
3) El magisterio de la Iglesia
Una visión cristocéntrica de la vida cristiana se obtiene de los números finales de los
cuatro capítulos de la primera parte.
El capítulo I, sobre la «dignidad de la persona humana», concluye con «el misterio del
Verbo Encarnado» que da sentido al «misterio del hombre» (GS 22, 1). Cristo, al morir por
todos, hace que «la vocación suprema del hombre en realidad sea una sola, es decir, divina»,
a la cual todos los hombres están asociados, «en la forma de sólo Dios conocida» (GS 22, 5).
Por eso «por Cristo y en Cristo se iluminan el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del
Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad» (GS 22, 6).
El capítulo II, sobre «la comunidad humana», concluye presentando a Cristo solidario
de la humanidad mediante la Encarnación y la redención. «La índole comunitaria se
perfecciona y se consuma en la obra de Jesucristo» (GS 32, 2). El forma «una nueva
comunidad fraterna entre todos los que con fe y caridad le reciben después de su muerte y
resurrección, esto es, en su Cuerpo, que es la Iglesia, en la que todos, miembros los unos de
otros, deben ayudarse mutuamente según la variedad de dones que se les han conferido» (GS
32, 4). La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, es el paradigma de la nueva familia humana. Es
el predicador de la fraternidad universal (GS 32, 3).
El capítulo III, sobre «la actividad humana en el mundo», destinada al progreso, y que
es autónoma, pero no independiente de Dios y es complementada con la actividad del
cristiano, que no puede olvidar las realidades terrenales y mundanas, y es consumada en
Cristo mediante el «cielo y la tierra nuevos» (GS 3939). Pero esa espera en el tiempo «no
debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde
crece el cuerpo de la nueva familia humana» (GS 39, 2).
El capítulo IV, sobre «la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo», que ayuda
al mundo y se enriquece en su relación con él. El Verbo Encarnado recapitula todas las cosas
en El, siendo «el fin de la historia humana» y en quien se recapitula todo (GS 45, 2)37.
Primero. La vida espiritual se alimenta de la gratia Christi, que procede del misterio
pascual. Le metáfora del «cuerpo» aplicada a la Iglesia en la que Cristo es cabeza, obliga a
pensar en la «capitalidad» de la gratia Christi. Esta cuestión fue resuelta con hondura ya por
Santo Tomás de Aquino. Después de tratar de la gracia que posee el alma de Cristo,
fundamentalmente por estar hipostáticamente unida al Verbo, y porque iba a ser mediador
entre Dios y los hombres (cf. Summa ID, q. 7, a. 1); y afirmar que la poseyó en plenitud (ib.,
a. 9), trata de cómo esa misma gracia poseída pasa a su cuerpo, que es la Iglesia, de la que
es cabeza. La gracia de Cristo comunicada al cuerpo se llama gracia capital. Razona así el
Aquinatense:
«Ya hemos dicho que el alma de Cristo poseyó la gracia en toda su plenitud. Esta
eminencia de su gracia es la que le capacita para comunicar su gracia a los demás; en
lo cual consiste precisamente la gracia capital. Por tanto, es sencillamente la misma
gracia personal que justifica al alma de Cristo la gracia que le pertenece como cabeza
de la Iglesia y principio justificador de los demás; entre ambas sólo hay distinción
conceptual» (ib., III, q. 8, a. 5).
Segundo. Esta gracia tiene una evidente configuración pascual, en cuanto procede de
la muerte, resurrección y ascensión de Cristo. De esa gratia Christi ha hablado claramente el
Vaticano II, así como de los modos de presencia de Cristo en algunas acciones de la Iglesia,
a lo que hay que añadir:
37
Para seguir leyendo, cf. S. de Fiores, «Jesucristo», en NDE, pp. 751-768. G. Moioli, «Cristocentrismo»,
ib., pp. 301-310. S. Castro, «Cristo y su repercusión en la vida espiritual según el Vaticano II»: Revista de
Espiritualidad 34 (1975, 189-202. A, Blasucci, «Cristocentrismo», l. c., pp. 667-676. Analiza el tema del
cristocentrismo en las dos formas aquí aludidas y en las diversas «Escuelas de espiritualidad»: benedictina,
franciscana, dominicana, agustiniana, carmelitana, ignaciana, San Francisco de Sales, el cardenal Bérulle, San
Alfonso María de Ligorio y algunos autores contemporáneos.
Ese misterio de salvación es el que se realiza y actualiza en la Iglesia «sobre todo en la
acción litúrgica» (SC 7, 1). Cristo está presente «en el sacrificio de la Misa, en la persona del
ministro ... en los sacramentos ... en su Palabra», en la Iglesia salmodiando en oración común
y pública, es decir, en nombre de Cristo y orando por toda la humanidad (SC 7, 1). El
fundamento está en que la liturgia es «el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo» (SC 7, 3).
Tercero. Esta constatación dogmática nos lleva a un corolario valiosísimo para la vida
espiritual: el carácter pascual de la vida cristiana, en cuanto centrada en Cristo, se realiza
en las mediaciones humanas. Si es en la Iglesia y por la Iglesia cómo nos llega la gracia
capital de Cristo, ésta tiene también un carácter eclesial. Y en concreto, mediante los canales
de acceso que son los sacramentos celebrados por la comunidad eclesial. Por eso también la
gracia tiene un carácter sacramental.
Más todavía. La conexión de la gracia de Cristo con lo sacramental, nos lleva a una
afirmación que enriquece la caracterización cristo céntrica de la santidad: la unión con la
Humanidad de Jesús, por la vinculación de ésta con los sacramentos. Resuelve el problema
también Santo Tomás de Aquino, al hablar de cómo los sacramentos comunican la gracia en
virtud de la Humanidad de Cristo muriendo en la cruz. Por la carne de Jesús somos redimidos.
Cuarto. Esta influencia del misterio pascual de Cristo en la vida de santidad del
creyente va mucho más allá de ser una simple causa ejemplar, sin que por ello haya que
excluirla. Se trata, más bien, de una causa eficiente y necesaria para la santidad en cuanto
ésta depende de aquélla. Queda evidenciado en la reflexión de San Pablo: «En Él reside toda
la plenitud de la divinidad corporalmente, y vosotros alcanzáis la plenitud en Él, que es la
Cabeza» (Col 2, 9). «Él es también la Cabeza del cuerpo, de la Iglesia ... pues Dios tuvo a
bien hacer residir en Él toda la plenitud» (Col 1, 18-19), «y de su plenitud todos hemos
recibido» (Jn 1, 16).
Quinto. Si Cristo es la única causa de nuestra santidad, se deduce lógicamente que toda
espiritualidad tiene que ser también necesariamente cristológica y cristocéntrica, en el
sentido de que la vida tiene que terminar siendo cristologizada. Cristo es el origen, la causa
formal, el camino, la vida del creyente y también la meta. Todo ello no excluye las otras
«dimensiones» de la santidad: la trinitaria, la teocéntrica o pneumatocéntrica. Significa que
Cristo tiene que ser el único lugar de encuentro del hombre con la divinidad porque en Él se
revela Dios Padre de modo definitivo, y lo hace no en su Verbo, sino en las palabras y gestos
del Verbo-Encarnado, en Jesucristo. La funcionalidad de Jesucristo, como única y última
revelación del Padre al mundo, la ha puesto de relieve San Juan de la Cruz en un breve aviso
que condensa un amplio esquema doctrinal de la Subida del Monte Carmelo: «Una palabra
habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de
ser oída del alma» (Dichos de luz y amor 104. Doctrina completa, Subida II, cap. 22).
Curiosamente también Santa Teresa refiere la experiencia de que la Humanidad de Cristo es
el lugar de encuentro del hombre con la divinidad.
«La vida espiritual cristiana, como inserción en la presencia actual del resucitado-
crucificado-terrestre, se concreta en una manera peculiar de vivir el hombre su mundo
y su historia. Como ya hemos insinuado, el misterio de Cristo es la "salida" definitiva
y consumada de Dios al hombre, a su mundo y a su historia en la persona de Jesús y no
la "vuelta" o regreso del mundo y la historia a un Dios sin ninguna de las dos cosas.
Ello supondría negar la creación y el misterio de Cristo como cumbre y centro de la
misma; el Resucitado no "vuelve" a Dios, sino que Dios "sale" de forma plena en la
resurrección de Jesús, que por eso es el tiempo consumado y no la supresión del tiempo.
De ahí que la vida espiritual cristiana debe definirse directamente como inserción en
el mundo y en la historia a los que Dios ha salido y en los que permanece a través del
Resucitado»38.
Octavo. Pero, aunque esto sea verdad: la salida del Padre al hombre en Cristo, no lo es
menos que la espiritualidad cristiana la vive el hombre no como mera oferta objetiva, sino
que el hombre participa subjetivamente con la respuesta fe-opción fundamental por Dios,
actitud que ha sido suscitada por Dios en el corazón del hombre. La gratuidad del don exige
que admitamos la atracción del Padre hacia el acontecimiento salvador de la resurrección de
Cristo. La primera respuesta de los discípulos de Jesús (evidentemente pospascual) al
acontecimiento resurrección fue, como dijimos, Cristos curios;. Cristo está presente en
los fieles porque es el Señor. Cristo no volvió a la vida precedente, sino que asumió una vida
nueva, inmortal, y por eso nos salva. Ésta es la meta que propusimos a la vida espiritual,
según nuestra definición (cap. II, 7): la vida del «hombre espiritual» se configura por la
comunicación del misterio de Dios al hombre «por el Espíritu de Cristo muerto y resucitado
hasta la plena configuración con él».
Hace años H. U. von Balthasar llamó la atención sobre el tema39 . Esta afirmación
continúa siendo válida. Por su interés para la teología espiritual y para el cristocentrismo,
resumo su pensamiento. El autor sintetiza las formas en que se ha manifestado la
espiritualidad como resolución de la existencia.
El eros como absoluto subjetivo, como «el espíritu en mí», que consiste «en el
conocimiento elemental de un punto absoluto de referencia para con todo lo demás en el
propio espíritu; en la voluntad elemental de orientar todo hacia ese punto absoluto» (p. 9).
La acción, en cuanto superación del «espíritu en mí», el tránsito de la subjetividad a la
objetivación (p. 9). Y la pasividad o la pasión, tránsito de la pura subjetividad del «eros»
como absoluto a la permisividad del sujeto para que lo absoluto «disponga como espíritu
normativo» (p. 10).
38
S. Guerra, «Ciencia cristológica y espiritualidad cristocéntrica», l. c., p. 225. Aconsejable seguir
leyendo este denso artículo donde se pergeña una espiritualidad cristocéntrica de la persona (relación a Dios y
al hombre), del mundo y de la historia. Cf. pp. 225-256.
39
«El Evangelio como criterio y norma de toda espiritualidad en la Iglesia»: Concilium 9 (1965) 7-25.
Éstas serían las formas de una «espiritualidad humana» (p. 11), que el autor juzga desde
la óptica de la fe enseñando sus logros y limitaciones (pp. 11-14). Espiritualidad «natural»,
que entra al servicio del A. Testamento, pero transformando sus contenidos. Mediante la
Revelación se dan una especie de reconversiones. El «eros» se convierte en fidelidad a la
Palabra de Dios, no a la voz de la interioridad y de las propias esperanzas. La «acción», en
«obediencia a la ley» para ser cumplida en la comunidad humana. Y la «pasividad», en la «fe
que lo acepta todo, en la paciencia que todo lo aguanta». En conclusión, «la Palabra de Dios,
sola, aglutina estrechamente hasta una total circuminsesión las tres espiritualidades, si bien
podemos distinguir aquí una espiritualidad preferentemente «profética», otra más bien
«legal» y una tercera más bien «de pasión» (pp. 14-15).
Concluye esta exposición con una referencia a Cristo y a los Evangelios. «En Cristo -
por ser hombre- se destacan nuevamente las espiritualidades humanas, pero con mayor fuerza
que en el A. Testamento». En Él se realiza la espiritualidad del «eros» platónico y la fidelidad
a la Alianza del A. Testamento. La de la «acción» o praxis aristotélica y la ley
viejotestamentaria (hasta la última tilde de la Ley). Y la «pasión» de los estoicos en el
sufrimiento de la Pasión» (p. 15).
«De aquí se deduce algo decisivo para los cristianos: que en adelante las
espiritualidades humanas (y sobre todo las cristianas) son inseparables del sentido
último que han recibido en el esquema de la revelación de Cristo ... En este centro
cristológico encuentran su común unidad todas las espiritualidades cristianas posibles
y, por ello, a través de la fe como centro, han de ser reducidas sin esfuerzo las unas a
las otras» (pp. 16-18).
Llegado aquí, el análisis tiene que concluir en Jesús como centro de toda espiritualidad
humana y cristiana, no una mera «síntesis» de todas ellas. «Desde una perspectiva cristiana,
el punto de síntesis entre Dios y el mundo y la integración concreta del mundo en Dios
descansa siempre en Cristo» (p. 18). Y el «espiritual» tendrá que ver en el «abandonarlo
todo», en el «tomar la cruz» de cada día, la formulación de una espiritualidad específicamente
cristiana. El que cumple esa dimensión cristológica es «santo», no siempre en sentido
canónico, y que va mucho más allá del estar bautizado.
A lo largo de las páginas de este apartado han aparecido las opciones de una
espiritualidad cristocéntrica bajo las formas de la «imitación» o el «seguimiento». Es
probable que los autores de los libros del N. Testamento, los comentaristas de la gran
Tradición o los autores espirituales de todos los tiempos no hayan sido conscientes de la
diferencia o los diversos matices que encierran.
1) Situación actual
Hoy las cosas han variado. La teología se ha hecho más viva, más crítica, menos
especulativa que en la edad media tan existencial como en tiempo de los Padres. El modo de
hacer teología desde la realidad del mundo y a situación del hombre y no desde los principios
dogmáticos, como ya veíamos al hablar del «método» de la teología espiritual (cap. 11, 5,
B), han impuesto variaciones importantes en algunos temas, como puede ser éste del
seguimiento de Jesús, o «seguir» a Jesús, como síntesis de la espiritualidad cristiana y que
enlaza con la espiritualidad cristocéntrica que he intentado dibujar. Aunque existen muchos
más estudios sobre el tema, tomo como punto de referencia algunos planteamientos críticos
para hacer después una valoración personal del tema.
40
Pp. 20-25. Copia páginas enteras, citándolas de modo genérico, Santiago G. Arzubiade, Theologia
Spiritualis I, Madrid. 1989, pp. 31-40.
de recuperarlo; tiene la virtualidad de resumir la totalidad de la vida cristiana y de
evocarla desde lo concreto ... »41.
La vida del «seguimiento» implica para el cristiano una llamada a la que el hombre no
puede poner condiciones porque es Dios el que conduce la vida y está abierta a todos los
riesgos posibles. Es la asunción del destino de Jesús en la propia vida, lo que obliga al
discípulo a vivir la solidaridad con radicalidad, aun con riesgo de la propia vida, en defensa
de los pobres, como lo hizo Jesús, hombre-para los-demás. No se trataría de una llamada a
imitar de Jesús en sentido moral, sino a «negarse a sí mismo» y tomar la cruz.
Analiza después el binomio mística y compromiso, que no pueden ser antagónicas, sino
complementarios (pp. 91-127). En la «conclusión», condensa los elementos de esta nueva
espiritualidad del seguimiento: libertad, disponibilidad, como consecuencia lógica, porque
es apertura a un destino, el de Jesús; la experiencia del encuentro con Jesús, persona; el
compromiso con radicalidad; audacia que vence el miedo, se alía con el riesgo; el proyecto
es la liberación de todos los oprimidos (niveles socioeconómicos, políticos, antropológicos,
liberación del pecado); la radicalidad con renuncias absolutas, que comporta la alegría y el
proyecto utópico (cf. pp. 233-236).
41
P. 13. Cita a J. Sobrino, «Seguimiento», en C. Floristán J. J. Tamayo, Conceptos fundamentales de
pastoral, Madrid, 1983, p. 937.
42
lb., pp. 60-61. Toda la exposición, pp. 15-70.
Santiago Guerra, en el artículo citado en varias ocasiones, también ha criticado la
presentación tradicional de la «imitación» de Jesús como camino de santidad por razones
más profundas, pero sin proponer el camino alternativo del «seguimiento». Le parece
producto de una lectura platónico-griega de Jesús como Hijo del eterno Padre; por eso las
«virtudes» no son propiamente de Cristo, sino manifestaciones de la realidad «eterna», es
decir, de Dios. Al rehacer la cristología desde el pensamiento hebreo-bíblico, se entiende
mejor una espiritualidad verdaderamente cristiana, fundada en Cristo. Le parece que en la
imitación se presentan las «virtudes» de Cristo como un concepto abstracto que el cristiano
tiene que copiar para asemejarse a Él y ser santo. Y ahí está el error que quiere rectificar.
«Esas "virtudes" sólo pueden ser virtudes de Cristo cuando son el mismo Cristo,
cuando se consideran como aspectos distintos del "acontecimiento" de Cristo. Sólo
dentro de la constelación de realidades que constituyen el acontecimiento de Cristo, y
que resumíamos unas líneas más arriba, tanto las virtudes teologales como las
cardinales puede ser virtudes cristianas ... ».
Según él, la visión tradicional olvida que los Evangelios no son sentencias morales o
espirituales para ser asimiladas y vividas como un código moral; sino el mismo Cristo como
suceso salvador. Distinguir y separar la salvación que se obra en Cristo y la «vida» de Jesús
considerada sólo como «ejemplo» a imitar, resulta de difícil comprensión y cargado de
consecuencias.
43
«Ciencia cristológica y espiritualidad cristocéntrica», l. c., pp. 222-223.
-especialmente en la Misa y sacramentos- celebramos a un viviente (Jesús presente porque
es un resucitado), pero connotando el hecho pasado de la muerte de Jesús.
Finalmente, por poner un ejemplo e interpretación de las dos actitudes desde la óptica
de la teología de la liberación, insistiendo más en el «seguimiento» que en la «imitación»
como norma de vida ideal cristiana, cito las palabras de Jesús Espeja. Según él, la
espiritualidad tiene que consistir en
Éste sería el seguimiento «cristológico» (la segunda etapa del anuncio del Reino hecha
por Jesús), distinto del primer seguimiento «mesiánico» de los Apóstoles. En ello consistiría
la «espiritualidad» cristiana desvestida de ambigüedades y válida para todos los tiempos. La
clave creo que es suficientemente clara para que nos detengamos más en ella.
44
Jesús Espeja, La espiritualidad cristiana, Estella, Verbo Divino, 1992, p. 97.
como norma literal de vida para fundar una vida «apostólica» han preferido la fórmula del
«seguimiento».
Segundo. Pero de ninguna manera es una regla absoluta. Junto a ella ha crecido la de
la «imitación», fijada por Pablo antes de que fuesen escritos los mismos Evangelios. Ello nos
hace ser cautos a la hora de problematizar la existencia cristiana formulada con ese término.
Pablo no se considera «seguidor» de Cristo porque no anduvo con Él en su vida terrena; pero
sí tuvo experiencia de ser un «Viviente» que había influido en su vida obligándole a «imitar»
su destino. No es un «discípulo», sino un «apóstol». No le preocupa imitar las virtudes de
Cristo, hacer de su doctrina un código moral, sino estar identificado con él (santidad, misión,
destino), como lo indican las fórmulas: «vivir en Cristo», «vida en Cristo», o similares. Pablo
y los cristianos tienen que vivir el ciclo existencial de Jesús: muerte y resurrección (Rm 6, 2-
4). De ahí que pueda decir: «Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir
de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cr 4, 10).
El cristiano, según él, ha sido predestinado para «reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8,
29-30). El mismo quiere «completar en su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo»
(Col 1, 24), porque el anuncio de la Buena Nueva todavía está sin concluir.
