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DANIEL DE PABLO MAROTO

el camino
cristiano

manual de teología espiritual

- para uso privado -


INTRODUCCIÓN

Hablar de «Manual» ruboriza a muchos escritores. Piensan que los lectores se sentirán
incómodos, distanciados, que leerán el libro con prevención al suponerlo demasiado árido de
estilo, conciso en las ideas, quién sabe si demasiado escolar o académico. Por supuesto
siempre rico en datos, juicios y opiniones, flanqueado de moderna y seleccionada
bibliografía. En fin, una buena «introducción» para adentrarse en el tema tratado.

MANUAL DE TEOLOGÍA ESPIRITUAL: VIDA Y TRATADO

Este libro quiere ser un Manual de teología espiritual, o de «espiritualidad». En su


lugar oportuno explicaré lo mejor posible el contenido de este ambiguo y, sin embargo,
necesario y clásico concepto. De momento baste decir que parto de la convicción de que la
espiritualidad es, ante todo, la vida en el Espíritu que se desarrolla en el hombre, no distinta,
sino integrada en su vida natural, social, cultural y política. Es vida cristiana, algo dinámico,
interior, que se proyecta a lo exterior de él mismo. Si es vida, es un fenómeno real, no una
abstracción; si es vida, nace, se desarrolla hasta la plena madurez. Esta vida espiritual es
participación del misterio de Dios que se comunica al hombre.

Sobre esa vida el teólogo reflexiona y construye un Tratado de teología, ciencia de la


fe que indaga sobre el misterio de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo en la vida del hombre.
Como «tratado» pertenece a la teología única fundado en las mismas fuentes, el mismo
método e idéntico rigor científico. El término más exacto, a mi entender, para identificar ese
tratado teológico es el de Teología espiritual. Antiguamente se llamaba Teología ascética y
mística, o Teología de la perfección cristiana, etc. En la transición de los antiguos manuales,
los anteriores al Concilio Vaticano II, a los modernos, se corrió el riesgo de reducir la teología
espiritual a una serie de temas sueltos sobre la vida cristiana, sin ninguna organicidad
sistemática. Como proyecto, utilizado por el teólogo en las cátedras de espiritualidad y en los
manuales, resultó frustrante, porque al final no se tenía una visión panorámica de la vida
espiritual del cristiano. Los Manuales de teología espiritual se encuentran hoy en un período
de transición, a la búsqueda de su propia identidad, y esto puede generar un cierto disgusto
en profesores, alumnos y en los mismos lectores porque no coinciden en el desarrollo
temático, en la estructura, aunque se va consiguiendo una cierta homogeneidad. Es claro que
existe una fisura entre un antes y un después que la marca el Concilio Vaticano II (1962-
1965). Muchos de los clásicos Manuales (Crisógono de Jesús Sacramentado, Bouyer, Royo
Marín, Gustavo Thils, Dagnino, Albino Marchetti, Naval, De Guibert, etc.), quedaron
aparcados en el prevaticano y la mayor parte no han vuelto a editarse. Tenían un esquema
bastante uniforme. Los modernos son más libres en la elección de los temas y en su
desarrollo, lo cual indica que hay varias posibilidades de interpretar teológicamente la vida
espiritual. Por eso cada autor es libre para presentar su propio esquema coherente y
desarrollarlo.

Hablando de la espiritualidad como tratado teológico, permítaseme hacer una última


observación: la teología espiritual debería ser la culminación de la teología dogmática. Es en
la teología espiritual donde el creyente descubre que la teología no es un «logos» (discurso)
que el hombre aplica al «Theós» (Dios), construyendo una ciencia del Dios-en sí, sino del
Dios-para-el-hombre. Función del teólogo espiritual es describir el proceso salvador de la
gracia de Cristo y la función del Espíritu en la andadura concreta del hombre histórico. La
teología espiritual da a la teología-ciencia su dimensión vital y la coherencia y convergencia
final de todos los tratados dogmáticos en el hombre, en la antropología sobrenatural. ¿Qué
función vital y significado existencial pueden tener los tratados sobre Dios uno y trino, sobre
la Iglesia y los sacramentos, sobre Jesucristo, sobre las virtudes teologales, sobre la
escatología, si no hiciesen referencia a una antropología sobrenatural historizada y
personalizada cuyos caminos de fe y de experiencia desarrolla la teología espiritual? Si la
dogmática es la base de la pirámide del conocer teológico, la teología espiritual es la cúspide
del saber el misterio de Dios en el hombre. La espiritualidad concluye en la mística, donde
el conocer a Dios se transciende en el saber por experiencia. Todo ello es apelar al carácter
sapiencial de la teología espiritual, que no es un camino a conocer, sino a recorrer1.

HISTORIA DE LA ESPIRITUALIDAD

Junto a la teología espiritual corre paralela la Historia de la espiritualidad, que


demuestra cómo la vida cristiana es una, pero no única, uniforme, homogénea, sino plural
como los infinitos caminos de actuación de Dios en la historia de la salvación. Esa historia
la hacen todos los cristianos santos, los «espirituales» en primer lugar; a veces la describen
en confesiones o autobiografías y también en tratados más doctrinales. Los grandes santos
son los creadores de los misteriosos caminos carismáticos en la Iglesia, asumidos y
completados por las «escuelas de espiritualidad» a que dan origen en los discípulos. Son los
maestros totales en la Iglesia, discípulos del Espíritu y maestros de sus discípulos. Son los
gigantes de la historia, manantiales que siempre llevan o traen agua convirtiéndose en canales
y depósitos que rebosan.

Pero la mayor parte de las veces los «caminos del Espíritu» que narra la historia son
caminos anónimos, los del pueblo cristiano, mentalidades populares que quedan reflejadas
en las tradiciones orales o escritas.

1
Cf. el carácter verdaderamente teológico de la teología espiritual, no meramente corolarios piadosos, en
A. Guerra, Introducción a la teología espiritual, Santo Domingo, Edeca, 1994, p. 39, con citas de
Schillebeeckx y Von Balthasar.
EL CAMINO CRISTIANO

El título del libro es El camino cristiano. Y con él quiero resaltar el proceso del
«hacemos» cristianos, el fieri del ser, desde la nada a la plenitud. La vida espiritual es como
un camino que se recorre viviéndolo no sólo conociéndolo. Aquí también, como en toda vida,
se hace camino al andar. La vida se desarrolla en un constante progreso, so pena de
convertirse en muerte.

El símbolo del camino tiene un arquetipo significante en el A. Testamento y es el que


recorre Moisés desde el descubrimiento de Yahvé en la zarza ardiente (primera teofanía en
la luz, Ex 3, 1-15), en el monte Sinaí (segunda teofanía en la tiniebla, Ex 19, 16-25), Y en la
hendidura de la peña (tercera teofanía, Ex 33, 18-23. Cf. 34, 6-9). El pueblo hace la
experiencia del «camino» liberador a través del desierto desde Egipto hasta la tierra de
promisión. Cristo recorrió el «camino» de gloria, cruz y resurrección.

Pues bien, ese mismo «camino» es recuperable hoy, y de hecho ha sido recuperado por
amplias bases cristianas que lo están recorriendo como paradigma de nueva evangelización
y de experiencia de fe comprometida. No es una categoría cultural o mental de la Iglesia
primitiva, sino una vida de las comunidades cristianas pospascuales hecha de experiencia del
Resucitado. El Libro de los Hechos de los Apóstoles alude con frecuencia al «Camino» como
sinónimo de «vida cristiana», modo de proceder de los creyentes en Jesús de Nazareth en su
experiencia más originaria.

Recojamos algunos fragmentos de historia y de espiritualidad de aquella Iglesia


naciente. Pablo, antes de ser un discípulo apasionado del Crucificado y Resucitado, fue
perseguidor de «los que seguían este Camino (Hc 9, 2. Con ocasión de su conversión) «He
perseguido a muerte este Camino», dice en su defensa ante un auditorio judío (He 22, 4).
Apolo, el brillante predicador alejandrino, es iniciado «en el Camino del Señor» por Priscila
y Aquila (He 18, 26). En Éfeso, en su tercer viaje, Pablo encontró a algunos de los oyentes
en la sinagoga que, «obstinados e incrédulos, despreciaban el Camino ante la gente». Por eso,
«rompió con ellos y formó grupo aparte con los discípulos» (He 19,9). Por motivo del
Camino hubo en Éfeso «un gran tumulto» (He 19, 23). Ante el procurador romano Félix que
lo juzga acusado por los judíos de sedicioso, y que «sabía detalladamente las cosas referentes
al Camino (Hc 24, 22), Pablo recuerda que esos mismos judíos al Camino cristiano lo llaman
«secta». Interesante opinión sobre el cristianismo naciente por parte de los judíos.

Según estas insinuaciones del Libro de los Hechos, el «Camino» o el «Camino del
Señor» no sólo es la doctrina referente a Jesús o al reino de Dios en cuanto predicado por los
primeros misioneros (kerigma, teología, catequesis) y creída por el pueblo (aceptación en fe),
sino la «vida» de los primeros cristianos después de la Resurrección y Pentecostés. Bajo la
aceptación pascual del Resucitado, los discípulos de Jesús objetivan una experiencia religiosa
y una praxis moral coherente con la fe.
Utilizando hoy esa categoría simbólica y dinámica del «camino» cristiano, evitamos
otras más abstractas y menos significantes, como «espiritualidad», «perfección», «santidad»,
«vida espiritual», «vida en el Espíritu», etc. El que recorre el Camino cristiano en su totalidad,
según las exigencias de fe y praxis cristianas, realiza lo que de manera más abstracta
llamamos santidad.

En la tradición espiritual cristiana este «Camino» fue adoptando formas diversas, pero
de idéntico contenido. ¿Acaso las antiguas Actas de los mártires, de la Iglesia catacumbal;
las Vitae Patrum del tiempo de la gran Iglesia posconstantiniana, escritas con intención
fabuladora y hagiográfica, no histórica, no pretendían presentamos modelos de cristianos
santos para que fuesen imitados en su época y las siguientes? De hecho, ese género, aun con
cambios de estilo literario, ha sido siempre un filón fértil en la historia de la espiritualidad,
pasando de los Liher miraculorum o Speculum exemplorum medievales, a los Flos
sanctorum, Leyendas áureas, que culminan en los Años santos de los tiempos modernos.

Obra admirable en este género es La vida de Moisés, de san Gregario de Nisa, escrita
hacia el año 390. En ella el autor presenta a Moisés prototipo de hombre santo porque alcanza
la perfección en un proceso virtuoso hacia el infinito. Santidad y unión con Dios es
equivalente, y como Dios es infinitamente perfecto el hombre que camina a la santidad
recorre un camino sin fin. Es la epéctasis o crecimiento sin límites la característica de la
virtud del hombre espiritual. Etapa tras etapa, el cristiano anhela siempre la superior. En
realidad, la vida del gran legislador judío no es más que un soporte artificial sobre el que
plasmar un itinerario o «camino espiritual» concreto, historiado. El maestro genial del
itinerario cristiano, fundándose también en la experiencia de Moisés y el pueblo que camina
por el desierto, es Orígenes2.

Sobre esos esquemas hagiográficos y doctrinales los espirituales de todos los tiempos
han descrito el «camino espiritual» cristiano como Itinerario del alma, Camino del cielo,
Subida del monte, Escalas, Guías, Espejos, etc. Más todavía. Los místicos, en lugar de
escribir tratados de espiritualidad, o manuales de teología espiritual, describen el camino
concreto de la persona que hace la experiencia, en primer lugar ellos mismos. Y ese camino
andado es el que proponen a los demás para seguirlo. Si hubiese que recurrir a un modelo
excepcional, recordaría el Cántico espiritual, de san Juan de la Cruz. El cantor poeta anda el
camino espiritual mientras lo describe e invita a los lectores, de modo subliminal, que hagan
otro tanto. «Alma enamorada», así, sin artículo, del poema sanjuanista, enmascara a todos
los enamorados de Dios. El perfil del camino cristiano comienza siendo una búsqueda:
«¿Adónde te escondiste, Amado / y me dejaste con gemido / ... Salí tres Ti clamando / y eras
ido» (Cántico espiritual, canción 1). Y termina siendo un abrazo de amor transformador:
«Gocémonos, Amado /, y vámonos a ver en tu hermosura /, al monte y al collado / do mana
el agua pura/; entremos más adentro en la espesura» (lb., canción 36).

2
Cf. Gregorio de Nisa, Sobre la vida de Moisés, Madrid, Ciudad Nueva, 1993. Intr, y notas de Lucas F.
Mateo-Seco, pp. 9-59.
El final del «camino» es siempre el mismo: la unión del hombre con Dios expresada
de mil maneras con palabras y símbolos: gota de agua que se difumina en el océano; hierro
o madero que se hace llama y brasa; desposorio y matrimonio que se consuma
espiritualmente en el amor y transforma el alma enamorada. Esos son los símiles que utilizan
santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, recogiendo la tradición antigua y medieval. Si
la meta es única, los caminos son muchos, tantos como autores espirituales que han
vertebrado el camino sobre algún principio dogmático: Dios Padre, Espíritu Santo, Jesucristo,
Trinidad, Iglesia, la Pasión de Cristo, la misión de la Iglesia, la caridad, la oración, etc.

Esquemas del presente manual

Sobre estos presupuestos presento el contenido del Manual. En primer lugar, considero
necesario dilucidar el concepto de «espiritualidad», eje sobre el que pivota todo lo demás, su
evolución histórica, sin olvidar las prevenciones y críticas que sigue suscitando hoy. Una
Bibliografía selecta es el complemento necesario a este capítulo introductorio (cap. I).

A continuación, analizo la espiritualidad como Tratado teológico, desde el


desgajamiento de la teología una y su significado eclesial. En consecuencia, urgen dos
problemas. Uno, el de la autonomía de la teología espiritual por el ISO del método específico
y de fuentes propias; y dos, la relación de la teología spiritual con las otras ramas de la
teología, la dogmática y la moral. El capítulo concluye haciendo la historia del tratado y su
ingreso en los programas de estudios de las facultades de teología (cap. II).

Sigue después un capítulo fundamental sobre la santidad del cristiano como meta de la
vida y del tratado. En realidad, todo tratado de teología espiritual debería ser un análisis de
la vida santa, tema en el que se resuelve el misterio de Dios en el misterio del hombre. Se
analizan las dos perspectivas posibles: la histórica, que muestra las variantes y las distintas
perspectivas de un concepto teológico aparentemente claro; y la teológica, profundizando en
la dimensión trinitaria de toda santidad. De todo ello se podrá deducir el retrato spiritual de
un «hombre espiritual» o santo (cap. III).

Después del tema anterior, buscamos al sujeto sobre el que recae la santidad, en primer
lugar el hombre con sus circunstancias; su crecimiento a través de «vías» o «grados»; y
después, la Iglesia-Esposa como sujeto colectivo, entro de la cual analizamos las distintas
vocaciones, estados de vida y carismas (cap. IV).

Sigue un capítulo complejo, al que cada autor da desde mucha a nula importancia o lo
sitúa en otro contexto: las mediaciones y las fuentes de la vida spiritual, distintas de las
fuentes de un tratado de teología espiritual. Mediaciones que aparecen y desaparecen a través
de la historia de la espiritualidad. Unas son necesarias, como la vida teologal, y otras de valor
relativo, como el uso de la creación o las devociones populares. De diferente calibre son las
fuentes, de perenne actualidad porque tocan las raíces de la vida cristiana (cap. V).
El capítulo siguiente recoge una panorámica muy amplia sobre las distintas
«configuraciones» de la santidad cristiana a través de la historia de la espiritualidad y de la
teología espiritual. Son tres fundamentalmente, centradas cada na en una de las personas de
la Ssma. Trinidad, fuente primordial y destino final de toda santidad. La primera es la «Unión
con Dios»: espiritualidad teocéntrica, La segunda, la «Forma Christi»: espiritualidad
cristocéntrica. La tercera, la «Vida en el Espíritu»: espiritualidad pneumatocéntrica.
Escritura, tradición, debates teológicos son utilizados para definir desde ángulos diversos al
«hombre espiritual» (cap. VI).

Siguen las «realizaciones» de la vida espiritual en el cristiano santifica- do por el


Espíritu. Para evitar la dispersión y no convertir la espiritualidad en un duplicado o apéndice
de la moral, toda la actividad del cristiano santo se desarrolla desde el ejercicio de la
teologalidad. En la vida de fe se incluyen la búsqueda del Absoluto a través de la experiencia
religiosa y mística; la vida de oración desde el paradigma del Jesús orante; la Iglesia como
comunidad de oración; antropología y grados de oración según santa Teresa; la experiencia
de la noche oscura de fe según san Juan de la Cruz. En la vida de esperanza se analizan las
relaciones con el mundo, su carácter escatológico, la evolución histórica desde el desprecio
del mundo hasta el descubrimiento de las realidades terrenas, la vida de ascesis y la esperanza
en un mundo deshumanizado. La vida de caridad incluye la teología y la historia de la caridad
concluyendo en una teología de la liberación. San Juan de la Cruz sigue sien- do el maestro
incontrovertido para juzgar desde la transcendencia del amor teologal todos los amores
inmanentes (cap. VII).

Y, finalmente, un «Apéndice» muy descuidado en los manuales de teología espiritual:


la «pastoral» de la espiritualidad, con sus instituciones, agentes y acciones para la vivencia y
difusión de la espiritualidad. Ciencia pedagógica, psicológica y mistagogía acompañan al
espiritual para comunicar a los demás la riqueza de ciencia y sabiduría acumulada.

Este Manual es fruto de larga indagación, de tanteo, de reflexión y de docencia en la


Universidad Pontificia de Salamanca. El autor piensa que, después de años de espera, puede
salir a la luz pública convirtiendo la espera en esperanza de que ayude a muchos lectores a
entender el misterio de la vida espiritual. No es un libro de piedad en el sentido peyorativo
del término, sino de investigación accesible a estudiantes y profesores de teología y de
religión, a laicos religiosamente formados, participantes en movimientos eclesiales, cate-
quistas y predicadores del mensaje cristiano, y, finalmente, curiosos de las vías del Espíritu.
He intentado que el Manual esté enriquecido con textos de los grandes clásicos espirituales
y de los teólogos modernos para dar mayor garantía a lo escrito. Quizá el libro sea tributario
de mis predecesores más de lo que indican las fichas bibliográficas.

El autor espera conectar con los lectores por este medio escrito y que sea en sus manos
un instrumento de trabajo, de consulta y aun de vida cristiana.

Valencia, 14 de diciembre de 1995


CAPÍTULO I

LA ESPIRITUALIDAD.
CONCEPTOS Y PROBLEMAS. BIBLIOGRAFÍA

BIBLIOGRAFÍA

A. Solignac, «Apparition du mot "spiritualitas" au moyen áge»: Archivum Latinitatis


Medii Aevii (Bulletin Du Cange), 44 (1985) 186-206. Id., «Spiritualité»: DSp. 14, cols. 1143-
1160.-Charles A. Bernard, Teología espiritual, Atenas, Madrid, 1994. - J. M. Castillo, La
alternativa cristiana, Salamanca, Sígueme, 1978. Id., El seguimiento de Jesús, Salamanca,
Sígueme, 1987.-Daniel de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, Madrid,
Editorial de Espiritualidad, 1990. - S. Gamarra, Teología espiritual, Madrid, BAC, 1994.-A.
Guerra, «Teología espiritual, una ciencia no identificada», en AA.VV., Teología espiritual,
reflexión cristiana sobre la praxis, Madrid, EDE, 1980, pp. 9-88. Id., Introducción a la
teología espiritual, Santo Domingo (R.D.), Edeca, 1994.-A. Orbe, Antropología de San
Ireneo, Madrid, BAC, 1969. - J. Leclerq, «Spiritualitas»: Studi Medievali (Spoleto) 3 (1962)
279-296. - E. Pacho, «Definición de la "Espiritualidad". Respuestas y tratamientos»:
Burgense 34 (1993) 281-302.E. Schweizer, «Flveüun», en Theologisches Worterbuch zum
Neuen Testament, VI, 330-453. Trad. italiana, Grande lessico del Nuovo Testamento, X,
Brescia, Paideia, 1975, cols. 767-1108. Sigo esta edición. - H. Urs von Balthasar,
«Espiritualidad», en Ensayos teológicos. I: Verbum Caro, Madrid, Cristiandad, 1964, pp.
269-289. Id., «Teología y santidad», ib., pp. 235-266.-Ciro García, Corrientes nuevas de
teología espiritual, Madrid, Studium, 1971.

1. QUÉ ENTENDEMOS POR «ESPIRITUALIDAD»

Para definir o conceptualizar la teología espiritual, nada mejor que desentrañar el


sentido de los lexemas básicos: espíritu, espiritual, espiritualidad no desde la filología. sino
desde la teología y la historia de la espiritualidad. Entiéndase que nos referimos todavía a la
espiritualidad como vida, como tratado teológico. Es evidente que la espiritualidad tiene una
conexión temática con espíritu y espiritual.
A) Significado y evolución de algunos conceptos

1) Espíritu

Es el concepto base. En una antropología clásica, fundada en el dualismo platonizante


y en una acepción vulgar, el «espíritu» es lo opuesto al cuerpo a la carne; es el principio vital
del hombre, su racionalidad. su alma inmortal.

Cuando usamos en teología espiritual este término, queda transcendido por el sentido
religioso que aparece en la Sda. Escritura. En el A. Testamento, el «espíritu» o es el mismo
Dios, o un aliento divino que da vida al cosmos y al hombre, o también la misma fuerza de
la vida que comunica Dios. El carácter dinámico de este espíritu de Dios aparece en las
operaciones específicamente divinas, como la creación del cosmos y del hombre, la elección
de un pueblo para salvarlo de la esclavitud, la conducción durante la larga marcha por el
desierto del Sinaí, la revelación de la Ley y la locución profética, y sobre todo la larga marcha
de la historia de la salvación que conduce al Mesías.

En el N. Testamento aquel espíritu de Yahvé, revelado de forma vaga en el A.


Testamento, se hace presente como Espíritu del Padre y del Hijo, llamado Espíritu Santo,
como tendremos ocasión de exponer ampliamente más adelante (cap. VI, 3, a). Ese Espíritu
está presente en la vida de Jesús desde antes del nacimiento, en su vida de predicador y
taumaturgo, en su muerte y resurrección. Y sobre todo después de la resurrección y
Pentecostés en el primer horizonte histórico de la Iglesia apostólica. A este Espíritu se le
atribuye la misión de santificar a los creyentes en Cristo como la segunda persona de la Ssma.
Trinidad. Este Espíritu es el que justifica que la teología de la santidad sea conocida como
espiritualidad1.

Como conclusión de lo brevemente enunciado podemos establecer que cuando nos


referimos al «espíritu» en teología espiritual no se trata de una fuerza meramente humana, y
mucho menos que corresponda al interior del hombre, contraria al cuerpo; sino al mismo
espíritu de Dios en el hombre que lo santifica. De aquí se deducen dos corolarios. Primero;
que la espiritualidad, como expresión de la vida espiritual" no es una ética humanista
antropocéntrica, sino una antropología sobrenatural. Y segundo: que el «hombre de espíritu»
no es el replegado sobre sí mismo, en su interior, en un intimismo pietista, sino encarnado
también en la historia.

2) Espiritual

Tomado como adjetivo, es la condición del «hombre espiritual», el que vive de acuerdo
al Espíritu de Dios, al que antes aludimos. Y como sustantivo, es ese mismo hombre
espiritual, Cuando aplicamos «espiritual» a hombre, no nos referimos a su condición de ser
racional, inteligente, pensante, ni mucho menos al hombre abismado en sus interioridades.

1
Amplia exposición en E. Schweizer, 1. c. en bibliografía.
«Hombre espiritual» es una categoría teológica, no meramente filosófica, que utilizó ya San
Pablo como contrapuesto a «hombre camal» y psíquico, cuyo significado analizaré más
adelante (cap. VI, 3, B). El hombre carnal paulino entiende naturalmente, racionalmente, no
según el espíritu de Dios. Jerónimo lo tradujo en la Vulgata, de modo vigoroso y significativo
bíblicamente, pero quizá malsonante para una mentalidad moderna, como «animalis homo»,
porque «no puede percibir las cosas de Dios», en contraposición al «spiritualis homo». «El
hombre psíquico no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él... En cambio,
el hombre espiritual lo juzga todo ... Yo, hermanos, no pude hablaras como a espirituales,
sino como a carnales ... pues todavía sois carnales ... ¿No es verdad que sois carnales y vivís
a lo humano?» (1 Cor 2, 14-15. 3, 3).

Para mejor ilustrar el concepto de hombre espiritual vale la pena recordar una polémica
suscitada en los orígenes del cristianismo que dio lugar a graves errores en la concepción de
la espiritualidad cristiana. Es sabido que Pablo se refiera una sola vez a la triple dimensión
del ser humano: «Que todo vuestro ser -escribe- el espíritu, el alma y el cuerpo
(swµa, pneuµa, yuch), se conserve sin mancha hasta la venida de nuestro Señor
Jesucristo» (1 Tes 5, 23).

Pues bien, los gnósticos aprovecharon el texto para dividir al género humano en ílicos,
(materiales - carnales), psíquicos (animales), y espirituales (pneumáticos), según el
predominio de uno u otro de los elementos en el hombre. En consecuencia, sólo en los
«espirituales» habita la sofía, la gnosis. Los carnales viven desconociendo la gnosis y por lo
mismo se condenarán; los psíquicos se conforman con creer (pistis) y tampoco llegarán a
participar del pleroma divino. Sólo los «espirituales» están seguros de la iluminación divina
para que el hombre conozca sus orígenes, el sentido de la vida en la tierra, en qué consiste la
liberación mediante el nuevo nacimiento, su propio destino final, etc. Ellos son los «puros»,
los perfectos, no contaminados con la carne ni con el mundo. En ellos habita corporalmente
el Espíritu Santo que les ayuda a renunciar a las formas inferiores de vida, como es la psíquica
y la carnal. En resumen, y ateniéndonos a lo estrictamente importante para la espiritualidad,
el gnóstico está preocupado de él mismo, su salvación, de la sustancia divina de su yo, y del
medio en que la conoce, la gnosis2.

Si es verdad que los gnósticos, maniqueos y aun cristianos ortodoxos, se fundaron en


este único texto para probar sus doctrinas y praxis ascéticas, lo cual es muy problemático,
tendría razón Ch. A. Bernard cuando afirma que el texto de Pablo citado es «decisivo para la
historia de la espiritualidad» (Teología espiritual, p. 26).

2
Resumen breve de estas doctrinas en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 51-56. Bibliografía
más actualizada, completa y doctrina, en R. Trevijano, Patrologia, Madrid, BAC, 1994, pp. 67-77.
El gran teólogo del siglo II, Ireneo de Lyón, se enfrentó a los gnósticos comentando el
texto de Pablo en un sentido más integrador del hombre, hecho de carne, alma y espíritu
divino y divinizador de todo su ser. Según él, los herejes gnósticos no se dan cuenta de que

«el hombre perfecto, como hemos dicho, consta de tres elementos: carne, alma y
espíritu. Uno que salva y configura, que es el Espíritu; otro que es unido y configurado,
que es la carne; y lo que están entre ambos, que es el alma, la cual a veces obedece al
Espíritu y es elevada por él, y otras a la carne y sigue las concupiscencias terrenas»
(Adv. Haer. Y, 9, 1, PG 7, 1144).

«Todos aquellos -escribe también que temen a Dios y creen en la venida de su


Hijo y que, mediante la fe, aceptan en sus corazones el Espíritu de Dios, con toda
justicia son llamados puros, espirituales y divinizados, porque tienen el Espíritu del
Padre que purifica al hombre y lo eleva a la vida divina. Así, pues, como la "carne" es
débil, el "espíritu" está pronto, como testifica el Señor» (ib., Y, 9, 2, PG 7, 1144).