Identificación con Cristo, más que «imitación», es lo que propone Pablo como camino
cristiano cuando crea esa serie de verbos reproducidos más arriba [cap. VI, 2, A, 1), b)]
compuestos de la partícula con, indicando no una simple copia de un modelo heroico de
virtudes, sino una asimilación de su misterio de muerte y resurrección. En algunas ocasiones
Pablo habla expresamente de «imitar» a Cristo y ése es el programa que propone a los
cristianos como modelo de vida: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cr 11,
1).
Uno de los ejemplos más sorprendentes entre los modelos de identificación con Cristo
es el de la beata Isabel de la Ssma. Trinidad († 1906), que quería ser «revestida» de Cristo.
45
E. Ledeur, «Imitation du Christ», l. c., p. 1570.
Y pedía a la Trinidad ver realizada en su alma «como una encarnación del Verbo». «Quiero
ser -decía- para Él una humanidad suplementaria donde renueve todo su misterio»46.
Actitudes como éstas indican mucho más que «seguir» a Cristo. Se trata de una mística
de la identificación con Cristo, como lo experimentó Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo. Es
Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 30).
Desde entonces muchos cristianos han vivido su encuentro con Cristo, una unión con
sus ideales, con su destino y su misión y no hablan de «seguimiento», sino de «imitar», como
ha quedado claro en los testimonios ya aludidos con anterioridad (cf. cap. VI, 2, A, 2). Los
grandes místicos, como Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz y otros
anteriormente citados tienen sus preferencias por el término de la «imitación», aunque un
análisis más profundo quizá nos revelaría que los usan indistintamente. Se trata de una
imitación de sus actitudes fundamentales ante la vida y la muerte. Lo importante para ellos
es colocar a Cristo en el centro de la piedad y de la vida; las formulaciones les preocupan
menos. Cristo es para ellos el modelo de virtudes, la causa de santidad, la meta e ideal de la
vida.
El capítulo 7 del libro II de Subida del Monte Carmelo está estructurado sobre la
doctrina del seguimiento de Cristo crucificado como ejemplar primero que se sometió a la
46
Oración a la Ssma. Trinidad, en Obras completas, Madrid, EDE, 1986, p. 281.
47
Puede verse el largo análisis de E. Ledeur, «Imitation du Christi», l. c., pp. 1562-1587.
experiencia de purificación de la fe y lleva consigo la negación de sí mismo, que es como
seguir a Cristo (ib., 7, 5).
Sexto. Las reflexiones precedentes nos llevan a la conclusión de cómo entender hoy la
imitación o el seguimiento. Si no reducimos el término «imitación» a una categoría
meramente moral, como si Cristo fuese un gran héroe a quien tenemos que copiar, y la
consideramos como adhesión a la persona de Jesús, a su vida y su destino, Jesús que es
camino, verdad y vida, etc., puede ser utilizada todavía esta fórmula. Hay que evitar hacer de
Jesús una colección de testimonios de bondad del «pasado», y mucho menos sentimental izar
la devoción a Cristo, como a veces se ha hecho. Esto va contra la madurez humana y cristiana
de la persona50.
48
Carta al P. Mariano. Cf. en Luis Villasante, El camino cristiano según Ángeles Sorazu, Madrid, ABL,
1994, p. 99.
49
Cf. alusiones en E. Cothenet, «Imitation du Christ», l. c., p. 1536.
50
Cf. artículos citados de P. Adnes y A. Solignac, «Imitation du Christ», l. c., pp. 1587-1597; 1597-1601.
Santo, es objeto de análisis en un tratado y configura la «vida santa». De ahí su importancia.
Ese hombre espiritual no es una creación artificial de los teólogos, sino que está configurado
en la Escritura y en la Tradición.
Tampoco es un misterio histórico el hecho de que las tirantes relaciones entre las dos
Iglesias cristianas, la oriental y la occidental, además de razones humanas (políticas,
geográficas, culturales, etc.), tengan un fundamento teológico: la distinta concepción del
Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. Esa inicial confrontación en el siglo VIII, terminó en
ruptura en el siglo XI (1054). A partir de entonces la Iglesia se «romaniza» centralizándose
en Roma y en el Papa, se burocratiza en las instituciones. Poco después, la teología se
desacraliza convirtiéndose en una filosofía sobre Dios.
Sobre las consecuencias vitales para la Iglesia que generó ese déficit ha escrito Víctor
Codina acertadamente, después de recordar la bella expresión de Ireneo sobre el Hijo y el
Espíritu como «las dos manos del Padre» con las que hace al hombre «a su imagen y
semejanza»:
«Como ya hemos dicho, el haber olvidado una de esas dos "manos", la del
Espíritu, ha tenido consecuencias muy negativas en la vida de la Iglesia, que quedó
"manca", por así decirlo. El Espíritu parecía reducirse a la vida interior de los místicos
y a la institución eclesial, la cual, a través de sus ministros y sacramentos, se convertía
en la depositaria en exclusividad de sus dones»51.
¿No estaremos llegando a una etapa histórica bajo la acción del Espíritu Santo, después
de la del Padre (A. Testamento), la del Hijo (N. Testamento), como advirtió aquel profeta
utópico de la edad media que se llamó Gioacchino da Fiore (†1202)? De hecho, desde el
comienzo del Vaticano II se oyó la voz constante de que había llegado un nuevo Pentecostés,
como proclamó otro profeta de nuestro tiempo que fue el papa Juan XXIII. La sed de
espiritualidad que se respira en algunos ambientes y otras manifestaciones de la espiritualidad
que constatábamos al principio (cf. cap. I, 3), puede ser una respuesta del Espíritu a las
ausencias del pasado52.
Encajan bien en este contexto conciliar y ecuménico las palabras del Consejo
Ecuménico de las Iglesias, reunido en Upsala en 1968, haciendo un acto de fe en la acción
del Espíritu Santo en la reflexión teológica y en la vida de la Iglesia. Sin el Espíritu Santo,
dicen,
51
Creo en el Espíritu Santo. Pneumatología narrativa, Santander, Sal Terrae, 1994, p. 75.
52
Cf. Daniel de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, Madrid, EDE, 1990, pp. 352-358.
A. Guerra, Introducción a la teología espiritual, Santo Domingo (R.D.), EDECA, 1994, pp. 43-65.
53
The Upsala 68 Report, Geneve, 1969, p. 297. No está en la incompleta edición española: Upsala 1968,
Salamanca, Sígueme, 1969.
el espíritu del hombre y el espíritu de Dios que lo anima y dirige (Rm 5, 5 ss.; He 1, 8 ss.).
Esta correspondencia es de tal naturaleza que en varios de los textos indicados y en muchos
otros ... resulta difícil distinguir de cuál de los espíritus se trata, del natural o del sobrenatural,
del personal o del participado (espíritu de Dios)» (Biblia de Jerusalén, nota a Rm 1,9).
En el A. Testamento también existe una explicación del «espíritu» del hombre que
llama ruaj, que puede ser el viento, pero también la respiración como hálito de vida, o la raíz
de los sentimientos humanos, el yo profundo, el principio del pensar y del querer. Tampoco
interesa mucho en este sentido a la teología espiritual.
Esta mera referencia a una antropología bíblica natural nos ayuda a entender la
antropología sobrenatural, porque sobre las estructuras humanas del sujeto recaen los dones
del Espíritu de Dios, como veíamos al hablar del sujeto de la santidad (cap. IV, 1).
2) El Espíritu de Dios
Mucho más rico en la Sda. Escritura es el concepto del «espíritu» como dimensión
divina, como el espíritu de Dios personificado que actúa en la historia del hombre para
realizar la «historia de la salvación». Yeso desde los comienzos de la revelación en el Génesis
hasta la consumación en el Apocalipsis.
A veces se revela como un don permanente, que es el recibido por los reyes de Israel,
los profetas canónicos, el Mesías, el pueblo mesiánico. A David, por ejemplo, el Espíritu se
le dará, como a todos los reyes de Israel, por la unción de los sacerdotes. Como paradigma
del Espíritu recibido por los reyes, hay que recordar la unción de David: «Tomó Samuel el
cuerno de aceite y le ungió en medio de sus hermanos. Y a partir de entonces vino sobre
David el Espíritu de Yahvé» (1 S 16, 13). Los profetas son «hombres del Espíritu de Dios»
porque hablan en nombre de Dios y lo que Dios les comunica, que es su Espíritu. Existe en
ellos una especie de experiencia mística, ya que no se limita a una asistencia externa, sino
que entra dentro del espíritu del profeta. «Según el libro de Ezequiel (cf. 2, 2; 3, 14), el
Espíritu viene a ser un nuevo "principio operativo" en el profeta, sobre todo porque está a
total disponibilidad en manos de Dios y a la adquisición de una sabiduría superior»54.
De modo especial ese «Espíritu de Yahvé» reposará sobre el futuro Mesías, como lo
indica Isaías: «Reposará sobre él el Espíritu de Yahvé ... » (11, 2), como raíz y causa de los
otros seis famosos dones. Con ellos será un juez justo y príncipe de la paz (cf. Is 42, 1-7).
También recaerá sobre el pueblo mesiánico, con el que el Espíritu de Yahvé hará una «nueva
alianza» por la que será un «pueblo nuevo» con un «espíritu nuevo». El Espíritu de Yahvé
creará en los creyentes un «corazón nuevo» (Jr 31, 33) o un «espíritu nuevo» (Ez 36, 27).
Joel, aludiendo a los tiempos mesiánicos, garantiza la salvación de los pueblos con la efusión
del Espíritu del Mesías (Jl 3, 1-5).
De estas simples alusiones se deduce que el Espíritu de Dios actúa en los momentos
decisivos de la historia de la humanidad y de la historia de la salvación en particular. Estos
momentos, en resumen, son: la creación, la elección del pueblo, la Alianza, el profetismo y
el mesianismo del pueblo y del Mesías anunciado. En este sentido se puede decir que el
Espíritu es el principio dinámico y operativo de la historia, el elemento axiológico y evolutivo
del hombre en cuanto existente y como hombre salvado. Con toda razón el Libro de la
sabiduría dice: «El Espíritu del Señor llena la tierra» (1, 7)55.
54
Cf. referencias en Virgilio Pasquetto, «Lo Spirito Santo nella storia della salvezza», en AA.VV., Lo
Spirito Santo nella vita spirituale, Roma, Teresianum, 1981, p. 21. Todo el tema, pp. 7-40.
55
Literatura de apoyo, cf. S. Castro, «Experiencia religiosa del Espíritu en la Biblia»: Revista de
Espiritualidad 42 (1983) 7-34. Id., «Vivir y experimentar la Palabra de Dios», ib., 43 (1984) 549-570.
El N. Testamento es la realización del Antiguo y el Espíritu sigue invadiéndolo todo.
Mateo y Marcos son más sobrios en las alusiones al Espíritu Santo, pero concentran su
atención sobre la persona de Jesús, especialmente en momentos importantes de su existencia,
como la concepción virginal (Mt 1, 18,20), el bautismo (Mt 3, 16 ss.; Mc 1, 10), el comienzo
de su vida pública cuando es tentado por el diablo (Mt 4, 1; Mc 1, 12-13), y cuando vence al
demonio arrojándolo de los posesos (Mt 12, 28). Después de la resurrección, confía a los
discípulos proseguir su obra de salvación (Mt 28, 19).
Lucas es el «Evangelista del Espíritu Santo», tanto por lo que escribe en el Evangelio
como en los Hechos. El Espíritu
Juan pone en evidencia que el Espíritu Santo permanece en Jesús desde el bautismo, y
que será Él quien bautizará «con el Espíritu Santo» (Jn 1, 33). Es decir, Jesús, al poseer el
Espíritu, es capaz de transmitirlo a los que crean en Él, pero será después de la resurrección,
56
V. Pasquetto, l. c., p. 29, con las referencias a los textos correspondientes. Cf. p. 28 sobre el significado
del Espíritu en la vida de Jesús.
57
V. Pasquetto, l. c., p. 31. Cita a G. Haya-Prats, L'Sprit, force de l'Église. Sa nature el son activité d'
aprés les Aetes des Apotres, Paris, 1975, pp. 203-214.
porque es el Espíritu del Resucitado. Está simbolizado en el «agua viva» que Jesús promete
a los creyentes en Él: «El que cree en mí... de su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo
decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él. Porque aún no había
Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 37-39). Por eso, antes de la
ascensión, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22), con clara
referencia al espíritu de Yahvé sobre el hombre, formado de barro, para que tuviese vida (Gn
2, 7). El hombre regenerado es una «nueva creación».
La función del Espíritu en los creyentes (no sólo en la Iglesia, como en Lucas), es
«morar» en el interior de los discípulos (Jn 14, 17); «enseñar» lo que Jesús había predicado
y no habían entendido, porque es «el Espíritu de la verdad» (Jn 14, 26); Él les guiará a la
«verdad plena» (Jn 16, 13); dará «testimonio» de Jesús para que ellos lo den ante el mundo
(Jn 15, 26); con el Espíritu recibido, podrán perdonar los pecados y así continuar la misión
del Resucitado. Para entrar en el Reino de Dios, será necesario «renacer» en el Espíritu (Jn
3, 5).
Pablo pone en evidencia la unión del Espíritu Santo con Cristo resucitado y glorioso;
por eso, es el «Espíritu del Señor», el «Espíritu de Cristo». Sintetizando la relación de Cristo
con su Espíritu, expone Pablo una doble acción.
58
V. Pasquetto, l. c., p. 34.
59
G. Helewa, Lo Spirito Santo nel mistero del Cristo e del cristiano, Roma, 1973 (edición privada), p. 57.
Citado por V. Pasquetto, l. c., p. 35.
En cuanto a la acción del Espíritu en el cristiano, Pablo abunda en la misión salvífica
y transformadora de los creyentes en creaturas nuevas, consagrándoles al servicio del Señor
mediante el bautismo; les sugiere lo que deben pedir en la oración, distribuye los carismas
en el Cuerpo místico de Cristo, habita en el corazón del hombre como en un templo, y es
garantía de la futura resurrección, etc. Una elaboración bíblica más sistemática de la acción
del Espíritu en la vida del cristiano la ofrecemos en el párrafo siguiente60.
Como síntesis de la obra del Espíritu Santo en la vida real del cristiano y la respuesta a
sus «mociones», nada mejor que reseñar algunos de los rasgos que identifican, según la Sda.
Escritura, al «hombre espiritual». No significa que sean sólo éstos; pero, a mi juicio, el retrato
robot bíblico aquí dibujado queda suficientemente pergeñado para descubrir en él al hombre
santo.
Otros, admitiendo dos agentes (agua y Espíritu) que producen un efecto (nuevo
nacimiento), subordinan el agua al Espíritu. Éste sería el agente principal, mientras que
aquélla la causa material. Ha sido la interpretación más común en la historia de la exégesis.
Aunque opino que, en una lectura moderna, cabrían algunas preguntas por hacer: ¿Es
absolutamente necesario el bautismo de agua para entrar en el Reino de los cielos? La
respuesta en una teología ecuménica, es decididamente no. Dios no está sometido al uso de
las mediaciones concretas y de modo absoluto. Quiere decir que el nacer del Espíritu es
absolutamente necesario; pero no lo es nacer del agua.
60
Cf. testas probativos en V. Pasquetto, l. c., pp. 35-36.
agua» significa recibir el bautismo; y «nacer del Espíritu», es ejercitar la fe y las demás
virtudes. En consecuencia, para entrar en el Reino de los cielos (nuevo nacimiento) se
requiere el bautismo y vida según el Espíritu.
Por último, traigo a colación la original interpretación de San Juan de la Cruz, que
parece superar la misma función mediática del agua para encarnarse en la experiencia
inmediata del Espíritu Santo. Curiosamente traduce el texto latino que cita:
«Nisi quis renatus fuerit ex aqua et Spiritu Sancto, non potest videre regnum
Dei» (Jn 3, 5). Quiere decir: «El que no renaciere en el Espíritu Santo, no podrá ver
este reino de Dios, que es el estado de perfección. Y renacer en el Espíritu Santo es
tener un alma simílima a Dios en pureza, sin tener en sí alguna mezcla de imperfección,
y así se puede hacer pura transformación por participación de unión, aunque no
esencialmente» (Subida II, 5, 5).
61
Cf. I. de la Poterie, «Nacer del agua y del Espíritu», en La vida según el Espíritu, pp. 3541. Todo el
tema, pp. 35-66.
2) Crecer en el Espíritu viviendo la dimensión de su presencia
La fórmula es muy general, pero significa que el cristiano, que recibe el Espíritu en el
bautismo, tiene que aceptar el don conscientemente, escuchar en su interior sus inspiraciones
y cumplir dócilmente sus mandatos.
El N. Testamento ilumina el panorama interior del hombre que recibe el don del
Espíritu Santo en el bautismo de agua «en el nombre de Jesucristo», como una profesión de
fe en Él; y en la imposición de manos, como los cristianos bautizados en Samaría (He 8, 14-
16), Y Pablo que lo recibe de manos de Ananías (He 9, 17). Pero hay también un «bautismo
en el Espíritu Santo», anunciado por Juan el Bautista, que dará el Mesías (Mt 3, 11; Mc 1, 8;
Lc 3, 16) Y que los discípulos recibieron el día de Pentecostés (He 1, 5; 2, 1 ss.).
En virtud de este «bautismo de fuego», según la vigorosa expresión del Bautista (Mt 3,
11), el Espíritu «habita» en el corazón de los cristianos como en el interior del santuario (1
Cr 3, 16; 1 Cr 6, 19). El Espíritu Santo no es un simple maestro interior, sino un nuevo
principio operativo por el cual el cristiano es hijo en el Hijo: «Una prueba de que sois hijos
es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre!»
(Ga 4, 6).
Movido por ese nuevo principio operativo, el cristiano debe «caminar» según las
inspiraciones del Espíritu, y así crecer en la dimensión de su experiencia dinámica. Caminar
es obrar, como condensa Pablo describiendo el proyecto espiritual: «Si vivimos según el
Espíritu, obremos según el Espíritu (Ga 5, 26). Él establece la diferencia entre el «caminar
según la carne» (cata sarca peripatouin) y «caminar según el Espíritu» (cata pneuµa)
(Rm 8, 4). Por eso, «los que son guiados por el Espíritu» (pneuµati qeon agantai), esos
son hijos de Dios (Rm 8, 14). Tarea y compromiso del «hombre espiritual» es también asumir
responsablemente su situación de «hombre liberado», con la libertad de los hijos de Dios,
como pone en evidencia la Carta a los Gálatas. Libertad que consiste en «vivir según el
Espíritu» (Ga 5, 16) para vivir la ley del amor, como veremos a continuación.
Por otra parte, la madurez o crecimiento espiritual obliga al cristiano a escuchar los
gemidos del Espíritu, sus inspiraciones que no sólo tienen los santos, sino cualquier cristiano
en muchos momentos de la vida.
La ley del Espíritu es la que configura e identifica al cristiano. Es aquí donde se resuelve
toda la ética natural y toda la moral cristiana, la «novedad» del N. Testamento, porque esta
ley no es otra que la ley de Cristo que se hace ley en los corazones de los creyentes. Tema
eminentemente paulino, se resuelve después en la experiencia religiosa de los grandes
espirituales y pasa a los manuales de teología espiritual. Los textos fundamentales son:
Romanos 7-8; Gálatas 3 y 5; t» Corintios 2, 6-16; Filipenses 3, 3-9.
En la teología de Pablo hay una contraposición entre dos áreas semánticas con
profundas implicaciones en la antropología teológica. Por una parte, la sarx (carne), y por
otra el pneuµa (espíritu). En el área de la «carne» se mueve toda la constelación de intereses
centrados en el «hombre» natural, con el egoísmo de su eros, desvinculado del influjo de
Cristo, de su gracia y Espíritu. En consecuencia, el hombre está sometido a la ley, al pecado
y a la muerte. «Porque -condensa Pablo- cuando estábamos en la carne, las pasiones
pecaminosas, excitadas por la ley, obraban en nuestros miembros, a fin de que produjéramos
frutos de muerte» (Rm 7, 5). La carne, por lo tanto, es la realidad antropológica más propia
del hombre como ser existente y como ser creado, pero cerrado en su horizonte de
creaturalidad irredenta. El círculo de su existencia se cierra sobre sí mismo: comienza en él
y acaba en él. Por eso, su destino es la defectibilidad y la muerte. La carne obliga al hombre
a vivir bajo la ley (judíos) y el pecado (gentiles), porque es la sede de los pecados y de la
muerte. Es impresionante el texto de Rm 7, 14-25, donde se pone en evidencia esa secuencia
trágica: carne, pecado, ley y muerte. Esa carne es hostil al Espíritu que triunfa sobre ella
(Rm 8, 4.9-12; Ga 5, 16 ss.).
En tensión existencial contra la carne se sitúa el Espíritu y su ley con la que el cristiano
consigue, con la gracia de Cristo, la liberación de su peso y sus consecuencias. Hay también
aquí una secuencia de orden contrario: fe, gracia (salvación, redención), resurrección. La
«ley de la carne» ha sido superada en la «ley del Espíritu». La dispersión de los pueblos
(judío y gentiles) es superada en la cruz de Cristo, en un solo pueblo universal: la Iglesia (cf.
Ef 2, 11-22). Ya no habrá más que un solo cuerpo, el del Cristo místico (1 Cr 12).
«el conjunto de dones o hechos de los que el hombre podría gloriarse como si fuesen
suyos propios, es decir, como si fuesen "su propia justicia que viene de la ley" (Fl 3,
9). Por el contrario, Pneuma es la fuerza de Dios y, por consiguiente, de Cristo Jesús.
Vivir del Pneuma es lo mismo que "gloriarse en Cristo Jesús". Se trata de gloriarse
paradójicamente de aquel que en la fe de Cristo edifica sólo sobre "la justicia que viene
de Dios" y que nos es dada en Cristo» (es el caso de Pablo referido en Fl 3, 3-9)62.
62
S. Schweizer, «Pneuµa», en Grande Lessieo del N. Testamento (Kittel), X, p. 1035. Utilísimo todo el
tema, pp. 1023-1061. Ed. alemana, VI, 421-436.
judíos les parezca escándalo y a los griegos necedad, pero para los creyentes es «la fuerza de
Dios» (1 Cr 1, 22-24).
63
E. Schweizer, l. c., 1039 y la misma idea en p. 1046.
de leyes, "dado por el Espíritu Santo", sino una ley "consumada en nosotros por el
Espíritu"; no es una simple norma de acción exterior, sino un principio de acción, un
dinamismo nuevo e interior, lo que ninguna legislación en cuanto tal puede llegar a
ser»64.
En esta «ley del Espíritu» resuenan las antiguas profecías que anunciaban para el futuro
una «Nueva Alianza» que consistiría en la visitación de Dios al corazón humano para ser ley
dentro de él. Esto se cumplió en el N. Testamento haciendo del hombre una «creatura nueva».
Lo extraño es que Pablo, que luchó contra la Ley para exaltar la fe en Cristo, no desdeñe el
término «Ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús» (Rm 8, 2), sino que la propone como
prerrogativa del «hombre espiritual» (1 Cr 2, 15; 9, 11; 14, 1). La razón es obvia: esa ley no
es la Ley mosaica, sino la «ley de Cristo», o mejor, Cristo que se hace ley. Sintéticamente lo
ha expresado Lyonnet:
«Si San Pablo ha usado el término "ley" para designar este dinamismo espiritual,
en vez de recurrir como otras veces al de "gracia" (Rm 6, 14), se debe verosímilmente
a la referencia que hace a la profecía de Jeremías ... que anunciaba la nueva alianza, el
"Nuevo Testamento". El profeta usa también el término "ley": "Ésta será la alianza que
yo haré con la casa de Israel en aquellos días, palabra de Yahvé: yo pondré mi ley en
ellos y la escribiré en su corazón" (Jr 31, 33). Tanto más cuanto Ezequiel, algunos años
más tarde, había tomado los términos de Jeremías sustituyendo la palabra "ley" por la
de "Espíritu": "Yo pondré en vosotros mi Espíritu" (Ez 36, 27); el Espíritu que será
capaz de infundir la vida en los "huesos ya secos" (Ez 37, 4). Siempre que el Doctor
Angélico evoca este "Nuevo Testamento", brotarán de su pluma las mismas
expresiones: "Es propio de Dios operar en el interior del alma, y de este modo fue dado
el Nuevo Testamento, porque consiste en la infusión del Espíritu Santo; el Espíritu
Santo mismo es el Nuevo Testamento que obra en nosotros el amor, plenitud de la ley"
(In Heb. 8, 10). Para la Iglesia y su liturgia, la promulgación de la nueva ley no data
del sermón de la montaña, sino del día de Pentecostés, cuando "el dedo de la mano
derecha del Padre", digitus paternae dexterae, inscribió su ley en el corazón de los
hombres. Al código de la ley antigua, dada en el Sinaí, responde no un código nuevo,
sino el don del Espíritu. Ese don que, según la bella expresión de Seripando, ha recibido
el cristiano como ley»65.
Importante es esta constatación porque es frecuente presentar el sermón del Monte (las
bienaventuranzas) como la ley del N. Testamento. La «novedad» e identidad de la
espiritualidad cristiana va mucho más allá. Puede que el moralista insista en las
Bienaventuranzas como la ley de Cristo, la ley cristiana por antonomasia. Sin embargo, los
«espirituales» y los místico proponen la experiencia del Espíritu inhabitando en el corazón
como la ley liberadora de las demás leyes. Eso parece afirmar San Juan de la Cruz cuando,
64
Stanislas Lyonnet, "Libertad cristiana y ley del Espíritu según San Pablo», en La vida según el Espíritu,
pp. 188-189. Interesan las pp. 187-202.
65
lb., l. c., pp. 189-190.
en la cima del Monte de la perfección, ha escrito: «Ya por aquí no hay camino porque para
el justo no hay ley; él para sí se es ley» (cf. referencias en Tm 1, 9 y Rm 2, 14).
4) Fructificar en el Espíritu
Es la meta del camino del «hombre espiritual». Sin esta coronación, vana sería la:
pneumatización del hombre. El programa concreto puede ser el que propone Pablo en
Gálatas 5, 22: «El fruto es amor ... ». De ese tronco se derivan los demás «frutos»: «alegría,
paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza». Es lo mismo que
vivir según el Espíritu (Ga 5, 25). Con ese fruto primordial del Espíritu se superan las «obras»
de la carne: «fornicación, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias,
embriagueces, orgías y cosas semejantes» (Ga 5, 19-21).
«Porque está claro que así como entrando el ánima en el cuerpo, ella sola basta
para animar todos los miembros y ejercitar en ellos todos los oficios de la vida, aunque
sean tantos y tan varios, así después que la gracia del Espíritu Santo, que es una forma
sobrenatural y divina, entra en el ánima, ella basta para hacer que ejercites todos los
oficios de la vida espiritual; porque ella alumbra el entendimiento y la enseña todo lo
que debe hacer, y mueve la voluntad con todas las fuerzas inferiores para lo que han de
obrar»66.
66
Libro de la oración y meditación, segunda parte, cap. V, XIX, en Obras completas I, Madrid, Fundación
Universitaria Española. 1994, p. 457.
5) El «hombre espiritual» es el «hombre nuevo»
Ha sido también Pablo el que ha acuñado los términos de «hombre viejo - hombre
nuevo», que consiste en desvestirse del proyecto de autosalvación para aceptar a Cristo como
único salvador (cf. Col 3, 9; Ef 4, 22-24). El hombre, que fue creado «a imagen y semejanza
de Dios» (Gn 1, 26), perdió su identidad buscando el origen del bien y del mal (Gn 2, 17 ss.)
y se convirtió en un «hombre viejo», esclavo de sus propias apetencias (Rm 5, 12 ss.). Sólo
en Cristo se reconvierte en «hombre nuevo», «recreado» (Ef 2, 15 ss.). Es, en Cristo, una
«nueva creación» (2 Cr 5, 17), porque en Cristo está la «plenitud» del universo (Col 1, 19).
«Despojaos del hombre viejo con sus obras y revestíos del hombre nuevo» (Col 3, 9).
«Revestíos más bien -escribe también Pablo- del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la
carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rm 13, 14). «Todos los bautizados en Cristo os
habéis revestido de Cristo» (Ga 3, 27). El proyecto pneumatológico, para Pablo, termina
siendo un proyecto cristocéntrico: «mi vivir es Cristo» (Fl 1, 21; Ga 3, 27).
Será como un «nuevo entender de Dios en Dios, dejando el viejo entender del hombre»;
y «un nuevo amar a Dios en Dios» (Subida del Monte Carmelo I, 5,7).
Como colofón de este proyecto cristiano bajo la luz del Espíritu Santo, vale la pena
recuperar una vieja página del siglo IV, una de las Homilias del Pseudo-Macario, donde habla
de los que renacen por el Espíritu Santo, que son guiados de diversas maneras, y los efectos
que causan en ellos:
«A veces, lloran y se lamentan por el género humano y ruegan por él con lágrimas
y llanto ... Otras veces, el Espíritu Santo los inflama con una alegría y un amor tan
grandes que, si pudieran, abrazarían en su corazón a todos los hombres, sin distinción
de buenos y malos. Otras veces, experimentan un sentimiento de humildad que los hace
rebajarse por debajo de todos los demás hombres ... ».
«Otras veces, el Espíritu les comunica un gozo inefable ... Otras veces, el Espíritu
les otorga una inteligencia, una sabiduría y un conocimiento inefables, superiores a
todo lo que pueda hablarse o expresarse ... De este modo, el alma es conducida por la
gracia a través de varios y diversos estados, según la voluntad de Dios que así la
favorece ... Las dichas operaciones del Espíritu pertenecen a! sumo grado de los que
están próximos a la perfección ... Cuando el alma ha llegado a la perfección del
Espíritu, limpia de todos los afectos, y unida y transformada, con una arcana unión, al
Espíritu Paráclito y dirigida por él, es digna de convertirse en Espíritu. Entonces se
hace toda luz, toda ojo, toda alegría, toda gozo, toda exultación, toda amor, toda
misericordia, toda bondad y clemencia» (Homilías 18, PO 34, pp. 639 y 642).
D) Elaboraciones teológicas
Son muchas las elaboraciones teológicas que se han hecho en relación con la
espiritualidad como «vida en el Espíritu». Aludo a algunas de ellas.
Fue en épocas pasadas uno de los temas más fecundos en los manuales de teología.
Desde finales del siglo pasado y casi hasta el Concilio Vaticano II, el tema de los dones se
unió al debate del «problema místico». Hoy, todo aquello interesa menos.
Fueron Santo Tomás y los tomistas, especialmente Juan de Santo Tomás, quienes,
apoyándose en la Escritura y la Tradición, distinguieron los dones de las virtudes infusas.
Partían de la idea de que el hombre, por sí mismo, ejercita las virtudes «al modo humano»,
es decir, imperfecto. Para corregir ese supuesto déficit, introdujeron la doctrina de la
necesidad de los dones del Espíritu Santo, especialmente en los últimos estadios de la vida
espiritual. Los dones eran, pues, hábitos operativo s permanentes que hacían obrar «al modo
divino» o sobrehumano. El ejercicio heroico de las virtudes no sólo sería efecto del «don»
67
«Hombre espiritual», en Nuevo diccionario de espiritualidad, Madrid, Paulinas, 1983, pp. 640-641.
Seguir leyendo el texto sobre la pneumatización del hombre desde la asunción de la carne humana por el
Verbo en su muerte y resurrección. «La vida nueva según el Espíritu divino se edificó sobre las ruinas de su
carne destruida» (p. 642). Bellas palabras también de Santa Teresa de Jesús sobre el «hombre espiritual»
desde el Cristo crucificado: Moradas VII, 4, 9-17.
del Espíritu Santo, sino de sus «dones». Realmente el montaje es fantástico, pero el
fundamento escriturístico y de la tradición es endeble68.
El fundamento escriturístico utilizado por los teólogos clásicos está sólo alumbrados
en un texto de Isaías 11, 1-3, donde se habla de los «dones» del futuro Mesías: «Saldrá un
vástago del tronco de Jesé y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el Espíritu del
Señor: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia
y de temor del Señor. y le inspirará en el temor del Señor». En el texto original se habla sólo
de seis, aunque repite el del «temor». Sin embargo, en las traducciones de los LXX y la
Vulgata se introduce el de piedad. La Tradición aceptó el número septenario como
equivalente a la plenitud. Esa creencia pasó a la vida de la Iglesia en la celebración de la
liturgia como expresión de la fe de un pueblo (lex orandi, lex credendi). Aparecen los siete
dones en el himno «Veni, creator, Spiritus»: «Tu septiformis munere / digitus Paternae
dexterae». Lo mismo que en la secuencia del día de Pentecostés: «Da tuis fidelibus in Te
confidentibus sacrum septenarium».
De hecho, hoy se han apagado muchas de las antiguas voces y se prefiere hablar del
«don» del Espíritu Santo, cuyo influjo es necesario para el pleno desarrollo de la vida
espiritual, más que en los clásicos «siete dones» como hábitos operativos. En realidad, los
dones radican en la caridad y sin ella no existen, como explica Santo Tomás (Summa I-II, q.
68, a. 5). Esto es fundamental y aceptado por todos los teólogos y espirituales. La diferencia
entre los hábitos donales y los hábitos de las virtudes infusas sigue siendo discutible.
El Concilio Vaticano II habla del «don» del Espíritu Santo (LG 39, 1; 59, 1; PO 7, 1;
GS 15, 1); o de los «dones» (LG 7, 3; 12, 2; UR 3, 2; GS 38, 1); nunca de «siete» y mucho
menos acepta la teoría de los teólogos escolásticos. Eso mismo hace Juan Pablo II en la
encíclica Dominum et vivificantem:
«La plenitud del Espíritu de Dios está acompañada de múltiples dones, los de la
salvación, destinados de modo particular a los pobres y a los que sufren, a todos los
que abren el corazón a estos dones, a veces mediante la dolorosa experiencia de esta
68
Se sigue en su totalidad la doctrina y los debates en A. Royo Marín, Teología de la perfección cristiana,
Madrid, BAC, 1988, pp. 144-179. Historia de la controversia del «problema místico», en Ciro García,
Corrientes nuevas de Teología espiritual, Madrid, Studium, 1971, cap. 1, pp. 13-57. Síntesis en D. de Pablo
Maroto, «La teología en España desde 1850 a 1936», en AA.VV., Historia de la teología española II, Madrid,
FUE, 1987, pp. 621-624.
existencia, pero ante todo con aquella disponibilidad interior que viene de la fe» (n.
16).
69
Con ese título y el subtítulo: Verdadera y falsa mística. Criterios de discernimiento, Madrid-Salamanca,
Fundación Universitaria Española-Universidad Pontifica, 1987, publiqué la primera parte de esta obra que se
encuentra manuscrita en la Biblioteca Nacional de Madrid. Sobre el tema general, cf. A. Capelletti,
«Discernimento degli spiriti», en Dizionario Enciclopedica di Spiritualitá, Roma, Cittá Nuova, 1990, pp. 806-
810. A. Vergotte, «Visions et apparitions. Approche psycholoqique»: Rev. Théol. Louv. 22 (1991) 202-225.
70
Cf. mi estudio, «Picaresca mística en los siglos XVI y XVII. Aportaciones del P. Juan de Jesús María»,
en AA.VV., Homenaje a Pedro Sáinz Rodríguez IV, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1986, pp.
185-213. Recoge fragmentos de obras clásicas sobre el tema (D. Juan de Sal, Florencio Afán de Ribera y
otros), Miguel Mir (anónimo), Madrid, Imprenta de los Sucesores de Cuesta, 1897.
Maestro indiscutible de todos los tiempos es San Ignacio de Loyola. Los Ejercicios
Espirituales están pensados para que el hombre busque la voluntad de Dios, con ayuda de un
director de los mismos, y responda con una debida «elección de estado» o una opción
fundamental. Para que la persona se encuentre libre en esa decisión, los «ejercicios»
meditativos y contemplativos sobre las verdades de la fe y la vida, pasión, muerte y
resurrección de Cristo, tienen que irse conjugando con el análisis de interioridades. Para
discernir los distintos «espíritus» de los que el ejercitante se puede sentir afectado, Ignacio
da unas Reglas de alto valor pedagógico, llenas de espíritu de sabiduría de un maestro y que
han sido normativas en la vida espiritual: «Reglas para en alguna manera sentir y cognoscer
las varias mociones que en el ánima se causan», correspondientes a la primera semana de los
Ejercicios; «Reglas para el mismo efecto», de la segunda semana; «Reglas para sentir y
entender escrúpulos y suasiones de nuestro enemigo» (nn. 345-351); «Reglas para el
discernimiento de los espíritus» (nn. 313-336): placer del pecado-remordimiento (n. 314), en
la purgación de los pecados: inquietud-quietud (n. 315), consolación-desolación (nn.
316324); Y para sentir con la Iglesia (nn. 352-370).
Por lo que se refiere a la fenomenología mística, hay dos grandes maestros: San Juan
de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. El primero propone como tejido fundamental de la vida
espiritual la vida teologal que es el criterio supremo para juzgar todos los acontecimientos
extraordinarios de la vida mística (cf. Subida del Monte Carmelo II-III, passim). Como
principio general, exige un inicial rechazo de todos los fenómenos extraordinarios, aunque
puedan ser sobrenaturales. Aconseja ser discernidos por un maestro espiritual, vivir en fe, y,
finalmente, propone a Cristo como la palabra definitiva revelada y reveladora. Después de
Él, Dios se quedó mudo (Subida II, 22).
Santa Teresa es más benigna a la hora de aceptar esos fenómenos extraordinarios, sin
duda porque tiene experiencia de que la han ayudado a la unión con Dios. En esto se opone
a algunos confesores y el mismo San Juan de la Cruz, que, como hemos visto, era más severo.
La maestra abulense no quiere que se pidan esas supuestas gracias, pero tampoco quiere
rechazarlas por principio, sino discernirlas con ayuda de los confesores. No son malas en sí
mismas, ni tampoco consiste en ellas las santidad. Las distingue bien de la «melancolía», o
sea, de la neurastenia72.
71
Cf. Autobiografía, nn. 8-9,20,22,25-26,54-55,99-101. En Obras completas de San Ignacio de Loyola,
Madrid, BAC, 1952, pp, 34 ss.
72
Literatura de apoyo: Mauricio Martín del Blanco, Santa Teresa de Jesús, Bilbao, Mensajero, 1975, pp.
351-364. Resume sus dos trabajos: «Locuciones y visiones teresianas»: El Monte Carmelo 78 (1970) 324-
341; 79 (1971) 243-264.
Hoy habría que ensanchar el campo del «discernimiento» no sólo a las interioridades
del hombre espiritual, sino a su integración en el quehacer de la historia, entendida en un
sentido muy globalizador. Además, el espiritual en solitario o en espíritu solidario, tiene que
ser crítico para discernir «los signos de los tiempos», de los cuales habló el Concilio Vaticano
II (GS 4, 1; 11, 1).
El «padre espiritual» tuvo suma importancia en la vida de los «padres del desierto»,
generalmente el superior del monasterio. Era el «maestro» espiritual de la comunidad, no
siempre sacerdote, que introducía en la praxis monástica a los jóvenes; un mistagogo que
conocía por experiencia los caminos del Espíritu e inducía a los novicios a recorrerlo. Con la
Regla de San Benito (529), ya el abad no es necesariamente el maestro de espíritu. El
«director espiritual» se impuso casi como una mediación necesaria para ayudar a los
«dirigidos» a encontrar la voluntad de Dios sobre ellos, asumiendo en ocasiones las
atribuciones de un superior en sentido estricto. Se juzgaba más necesario en el caso de que
la persona dirigida tuviese fenómenos extraordinarios, y para ello se requería no sólo que
fuese un «hombre espiritual», sino también un «letrado», como dice con frecuencia Santa
Teresa. Ella, en caso de conflicto, aceptaba mejor el consejo del intelectual que del espiritual.