Y todavía más bellamente dicho:

«El hombre, y no una parte, es hecho a semejanza de Dios por las dos manos del
Padre, esto es, por el Hijo y el Espíritu Santo. Pues el alma y el Espíritu pueden ser
parte del hombre, pero de ningún modo el hombre. El hombre perfecto es la unión y la
fusión del alma que asume el Espíritu del Padre y que se une a la carne plasmada
conforme a la imagen de Dios»3.

No obstante esta profunda y serena interpretación de la Escritura que hace Ireneo, sobre
todo de Genesis, 1, 26-27 (el hombre creado a imagen y semejanza de Dios), las corrientes
platónicas, asumidas por muchos Padres de la Iglesia, y gnóstico-maniqueas, seguidas por
los herejes se incrustaron en la tradición espiritual de Oriente y Occidente, la lastraron de
impurezas que han sobrevivido hasta nuestros días. Las consecuencias para la espiritualidad
posterior. son, como se puede suponer, muy negativas.

En concreto, esas tendencias dividían al ser humano en hombre interior y exterior. Si


lo «espiritual» es lo único santo, el verdadero cristiano es el que se libera del contagio de lo
material. En ese caso, ser «espiritual» equivalía a ser no carnal, no material, no mundano,
casi no corpóreo. Es decir, se reducía a santificar parte del ser. la interior. dedicándose a la

3
Adv. Haer. V, 6, PG 7, 1137. Sigue el texto explicando bellamente cómo para ser hombre espiritual
perfecto se requieren los tres elementos, el alma, el Espíritu y también la carne. Cf. V, 6, PG 7, 1137-1138.
Literatura de apoyo: A. Orbe, 1. C., pp. 67-77; 118-148. Y Teología de San Ireneo, 1, Madrid, BAC, 1985,
pp. 266-283; 404-421.
contemplación, abandonando a los impuros lo exterior) lo mundano lo temporal la acción. Se
creaba una disociación innecesaria entre cuerno. alma y espíritu.

Teniendo en cuenta este subsuelo religioso, se explican muchas formas de ascesis,


muchos comportamientos excéntricos como supuestas exigencias para la santidad. Por
ejemplo, la predilección de muchos cristianos primitivos y modernos por la fuga mundi,
porque el mundo es un peligro (enemigo) para el alma, lugar de corrupción en vez de medio
de santificación. El miedo al cuerpo, especialmente una visión empobrecida del ejercicio de
la sexualidad, sin llegar al rechazo del matrimonio como en algunas sectas heterodoxas como
los encratitas, los montanistas y mesalianos; y una sobreestima de la castidad y virginidad
como formas angélicas de vivir la consagración a Dios. Y, finalmente, la predilección por la
vida contemplativa como contrapuesta a la vida activa, acompañada de huida al desierto, la
soledad y el interiorismo. Posteriormente se codificaría, jurídica y teológicamente, la
superioridad del «estado» de la vida contemplativa sobre la activa4.

En conclusión, podemos definir al «espiritual» hoy, en su sentido más genuino, más


acorde con la Sda. Escritura y con los espirituales de la mejor tradición, como el cristiano
que se deja llenar y conducir por el Espíritu Santo para crecer y madurar en él y así conseguir
el perfecto desarrollo como hombre, no sólo su dimensión interior. El hombre integrado en
sí mismo que se integra después en la historia.

Los antiguos escritores eclesiásticos y los místicos medievales entendieron que el


«hombre espiritual» es el que sabe leer la Escritura en su sentido más pleno, el anagógico,
místico o superior, el último sentido de la palabra revelada; y desde él entender las demás
realidades: la historia humana y salvífica, la teología y la moral.

Esa condición de hombre espiritual lo sitúa correctamente ante él mismo, ante Dios y
los demás. El «hombre espiritual» es el liberado de los poderes opresores sociológicos
(dinero, poder, placer, consumismo ambiciones ...); de propia dispersión interior (recuerdos
de la memoria, fantasía, afectos desordenados); y de sí mismo, porque no se apoya en sus
obras ni en su «carne» (moral, ética, filosofía) para conseguir la liberación. Pero, lo más
sorprendente es que el espiritual se siente liberado de toda atadura legal e institucional: es
absolutamente libre, porque «por aquí no hay camino que para el justo no hay ley», dibuja
San Juan de la Cruz en la cumbre del Monte de la perfección.

Esta liberación que siente el hombre espiritual no coincide con la liberación y salvación
que ofrecen los humanismos inmanentes o intramundanos como el marxismo, la tecnología,

4
De la vida ascética trataré más adelante, cap. VII, 3, C. Las tendencias espirituales aquí aludidas y su
arribo al Vaticano II las analicé en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 358-362. Cf. nota 56 de p.
358 donde se recoge el tratamiento clásico de los bienes temporales en la teología. También me permito citar
otros dos trabajos más especializados: Daniel de Pablo Maroto, «Repercusiones espirituales de la escatología
primitiva»: Revista de Espiritualidad 33 (1974) 207-232. Y «El hombre espiritual y la naturaleza a través de
la historia»: Revista de Espiritualidad 46 (1987) 53-81.
el psicoanálisis, la New Age y muchos de los movimientos orientales o sectarios -que han
proliferado como hongos en los últimos años. El mundo es un mercado abierto en el que cada
uno oferta sus mercancías como saldos y al mejor postor. La oferta del Espíritu cristiano no
puede entrar en ese juego de fuerzas y de intereses ni económicos ni siquiera ideológicos.
Sólo debe hacerse presente como «Buena noticia» y esperar el milagro de Pentecostés, como
en los orígenes de la Iglesia5.

La «liberación» que ofrece el cristianismo está fundada en lo teologal. Y el hombre


espiritual es el liberado por el Espíritu que hace el «camino» cristiano hasta llegar a la
perfección o santidad.

Esta noción del hombre «espiritual», pneumático en el sentido explicado, fue utilizado
por la tradición, y ya se encuentra, por ejemplo, desde finales del siglo II, en Tertuliano. El
uso del término «espiritual» hizo fortuna y fue muy utilizado por los escritores griegos,
latinos y de ahí pasó a las lenguas modernas de Europa, como se verá mejor al hablar de la
«espiritualidad».

Por mencionar a dos genios de la espiritualidad española, recordemos a los grandes


místicos del Carmelo.

San Juan de la Cruz habla del «espiritual» o de los «espirituales» en el sentido


explicado a los que exige pasar la experiencia purificadora de las «noches» si quieren llegar
al final del camino de la unión transformante en Dios. La ascesis fundamental para él es la
que impone el ritmo de la vida teologal. o sea, el ejercicio de fe, esperanza y caridad.
Especificar más nos llevaría demasiado lejos del proyecto de este libro6.

Santa Teresa es más realista y concreta. No le gustaban a la Santa las almas encerradas
en sí mismas, aunque escribiese en primer lugar para almas contemplativas y orantes, sino
comprometidas con la entrega a los demás en un servicio caritativo casero o bien mirando a
los grandes intereses de la Iglesia misionera. Así, por ejemplo, cuando da esta hermosa y
genuina descripción de los auténticos «espirituales»:

«¿Sabéis qué es ser espirituales de veras?; hacerse esclavos de Dios, a quien,


señalados con su hierro que es el de la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad, los
pueda vender por esclavos de todo el mundo, como Él lo fue, que no les hace ningún
agravio ni pequeña merced ... Tomo a decir que para esto es menester no poner vuestro

5
Sobre movimientos y sectas, cf. la última bibliografía en Manuel Guerra Gómez, Los nuevos
movimientos religiosos (Las sectas). Rasgos comunes y diferenciales, Pamplona, Eunsa, 1993.
6
Cf. especialmente Subida del Monte Carmelo, libs. 2-3: Noche oscura, libs. 1-2.
fundamento sólo en rezar y contemplar; porque, si no procuráis virtudes y hay ejercicio
de ellas siempre, os quedaréis enanas» (Moradas, VII, 4, 8-9).

O cuando ironiza con las almas demasiado ensimismadas con su actividad «interior»
Olvidando el ejercicio de la caridad:

«Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy
encapotadas cuando están en ella háceme ver cuán poco entienden del camino por
donde se alcanza la unión que no, hermanas, no; obras quiere el Señor»
(Moradas, V, 3, 11).

Finalmente, recuerda la eficacia de la oración contemplativa, que es siempre el amor al


prójimo, aun en aquella sociedad menos abierta al compromiso social, pero sí al de la caridad
personal e institucional:

«Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual, de que
nazcan siempre obras, obras» (Moradas, VII, 4, 6).

«Yo lo miro con advertencia en algunas personas ... -escribe también que mientras más
adelante están en esta oración y regalos de nuestro Señor, más acuden a las necesidades de
los prójimos» (Meditaciones sobre los Cantares, 7, 9).

El compromiso con la historia que Teresa exige al «espiritual» es ancho y universal,


dependiendo de sus estructuras de vida. Ella da el principio general:

«En todo lo que puede y entiende que es servicio de nuestro Señor no lo dejaría
de hacer por cosa de la tierra» (Moradas, VII, 3, 3).

Poco después, ya en el siglo XVII, Jean-Baptiste Saint-Jure escribe una obra dedicada
expresamente al -tema, L' homme spirituelle (París, 1646), definiendo al hombre espiritual
como

«un cristiano excelente que, en consecuencia, posee más abundantemente y más


profundamente que los otros… lo que constituye el hombre cristiano, a saber, el
Espíritu de Jesucristo»7.

7
Citado por A. Solignac, 1. c., p. 1147.
3) Espiritualidad

De los términos «espíritu» y «espiritual» procede otro más complejo y ambiguo que es
el de espiritualidad. Como ciencia, equivale a un tratado de la vida espiritual. Pero en este
contexto en que ahora nos movemos es la forma sustantiva y abstracta que refleja la vida del
hombre espiritual dominado por los impulsos del Espíritu Santo. Como equivalente a «vida
espiritual» o vida cristiana perfecta o todo lo relacionado con esa vida, es de origen medieval.

Existen hoy buenos estudios históricos sobre la evolución de la palabra y el concepto


que iluminan el campo semántico y teológico. Las investigaciones últimas señalan que
aparece por primera vez en una carta pseudo-jeronimiana, cuyo autor es Pelagio o uno de sus
discípulos, escrita en el primer tercio del siglo V:

«Porque, honorable y dilectísimo hermano, por la nueva gracia se te ha borrado


el origen de tus penas, actúa, procura, corre y date prisa. Obra de tal manera que crezcas
en espiritualidad (ut in spiritualitate proficias); procura que o bueno recibido no lo
pierdas por incauto y negligente custodio; corre y no empereces; date prisa ... mientras
tenemos tiempo, sembremos en el espíritu, para que recojamos una mies espiritual»8.

Parece ser que se trata de una carta dirigida a un adulto recientemente bautizado («per
novan gratiam omnis lacrymarum causa detersa est») y el autor le exhorta a vivir una vida
cristiana con autenticidad. Bello y temprano texto donde encontramos la descripción del
camino iniciado en la gracia bautismal cuya consumación escatológica se espera con
impaciencia.

En esa temprana edad sigue siendo un término «raro», «sin que podamos decir, sin
embargo, que se trata de un neologismo; se aplica ya a la vida espiritual en su conjunto o a
aspectos restringidos»9.

En plena edad media, Guibert de Nogent, hacia 1144, describe su «conversión»


consistente en abandonar el ejercicio literario de la poesía y dedicarse a la piadosa lectura de
la Sda. Escritura. (Reiectis imaginationibus, spiritualitate recepta, ad exercitia commodiora
perveni») (De vita sua, 1, 17. PL 156, 874a) Vivir la espiritualidad, según él era leer, meditar
y contemplar la Escritura, ejercicios propios del monje.

Resulta curioso y sintomático que Santo Tomás mencione la espiritualidad hablando


del matrimonio, sacramento destinado a la santificación de los laicos, como la ordenación
sacerdotal para los sacerdotes (III, q. 65, a. 2, e). y lo hace en un sentido peyorativo: el
matrimonio, «secundum quod habet aliquid spiritualitatis, est sacramentum. Et quia

8
Carta 7, De scientia divinae legis, PL 30, 114d-115a. 9 A. Solignae, «Spiritualité»: DSp., XIV, 1144.
9
A. Solignac, «Spiritualité»: DSp. XIV, 1144.
minimum habet de spiritualitate, ultimo ponitur inter sacramenta» (ib., ad 1). Quizá el Santo
se refiere más bien a la «animalidad» de la generación «animal» de la que habla en 1 del a.
2.

En las lenguas europeas aparece muy tímidamente al comienzo del siglo XVII, siendo
tan abundante los términos originarios: espíritu, espiritual como adjetivo aplicado a vida,
varón, camino, sentimiento, etc.; y como sustantivo. De momento no se ha podido ir más allá
del 1608 para encontrar usada la palabra «espiritualidad», que es cuando el franciscano Juan
de los Ángeles la utiliza para indicar que los que hacen sólo las obras exteriores necesarias
«y no procuran pasar adelante casi del todo carecen de espiritualidad»10.

De cualquier manera, es comúnmente aceptado que se populariza en Francia en el siglo


XVII, en tomo a las controversias sobre «el amor puro» (Quietismo, condenado por la Iglesia)
entre Bossuet y Fenelon. En general, se puede afirmar que los autores querían explicitar las
«relaciones afectivas con Dios», que podían tener dos manifestaciones e interpretaciones:
una, la «devoción» (oración mental y otros ejercicios piadosos). Y o¡ra, la «espiritualidad»,
que se podía traducir por mística o vida contemplativa. Bossuet y Fenelon podían ser los
representantes de esta doble tendencia. Aquél acusaba a Fenelón de innovador, de propugnar
una «nueva espiritualidad», por reducir la espiritualidad a la mística; mientras que éste se
defendía diciendo que se trataba de la más pura y antigua espiritualidad.

No obstante todo, afirma J. Leclerq que el término conoce un fuerte renacimiento en el


curso del siglo XVII, si bien cargado de sospechas por las controversias quietistas y místicas,
o por la oposición entre espiritualidad, devoción ~ ejercicio de la oración mental. En los
siglos XVIII Y XIX se eclipsa la noción primitiva de «vida según el Espíritu», aunque se
siguió usando como ejercicio interior, puramente mental y reflexiva, como opuesto a
ejercicio corporal.

Sólo en el siglo xx, especialmente después de la primera guerra mundial, se irá


imponiendo el concepto y la realidad del término «espiritualidad» en publicaciones (libros,
revistas, diccionarios), centros de enseñanza con sus cátedras respectivas, discusiones
acaloradas en torno al así llamado «problema místico». El Concilio Vaticano II supuso un
aparente paréntesis, pero fue más bien un cambio de rumbo, un repensamiento de la
espiritualidad. Algunos de los hitos más significativos son la publicación del Manuel de
spiritualité, de Auguste Saudreau; la Histoire de la spiritualité chrétienne, de Pierre Pourrat,
4 vols., 1918-1928. La revista La vie spirituelle nació en 1919; y en 1920 la Revue d'
Ascétique et de Mystique. Dos cátedras de Ascética y Mística en sendas Facultades de teología
en Roma encauzaron el renacer de la espiritualidad. La primera en el Angelicum en 1917, y
la segunda en la Universidad Gregoriana en 1920. En 1928 nace el proyecto de publicación
de un gran Dictionaire de spiritualité, cuyo primer fascículo apareció en 1932 y en 1995 está
culminando su andadura. La primera revista dedicada explícitamente al tema y que incorpora

10
Manual de la vida perfecta, diálogo 1, II. Místicos franciscanos españoles, III, Madrid, BAC, 1949, p.
489.
la palabra controvertida es la Revista de Espiritualidad, Madrid, 1941. Todos estos datos
acumulados hablan de una historia no sólo de una palabra, sino de una realidad intraeclesial11.

En cuanto al uso actual del término predomina en las lenguas europeas su origen latino.
Existe en francés: spiritualité; en español: espiritualidad, en italiano: spiritualitá; en inglés:
spirituality; en alemán: spiritualitt, aunque se usa también Fromigkeit o Volkommenheit.

No obstante la unificación de la palabra, el concepto sigue siendo ambiguo y oscuro,


como si la vida espiritual de los creyentes desbordase todo esquema científico de manual
teológico, a Juzgar por el constante lamento de los teólogos de la espiritualidad. Es frecuente
encontramos con afirmaciones como éstas. «Este término es impreciso ... No siempre goza
de buena reputación entre los hombres de acción y los pastores. Se la acusa de falta de
realidad y eficacia»12.

Si esta constatación libraría es verdadera, a mi entender tiene un significado claro: que


la espiritualidad no es un concepto, sino una vida y ésta es rica y necesariamente tiene que
ser pluriforme. Esa ambigüedad procede, además, del uso histórico tan polivalente, aplicado
a escuelas o carismas de espiritualidad presentes en épocas distintas de la historia; se aplica
no sólo a la vida espiritual, sino que se habla de la espiritualidad, o de la mística, de casi todo:
del deporte, de la acción, de la política, de la materia, del mundo, etc. Se habla de la
espiritualidad bíblica, litúrgica, patrística; espiritualidad sacerdotal, laical, religiosa, etc. Por
ese arco tan abierto de significaciones, el término se enriquece, pero se enrarece. Por eso
concluye el último investigador consultado:

«El bello ideal de una definición asumida y compartida por todos no se ha


conseguido. El balance final no es tan satisfactorio para quien busque en ese enorme
arsenal bibliográfico una visión uniforme de la espiritualidad o un progreso constante
y sonante en los problemas fundamentales ... Es normal que si no existe concordia en
la definición de espiritualidad, tampoco se produzca unanimidad en la reflexión
teológica sobre esa realidad vital».

11
Información en los trabajos de Leclerq y A. Solignac, en Bibliografía. También en Ciro García,
Corrientes nuevas, caps. 1-2, pp. 13-120. G. Vinay, «Spiritualitá. Invito a una discusssione»: Studi Medievali,
3ª serie, 2 (1961) 705-709. A. Vauchez, «Un colloque sur la notion de spiritualité»: Studi Medievali, 3ª. serie,
23 (1982) 447-449.
12
Christian Duquoc, «Presentación» del n. 9 (1965) de Concilium, p. 3. «Hablar de espiritualidad es tratar
de un término bastante ambiguo» (Juan Antonio Estrada, La espiritualidad de los laicos, Madrid, Paulinas,
1992, p. 13). «El concepto de espiritualidad es reciente e impreciso» (C. Floristán, «La espiritualidad en la
teología y en la vida»: Concilium, n. 190 [1983]. Es un resumen de los estudios sobre espiritualidad de la
Revista desde 1965 al 1983). Esa afirmación no es, por cierto, muy exacta, como hemos podido constatar por
lo que llevamos diciendo. «Persisten diferencias notables y ambigüedades en el uso del término
«espiritualidad» (E. Pacho, 1. c., p. 287). Esta ambigüedad es la que genera la variedad de definiciones de la
espiritualidad y del tratado de espiritualidad, como después veremos (cap. 2, 7).
«Las posturas contrastantes con respecto al concepto de espiritualidad siguen
condicionando su tratamiento doctrinal y la ambigüedad de su uso corriente»13.

Por otra parte, aun respetando las afirmaciones de los historiadores y teólogos, leyendo
la literatura original de los «espirituales» clásicos, tanto de la edad media como de los siglos
XVI y XVII, resulta evidente que la controvertida «espiritualidad» o términos sinónimos o
parónimos, la hemos convertido los modernos de vida en tema y de tema en problema. Quizá
dependa de que nuestras reflexiones miran más a codificar la vida espiritual en un tratado, en
una ciencia teológica del espíritu, que en una vida según el Espíritu. Sin negar que la
espiritualidad es también un tratado teológico, quizá haya que dar legitimidad a las diversas
maneras de ser «espirituales» y, en consecuencia, de que hay muchas «espiritualidades»
legítimas en la vida real y concreta de los cristianos.

La espiritualidad sería una de esas realidades de difícil concreción y de muy difícil


definición, como reconocía hace años L. Cognet: «Es necesario reconocer también que no es
posible definir todo, y que ciertas realidades complejas en extremo, como la vida espiritual,
escapan por eso mismo a un intento de definición»14.

Queremos indicar, para finalizar el tema, que, si la espiritualidad hace referencia a la


vida según el Espíritu Santo que modula con sus inspiraciones el ejercicio de la caridad
teologal; si, por otra parte, se proyecta la luz de ese Espíritu sobre el sujeto de la espiritualidad
que es el hombre y la Iglesia-Esposa de Cristo con sus infinitas circunstancias para que realice
el destino de la personal y colectivo en una obra de liberación integral dentro de la historia;
si abrimos el horizonte operativo de la misma no sólo a la piedad individual e interiorizada,
sino a la madurez de toda la persona, y alguna que otra función sustantiva, habremos salvado
lo principal de la definición formal de la espiritualidad; y todo lo demás me parece discutible
y quizá no valga la pena seguir teorizando y diciendo que la espiritualidad es un término
impreciso15.

Esa espiritualidad en el sentido explicado equivale en los tratados o en el lenguaje


popular a vida espiritual, religiosidad, vida ascética y mística, piedad, vida sobrenatural,
perfección cristiana, vida interior, vida cristiana, vida de perfección, santidad, etc. Cada una
de estas expresiones tiene sus propios matices, cuya explicación creo innecesaria en un libro
como éste. Muchas de ellas han dado título a libros y manuales de espiritualidad.

Más que un apunte erudito resulta sintomático que nuestros espirituales y místicos del
siglo de oro prefieran los términos más reales y concretos para explicar el misterio de la
relación del hombre con Dios. Hablan, por supuesto, de la perfección cristiana, de la santidad,

13
E. Pacho, 1. c., pp. 287 y 302.
14
Introduction a la vie chrétienne. 1: Les problémes de la spiritualité, Paris, Cerf, 1967, p. 12.
15
Revisión de la problemática y bibliografía, en A. Guerra, «Hacia una Espiritualidad que nace del
Espíritu»: Espíritu y Vida (Santo Domingo, República Dominicana), n. O (1993-1994) 11-21.
del camino espiritual, etc., no de espiritualidad. Pero prefieren identificarla con la unión
transformante. Así, por ejemplo, escribe San Juan de la Cruz:

«Toda la doctrina que entiendo tratar en esta Subida del Monte Carmelo está
incluida en las siguientes canciones, y en ellas se contiene el modo de subir hasta la
cumbre del Monte, que es el alto estado de la perfección que aquí llamamos unión del
alma con Dios» (Subida del Monte Carmelo, 1, argumento).

La unión transformadora se realiza en el amor teologal; por eso es tan


significativamente cristiana:

«Y tal manera de semejanza hace el amor en la transformación de los amados,


que se puede decir que cada uno es el otro y que entrambos son uno. La razón es porque
en la unión y transformación de amor el uno da posesión de sí al otro, y cada uno se
deja y trueca por el otro; y así, cada uno vive en el otro, y el uno es el otro y entrambos
son uno en la transformación de amor» (Cántico espiritual, 12, 7).

De esa experiencia de los místicos experimentales procede el realismo de los símbolos


utilizados para expresar la unión transformante, como la del madero y el hierro que se
transforman en fuego; la vidriera en luz; las aguas de los ríos o de las nubes que se funden
en el océano; el amor humano del matrimonio que se muda en enamoramiento transformador,
etc.

Para profundizar todavía más en el término y en la realidad, cabe recordar un texto de


Hans Urs van Balthasar que pone en evidencia las dimensiones de la espiritualidad fundada
en la dogmática, especialmente en los tratados de la Iglesia, de Cristo y el Espíritu Santo:

«De esta manera se pone de manifiesto las dimensiones del concepto


"espiritualidad". De un lado, existe una Theologia spiritualis unitaria como doctrina
eclesial-objetiva acerca de la apropiación de la palabra revelada en la vida de fe, la
caridad y la esperanza ... Como el Espíritu Santo es el que, infundido en nuestros
corazones, imprime y expresa en ellos la verdad del Hijo, esta Theologia spiritualis
pertenece al artículo del credo in Spiritum Sanctum ... vivificantem. Y como el Espíritu
es el que saca, al que cree de manera viva, de las exterioridades de la catequesis
bautismal y lo introduce en las profundidades de la divinidad, en la "sabiduría
misteriosa de Dios" (1 Cr 2, 7), esta teología no es otra cosa que la dimensión del
misterio de la dogmática eclesial objetiva en cuanto tal. Es decir, es lo que los Padres
de la Iglesia y la Edad Media hasta e~ siglo XII llamaron Theologia mystica»16.

16
«Espiritualidad», 1. c., pp. 271-272.
B) Descripción de la espiritualidad

Al final de este recorrido, me atrevo por mi cuenta a presentar una descripción de lo


que entiendo por espiritualidad, dado que sería demasiado pretencioso dar una definición
formal. Estos componentes son el subsuelo esquemático de este manual, porque, dado que
existen muchos esquemas posibles, cada uno tiene que justificar el suyo. Es lo que pretenden
estas líneas de fuerza:

- La «espiritualidad» tiene que ser expresión de una «vida en el Espíritu»,


entendiendo por ello al Espíritu Santo. Es la dimensión esencial. El Espíritu crea al
«hombre espiritual» paulino, distinto del «hombre carnal» (1 Cr 2, 13-15). El Espíritu
conduce a la última experiencia cristiana que es la trinitaria. Por ese motivo el
cristianismo es más que un humanismo y la antropología sobrenatural es más que una
simple antropología. Éste sería el Espíritu Absoluto, la norma operativa última,
dominadora de todo el ser y toda acción del hombre. La presencia del Espíritu Santo
en el cristiano hará superar los dilemas creados por la filosofía platónica o gnóstico-
maniqueas con la división cuerpo-alma, interior-exterior, soledad-vida en el mundo,
acción-contemplación. Con el Espíritu los dilemas se transforman en síntesis.

- Esta vida supone una «experiencia» de Dios y su misterio, percibido en lo


interior como existente y actuante como salvador en la historia. Es una experiencia de
pasividad, de santa indiferencia ignaciana, o de amor puro de Fenelón. Pero evitando
el riesgo de un apego excesivo a los carismas como gracias personales cuando, según
la interpretación teológica, son para los demás. La existencia histórica de los
«espirituales» medievales (fraticelli) o sectas afines puede ser un aviso. La caridad y
la fe-obediencia están por encima de los propios carismas.

- Para que esa experiencia de Dios sea completa ten a la mínima garantía de
veracidad, no puede reducirse a lo meramente personal, y mucho menos a un quehacer
interiorizado; sino que empuja a la transformación del mundo perverso, a la liberación
del hombre de su miseria de pecado personal y estructural. La mediación última es el
ejercicio de la vida teologal, fe, esperanza, y sobre todo el amor que dinamiza toda la
vida interior. Esta referencia a la vida nos obligará a crear una especie de
«espiritualidad de situación», como lo hemos afirmado de la moral. Si la espiritualidad
es una ciencia desde la vida y para la vida, es hora de construir una espiritualidad
«diferencial», acomodada, por una parte, al crecimiento psicológico de los individuos
que la ejercitan; y, por otra, a las necesidades de la sociedad en que el espiritual vive
con su comunidad de fe el drama de la historia. En ese sentido se podría hablar de una
espiritualidad antigua y moderna, o mejor, de «espiritualidades», porque en realidad,
son muchas por muy diversas razones.

- La referencia al misterio de la Iglesia es un elemento clave en la espiritualidad


cristiana, y por eso, por otra razón, deja de ser meramente personal para convertirse en
solidaridad comunitaria y planetaria. Pero evitando también la sacralización de la
Iglesia institución y sus mediaciones: sacramentos, liturgia, autoridad, servicio, etc., o
el desafecto a la misma por sus errores históricos y faltas de adecuación a la
modernidad.

- El repensamiento de la espiritualidad nace de unas «tareas» nuevas y debe


fundarse en una nueva hermenéutica, una nueva imagen del hombre (ciencias
psicológicas y sociales), del mundo (espiritualidad de la acción de Blondel y Theilhard
de Chardin), y de la sociedad (marxismo)17.