«De esta manera muchos maestros espirituales hacen mucho daño a muchas
almas, porque no entendiendo ellos las vías y propiedades del Espíritu, de ordinario
hacen perder a las almas la unción de estos delicados ungüentos con que el Espíritu
Santo les va ungiendo y disponiendo para sí, instruyéndolas por otros modos rateros
que ellos han usado o leído por ahí, que no sirven más que para principiantes» ...
«Adviertan estos tales que guían las almas y consideren que el principal agente y guía
y movedor de las almas en este negocio no son ellos, sino el Espíritu Santo, que nunca
pierde cuidado de ellas y que ellos sólo son instrumentos para enderezarlas en la
perfección por la fe y la ley de Dios, según el espíritu que Dios va dando a cada uno»
(Llama 3, 31 y 46).
Es sabido que uno de los debates más fuertes sostenidos en sus Obras es contra los
malos directores espirituales, sobre todo cuando se empeñan en aconsejar a sus dirigidos la
«meditación» (ejercicio de principiantes) impidiendo que pasen a la «contemplación»
(famosa digresión de Llama 3, 27-67). O porque alimentan en las almas deseos de fenómenos
extraordinarios (Subida II, passim); o porque truncan la vocación religiosa en algunos que se
creen llamados (Llama 3, 62). En estos contextos se encuentran las palabras más duras y
decepcionadas73.
73
Aunque en otro contexto, apuntes útiles sobre el tema, en G. Gozzelino, Al cospetto di Dio, Leumann
(Torino), Elle Di Ci, 1989, pp. 168-198. José Casero, «El director espiritual al servicio del Espíritu Santo»:
Teología Espiritual 35 (1991) 9-58 y 231-252.
¿Tienen algo que ver con una espiritualidad pneumatocéntrica de la que tratamos, o
son, más bien, fenómenos anormales o paranormales? Resulta claro para el teólogo espiritual
que el Espíritu Santo puede ser causa de lo que llamamos «vida mística» que comporta a
veces esos fenómenos. Lo ontológico y lo fenoménico son dos formas de manifestarse las
«mirabilia Dei» en el hombre y en la historia. Y también es evidente que todo ello sigue
suscitando interés entre morboso y mistérico por el sensacionalismo, la novedad, lo original,
los posibles intereses en juego, la búsqueda del sentido de la vida que no dan ya las grandes
religiones y lo ofertan las subreligiones (magias, sectas de todo tipo). El mismo auge de la
religiosidad popular es causa y efecto de esa misteriosa fenomenología que adscribimos al
Espíritu Santo, como las apariciones de la Virgen, de Cristo, milagros de los santos, etc. La
historia de esas «apariciones», supuestamente milagrosas, cuyo esquema básico se repite en
su esencia, documenta que en su origen hay razones «populares» bien conocidas y que tienen
poco que ver con la función eclesial del Espíritu Santo.
Todo esto indica que el discernimiento tiene que ser hecho desde un tratamiento
interdisciplinar: la religión (teología y sobre todo la teología espiritual), la historia de las
religiones, la psicología y parapsicología, la psiquiatría, la sociología religiosa, la historia,
etc.
«Hubo en ello uno de los más graves errores del siglo XIX, que nosotros debemos
conocer por otros motivos. Gentes que se presentaban como los representantes de la
ciencia ha pretendido también que la vida de Santa Teresa pertenecía a la patología. La
pedantería raramente ha tomado una forma más grotesca»75.
5) Mística pneumatocéntrica
74
Abundan las descripciones y juicio de cada uno de ellos: R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la
vida interior, S." parte: «Las gracias extraordinarias», pp. 1163-1225, ed. de Bs. Aires, 1944. A. Royo Marín,
Teología de la perfección cristiana, 4." parte, ed. de 1988, pp. 879-957. Isaías Rodríguez, varios artículos en
E. Ancilli (Dir.), DES, Roma, Cittá Nuova, 1990. Cf. «Indice», y especialmente «Fenomeni straordinari» y
«comunicazioni mistiche». Más ampliamente tratados en el Dictionnaire de Spir. en sus lugares oportunos.
75
«Introduccióna las Fundaciones, trad. de Marcelle Auclaire, Paris, DDB, 1952, p. 5. Literatura
moderna: C. Becattini, «Esperienza mistica e fenomeni mistici: linee di interpretazione psicologica», en E.
Ancilli (DiL), La mística II, 1984, pp. 387-447. Bruno Calieri, «Esperienza mistica e psichiatria: elementi per
una riflessione», ib., pp. 449-471.
centrada de modo directo y dominante en el Espíritu Santo, como persona distinta de
la Trinidad»76.
La afirmación no es absoluta porque el mismo autor reseña algunos «casos» con cierta
preponderancia pneumatocéntrica: San Francisco de Sales y Santa Juana F. de Chantal. Elena
Guerra, mística italiana muerta en 1914, beatificada por Juan XXIII, quizá sea el caso más
esplendoroso de una mística pneumatocéntrica, y parece ser que León XIII publicó algunos
documentos, especialmente la encíclica Divinum illud munus, por iniciativa de la beata Elena.
Para ella la Iglesia era como un «cenáculo», y allí inició la celebración de la Eucaristía,
recibió el Espíritu Santo. Allí debe volver para encontrar su identidad. También habría que
recordar a Adriana von Speyr († 1967), íntimamente vinculada a la vida y a la obra de H. U.
von Balthasar. Y algún ejemplo más77.
Sintetizando las tres configuraciones de la vida espiritual, de las que hemos tratado en
este capítulo: «Unión con Dios», «Forma Christi» y «Vida en el Espíritu», cabe concluir que
son reductibles una a otra; es decir, no son alternativa una de la otra. Existe una fórmula feliz,
propuesta por San Pablo: «Por Él (Cristo) unos y otros tenemos acceso al Padre en un mismo
Espíritu» (Ef 2, 18). La desarrollaron los Padres de la Iglesia, especialmente los griegos,
condensando en ella toda la oikonomía salvífica. Primero es proyecto divino, del Padre; lo
realiza mediante el Hijo y el Espíritu del Hijo. Por eso, el cristiano hace un acto de fe
totalizadora: «Creo en Dios Padre ... Creo en Jesucristo, su Hijo, que por nosotros los
hombres y por nuestra salvación bajó del cielo ... Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de
vida ... Y en la Iglesia».
Esa aparente irreductible relación del cristiano con cada una de las tres divinas
Personas, desaparece en la vida real porque en ella se unifican. Quiere decir que no hay un
«seguimiento» de Cristo sin la experiencia del Resucitado en comunión con el Padre y el
Espíritu Santo. Y que la unión con el Padre es pura fantasía si no se realiza en Cristo mediante
76
E. Pacho, «La mistica pneumatica nella tradizione spirituale», en Lo Spirito Santo nella vita spirituale,
p. 220.
77
Cf. E. Pacho, l. c., pp. 221-225.
su Espíritu. Y así mismo, las experiencias carismáticas del Espíritu no son válidas si no
terminan en la experiencia de la paternidad de Dios y de la filiación del Hijo.
No hay que olvidar que el misterio de Dios Uno y Trino se vive en el misterio de la
Iglesia, sacramento primordial y mediadora de los sacramentos. En cuanto a la praxis
espiritual personal y la pastoral de la espiritualidad, esos núcleos esenciales tienen que ser la
experiencia fundante, la devoción primordial y el criterio supremo para juzgar las demás
«devociones». Función del pastor es vivir para animar. El «acompañamiento» y
«discernimiento espiritual» tienen aquí su sentido.
CAPÍTULO VII
BIDLIOGRAFÍA
I. Rodríguez, «La vida teologal según el Vaticano II y San Juan de la Cruz»: Revista
de Espiritualidad 27 (1968) 470-492. - J. Mouroux, L' expérience chrétienne. Introduction a
une théologie, Paris, Aubier, 1954. - W. James, Las variaciones de la experiencia religiosa,
Barcelona, 1982. - T. Goffi, La experiencia espiritual, hoy, Salamanca, Sígueme, 1987. - F.
Cultrera, Hacia una religiosidad de la experiencia, Madrid, Atenas, 1994 (original italiano,
1986). - M. Gelabert, Valoración cristiana de la experiencia, Salamanca, Sígueme, 1990. -
J. M. Castillo, Oración y existencia cristiana, Salamanca, Sígueme, 1969. - E. Ancilli (Dir.),
La preghiera, 3 vols., Milano-Roma, Ancora-Coletti, 1967. - D. de Pablo Maroto, Dinámica
de la oración. Acercamiento del orante moderno a Santa Teresa de Jesús, Madrid, EDE,
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corazón. Aspectos históricos y doctrinales»: Salmanticensis 35 (1988) 345-367. Id. «El
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Faus, Vicarios de Cristo. Los pobres en la teología y la espiritualidad, Madrid, Trotta, 1991.
1. ESTRUCTURA TEOLOGAL DE LA VIDA ESPIRITUAL
Pero advertimos desde el comienzo que el análisis diferenciado y teórico de las tres
virtudes teologales no significa que en la vida no coexistan. La verdad es lo contrario: a un
crecimiento en fe, sigue un aumento de esperanza y de caridad; y lo mismo se puede decir de
cualquiera de las otras virtudes. Lo «teologal» es un núcleo de actitudes inseparables que
crecen y maduran simultáneamente. Descendiendo a ejemplos concretos, cuando hablamos
de la fe como ámbito de relación con Dios, de la esperanza como relación con el mundo, y
de la caridad como relación de amor con el prójimo, se debe tener en cuenta el carácter
unitario de la vida teologal y, por consiguiente, de la vida espiritual a la que nos estamos
refiriendo.
La vida teologal, aunque tiene a Dios por objeto inmediato y primario, tiene también
una dimensión «mundana» y «humana». Por lo mismo, el cristiano desarrolla su vida
espiritual situándose correctamente ante Dios, el mundo y los hombres.
El tratamiento que se hace en teología espiritual de las virtudes teologales es diferente
a un tratado dogmático, como hemos advertido en ocasiones refiriéndonos a otros temas.
Aquí se desarrollan los aspectos vitales y existenciales, no los morales o dogmáticos.
A) Fundamentos teológicos
El proyecto teologal tiene un fundamento bíblico innegable. Lo usa San Pablo para
indicar la esencia, la cumbre y el resumen de la vida cristiana (1 Ts 1, 3-1): la vida de los
tesalonicenses, que se han convertido (ejercicio de la fe), han difundido la buena noticia
(ejercicio de la caridad en la misión y el servicio al reino), y están a la espera de la parusía
(ejercicio de la esperanza). El equipamiento para el combate cristiano consiste en la «coraza»
de la fe y la caridad y el «yelmo» de la esperanza de salvación (1 Ts 5, 8). Al hablar de los
«carismas» en la Iglesia, exalta la presencia de la caridad que siempre permanece. La caridad
todo lo «cree», todo lo «espera» (1 Cr 13, 7). «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad,
estas tres; pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1 Cr 13, 13).
Este núcleo del ser y del obrar cristianos sigue hoy en alza en la presentación del
mensaje cristiano. Lo que hace falta es introducirlo en el mensaje de la nueva evangelización,
en la nueva espiritualidad. Por citar al menos un texto del magisterio, recordemos que el
Concilio Vaticano II, sin desarrollar una teología y una espiritualidad desde lo teologal, al
menos ha recordado su funcionalidad en la vida cristiana. Destaca, en primer lugar, la acción
del Espíritu Santo en el proceso de la fe: nace, se desarrolla y llega a una profunda
comprensión del misterio revelado mediante sus inspiraciones (DV 5). La Iglesia es
«comunidad de fe, esperanza y caridad» (LG 8). La tríada «fe-esperanza-caridad» es el
distintivo de los grupos cualificados de la Iglesia y su misión: los «laicos» (AA 4.16; LG 31;
GS 48; CD 30); los «religiosos» (PC 25); los «sacerdotes y seminaristas» (OT 8). Fuera del
recinto de la Iglesia también se encuentra la tríada como soporte de la vida cristiana (UR 3)1.
Fiel a su proyecto de presentar la vida espiritual como «unión del alma con Dios»,
busca las mediaciones más apropiadas para conseguir la meta, y las encuentra en el camino
de la teologalidad. A la gran pregunta que el creyente se hace: «¿Adónde te escondiste,
Amado / y me dejaste con gemido ... ?», el místico responde categóricamente: hay que
1
Cf. I. Rodríguez, «La vida teologal según el Vaticano II ... », l. C., pp. 470-492.
«buscarle en fe y amor, sin querer satisfacerse de cosa, ni gustarla ni entenderla más de
lo que debes saber. .. Porque la fe ... son los pies con que el alma va a Dios, y el amor
es la guía que los encamina; y andando ella tratando y manoseando estos misterios y
secretos de la fe, merecerá que el amor la descubra lo que en sí encierra la fe» (Cántico
Espiritual 1, 11).
2
Cf. Moradas VI, 10, 4-9. Y mi estudio, «Los caminos de la verdad en Santa Teresa de Jesús»: La vida
sobrenatural 64 (1984) 321-335.
Las virtudes teologales, al entrar en contacto con las facultades del hombre, inducen en
ellas operaciones nuevas, renovadas. Aunque estructuralmente sean idénticas desde el punto
de vista psicológico, cualitativamente son diferentes. Las relaciones con Dios, con lo divino,
con los hombres y con las realidades terrenas cambian de sentido. El hombre conocerá a Dios
de otra manera; deseará y esperará, pero otras cosas; amará, pero con otros criterios. Ha
cambiado la direccionalidad de los actos humanos. Nace en el alma un complejo horizonte
de intereses: el yo y las realidades se centran en Dios como último fin.
Para clarificar todo el proceso purificativo de las virtudes teologales y el cambio que
suponen en los niveles psicológicos y espirituales, San Juan de la Cruz parte del principio
aparentemente negativo:
«El alma no se une con Dios en esta vida por el entender, ni por el gozar, ni por
el imaginar, ni por otro cualquier sentido, sino sólo por la fe según el entendimiento,
y por la esperanza según la memoria, y por el amor según la voluntad» (Subida II, 6,
1).
Pero lo completa el santo con otro positivo: la acción benéfica de las tres virtudes
teologales sobre las tres potencias del alma, aunque sea provocando una profunda crisis
espiritual, de mayor eficacia que la que ejerce sobre el espíritu la carencia de bienes en la
ascética clásica.
«Habiendo, pues, de tratar de inducir las tres potencias del alma, entendimiento,
memoria y voluntad, en esta Noche espiritual, que es el medio de la divina unión,
necesario es primero dar a entender en este capítulo cómo las tres virtudes teologales,
fe, esperanza y caridad ... hacen el mismo vacío y oscuridad cada una en su potencia;
la fe en el entendimiento, la esperanza en la memoria y la caridad en la voluntad»
(Subida II, 6, 1. Cf. 6, 2).
Al hablar de las tres potencias del alma y de tres virtudes teologales, puede dar la
impresión de que se recorta mucho el proyecto global del «hombre espiritual». Conviene
dejar claro que para San Juan de la Cruz el hombre es un ser indivisible, es la totalidad de su
yo. Y que la transformación que operan las virtudes teologales en las potencias del alma,
afecta a toda la personalidad: el entendimiento, la memoria, la voluntad, el cuerpo y los
sentidos; es decir, todo el campo de acción. «Estas tres virtudes teologales andan en uno»,
condensa el santo (Subida II, 24, 8). Desde este programa teologal se desarrolla el programa
moral.
Esto significa que purificadas las tres potencias y su actividad psicológica, las acciones
se sobrenaturalizan, se enderezan a Dios y a todo lo demás por Él. La personalidad entera
entra en crisis, sobre todo la estructura psicológica del hombre, la direccionalidad de los
actos. Nace en la conciencia del «espiritual» un complejo horizonte de intereses centrados en
Dios y las realidades que de Él . proceden.
Al final del proceso aparece el «hombre nuevo», nacido del derribo del «hombre viejo»,
que el santo propone en una original exégesis de la teología paulina (Ef 4, 22). La Trinidad,
a quien atribuye «esta divina obra de unión» (Llama 2, 1), «mata» al «hombre viejo» para
que nazca la novedad de un hombre transfigurado en la divinidad. Le nace al hombre un
nuevo modo de entender: «El entendimiento ... se ha trocado en divino». Y lo mismo la
voluntad, la memoria, «el apetito natural» y «todos los movimientos y operaciones e
inclinaciones»3.
Federico Ruiz ha descrito bien el cambio radical que operan las virtudes teologales en
el obrar humano:
«El espíritu humano, para abrirse a Dios, se ve obligado a romper sus viejos
moldes. Toda la psicología humana se supera a sí misma en la actitud teologal.
Desarraiga los viejos criterios miopes, el amor esclavo y egoísta, sentimental; la espera
carnal de recompensa inmediata, el asimiento a las propias seguridades. Al decir el "sí"
de fe y amor incondicional a Dios, el "modo humano" entra en crisis. Se resquebrajan
las ideas que antes tenía de un Dios al propio servicio, de la vida organizada con
independencia, las ilusiones de fabricarse un porvenir aparte».
«Nada hay que haga resaltar con tanto relieve como las virtudes teologales los
límites del hombre y su grandeza, precisamente, arrancando de su misma limitación.
Si el hombre fuera completo, tendría un humanismo cerrado, y sería ésta su mayor
desgracia. Porque tiene capacidad de Dios, vive en perpetuas ansias, hambreando ser
divino. Si lo desea, es que ya lo posee; creciendo el deseo, aumentará la posesión»4.
3
Cf. Llama 2, 33-34. Comenta el verso de la segunda canción del poema: «matando, muerte en vida la han
trocado».
4
Introducción a San Juan de la Cruz, Madrid, BAC, 1968, pp. 456-457. Aconsejable la lectura de todo el
cap. 16, pp. 443-474: «Las virtudes teologales». El cap. 12: «Dios en fe», pp. 328354. Cap. 15: «EI sendero
de las nadas», pp. 414-442.
2. VIDA DE FE (RELACIÓN CON DIOS)
Los Evangelios ofrecen también «respuestas» variadas de los creyentes, pero todas
coinciden en la aceptación de Jesús como Hijo de Dios, como Mesías, como taumaturgo,
como maestro. Los milagros de Jesús quieren provocar la respuesta de fe de los sanados. Juan
especialmente pone en evidencia el acceso creyente a Jesús de algunos representantes de
pueblos o religiones diferentes: los judíos ortodoxos, en Nicodemo (Jn cap. 3) y el ciego de
nacimiento (cap. 9); los judíos disidentes, en la Samaritana; y los gentiles, en el funcionario
real (ambos en el cap. 4). Por la aceptación de Cristo mediante la fe, el creyente consigue la
vida eterna, su vida adquiere sentido (Jn 3, 16; 11, 25 ss.; 20, 31).
5
Cf. sobre el tema ideas útiles en J. Espeja, La espiritualidad cristiana, Estella, El Verbo Divino, 1992,
pp. 181-218.
páginas que preceden, y ahora encuentran aquí su plena significación antropológica (cf. sobre
todo cap. VI, 1 y 2, passim).
En una dimensión más práctica los místicos han vivido la fe en unas actitudes que
parecen pasivas y negativas, pero que son eminentemente activas. Así Ignacio de Loyola
propone la «indiferencia»; la Escuela francesa del siglo XVII el «abandono»; Santa Teresita
del Niño Jesús, la «confianza». En general, un signo de madurez en la vida espiritual es
someterse a la voluntad de Dios en una dependencia absoluta de la divina Providencia. En
esa dimensión práctica es donde el espiritual puede encontrar mayores dificultades, porque
la voluntad de Dios no siempre es diáfana en sus mediaciones humanas y temporales; y el
lenguaje divino es casi siempre confuso y se presta a muchas interpretaciones.
Dos alternativas mediadoras propone el santo como posibles para la unión con Dios:
las criaturas, como rastro o imagen de lo divino; y las revelaciones privadas. Ninguna de las
dos es válida, sino sólo la fe, «porque es tanta la semejanza que hay entre ella y Dios, que no
hay otra diferencia sino ser visto Dios o creído» (Subida II, 9, 1).