- Finalmente, si la espiritualidad se convierte en «tratado» teológico, tiene que


tener en cuenta las normas metodológicas del quehacer científico: el uso de las fuentes
de la revelación, la reflexión crítica, el uso método adecuado, establecer el objeto
adecuado, etc. De todo ello hablaremos en el capítulo siguiente.

Todo lo dicho, me parece, está condensado en una definición moderna de B. Fraling:


«La espiritualidad cristiana es la manera de vivir, bajo la acción del Espíritu, una existencia
totalmente creyente, en la que la vida del Espíritu de Cristo se transparenta a través de las
condiciones históricas de la vida concreta»18.

2. DISCUSIONES ACTUALES.

CRÍTICAS y DEFENSA DE LA ESPIRITUALIDAD

Aunque ambigua en su formulación y en sus manifestaciones, la vivencia de la


espiritualidad debería ser pacíficamente aceptada por todos los teólogos; pero, en realidad,
no es así. Desde hace años se viene repitiendo que «no siempre goza de buena reputación
entre los hombres de acción y los «pastores». Se la acusa de falta de realidad y eficacia»19.

Las razones son muchas: el quehacer de los espirituales les parece alejado de la vida;
el discurso de los tratados es demasiado abstracto, discurso sobre el misterio de Dios en el
hombre, pero vacío; la experiencia mística, mera referencia interiorista y subjetiva,
descripción de estados difusos de conciencia, sin referencia a la dogmática objetiva, etc.
Muchas de estas objeciones modernas a la espiritualidad tradicional suponen el contagio
platónico y gnóstico-maniqueo sufrido al que aludíamos más arriba.

17
Cf. J. Sudbrack, «Espiritualidad»: Sacramentum mundi, 2, Barcelona, Herder, 1972, pp. 847-848.
18
Úberlegungen zum Begriff Spiritualitát, citado por A. Solignac, 1. c., p. 1152. 19 Christian Duquoc,
Concilium, n. 9 (1965) p. 3.
19
Christian Duquoc, Concilium, n. 9 (1965) p. 3.
La solución está en que la espiritualidad tenga de verdad una encarnación en la historia,
una provocación al espiritual para que luche por el mejor mundo de los posibles. La
espiritualidad -manual y vida- debe nacer de lo concreto y concluir en lo real. Aunque el
tratado tenga apariencias científicas y técnicas, mucha metodología teológica, cumple su
cometido si se acerca a la vida, si describe el camino cristiano de redención del hombre.
Hacer hombres haciendo cristianos, y que el hombre redimido cambie el mundo: he aquí la
finalidad de la espiritualidad cristiana20.

Los Manuales modernos y las Historias de la espiritualidad tienen en cuenta este giro
copernicano hacia el compromiso con el hermano, hacia la edificación de la sociedad sobre
las bases de la experiencia de Dios. Toda la literatura abundantísima sobre la espiritualidad
de la liberación puede ser un buen acceso al tema21.

Volviendo a las críticas, escojo un poco al azar algunas de ellas, es posible que no sean
las más violentas.

La primera se refiere a la Iglesia como fuerza religiosa y espiritual colectiva, más bien
como institución, acusándola de poco realista y lejana al devenir de la historia. Refiriéndose
a la Iglesia del siglo XIX y a la época del preconciliar del Vaticano II, escribe Fernando
Urbina:

«Un intento de relectura a este nivel de profundidad, del existir cristiano en este
período anterior al Concilio Vaticano II, nos lleva a descubrir precisamente su falta de
sentido profético, su tendencia a disociarse y a estar ausente de las grandes fuerzas
espirituales sociales que brotan creadoras en el mundo moderno ... Situándome en una
perspectiva más colectiva, el cristianismo, como fuerza espiritual ligada a una
institución eclesial, se encuentra ausente y marginal a las grandes corrientes sociales y
espirituales (burguesía liberal en la primera mitad del siglo XIX, movimiento obrero
desde 1848; marxismo, psicoanálisis, surrealismo, etc.). Durante todo este período
parece identificarse cada vez más "espiritualidad" católica y grupos dominantes en
regresión, que buscan seguridad a toda costa, defensa del orden establecido y
consolidación espiritual, y cuya actitud ante la vida es fundamentalmente el miedo»22.

Refiriéndonos al siglo XIX, impresiona el lamento, históricamente comprobado, de que


la Iglesia perdió la clase obrera en ese siglo, como se lo dijo Pío XI a Cardjin. Antes había
perdido a los pensadores, a los científicos, y finalmente a las mujeres, a los jóvenes y
matrimonios. Muchos dirán irónicamente que todavía nos quedan los viejos y los niños. No

20
Ciro García resumió la situación en el posvaticano. Cf. Corrientes nuevas, pp. 200-209, 243-255.
Ilumina el clima posterior mi Historia de la espiritualidad cristiana, cap. VI, pp. 325-389.
21
Por ser una antología comentada sobre el tema del compromiso, vale la pena tener en cuenta: J. I.
González Faus, Vicarios de Cristo. Los pobres en la teología y espiritualidad cristianas, Madrid, Trotta,
1991.
22
«La vida espiritual es una tentación»: Concilium 109 (1975) III, p. 400.
quisiera que fuera aplicable a ~a espiritualidad tradicional el lamento de un trabajador al
obispo Dupanloup:

«Monseñor: nos habéis apostrofado preguntando: ¿Quién me dirá por qué nos
abandona el pueblo? … Pues bien, os abandonamos porque vosotros nos abandonasteis
hace ya algunos siglos. Y cuando digo que nos abandonasteis, no pretendo decir que
nos hayáis rehusado "las ayudas de la religión"; no ... lo que quiero decir es que, desde
hace siglos habéis abandonado nuestra causa temporal, y que vuestro influjo se ha
dirigido a impedir nuestra redención social más que a favorecerla ... Aquí radica la
primera causa del abandono de que sois objeto»23.

Todos los que, de alguna manera, están en sintonía con la nueva dimensión de la Iglesia
como pueblo de Dios, o se sienten solidarios con los pobres, defensores de la religiosidad
popular o exigen a los cristianos la inserción o encarnación en el mundo, ponen en duda la
valencia de la espiritualidad tradicional. Por ejemplo, los que escriben desde la perspectiva
de la liberación.

Citemos, como ejemplo, algunas ideas de José Ma. Castillo, representante de esa línea
crítica de la espiritualidad tradicional. Partiendo de la necesidad de espiritualidad en la
Iglesia, sin la cual sería «una institución incoherente y grotesca, trasnochada y extravagante»
y buscando el camino de una espiritualidad acomodada a las necesidades de hoy, reduce a
esquemas demasiado simples lo que ha sido lo «espiritual» en la vida cristiana. En primer
lugar, un «problema», porque no se sabe bien qué es espiritualidad y por eso cada uno busca
caminos propios acomodados a sus gustos. En segundo lugar, «una abstracción» (porque era
«lo no material, lo no temporal», o sea algo psíquico). Pero esto, sigue diciendo, es aberrante,
porque el hombre es material y temporal y, en consecuencia, tiene que encarnarse en la vida.
En tercer lugar, «una contradicción», porque tan necesaria como se decía que era para el
pueblo de Dios y, sin embargo, sólo algunos económicamente privilegiados podían dedicarse
a ese ocio psíquico y religioso. Y, finalmente, un asunto «privado» en el sentido peyorativo:
no sólo de la persona, sino que el espiritual se desentendía de las grandes causas colectivas o
sociales, lo cual generaba una «frustración» y un «conflicto», porque en la persona se
integran todos los valores simultáneamente.

La solución -según el autor- está en «asumir la vida del hombre» como es. «La
espiritualidad será un problema sin solución -concluye- mientras no asuma a la persona
entera, es decir, mientras no tome en serio a la persona real tal como existe en el mundo,
relacionada con Dios, con los demás y con la sociedad». Y, además, «asumir el mensaje de
Jesús»24.

23
Citado por J. I. González Faus, Vicarios de Cristo, p. 271. Publicado por primera vez en el período
L'Atélier de 1877.
24
La alternativa cristiana, cap. 6, pp. 197-208.
En una obra posterior, dedicada más explícitamente a la espiritualidad, recogía las
inquietudes de muchos «seguidores» de Jesús ante la práctica de la vida espiritual. Resume
de nuevo las perspectivas negativas: como el fin de la espiritualidad es conseguir la
perfección de la persona individual, resulta que «conduce, de una manera o de otra, al
individualismo, al espiritualismo y a la privatización». O sea, es causa de egoísmo, incita al
desinterés por lo comunitario; a las dicotomías clásicas entre cuerpo-alma, espíritu-materia,
natural-sobrenatural; y a las relaciones íntimas con Dios y el abandono de la relación humana.
Y a otras muchas «antinomias» que se han descubierto en la vida espiritual25.

En consecuencia, sigue diciendo Castillo,

«la espiritualidad goza de tan poca audiencia entre los cristianos, no sólo ni sobre todo
porque los cristianos son malos, egoístas, etc., sino, sobre todo, porque la misma
espiritualidad se ha complicado de tal manera que, a la hora de la verdad, resulta una
cosa poco apetecible e incluso, desde algunos puntos de vista, bastante detestable».

Y por la misma razón,

«se puede decir que, en el interior del cristianismo, hay grandes sectores de la población
que no se interesan, ni poco ni mucho, por esto de la espiritualidad ... Todo esto quiere
decir que la espiritualidad no es un asunto popular, no es una cuestión que entra en las
preocupaciones "normales" de la gente normal»26.

¿Vale la pena dar respuesta a estas o semejantes críticas en un manual de teología


espiritual?

No creo que sea necesario hacer una apología paralela a las críticas. Pero sí aludir a
unas líneas de confrontación y de equilibrio, que presento de manera resumida.

Primero. Es verdad que la palabra «espiritualidad» es vaga y ambigua, se presta a


confusiones y necesita muchas explicitaciones para ser entendida. Pero también es verdad
que se transparenta e intuimos lo que significa en la vida de un cristiano. Distinguimos sin
problemas al verdadero «espiritual» santo del fanático cumplidor de leyes y preceptos; al

25
Cf. T. Goffi, «Antinomias espirituales»: Nuevo diccionario de espiritualidad, Madrid, Paulinas, 1983,
pp. 62-70 Y bibliografía pertinente.
26
El seguimiento de Jesús, pp. 10-12 Y 9. Páginas sugerentes sobre la necesaria encarnación en la vida de
la espiritualidad en S. Gamarra, Teología espiritual, cap. 2: «¿Hay cabida para la espiritualidad hoy?», pp. 23-
51. Más bibliografía en Augusto Guerra, Introducción a la teología espiritual, pp. 43-50: «Espiritualidad,
humanismo del Espíritu». Críticas a la antigua espiritualidad y propuestas nuevas, en cualquier obra sobre
espiritualidad de la liberación o de orientación parecida. Una de las últimas: Johan Konings, La espiritualidad
del compromiso, Bogotá, Paulinas, 1990. Tema de fondo de olvido de los «pobres», en muchas páginas de J.
I. González Faus, Vicarios de Cristo.
verdadero místico del místico bribón o pícaro. Christian Duquoc, en la «presentación» del
primer número de Concilium dedicado a la espiritualidad (n. 9, 1965), aceptó esta aparente
paradoja: «Este término es impreciso, pero se puede decir que designa la existencia cristiana
siempre y cuando se quiera despejar en ésta la línea de orientación concreta ...» (p. 3).

Segundo. Esta vaguedad del término depende de su polisemia, como lo demuestra la


historia de la espiritualidad. De hecho, ha variado con los siglos el concepto y las formas de
la espiritualidad, así como los modelos de perfección y santidad cristianas, dependiendo de
épocas, geografías, culturas y de los mismos intereses, preocupaciones o necesidades de la
Iglesia oficial.

Tercero. Sin ánimo de hacer apologías ni de la espiritualidad tradicional ni de los


espirituales, pienso que no se puede medir a todos con el mismo nivel. Acercándonos, por
ejemplo, a los grandes espirituales de todos los tiempos, a sus escritos, a sus acciones
personales, sociales y eclesiales, la crítica a la que antes hacíamos mención nos parece una
auténtica caricatura. Esos maestros totales de la Iglesia han sido verdaderos revolucionarios
en su época, han conmovido las masas, han generado carismas de carácter religioso y
humanitario. Quizá sea más verdadera la crítica referida -y no siempre- a como ha sido
aceptada, entendida y vivida por las masas populares, siendo más responsables de ello los
formadores de las conciencias (predicadores, moralistas, confesores, directores espirituales,
etc.), ellos mismos a veces víctimas del ambiente religioso generado por infinidad de
circunstancias27.

Hablar de la doctrina de los grandes espirituales y de las «obras» concretas en servicio


al prójimo, tanto de las instituciones eclesiales como de las personas particulares,
especialmente el indigente, el pobre, el enfermo, los huérfanos, los peregrinos, motivadas, es
cierto, no por la justicia sino por la caridad, haría esta referencia interminable, además
innecesaria. Baste saber que esa lista la recoge la historia de la espiritualidad28.

Esto no obsta para que aceptemos, como anotábamos más arriba, que la espiritualidad
tradicional ha estado enchapada en pesos muertos de origen extraevangélico. Primero, por el
encuentro del cristianismo con la cultura grecoromana y oriental (siglos I-IV); y después, por
la fusión con las culturas de los pueblos germánicos (invasiones de los siglos IV-VII). Por

27
Sobre «Religiosidad popular», cf. un resumen en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 125-
143,202-204, 311-322.
28
Además de cualquier Historia de la espiritualidad, cf. los siguientes apuntes bibliográficos más
específicos. Silverio de Santa Teresa, El precepto del amor, Burgos, El Monte Carmelo, 1913. Útil por la
recogida de datos, no por la intención apologética que respira. Michel Riquet, La caridad de Cristo en acción,
Andorra, Casal i Vall, 1962. Restituto Sierra Bravo, El mensaje social de los Padres de la Iglesia, Madrid,
Edice, 1989. L. Lallemand, Histoire de la charité, 4 vols., Paris, 1902-1912. P. Christophe, Para leer la
historia de la pobreza, Estella, Verbo Divino, 1989. J. l. González Faus, Vicarios de Cristo, Madrid, Trotta,
1991. Específico para el siglo XIX español, tan denostado por algunos, y por lo que se refiere a España, cf.
Baldomero Jiménez Duque, La espiritualidad en el siglo XIX español, Madrid, FUE, 1974, sobre todo, cap.
VII: «Obras caritativas y sociales», pp. 87-103.
todos esos componentes simbiotizados las masas populares incultas vivieron una religión
teñida de cristianismo con las connotaciones antropológicas ya descritas: escapismos del
mundo, desencarnación, individualismos egoístas, interiorismos narcisistas, dualismos
maniqueos, etc. La «espiritualidad», al no existir en abstracto, sino encarnada en el hombre,
en su dinamismo psicológico-religioso, y ser éste tan complejo, corre el riesgo de pervertirse.

Cuarto. Es conveniente que un tratado completo de Teología e historia de la


espiritualidad ponga en evidencia esos abusos y deficiencias, no siempre errores; que haga
autocrítica para corregirlos y buscar, en cada momento histórico y de acuerdo con la
mentalidad cultural de cada pueblo, con la dogmática, la exégesis, las necesidades pastorales
y evangelizadoras, las más adecuadas realizaciones espirituales. La inculturación es hoy, por
ejemplo, una de las instancias más urgentes de la espiritualidad. Releer a los grandes
espirituales y místicos, reestudiar las diferentes dimensiones de la espiritualidad, debe ser
una de las tareas más urgentes. Pero no hacerlo con la esperanza de encontrar en ellos
soluciones a todos «nuestros» problemas29.

3. SITUACIÓN ACTUAL DE LA ESPIRITUALIDAD

¿En qué situación nos encontramos hoy en relación con la espiritualidad, tratado y
vida? Las críticas de los teólogos, de los agnósticos, de los anticlericales, del pueblo de Dios,
¿han apagado las voces del Espíritu? ¿Cuál es el futuro que se perfila en el horizonte para la
vida en el Espíritu?

Es difícil responder con breves informaciones y reflexiones a estas sencillas preguntas.


Primero por el amplio número de manifestaciones de la espiritualidad hoy. Segundo, porque,
como veíamos, esa realidad está llena de vaguedades. Y tercero, por las interpretaciones a
que unos mismos hechos dan lugar.

No es infrecuente en los manuales modernos una información más o menos precisa del
mundo de la espiritualidad. Eso no impide insistir en lo mismo. Uno de los últimos manuales
presenta la situación no clarificada del todo, y creo que es la sensación que tenemos por
válida. «Partimos del conocimiento de los vientos que corren, en parte favorables y en parte
contrarios a la espiritualidad»30.

Entre los indicadores positivos el autor enumera los movimientos de espiritualidad, el


interés que suscita la espiritualidad en los teólogos de la liberación, la fascinación del Lejano
Oriente, de su filosofía y su influencia en las prácticas religiosas cristianas; la recuperación
de la teología espiritual del Oriente cristiano; las colecciones de espiritualidad de las grandes

29
Cf., a modo de ejemplo, lo que digo sobre San Juan de la Cruz en «Olvidos y carencias de un místico:
San Juan de la Cruz»: Revista de espiritualidad, 49 (1990) 583-598.
30
S. Gamarra, Teología espiritual, p. 24.
editoriales, el fomento de la cultura bien sea mediante cursos, cursillos, congresos, semanas,
etc. (ib., pp. 24-28, con bibliografía actualizada).

Hay que añadir algunas más: la existencia de «casas de oración», que no son simples
casas de acogida o de ejercicios espirituales, sino lugares de experiencia religiosa honda. El
compartir la experiencia espiritual con las personas necesitadas del Tercer mundo va en
aumento, a pesar de que algunos todavía no lo vean claro. Y finalmente, la literatura
abundantísima servida en diccionarios, revistas, historias de la espiritualidad, manuales,
libros de todo tipo y para todo género de personas31.

Después de este simple y frío enunciado de datos ¿se puede hablar de un revival de la
espiritualidad? La respuesta es problemática y de difícil diagnóstico porque el espíritu no se
puede someter a esquemas ni la piedad o espiritualidad a encuestas. Se puede controlar
sociológicamente el culto, la religión, las creencias, pero es más difícil hacerlo de la vivencia
religiosa.

Ciertamente estamos ante un mundo revuelto y polisémico, Del futuro no se pueden


hacer pronósticos, .al menos así lo creo. Respondiendo a la pregunta, quiero añadir por mi
cuenta algún signo más profundo de verdadera recuperación, al menos comparativamente a
los años inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II. Me parece de alta significación
histórica la estima que, en general, van teniendo de la espiritualidad los teólogos más
significativos, como Rhaner, Von Balthasar, Moltmann, Schillebeeckx, Flick-Alzheghi,
Javier Pikaza, Olegario González de Cardedal, Juan de Dios Martín Velasco, Gustavo
Gutiérrez con los teólogos de la liberación, y un largo etcétera. Al menos la teología
dogmática ha perdido la inquina contra los «espirituales», contra la «espiritualidad» y los
místicos.

Los teólogos están volviendo los ojos especialmente a los místicos como lugares
concretos de teofanía, y, en consecuencia, como fuentes de teología dogmática. En ellos se
fusionan experiencia y teología, son modelos óptimos de una teología narrativa y ellos
mismos se convierten en una «fenomenología sobrenatural», exégesis viviente de la
Revelación de Dios, traducción del misterio salvador de Cristo. Por todo ello tienen una
«misión» en la Iglesia32.

Vista en esta perspectiva, tiene menos sentido la vieja y clásica polémica sobre lo
constitutivo formal de la vida espiritual mística, su fundamentación en la ontología
sobrenatural, en la dogmática objetiva, como se decía, o en la vivencia subjetiva. En cualquier
caso manifiesta el interés por los místicos y su experiencia religiosa. Si fueron los espirituales

31
Cf. A. Guerra, Introducción a la teología espiritual, pp. 127-138.
32
Éste es el planteamiento, óptimamente desarrollado, de H. U. von Balthasar interpretando
teológicamente la vida de Santa Teresita del Niño Jesús. Cf. Teresa de Lisieux. Historia de una misión,
Barcelona, Herder, 1957. O también, el hombre carismático, conducido por el Espíritu Santo. Cf. Fabio
Ciardi, Los fundadores, hombres del Espíritu, Madrid, Paulinas, 1983.
del tiempo de los Padres y los místicos medievales los promotores de una experiencia más
objetiva y centrada en el misterio, con el Renacimiento se impone una corriente más
subjetivista que privilegia, además de lo objetivo dogmático cristiano, el fenómeno
psicológico y los estados de conciencia. Hoy se habla menos de todo aquello, pero, como
sucedió con el así llamado «problema místico» (necesidad o no de la vida mística para la
santidad), la polémica sobre el carácter dogmático o psicológico de la espiritualidad, puso en
evidencia la necesidad de estudios positivos para entroncarla mejor con las fuentes de la
revelación: la Escritura, la Tradición, el magisterio, la vida y doctrina de los santos. El
resurgimiento de la espiritualidad desde la década de los setenta debe mucho a aquel
movimiento33.

En el marco de esta polémica quiero recordar al eminente teólogo H. U. von Balthasar


que como nadie arremetió, a mi parecer con mucha injusticia, contra los dos grandes místicos
del Carmelo, Santa Teresa y San Juan de la Cruz. El cree que lo que predomina en ellos no
es la experiencia religiosa como contacto con lo sobrenatural, sino la descripción de unos
estados de conciencia subjetiva e interiorizada. Con ello invalidaba el valor «objetivo» de
esa experiencia y casi el significado eclesial de su mensaje.

«En Santa Teresa y San Juan de la Cruz -escribe- los «estados» son el verdadero
objeto de su descripción. Hablando de manera vulgar, habría que decir que es en el
estado donde perciben la realidad objetiva que en ellos se revela… La mística española
se encuentra aquí muy lejos de la mística de la Biblia de la mística de los patriarcas y
de los profetas; de la mística de María y de José; de la mística de San Pablo y San
Pedro, cuyas gracias internas se encuentran siempre al servicio del acontecimiento
único de la revelación. Y está también muy lejos de la mística dogmática de Hildegarda
de Bingen, o de las dos Matildes, de Brígida y de las dos Catalinas, a las que interesaba
ante todo un mensaje que había que transmitir a la Iglesia, un mensaje que había que
cumplir con objetividad y espíritu de servicio, mensaje que no era, desde luego, otra
cosa que una interpretación de la revelación única para el hoy de la Iglesia»34.

El autor señala que por este excesivo psicologismo e interiorismo de la mística,

«los santos y los espirituales son ignorados cada vez más por los teólogos dogmáticos
... Para la teología, los santos apenas existen. Se los entrega a la "spiritualité", para que
ésta los explote. Pero la "espiritualidad" misma apenas existe ya para la dogmática
moderna». Y los «fenómenos» de los místicos acaban «en los laboratorios psicológicos,

33
Resumen de la polémica moderna entre Dom Stolz y los teólogos dominicos, por una parte, con los
autores de la Escuela carmelitana, especialmente el P. Gabriel de Santa María Magdalena; por otra, en C.
García, Corrientes nuevas de teología espiritual, pp. 99-120.
34
«Teología y santidad», 1. c., p. 248.
en sus experimentos y estadísticas, es decir, en el descrédito definitivo del testimonio
eclesial y carismático, para convertirlo en un enunciado puramente privado»35.

Consecuencia de este estado de cosas, tal como las veía él, sería volver a unir la
dogmática a la mística, superando otro divorcio entre teólogos y místicos, tan grave como el
acontecido en el siglo XII cuando los místicos se separaron de los teólogos escolásticos.

En la ladera opuesta, enjuiciando la experiencia mística de Santa Teresa como


entronque con las realidades sobrenaturales objetivas escribió Tomás Álvarez:

«Los escritos teresianos ofrecen al teólogo un copioso rimero de realidades


sobrenaturales, alcanzadas por la autora a la luz de la contemplación ... La autora es a
la vez testigo y actor ... Esta materia prima va a ser objeto de nuestro análisis. Ella nos
permitirá explorar por dentro la contemplación teresiana no por el lado subjetivo para
seguir las flexiones de su experiencia (quietud, unión, éxtasis, etc.), o las zonas
psíquicas interesadas (actividad, facultades, sentidos, fondo del alma ...), sino por el
lado objetivo: objetos contemplados, porciones y misterios del mundo sobrenatural
alcanzados por la contemplación»36.

Para concluir, un texto reconfortante de un buen teólogo moderno que confirma el


necesario aprecio de los místicos por los teólogos en una relación simbiotizada y mutuamente
beneficiosa. Léase el texto en el contexto en que nos estamos moviendo: el resurgir de la
espiritualidad está unido al redescubrimiento de la experiencia religiosa y mística como valor
para la teología dogmática:

«Gracias a la mística, la dogmática entra en contacto íntimo con su objeto, que


es sujeto con respecto a nosotros. La fe no encuentra su punto final en la formulación
como tal, sino en la realidad de la fe, dice Tomás de Aquino (2-2, q. 1, a. 2, ad 2). Pero
gracias a la dogmática crítica, la mística no se hunde en un cristianismo apócrifo o en
un fanatismo irracional. Mística y teología tienen necesidad la una de la otra para su
propia autenticidad»37.

Todavía se podía añadir algo más sobre el sentido de la experiencia y su valor como
uno de los indicadores más firmes del revival y la recuperación de la espiritualidad. Por
ejemplo, el hecho de estructurar científicamente sobre ella el tratado de teología espiritual,

35
Ib., pp. 248-249. Respuesta a las críticas de Von Balthasar y otros teólogos, en Jesús Castellano,
«Presencia de Santa Teresa de Jesús en la Teología y espiritualidad actual» [sic]: Teresianum 33 (1982) 181-
232.
36
«Santa Teresa de Jesús contemplativa», en AA. VV., Teresa de Jesús, enséñanos a orar, Burgos, El
Monte Carmelo, 2.a ed., 1981, pp. 169-170. Todo el tema, pp. 149-241.
37
E. Schillebeeckx, «Profetas de la presencia vida de Dios»: Revista de Espiritualidad 29 (1970) 319-321.
Encuesta dirigida por la Revista con motivo del doctorado teresiana.
sobre todo si se hace desde la convicción de que un tratado «estudia la experiencia espiritual
cristiana» y, por lo tanto, se hace de la experiencia el objeto primero de análisis38.

O cuando se estructuran las «líneas esenciales de la espiritualidad contemporánea»


desde la experiencia de Dios39.

O, finalmente, cuando se utiliza la experiencia «cualificada» de los místicos como


fuente de la teología40.

Este concepto y su realidad serán recuperados en un capítulo especial dedicado a la


vida de fe (cap. VII, 2, B).

Por todo lo que llevamos dicho, y respondiendo a la pregunta inicial, diría que estamos
en un tiempo de espera y de esperanza, todavía de transición, de principios de recuperación.
El hecho de que se hayan abierto Institutos de espiritualidad como Facultades de teología con
un bienio de especialización; de que la teología espiritual haya recuperado su lugar dentro
del currículum académico de teología dogmática; de que haya un ansia difusa de religiosidad
y de espiritualidad en grupos cualificados; de que se vaya sintiendo hastío por el consumismo,
el falso halago del placer, el oropel de los bienes temporales; de que se busque la soledad y
el silencio, si bien en grupos muy minoritarios, etc., son signos para abrimos a la esperanza.

4. BIBLIOGRAFÍA FUNDAMENTAL

Ofrezco la bibliografía general a la que se puede acceder para estudios más


especializados.

1. Manuales de espiritualidad

a) Antiguos

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1960 (1ª. ed., 1930; original francés, 1924), editado por Ed. Palabra, Madrid, 1990,
sin la menor adaptación, introducción o presentación nuevas (¡!).
CRISÓGONO DE JESÚS SACRAMENTADO, Compendio de Ascética y Mística, Madrid,
Revista de Espiritualidad, 19462 (La ed., Ávila, 1933).
HEERINCKS, J., Introductio in theologiam spiritualem asceticam et mysticam, Torino-
Roma, 1931.