La razón última para superar las otras mediaciones secundarias para la unión con Dios
y vivir sólo de la fe, es teológica y cristológica: Dios ha revelado todo en Cristo. En Él se
condensan y resumen los dos Testamentos, se clausura la revelación pública y se encomienda
a la Iglesia. Todo lo demás pertenece a lo privado y es discernido y aceptado por la Iglesia
sólo en el caso de confirmar el depósito de la revelación6.
6
Sería conveniente leer todo el capítulo 22 de la Subida del Monte Carmelo, libro II.
experiencia personal y comunitaria de los primeros testigos y se resume en la vivencia
pascual del Resucitado Jesús que vive y actúa mediante su Espíritu.
Como experiencia humana, es inmediata, personal y tiene por objeto lo real; como
experiencia espiritual es recibida, infusa e incomunicable. Desde esa experiencia pascual los
discípulos leerán los acontecimientos «históricos» de Jesús de Nazaret. Y el cambio de su
vida obedece a una diferente relación con el Resucitado Jesús. El cristiano moderno entra en
relación experiencial, al menos, con el Resucitado a través de las experiencias de los primeros
discípulos7.
El otro es de San Ignacio de Loyola, quien apela también a la experiencia cuando avisa
que «no el mucho saber harta y satisface el alma, mas el sentir y gustar de las cosas
internamente» (Ejercicios Espirituales, 2).
Una fractura con la tradición sobrevino a comienzos del siglo xx. A casi un siglo de
distancia no nos deja de admirar que la experiencia religiosa, no obstante su brillante
historial, fuese puesta en cuarentena por las altas esferas del magisterio eclesial, al condenar
el Modernismo como una interpretación del hecho religioso como un «sentimiento» que
generaba la religión y los mismos dogmas cristianos (Pío X, con su encíclica Pascendi, en
1907). Desde entonces la experiencia religiosa fue cayendo en descrédito entre los teólogos
para conservar mejor la ortodoxia.
Hoy los tiempos han cambiado y la experiencia goza de buena salud siendo una de las
vivencias religiosas más apreciadas y paradigmáticas de la madurez espiritual y una de las
categorías fundamentales de la fe cristiana.
7
Ayuda para la lectura: Martín Gelabert, Valoración cristiana de la experiencia, cap. 8; y B. Maggioni,
«Experiencia espiritual en la Biblia», en NDE, pp. 498-542, donde se expone la espiritualidad bíblica desde la
categoría de la «experiencia» de los protagonistas de la «historia de la salvación».
8
Cf. en mi edición del Camino de perfección, Madrid, EDE, 1983, p. 350.
«La fascinación de la experiencia, a la que cedieron demasiado cuantos en el
curso de los siglos sobrevaloraron las sensaciones en detrimento de la pura fe, aparece
hoy en su aspecto positivo de encarnación en la fe más que en oposición con ella.
Engañado por demasiadas palabras, el hombre de hoy siente la exigencia de creer
solamente en lo que se presenta como garantizado en la vida ... Para el creyente es,
pues, un imperativo dar cuenta de su experiencia religiosa, entendida como presencia
vivida y encuentro de comunión con Dios»9.
Se podían sumar otros testimonios en su favor. Por ejemplo, cuando se dice que «esta
experiencia espiritual es la raíz de la misma teología. En toda teología ... se esconde algo pre-
teológico, una experiencia espiritual como en estado bruto, que la reflexión posterior se
encarga de desentrañar y sistematizar»10.
9
S. de Fiores, «Espiritualidad contemporánea», en NDE, Madrid, Paulinas, 1983, p. 464.
10
V. Codina, Creo en el Espíritu Santo. Pneumatología narrativa, Santander, Sal Terrae, 1994, p. 239.
11
«El diálogo Oriente-Occidente»: Revista de Espiritualidad 45 (1986) 208. Comenta el viaje de Jung a la
India para buscar los símbolos arquetípicos de la humanidad, y en un sueño se le advierte que vuelva a
Occidente, que busque el Santo Grial y la piedra filosofal como símbolo arquetípico de la humanidad
alimentada por la sangre de Cristo, la Eucaristía.
12
Fe e historia, Salamanca, Sígueme, 1975, p. 51. Cf. el capítulo: «Posibilidades de la experiencia de
Dios».
Un psicólogo de la religión, como A. Vergote, identifica el vivir religiosamente con la
experiencia religiosa.
13
Psicología religiosa, Madrid, Taurus, 1969, p. 43. Última bibliografía: Karl Heins Weger, «Is Gott
erfarbar?»: Stimmen der Zeit 210 (1992) 333-341. Condensado en Selecciones de Teología 32 (1993) 165-
171. La búsqueda de la experiencia de Dios consiste en preguntarse por el sentido de la vida.
14
Cf., por ejemplo, esa deficiencia en un manual moderno sobre la gracia. Juan Luis Ruiz de la Peña, El
don de Dios. Antropología teológica especial, Santander, Sal Terrae, 1991, pp. 371406, especialmente pp.
394-402. Lo ha notado A. Guerra, Introducción a la teología espiritual, Santo Domingo, EDECA, 1994, p.
78.
15
Jean Mourou, L'expérience chrétienne, p. 13.
las padecemos, es decir, cuando entran dentro de nosotros mismos, las transformamos en
nosotros mismos mediante sentimientos a veces contradictorios: de amor o de odio16.
Esta noción, aun confusa, que implica la antropología humana y sobrenatural, es uno
de los conceptos más ricos y aprovechados en la espiritualidad.
Algunos autores estructuran sobre ella el manual de teología espiritual. Por ejemplo, T.
Goffi, La experiencia espiritual, hoy. Ch. A. Bernard define la teología espiritual como la
«disciplina teológica que ... estudia la experiencia espiritual cristiana» (Teología espiritual,
p. 74).
Von Balthasar, por el contrario, cree que la teología espiritual tiene que alimentarse de
lo que él llama «fenomenología sobrenatural», o sea, la experiencia de los santos. Estaríamos
ante una hagiografía teológica en la que predomina no la categoría psicológica o histórica,
sino el misterio de Dios que se revela en Cristo por el Espíritu.
Tullo Goffi se inclina más por extender la experiencia espiritual al pueblo de Dios en
el seguimiento o imitación de la experiencia caritativa suscitada por el Espíritu Santo. Ésa es
cambiante, se enriquece con el tiempo y se acomoda a él y a sus signos17.
Como conclusión de este apartado, veamos algunas notas que -a mi juicio- tiene que
tener la experiencia cualificada, o sea, la experiencia mística, la relación del hombre con
Dios como desarrollo de la vida de fe, porque en ese ámbito se vive y madura. No me detengo
a matizarlas por falta de espacio, pero expresan la experiencia primigenia de los místicos y
el tratamiento de los teólogos.
16
Literatura de apoyo, cf. Martín Gelabert, Valoración cristiana de la experiencia, especialmente caps. 2-
5, pp. 37-122.
17
Cf. sentencias y mayor información en T. Goffi, La experiencia espiritual, ed. c., pp. 116-123.
En primer lugar, es un sentimiento de cercanía de lo real, de lo absolutamente Otro.
Quizá nada mejor para comprobarlo que recordar la descripción de la primera gracia mística
que recibió Santa Teresa de Jesús:
«Estando un día del glorioso San Pedro en oración, vi cabe mí o sentí, por mejor
decir, que con los ojos del cuerpo ni del alma no vi nada, mas parecíame estaba cabe
mí Cristo y veía ser Él el que me hablaba, a mi parecer» (Vida 27, 2).
Tercero. Todo esto lleva consigo el carácter personal de toda experiencia mística,
porque acontece en la persona y ella misma la hace consciente. A veces la «describe» en
relatos autobiográficos. Al mismo tiempo es frecuente la conciencia de limitación del místico
como narrador de su propia experiencia. El misterio de Dios percibido no corresponde
siempre con lo narrado, porque el místico sufre los límites del lenguaje humano. Estamos
afirmando la inefabilidad de la experiencia mística.
«Sin los lazos que nos unen con toda la realidad yo no puedo tener experiencia
de Dios. Es en la experiencia común, del beber, del dormir, del amor, del trabajar, del
estar con uno, de darle un buen consejo, de dar un mal paso, etc., donde hay experiencia
de Dios»19.
18
Raimond Panikkar, La experiencia de Dios, Madrid, PPC, 1994,40.
19
R. Panikkar. o. c .. p. 35. Literatura de apoyo. en A. Guerra. «Esperienza cristiana». en Dizionario
Enciclooedico di Spiritualitá II. Roma. Cittá Nuova. 1990. PP. 936-940. J. Espeja, La espiritualidad
cristiana. Estella, Verbo Divino. 1992. PP. 147-179.
C) La oración cristiana
Uno de los temas más propios de la teología espiritual y también de los más complejos
es el de la oración cristiana. Es necesario reducir la exposición a lo esencial. El tema interesa
a la teología, la historia de la espiritualidad, la pastoral de la espiritualidad, la moral o la
historia de las religiones, y, por supuesto, a la teología espiritual.
1) Situación actual
Cualquiera que haya seguido la historia de la oración en los años posteriores al Concilio
Vaticano II, se percata, primero de la «crisis» inicial en que se sumió su praxis; después, de
la «ambigüedad» del concepto y de su mismo ejercicio; y finalmente, de la «situación
contradictoria» en nuestro tiempo porque es aceptada por unos y rechazada por otros20.
Los espirituales han sospechado que la oración ha estado algo abandonada por los
teólogos. No en el sentido de que no hayan sido orantes, sino que no han reflexionado
demasiado sobre su contenido teológico. Con ello se rompe una larga tradición, ya que los
grandes Escolásticos sí que habían dedicado un tratado a la misma. También la sospecha ha
recaído sobre ciertos moralistas que la presentaban de un modo inconveniente para un
verdadero espiritual: es obligatorio orar, porque no orar es pecado. Y los escritores y
predicadores devotos que hablaban de ella como un medio infalible para conseguir de Dios
todo lo que necesitamos. Sea por lo que fuere, la oración entró en una «crisis» de la que
parece se recupera. La oración cristiana quedó reducida a un acto piadoso, perdía su
raigambre en el dogma, en Jesús en oración, en la tradición orante de la Iglesia alimentada
por las grandes fuentes: Escritura, liturgia y vivencia eclesial.
Hay un género en decadencia: los libros para orar, especialmente los devocionarios,
que afecta también a los libros de meditación. Fueron el alimento preferido y casi único de
generaciones enteras durante siglos. Si tienen hondura, pueden ser libros de formación
espiritual; de lo contrario, pueden generar una piedad sentimental y vacía. Los primeros
desaparecieron -no del todo-con los cambios litúrgicos en el Posvaticano. De los segundos,
algunos se conservan todavía y van naciendo otros nuevos. Sigue teniendo éxito la Intimidad
divina (Gabriel de Santa María Magdalena, Burgos, El Monte Carmelo). Nuevo y profundo
me parece el del P. A. Orbe (Del Olivete al Calvario, meditaciones sobre la Pasión del Señor,
Madrid, Atenas, 1988). Interesante resulta la colección de oraciones extraídas de los estudios
teológico s de K. Rahner (Oraciones de vida, Madrid, Publicaciones Claretianas, 1986). O el
20
Hasta el año 1973 recogí el ambiente posvaticano en mi obra Dinámica de la oración, pp. l35-177. Los
años siguientes se siguen en A. Guerra, Oración cristiana, pp. 11-41; la última afirmación es de S. Gamarra,
Teología espiritual, Madrid, BAC, 1994, p. 151.
de Salvador Muñoz Iglesias (Mi oración de cada día, siguiendo textos de la Escritura,
Madrid, EDE, 1992). Después del Vaticano nacieron algunas revistas específicas sobre la
oración, como Prier (Francia), Cuadernos de oración, y Orar (España). No son más que una
breve alusión a un género de literatura orante, y sólo como tal es válida.
Otra línea bibliográfica se centró en dar una base teológica a la oración. Uno de los
primeros fue el de J. M. Castillo, Oración y existencia cristiana, Salamanca, Sígueme, 1969.
En este capítulo caben todos los estudios sobre la oración de Jesús, Jesús orante, vida
teologal, trinitaria y oración, la Escritura y la liturgia como fuentes de oración, etc.
Una línea muy marcada en estos últimos años, con una oceánica avalancha literaria, ha
sido la oración con técnicas orientales, en una verdadera «fascinación del Oriente» (J.
Sudbrack). Algunos se han quedado en el uso de las técnicas de relajación, como el zen, el
yoga, el control mental, la meditación transcendental, etc.; pero otros han hecho un verdadero
esfuerzo por inculturar el ejercicio de la oración con esas técnicas, y de la simbiosis ha
surgido un «movimiento meditación» muy interesante21.
En la tradición orante cristiana, sobre todo del Oriente, ya existía una técnica paralela
que se define como la oración del corazón, o la «oración de Jesús», practicada por los Padres
del Yermo y se ha mantenido durante siglos. Vivían la oración con el ejercicio de la hesichia,
soledad y silencio en 10 exterior, y quietud en lo interior. Con ese método los monjes
cumplieron con la obligación de orar sin interrupción que les imponía la Regla. El método
del hesicasmo fue difundido por La Filocalía, colección de sentencias de los Santos Padres
sobre los modos de orar22.
En la actual economía de la salvación hay un ser que realiza la plenitud del «hombre
nuevo», que es Jesús de Nazaret. El ha vivido la dimensión de Hijo del Padre en el Espíritu.
Por eso el paradigma de toda oración cristiana tiene que ser la suya. Más todavía: Jesús
orante, o Jesús en oración. Sus «actitudes» en relación con el Padre, su «misión» como
realización de un destino, sus «intenciones» como orante, hasta los «condicionamientos»
23
Ch. A. Bernard, Teología afectivo, Roma, Paoline, 1985, dedica un apartado especial a la oración
afectiva. Cf. pp. 345-354.
internos y externos, tienen que ser los grandes ejes normativos para todos los orante s
cristianos.
El primer capítulo, pues, de una teología de la oración tiene que ser Jesús de Nazaret
puesto en oración. Pero ¿sabemos cómo oraba Jesús en la intimidad de su ser? ¿Conocemos
a Jesús orante? «Sabemos poco -dice J. Jeremías- de la vida de oración de Jesús ... ¡Cómo
nos gustaría saber algo más!»24.
Es claro -según los Evangelios- que Jesús oró muchas veces, a solas, en momentos
difíciles y graves. Oró por una necesidad casi biológica: porque era hombre, y, como tal,
expuesto a las necesidades y situaciones «humanas» comunes, hasta la misma muerte. Por
eso su oración en Getsemaní y en la cruz se hacen más entrañablemente nuestras. Pero
también oró porque era un hombre piadoso, al estilo de los «pobres de Yahvé», o como
representante del «resto de Israel». Aunque es verdad que «su» oración, la del N. Testamento,
trasciende el estilo de la antigua alianza. Todo ello nos acerca a lo cuantitativo y cualitativo
de la oración de Jesús. En su oración se pueden distinguir tres elementos:
a) Las actitudes. La primera es que Jesús ora como Hijo de Dios. En consecuencia, se
relaciona con su Padre con confianza de Hijo para pedirle. Nadie puede rezar como Él el
Padrenuestro. La segunda es la seguridad de la respuesta por parte del Padre: siempre es
oído por El. La tercera, la solidaridad con su destino de Mesías y, por lo tanto, los momentos
de su oración obedecen al cumplimiento de ese destino: bautismo y elección de los discípulos
(Lc 6, 12), la transfiguración y revelación de su divinidad (Lc 9, 28-29), revelación de su
misión (Lc 3, 21-22), antes de hacer un milagro: la resurrección de Lázaro (Jn 11, 48 ss.),
para enseñar a orar (Lc 11, 1), para aceptar la muerte (Mc 15, 34), oraba solo en el desierto
(Mc 1, 35; Lc 5, 16 ss.), etc.
24
Abba y el mensaje central del N. Testamento, Salamanca, Sígueme, 1981, p. 81.
25
Cf. bibliografía de apoyo en Ch. A. Bernard, Teología espiritual, Madrid, Atenas, 1994, pp. 424-425.
Augusto Guerra, Oración cristiana, pp. 45-56.
lo que asimilaron las comunidades cristianas desde muy temprano. Esa filiación de Jesús con
su Padre es diversa de la de los discípulos: «Padre mío y Padre vuestro», dice Jesús. Con los
discípulos puede orar en común el Padrenuestro (Mt 6, 9-13; Lc 11, 2-4), que fue la oración
específica del cristiano, y ya desde muy pronto fue comentada por los escritores eclesiásticos:
Tertuliano, Cipriano, Orígenes y otros.
Como orante, Cristo se transforma en maestro de oración para sus discípulos y para
todos los orantes. Son nuevas para su tiempo y clima religioso las recomendaciones a los
discípulos sobre la oración (Mt 6, 5-13): orar en lo secreto del corazón, con pocas palabras,
con el «Padrenuestro». El orante tiene que ser perseverante hasta la importunidad, como lo
ponen de manifiesto las parábolas del amigo inoportuno y de la viuda persistente ante un juez
indolente (Lc 11, 5-8; 18, 1-8). La oración será siempre oída si se hace con fe (Mt 21, 22; 7,
7-11; Mc 9, 23). Especialmente el Padre dará su Espíritu al orante (Lc 11, 13), sobre todo
cuando se hace en nombre de Jesús (Jn 14, 13-14). Las comunidades del N. Testamento son
comunidades orantes, como lo dejan entrever San Lucas en los Hechos y Pablo en sus
Cartas26.
«En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios.
Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis
un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre!» (Rm 8, 14-15).
«El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos pedir como
conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm
8, 26). «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre!» (Ga 4, 6).
26
No nos podemos detener en el tema. Una breve síntesis, lugares de la Escritura, datos históricos,
problemática moderna, en J. Weismayer, La vita cristiana in pienezza, Bologna, EDB, 1989, pp. 92-111.
El «orar en el Espíritu», que dice el Evangelio de Juan (4, 24), es dejarse orar por el
Espíritu en lo interior, insistiendo en el carácter pasivo de la oración de la que tanto hablan
los místicos y se puso de moda en el Posconcilio.
La oración es, en primer lugar, ejercicio de fe. Es imposible una oración que no nazca
de la fe y no hay vida de fe que no culmine en un ejercicio orante. Mutuamente se interfieren,
se necesitan. Si la fe es un don del Padre en. el Hijo por el Espíritu, esa misma categoría de
don tiene la oración cristiana. El cristiano, cuando ora, tiene que hace hacer un acto de fe
27
T. Goffi, La experiencia espiritual, hoy, pp. 92-93. Esta tesis fue divulgada por L. Evely con fórmulas
repetidas, como: orar es dejarse orar por Dios; orar es escuchar a Dios; Dios nos ora, etc. Cf. La oración del
hombre moderno, passim.
explícita en Dios, Uno y Trino. Para que el hombre ore en cristiano, no es suficiente una
búsqueda vaga de un ser Transcendente, lo absolutamente Otro, etc., propio de la religión
natural; es necesario creer en Dios que se da en Cristo, y que exige la redamación.
El amor a Dios que desarrolla la oración exige la caridad activa, la coherencia con la
vida, el compromiso cristiano plural. No siempre se desarrolla el binomio fe-amar-oración
con frutos visibles en la edificación del Cuerpo místico de Cristo, porque algunos de sus
frutos son invisibles, como lo demuestra la existencia de vocaciones contemplativas puras en
la Iglesia. Santa Teresita del Niño Jesús se consideró como el corazón de la Iglesia viviendo
la oración contemplativa en el Carmelo.
Esa estructura teologal de la oración cristiana es la que expresa Santa Teresa en una
definición no buscada pero que ha sido clásica en la historia de la espiritualidad.
«Que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando
muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Vida 8, 5).
28
Literatura de apoyo en J. M. Castillo, Oración y existencia cristiana, donde desarrolla «La oración,
experiencia de fe» (pp. 60-90); «La esencia de la oración» (pp. 90-118); «Originalidad de la oración
cristiana», distinguiendo el «hecho religioso» y el «hecho cristiano» (pp. 146-192).
En primer lugar, es desarrollo de la vida de fe: «sabemos que Dios nos ama». Es decir,
creemos en Dios como Padre y esa convicción es la que nos conduce a la oración. «Él nos
amó primero», dice San Juan (1 Jn 4, 19) Y nosotros lo sabemos; el orante, mientras ora,
recibe el amor del Padre en el Hijo por el Espíritu. La conexión con el conocimiento del amor
del Padre por fe es evidente. Por eso la definición teresiana, aparentemente tan simple, es de
un profundo valor teológico al ser una experiencia que entronca con la revelación y la historia
de la salvación.
Es también ejercicio de caridad: por eso tratamos amorosamente con Él, no sólo sobre
el tema del amor: «tratar de amistad», sino de las cosas que interesan a ambos, orante y Dios.
Si tratamos de amistad, es porque somos amigos. Ésta sería la actitud básica; y además nos
comportamos como amigos, hablamos con Él, como lo hacen los amigos: «a solas» y
«muchas veces».
En ese contexto nace una de las experiencia más bellas y profundas de la oración
madura que es la de la gratuidad. En ella la sentimos como puro don de Dios y su Espíritu,
no como un esfuerzo humano. La oración aparece así a los ojos del orante como no funcional,
inútil, no tiene una utilidad pragmática, no es un acto para conseguir algo, sino que es un fin
en sí misma. Consiste en estar con Dios y con los hermanos. En la oración pura no «hacemos»
nada más que creer, amar y esperar. La oración se justifica por sí misma como encuentro con
Dios, como desarrollo de la vida teologal. En los años posteriores al Vaticano II se desarrolló
una amplia bibliografía con títulos muy llamativos, que insistían en ese carácter gratuito,
festivo y lúdico de las celebraciones litúrgicas, de la oración: La inútil liturgia (J. Llopis),
Las fiestas de locos (H. Cox), Cristianos en fiesta (Mateos), Sobre la libertad, la alegría y el
juego (J. Moltmann), etc.31.
29
Sobre la oración teresiana, cf. mi Dinámica de la oración (cf. bibliografía). Herráiz, La oración, historia
de amistad (ib.). T. Álvarez J. Castellano, Teresa de Jesús, enséñanos a orar, Burgos, El Monte Carmelo,
1981, especialmente, p. 130, nota 18.
30
Cf. D. de Pablo Maroto, «Oración y experiencia de Dios»: Revista de Espiritualidad 36 (1977) 147-179.
31
Una relación suficiente, cf. en V. Codina, «Teología dionisíaca», en Teología y experiencia espiritual,
Santander, Sal Terrae, 1977, pp. 243-277.
La oración, como desarrollo de la vida teologal, no puede olvidar otras dimensiones
con las que está necesariamente unida: lo cristológico y lo eclesial.
Recojo una pocas cuestiones vinculadas al tema de la oración, a las que antiguamente
se les daba mucha importancia y ahora han perdido interés, al menos algunas de ellas.
a) La persona orante
32
Oración y existencia cristiana, p. 155. Cita a A. Riviér, La mystique et les mystiques, Paris, 1965, p.
145.
Generalmente, es algo que se olvida y, sin embargo, es lo más importante. Sin orante
no hay oración, sino una abstracción. Si nos referimos al orante es para insistir en que la
oración la hace el hombre entero, no sólo la mente, el corazón, como puede sugerir la
definición clásica: «es levantar el corazón a Dios y pedirle mercedes». Cuando el hombre
ora, todo el ser entra en un espacio vital sacro. Los sentidos o la mente aportan los datos de
fe, la imaginaria crea, recrea o divaga perdida, el entendimiento reflexiona o se calla en
actitud contemplativa, la voluntad ama, y, finalmente, el cuerpo se sitúa también en la mejor
actitud para servir de apoyo a lo que las demás facultades realizan.
Sólo así el hombre real, cuerpo y espíritu, se pone en oración. Lo sensible, lo corporal,
lo afectivo, lo intelectivo, todo entra en relación con Dios. No obstante la apariencia de que
la oración, con frecuencia reducida a «meditación» u oración mental, es ejercicio del
entendimiento, del pensar, del discurrir, hay que rescatar el elemento afectivo. En este mismo
capítulo hemos hablado de la oración del corazón (VII, 2, C, 1). Santa Teresa, maestra en
estas lides, intuyó y tuvo experiencia de que «no está la cosa en pensara mucho, sino en amar
mucho» (Moradas IV, 1,7).
b) Metodología y mistagogía
Uno de los problemas clásicos era el del método de la oración, a usar especialmente
por los principiantes. Hoyes frecuente hablar de mistagogía aplicado a toda la vida espiritual
o a la oración. Nos referimos a una comunicación o enseñanza no magisterial, sino
experiencial. Sólo los grandes maestros son capaces de transmitir por contagio y pathos
religioso su modo de orar, de encontrarse con Dios. Así lo hicieron, por ejemplo, los «padres
espirituales» entre los antiguos monjes del desierto.
Pero el libro más leído y el método más utilizado desde el siglo XVI fue el que difundió
el Libro de la oración y meditación, de fray Luis de Granada, publicado por primera vez en
Salamanca, 1554, incluido en el Índice de libros prohibidos de 1559. Mantiene el número
septenario de meditaciones, alternando las referidas a las miserias humanas con la pasión del
Señor.
Y así otros muchos. Por ejemplo, un método singular, sin salirnos del siglo XVI
español, fue el difundido por los franciscanos y Santa Teresa de Jesús, entre otros, llamado
el método del «Recogimiento», del que abusaron algunos iluminados33.
Hoy el problema del método tiene menos importancia, sobre todo en orantes habituales.
Se impone la libertad y que cada uno se relacione con Dios «amorosamente» del modo más
fructuoso. El tiempo a dedicar, el lugar, la postura del cuerpo, la lectura previa, la hora más
acomodada para hacerla, etc., son elementos que cada uno tiene que decidir según sus
preferencias. No se pueden hacer teorías ni presentar métodos que han servido a otros, aunque
hayan sido «maestros espirituales». La vivencia de la teologalidad irá imponiendo ritmos
metódicos o carencia de todo método.
33
Bibliografía elemental en G. G. Pesenti, «Metodo di orazione», en DES, II, pp. 15901597. Libro clásico
es el de G. Lercaro, Metodi di orazione mentale. Milano, 1957.
moradas» descritas en su obra del Castillo interior o las moradas, las tres primeras son
activas, y las tres últimas, pasivas. Las cuartas, son de transición.
- Oración vocal:
- Meditación discursiva:
34
Cf. en Vida 11, 7-9 y desarrollo en caps. 11-21. El mismo sentido tiene la doctrina que expone con la
imagen de los dos pilones, uno que mana agua en la misma fuente, y otro que viene de lejos. Cf. Moradas IV,
2, 2-3.
35
Este proceso lo describí en mi obra Dinámica de la oración, cf. cap. VII: «Los grados de oración según
Santa Teresa», pp. 199-245.
36
Exposición y debate en Camino de perfección, caps. 24-26. Sobre el ambiente orante del siglo XVI y
reacción de Santa Teresa, en mi obra Dinámica de la oración, pp. 112-120.
Es la acepción más común de la «oración mental», la reflexión amorosa que hacemos
de los misterios de Dios, del mundo y del hombre para llegar a convencimientos más
profundos de la fe y a compromisos más reales. Es la puerta del castillo interior en el que se
maduran el conocimiento y el afecto de los dos grandes temas de meditación: Dios, Cristo,
el propio yo. Y después, todas las grandes verdades de la religión que afectan al presente y
al futuro del hombre37.
- Recogimiento activo:
37
Cf. Santa Teresa, Vida, caps. 11-13; Camino, 22-25 y passim; Moradas VI, 7,10. Dinámica de la
oración, pp. 201-210.
38
Cf. Camino, caps. 26-29. Textos dispersos: Vida 4, 6-8; 9, 4.6; 13, 22. Estudio, en Dinámica de la
oración, pp. 210-217. Sobre el «recogimiento» como movimiento orante en el siglo XVI, cf. M. Andrés
(Dir.), Los recogidos. Madrid, FUE, 1976.
39
Santa Teresa, Vida, caps. 14-15; Camino, caps. 30-31; Moradas IV, caps. 2-3. Cf. Dinámica de la
oración, pp. 216-221. San Juan de la Cruz, Subida II, 12, 8; 14, 6; 15, 5; Noche 10,4; Llama 3, 33.35.65.
- Sueño de potencias:
Nomenclatura curiosa que utiliza la santa en Vida y no en las Moradas. La coloca entre
la oración de quietud y el desposorio o arrobamiento. Es el arroyo de Dios que inunda el alma
como la acequia la tierra reseca y perturba el funcionamiento normal de los sentidos, la
imaginaria, el discurso mental y sólo queda despierto el amor consciente de la visitación
divina. «Quiere el Señor aquí ayudar al hortelano de manera que casi Él es el hortelano y el
que lo hace todo» (Vida 16, 1). Pero ni ésta ni otras formas superiores de contemplación
extática alienan a la persona para que no se pueda preocupar de negocios mundanos y
temporales40.
- Oración de unión:
Es el supremo grado de oración mística previsto por Santa Teresa. La «unión con Dios»
es la meta de la vida espiritual, como vimos en una de las «configuraciones» (cap. VI, 1), y
al presentar la «dimensión trinitaria» de la santidad (cap. III, 2, B).
Durante los tres momentos de oración, la psicología humana entra en crisis, como si
sufriese un colapso, como el gusano de seda que muere para transformarse en mariposa. «De
verdad parece se aparta el alma de él (el cuerpo) para mejor estar con Dios», dice la santa
(Moradas V, 1, 4). Las potencias del alma, memoria, entendimiento y voluntad, se trasponen
en una actividad superior. Dios inunda el alma como una lluvia mansa, según la expresión de
la santa (cuarto modo de regar el huerto). La unión se realiza en la esencia del alma y su
quehacer durante la unión es sobre todo amar. Los efectos son claros: el orante adquiere un
conocimiento experiencial de Dios, y la vida moral crece hasta los más altos límites del
heroísmo y del servicio.
El tercer grado es el matrimonio, que consiste en una inserción total del orante en Dios.
«Queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con Dios» (Moradas VII, 2,
40
Cf. Vida, caps. 16-17. Cuentas de conciencia 5.
4). La persona que llega a esas alturas de unión «está segura de su salvación y de tornar a
caer» (ib., 2, 12). Aludo a dos componentes de alto significado teológico. El primero es que
el matrimonio se realiza en «una visión imaginaria de su sacratísima Humanidad» (de Cristo)
(Moradas VII, 2, 4). Es el eterno retorno de lo humano de Jesús y su valoración espiritual. Y
el segundo, es la dimensión trinitaria: «Se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres
personas ... Notoriamente ve que están en lo interior de su alma, en lo muy interior; en una
cosa muy honda -que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras- siente en sí esta divina
compañía» (ib., VII, 1,7-8)41.
El «hombre espiritual» no agota su quehacer en una relación con Dios, como hemos
visto. La confrontación con otras dos realidades servirán de prueba de su madurez cristiana:
el mundo y los hombres. En este apartado estudiamos sus relaciones con el mundo.
41
Panorámica global, en Santa Teresa, Moradas V-VII. Vida, caps. 18-21. Estudio, en Dinámica de la
oración, pp. 224-245.
42
J. Espeja, La espiritualidad cristiana, p. 203.
43
Cf. J. Espeja, l. c., pp. 210-218. Buenas síntesis sobre la oración, en F. Ruiz, Caminos del Espíritu,
Madrid, EDE, 19782, cap. 8, pp. 286-337. J. Rivera J. M. Iraburu, Espiritualidad católica, Madrid, CETE,
1982, cap. 19, pp. 727-810. Da importancia a los «grados» de oración siguiendo el esquema teresiano (pp.
750-786). Resumen general y bibliografía última, en S. Gamarra, Teología espiritual, Madrid, BAC, 1994,
cap. VI, pp. 149-175. Y A. Guerra, Oración cristiana, l. c., pp. 127-178.
se hace santo. De todo ello se deduce la necesidad de profundizar en el tema desde la
Escritura, la praxis histórica, los autores espirituales y los teólogos. Y lo vamos a hacer en
conexión con el ejercicio de la esperanza teologal.
La visión bíblica del mundo y las sucesivas interpretaciones históricas nos sirven de
fundamento para comprender esa realidad llena de vaguedades para el hombre espiritual.
a) El A. Testamento
El relato del Génesis llama al conjunto de lo existente fuera de Dios «el cielo y la tierra»
(1, 1). El término «mundo» (cosµos) procede de la cultura helenística y era desconocido
para los autores de los textos bíblicos. Según los primeros relatos de la creación en el libro
del Génesis, el mundo (cielo y tierra), es decir, todo lo creado, está cometido al hombre, su
señor (1, 28-30): pero ni el hombre ni el mundo tienen autonomía, porque ambos dependen
de Dios Creador. La afirmación de que el mundo es «muy bueno» (Gn 1, 31) no es una
alabanza del mundo (el hombre y todo lo creado) en sí mismo, sino como obra de Dios que
está por encima de ellos. La buena relación de hermandad entre el hombre y el mundo se
rompe con el pecado de los primeros habitantes de la tierra por los que vino la maldición y
la muerte (Gn 3, 14-19).
Pablo comenta este último texto tomándolo en sentido histórico (Rm 5, 12). A partir
de estas afirmaciones, el destino del hombre y del mundo son comunes; el hombre es
solidario con el mundo como el lugar de la vida y de la muerte, pero también de redención y
de vida.
Esa visión optimista del mundo la destaca Pablo, a la espera de la redención del mundo
material en la apocatástasis final (Rm 8, 18-23). Mientras tanto, el mundo «gime hasta el
presente y sufre dolores de parto» (Rm 8, 22). Él es también testigo de la ambivalencia del
mundo, bueno en sí mismo, pero hecho malo por el pecado del hombre y, en cuanto tal, es
culpable (Rm 5, 12 ss.; 3, 19). Pero Dios ha enviado a su Hijo al mundo para que se reconcilie
con Él (2 Cr 5, 19 ss.). Después de la venida de Cristo, en el tiempo intermedio, el cristiano
está en el mundo, vive en él, pero no como sirviéndose de él, porque «la apariencia de este
mundo pasa» (1 Cr 7, 29-31), dice Pablo a la espera de la parusía próxima. Por eso, el
cristiano no puede «acomodarse» al mundo presente (Rm 12, 2).
c) El evangelista Juan
El juicio que da Juan es mucho más severo, como si estuviera ya contagiado de ideas
gnóstico-maniqueas. Es el autor que más usa el término cosµos; (unas 100 veces) indicando,
la mayor parte de las veces, no el mundo material, sino el género humano que es perverso. A
este mundo vino el Hijo de Dios y no le recibió, porque los hombres eligen las tinieblas en
lugar de la luz (Jn 1, 10), lo que significa su propia condenación (Jn 3, 19). Este mundo tiene
un «señor», que es Satanás (1 Jn 5, 18), pero ha sido condenado (Jn 16, 11) Y es echado fuera
por Cristo (Jn 12, 31). Cristo ha vencido al mundo (Jn 16, 32) Y los discípulos «están» en el
mundo, pero «no son del mundo», como Cristo tampoco lo es (Jn 17, 11.14.16). En la oración
sacerdotal no pide al Padre que los saque del mundo, sino que los preserve del mal (Jn 17,
15). Allí permanecerán para guardar los mandamientos, especialmente el del amor (Jn 15, 9-
10), aunque serán odiados por el mundo (Jn 15, 18-19). En el mundo no hay más que
«concupiscencia de la carne, soberbia de la vida y codicia de las riquezas» (1 Jn 2, 16). A
este mundo al que vino el Verbo son enviados los discípulos de Cristo (Jn 17, 18), quienes
vencerán al mundo por la fe en el Hijo de Dios (1 Jn 5, 4).
Estas sencillas referencias bíblicas indican, por una parte, que existe un orden
ontológico, que es el mundo con relación a Dios y como tal es «bueno». y un orden histórico,
el del hombre y el mundo que encierran en sí una aparente contradicción: el mundo sometido
al pecado, es malo, digno de condenación; pero como redimido por Cristo es un lugar de
salvación. La tarea del cristiano es rescatar, con la ayuda de Cristo resucitado, al mundo del
pecado y conducirlo a la redención. En el tiempo intermedio, entre la creación-redención y
la parusía, actúa el «hombre nuevo», el «hombre espiritual». El mundo será, por lo tanto,
indiferente para el cristiano, y es él quien lo hace bueno o malo, dependiendo del uso que de
él haga. Esta ambivalencia del mundo es la que pesará en la espiritualidad y suscitará
reacciones diferentes en los espirituales. Para unos es el habitáculo del hombre donde se hace
santo; para otros tiene un sentido peyorativo y maligno.
¿Cómo se desarrolló la relación del cristiano con el mundo o las así llamadas las
realidades temporales? Del análisis histórico, aun en un resumen muy apretado, se pueden
establecer algunas conclusiones.
a) Ambigüedad permanente
Personajes importantes en ese primer debate de la Iglesia son, entre otros, Taciano
(Discurso contra los griegos) y Teófilo de Antioquía (A Autólico), apologistas de la religión
cristiana y adversarios de la filosofía pagana. Por el contrario, el mártir San Justino
(Apologías) descubre cristianos anónimos entre los paganos porque también ellos tenían
encarnada «la semilla del Verbo» (logos sperµaticoz). Tertuliano inició un camino de
rigor rechazando muchas profesiones (comercio, carpintería, albañilería, pintura, orfebrería,
escultura, profesorado) porque podían favorecer la idolatría, la ambición, la avaricia.
Además, condena la asistencia a los espectáculos públicos, los afeites en las mujeres, el uso
de alhajas, anillos, regula el uso de los vestidos, etc. Aun en el mejor de los casos, a un
observador pagano, la vida cotidiana de los cristianos le daría la sensación de un cierto
«extrañamiento» o segregación del mundo. En casos extremos descubriría lo que Séneca
llamó la displicencia sui, o sea, un resentimiento contra la vida y la propia persona. Y todavía
más extremoso fue la libido moriendi de algunos que voluntariamente se entregaban a los
perseguidores para sufrir el martirio44.
«los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla
ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una
lengua extraña, ni llevan género de vida aparte de los demás ... sino que, habitando
ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en
vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan
44
Cf. en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 39-46.
muestras de un tenor peculiar y admirable conducta, y, por confesión de todos
sorprendente».
«habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como
ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria,
y toda patria, tierra extraña. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero
no exponen los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne,
pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en el tierra, pero tienen su ciudadanía en
el cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes».
Concluye su alegato el anónimo apologista haciendo una síntesis de lo que tiene que
ser un cristiano en el mundo:
Pero no todos se mantuvieron en esa armonía prevista por el viejo apologista. Poco a
poco hay un deslizamiento del cristiano a la «fuga mundi» y al «contemptus mundi»,
terminología acuñada ya por Tertuliano (De Spectaculis, 29). El mismo Orígenes favorece la
huida del mundo, al menos afectivamente como medio para conseguir la perfección. «Cuando
el alma ha caminado a través de todas las virtudes y ha alcanzado la cima de la perfección,
sale de este siglo mundano» (Hom. in Num., 27, 12. SC 29, 554. También, Hom. in Ex., 3, 3.
SC 16, 108). Iba a ser el gran Alejandrino quien, como en otros aspectos de la vida espiritual,
impusiera una praxis de tanta transcendencia en la espiritualidad cristiana de Oriente y
Occidente.