38
Así, por ejemplo, Ch. A. Bernard, Teología espiritual, pp. 77-91.
39
Así lo hace Tullo Goffi, La experiencia espiritual hoy, Salamanca, Sígueme, 1987.
40
Cf. F. Ruiz, Caminos del Espíritu, Madrid, EDE, 19914.
GUIBERT, J. de, Lecciones de teología espiritual, Madrid, Razón y Fe, 1953 (ed. latina,
Roma, 1937).
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19803 (original francés, Paris, 1938-39).
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2. Historias de la espiritualidad

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Ward, 1985 (traducción italiana, Napoli, Dehoniane, 1985).
HELEWA, G. ANCILLI, E., La spiritualitá cristiana. Fondamenti biblici e sintesis storica,
Roma-Milano, Teresiianum-Ediz. O.R., 1986.
PABLO MAROTO, Daniel de, Historia de la espiritualidad cristiana, Madrid, Editorial de
Espiritualidad, 1990 (otra edición con algunos cambios, El «camino» cristiano a
través de la historia, México, CEVHAC, 1990).
OURY, Guy-Marie, Histoire de la Spiritualité catholique, Chambray-lesTours, Éditions
C.L.D., 1993.

3. Instrumentos de trabajo

BIS. (Bibliographia Internationalis Spiritualitatis), Roma, Teresianum, 1969 y ss. Reseña de


la bibliografía desde el año 1966 en un volumen anual.
La revista Esprit et Vie (Langres) publica en todos los números un Bulletin de Spiritualité,
útil para el seguimiento actualizado.
Lo mismo las revistas Ephemerides Theologicae Lovanienses, que tiene un apartado
dedicado a la «Theologia Ascetico-mystica». Y la de Revue d' Histoire
Ecclésiastique.
MATANIC, Atanasio, Spiritualitá cattolica contemporanea. Saggio di sintesi e di
bibliografia, Brescia, La Scuola Editrice, 1965.
Id., Temi fondamentali di spiritualitá scieniifica, Roma, 1976.
SIMEONE DELLA SACRA FAMIGLIA, «Saggio di bibliografia generale della
Spiritualitá»: Seminarium 26 (1974) 271-291.
BORRIELLO, Luigi, «Teologia spirituale: linee tematiche emergenti nel suo recente
sviluppo bibliografico»: Teresianum 36 (1985) 189-202.
Dictionnaire de Spiritualité Ascétique et Mystique, Paris, 1932 y ss. Hasta ahora, 16 vols., en
vías de publicación.
ANCILLI, E. (Dir.), Dizionario Enciclopedico di Spiritualitá, 3 vols., Roma, Citta Nuova,
19902 (traducción española de una edición anterior, 3 vols., Barcelona, Herder, 1983).
ANCILLI, E. (Dír.), Dizionario di spiritualitá dei laici, 2 vols., Milano, 1981.
FlORES, Stefano de GOFFl, T. (Dir.), Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid,
Paulinas, 1983. Muy mejorada la edición sobre la italiana de Roma, 1979. Existen
traducciones posteriores y ediciones en varias lenguas.
WAKEFlELD, Gordon S. (Dir.), A Dictionary of christian Spirituality, London, SCM., 1983.
TRUHLAR, Vladimir, I conceptti fondamentali della Teologia Spirituale, Brescia,
Queriniana, 19812.
SCHÜTZ, Christian (Dir.), Praktisches Lexicon der Spiritualitat, Freiburg im Breisgau,
Herder, 1988.
DOWEY, M., The New Dictionary of Catholic Spirituality, Collegeville, Minesota, A.
Michael Glazier Book, 1993.
DINZELBACHER, Peter, Dictionnaire de la mystique, Turhout, Brepols, 1993 (original,
alemán).
PELLICCIA, G. ROCCA, G., Dizionario degli Istituti di perfezione, Roma, 1974 ss.

4. Revistas

Como se sabe, las revistas son la palestra donde se debaten los problemas de interés de
la espiritualidad. Además, cuentan con otro dato positivo, y es el de la actualidad. Algunas
tratan temas monográficos, otras, heterogéneos. Boletines bibliográficos, artículos, notas
especiales, y un apartado dedicado a recensionar las últimas novedades, desgraciadamente
no siempre recensiones críticas y de la propia materia, forman el conjunto de estas
publicaciones, lugar primero de acceso para conectar con las tendencias de espiritualidad.
Algunas de las viejas revistas dejaron de publicarse después del Vaticano II; otras cambiaron
de orientación, se renovaron; finalmente, algunas han nacido al calor de las nuevas
necesidades. En general, han abandonado el tono abstracto de los temas y sus tratamientos y
se acercan más a los problemas de la vida.

Una visión completa hasta los años setenta la ofreció Revista de Espiritualidad 30
(1971) 362-384. Remitimos a esas páginas a los interesados. A continuación ofrezco, por
orden alfabético y completando el elenco, las principales revistas antiguas y modernas. Me
refiero sólo a las especializadas en espiritualidad, sabiendo que en otras muchas revistas se
encuentran temas que pueden interesar a los especialistas en el tema.

Carmel (Venasque Francia). Carmelitas descalzos. Fundada en 1911. De alta divulgación,


especialmente de espiritualidad carmelitana.
Christliche Innerlickeit (Wien Austria). Carmelitas descalzos. Fundada en 1965. De alta
divulgación.
Christus (México). Desde 1935, de los Padres jesuitas. Se dedicó últimamente a temas
latinoamericanos, sobre todo la teología de la liberación.
Christus (París), de los jesuitas franceses, fundada en 1954. Expone la tradición ignaciana,
temas modernos, encuestas, etc.
Concilium. Internacional en nueve lenguas. Fundada en 1965. Comenzó publicando los
números 9 de cada año a la «espiritualidad». En el n. 189 (1983) 555-569, c.
FLORISTÁN hace un balance de los 19 primeros números: La espiritualidad en la
teología y en la vida. Ahora, con menor frecuencia. Suelen ser temas actuales, muy
sugerentes, de síntesis, de especialistas, aunque no siempre son de investigación.
Esprit et Vie (Langres Francia).
Espíritu y vida, recientemente publicada por el Instituto de Espiritualidad del Caribe de los
Padres carmelitas descalzos. Santo Domingo (República 9t. Dominicana). Número O:
1993-1994. Hasta ahora, temas de alta divulgación bien fundados en bibliografía,
teniendo en cuenta la situación americana.
Geist und Leben (Würburg Alemania). Fundada por jesuitas alemanes en 1926 con el título
de Zeitschrift für Aszese und Mystik. Desde 1947, con este título. Temas sugerentes,
a veces especulativos, pero al mismo tiempo prácticos y pastorales, teniendo en
cuenta la dimensión antropológica y psicológica de los problemas.
Manresa. Fundada por los Padres jesuitas en Barcelona el año 1925. Desde el año 1950 en
Madrid. Especializada en espiritualidad ignaciana, especialmente lo referente a los
Ejercicios, pero no con exclusividad, especialmente después del Vaticano n.
El Monte Carmelo (Burgos España). Fundada en 1900 por los carmelitas descalzos. La
andadura ha sido larga, igual que su fisionomía. Al principio, popular (hasta 1918),
luego, de alta divulgación. Nacida inicialmente para divulgar las glorias del Carmelo,
su espiritualidad, poco a poco, desde 1940-45, ha ido adquiriendo un carácter más
universal y científico.
Revista agustiniana de Espiritualidad. Fundada por los Padres agustinos en 1960. Calahorra
(Logroño España). No sólo dedicada a estudios «agustinianos».
Revista de Espiritualidad (Madrid). Fundada por los Padres carmelitas descalzos en 1941.
La primera revista que lleva en el título el término de «espiritualidad». Desde 1971,
números monográficos. Se ha mantenido siempre entre la alta investigación y la
puesta al día de la espiritualidad. Buena para seguir la temática, las corrientes y los
movimientos.
Revue d' histoire de la Spiritualité (París). Fundada por los Padres jesuitas en 1920 con el
título de Revue d'Ascétique et de Mystique. Cambió de título en 1972. Fue clásica en
la historia de la espiritualidad. Temas históricos y doctrinales, también modernos.
Dejó de publicarse en 1977.
Rivista di Ascetica e Mistica. Fundada por los Padres dominicos en Firenze (Italia) en 1929
con el título de Vita cristiana, que cambió en 1956. Revista clásica, con frecuencia
polémica. Más pastoral y de divulgación que científica. Ha dejado de publicarse.
Rivista di vita spirituale. Fundada por los Padres carmelitas descalzos italianos, Roma, 1947.
Inicialmente dedicada a temas de vida espiritual, de la pastoral de la espiritualidad,
especialmente los carmelitanos, después se abrió a otros horizontes de alta
divulgación espiritual, a los temas de actualidad. Hoyes una revista clásica.
Speling (Nimega Holanda). Fundada y dirigida por los Padres carmelitas, primero con el
título de Carmel, porque al principio tenía un carácter más carmelitano. En 1969
cambió el título por el moderno y cambió también la orientación hacia problemas
actuales, incluyendo las grandes figuras del Carmelo.
Spiritual Life. Fundada y dirigida por los Padres carmelitas descalzos de la provincia de
Washington en 1955. De alta divulgación.
Spirituality today. Fundada por los Padres dominicos de la provincia de Chicago (U.S.A.) en
el año 1949 con el título Cross and Crown. En 1978 cambió el título por el de
Spirituality Today. Abierta a nuevos temas de espiritualidad.
Studies in formative Spirituality. Fundada y dirigida en Pittsburg (U.s.A.), en 1980, en la
Duquesne University.
Studies in Spirituality. Fundada en Universidad de Nimega (Holanda), un volumen anual.
Estudios muy cualificados.
Suplément de la vie spirituelle. De los Padres dominicos franceses, fundada en París en 1947.
Atenta, sobre todo, a la praxis de la vida espiritual. Muy práctica.
Teología Espiritual. Fundada por los estudios generales de los Padres dominicos de España
en Torrente (Valencia España) en 1957. Inició con altos vuelos especulativos
respondiendo al clima prevaticano, y ahora desarrolla temas variados, doctrinales y
vitales.
Vida espiritual. Fundada por los Padres carmelitas descalzos de Colombia en Bogotá, 1962.
De divulgación pastoral de la espiritualidad, teniendo en cuenta las condiciones del
continente americano.
La vie spirituelle. De los Padres dominicos franceses, fundada en París en 1919. Es una de
las clásicas revistas de espiritualidad por la selección de los temas y la apertura a las
corrientes nuevas.

5. Colecciones de fuentes

Sirven las grandes colecciones de «fuentes» de la teología y la historia de la Iglesia y


de la historia de la espiritualidad. Por ejemplo, las grandes colecciones de Padres, escritores
eclesiásticos, colecciones de concilios generales y particulares, de sínodos diocesanos, etc.
En concreto, cito algunas de necesaria consulta en estudios cualificados de espiritualidad.

Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid, desde 1944. Publicados en esta colección
muchos textos de los Santos Padres, de autores espirituales españoles y extranjeros,
antiguos y modernos.
Espirituales Españoles, Madrid, Fundación Universitaria Española-Universidad Pontificia
de Salamanca. Edición de textos antiguos, poco conocidos, a veces manuscritos. De
las tres secciones en que se divide la colección, interesa más la de «Textos».
Clásicos de Espiritualidad. Colección Neblí, Madrid, Ed. Rialp.
Nueva Biblioteca de Autores Españoles (NBAE). Complemento a la Biblioteca de Autores
Españoles (BAE), de Ribadeneira, fundada por D. Marcelino Menéndez y Pelayo,
que pronto desapareció y en la que incluyó autores místicos españoles.
GUIBERT, J. de, Documenta ecclesiastica christianae perfectionis studium spectaruia,
Romae, Univ. Gregoriana, 1931.
ROUET DE JOURNEL, M. J., Enchiridion Patristicum. Loci SS. Patrum, doctorum
scriptorum ecclesiasticorum, Friburgi Brisgoviae, Herder, 19297•
ROUET DE JOURNEL, M. J. DUTILLEUL, J., Enchiridion asceticum. Loci SS. Patrum et
scriptorum ecclesiasticorum ad ascesim spectantes, Friburgi Brisgoviae, Herder,
19423.
Patrologia Graeca; Patrologia latina, de Migne. Sources Chrétiennes. Ediciones de Santos
Padres en varias lenguas. En español ha comenzado a editar Ciudad Nueva de Madrid
algunas obras de SS. Padres. Lo mismo la Ed. Sígueme, de Salamanca, en la colección
IXTHIS.

6. Algunos principales estudios


Al principio de cada capítulo, presentaré la bibliografía más pertinente. Aquí subrayo
algunos estudios de índole más general.

a) Introducciones, ambientación general.

RUIZ SALVADOR, Federico, «Temática de la teología espiritual»: Seminarium 26 (1974)


191-202.
AA. Vv., «Saggi introduttivi allo studio ed all'insegnamento della teologia espirituale»:
Rivista di Ascetica e Mistica 10 (1965) 309-548.
TRUHLAR, C. v., Antinomias de la vida espiritual, Madrid, 1964.
Id., Structura theologica vitae spiritualis, Roma, Univ. Gregoriana, 1958.
JIMÉNEZ DUQUE, Baldomero, Teología de la mística, Madrid, BAC, 1962.
STOLZ, A., Teología de la mística, Madrid, 19522•
VON BALTHASAR, H. U., «Espiritualidad», en Ensayos teológicos. I: Verbum Caro,
Madrid, Cristiandad, 1964, pp. 269-289.
MÉHAT, A. SOLIGNAC, A. NOYE, L, «Pieté»: DSp. 12 (1985) 1694-1743.
CAVADI, Augusto, «Rifare la Spiritualitá cattolica?»: Sapienza 43 (1990) 161-180.
FERNÁNDEZ RAMOS, F., «Configuración de la vida cristiana»: Naturaleza y Gracia 37
(1990) 7-80.
Id. «Desfiguración de la vida cristiana»: Naturaleza y Gracia 37 (1990) 167273.
MACCISE, Camilo, La espiritualidad de la nueva evangelización. Desafíos y perspectivas,
México, CTR, 1990.
DE LUBAC, H., El misterio de lo sobrenatural, Madrid, 1991.
CHENU, M. D., El Evangelio en el tiempo, Barcelona, 1966.
JAMES, W., Las variaciones de la experiencia religiosa, Barcelona, 1982.
GUERRA, A., Introducción a la teología espiritual, Santo Domingo, R.D., Editorial de
Espiritualidad del Caribe, 1994 (con mucha bibliografía actualizada de los temas que
trata).
b) Teología Espiritual como tratado, contenidos, definición

AAVV., La spiritualitá come teologia, Cinisello Balsano (Milano), Ed. Paoline, 1993.
MATANIC, Atanasio G., Temi fondamentali de spiritualitá scientifica, Roma 1976.
RUIZ SALVADOR, F., «Temática de la teología espiritual»: Seminarium 26 (1974) 191-
202.
QUERALT, A, «La espiritualidad como disciplina teológica»: Gregorianum 60 (1979) 321-
376.
GIARDINI, F., «La natura della teologia spirituale»: Rivista di Ascetica e Mistica 10 (1965)
363-415.
HUERGA, A., «Teología espiritual y teología escolástica»: Rev. Española de Teología 26
(1966) 3-34.
Id., «El carácter científico de la teología espiritual»: Teología espiritual 36 (1992) 41-63.
GABRIELE DI SANTA MARIA MAGDALENA, «Indole psicologica della Teologia
Spirituale»: Riv. difilosofia neoscolastica 32 (1940) 31-142.
COGNET, L., Les problémes de la spiritualité, Paris, Cerf, 1967.
MOIOLI, G., «Teología espiritual»: Diccionario teológico interdisciplinar, I, Salamanca,
Sígueme, 1982, pp. 27-61.
BORRIELLO, L., «Teologia spirituale: linee tematiche emergenti nel suo recente sviluppo
bibliografico»: Teresianum 36 (1985) 189-202.
SOLIGNAC, A. DUPUY M., «Spiritualité»: DSp. 14 (1990) 1142-1173. (I: «Le mot et
l'histoire». II: «La notion de spiritualité»).
PACHO, E., «Definición de la "espiritualidad". Respuestas y tratamientos» Burgense 34
(1993) 281-302.
GARCÍA, C., «¿Qué es la "teología espiritual"? Intentos de nueva recalificación»: Burgense
34 (1993) 303-319.
WAAIJMAN, Kees, «Cambiamenti nell'impostazione dei trattati di spiritualita», en AA.VV.,
La spiritualitá come teologia, Torino, Paoline, 1993.
Id., «Toward a phenomenological definition of spirituality»: Studies in Spirituality (Nimega)
3 (1993) 5-57.
LÓPEZ SANTIDRIÁN, S., «Orientaciones doctrinales y el aspecto integados de la
espiritualdiad actual»: Burgense 34 (1993) ¿?
LECLERCQ, Jean, «Jalons dans une histoire de la théologie spirituelle»: Seminarium 26
(111-121).
GUERRA, A., «Teología espiritual, una ciencia no identificada»: en AA. VV., Teología
espiritual: reflexión cristiana sobre la praxis, Madrid. EDE, 1980, pp. 9-88. Lo
mismo en revista de Espiritualidad 39 (1980) 335-414.
BELDA, M., «Lo statuto epistemologico della teologia spirituale nei manuali recenti»:
Annales Theolgici 6 (1992) 431-457.
LABOURDETTE, M.M., «Qu'es-se que la théologie spirituelle»: Revue Thomiste 92 (1992)
335-372.
c) Método, enseñanza de la teología espiritual

HUERGA, A, «El método de la teología espiritual»: Seminarium 26 (1974, 231-249.


MOIOLI, G., «La vita cristiana come oggetto della teologia spirituale»: La Scuola Cattolica
91 (1963) 101-116.
COLOSIO, L, «Come insegnare la teologia spirituale»: Riv. di Asc. e Mistiea 10 (1965) 475-
491.
MERCIER, Roberto, «La enseñanza de la teología espiritual en los seminarios»: Vida
espiritual (Colombia) nn. 79-80 (1985) 21-50.
AAVV., «De Theologia spirituali docenda»: Seminarium 26 (1974) 1-291.

d) Fuentes de un tratado de teología espiritual

BONO, L., «La Sacra Scrittura fonte di teologia spirituale»: Riv. di Asc. e M ist. 10 (1965)
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PASQUETTO, v., Il messaggio spirituale dei Vangeli, Roma, Rivista di Vita Spirituale,
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LEBRETON, Jules, Lumen Christi. La doctrine spirituelle du Nouveau Testament, Paris,
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BARBAGLIO, Giuseppe, La spiritualitá del Nuovo Testamento, Bologna, Centro Editoriale
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e) Relación a otras ciencias teológicas: teología, mística, experiencias, etc.

VON BALTHASAR, Hans Urs, «Teología y santidad», en Ensayos teológicoso I: Verbum


Caro, Madrid, Cristiandad, 1964, pp. 235-289.
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f) Situación contemporánea

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g) Espiritualidad y espiritualidades

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CAPÍTULO II

LA ESPIRITUALIDAD COMO TRATADO TEOLÓGICO

BIBLIOGRAFÍA

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Verbum Caro, Madrid, Guadarrama, 1964.-Tullo Goffi, La experiencia espiritual, hoy,
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Moretti, «Natura e compito della teologia spirituale», en Spiritualitá. Fisonomia e compiti,
Roma, LAS, 1981.

Hemos hablado de la espiritualidad como vida. Ahora ha llegado el momento de


hacerlo del tratado teológico que explica esa vida. Es tarea importante, aunque no fácil,
porque se trata de justificar su propia existencia en el concierto de los tratados teológicos, de
probar su propio estatuto científico, el mismo de la teología dogmática y moral.
Un buen manojo de temas iluminarán el camino. Asistiremos, en primer lugar, al
nacimiento y evolución del tratado, es decir, a su historia, un nacimiento traumático en cuanto
significó una «separación» del gran tronco de la ciencia teológica una. Valoraremos ese
momento histórico desde la andadura de la teología dogmática y la espiritualidad. Y,
finalmente, analizaremos los puntos de contacto con la dogmática y la moral. Éste es el
esquema del capítulo, todavía «introductorio» en una Manual de teología espiritual.

1. ESPIRITUALIDAD y TEOLOGÍA

Estamos de acuerdo en que el tratado de teología espiritual es reciente; pero la


espiritualidad como vida y reflexión teológica es antigua. Vamos a desandar el camino
histórico para asistir a su nacimiento y su progreso.

El término «Teología» es de uso antiquísimo. Ya los griegos lo usaron. Para Homero,


por ejemplo, era un relato mitológico; para Platón, un tratado sobre Dios, la «filosofía
primera». Los Padres griegos, como Orígenes, hablan de la teología como de un «sermo de
Deo et Christo». Theologuein es confesar a Cristo como Dios, distinguiendo entre Teología
(tratado sobre la Trinidad) y economía (el proyecto salvador que Dios nos da en Cristo). Con
Dionisio Areopagita se consagra el término, y para su discípulo Máximo el Confesor, así
como para Evagrio Póntico, la teología es un «conocimiento místico supremo» sobre Dios.
Abelardo, en el siglo XII, es el primero en usado en el sentido moderno como un «tratado
sobre Dios». El tratado dogmático sobre Cristo se llamaba el de los «beneficios». Santo
Tomás prefiere usar Sacra pagina, Sda. Escritura sobre la que el teólogo reflexiona y
especula, o Sacra doctrina, de tradición agustiniana, porque teología para él abarca también
nuestra teodicea. Así pues,

«en el período que transcurre entre Tomás de Aquino y Escoto es cuando la


teología se convierte en término técnico para designar a la "sacra doctrina"». «El
término hoy clásico de "teología" nació indudablemente bajo el signo exclusivo de la
teología especulativa». Posteriormente, de la ciencia una se desgajaron las diversas
ramas del saber teológico: la teología mística, en el siglo XIII; la teología moral, en el
siglo XVI, y la teología apologética, en el siglo XVII1.

Propiamente hablando, la espiritualidad es la más antigua de las teologías, antes de


cualquier distinción, porque ya se encuentra en la exposición del N. Testamento. Allí
encontramos la referencia al «camino» cristiano, del cual hablábamos en la introducción,
Antes de ser camino escrito fue camino vivido, hecho experiencia en las primitivas
comunidades cristianas. Sobre este camino reflexionaron los grandes Padres de la Iglesia,

1
Cf. esta selección de noticias en E. Schillebeeckx, «¿Qué es teología?», en Revelación Y teología,
Salamanca, Sígueme, pp. 93-95.
maestros totales de la fe, grandes escritores e intérpretes de la Sda. Escritura, sin hacer tantas
distinciones entre las distintas ramas de la teología, Leen y comentan el «camino cristiano»
que encuentran descrito en la Escritura. Ellos mismos, «hombres espirituales», viven la
experiencia de lo «espiritual» reflejado en la Biblia, fundamentalmente la presencia viva del
Espíritu Santo, de su gracia vivificante. Por ser «espirituales» se constituyen en maestros.

Padres y escritores eminentemente espirituales, y por lo mismo interesan a la historia


y a la teología espiritual, son: San Ireneo, el padre de la teología; Orígenes, el padre de la
mística; Clemente Alejandrino; el gran pedagogo cristiano; San Basilio, padre de monjes;
Evagrio Póntico, Diadoco de Foticé, San Gregorio Niseno y Nacianceno; San Juan
Crisóstomo, el inagotable comentarista de la Sagrada Página; el Pseudo-Dionisio Areopagita
y su discípulo Máximo el Confesor; San Juan Damasceno, el último de los grandes, todos
ellos en Oriente, donde la teología se convertía en mística. Y en Occidente, Tertuliano, no
obstante no rigorismo ascético y su escoramiento a la heterodoxia; San Cipriano; San
Jerónimo, buscador en el desierto de las esencias cristianas; San Agustín, genial pecador
confeso. Todos ellos, y muchos más, escrutaron la Escritura para vivir sus esencias; ésa era
su teología presentada en sermones, homilías, comentarios bíblicos, tratados, etc. En ellos la
Palabra ilumina la vida y ésta redescubre las esencias de la Escritura. Para ellos es
inconcebible un discurso sobre Dios y lo divino sin la experiencia de lo sagrado. Es ahí donde
se encuentran los mejores tratados de teología espiritual, junto con lo que ahora llamamos
teología dogmática, moral, exégesis y pastoral2.

De esas lecturas apasionadas, enamoradas, los medievales deducirán las distintas ramas
del saber teológico, como demuestran los estudios hoy muy avanzados. Eso significa que la
Escritura adquiere un valor único en la elaboración de la teología. No es una fuente o un
lugar teológico, sino la única fuente, en el sentido de que toda la revelación está contenida
en la Escritura, y la Tradición interpreta la Escritura. Éste sería el pensamiento de Tomás de
Aquino, Buenaventura, Gregorio Magno, Ricardo de San Víctor. Así fue en los Padres y así
fue en los monjes, para quienes la «lectio divina» no era un estudio de la Palabra de Dios,
sino una oración o conversación con Dios para alimento de la vida espiritual. De la puesta en
común de la «lectio» nacieron las Collationes, por ejemplo, las de Casiano. Cuando la lectio
divina se convierta en «studium», habrá nacido la Escolástica con las «quaestiones» y
«disputationes». Se habría olvidado la piadosa búsqueda orante suplantada por la curiosidad
intelectual. Habrá nacido una nueva etapa histórica, como luego veremos. Todo este
entramado doctrinal, necesario para entender la evolución de la espiritualidad, vale la pena
tenerla en cuenta3.

Es sabido que los Padres de la Iglesia y los escritores medievales dieron varios
«sentidos» a la única palabra revelada por Dios, la Escritura, que dieron lugar a las distintas
ramas del saber teológico.

2
Cf. J. Leclercq, «Jalons ...», pp. 110-122.
3
Cf., bien documentado, en H. de Lubac, Exégése médiévale, 1, pp. 56-109.
«Hasta el siglo XII -escribe De Lubac, resumiendo otras opiniones- no existía
una teología sistemática; toda la erudición teológica se concentraba en la exégesis».
«En los esfuerzos de sistematización -dice también- que se produjeron en los
comienzos del siglo XII, el triple o cuádruple sentido define las diversas disciplinas en
las que se dividió el conjunto de los estudios teológicos»4.

Esos «sentidos» no están siempre clarificados en la tradición, pero fundamentalmente


fueron cuatro, según reza un dístico medieval que recoge el prólogo de la Biblia Políglota
Complutense: «Littera gesta docet; quid credas allegoria; moralis quid agas; quo tendas
anagogia». A veces un mismo autor no es persistente en el uso, como, por ejemplo, San
Gregorio Magno, que utiliza tres o cuatro sentidos. Lo mismo Isidoro de Sevilla y en una
misma obra, o Anselmo de Bec. Las dos fórmulas, la tripartita o cuatripartita, son utilizadas
desde Orígenes, Jerónimo, Agustín, Casiano, hasta los medievales Beda, Rabán Mauro,
Anselmo, Roberto de Melun, Beato de Liébana y otros muchos5.

Teniendo en cuenta todo el confuso entramado cultural, quedan claros cuatro sentidos
de la Escritura:

- Sentido literal: es el histórico-crítico, la historia de la salvación tal como está


narrada en la Escritura. Éste es el sentido que nunca puede faltar porque es la base de
todas las demás lecturas. De este sentido nacería la exégesis como ciencia. Es el sentido
primero, el evidente, admitido por todos los comentaristas de la antigüedad.

- Sentido alegórico, kerigmático: es un sentido más profundo, deducido por


raciocinio del primero por la relación de los dos Testamentos para ilustrar el misterio
de Dios, de Cristo, de la Iglesia, etc. La mente humana intuye una razón más profunda
que el simple acontecimiento o mero enunciado de la palabra. De esa «fides quaerens
intellectum» nace la dogmática.

- Sentido tropológico (de tropas o cambio en la vida moral, la conversión):


existencial y práctico, paralelo al anterior, pero mirando más a la praxis, a la ética. De
ahí nació la teología moral.