La historia de la fuga mundi y del contemptus mundi con sus motivaciones es muy
conocida y es uno de los tópicos frecuentes. Motivos cristológicos y escatológicos subyacen
en la elección del desierto como forma permanente de vida. Cristo como valor supremo,
como único absoluto, es 10 que puede explicar la renuncia al «mundo» considerado como
malo. Y la vida eterna como paradigma de la verdadera y definitiva vida. Pero resulta difícil
admitir que las motivaciones de esa elección del desierto no se funden también en ideas
gnóstico-maniqueas. De hecho, la separación del mundo suponía una renuncia a la vida
sacramental de la Iglesia. Era esa Iglesia, parte del Estado teocrático, lo que muchos de los
ermitaños rechazaban. Estas actitudes -más o menos evidentes o larvadas- han lastrado la
45
Discurso a Diogneto, V, 1-2.4-10; VI, 1. En Daniel Ruiz Bueno, Padres apostólicos, Madrid, BAC,
1965, pp. 850-851.
espiritualidad de todas las épocas casi hasta nuestros días, lo cual supone una infravaloración
del mundo y sus realidades46.
Para no alargar demasiado el tema, hacemos breves alusiones al Vaticano II, verdadera
plataforma de lanzamiento de la nueva mentalidad terrenal y mundana. Un matiz no
secundario es que se habla no sólo de los cristianos, sino de la Iglesia que tiene que
enfrentarse con el mundo y, a través de ella, los grupos cualificados dentro de la misma:
sacerdotes, religiosos, laicos. Es sobre todo la Constitución pastoral Gaudium et Spes, la que
desarrolla las relaciones de la Iglesia con el mundo contemporáneo. y ¿qué es el mundo para
los documentos conciliares? La GS lo define así:
«La entera familia humana y todas las realidades con la que ésta vive. El mundo
es el escenario de la historia de la humanidad, con sus afanes, sus fracasos y victorias.
Los cristianos creen que el mundo ha sido creado y conservado por el amor del Creador,
esclavizado por el pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado,
destruyendo la potestad del maligno, para que se vaya transformando y llegue a la
plenitud según el proyecto divino» (GS 2).
Aunque parece que no hace otra cosa sino resumir la teología de la creación y la
redención, late en esas afirmaciones una visión positiva del mundo. Ya no equivale a «los
46
Abundante información en Z. Alszeghy, «Fuite du monde», en Dict. Spir. V, 1575-1605. Resumen en
mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 51-65; 81-87; 159-166; 150-155.
47
Alusión al tema y referencia bibliográfica, en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 358-362.
48
De Chenu, cf. selección de trabajos suyos en El Evangelio en el tiempo, Barcelona, 1966. Sobre un tema
escabroso como el sexo, cf. AA.VV., Le fruit défendu. Les chrétiens et la sexualité de l'antiquité a nos jours,
Paris, Centurion, 1985.
hombres malos y perversos», sino al hombre, a su historia, sus instituciones, sus actividades.
La visión cristiana del mundo está bien explicitada: no está condenado, sino salvado. Éste es
el primer cambio sustancial.
«los bienes de la vida y de la familia, la cultura, la economía, las artes y las profesiones,
las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales y otras
realidades semejantes, así como la evolución y progreso» (AA 7).
Estas realidades «mundanas» tienen su propia autonomía, lo cual no significa que estén
des vinculadas de Dios (GS 36).
El mundo no será, pues, algo a desechar, sino un lugar donde el cristiano desarrolla su
dinamismo espiritual. El «hombre espiritual» tiene que realizar su plenitud en el mundo y
para el mundo. El cristiano no sólo está en el mundo, sino que es mundo, porque participa
de los gozos y esperanzas de la humanidad. A este mundo real, de las alegrías y las tristezas,
de la vida y la muerte, son enviados los espirituales con la misión de poner remedio, porque
«son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» (GS 1).
No obstante esta visión universal, el Concilio restringió las tareas «temporales» a los
«laicos», que «viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones
del mundo», y así «contribuyen a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de
fomento» (LG 31). Creo que esta división entre seglares, religiosos y sacerdotes se resiente
todavía de una visión tradicional de los «estados de vida» y que coloca fuera del mundo, en
un gueto particular a los que están «consagrados» al servicio divino. El tema puede ser
discutible.
«La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia
se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio» (n. 27).
Es en el contexto de una visión optimista del mundo y las realidades temporales, donde
procede el ejercicio de la esperanza teologal, que debe equilibrar la tensión dialéctica entre
los valores intramundanos y los bienes prometidos a la esperanza escatológica; entre
promesa, posesión y deseo, o lo que es lo mismo, entre pasado, presente y futuro.
San Juan de la Cruz parte de un hecho de experiencia: el hombre tiende a ser posesivo
de lo inmediato, de lo cercano a él, pasado o presente, y a ello se aferra como mediación para
realizarse como hombre. El problema espiritual está en que el proyecto hombre pasa por la
posesión de Dios y si el hombre «posee» criaturas no podrá poseer a Dios, porque son
desemejantes, según los principios generales de la Subida (I, caps. 4-5, passim). La memoria
humana, como facultad posesiva, genera confianza en el hombre por lo ya poseído, presente
o pasado, y se sacia, generalmente, con los bienes inmanente s al mundo. y esa actitud rompe
la tensión escatológica y transcendente de la vida cristiana. Al rememorar el pasado o al
proyectar y desear el futuro puede el hombre fundarse en cosas, personas, sentimientos,
emociones, etc., que no son compatibles con la sola confianza y esperanza en Dios. Pasado
y futuro «humanos» y la esperanza que generan tienen que ser moderados por la esperanza
teologal.
49
Una aproximación al tema, en A. Guerra, «Ventura y tormento de la esperanza»; Revista de
Espiritualidad 35 (1976) 401-430.
integran, porque el proyecto esperanza no es más que el ejercicio de la fe y la caridad
teologales:
Un tema clásico, el de la ascesis, encaja en este capítulo de la relación del cristiano con
el mundo. La ascesis sugiere una serie de «ejercicios» con incidencia en el cuerpo o en el
50
Teología de la esperanza, Salamanca, Sígueme, 1968, p. 43. Moltmann profundizó posteriormente el
tema, llegando a la conclusión que en la edad media «la teología y la vida sacramental aparecían polarizadas
por la sobrenatural realidad de la caridad»; a partir de la Reforma, todo se polarizó en tomo a la fe y la
comunidad. «Parece que fue -concluye- al iniciarse la edad moderna cuando la primacía de la esperanza
suplantó a la de la fe y la caridad». En realidad, más que suplantarlas la esperanza, las integra (cf. El
experimento esperanza, Salamanca, Sígueme, 1977, pp. 10-11).
espíritu. De por sí es un valor antropológico, que puede tener reflejos religiosos, y en el
cristianismo tiene connotaciones teológicas La ascesis cristiana comporta dos elementos: a)
una acción hecha con esfuerzo. renuncia, abnegación; b) que se hace con una finalidad
específica, como es conseguir la perfección cristiana, no sólo racional intelectual, ni siquiera
moral, sino «espiritual», o sea, la plenitud de la vida en el Espíritu, a unión con Dios
Absoluto.
K. Rahner ha descrito tres tipos de ascesis: moral ,cultual y mística. La moral es una
lucha, una renuncia para controlar los instintos bajos y así permitir el desarrollo del hombre
espiritual «con la colaboración de la gracia divina». La cultual es «para sacar el hombre de
la esfera profana y ponerlo en unión con un poder transcendente», como preparación al culto
religioso. La mística es para provocar la experiencia mística: «continencia sexual, ayunos,
mortificaciones corporales, determinados ejercicios de respiración, abstinencias,
vegetarianismo, vestiduras de penitencia, técnicas de oración ... ». Ninguna de ellas es
específicamente cristiana si prescinden de la gracia elevante y están desvinculadas de lo
cristológico51.
1) Fundamentación filosófico-teológica
a) El Nuevo Testamento
b) La categoría de la «pasión»
51
Cf. K. Rahner, «Pasión y ascesis. Sobre la fundamentación filosófica de la ascesis cristiana», en Escritos
de teología III, Madrid, Taurus, 1961, pp. 74, 80-81. Todo el tema, pp. 74-101.
52
Cf. más textos y expresiones, en J. Weismayer, Vita cristiana in pienezza, Bologna, EDB, 1989, pp.
166-170.
que sea) dice sí a ese destino y realiza existencialmente ese sí, anticipando ese morir
que se realiza parcialmente a lo largo de toda la vida; y cuando se asegura además de
la seriedad existencial y de la íntima veracidad de ese estar dispuesto a morir,
apoderándose de un plus de pasión ... sobre lo obligado por el destino ... el hombre hace
de veras ascesis en sentido auténtico de la palabra. La ascesis no es, pues, más que un
abrazar desde sí mismo personal y libre, el propio tener-que-ser necesariamente para la
muerte»53.
En esta exposición se tocan las raíces metafísicas de la existencia ascética del hombre
como ser y existente, pero no como «hombre cristiano». Por eso las reflexiones de Rahner
concluyen con la unión de toda ascesis con la muerte «cristiana», de la que es como una
«anticipación» (ib., p. 91); y con la fe, mediante la cual el hombre reconoce a Dios como
«más que el mundo» (ib., p. 93) y puede practicar la «fuga saeculi» por exigencia de una
confesión de Cristo. «Muerte, ascesis y huida del mundo son imitación y seguimiento del
crucificado» (ib., p. 97). «La ascesis cristiana-dice para concluir- es un sí a la cruz y a la
muerte. Por tanto, queda dicho con esto que la ascética cristiana es una nueva realización de
la pasión de Cristo, en cuanto acto de fe en el acontecimiento realizado definitivamente en la
cruz para reconciliación del mundo con Dios»(ib., pp. 98-99).
Esta larga, difícil y hermosa construcción de Rahner, aunque ha sido impugnada por su
insistencia en la «pasión» de la vida cristiana que también es «acción», y por reducir
demasiado la vida de Cristo a su pasión-muerte, cuando es también obediencia al Padre y una
entrega a los demás, creo que encaja en el mecanismo de las «noches» de San Juan de la
Cruz, siendo la principal la noche pasiva, puro ejercicio de teologalidad que incluye el sí al
dolor presente en la propia vida. Las noches «activas», propias de la clásica ascesis, son
superadas en las noches «pasivas». De hecho, el Santo habla a veces de las grandes
penitencias que pueden ser «penitencias de bestias»54.
c) Creaturalidad y pecado
53
Cf. l. c., pp. 84, 88 y 89, respectivamente.
54
Cf. la crítica a Rahner en S. Arzubialde, Theologla spiritualis I, Madrid, UPC, 1989, pp. 155-159.
gracia de Cristo y de su poder redentor y estar unido al valor redentor de la cruz de Cristo,
como veíamos.
d) Todo-nada
e) Don y obras
La santidad como donación del padre en el Hijo por el Espíritu Santo exige romper el
hipotético nexo entre el ejercicio ascético y santidad y mucho más entre ascética y mística.
La vida ascética no es causa de la perfección cristiana; puede y debe ser una colaboración
humana a la gracia sanante previniente y elevante. Mucho menos se puede hablar de la
proporcionalidad entre ascética y santidad. Sería una afirmación del pelagianismo.
Solamente en una época de exaltación de las «obras» humanas como causa necesaria de los
méritos y de la salvación; o en una propuesta de la santidad cristiana como «voluntarismo
ascético», contra los protestantes o alumbrados, se pudo llegar a esa conclusión. La teología
de las «manos vacías», de la «confianza», del «caminito espiritual», fundado en la vida de
fe, esperanza y amor, propuesto por Santa Teresita del Niño Jesús, está más cercana a una
verdadera concepción de la ascesis cristiana.
g) La razón eclesiológica
h) El amor martirial
La ascesis fundamental del cristiano es la que impone la vida de fe, esperanza y amor.
El gran maestro de la teologalidad que es San Juan de la Cruz así lo ha intuido y explicado.
El supremo acto de vida ascética es la entrega de la vida por los demás renunciando a ella, si
es necesario en los casos límite, mediante el martirio. Lo mismo se diga de otras renuncias a
realizaciones propias, como el poder, el dinero, el prestigio social en un desclasamiento para
el servicio, el matrimonio y la paternidad, si son carisma y don, la entrega del propio tiempo,
de las facultades mentales y afectivas, etc. Estas acciones sólo se realizan con una fuerte
carga de vida teologal.
La historia enseña una ley universal: aun manteniendo los principios filosóficos y
teológicos, no siempre coincidentes, no se puede hablar unívocamente de ascesis, sino de
distintas «formas» que dependen de muchos factores, creando lo que se puede llamar una
«ascética diferencial». La Iglesia ha impuesto pocos actos como obligatorios, dejando que el
ejercicio ascético se desarrolle libremente. Han sido los «espirituales» (maestros de vida y
doctrina), los que han vivido o sugerido las distintas formas de ascetismo.
Por ser un tema conocido y secundario en la totalidad de la vida espiritual, no hago más
que sugerir algunas de las más llamativas. De la oración y el ayuno, de la vida en el desierto,
la itinerancia como seguimiento de Jesús, la pobreza como compartición de bienes, el trabajo
apostólico, etc., hablan los textos del N. Testamento.
Seguirán en edad media otras formas, entre los monjes renovados y los frailes
mendicantes recién aparecidos, como la larguísima liturgia (cluniacenses), la vivencia de la
pobreza, el eremitismo, la vida de los reclusos y emparedados (siglos XI-XIII), la flagelación
(san Pedro Damiani con los camaldulenses), y la caterva de disciplinantes callejeros en el
otoño de la edad media (siglo XIV). Por fin, el ascetismo radical (jansenismo del siglo XVII),
la expiación reparadora imitando la pasión de Cristo, la adoración nocturna al Santísimo
Sacramento, con su caracterización penitencial (siglo XIX), etc. De estas y otras formas ha
vivido el hombre espiritual durante siglos, aunque no es más que una mera alusión a esa
historia de la ascética cristiana todavía por hacer en su globalidad y su interpretación.
De todo ello se deriva que la dimensión penitencial o ascética es esencial a la vida del
cristiano, como dejan en claro los «fundamentos» de la vida ascética. Y que las «formas» son
indicativas y variables no preceptivas. Además, en la vida de los santos encontramos algunas
formas «personales» e intransferibles, a veces extravagantes y dependientes de un carisma
especial. Intentar copiarlas materialmente, aunque sea un fundador o fundadora, va contra
toda la lógica del crecimiento espiritual que tiene en cuenta al sujeto tan variable por sus
56
Cf. Teodoreto de Ciro, Historia religiosa 27, 1. En SC 257, pp. 218-219. Sozomeno, Historia
Eeclesiastiea VI, 33. PG 67, p. 1394. He recogido más testimonios, ensayando varias lecturas de los hechos,
en mi estudio: «El "hombre espiritual" y la naturaleza a través de la historia», l. c., pp. 53-81.
muchas circunstancias; y contra las leyes de la historia que muestra la variedad infinita de
«formas ascéticas».
Por lo tanto, la ascesis tiene que integrarse como valor positivo en el fieri de la
maduración humana y espiritual de la persona. Esto puede compaginarse con las privaciones
o renuncias de las que hablábamos en el punto anterior, o cuando se asumen los sucesos
negativos que acontecen en la vida: dolores, fracasos, incomprensiones, etc. La aceptación
de estos acontecimientos con espíritu teologal es lo que crea propiamente la ascesis creadora.
En este sentido la mortificación del cuerpo continúa teniendo valor, si bien es difícil
determinar el cuánto y el cómo. Aquí se recuerda sólo el principio universal.
Quiero referirme a dos formas de vivir el cuerpo y el mundo. Existe, por una parte, una
especie de suicidio corporal, al que nos referíamos hace poco practicado por los antiguos
eremitas. En algunos textos vigorosos de Santa Teresa, escritos en el fervor inicial de la
Reforma carmelitana, parece que quedan residuos mentales de las viejas prácticas; pero esas
arengas a la penitencia corporal tienen que ser leídas a la luz de todas sus enseñanzas y dentro
de la maduración de su propia vida.
57
Referencias bibliográficas, en Ch. A. Bernard, «Ascesis», en NDE, p. 97.
«Quien de veras comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida»
(ib., 12, 2).
Desde estas arengas para la muerte, hasta la idolatría del cuerpo en nuestra civilización
actual, corre una franja de prudencia ascética que es la practicable. Cuando se habla del
«cuerpo», nos referimos también a los vestidos y de los aderezos, al comer y al beber
inmoderadamente, a la búsqueda de los placeres, del confort y del consumo por encima de
toda consideración ética. Lo mismo nos que decir de las «mortificaciones» que impone la
idolatría del «tipo». Una educación ascética en este campo no vendría mal, y hecha desde la
primera infancia. Todo ello pertenece a la educación del mundo de lo sensible.
Por último, a las razones clásicas para evitar lo que hemos llamado la «sociedad de
consumo», propongo las razones ecológicas, que tienen su fundamento en la solidaridad con
la humanidad actual y la del futuro. La educación en la austeridad es un compromiso con los
más necesitados y con la salvación de la tierra. Y también un proceso para «desintoxicarnos»
de las «necesidades artificiales» creadas por la sociedad de consumo. Es claro que estas
razones de ecología, de humanismo, o razones más profundas como son las filosóficas o
teológicas ya analizadas, sirven para controlar los bajos instintos, para evitar pecados, para
hacer oración con paz, etc. Y todo esto es tan moderno como antiguo58.
Se trata, precisamente, del amor «cristiano», no del amor «humano», .porque, aunque
la estructura psicológica del acto de amar sea idéntica en ambos casos, no lo son los motivos
ni los objetos del amor.
58
Un breve ensayo de espiritualidad ecologista desde la práctica de la ascesis, en mi artículo citado: «El
"hombre espiritual" y la naturaleza ... », l. c., pp. 77-81. Y en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp.
382-386. Sobre la ascesis moderna en «inculturación neobehaviorista», «fenomenológica», «psicoanalítica» y
«técnicas ascéticas nuevas», cf. T. Goffi, La experiencia espiritual, hoy, 102-107. Sobre el sufrimiento con
significación ascética, cf. J. Weismayer, La vida cristiana in pienezza, pp. 177-186. También, J. F. Kavanagh,
Following Christ in a Consumer Society: The Spirituality of Cultural Resistence, Maryknall, N.Y., Orbis,
1991.
1) Fundamentos escriturísticos
No se trata de llenar páginas con textos bíblicos sobre el amor que Dios tiene a la
humanidad; ni siquiera de definir teóricamente qué es el amor y otras cuestiones que pueden
ser objeto de reflexión desde la fe.
Para un cristiano el fundamento último de la vida de caridad está en el amor que reside
en Dios como en su fuente y se lo comunica al hombre como don o gracia en Jesucristo. Ésta
es la síntesis de cuanto vamos a exponer.
Al hablar del «Dios Santo» (cf. cap. III, 2, A), dijimos que santidad y amor-
misericordia se identifican en Él (cf. Os 11, 9). La afirmación del apóstol Juan: «Dios es
amor» (1 Jn 4, 8.16) ilumina el panorama. El amor es como la esencia de su ser, y la vida
intratrinitaria se puede entender sólo como interrelación y comunión de amor.
Este amor es el que Dios comunica al hombre como don no merecido. Que Dios ama
al hombre, al pueblo elegido, a la Iglesia, ambos paradigmas colectivos bíblicos, es algo que
aparece repetidamente en la Escritura. La donación definitiva de Dios es la entrega del Hijo
(Jn 3, 16). Que Cristo murió «por nosotros» (Rm 5, 8) es uno de los núcleos centrales de la
predicación primitiva y de toda la historia del cristianismo.
La escueta afirmación dogmática Christus passus est pro nobis significa que en
Jesucristo se encarna el amor del Padre hacia la humanidad. Es la manifestación total y
definitiva de su amor al hombre (cf. 1 Jn 4, 9-10). Él es la única y definitiva palabra y parábola
de la misericordia del A. y del N. Testamento. Como Buen Pastor, da la vida por sus ovejas
(Jn 10, 11-15), Y ama a los hombres con el mismo amor y con la misma medida con que le
ama el Padre (Jn 15, 9). Ama especialmente a los pecadores (Lc 7, 36; 19, 7-10; Jn 8, 7-11);
a los niños, a los enfermos, endemoniados, viudas, a las mujeres; ama especialmente a sus
discípulos, a quienes llama «amigos» (Jn 15, 14-15) e «hijos» (Jn 13, 33). Y al final se entrega
a la muerte porque «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn
15, 13).