- Sentido anagógico, último o escatológico: es el conocimiento experiencial del


misterio cristiano revelado en la Escritura y que lleva al hombre a su plenitud histórica
y metahistórica, porque a ella conduce el misterio de Jesús. Sería la teología mística o
espiritual.

4
Exégése médiévale, 1, pp. 38-39, con nota 6.
5
Cf., bien documentada con textos, esta ambivalencia en H. de Lubac, Exégése médiévale, 1, pp. 129-146,
187-189.
Interesa mucho a la teología espiritual, la relación de estos cuatro sentidos y el orden
jerárquico con que son vividos. Fue Orígenes el primero que aplicó los tres sentidos de la
Escritura a los tres grados de la vida espiritual comparándolos con las tres partes del
compuesto humano:

- Cuerpo-carne-historia (letra de la Escritura), para principiantes.


- Alma-tropología o moral, para aprovechados.
- Espíritu-alegoría-anagogía, para perfectos6.

El orden de percepción de los cuatro sentidos y la exposición por los Padres y escritores
tienen diverso significado. El primer acceso a la Escritura es la letra, de esto no hay ninguna
discusión. Pero, ¿en qué lugar colocar la lectura o la exposición moral, antes o después de la
alegoría-anagogía? El problema no es banal, sino muy importante. Si está antes, la moral
puede no ser cristiana, porque no tiene relación con el misterio de Cristo. Sería una ética. Si
está después, sería una moral cristológica, eclesial y sacramental; es decir, una mística. «Al
estar fundada en el dogma, sería una verdadera historia de la vida espiritual»7.

Resulta sugerente la interpretación de estas fórmulas tripartitas o cuatripartitas y su


relación de la teología a la moral propuesta por B. Pottier, para quien existió una doble
tradición en la Iglesia. La primera proponía una fórmula doctrinal Con la secuencia: historia-
alegoría-tropología-anagogía. y la segunda, una fórmula misionera: historia-tropología-
alegoría-anagogía (mística). Para él, siguiendo a De Lubac, la primera implicaría la misión
de enseñar a los doctores (Iglesia-magisterio-teólogos); la segunda, la de los contemplativos8.

Este simple acceso a un mundo riquísimo de interpretaciones de la Escritura nos lleva


a varias conclusiones importantes para la espiritualidad y su reducción a tratado.

La primera es la frecuente lectura moralizada de la Escritura que se exponía en la


predicación oral y escrita y en las mismas obras de teología y espiritualidad9.

La segunda se deduce de la primera: si el pueblo escuchaba pasivo este recorte de


vuelos de la Palabra revelada y, por otra parte, tenía cerrado el acceso a otras fuentes
sustanciales de la piedad (liturgia, vida eclesial), necesariamente su vivencia religiosa se
empobrecía.

6
Peri GIjón, IV, cap. 2, n. 4. Cf. De Lubac, Exégése médiévale, 1, 199.
7
H. de Lubac, Exégese médiévale, 1, p. 203. Cf. pp. 157-169 y pp. 192-212.
8
Cf. B. Pottier, «La "Lettre aux Romains" de K. Barth et les quatres sens de l 'Ecriture»: Nouvelle Revue
Théoiogique 108 (1986) 823-844, especialmente p. 835, citando a De Lubac, Exégése médiévale, II, p. 416.
9
H. de Lubac, o. C., 1, pp. 37-38.
La tercera es que la búsqueda del sentido último, el anagógico o místico, no suele ni
debe faltar nunca y es la meta de todos los demás sentidos, como si la historia, la teología y
la moral estuviesen orientados a la espiritualidad o la mística de la que reciben su
significación plena.

La cuarta es que la aplicación de cada uno de los sentidos a una rama del saber
teológico, tal como lo hemos presentado, no deja de ser una acomodación, al menos tal como
entendemos hoy la unidad de la ciencia teológica. Los cuatro sentidos están integrados en la
teología y la espiritualidad. La exégesis no puede ser pura filología o historia; la moral no
puede hacer sólo referencia a la ética, por muy teñida de evangelio que se quiera; la teología
dogmática no puede ser pura especulación o reflexión abandonando el calor de la anagogía;
de hecho los grandes escolásticos incluyen la anagogía (mística) dentro de la alegoría
(teología) (así Roberto de Melun († 1167) y Hugo de San Víctor10. Y, por fin, la mística o
espiritualidad no puede desentenderse de la letra, de la moral y de la dogmática.

2. DIVORCIO ENTRE LA TEOLOGÍA Y LA ESPIRITUALIDAD

Esta fusión de todas las ramas del saber teológico procedente de la múltiple lectura de
la Escritura se rompió en un momento preciso de la historia y tuvo consecuencias desastrosas
para la teología dogmática y la espiritualidad. Este hecho histórico ha sido valorado por los
teólogos, los espirituales y los historiadores de los últimos años y vale la pena recogerlo en
un tratado de teología espiritual.

Esa teología una y unificada, aunque dispersa en sermones, comentarios y tratados, se


mantuvo durante siglos, especialmente en los monasterios; por eso algunos la han llamado
teología «monástica», que brota de la «lectio divina» y culmina en la «experiencia». A esa
corriente pertenecen los grandes Padres de Oriente y Occidente antes mencionados. San
Agustín y San Gregorio son dos manantiales de los monjes de Europa, aunque no con
exclusividad. De esa corriente beben San Bernardo, Hugo y Ricardo de San Víctor, Alberto
Magno, Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura, maestros totales, en los que todavía la
teología equivale a la «lectio» meditada de la Sda. Escritura (Sacra pagina) y vivida como
experiencia11. En todos ellos el primado está en la Palabra de Dios sobre la que se medita y
contempla para vivir. Sobre ella se hace un discurso, se enuclea una doctrina destinada a la
vida. En la Suma de Santo Tomás, por ejemplo, se llega a una síntesis teológica única en la
que están sistematizadas todas las dimensiones de la teología, como la exégesis, la dogmática,
la moral y la espiritualidad. Esas partes se distinguen, pero no se separan, porque todo está
fundado en la dogmática12.

10
Cf. H. de Lubac, o. C., 1, p. 140.
11
Cf. H. de Lubac, Exégés« médiévale, I, 60 y 66.
12
Cf. en C. García, Corrientes nuevas de teología espiritual, pp. 73-75, con bibliografía citada en notas
36-42.
Pero junto a ellos trabajan otros escritores contemporáneos suyos, los llamados
«escolásticos», profesores universitarios, que introducen la quaestio y la disputatio,
verdadera revolución metodológica mediante el uso de la filosofía de Aristóteles, la
dialéctica. El Dios de la Escritura, a quien se buscaba escuchando su palabra en la oración,
es ahora indagado mediante preguntas, disputas, logomaquias. Se impone la curiosidad
intelectual. Esos «novatores» de la teología han abandonado la humildad del corazón para
acceder a Dios y pretender descubrirlo mediante la inteligencia13.

Traducido a un lenguaje más académico, podemos decir que las antiguas auctoritates,
pruebas y demostraciones de la verdad contenida en la Sda. Escritura que utilizaban los
antiguos monjes u obispos teólogos son suplantadas por las rationes y conclusiones de los
nuevos teólogos escolásticos. Jean Leclercq ha resumido la diversa posición de las dos
formas de hacer teología, pero que son una. Para estos «escolásticos» la Escritura no será una
lectura para vivir, sino una locus theologicus para probar una tesis dogmática (probatur ex
Scriptura).

«Las dos teologías tienen de común el beber en las fuentes cristianas y apelar a
la razono La teología escolástica ha recurrido más a los filósofos, la teología monástica
prefiere, en general, la autoridad de la Escritura y de los Padres ... Lo que caracteriza
el pensamiento monástico es el recurso a la experiencia. La teología escolástica hace
abstracción de ella; podrá después reencontrarla, ver que se concilia con sus
razonamientos, que puede incluso alimentarse de ellos, pero su reflexión no parte de la
experiencia, y no está necesariamente ordenada a ella. Si sitúa, y deliberadamente, al
nivel de la metafísica, es impersonal, universal»14.

Dos personajes encarnan las dos formas de hacer teología: Bernardo, la tradicional o
monástica, y Abelardo, el dialéctico del método escolástico. Junto a Bernardo, y aun antes
que él, Pedro Damiani († 1072) había llamado la atención sobre el peligro de la dialéctica
aplicada a la teología, porque la convertía en pura especulación. Lo mismo Ruperto de Deutz
(† 1129). San Anselmo de Bec († 1109) es el primer escolástico, pero respira todavía esencias
de la antigua teología monástica fundada en la «lectio divina» para vivir la experiencia de
Dios. Pero por ambas partes eran legión, como lo ha notado minuciosamente H. de Lubac15.

El íter brevemente expuesto de las dos formas de hacer teología llevó a distanciarse
más los «místicos» (espirituales) de los «teólogos» (escolásticos) hasta la total separación
traumática y de enormes consecuencias eclesiales tanto para la teología dogmática como para
la teología espiritual.

13
Cf. H. de Lubac, Exégése médiévale, 1, pp. 84-104.
14
Cultura y vida cristiana, pp. 273-274.
15
Exégése médiévale, 1, pp. 94-110. También Jean Leclercq, Cultura y vida cristiana, pp. 231-280.
No todos los historiadores admiten esa guerra, como el gran historiador alemán del
método escolástico M. Grabmann, quien ha escrito:

«El estudio magistral de las fuentes emprendido por Denifle, ha demostrado que
la concepción según la cual escolástica y mística están en oposición, es un mito
científico». «La investigación histórica ha probado que en esta concepción hay mucho
de artificio y ha mostrado que la Escolástica y la Mística no son cosas opuestas, sino
correlativas»16.

Es difícil mantener esa opinión después de haber leído los textos de los autores
medievales a los que hemos hecho alusión anteriormente. La reacción de los místicos-
espirituales contra los teólogos intelectuales no fue una quimera, sino un hecho histórico
comprobado por infinidad de testimonios. Lo mismo digamos de la separación o el
«divorcio» -palabra que ha hecho fortuna incubado en los siglos X-XI y culminado en el siglo
XIII.

Las raíces de esa diferente concepción de la teología son más hondas y radicales. Lo
que verdaderamente se debatía era la capacidad de la voluntad (amor) y del entendimiento
(conocimiento) para acceder al misterio de Dios. Ese debate, aparentemente inocente, había
dividido a los hombres de los siglos medios en voluntaristas e intelectualistas, comprensible
sólo en un tiempo en que los hombres estaban sedientos de Dios. De ahí se llegaría a plantear
-contra toda solución clásica en metafísica y en psicología- si era posible un acto de amor sin
previo conocimiento; o si era posible conocer mediante el amor y el verdadero alcance de ese
conocimiento.

Se formaron así dos corrientes históricas: la de los voluntaristas, que procede de San
Agustín y San Gregorio Magno, de quien es la expresión: «amor ipse notitia est»; pasa a la
edad media y la traduce Guillermo de S. Thierry por la de «amor ipse intellectus est». De ahí
pasó a los cistercienses con San Bernardo, a San Francisco de Asís y a su escuela de
espiritualidad, especialmente San Buenaventura, por otra parte fuertemente influenciado por
el método escolástico.

La corriente intelectualista nace en el siglo XII cuando Abelardo aplica la dialéctica al


método teológico. Santo Tomás es el maestro genial que lleva a la cumbre el talante
especulativo de la teología, pero bien equilibrado con una eminente piedad personal. Para él,
la vida contemplativa «esencialmente» es un acto del entendimiento, pero el principio
elicitivo es la voluntad como acto de amor-caridad17.

16
La cita en Die Geschichte der scholastichen Methode, II, Freiburg im Brisgau, 1911, pp. 94-95. 2ª. cita
en Filosofía medieval, Barcelona, 1928, p. 53.
17
Summa, U-H, q. 180, a. 7, ad 1; q. 180, a. 2, ad 1; 1, q. 82, a. 4. Cf. P. Rousselot, L' intellectualisme de
Saint-Thomas, Paris, 19363.
La herencia espiritual de Santo Tomás y su preferencia intelectualista pasó a los
grandes místicos dominicos del siglo XIV: el maestro Eckhart († 1327), Juan Tauler († 1361),
Enrique Suso († 1366).

Esta, al parecer, inocente disputa entre intelectuales era un indicador de un malestar de


fondo, enrarecido todavía más con otra más sibilina y aparentemente bizantina: si en la
contemplación mística es posible un acto de amor sin conocimiento previo. Es aquí donde
entra en escena un personaje clave en la evolución del pensamiento espiritual y místico de
Occidente: el cartujo Hugo de Balma († hacia 1303), autor de la Theologia mystica, quien
opta por la solución positiva, influenciado por los comentaristas del Pseudo-Dionisio,
especialmente de Tomás Gallus, abad de Vercelli. No nos interesa de momento el autor por
la teoría peregrina, sino por ser uno de los testigos más eximios de la lucha entre teólogos
escolásticos y espirituales místicos y, en consecuencia, del divorcio entre ambos18.

Protagonista y notario de su tiempo como pocos, de largo influjo en la espiritualidad


posterior, también en la española del siglo XVI, nos ha dejado una descripción de la guerra
entre los «novatores» teólogos escolásticos y los «espirituales» místicos en el siglo XIII.
Critica duramente a los teólogos por su garrulería. Recuerdo lo que escribí en otra parte:

«Interesante sobre manera es el prólogo de la obra que describe magníficamente


el ambiente del siglo XIII, aun dentro del ámbito conventual. En estas páginas fustiga
con tono amargo la pésima ocupación de los hombres de dedicarse al escrutinio
intelectual de Dios mediante elucubraciones mentales que secan los afectos del alma.
El comienzo mismo de la obra Viae Sion lugent del profeta Jeremías manifiesta la
profunda amargura del autor. Y todo el prólogo son notas de este fúnebre lamento: el
clero, el pueblo y lo que es más terrible, los mismos religiosos y muchos varones
famosos se han entregado a la vana curiosidad de la ciencia, abandonando el
verdadero camino que conduce a Dios, que es la vía afectiva»19.

El conocimiento filosófico y escolástico de Dios -según Balmaes una verdadera


mendicidad y una idolatría. El lenguaje se hace áspero y despectivo contra esos «sabihondos»
(Sciolos), supuestamente teólogos escolásticos que niegan la «sabiduría» del conocimiento
afectivo de Dios sin intervención del entendimiento. La conclusión a que llega el autor es
que el amor es causa del conocimiento de Dios. A esa conclusión llegamos después de un
análisis exhaustivo de los textos del autor20.

18
Cf. mi obra Amor y conocimiento en la vida mística, pp. 11-54.
19
Daniel de Pablo Maroto, Amor y conocimiento en la vida mística, p. 23. Existió en España una
traducción castellana, Toledo, 1514, publicada con el título de Sol de contemplativos. Reproducción y edición
moderna, T. Martín, Salamanca, Sígueme, 1992.
20
Cf. Amor y conocimiento, p. 23, Y conclusión 9.", p. 214; cf. H. de Lubac, Exégése médiévale, I, cap.
1,4, pp. 94-110.
Leyendo páginas como ésta y otras muchas a las que se refiere, así como la respuesta
de algunos escolásticos, deducimos que la polémica entre los escolásticos y los místicos -no
creo que se pueda llamar divorcio-no es una invención de historiadores posteriores, sino el
malestar de unos contra otros; los tradicionales porque defendían la teología como sabiduría,
y los escolásticos como ciencia de Dios. Ese esquema se ha mantenido invariado durante
siglos, apareciendo de modo virulento en el siglo XVI español.

La última fase de esta historia es la del supuesto y repetido divorcio entre espirituales
y teólogos escolásticos. En él vamos a detenemos porque no sólo es un documento del
pasado, sino que mantiene todavía su significación en el presente y futuro de la teología
dogmática y espiritual.

El citado Hugo de Balma, siguiendo la corriente afectiva y mística de los comentaristas


del Areopagita (Tomás Gallus y Roberto Grossatesta), se sitúa frente al saber teológico de su
tiempo, infectado de racionalismo, de soberbia en la búsqueda de Dios. Detectó el riesgo de
separar la ciencia de Dios de la sabiduría amorosa, pero no pudo poner remedio al divorcio
que se avecinaba porque la corriente intelectualista era ya muy ancha en su época. No era
más que el comienzo. Conforme avanza el tiempo, la teología se hace más nominalista, más
especulativa, más alejada de la sabiduría mística. Se convierte más en ciencia sobre Dios. La
misma mística del siglo XIV, sobre todo de la Escuela alemana y de los Países Bajos
(Eckhart, Tauler, Suso, Ruusboerck ...), es altamente especulativa y abstracta en ocasiones,
no obstante su atención al pueblo como predicadores y directores espirituales.

Fue en la época de la llamada «Devotio Moderna», en el siglo XV, cuando se consumó


el divorció que se había incoado ya en los siglos XII-XIV. La teología «nueva», la
escolástica, ya no sería una ciencia espiritual; los contenidos de las dos ciencias serían los
mismos, pero el tono, el método, la finalidad con que se acercaban a la Sda. Escritura, eran
otra cosa. A partir de entonces el teólogo ya no sería místico21.

Ese divorcio lo sintieron y sufrieron en sus propias carnes, aunque de manera bien
distinta, los místicos del siglo XVI en España, especialmente San Ignacio, Santa Teresa, San
Juan de la Cruz, San Juan de Ávila, San Francisco de Borja, el P. Granada, Francisco de
Osuna y un largo etcétera entre humanistas y «espirituales» sospechosos para el ala
conservadora de los «teólogos» inquisitoriales.

21
Estudio clásico es el de F. Vandenbroucke, «Le divorce entre théologie e mystique. Ses origines»:
Nouvelle Rev. Théol. 82 (1950) 372-389. Alusiones al tema, entre otros muchos, René Marlé, «Teología
práctica y espiritual», en AA. VV., Iniciación a la práctica de la teología, 1, Madrid, Cristiandad, 1984,
especialmente pp. 293-304.
Sin embargo, retengo como más exacta, desde un punto de vista del análisis histórico,
que es preferible hablar de desconfianza entre teólogos y espirituales que de total separación
o divorcio. El término traiciona la realidad.

Sobre las consecuencias teológicas y eclesiales de ese divorcio o desconfianza se ha


escrito mucho desde que Von Balthasar dio la voz de alarma. Él tuvo la habilidad de reducir
el tema a una confrontación entre el teólogo tradicional, monástico, santo, defensor de la
corriente de una «teología arrodillada», de un «orante buscar», en el que el pensar teológico
está compactado con la vida santa, y el teólogo escolástico, fautor de una «teología sentada»,
científica, que ya no es teólogo santo. Esta doble facción es la que se separa progresivamente
de hecho. Recojamos algunas de sus apreciaciones.

Después de haber insistido en el hecho de que hasta la gran Escolástica los grandes
dogmáticos son grandes santos, «columnas de la Iglesia», «personalidades totales», y que
con el ingreso del aristotelismo en la teología nace la «profanidad» moderna y la autonomía
de las ciencias, escribe:

«Estas columnas de la Iglesia son personalidades totales -dice refiriéndose a los


antiguos Padres y escritores- o lo que enseñan lo viven, con una unidad tan directa, por
no decir ingenua, que no conocen el dualismo de épocas posteriores entre dogmática y
espiritualidad. Sería no sólo ocioso, sino contrario a las leyes de vida más íntimas de
los Padres de la Iglesia el dividir sus obras en dos grupos: las que se ocupan del dogma
y las que tratan de la vida cristiana ("espiritualidad")».

«La época siguiente -escribe también no conoce ya al teólogo "total", en el


sentido antes descrito, es decir, el teólogo santo. El recargamiento exagerado de la
teología con filosofía profana alejó de aquélla a los hombres espirituales. De este modo
comenzó a surgir, al lado de la dogmática ... una nueva ciencia de la "vida cristiana".
Tal ciencia tiene sus orígenes en la mística medieval y se independiza definitivamente
en la devotio moderna»22.

Sucedió después que la espiritualidad se fue haciendo -según él más psicológica, menos
objetiva y fundada en las fuentes, menos dogmática, hasta que los teólogos dogmáticos se
separaron de nuevo de la espiritualidad en un segundo divorcio, menos comentado, pero no
menos desastroso:

«Por este motivo, los santos y los espirituales son ignorados cada vez más por los
teólogos dogmáticos ... Para la teología, los santos apenas existen. Se los entrega a la
"spiritualité", para que ésta los explote. Pero la "espiritualidad" misma apenas existe
para la dogmática moderna. Antes señalamos que los santos modernos son también co-

22
«Teología y santidad», I. C., pp. 236, 237, 242.
responsables de este estado de cosas. La dogmática ya no les toma en serio porque ellos
mismos no se atreven a ser dogmáticos»23.

Por eso, él aboga por la reunificación entre la dogmática y la espiritualidad, entre el


dogmático y el teólogo, para superar el divorcio y, al mismo tiempo,

«esta extraña anatomía: de un lado, los huesos sin carne: la dogmática tradicional; de
otro, la carne sin huesos: toda esa literatura piadosa que, a base de ascética,
espiritualidad, mística y retórica, facilita un alimento que a la larga resulta indigerible,
pues carece de sustancia»24.

Cuando en 1984 Von Balthasar recibió el premio Pablo VI, ante un auditorio selecto
(papa y cardenales), pronunció un breve discurso en el que aludió al significado de su obra
teológica:

«Después -dijo de haber hecho ver el carácter único de Cristo en relación a las
demás religiones ... insisto en la inseparabilidad entre teología y espiritualidad. La
división entre ambas ha sido indudablemente el peor desastre que ha acontecido en la
historia de la Iglesia»25.

Otros teólogos han resaltado también la gravedad del divorcio en el pasado, el de los
siglos XII-XV, y el otro que se fraguó en el siglo XVII y ha continuado demasiado tiempo.

Por ejemplo, Y. M. Congar escribe:

«Tal vez la mayor desgracia del catolicismo moderno es haberse convertido en


una teoría y una catequesis sobre el en-sí de Dios ... sin insistir al mismo tiempo sobre
la dimensión de para-el-hombre que todo eso encierra»26.

Unidad necesaria entre mística y dogmática para el propio apoyo y servicio al creyente.

23
lb., pp. 248.
24
lb., pp. 249-250.
25
Discurso completo, en Communio 10 (1988) 288-291. Texto citado en Bibliografía, p. 290. Una última
aportación: A. Sicari, «Teología y santidad en la obra de Hans Urs von Balthasar»: Communio 12 (1988/IV)
305-316. Un marco más amplio sobre el «teólogo espiritual», en A. Guerra, Introducción a la teología
espiritual, pp. 109-116. A. Huerga ha recordado textos y autores en los que teología y santidad, dogmática y
mística se unifican. Cf. «El carácter científico ...», l. c., especialmente, pp. 46-55.
26
«Cristo en la economía salvífica y en nuestros tratados teológicos»: Concilium 11 (1966) 24-25.
«Gracias a la mística -escribe E. Schillebeeckx la dogmática entra en contacto
íntimo con su objeto ... La fe no encuentra su punto final en la formulación en cuanto
tal, sino en la realidad de la fe, dice Tomás de Aquino (2-2, q. 1., a. 2, ad 2). Pero
gracias a la dogmática crítica, la mística no se hunde en un cristianismo apócrifo o en
un fanatismo irracional. Mística y teología tienen necesidad la una de la otra para su
propia autenticidad»27.

Resuenan las palabras de Von Balthasar en esta apreciación de R. Willing:

«La espiritualidad es la apropiación personal y viva de la palabra de Dios,


explicada y presentada por la dogmática. Si se separan estas dos disciplinas, la
dogmática corre el riesgo de quedarse fijada en un sistema, y la espiritualidad puede
llegar a convertirse en un sentimentalismo en busca de emociones fuertes. Los
conceptos teológicos sin experiencia religiosa están vacíos; las experiencias religiosas
sin conceptos teológicos están ciegos»28.

No vale la pena seguir. El largo análisis nos ha servido no sólo para recordar un debate
histórico, sino para valorar teológicamente, eclesialmente, la «espiritualidad». Las bases
están puestas para un «revival» de lo espiritual en medio de un mundo que parece materialista
y consumista.

3. RELACIONES DE LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL CON LA DOGMÁTICA y LA MORAL

Para mejor aquilatar el concepto de espiritualidad y determinar la identidad del tratado,


vamos a ver sus relaciones históricas y actuales con la teología dogmática y la moral.

A) Relaciones con la teología dogmática

Los diversos modos de hacer teología dogmática y espiritual y de ser teólogos, como
hemos visto en el apartado anterior, están demostrando que de hecho existió una relación
entre ambas. Después que se separó la teología mística de la especulativa (siglos XIII-XV),
y de que la espiritualidad fuese abandonada por los teólogos por su falta de fuste teológico,
por su excesivo pietismo, subjetivismo y psicologismo (siglo XVII), los teólogos espirituales
andan buscando, por una parte la identidad de la espiritualidad como ciencia, y, por otra, su
relación con los principios dogmáticos.

En torno a los años cincuenta de este siglo se suscitó una polémica sobre el carácter
específico de la espiritualidad como ciencia teológica. Algunos insistían en su
fundamentación en los principios dogmáticos: gracia, virtudes, dones (lo que se llamaba el

27
«Profetas de la presencia viva de Dios»: Revista de Espiritualidad 29 (1970) 319-321.
28
La teología del siglo xx, Salamanca, Sígueme, 1987, p. 297.
«organismo sobrenatural» en los Manuales), y luego los aspectos bautismal, cristocéntrico,
eclesial, sacramental, trinitario, pneumatocéntrico, etc. Nació lo que se llamó entonces la
teología de la mística (Dom A. Stolz, Baldomero Jiménez Duque). Al mismo tiempo, otros
insistían, sin negar las bases teológicas, también en el carácter psicológico de la vida
espiritual y de la ciencia teológica que la explica (Gabriele di Santa María Magdalena).

Para definir el campo de cada una de esas tendencias, basta recordar la síntesis de un
informador del estado de la cuestión:

«La tendencia teológica, que considera la vida mística en su realidad arcana y


sobrenatural, independientemente de los reflejos psicológicos, presenta un carácter más
objetivo y más especulativo; mira a construir una doctrina, una teoría de la vida
espiritual. La tendencia psicológica, en cambio, considera la mística bajo su aspecto
experimental, reviste una forma más subjetiva y tiende a las aplicaciones de orden
práctico. La primera toma en consideración más bien la causa sobrenatural de la vida
interior: Dios y su gracia; la segunda, más bien la causa natural: el hombre con su
complicado mecanismo psicológico»29.

Pero el problema de las relaciones entre espiritualidad y teología no se reduce


solamente a la «dimensión» dogmática de aquélla por el uso que hace de los principios
objetivos de la fe: Dios uno y trino, Cristo, el Espíritu Santo, la Iglesia, los sacramentos, la
gracia y las virtudes, etc.; sino que su autonomía consistirá en tener un objeto propio y que
no sea demasiado reducido.

Sería un objeto pobre, deficiente, reducir la teología espiritual a «conclusiones»


devotas, piadosas, espirituales deducidas, en forma de corolarios, del dogma. Eso fue lo que
hizo el dominico Vicente de Contenson en su Theologia mentis et cordis, seu speculationes
universae doctrinae sacrae (1668), bajo la inspiración de la Theologia affectiva de L. Bail
(1654)30.

Descartada esa posibilidad diferenciadora de la dogmática y la espiritualidad, hay que


buscar otras razones más específicas en cuanto al objeto a tratar. Me parece aceptable el
planteamiento de Ch. A. Bernard, quien desarrolla como específico de la teología espiritual
el tema de la experiencia, la noción de vida espiritual y del progreso del cristiano hacia la
plenitud, el carácter dinámico del dogma, etc.

29
C. García, Corrientes nuevas, p. 105. Cf. todo el tema con las discusiones y bibliografía pertinente, pp.
99-120. También, al exponer la «orientación dogmático-positiva» de los manuales, puede encontrarse material
utilizable, pp, 174-187.
30
Cf. una referencia en A. Huerga, «El carácter científico ... », l. c., pp. 52-53.
«Vista en esta perspectiva -concluye- la teología espiritual, aun sin adquirir una
independencia total, manifiesta una autonomía que puede darle categoría de una
auténtica disciplina teológica en el ámbito de la doctrina cristiana»31.

Además, se ha preocupado en resaltar, contra otras opiniones, la dependencia de la


dogmática de la espiritualidad, y cómo el nacimiento de escuelas de espiritualidad obedece a
la reacción a tendencias teológicas dominantes, como es el caso de la Devotio moderna en el
siglo xv, de la vuelta al Evangelio que propone Santa Teresita en el siglo XIX, o el actual
movimiento carismático. Lo mismo interpreta el hecho de que la dogmática se haya hecho
más vital y existencial, más experiencial. La conclusión no sería que la espiritualidad depende
de la dogmática, sino al revés. Estos planteamientos llevan a la conclusión de que es la
experiencia espiritual la que capta la sustancia del misterio de la fe. En esto consistiría lo
específico de la teología espiritual, complemento más que contradicción de la teología
dogmática32.

Eliminada esta especificidad será mucho más difícil encontrar la identidad para la
teología espiritual. Porque no basta decir que la dogmática trataría del tema de Dios y sus
misterios de forma teórica, abstracta, y la espiritualidad de la praxis vital. Eso sucedió en una
teología arcaica, pero no se puede mantener en una teología actualizada. Por eso algunos de
los grandes teólogos, como Von Balthasar, siguen preguntándose qué sentido tiene seguir
hablando de la distinción y separación de una y otra.

«Esto nos lleva a preguntar -escribe- qué sentido tiene la distinción entre teología
y espiritualidad. Sólo se hace necesaria, como solución de emergencia, allí donde la
dogmática ha perdido el jugo característico de la Palabra de Dios (quizá por
conceptualizarse en controversias polémicas). Pero la historia prueba que ese jugo en
otra bandeja pierde su sabor original. La vida no se produce combinando carne y
sangre, sino que éstas han de estar unidas ya de antemano para que haya vida. Y la
historia de la teología prueba esta afirmación: en ella sólo han tenido eficacia viviente
aquellas teologías que no solamente coexistían con su espiritualidad, sino que la
llevaban en sí mismas, incorporada a lo más íntimo de su ser»33.

Esto que acontece en la espiritualidad como ciencia o tratado, lo deberíamos ver


repetido en la vida concreta de los cristianos y aun de los mismos teólogos. El problema
consiste en compaginar el estudio de la teología con la vida espiritual. Y en este sentido, todo
esclarecimiento teológico del misterio de Dios que hace el creyente debe convertirse en
alimento de la vida espiritual; pero, al mismo tiempo, la intensidad de la experiencia religiosa
o mística ilumina el trabajo del teólogo. Prescindir de una de las dos dimensiones es
empobrecer la espiritualidad y la teología. Volvemos de nuevo a la idea de la mutua ayuda o

31
Teología espiritual, p. 8.
32
Charles A. Bernard, ib., pp. 65-68. Alusión al tema con bibliografía, en A. Guerra, Introducción a la
teología espiritual, pp. 38-39 y 76-79.
33
«Teología y espiritualidad»: Selecciones de teología 13 (1974) 142-143.
complementariedad. La guerra entre espirituales y teólogos resulta pueril desde el momento
en que ambos buscan la luz del misterio. El P. María Eugenio ha recordado al «teólogo
intelectualista» que «se siente impulsado por el laudable estímulo de luchar contra el
sentimentalismo de la espiritualidad que rehúye la luz del dogma».

«De ahí que ostente si no su desprecio, sí, al menos, su desestima respecto a toda
espiritualidad que no se sirva de sus disciplinas intelectuales, y la tilde de sentimental
o de peligrosa. Sin percatarse de ello, y, tal vez con la mejor buena fe del mundo,
supedita la contemplación a la teología»34 34.

Lo mismo se podía decir del espiritual que despreciase al teólogo porque pierde el
tiempo en especulaciones. Son dos extremos a evitar. Teología y espiritualidad simbiotizadas
en una persona, en una ciencia, distintas, pero no separadas. Este sería el camino exacto para
hacer el camino cristiano.

B) Relaciones con la teología moral

Mucho más complejas son las relaciones con la teología moral porque las dos son
ciencias teológicas que tienden a la praxis. Recordamos algunas referencias para clarificar el
tema.

Hasta bien entrado el siglo XX, las relaciones fueron pacíficas. Cada una cultivaba su
propio campo sin fricciones, aceptándose que «la Ascética recibe el alma de los brazos de la
Moral, por eso la supone en estado de gracia»35.

Este planteamiento implicaba que la moral exponía los preceptos, y la teología


espiritual los consejos; la moral se convertía así en un manual de «casos», y se presuponía
que la moral era para la masa de cristianos, los laicos, no obligados a la perfección evangélica
o santidad, sino que se conformaban con la salvación. Sólo cuando la moral se convirtió en
un manual de pecados para evitarlos, de obligaciones éticas, de virtudes cristianas para
practicarlas, sin ningún fundamento en la función del Espíritu en el desarrollo de la vida
cristiana, pudo aceptarse como válida esa distinción que hoy nos parece desacertada.
Prevalecía el espíritu de la ley más que la ley del Espíritu. La separación o divorcio entre
moral y espiritualidad condujo a aquélla a ser una ciencia de los pecados más que un estudio
de la santidad cristiana.

Por eso, con toda razón, ya en 1922, el P. A. Vermeersch reclamaba para la teología
moral el estudio de la «ascética y mística», no sólo de los preceptos, sino también de los
consejos evangélicos. Por el modo de tratar los temas, la moral -según el mismo moralista-

34
Quiero ver a Dios, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 19692, p. 563.
35
Crisógono de Jesús Sacramentado, Compendio de Ascética y Mística, Madrid-Ávila, 1933, p.55.
era más un arte de conducir las almas a la perfección que una ciencia, propio de la teología
espiritual. A partir de entonces, las discusiones no han cesado en una dirección o en otra;
pero parece que van clarificando algunos puntos36.

La separación de la espiritualidad y la moral, así como la reducción de ésta a tan


estrechos límites, tampoco agradó a los grandes teólogos espirituales de la época, como lo
demuestran las palabras de Garrigou-Lagrange, quien, comentando la Suma de Santo Tomás,
alarga los límites de la moral:

«La teología moral así concebida contiene manifiestamente los principios


necesarios para conducir las almas a la más alta santidad. Y la teología ascética y
mística no es otra cosa que la aplicación de esta gran teología moral a la dirección de
las almas hacia una unión cada vez más íntima con Dios. Supone todo lo que enseña la
doctrina sagrada sobre la naturaleza y las propiedades de las virtudes cristianas y los
dones del Espíritu Santo y estudia las leyes y las condiciones de su progreso en vistas
a la perfección»37.

Resta añadir algunos apuntes nuevos a lo dicho que ayuden a delimitar los objetivos de
las dos ramas del saber teológico que nos ayuden a entender la identidad de la teología
espiritual.

En primer lugar, algunas opiniones últimas y nuevas que iluminan el camino todavía
oscuro. L. Bouyer, en la década de los sesenta, seguía insistiendo en la idea de que no se
puede negar a la teología moral el tratar de «la perfección del leal cristiano», porque tiene
que dilucidar el fin último del hombre, igual que la espiritualidad; pero ve una diferencia en
el hecho de que mientras la moral

«analiza el conjunto de actos humanos que hacen referencia al último fin de modo
explícito o no, la espiritualidad se centra en aquellos cuya referencia a Dios es no
solamente explícita, sino inmediata, es decir, ante todo sobre la oración, y sobre todo
lo que se trata en ascética y mística; dicho de otra manera, en los ejercicios religiosos
así como en las experiencias religiosas»38.

36
Cf. Theologiae moralis principia-responsa-consilia, Romae, 1922, p. 5. Como no quiero rehacer el íter
histórico del problema, remito a la información ofrecida en la siguiente bibliografía. C. García, Corrientes
nuevas, pp. 73-99. Id., «¿Qué es teología espiritual?», l. c., pp. 309-311. A. Guerra, Introducción a la teología
espiritual, pp. 30-31, 69-75. Id., «Teología espiritual, una ciencia no identificada», en AA.VV., Teología
espiritual: reflexión cristiana sobre la praxis, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1980, pp. 13-17,31-39. Los
Manuales suelen dar también breve información.
37
Perfection chrétienne et contemplation. Citado por A. Royo Marín, Teología de la perfección cristiana,
Madrid, BAC, 19886, p. 34.
38
La spiritualialité du Nouveaú Testament el des Péres, 1, Paris, Aubier, 1960, p. 11.
Sin embargo, insistía en la unidad de las dos disciplinas y en la inconveniencia de
separarlas.

«Como una moral verdaderamente cristiana no es ajena a la teología dogmática,


la espiritualidad se centra más bien en el corazón de la moral que al lado de ella. Pero,
aun no pudiendo estar jamás separada del conjunto de los problemas morales,
constituye ella misma una parte suficientemente específica por su objeto formal como
por el método que este objeto requiere para exigir un tratamiento particular»39.

C) Soluciones de un debate

Apunto algunas importantes como ejemplo porque creo que el debate puede seguir
abierto.

Algunos (entre ellos Garrigou-Lagrange y Vermeersch) encomendaron a la


espiritualidad la tarea de dirigir almas reduciéndola a mero arte. No tuvo éxito porque es
rebajar demasiado la función práctica de la teología espiritual y quitar a la moral una función
que le pertenece con los mismos derechos que a la espiritualidad. Por ejemplo, el tema del
discernimiento, clásico en los manuales de teología espiritual, es tratado ahora por los
moralistas40.

Mucho éxito y al mismo tiempo polémica suscitó una teoría de J. Maritain


introduciendo una famosa distinción entre la ciencia «especulativamente práctica», que sería
la moral; y la ciencia «prácticamente práctica», la espiritualidad. Las dos son «prácticas»
porque aplican los grandes principios dogmáticos a la realidad concreta. Pero mientras que
la primera consiste directamente en el conocer como fundamento del dirigir, la segunda
consiste explícitamente en el dirigir, pero fundado en el conocer. La concreción última
estaría en la virtud de la prudencia. Pues bien, esa ciencia que regula los actos humanos entre
la moral y la prudencia sería la espiritualidad, fundada en la experiencia. Esta complicada
tesis maritainiana fue acogida por algunos seguidores impugnada por algunos tomistas. Fue
abandonada pronto, si bien impulsó el estudio de la teología espiritual a la búsqueda de su
estatuto científico, salvó la unidad de la ciencia teológica, y alumbró nuevas soluciones que
todavía no han concluido41.

La posición de Moioli -que recuerda la del P. Gabriel de Santa María Magdalena- es


clara. Las dos ciencias tratan de la vida cristiana; pero la moral en su aspecto

39
ib., p. 11.
40
Lo trata E. López Azpitarte en el Nuevo diccionario de teología moral, en el suplemento a la 3ª. edición
española, extrañándose el autor de que no haya sido tratado por los manuales de moral.
41
J. Maritain, Distinguer pour unir ou le degrés du Savoir, Paris, 1934. Resumen en C. García, Corrientes
espirituales, pp. 80-88.
«prevalentemente estático» e «in actu primo». La teología espiritual en su aspecto
«prevalentemente dinámico» e «in actu secundo». Y así concluye:

«Podemos, pues, afirmar que la teología espiritual tiene como tarea el estudio del
desarrollo concreto "in facto esse" de la vida cristiana; ver cómo la vida nueva, de la
que es principio la caridad del Espíritu Santo concretamente "llega a ser", bajo la luz
de la fe, en los hombres concretos; qué dificultades encuentra y cómo las debe superar
o las supera de hecho; qué repercusiones auténticas, sobre todo psicológicas, presenta,
etc.»42.

Otro de los que se han preocupado del tema y ofrecen -a mi modo de ver- una solución
bastante correcta, es Ch. A. Bernard. Comienza afirmando que

«el criterio diferenciador entre la teología moral y la teología espiritual no es tan claro;
en efecto, las dos se refieren a la vida concreta y atienden al lado práctico de la
existencia humana». Por eso es «difícil señalar una frontera clara entre las dos
disciplinas»43.

Si bien es verdad -continúa diciendo- que no difieren por el objeto material, la vida
humana en su totalidad, en su movimiento hacia la santidad, difieren por el objeto formal y
por el método. Distingue entre el «ordo caritatis» (la caridad como ley) del «commercium
caritatis» (fruición en el amor).

«Es propio de la teología moral -escribe- considerar más bien la estructura de la


acción e indagar las leyes que la regulan. Ciertamente, de tal acción sopesa todas las
circunstancias, pero siempre bajo el aspecto universal: ¿cómo debe obrar el médico, el
esposo? Su método, por lo tanto, es racional, aunque se ocupe de todas las
determinaciones concretas: no se pasa nunca del hecho al derecho. En teología moral
la experiencia nunca es normativa: aunque todos mientan, de eso no se deduce que la
mentira sea lícita ... La teología espiritual, por el contrario, considera más bien la
evolución existencial de la vida cristiana, acercándose por eso al arte. Las leyes que
establece no fijan una obligación, sino que son más bien reglas prácticas que ilustran
el camino espiritual de toda persona en cuanto ésta es objeto de un designio particular
de Dios y establece un diálogo personal con Él. La teología espiritual, por ejemplo, no
se detiene a determinar la obligación de orar, sino que estudia sus modos y la evolución
... Su método, en consecuencia, no puede prescindir de la experiencia; ni de la de
aquellos que ya han conseguido la plenitud, ni de la historia concreta de aquellos que
tienden a ella».

42
G. Moioli, «La vita cristiana come oggetto della teologia spirituale»: La Scuola Cattolica 91 (1963)
101-103; todo el trabajo, 101-116. Cf. el pensamiento del P. Gabriel, en C. García, Corrientes nuevas, p. 92.
43
Teologia espiritual, pp. 68-69.
En conclusión, según Bernard, la moral y la espiritualidad se necesitan mutuamente.
La espiritualidad presupone la moral al enseñar ésta la plenitud de la vida cristiana como
conformidad con la voluntad de Dios. En este sentido, la espiritualidad está subordinada a la
moral. Pero la espiritualidad enseña al cristiano a caminar hacia el diálogo pleno con la
divinidad44.

Tullo Goffi es, según creo, quien más y mejor ha profundizado en el tema. Para ello
hace un análisis de la experiencia religiosa en el A. Testamento y en la de Cristo, Pablo y
Juan, distinguiendo entre el obrar ético y espiritual. Resumiendo el largo recorrido
propuesto, dice que «lo ético» es la norma y el precepto de observarla virtuosamente; lo
«espiritual sugiere una experiencia de comunión inmediata (al menos en el plano intencional)
con Dios. La vida espiritual es nuestra experiencia de alianza con Dios; es vivir
virtuosamente, per en coloquio con Yahvé»45.

Al final del estudio, propone las «diferencias».

«Una experiencia cristiana auténtica -escribe- es siempre simultáneamente ético-


espiritual. Sin embargo, se trata de dos comportamientos que se cualifican en sí mismos
de una forma propia. Lo ético-cristiano es la actitud adoptada por el hombre que es
imagen de Dios en Cristo; así atestigua en su propia actitud espiritual la vitalidad de la
gracia pascual del Señor, actúa como hombre sobre-elevado en gracia y virtudes
infusas, se siente renovado en el Espíritu de Cristo ... Lo espiritual, por su parte, se
tiene en la vida cristiana cuando actúa directamente el Espíritu Santo de Cristo y en la
medida en que actúa ... Lo espiritual no se propone primordialmente en virtud de las
energías de nuestra alma. Su causa primaria es el Espíritu Santo, que suele operar, bien
a través de nuestras facultades espirituales, bien mediante nuestra corporeidad»46.

«Sin embargo -dice también-, lo ético y lo espiritual son dos experiencias muy
distintas. En lo ético nos comportamos por iniciativa nuestra personal según la "ley del
Espíritu de vida en Cristo" (Rm 8, 2), mientras que en lo espiritual nos adherimos al
Espíritu que "derrama en nuestros corazones el amor de Dios" (Rm 5, 5)»47.

D) Conclusiones a un debate

Al final de este breve recorrido por la historia y la teología, me atrevo a proponer


algunas conclusiones que me parecen seguras añadiendo nuevas aportaciones.

44
Teología espiritual, pp. 69-70.
45
La experiencia espiritual, hoy, pp. 13 y 15.
46
Ib., pp. 17-18.
47
P. 19. Cf. también pp. 56-59. Después escribió «Morale e spirituale: quale rapporto?»: Rivista di
teologia morale 20 (1988), n. 80, pp. 89-94.
En primer lugar, las diferencias entre teología moral y espiritual son mínimas. Ambas
tratan de iluminar aspectos de una antropología teológica sobrenatural; ambas son ciencias
destinadas a la ortopraxis. Pero ninguna es mero arte para conducir a las personas a la
santidad. Como tratados, son verdadera ciencia teológica.

Segundo. Hoy no se puede mantener la tesis de que la moral enseñe sólo a cumplir la
ley, los preceptos y evitar los pecados; sino que con la estructuración moral de la persona y
de la sociedad se pretende que consigan su meta última que es la perfección o santidad
cristianas. Además, la santidad es única, como propuso el Vaticano II a todos los cristianos
(LG, cap. 5). Ése fue el proyecto de la Optatan Totius del mismo Concilio, cuando urgió el
aprendizaje de la moral a los que se preparaban al sacerdocio:

«Téngase especial cuidado en perfeccionar la teología moral, cuya exposición


científica, nutrida con mayor intensidad por la doctrina de la Sda. Escritura, deberá
mostrar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir
frutos en la caridad para la vida del mundo» (OT 16).

Curiosamente en ese decreto sobre la formación de los sacerdotes no se habla de la


«teología espiritual» y parece implícitamente aceptar que la moral trata de la santidad, que
es uno de los temas de fondo de la teología espiritual. Aunque después estudiaremos la
presencia de la teología espiritual en los centros eclesiásticos de teología, basta de momento
recordar un texto de la Yeritaüs Splendor, sobre la función de la moral como ciencia de la
santidad (n. 111).

«Compete a ellos (a los moralistas), en conexión íntima y vital con la teología


bíblica y dogmática, subrayar en la reflexión científica el aspecto dinámico que ayuda
a resaltar la respuesta que el hombre debe dar a la llamada divina en el proceso de
crecimiento en el amor, en el seno de una comunidad salvífica. De esta forma, la
teología moral alcanzará una dimensión espiritual interna, respondiendo a las
exigencias del desarrollo pleno de la "imago Dei" que está en el hombre, y a las leyes
del proceso espiritual descrito en la ascética y mística cristianas».

Tercero. Tanto la teología espiritual corno la moral son dos funciones de la misma
teología, y ambas proponen el camino de la perfección del hombre cristiano. La moral debe
insistir más en la obligatoriedad del camino objetivo; es decir, determina lo que el hombre
debe hacer como valor universal. La espiritualidad analizaría cómo un cristiano puede
cumplir la ley moral bajo la moción del Espíritu Santo; es decir, cómo andar ese camino
cristiano presentado por el moralista (gracia-don, contra ley-preceptos-consejos). Es claro
que lo espiritual se vive cuando el Espíritu Santo es la fuerza activa y operante y el alma la
recibe pasivamente como una experiencia personal. Es lo que han notado los místicos: sus
acciones morales, sus «virtudes», van mucho más allá de sus propósitos y esfuerzos por ser
santos. Ese plus pertenecería propiamente a la mística, que es el grado sumo de la
espiritualidad. Hablará también el teólogo espiritual de los agentes que posibilitan el «camino
espiritual»: Cristo, la Iglesia, los sacramentos, así como las mediaciones: virtudes teologales,
María y los santos, las devociones populares, la ascesis, la oración, etc., en su mayor parte
asumidas fundamentalmente de la teología dogmática. Además, la teología espiritual estudia
otros componentes de la vida espiritual que no trata la teología moral, como los grados,
etapas, o vías del camino espiritual, los estados de vida en la Iglesia y la santidad, el camino
de la oración, la experiencia de Dios y los fenómenos extraordinarios en que se expresa, la
incidencia de la gracia y los carismas -en el sujeto y sus peculiaridades psicológicas, etc. Este
simple enunciado de temas no es completo y no se encuentra en ningún tratado de moral.

Cuarto. Se distingan o no las dos ramas del saber en la especulación teológica o en su


evolución histórica, se impone la distinción y la separación por razones pedagógicas y
pragmáticas. Así lo vio el P. Congar:

«Sin duda, esta categoría de "teología espiritual" responde a alguna cosa:


primeramente a un género literario, el de los autores espirituales; después a un fin
práctico, esto es, a una necesidad pedagógica, porque no se puede enseñar bien las vías
de la perfección cristiana sin hacer un estudio especial; y, por último, a cierta realidad
psicológica, a ese carácter particular que asume el saber teológico en un teólogo
verdaderamente animado por el celo y gusto de las almas»48.

En esto espero que estemos de acuerdo la mayoría. Basta hojear libros de moral o de
teología dogmática para percatamos de que no se tratan temas tan específicos de la teología
espiritual como son los que ya aludidos, por ejemplo, la oración y sus grados hasta la última
experiencia de la unión transformante; la actuación del Espíritu Santo con sus mociones y su
discernimiento; cómo integrar la teología sacramentaria, litúrgica, eclesial, mariana,
trinitaria, etc., en el desarrollo de la vida cristiana para que sea de verdad alimento espiritual.
No significa esto que todos los manuales traten todos los temas, pero tienen que quedar, de
alguna manera, aludidos como objeto material y formal de la teología espiritual.

Quinto. Como colofón de todo quiero añadir por mi cuenta unos apuntes sobre el
planteamiento de dos grandes místicos: San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús, que
espero aporten luz al debate y ayuden a determinar la identidad de la teología espiritual y su
distinción de la teología moral.

San Juan de la Cruz. Comenzamos recordando que el santo ha simbolizado el camino


de la perfección con la subida a una montaña (imagen vertical, hacia la altura, que se hace
por grados con esfuerzo, etc.). Pues bien, de los tres senderos que arrancan de la base, los
laterales de la derecha e izquierda son de «imperfección» y se pierden en las laderas. Sólo el
camino del centro es el de la «perfección». No conservamos ningún dibujo autógrafo del

48
«Theologie»: Dict. Théol. Cathol. 15 (1947), col. 486. C. García, Corrientes nuevas, p. 95, cita de
pasada otros teólogos que estarían de acuerdo con esta posición: Deman, Régamey, Périnell. También A.
Guerra, Introducción a la teología espiritual, p. 75.
Monte de la perfección realizado por el santo, pero sí acta notarial de alguno, y en la cima
escribió: «ya por aquí no hay camino porque para el justo no hay ley; él para sí se es ley».
¿Acaso este «no hay ley», «él para sí se es ley», no está indicando que el perfecto ha superado
la moral porque vive la dimensión «espiritual» del cristiano dirigido por el Espíritu Santo?
La ley objetiva, de hecho, existe, pero es como si no existiera, porque no es necesaria. La
moral queda absorbida por la espiritualidad.

Además, hay otra razón, y es que, al comienzo de la Subida del Monte Carmelo, es
consciente que él no es un moralista, sino un «espiritual», y por eso en la obra -dice- «no se
escribirán cosas muy morales y sabrosas para todos los espirituales que gustan de ir por cosas
dulces y sabrosas a Dios, sino doctrina sustancial y sólida» («Prólogo», 8).

Especialmente hablando de la purificación de la memoria por el ejercicio de la


esperanza teologal, el santo distingue bien entre el bien «moral» y el «espiritual»; ambos
bienes pierde el alma embarazada con «aprehensiones naturales de la memoria».

«El bien moral -dice el santo- consiste en la rienda de las pasiones y freno de los
apetitos desordenados; de lo cual se sigue en el alma tranquilidad, paz, sosiego y
virtudes morales, que es el bien moral» (Subida, III, 5, 1).

Si no hay control de la memoria mediante el olvido del pasado al que está apegado
afectivamente -sigue diciendo el santo experimentará turbación. Y, en consecuencia, «la
memoria embarazada impide el bien espiritual». El bien moral es el presupuesto base para el
bien espiritual. «El alma alterada, que no tiene fundamento de bien moral, no es capaz, en
cuanto tal, del espiritual, el cual no se imprime sino en el alma moderada y puesta en paz»
(ib., 5, 3).

Para completar este sencillo raciocinio de San Juan de la Cruz, por otra parte coherente
con un simple análisis de las fuerzas conscientes e inconscientes de la persona, hay que
recordar el conjunto de «bienes» en los que se puede gozar la voluntad y que tienen que ser
purificados por el ejercicio del amor-caridad teologal. Él admite los bienes (valores, diríamos
hoy) «temporales, naturales, sensuales, morales, sobrenaturales y espirituales» (Subida, III,
17,2). No nos interesa ahora el complejo mecanismo de su desarrollo a través del libro III de
Subida, pero sí la definición de unos y de otros.

«Por bienes morales entendemos aquí las virtudes y hábitos de ellas en cuanto
morales y ejercicio de cualquiera virtud y el ejercicio de las obras de misericordia, la
guarda de la ley de Dios, y la política, y todo ejercicio de buena índole e inclinación»
(ib., 27, 1).
«Por bienes espirituales entiendo todos aquellos que mueven y ayudan para las
cosas divinas y el trato del alma con Dios y las comunicaciones de Dios con el alma»
(ib., 33, 2).

La amplitud de esta definición y del desarrollo temático que suponía influyó en el autor
para truncar la obra de la Subida, no por falta de tiempo para concluirla. De hecho, conforme
avanza el texto, el vigor expositivo decae, el estilo se hace más descriptivo, más historizado,
menos teología espiritual. Pero el distinto tratamiento nos sirve al menos para diferenciar lo
«moral» de lo «espiritual».

El caso de Santa Teresa de Jesús es sintomático. Creo percibir en su experiencia


religiosa dos facetas o dimensiones que ilustran bien lo que teóricamente estamos intentando
dilucidar: la dimensión moral del cristiano y la espiritual-mística. La experiencia de una vida
moral es la que vive la santa con la ayuda normal de la gracia; la vida pneumatizada o
espiritual es la que vive por el Espíritu que habita en ella (sentimiento de pasividad). Es cierto
que no hay moral cristiana sin el influjo operante del Espíritu Santo; pero en los místicos, en
los espirituales, se hace más visible. Al menos ese plus de experiencia religiosa, de presencia
del Espíritu, pertenecería al dominio de la teología espiritual. De hecho no se trataba entonces
ni se trata hoy en los manuales de teología dogmática o moral. Recojamos algunos apuntes
ilustradores de esta afirmación.

Por ejemplo, se lamenta de que los escritores y predicadores hablen mucho de lo que
el hombre puede (quizá en referencia al ejercicio de las «obras» en un contexto antiluterano),
«y de cosas -dice- que obra el Señor declárase poco, digo sobrenatural» (Moradas 1, 2, 7).
Con ese lenguaje, ciertamente no académico, ella entiende que hay un camino ascético (el de
la moral-obras) y otro bien distinto, el místico, el «sobrenatural», no siendo el primero
preparatorio del segundo.

Esto mismo es lo que admirablemente ha descrito en su propio camino espiritual


reflejado en dos fases de su Autobiografía. En la primera parte (caps. 1-10) narra una
experiencia moral, llena de altibajos, de experiencia de pecado y santidad. Era Teresa en
lucha consigo misma y con Dios. Cuando reinicia el recuento de su propia historia (cap. 23
en adelante), escribe:

«Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva; la de hasta aquí era
mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía
Dios en mí, a lo que me parecía» (Vida 23, 1).