Del amor de Dios al hombre, de Cristo como fuente de amor, porque Él vive en el
cristiano, del que nada ni nadie le podrá separar (Rm 8, 35), se pasa a la otra dimensión: la
caridad teologal del hombre en su doble vertiente de amar a Dios y a los hermanos. Es la
redamación del hombre también como don de Dios.
El «amor», desde la ladera del hombre, se expresa en la literatura griega con tres
palabras: eroz, filia y agaph. El primero es el amor-deseo pasional; el segundo es el amor
desinteresado, de amistad; el tercero es el amor de preferencia. En el N. Testamento, el más
específico es el agapé, más bien raro en el lenguaje profano, mientras que eras y filía son
poco usados en el N. Testamento. Se puede decir que agapé es una novedad, si bien no
absoluta, del lenguaje religioso cristiano, en el sentido de identificar el amor del hombre a
Dios y al prójimo59.
Hablando con rigor, el P. C. Spicq, uno de los grandes especialistas, ha indicado que
agapé no debería traducirse por «amor» porque resulta equívoco y sentimental; ni siquiera
por «caridad» (refiriéndose al A. Testamento), demasiado cristianizado, sino por
predilección. Eso es lo que pide Yahvé al pueblo de Israel: amor posesivo, excluyente de
otros amores (a otros dioses, ídolos, etc.). La conclusión del autor es que los «cristianos» (N.
Testamento) deben aplicar esa predilección para amar a Dios y a los hermanos60.
«El mandamiento del amor al prójimo que enseña Jesús (Mt 7, 12) se distingue
del famoso de Hillel solamente en su formulación positiva». Ese precepto suena así:
«No hagas a tu prójimo lo que es odioso para ti; esta es toda la Ley. Lo demás son
precisiones». La «regla de oro» del N. Testamento dice: «Todo cuanto queráis que os
hagan los hombres, hacédselo también vosotros» (Mt 7, 12)61.
Desde las enseñanzas de Jesús, vividas en las comunidades, se crea el primer núcleo
doctrinal sobre el amor a Dios y al prójimo como un único principio elicitivo, aunque tenga
un aparente doble objeto: «el que ama a Dios ama también a su hermano», condensa Juan (1
Jn 4, 21). La unicidad de objetos se descubre en un texto sorprendente y paradójico de Juan:
el amor consiste no en que nosotros hemos amado a Dios, sino que Dios nos amó dándonos
al Hijo. Por eso argumenta: «Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos
amamos unos a otros» (1 Jn 4, 9-11). La coherencia lógica pediría que si Dios nos ama, le
59
Cf. E. Stauffer, «agapaw», en Grande Lessico del Nuovo Testamento (Kittel), I, Brescia, Paideia, pp.
92-146.
60
Agapé. Prolegoméne a une étude de la théologie neotestamentaire, Louvain, p. 210.
61
Cf. E. Stauffer, l. c., p. 118.
respondamos con la redamación, pero en el contexto joánico, en los hermanos está encarnado
Dios.
¿Cómo se puede resolver esta aparente paradoja? En realidad, como explicaban los
Escolásticos, con un único acto de amor amamos la bondad de Dios, que está en Él como en
su fuente y al hombre que la recibe de modo participado. Una sola razón formal para dos
objetos materiales que amar. Hay otra razón teológica de fondo: Cristo y los hombres
(reunidos en la Ecclesia) forman un solo cuerpo; por eso, al amar a la cabeza, amamos al
cuerpo, o a la inversa. El mismo principio vale para el desamor: cuando Pablo condenaba a
los cristianos (la Iglesia naciente), perseguía a Cristo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues»
(He 9, 5). La fraternidad universal no se funda sólo en el principio de la creación de todos
los hombres por Dios, ni en la redención por Cristo, sino en la unicidad de destino, la unión
con Dios.
Es tal la relevancia del amor a los hermanos (la filadelfia), que a veces aparece
como el único horizonte moral del cristiano. Por ejemplo, cuando Pablo dice: «El que ama al
prójimo, ha cumplido la ley». El decálogo se resume en esta fórmula: «amarás a tu prójimo
como a ti mismo... La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13,8-10). Esa misma
caridad es exaltada por Pablo en el conocido himno de 1 Cr 13, 1-13. Y al final de los tiempos
seremos juzgados sobre el amor al prójimo (Mt 25,31-46). Así lo intuyó y condensó San Juan
de la Cruz cuando escribe: «A la tarde te examinarán en el amor»62.
2) Reflexiones teológicas
62
Dichos de amor y luz, 64. Una selección suficiente de textos, en A. Pigna, «Carita», en Dizionario
Enciclopedico di Spiritualitá, I, Roma, Cilla Nuova, 1990, pp. 433·449.
el único horizonte moral y espiritual de un cristiano. O también al revés. Acepto como válida
la afirmación de que
«en el lenguaje bíblico, el término "caridad" expresa, en su más alto nivel, el concepto
de "amor" y abarca el de "misericordia", ya se trate de la relación entre Dios y los
hombres, entre los hombres y Dios y de los hombres entre sí»63.
Este amor único con doble objeto es fruto del Espíritu Santo, del cual derivan después
las demás virtudes y valores, según la interpretación exacta del texto de Gálatas, 5,22: «El
fruto del Espíritu Santo es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad ... ». A esa
caridad-amor al prójimo entona Pablo el conocido himno de la Carta a los Corintios (1a,
13,1-3), cuyo significado pleno del término lo tenemos sustituyendo la palabra «caridad» por
el nombre de Jesucristo64.
Para que un acto humano se convierta en caridad teologal debe evidenciar la dimensión
gratuita de la donación divina. No basta una especial estructura afectiva, ni siquiera tener a
Dios como objeto (lo puede tener también un filósofo), sino que el que ama a Dios haya
recibido el agapé, participación del amor de Dios; es decir, «vive» del amor divino
participado; «permanece», como dice San Juan, en ese amor divino; y, en consecuencia, el
acto de amor, en vez de ser un acto «humano» simplemente, es un acto «deiforme», es decir,
un acto . animado y fecundado por el amor que Dios nos tiene. En suma, es un acto de un
«hijo de Dios». Todo esto apenas lo sentimos, pero la diferencia es capital desde una reflexión
de fe sobre el acontecimiento de salvación que recae sobre el hombre. La caridad teologal es
un florecer de la vida divina en nosotros65.
Amar teológicamente al prójimo no es amar «el alma» del prójimo; también pueden y
deben ser amados con caridad teologal los cuerpos, sus dones naturales, intelectuales y
sobrenaturales. Estas fórmulas recuerdan una espiritualidad maniquea, a la que hemos
aludido en varias ocasiones y parece que ya olvidada. Ni propiamente hay que «amar a Dios
en el prójimo». Al menos la fórmula puede resultar ambigua, porque el acto estará hecho
«por Dios», pero no alcanzará al prójimo sino a través de Dios. Parece más correcto afirmar
que amamos teologalmente al prójimo por ser prójimo-hermano, hijo de Dios o enemigo de
Dios. Como afirma Thils, «no es sustituyendo psicológicamente a "Dios" por el "prójimo"
como se hace la caridad formalmente "teologal"» (l. c., p. 402). Lo que especificaría el acto
formalmente como teologal sería la fundamentación en el acto de fe y en la imitación del
amor de Cristo: amamos teologalmente al prójimo cuando somos misericordiosos,
63
M. Sbaffi, «Caridad», en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid, Paulinas, 1983, p. 129. Todo el
tema, pp. 124-136.
64
. Barth, Dogmática, I. Citado por M. Sbaffi, l. c., p. 130.
65
G. Thils, La santidad cristiana, Sígueme, Salamanca 1965, p. 398.
bondadosos, comprensivos, como Dios lo es con nosotros, y porque (significación causal)
Dios lo es con nosotros.
Primera. - El desarrollo doctrinal desde los Padres de la Iglesia hasta los últimos
escritores espirituales. Por ejemplo, la relación entre la caridad y la justicia, uno de los temas
apetecibles hoy; la caridad o amor a Dios y al prójimo, etc. O también la explicación teológica
de la caridad, como hemos hecho al hablar de la «identidad del amor cristiano» en el apartado
anterior.
Los Hechos de los Apóstoles, las Cartas de Pablo, las Cartas de Ignacio de Antioquía
y los primeros escritores de la Tradición son fuentes para conocer de primera mano la
actividad caritativa de la Iglesia. Hablar del «ejercicio de la caridad» desarrollada en el
tiempo puede sonar a apología de la institución, pero aquí no se recuerdan los «hechos»
históricos con esa intención, sino para demostrar que el dinamismo de la vida teologal, y en
general de la vida espiritual, lleva inherente, de alguna manera, el servicio al prójimo.
Sabida es la preocupación de Pablo por las Iglesias necesitadas para que hubiese un
buen reparto de bienes entre las comunidades ricas y las pobres. Ignacio de Antioquía († 110)
es otro testigo cualificado de la Iglesia romana, que «preside la caridad» y es «eminente en
la caridad» (Carta a los romanos), que puede tener un significado de servicio caritativo social
organizado.
Tertuliano ilumina ese período e ilustra cómo vivían los cristianos la caridad fraterna
en el siglo II. Refiriéndose a las reuniones de la comunidad, unida en tomo a la Eucaristía
para compartir la fe, la disciplina eclesiástica y la esperanza, para hacer oración, leer las
Escrituras, corregir los pecados, escribe:
«Aunque tenemos una especie de caja, sus ingresos no provienen de cuotas fijas,
como si con ello se pusiera precio a la religión, sino que cada uno, si quiere o si puede,
aporta una pequeña cantidad el día señalado de cada mes o cuando quiere. En esto no
hay compulsión alguna, sino que las aportaciones son voluntarias y constituyen un
fondo de caridad. En efecto, no se gasta en banquetes, o bebidas, o despilfarros
chabacanos, sino en alimentar, o enterrar a los pobres, o ayudar a los niños y niñas que
han perdido a sus padres y sus fortunas, o a los ancianos confinados en sus casas, a los
náufragos, o a los que trabajan en las minas, o están desterrados en las islas, o prisiones,
o en las cárceles. Éstos reciben su pensión a causa de su confesión, con tal de que sufran
por pertenecer a los seguidores de Dios ... Los que compartimos nuestras mentes y
nuestras vidas, no vacilamos en comunicar todas las cosas. Todas las cosas son
comunes entre nosotros, excepto las mujeres: en esta sola cosa, en que los demás
practican tal consorcio, nosotros renunciamos a todo consorcio»66.
En tiempos de la gran Iglesia, después del siglo IV, las necesidades aumentaron con la
afluencia de los bárbaros al imperio romano y el desastre social que generaron. Es el
momento en que se escuchan las más elocuentes homilías de los grandes Padres de la Iglesia,
criticando a los ricos por sus inmensas riquezas que no utilizan en beneficio de los pobres.
Por ejemplo, San Juan Crisóstomo, el más elocuente de todos ellos, clamaba en sus homilías
y sermones contra el lujo y el despilfarro de los grandes terratenientes, mientras los pobres y
esclavos se morían de hambre a la puerta de sus casas o en los campos de trabajo. Mientras
esas voces se oían en Oriente (Constantinopla), en Occidente, el gran obispo San Ambrosio
clamaba en Milán con los mismos tonos; y San Agustín lo hacía en el norte de África.
Las obras de las instituciones religiosas y laicales no han cesado. Habría que recordar
un dato elemental y conocido: los cientos de congregaciones religiosas masculinas y muchas
más femeninas que se han fundado en los siglos XVII-XIX para atender a los marginados de
la sociedad, como son los huérfanos, los ancianos, las prostitutas; y a otras necesidades
sociales, especialmente la enseñanza y la salud pública. Es curioso que hasta el siglo XVII
todas las monjas eran de clausura, según los estatutos del Concilio de Trento. A partir de esa
fecha, son muy pocas las fundadas según los viejos cánones, sino abiertas a las necesidades
sociales a las que nos hemos referido. El Espíritu de Dios sopla según las necesidades de
cada momento67.
66
Apologético, 39. Cf. traducción en J. Vives, Los Padres de la Iglesia, Barcelona, Herder, 1971, n. 375,
pp. 411-412.
67
A esta cuestión nos referimos al responder a las «críticas» a la espiritualidad. Cf. cap. I, 2, con suficiente
bibliografía, sobre todo la selección de textos e interpretación teológica de R. Sierra Bravo, El mensaje social
de los Padres de la Iglesia, Madrid, Edice, 1989. J. I. González Faus, Vicarios de Cristo. Los pobres en la
teología y la espiritualidad, Madrid, Trotta, 1991. Cf. nota 28 del cap. 1.
Este mero recuerdo, no recuento de obras caritativas de la Iglesia, demuestra la
injusticia de muchas críticas contra la «espiritualidad» y los «espirituales», como egoístas y
alienados, según dijimos en otras ocasiones [cap. 1, 2; VI, 1, B, 3), c)]. La «unión con Dios»
impulsaba a los verdaderamente místicos a hacer «obras» en beneficio del prójimo. Es verdad
que no siempre estuvo presente la dimensión de la justicia previa a todo acto de caridad. Y
que en ocasiones se convertía en mera «beneficencia» o compasión paternalista. Pero eran
otras las coordenadas sociales y culturales en las que se movían los pensadores, filósofos,
teólogos y espirituales. Hoy nos admira que la Iglesia oficial haya intervenido tan poco en la
abolición de la esclavitud, por ejemplo. O que no se comprometiese en la defensa de la paz,
de los derechos humanos, de la liberación y autodeterminación de los pueblos, de las etnias
minoritarias, la inculturación del patrimonio cristiano en los pueblos evangelizados, etc.
Todo ello no es un problema de espiritualidad, sino de madurez de las mentalidades
colectivas y la persistencia de las aristocracias privilegiadas y de las fuerzas de poder,
presentes también en la Iglesia y resistentes al cambio.
«puede y debe abarcar a todos los hombres y a todas las necesidades. Dondequiera que
hay hombres carentes de alimento, vestido, vivienda, medicinas, trabajo, instrucción,
medios necesarios para para llevar una vida verdaderamente humana, o afligidos por la
desgracia, o por falta de salud, o sufriendo destierro o la cárcel, allí debe buscarlos y
encontrarlos la caridad cristiana».
Pero la caridad no puede olvidar la justicia, «para no dar como ayuda de caridad lo que
ya se debe por razón de justicia». Por eso hay que suprimir «las causas, y no sólo los efectos
de los males, y organizar los auxilios de tal forma que quienes los reciben se vayan liberando
progresivamente de la dependencia externa y se vayan bastando por sí mismos» (AA 8).
«Es un grave error histórico reducir lo que sucede hoy entre nosotros a un
problema social o político; y, en consecuencia, es una falta de perspectiva cristiana
pensar que los desafíos a la espiritualidad se limitan a los provenientes de la relación
entre la fe y lo político, de la defensa de los derechos humanos o de la lucha por la
justicia»70.
68
Cf. todo el proceso en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 365-37l.
69
Cf. en edición de Sígueme, Salamanca, 19809, pp. 265-273.
70
Teología de la liberación, p. 10. Sobre el tema existe una amplísima bibliografía. Cf. los «Manuales
modernos» de G. Gutiérrez, L. J. González, J. Espeja, N. Jaén, J. Sobrino, J. Casaldaliga J. M. Vigil. A ellos
se pueden añadir: A. Guerra, «Acercamiento a la espiritualidad de la liberación», Teresianum, 36 (1985) 373-
399; Id., «Teología espiritual en clave liberadora», en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid, Paulinas,
19914, pp. 1850-1852; C. Maccise, La espiritualidad y la nueva evangelización. Desafíos y nuevas
perspectivas, México, CTR, 1990. En general, J. J. Tamayo, Presente y futuro de la teología de la liberación,
Madrid, Paulinas, 1994.
solidaridad tiene que abarcar a los más pobres de este mundo, a la defensa del derecho y la
justicia, de la paz contra la guerra, de la vida contra la muerte y hasta la defensa del planeta
tierra apuntándose a una mentalidad ecologista. Debe tender a la inculturación del Evangelio
en las distintas regiones del mundo. Finalmente, debe estar en contra de la coacción de los
derechos humanos por razones raciales, de sexo o condición social. Y llegar al heroísmo de
amar a los enemigos, como Cristo los ha amado71.
Al hablar de la caridad teologal, tenemos que recordar de nuevo a San Juan de la Cruz.
Dentro de su proyecto espiritual, la purificación de la voluntad se la encomienda a la caridad,
como había relacionado la fe con el entendimiento y la esperanza con la memoria. Pero, como
ya advertimos, el proyecto es unitario.
Es importante indicar que su larga exposición, inconclusa como una sinfonía, arranca
de un texto del A. y del N. Testamento: «Amarás a tu Señor Dios de todo corazón, y de toda
tu ánima, y de toda tu fortaleza» (Dt 6, 5. La traducción es del santo). Sigue explicando cómo
toda la fortaleza del alma son las «potencias, pasiones y apetitos». Solamente cuando toda
esa riqueza de la persona la dirige a Dios, se puede decir que le ama «con toda su fortaleza»
(ib., III, 16, 2).
Imposible seguir todo el proceso que el santo desarrolla en Subida del Monte Carmelo,
III, caps. 16-~5 (quedando truncado el proyecto casi al comienzo). Su intención era purificar
mediante la caridad teologal las cuatro pasiones fundamentales del hombre, según la
nomenclatura de Boecio: gozo, esperanza, temor y dolor (ib., III, 16, 6). Pero sólo desarrolla,
y de modo incompleto, la pasión del gozo, queriéndolo «poner en razón», para que el alma
se goce sólo en Dios. Discurre sobre los «bienes» (valores, diríamos hoy) en los que se puede
«gozar» la voluntad: temporales, naturales, sensuales, morales, sobrenaturales y
espirituales (ib., III, 17, 2). Como se ve, los tres primeros son profanos; los tres últimos,
religiosos. Para San Juan de la Cruz tienen el mismo sentido si se absolutizan. Realmente, el
abanico es completo, y los análisis, agudos, aunque el autor pierde vigor creativo según
avanza en la exposición de los argumentos, descendiendo a los análisis concretos, valiosos
71
Cf. J. Espeja, La espiritualidad cristiana, Estella, Verbo Divino, 1992, pp. 219-255.
hoy para reconstruir parte de la historia religiosa de su tiempo, pero no tan válidos como
principios universales.
Los «bienes» son buenos en sí mismos, son valores, por ejemplo, la belleza, los oficios,
la discreción, como el mismo ejercicio de la virtud y los carismas, la devoción a las imágenes
y oratorias, los ritos y ceremonias, etc. Todo puede amarlo desordenadamente la voluntad y
es necesaria la caridad teologal que ordene sus posibles desviaciones. Sólo absolutizando a
Dios, lo Transcendente (con una elección afectiva y efectiva), todo lo inmanente al mundo
queda relativizado. Al hacer esta elección libremente, el «espiritual» se está sometiendo a la
purificación de la «noche activa del espíritu», la misma que realizan la fe y la esperanza.
LA PASTORAL DE LA ESPIRITUALIDAD
No existe, por otra parte, mucha bibliografía pertinente al caso. El primer libro
complexivo, al que nos atenemos por ser un estudio presentado como tesis doctoral en el
Teresianum, de Roma, es el de Rafael Checa, La pastoral de la espiritualidad cristiana.
Fundamento teológico. Sectores de actuación. Orientación mistagógica, México, Cevhac-
Progreso, 1991, 188 pp.
Me es grato presentar al final de mi Manual el esquema del libro del amigo y viejo
luchador por hacer de la espiritualidad no sólo un «tratado», sino una «vida», y con ello
concluyo mi proyecto.
El capítulo II está dedicado a «La vida espiritual y sus dinamismos» (pp. 39-64), donde
expone en síntesis lo que debería ser un tratado de teología espiritual, en la que entra la vida
en Cristo por el Espíritu, lo teologal, la acción en la vida de la Iglesia.
Con esto concluye también este Camino cristiano, que he intentado trazar en un
Manual de teología espiritual.