Hay, pues, un antes y un después. Me parece que el primero es un camino ascético-


moral; el segundo, místico-espiritual. Al menos eso es lo que la autora presenta como
experiencia.
Todavía hay más. Para mí es claro que la Autobiografía de la santa, como memoria de
un pasado, está escrita en clave espiritual, no moral. Por eso puede inducir a error al lector
no avisado, dando valor moral a la materialidad de lo que narra (sus pecados pasados, la
ponderación de los mismos como traición gravísima a Dios, transgresión mortal de la ley de
Dios, etc.). Se juzga con rigor moral llamándose, por ejemplo «pecadorcilla», nada, «pecina»,
etc. En realidad, ella mide la gravedad de sus pecados desde una óptica diversa a la del
moralista: son una traición al amor que Dios se merece, no en relación con la ley objetiva.
Así -según ella- sus pecados son un rechazo del amor que Dios le ofrece a manos llenas y de
modo gratuito (cf. Vida 20, 28-29; Moradas VI, 10, 3). De aquí le nació, al menos en la visión
retrospectiva de sus experiencia afectivas pasadas, las divergencias con los moralistas. A sus
cincuenta años, cuando escribe la Autobiografía, le parecen pecados graves sus antiguas
relaciones de amistad que los confesores, superiores y aun ella misma, juzgaban como lícitos
(cf. Vida 2, 9; 7, 7; 8, 11). En realidad, no sabemos cuál es la historia objetiva de su vida por
esa transferencia de la experiencia mística (actualizada) al hecho pasado (supuestamente
pecaminoso). Son dos planos difíciles de discernir porque la clave de interpretación está
alejada de la realidad existencial (el pasado). Ella lee su vida pasada desde la experiencia
mística presente.

Otro ejemplo más práctico nos lo ofrece la diferente opinión que tiene la santa sobre el
modo de hacer la oración vocal y la «obligación» moral que comporta. Para algunos
moralistas de su tiempo, la recitación material de las palabras era suficiente; para ella,
maestra «espiritual» de una comunidad orante y de unos lectores futuros, no le preocupa el
problema «moral» (obligación o no), sino el problema «espiritual» (que sea una oración que
alimente la vida cristiana y sirva para adquirir virtudes)49.

Este análisis se podía seguir haciendo en otros grandes «espirituales» y místicos de la


historia de la espiritualidad. Sin duda alguna, los resultados serían idénticos. Hay en su vida,
más que en su misma doctrina, algo que excede el área de la moral de los manuales y que
pertenece a esa otra ciencia que hemos llamado espiritualidad o mística que estudia, más que
los principios y sus aplicaciones, la experiencia religiosa vivida bajo las mociones del
Espíritu Santo.

Finalmente, puede servir de ayuda al debate la múltiple interpretación de la Escritura


atestiguada por la tradición desde Clemente alejandrino, Orígenes hasta los autores de la
última edad media, como recordé al principio de este capítulo. Es obvio que los
comentaristas, tanto los representantes de la teología monástica como los escolásticos,
partiendo de la interpretación literal (historia, carne de la Escritura), han descubierto un
sentido moral, otro alegórico-teológico y otro anagógico-espiritual. Aunque varía el uso de

49
Cf. este debate en los caps. 21-25 del Camino de perfección, A estos problemas aludí en «La santidad,
problema teológico más que moral», en Santa Teresa de Jesús, doctora para una Iglesia en crisis, Burgos, El
Monte Carmelo, 1981, parte IV, caps. 2, 3 y 5, pp. 182-208. Y en Dinámica de la oración. Acercamiento del
orante moderno a Santa Teresa de Jesús, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1973, pp. 117-120.
las fórmulas, algo diferente verían ellos en la triple o cuádruple lectura de la Escritura. Llegan
a decir que la lectura moral es propia de principiantes y la mística es para los perfectos50.

4. HISTORIA DEL TRATADO DE TEOLOGÍA ESPIRITUAL

Dos idean resultan claras cuando hablamos de la historia del tratado de teología
espiritual. Primero, que la teología espiritual es la primera y más antigua de las ramas de la
teología. Segundo, que tal como está organizada hoy la teología espiritual en tratado especial
es reciente.

Al primer esbozo de la teología espiritual y a los autores principales me referí en el


número 1 de este capítulo; por eso no voy a repetir nada de lo dicho. Sólo recordar que
algunas biografías, como la Vita Anthonii, de Atanasio († 393), y la Vita Moisis, de Gregorio
de Nisa († 394), pueden ser dos excelentes manuales de espiritualidad llenos de vida porque
narran la existencia cristificada de sus protagonistas. El primero, luchando en el desierto
contra las fuerzas del mal con la ayuda de la gracia divina. Y el segundo, siguiendo el
crecimiento de la virtud hasta el infinito, pasando sucesivamente por la experiencia divina en
la zarza ardiente, la nube y la tiniebla, siendo esta última la experiencia mística más
encumbrada.

Más sistemática resulta la Theologia mystica de Dionisio Areopagita (siglo v), Si, no
obstante su brevedad, tuvo un éxito enorme en Oriente y Occidente, no fue -creo- porque su
autor se ocultó bajo el pseudónimo de Dionisio el Areopagita, que le daba áureas casi
apostólicas, sino porque definía mejor que nadie la mística como acceso al misterio de Dios
y la inefabilidad del mismo como incapacidad de comunicar la experiencia. Más que los
contenidos sistematizados, que son pocos, fue ese halo de misterio que envuelve a Dios y la
ciencia espiritual sobre Dios lo que perduró desde los Padres hasta bien entra) los tiempos
modernos. «Lo que San Agustín es para el dogma -escribió san Buenaventura- y San
Gregorio para la moral, San Dionisio es para la mística: el maestro incuestionable»51.

Eulogio Pacho estableció unas divisiones cronológicas en la historia del atado de


teología espiritual que se han aceptado como válidas. Reproduzco aquella antigua división,
hoy por hoy inalterada.

1. Existe una prehistoria o protohistoria. Corresponde a época de los Padres, del


monacato medieval y llega hasta la primera Escolástica. En ella se forjan los primeros

50
Cf. H. de Lubac, Exégese médiévale, II, Paris, Aubier, 1959, pp. 412-413, y passim.
51
De reductione artium ad theologian, Quaracchi, 1891, pp. 319-321. Citado por T. Martín, oras
completas del Pseudo Dionisio Areopagita, Madrid, BAC, 1990, p. 21. Toda la «Introducción», ib., pp. 3-115.
Texto, pp. 369-413.
conceptos teológicos al compás de la vida espiritual de sus creadores. La fuente última
era la Escritura leída en privado y en la celebración litúrgica.

2. Época de infancia de la teología espiritual como ciencia, pero incorporada todavía


al cuerpo doctrinal de las Sumas teológicas, aunque ya existían escaramuzas entre los
autores de la vieja escuela y los «innovadores». Abarca los siglos XII-XIII,

3. Época de adolescencia, con la separación parcial de la teología dogmática:


Corresponde a los siglos XIV-XVI.

4. La madurez la consigue cuando el tratado logra una estructuración teológica


científica como rama independiente de la teología dogmática en los siglos XVI y XVII.
Es la época de los grandes tratados de Teología mística según el método escolástico.

5. Oscurecimiento en los siglos XVIII-XIX, tiempo de la Ilustración y las convulsiones


revolucionarias52.

6. Renacimiento en el siglo XX.

En cuanto al nombre que se daba a esta ciencia, al principio todavía poco estructurada,
el más antiguo es el de Theologia mystica, como aparece en la obra del Pseudo-Dionisio
Areopagita en el siglo v. El título tuvo éxito y reaparece con frecuencia en la historia de la
espiritualidad medieval, sobre todo entre los escritores místicos y espirituales. Una de las
más célebres obras de la edad media así se titula. Me refiero a la Theologia mystica de Hugo
de Balma († finales del siglo XIII). Del célebre canciller de París, Juan Gersón, son las dos
obras Theologia mystica speculativa y Theologia mystica practica. El término se hizo común
entre los místicos del siglo XVI y llega a los que «no sabían letras», como Santa Teresa,
quien alude a esa ciencia arcana como a la «mística teología». Los místicos teólogos precisan
mejor la distinción de la otra rama del saber, que era la «teología escolástica», terminología
usada, por ejemplo, en el «prólogo» del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, ... dedicado
a fa Madre Ana de Jesús, por supuesto no teóloga, pero sí conocedora de los caminos de la
experiencia:

52
Cf. Eulogio de la Virgen del Carmen (Pacho), Proceso histórico de la formación de la teología
espiritual como ciencia. Ponencia en el III Congreso de espiritualidad de Salamanca (1960), inédita,
Referencia en C. García, Corrientes nuevas ..., p. 74, nota 40. Sobre la situación de los anuales en los siglos
XVII-XVIII y el ambiente general, sobre todo en los siglos XVII-XIX, cf. mi Historia de la espiritualidad
cristiana, Madrid, EDE, 1990, pp. 285-322.
«Pues aunque a Vuestra Reverencia le falte el ejercicio de teología escolástica
con que se entienden las verdades divinas, no le falta el de la mística, que se sabe por
amor, en que no solamente se saben, mas juntamente se gustan» (n.3).

El título siguió su camino triunfal en los siglos XVII y XVIII, cuya cumbre está
representada por el P. José del Espíritu Santo (1667-1736), carmelita descalzo (el andaluz),
con su monumental Cursus Theologiae mystico-scholasticae, que se publicó en Segovia entre
1720 y 1740, en 6 volúmenes, con curiosa mezcla de la mística y la escolástica. Le había
precedido el manual del carmelita francés Felipe de la Santísima Trinidad (1603-1671),
Summa theologiae mysticae, Lyon 1656, modelo de manual para otros muchos posteriores.
Eran verdaderas Sumas del saber teológico y espiritual de la época que recogen las grandes
experiencias de los místicos del siglo precedente, especialmente los españoles.

El siglo XVII sería testigo de la aparición de otra nomenclatura paralela y a veces


unificada: la de la ascética. El primer manual de este género parece que fue el del franciscano
polaco Crisóstomo Dobrosielski, quien publicó en 1665 una obra con el título de Summarium
asceticae et mysticae theologiae ad mentem D. Bonaventurae, seraphici et ecstatici doctoris,
suficientemente significativa. Aprovechó la ocasión de esta diferente nomenclatura para
tratar todos los problemas de la vida espiritual bien con el título de ascética como de mística.
Hasta que llegó la neta separación en las obras de Juan Bautista Escaramelli, Directorio
ascético (Venecia, 1743) y Directorio místico (Venecia, 1754). Esta separación entre la
ascética y la mística fue generando la idea de que -la vida cristiana se recorre por el camino
ascético o místico, distintos y a veces separados, que provocó en nuestro siglo el famoso
«problema místico»53.

Y así caminará la teología espiritual durante dos siglos; privilegiando bien a la ascética
bien la mística, o las dos unidas como apareció en algunos manuales del siglo xx. Cuando en
los primeros decenios del siglo xx se inició debate sobre «el movimiento místico», unicidad
y duplicidad de vía, el de la cética y el de la mística, para llegar a la perfección, se evitó la
terminología hasta que fue desplazada por otra más moderna, como Teología espiritual,
Teología de la perfección cristiana, Vida interior, Vida sobrenatural, etc.54.

Teniendo en cuenta este breve recorrido histórico, puede disonar el decir le el tratado
de teología espiritual es «una disciplina nueva», que «no se remonta más allá de los tiempos
modernos», que «el concepto de espiritualidad es reciente», o que «la teología espiritual es
una disciplina joven», que es «de nuestro siglo», o que la espiritualidad es «una ciencia no
identificada», etc.55.

53
Cf. más información en mi Historia de la espiritualidad cristiana, p. 286-288. Y en Historia de la
teología española, II Madrid, Fundación Universitaria Española, 1987, pp. 621-624.
54
Cf. el debate en C. García, Corrientes nuevas ..., cap. I, pp. 13-57; cap. II, pp. 59-78.
55
Recordados por A. Guerra, quien cita algunos autores. Cr. «Teología espiritual, una ciencia no
identificada», en Teología espiritual: reflexión cristiana sobre la praxis, pp. 12-13, con nota 8.
5. IDENTIDAD DEL TRATADO DE TEOLOGÍA ESPIRITUAL

Aunque lo que hemos dicho hasta aquí sirve para explicar la autonomía de teología
espiritual como ciencia, vamos a dedicar unas páginas al tema específico de la identidad o
naturaleza presentando su objeto propio, las fuentes comunes con la teología dogmática y
moral, y algunas «específicas», junto con uso de un método adecuado.

A) Objeto de la teología espiritual

Tratar del objeto es como definir la teología espiritual. Vamos a reducir su tensión a
los términos más comprensibles porque sólo al final podremos dar definición adecuada.

Por el desarrollo temático que precede, el lector se habrá dado cuenta de le las fronteras
de la teología espiritual como ciencia son ambiguas, no están en definidas; varios esquemas
son posibles, como puede comprobarse leyendo los distintos manuales actuales; cada autor
desarrolla el esquema de la vida espiritual desde un núcleo vital cristiano o integra todos los
posibles. Por ejemplo, se puede organizar un manual desde el tema de la oración, la vida en
el Espíritu, la vida en Cristo, la comunión eclesial y la misión, las virtudes teologales,
especialmente desde el amor, la vida trinitaria; o siguiendo el ritmo de crecimiento de los tres
grados de principiantes, aprovechados y perfectos, etc. No son más que modelos posibles
desde donde enuclear toda la vida espiritual.

A. M. Besnard, después de afirmar que «todo parece indicar que en el catolicismo


contemporáneo están en gestación nuevas formas de espiritualidad», habla de la dificultad de
hacer un esbozo definitivo de la espiritualidad como ciencia. Por eso opta por la pluralidad
de posibilidades.

«En efecto -escribe- quien dice espiritualidad dice síntesis de un conjunto de


datos humanos y evangélicos. La espiritualidad, en el fondo, no es más que la
estructuración de una personalidad adulta en la fe, según su propia inteligencia, su
vocación y sus carismas por un lado, y las leyes del universal misterio cristiano por
otro. Ahora bien, los datos a integrar son tan ricos y variados, y algunos aún tan
fluctuantes, que no se puede prever el resultado de una síntesis, ya que hay varias
síntesis posibles» 56.

A eso mismo se refería el combativo y atento escritor dominico de los años del
Posconcilio Vaticano II, P. Inocencio Colosio:

«No es posible, por lo mismo, delinear la fisonomía de la actual espiritualidad


sin hacernos primero una idea suficientemente clara de la vigente situación teológica;

56
«Tendencias dominantes en la espiritualidad contemporánea»: Concilium 9 (1965) 26-27.
además, será también necesario tener siempre presentes las tendencias psicológicas y
las aspiraciones morales de nuestra época. La espiritualidad es la parte más viva de la
teología y, por consiguiente, la más sujeta a variaciones, desplazamientos de
acentuación. Es la más vinculada al tiempo, y por ello tiene una historia movida y más
compleja que la dogmática y la moral»57.

B) El método en teología espiritual

En el «hacerse» de la teología espiritual y en el proceso de identificación utiliza el


teólogo un método dependiente del uso de unas fuentes.

Existen dos métodos fundamentales: el deductivo y el inductivo. El primero, supuestos


los grandes principios de la teología dogmática, los mismos de la vida sobrenatural: gracia,
dones, virtudes, se aplican al ejercicio concreto del vivir cristiano. Es un método
especulativo, racional, seguido en general por la Escuela dominicana.

El método inductivo, descriptivo, tiene en cuenta la experiencia cualificada de los


místicos, entre ellos Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, San Ignacio de Loyola, etc.,
articulados en los principios dogmáticos, para que no se quede en psicología experimental.
Pero este método no puede olvidar el uso de otras ciencias humanas, como la psicología, la
psicoterapia, la sociología, la historia, etc., reconociendo, al mismo tiempo, que los grandes
místicos a los que se recurre para construir este método son los primeros en dejarse juzgar a
la luz de la teología dogmática. El caso de Santa Teresa de Jesús es sumamente aleccionador.

En conclusión, para no alargar innecesariamente el tema, hoy los autores están de


acuerdo en que de la unión de los dos métodos se consigue el equilibrio necesario y se sugiere
el peligro de utilizar con exclusividad uno u otro. Método integral o mixto es lo que procede
en el desarrollo de la espiritualidad como ciencia del Espíritu58.

Existe hoy un nuevo planteamiento más coherente con las corrientes actuales de la
espiritualidad y el quehacer teológico, aun manteniendo la misma terminología, en el que nos
vamos a detener un poco. El tema no es banal, porque de él dependerá toda la reflexión
teológica sobre la espiritualidad, es decir, su quehacer científico y existencial.

«El problema del método -escribe A. Guerra- se pone en nuestros días de manera
distinta a como aparecía hace unos años ... El lector se dará cuenta en seguida de ello.

57
La espiritualidad hoy. Características positivas y negativas, Barcelona, Elder, 1966, pp. 9-10.
58
Cf. el planteamiento clásico y opiniones en C. García, Corrientes nuevas ..., pp. 122-166.
No obstante, podemos continuar utilizando la terminología de método deductivo e
inductivo».59

El nuevo método deductivo es positivo, no puramente especulativo, en cuanto analiza


el contenido de la Revelación Escritura, Tradición) donde se manifiesta a voluntad de Dios
para el hombre concreto (no para iluminar el dogma, ni para probarlo científicamente),
señalándole un camino coherente con su fe, exigiéndole (no imperativamente, sino
coherentemente) una respuesta. Así, ante el hecho Cristo, Iglesia, Alianza, vida eterna,
Trinidad ..., el hombre responde aceptándolos y viviéndolos. El proceso sería: de la Palabra
a la praxis.

El método inductivo no cuenta sólo con la experiencia de los místicos, aun la


experiencia cualificada, sino también con los «signos de los tiempos», con la historia real del
hombre. Se parte de ella, se analiza, se estudia, se discierne (con la ayuda de todas las ciencias
humanas), para que sea iluminada por Cristo, Palabra revelada. Cristo, los contenidos
evangélicos, en cuanto aceptados en fe, van a ser fermento en la vida del hombre y sus
circunstancias históricas para cambiarlas (estructura, personas). Cristo no crea problemas,
los resuelve, siempre que el hombre opte por Él.

Métodos divergentes son los utilizados en dos documentos del Vaticano II. La Lumen
Gentium usa el método deductivo: desde la Trinidad, el Espíritu Santo, Cristo, la Iglesia,
descendiendo al mundo, al hombre a quien hay que salvar. La Gaudium et Spes, el método
inductivo, partiendo de los «gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres
de nuestro tiempo, sobre todo de los más pobres y de los que sufren» (GS 1). De los «cambios
profundos y acelerados» de este «período nuevo» de la historia del mundo (GS 4). Todo tiene
que ser iluminado «a la luz del Evangelio» (GS 4).

Iluminar cristianamente la praxis del hombre y del mundo: he aquí una función de la
teología espiritual, fundada en la nueva forma de hacer teología. Sería una verdadera
revolución espiritual. Otro tipo de espiritualidad no es aceptable hoy60 60.

C) Fuentes de la teología espiritual

Capítulo amplísimo que vamos a intentar resumir y dar pistas para nuevas
indagaciones. Del uso de un método integral (inductivo-deductivo) se deriva el uso de las
fuentes, iluminando ambos el capítulo del «quehacer» u objeto de la teología espiritual. Del
recurso a ciertas fuentes y del modo de utilizarlas, dependerá el método elegido para hacer
teología espiritual. Así, el que utilice preferentemente el método deductivo dará mucha
importancia a la Escritura, la Tradición y la razón teológica; y el que use el inductivo,

59
«Teología espiritual, una ciencia ...», Teología espiritual, p. 44.
60
Aludido el tema en A. Guerra, l. c., pp. 44-47.
recurrirá a las ciencias humanas, a la experiencia cualificada de los místicos, a la existencia
del pueblo en sus circunstancias socioeconómicas, religiosas y culturales.

Este capítulo de las fuentes ha sido renovado cuantitativa y cualitativamente. Una


nueva espiritualidad está pidiendo un uso más completo de las fuentes. Hay que advertir que
aquí nos referimos sólo a las fuentes de un tratado de teología espiritual, no a las fuentes de
la vida espiritual, mediaciones que trataremos en su lugar oportuno. Ni se corresponden ni
su tratamiento es idéntico. No se trata de utilizar las fuentes como pruebas dogmáticas, loci
theologici en sentido estricto, sino como documentos para estructurar la teología espiritual
como ciencia del Espíritu.

1) La Sagrada Escritura

Al ser la espiritualidad ciencia teológica, la Sda. Escritura es la primera fuente, pero no


es la única, como lo era en la edad media, según veíamos. Hoy la teología espiritual se ha
hecho más compleja que en tiempo de los monjes medievales y por eso la Escritura no
resuelve todos los problemas del hombre, ni siquiera los espirituales. Tampoco la
espiritualidad es, propiamente, una teología bíblica. El teólogo bíblico hace comprensible el
sentido de la palabra de Dios para el hombre teniendo en cuenta las circunstancias en que se
revela. Hace más bien exégesis a la luz de todo el misterio de Dios, de Cristo, de la Iglesia,
de la escatología. Ha escrito E. Schillebeeckx unas palabras, confrontando al teólogo bíblico
con el dogmático, que sirven para el teólogo espiritual:

«El exégeta cristiano y) el teólogo de la biblia, estudian la palabra de Dios tal


como se ha dado en el contexto bíblico propio y ha sido escuchada por el pueblo de
Dios en el A. Testamento y por la Iglesia primitiva ... Por el contrario, el dogmático
(añado, por mi cuenta, también el teólogo espiritual) se inclina sobre la palabra de Dios,
pero tal como se dirige a todos los hombres de todos los tiempos y tal como debe ser
escuchada hic et nunc. Concretamente, la palabra de Dios tal como nos habla a
nosotros, los hombres de hoy»61 .

La teología espiritual es más compleja que la espiritualidad bíblica, si bien la Sda.


Escritura es parte normativa de la vida del homo spiritualis por la riqueza que aporta para la
reflexión y la iluminación de la existencia humana. La temática bíblica utilizada en la teología
espiritual es amplísima, como se verá en el curso del presente manual: Dios uno y trino, el
Espíritu Santo, Jesucristo, la Alianza, el seguimiento de Jesús, el «homo spiritualis», el
quehacer temporal, etc.62.

61
«Biblia y teología», en Revelación y teología, Salamanca, Sígueme, 1968, p. 176. La Escritura como
única fuente en teología bíblica; y fuente principal en teología dogmática, y a fortiori en teología espiritual,
cf. en Herbert Haag, «Teología bíblica», en Misterium salutis, 1/1, Madrid, Cristiandad, 1969, p. 516.
62
Interesantes apreciaciones sobre la lectura de la palabra de Dios y la vida espiritual, en Secundino
Castro, «Vivir y experimentar la palabra de Dios»: Revista de espiritualidad 43 (1984) 549-570.
2) La Tradición y el magisterio eclesiástico

En esa Tradición entran los hombres cualificados del cristianismo que no sólo han
investigado científicamente la Sda. Escritura, sino que la han vivido. Los Santos Padres son
maestros de espiritualidad, no sólo como exégeta s y teólogos, sino como cristianos de
experiencia, como intérpretes y como testigos de la revelación.

Junto a ellos, el magisterio de la Iglesia, voz paralela a los grandes maestros. Los
concilios, sínodos, la voz de los obispos y los mismos teólogos. Estas voces oficiales u
oficiosas corrigen errores y establecen principios de vida espiritual63.

Dentro de esa tradición es importante la liturgia en cuanto la fe de la comunidad


creyente y orante que se expresa en ritos y fórmulas según el axioma de la tradición: lex
orandi, lex credendi.

Gracias a esa tradición vivida, crece el tesoro de la revelación, evoluciona la


comprensión del misterio. La Dei Verbum del Vaticano II determinó las fuentes del
crecimiento del hecho salvífico como de las palabras que lo encarnan. Según ese documento,
el sujeto en quien recae la función de la evolución del dogma es triple: los obispos, receptores
del carisma de la verdad; los teólogos, creyentes que contemplan y estudian madurando las
verdades en su corazón; los simples fieles, que adquieren la plenitud del saber en la
experiencia de las cosas espirituales. La reflexión del teólogo espiritual tiene en cuenta, por
lo tanto, la experiencia de los fieles de la Iglesia sobre las cosas (hechos salvíficos) y sobre
las palabras (la revelación misma)64.

3) La experiencia de la Iglesia

Me refiero, sobre todo, a la experiencia cualificada de los santos, de los místicos. Ellos
son objeto de la teología espiritual y al mismo tiempo fuentes de un tratado. Hoy, cuando se
habla mucho de la «teología narrativa», pueden ser aprovechados estos eximios
representantes de la «fenomenología sobrenatural», sobre todo los que se han radiografiado
en autobiografías (San Agustín, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, Ma. Ángeles
Sorazu, Carlos de Foucauld, etc.). Pero también sirven las Actas de beatificación y
canonización; los mismos relatos hagiográficos de la antigüedad y de la edad media, que no
son libros de historia, pero sí de teología espiritual porque desarrollan una tesis preconcebida

63
Además de las grandes fuentes, se encuentran documentos en M. J. Rouét de Journel, Enchiridion
Patristicum. Loci SS. Patrum, doctorum scriptorum ecclesiasticorum, Friburgi Brisgoviae, Herder, 19297. M.
J. Rouet de Joumel J. Dutilleul, Enchiridion asceticum. Loci SS. Patrum et scriptorum ecclesiasticorum ad
ascesis spectantia, Friburgi Brisgoviae, Herder, 19423. J. de Guibert, Documenta ecclesiastica christianae
perfectionis studium spectantia, Romae, Univ. Gregoriana, 1931. De modo particular, el Concilio Vaticano n
es fuente actualizada de espiritualidad. Cf. mi trabajo: «La espiritualidad en el Concilio Vaticano II.
Bibliografía fundamental»: Revista de Espiritualidad 34 (1975) 229-246.
64
Cf. comentario de T. Álvarez, «Experiencia cristiana y teología espiritual»: Seminarium 26 (1974) 94-
110, especialmente 95-95. Advierte la mala traducción castellana del texto oficial.
del autor y la aplica a los biografiados. La hagiografía y los milagros que acompañan a los
protagonistas pretenden demostrar que Dios sigue actuando en la vida de los hombres su
«historia salutis». Que los santos son «viri Dei», instrumentos en sus manos para obrar las
«mirabilia Dei». Las vidas de los santos antiguos son auténticos tratados de antropología
sobrenatural, de cristología, de pneumatología, de eclesiología, de escatología, de ascética,
etc. Ésta es la clave de lectura de la hagiografía que es utilizable como fuente en la teología
espiritual.

En nuestro tiempo, H. U. von Balthasar publicó una biografía de Santa Teresita del
Niño Jesús, modelo de una «fenomenología sobrenatural», no porque tuviese «fenómenos»
místicos, sino porque su misma vida fue una «existencia teológica», una exégesis de la
revelación, traducción del misterio de Cristo salvador; un lugar donde el teólogo espiritual
puede analizar el misterio objetivo65.

Lamenta que exista fractura entre teología y santidad, y a ello ha colaborado -según él-
el nuevo modo de escribir biografías de santos.

«La hagiografía moderna ha dado, ciertamente, su aportación a esta fractura,


presentando a los santos, su vida y su obra, casi exclusivamente en categorías históricas
y psicológicas, olvidando que tienen también una tarea teológica. Pero esto último
requiere un método distinto: no tanto un desarrollo biográfico-psicológico desde abajo,
cuando una especie de fenomenología sobrenatural, que partiendo desde arriba, estudie
las grandes misiones suscitadas por Dios en la tierra»66.

Dentro de esta categoría de fuente había que incluir también la experiencia del pueblo
de Dios diluido entre los que han sido considerados como «cristianos anónimos»,
terminología propuesta por K. Rahner67 y que no agrada a todos los teólogos por varias
razones. Nada hay en contra desde un punto de vista teológico porque todos han sido
redimidos objetivamente por Cristo, pero sí sociológicamente, porque a nadie que no es
cristiano le gustaría que se lo llamasen (H. Küng); además, es indicio de «un imperialismo
interpretativo ante la derrota real del catolicismo» (Roqueplo)68.

Y hablando del pueblo de Dios, ¿por qué no tener en cuenta la «religiosidad popular»,
lenguaje arcaico y siempre nuevo, voz religiosa de los que sociológicamente no tienen voz,
que «no puede equivocarse cuando cree» según el Vaticano II? (LG 12). El pueblo no se
identifica con el pobre, sino con el hombre que practica una religión elemental, casi mítica y

65
Cf. Teresa de Lisieux, Historia de una misión, Barcelona, Herder, 19642.
66
Sorelle nello Spirito, Milano, 1974, p. 22 (sobre Santa Teresita del Niño Jesús y Sor Isabel de la
Santísima Trinidad). Citado por G. Moioli, «Teología espiritual», en Diccionario teológico interdisciplinar, I,
Salamanca, Sígueme, p. 39.
67
«Los cristianos anónimos», en Escritos de teología, VI, Madrid, 1969, pp. 535-544.
68
Han Küng, Ser cristiano, Madrid, Cristiandad, 19772. Ph. Roqueplo, Experiencia del mundo,
¿experiencia de Dios?, Salamanca, Sígueme, 1969, p. 380.
natural, compatible a veces con una cultura humanística o técnica. Ese pueblo se expresa de
una manera diferente de la religión culta y académica, y es muy significante para el teólogo
espiritual. La religiosidad popular viene a ser una especie de «relato», de autobiografía
colectiva, a veces contra la religión codificada, institucionalizada, menos significativa69.

4) Las ciencias humanas

Demasiadas cosas se pueden entender por esta fuente. Al menos nos referimos a
aquellas ciencias que nos ayudan a comprender al hombre y su mundo. Aquí han variado
mucho los horizontes. Hace años hubo mucho miedo a la psicología, al psicoanálisis como
técnicas del conocimiento de la personalidad. Cuando en los años cuarenta el P. Gabriel de
Santa María Magdalena habló de la índole psicológica de la teología espiritual, además de
teológica, porque debía tener en cuenta al hombre, algunos no lo entendieron y atacaron
duramente la tesis innovadora. Hoy está fuera de duda el apoyo que puede dar la psicología
a la construcción de la personalidad humana. ¿Por qué no aprovechar un buen manual sobre
la personalidad (c. Rogers, Gordon W. Allport, por ejemplo), y comparar los sucesivos pasos
del crecimiento con la maduración religiosa tal como se propone, por ejemplo, en las
Moradas de Santa Teresa o en el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz? Ya sabemos que
la psicología tiene sus límites aplicada a la teología; que la espiritualidad no puede ser una
psicología vuelta a lo divino. Insistiendo en la necesaria ayuda de las ciencias humanas,
habría que recordar la psicopatología para entender los «fenómenos» de la vida mística. No
son más que meras alusiones a unos temas muy amplios. De ello hablaré cuando trate del
«sujeto de la santidad» (cap. IV).

Las mismas ciencias sociales son aliadas de la vida del espíritu y la condicionan. Entre
ellas la sociología, la psicología social, la fenomenología de la religión, la misma economía.
Todo ello sirve para construir una espiritualidad encarnada y realista, que tenga en cuenta las
alegrías y las tristezas de nuestro tiempo70.

6. INGRESO DEL TRATADO DE TEOLOGÍA ESPIRITUAL

EN EL CURRICULUM DE LOS ESTUDIOS ECLESIÁSTICOS

Tiene importancia el tema en cuanto el tratado de teología espiritual, que se fue


abriendo paso entre otras ramas de la ciencia teológica, se reafirma al formar parte de los
estudios eclesiásticos obligatorios en los seminarios y Facultades de teología. Recojamos los
datos fundamentales de ese curioso íter histórico que, leído entre líneas, nos habla de la
identidad, la importancia de esta materia en la formación de los sacerdotes. Tiene también

69
Por citar un autor que ilustra el tema desde esta angulación, cf. Harvey Cox, La seducción del Espíritu.
Uso y abuso de la religión del pueblo, Santander, Sal Terrae, 1979. Original inglés de 1973, y la última obra,
La religión en la ciudad secular. Hacia una teología postmoderna, Santander, Sal Terrae, 1985.
70
Para completar el tema y no alargarlo indebidamente, remito a A. Guerra, «Teología espiritual, una
ciencia no identificada», en Teología espiritual ..., pp. 47-68. Id., Introducción ..., pp. 81-107.
importancia en cuanto la enseñanza recibida por el clero se manifiesta en su vida pesonal y
su trabajo apostólico. Será una información y un juicio crítico.

El primero que especificó los estudios teológico s en los seminarios, para contrarrestar
los efectos del Modernismo, fue el papa Pío X, refiriéndose a los de «Sagrada Escritura, fe y
costumbres, la ciencia de la piedad y de los deberes que llaman ascética»71. Esta simple
recomendación tuvo buena fortuna y pronto se crearon las primeras cátedras de Ascética y
Mística en Roma, en el Angelicum, regentada por el Padre R. Garrigou-Lagrange, dominico
(1917) y en la Universidad Gregoriana, por el P. O. Marchetti, jesuita (1919).

Es el momento del despegue de la espiritualidad bajo esos términos en libros, revistas,


diccionarios, etc. Cuando el papa Benedicto XV se congratuló con el P. Marchetti por la
creación de la cátedra destinada al «estudio científico y práctico de las principales cuestiones
pertenecientes a la perfección cristiana», le dice que no existían tales estudios «en los cursos
ordinarios de teología dogmática y moral»72.

Es interesante recordar, para entender las discusiones a las que aludimos en el curso de
este capítulo, cómo la teología ascética y mística era presentada desde las altas instancias
vaticanas como «complemento de la moral... indispensable para la dirección de las almas»73.

O que «el estudio de la teología moral sea completado y perfeccionado con el estudio
de la teología ascético-mística, para que los sagrados pastores sepan dirigirse a sí mismos y
a las almas que tienen encomendadas y guiarlas a la virtud y a la santidad»74.

Pío XI, con la Constitución Apostólica Deus Scienciarum Dominus (24 mayo 1931),
ordenó que en los seminarios y facultades de teología incluyeran en sus programas de estudio
la ascética y la mística. En las Ordinationes del 12 de junio de la Congregación de Seminarios
para aplicar el documento, se determinaba que la ascética fuese una «disciplina auxiliar
obligatoria»; y la mística, «disciplina especial libre». Por primera vez se tomaba en serio la
espiritualidad como tratado teológico y se le daba importancia en la carrera sacerdotal.
Aunque prejuzgaba las tesis del «problema místico» (unicidad o duplicidad de vías para
llegar a la santidad) y dividía el tratado en dos partes indivisibles, era un paso adelante en
relación con lo hecho con anterioridad. Así transcurrió el tiempo hasta el Concilio Vaticano
II (1962-1965). Hay que recordar todavía en esta etapa prevaticana la fundación del Instituto
de Espiritualidad junto a la Facultad de teología de los PP. carmelitas descalzos de Roma

71
Sacrorum Antistitum, 1 de septiembre de 1910. En AAS, II (1910) 668.
72
2 de enero de 1920. En AAS XII [1920] 29-30.
73
Sda. Congregación de los Seminarios, a los obispos de Italia, 26 abril 1920, sobre Regulación de los
Seminarios.
74
La misma Congregación, carta a los obispos alemanes, 9 octubre 1921. Ambos textos en J. Strus,
«Teología spirituale», en Dizionario Enciclopedico di Spiritualitá III, Roma, Citta Nuova, 1990, p. 2472.
(Teresianum) en 1959, que fue uno de los momentos cumbres de la evolución de la
espiritualidad científica.

El Concilio Vaticano II fue más bien pobre en el uso de las palabras técnicas utilizadas
en las cátedras y en los manuales de espiritualidad. Una sola vez usa el término teología
espiritual (Sacrosanctum Concilium, 16), y poco los términos de ascética, mística, espiritual,
espiritualidad. No la menciona cuando se refiere a los estudios de los futuros sacerdotes, y sí
la teología moral a la que encarga que «deberá mostrar la excelencia de la vocación de los
fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo»
(Optatam Totius, 16). ¿La teología espiritual viene absorbida por la teología moral, de la que
se creía un complemento, como hemos visto? ¿No se prejuzgaba ya un problema debatido?

Esto no significa que el Concilio no siga siendo una fuente perenne de estudios sobre
espiritualidad, tanto en sus textos publicados como en la todavía mina inagotable y apenas
utilizada de las Acta synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani Secundi, ya
publicadas. Los temas de la llamada de Dios a la santidad a todo el pueblo de Dios, una pero
no única; la presencia del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia; el sentido del hombre, de la
Iglesia y del mundo, la vida en Cristo, etc.75.

Quizá por ese olvido de la espiritualidad en el Vaticano II, o porque se buscaban nuevos
caminos para la vida cristiana en un remolino de ideas pocas veces conocido, existió un
oscurecimiento de la teología espiritual especialmente en las Facultades de teología. ¿Qué
había detrás de todo ello? ¿Deseo de unificar la ciencia teológica? ¿No se veía claro qué
encomendar a esa rama que ya parecía suficientemente florecida, pero a la que no se veía
adaptada a las modernas circunstancias? El hecho fue que la asignatura vegetó en los centros
de estudios universitarios del clero. Los Manuales clásicos dejaron de editarse o fueron
readaptándose. La asignatura fue desapareciendo del programa de estudios; los profesores no
sabían cómo organizar la materia, etc. Es cierto que a niveles oficiales se seguía manteniendo,
en la organización de los estudios eclesiásticos que «la doctrina moral se completa con la
teología espiritual» (Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis, del 6 de enero de 1970,
n. 79), una vieja idea oficiosa que prejuzgaba las relaciones entre la moral y la teología
espiritual.

Dada la ambigüedad en que quedaba la asignatura, no es extraño que un crítico como


el P. Álvaro Huerga escribiese poco después:

75
Mero acceso a la bibliografía. D. de Pablo Maroto, «La espiritualidad en el Concilio Vaticano Il,
Bibliografía fundamental»: Revista de Espiritualidad 34 (1975) 229-246. Gerard Holotik, Ansiitze zu einer
zeitgemássen Spiritualitdt nach dem II. Vatikanum, Frankfurt-Bern-New York-Nancy, P. Lang, 1985. Id.,
«Pour une spiritualité catholique selon Vatican Il»: Nouv. Révue Théol. 107 (1985) 838-852. A. Guerra,
«Llamada universal a la santidad en el Vaticano II»: Manresa 60 (1988) 63-82. V. Codina, «De la ascética y
mística a la vida según el Espíritu», en El Vaticano II, veinte años después, Madrid, Cristiandad, 1985, pp.
271-291.
«La constatación del desinterés por este sector de la teología es un signo o
síntoma. Otras manifestaciones no menos agrias pueden hacerse examinando, por otro
lado, cómo en las Facultades de teología se diluye el saber teológico antiguo y se
infiltran, en compensación, aluviones ideológicos nuevos; por otro lado, y a ello aludí
más arriba, la teología espiritual va quedando relegada a la condición de "disciplina
opcional", por la que en realidad optan pocos, atraídos por la solicitud de temas
"actuales", que se simultanean a la misma hora»76.

Seguimos adelante. En el documento de la Sda. Congregación para la educación


católica, La formación teológica de los candidatos al sacerdocio, del 22 de febrero de 1976,
se habla de la teología espiritual como de una «materia auxiliar», igual que la doctrina social
de la Iglesia, la teología ecuménica, la misionología, el arte sacro (n. 114. Cf. n. 133), que
forman parte de la «teología pastoral» (n. 7); pero recordando, al mismo tiempo, que la
teología dogmática, la Escritura, la moral tuviesen en cuenta que la espiritualidad es «una
dimensión interna de la teología» (n. 73, cf. 83 y 100). Era casi volver a la Deus Scientiarum
Dominus de Pío XI y rebajar demasiado a la teología espiritual como tratado teológico.

La Sapientia. Christiana, de Juan Pablo II (15 de abril de 1979), que reorganiza los
estudios eclesiásticos, no hace referencia alguna a la teología espiritual; pero sí en las Normae
applicativae de la misma Constitución Apostólica al enumerar entre las disciplinas
«obligatorias» del primer ciclo (el institucional) la «teología moral y espiritual» (n. 51, 1.0
b). Y para el segundo ciclo se mencionan los «estudios de espiritualidad» como posible área
de especialización en las Facultades de teología (Apéndice II, n. 26). De hecho hoy existen
esos estudios de espiritualidad en algunas Facultades.

Después se han sucedido otros documentos que añaden poco o nada a lo establecido
hasta ese momento. Por ejemplo, no se dice nada de modo explícito en el Código de derecho
canónigo (1983) cuando habla de la formación teológica de los seminaristas. Ni en la Ratio
fundamentalis institutionis sacerdotalis, de la Congregación para educación católica, del 15
de marzo de 1985, el último documento de ese género.

Poco después, por lo que se refiere a España, la Conferencia Episcopal Española,


publicó el documento La formación para el ministerio presbiteral (1986) en el que se
programaba el curso institucional en seis años dividido en «áreas» (filosofía, teología
fundamental, Sda. Escritura, teología sistemática, teología pastoral). La teología espiritual
forma parte de «área de teología sistemática», sección «praxis cristiana» (las otras dos partes

76
«El método en teología espiritual»: Seminarium 26 (1974) 246. Todo el artículo, pp. 231-249.
Precisamente la publicación de este fascículo de la Revista, oficiosa, se debió «a la constatación de una cierta
ausencia de la teología espiritual en los programas de los estudios teológicos, y, consiguientemente, una
carencia en la carrera de la formación teológica y espiritual del sacerdote» («Introducción», p. 3). Una razón
que explica la carencia es la falta de identidad de la teología espiritual como ciencia (ib., pp. 3-4). Eso mismo
-por cambiar de Continente- se constató en la «Primera Semana Latinoamericana de Teología», celebrada en
Punta Tralca (Chile) del 15 al 19 de octubre de 1984. Cf. en la revista colombiana Vida Espiritual, nn. 79-80
(enero-junio 1985) 1-138, especialmente, pp. 3, 6, 7-12.
son dogmático-sistemática e historia de la Iglesia). En la «praxis» cristiana se incluyen la
teología moral fundamental, teología moral de la persona, teología moral social y derecho
canónico. Me parece un óptimo encuadre en la totalidad de los estudios eclesiásticos. Por fin
la teología espiritual forma parte de la teología sistemática, no como una especie de apéndice
de la moral.

La teología espiritual, según los obispos españoles, abarca lo siguiente: «Historia de la


espiritualidad. Figuras señeras, clásicos españoles. Etapas de la vida espiritual. El
discernimiento espiritual. Sentido pascual de la vida cristiana. Teología de la vocación y su
discernimiento. Oración litúrgica y personal. Espiritualidad del presbítero diocesano secular»
(cf. n. 34).

Faltan, por supuesto, temas muy importantes, al menos según el esquema del manual
que estamos diseñando. Y tiene en cuenta sólo al «presbítero diocesano secular». Después
dedica un largo apartado a la «formación espiritual» del seminarista, como una «dimensión»
de la formación integral del mismo (nn. 60-90); pero eso no pertenece a la formación
académica.

Como preparación del sínodo de los obispos de 1990 se publicó el texto La formación
de los sacerdotes en la situación actual. «Lineamenta» para la reflexión ante el Sínodo de
los obispos de 1990, en el que se insiste en los «cuatro aspectos de la formación sacerdotal:
la formación espiritual, que es el centro unificador de toda la preparación al ministerio
presbiteral, la formación doctrinal, la formación en una disciplina de vida y la formación
específicamente pastoral» (n. 2 5). Como se puede apreciar, tampoco aquí esa formación
espiritual integradora tiene carácter académico, aunque sea mucho decir que es «centro
unificador».

Finalmente, el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, de la


Congregación para el clero (1994) se refiere a la identidad del presbítero, la espiritualidad
sacerdotal, y la formación permanente; pero es un documento formativo, no normativo.

7. DEFINIENDO LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL

Sólo al final del capítulo podemos ofrecer una definición de la teología espiritual, que
tiene que ser, por necesidad, descriptiva, como admiten algunos los teólogos espirituales por
la complejidad temática y su misma ambigüedad. Por otra parte, la definición que cada uno
da está en relación con el objeto de la teología espiritual, las fuentes y el método utilizado.
No voy a repetir las definiciones que se han dado en los últimos años, pero sí recordar algunas
en su esencia.
Para el P. De Guibert, es la ciencia teológica que «estudia la naturaleza de la perfección
cristiana y los medios para conseguiría»77.

El P. Gabriel de Santa María Magdalena dice que es el «Tratado teológico que estudia
el desarrollo de la vida sobrenatural de la gracia dentro de las características psicológicas del
sujeto»78.

El P. A. Royo Marín destaca el estudio del «organismo de la vida sobrenatural», su


progreso y desarrollo, fundado en «los principios de la Revelación y en las experiencias de
los santos»79.

Para F. Ruiz Salvador, la teología espiritual estudia «la realización del misterio de
Cristo en la vida del cristiano y de la Iglesia, que se desarrolla bajo la acción del Espíritu
Santo y la colaboración humana, hasta llegar a la santidad», sirviéndose para ello de la
Revelación y «la experiencia cualificada»80.

Charles A. Bernard ve en el estudio de la «experiencia espiritual cristiana», la


descripción de su desarrollo progresivo dando a conocer sus estructuras y sus leyes, el
objetivo de la espiritualidad como ciencia81.

Después de este recorrido por las definiciones, retengo como más acertado el decir que
la teología espiritual es

El tratado teológico, que, fundado en todas las fuentes de la Revelación, la


Escritura y la Tradición, el magisterio oficial de la Iglesia y la experiencia del
pueblo de Dios, analiza la vida del «hombre espiritual», es decir, el misterio de
Dios en el misterio del hombre, comunicado por el Espíritu de Cristo muerto y
resucitado hasta la plena configuración con él, en orden a la restauración del
mundo.

Esta «descripción» de la teología espiritual como ciencia, tiene que sernos ya diáfana
por todo lo explicado hasta aquí. Para mejor comprensión de la misma explícito algunos de
sus contenidos.

77
Lecciones de teología espiritual, Madrid, Razón y Fe, 1953, p. 29.
78
En F. Ruiz, Caminos del Espíritu, Madrid, EDE, 19782, p. 34.
79
Teología de la perfección cristiana, Madrid, BAC, 19886, p. 35.
80
Caminos del Espíritu, p. 33.
81
Teología espiritual, p. 74. Se podía seguir trayendo a colación más definiciones. Desde una óptica
clásica, cf. el estudio de Isidoro de San José, «Hacia una definición científica adecuada de la ciencia
espiritual»: Revista de Espiritualidad 13 (1954) 329-354.
A) «Tratado teológico»

Pertenece a la teología una, como una rama al tronco. Por eso tiene que ser una
reflexión cristiana desde la fe en Dios como actitud existencial que busca su
autocomprensión. Esta reflexión es sistemática y multicom-prensiva de todos los datos de la
revelación, especialmente de Dios y de su Alianza con el hombre y de la situación del hombre
histórico. Dios es el agente y el hombre el receptor; por eso, sin Dios no hay vida espiritual
y sin reflexión sobre el misterio de Dios no hay «teología» espiritual. Los objetos material y
formal definirán las fronteras y el quehacer de esta rama de la ciencia teológica.

B) «Las fuentes de la Revelación»

Son los «lugares teológicos» en los que se epifaniza Dios y en los que deja algún
vestigio de su ser. Pero interesan en la medida en que ayudan a entender la construcción de
una personalidad cristiana adulta. Se trata de la revelación sobrenatural contenida sobre todo
en la Escritura y la Tradición, como ya explicábamos; pero también de la revelación «natural»
con su vestigio de verdad divina de las grandes religiones, sistemas filosóficos y praxis
liberadoras del hombre oprimido, como el islam, el budismo, el comunismo, el psicoanálisis,
etc. Lo mismo digamos de la sacramentalidad del universo en esa revelación que podemos
llamar criptocristiana; y de la experiencia de todos los hombres, la sucesión de los hechos de
la historia de la Iglesia y de la humanidad. Esa «experiencia» del hombre y del cristiano
asociado en las diversas Iglesias, lo mismo que la reflexión del teólogo y las propuestas del
magisterio oficial son lugares privilegiados desde donde hacer un tratado de teología
espiritual.

C) «El hombre espiritual»

El objeto formal del tratado de teología espiritual es la «vida espiritual» del hombre
que, por ella, se hace «hombre espiritual». Es el hombre querido por Dios según consta en la
Revelación y realizado de hecho en los espirituales santos. Es el hombre ideal en el que se
encarna el misterio de Dios de modo ontológico no sólo psicológico (la teología espiritual
difiere de un tratado sobre la personalidad). El hombre tiene conciencia, «experiencia», de
acceder existencialmente a un misterio objetivo y transcendente. El hecho de la experiencia
es un dato fundante de la vida espiritual de un cristiano santo y lo es en el análisis científico
del dato en un tratado de teología espiritual. La reflexión teológica sobre el dato revelado y
sobre la experiencia cualificada de los cristianos está indicando que la teología dogmática y
espiritual caminan no como alternativa una de otra, sino como complementarias. La teología
espiritual trasvasa a la dogmática las nociones de experiencia espiritual, hombre espiritual,
porque en ellos se encarna el misterio de Dios. «¿Qué es la experiencia trinitaria fuera de las
experiencias concretas? ¿Y la conformación a Cristo fuera de su realización en la historia?»82.

82
Ch. A. Bernard, en A. Guerra, Teología espiritual ..., p. 72.
Este «hombre espiritual» se configura desde la asunción del «misterio» de Dios que,
en relación con el hombre, no es otro que la configuración con Cristo muerto y resucitado.
El «misterio de Dios» se especifica desde sus raíces: es proyecto de Dios Padre, por Cristo,
mediante el Espíritu, en un despliegue de las dimensiones de Dios. Cuando el misterio de
Dios entra en el misterio del hombre, lo plenifica salvándolo en sus raíces profundas, no sólo
su personalidad periférica. Un teólogo no puede excluir otras salvaciones intramundanas,
sino integrarlas.

La teología espiritual ofrece un proceso de salvación que abarca no sólo lo interior del
hombre, sino su quehacer; asume al hombre «encarnado» en una geografía (salvación
universal), en un tiempo (pasado y presente) y acomodada a las condiciones subjetivas del
hombre y sociológicas.

D) «En orden a la restauración del mundo»

Es la meta intramundana del «hombre espiritual», paralela a otros intentos de


construcción de la historia: teología de la esperanza (J. Moltmann); proyecto esperanza (R.
Garaudy); lucha de clases (K. Marx); progreso indefinido de la ciencia y la tecnología. El
proyecto cristiano es «instaurare omnia in Christo» (Ef 1, 10). Él es el origen del universo,
según San Pablo, el Punto Omega, según Theilhard de Chardin y del Vaticano II (GS 45).

Al concluir estas reflexiones, nos podemos preguntar si la teología espiritual sigue


siendo una «ciencia no identificada», como lo hacía Augusto Guerra el año 1980. Así
escribía: «La teología espiritual es una de las ramas teológicas más indiferenciadas, no
sabiendo a ciencia cierta lo que encierra. Quizá sin culpa de nadie, o quizá un poco por culpa
de todos. Pero lo cierto es el hecho»83.

Una afirmación tan cruda no dejó de causar extrañeza, pero o no se le dio importancia
alguna porque era repetir que la espiritualidad es una ciencia de contenido ambiguo; o hubo
rechazos porque, de hecho, dejaba a la teología espiritual sin objeto propio de análisis, sin
esquema científico, abandonada a la interioridad piadosa de los espirituales84.

Soy del parecer que la espiritualidad está suficientemente identificada como tratado
teológico, si bien el objeto material y formal es muy amplio y da lugar a muchos esquemas
posibles, a interminables debates, como ya indicábamos con anterioridad. El hombre, como
realidad sociológica y psicológica, por ejemplo, está suficientemente identificado, aunque
continúa siendo «un desconocido» (Alexis Carrel), una incógnita. En realidad, todas ciencias
están suficientemente acotadas, pero siempre abiertas a nuevas perspectivas, a insospechados
horizontes. Se podría decir que están, al mismo tiempo, identificadas y no suficientemente

83
Cf. Teología espiritual ..., p. 9. Después, en el año 1994, se convirtió en «una ciencia no suficientemente
identificada». Introducción, p. 13.
84
Cf. A. Huerga, «El carácter científico ...», pp. 41-42.
identificadas. Eso mismo se puede decir también de cualquier rama de la teología, fundada
en principios absolutos, pero que evolucionan con el tiempo.

Estas breves alusiones a un fenómeno cambiante y ambiguo, de muchas posibilidades


de tratamiento, no invalidan el hecho de que la teología espiritual pueda ser definida, o al
menos descrita de tal manera que el lector de una teología espiritual o un practicante de la
espiritualidad sepa a qué nos estamos refiriendo. La lectura de los textos sistemáticos de
espiritualidad y de las experiencias vivas de los espirituales, sobre todo de los místicos
experimentales; el encuentro con los espirituales «normales» de la calle; la propia experiencia
religiosa cuando adquiere un cierto nivel de profundidad, no sólo cultural sino vivencial; todo
coadyuva a definir eso que entendemos por espiritualidad o teología espiritual.

CAPÍTULO III

LA SANTIDAD COMO META DE LA VIDA ESPIRITUAL

BIBLIOGRAFÍA

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Nuova, 1984.

En este capítulo se decide lo fundamental de la espiritualidad como vida (experiencia


religiosa) y como tratado teológico: la perfección cristiana o la santidad, meta del camino al
que nos referimos al comienzo de estas páginas.

Al hablar teológicamente de la santidad, hacemos comprensible desde la fe el misterio


de Dios en el misterio del hombre. Si al teólogo dogmático moderno le preocupa no sólo el
Dios-en sí, sino el Dios-para-el-hombre y Dios-en-el-mundo, con mucha más razón al
teólogo espiritual que analiza la estructura de una personalidad cristiana adulta, el «hombre
espiritual», «creatura nueva» en Cris: lo y su Espíritu, que se auto transciende con el don que
Dios le ofrece en el Verbo Encarnado. Volvemos a una idea inicial: desde esta afirmación se
entiende cómo los tratados teológicos están vinculados a la teología espiritual porque viene
a ser la culminación de todos ellos, la pirámide del saber teológico. En la vida de un cristiano
santo se resuelve el carácter existencial de la teología y se epifaniza el orden sobrenatural del
que habla la dogmática al tratar de Dios Uno y Trino, de Cristo Redentor, de la gracia y las
virtudes teologales, la Iglesia y los sacramentos, etc.

Analizaremos algunos aspectos de la santidad cristiana, entendida no en su aspecto


abstracto, sino concreto: el hombre santo, es decir, el hombre que realiza su camino de
transcendencia bajo la fuerza interior del Espíritu Santo. Para evitar la excesiva
conceptualización de una realidad vital como es la santidad o perfección, algunos,
especialmente los místicos hablan de «unión» del alma con Di, «unión transformante»,
ejercicio heroico de virtudes, etc. El Concilio Vaticano II asume la terminología de «unión»
con Cristo, con Dios, con la Trinidad, sin excluir otros conceptos, como perfección de la
caridad (LG 5).

Para comprender mejor esta doble nomenclatura, escojo al azar dos autores cuyas
preferencias son distintas. Santo Tomás de Aquino abunda en el concepto de perfección y
desarrolla el camino cristiano desde la maduración del amor a Dios y al prójimo. Partiendo
del principio metafísico de que «un ser se dice perfecto cuando consigue su último fin propio»
(II-II, q. 184, a. 1); suponiendo que el fin último del hombre es Dios y que el amor-caridad
es la virtud que une al hombre directamente con él, saca la consecuencia de que la perfección
del hombre consiste en el ejercicio de la caridad, y que el grado de perfección se mide por el
aumento de la misma. De ahí que los que recorren el camino cristiano están en un triple
estadio: principiantes, proficientes y perfectos, según se aproximen a la perfección de la
caridad. La teología clásica -que sigue a Santo Tomás- vinculó la caridad teologal gracia
santificante que es la forma sustancial de la santidad.
El amor-caridad une y transforma en el ser amado. Por eso perfección cristiana no se
puede entender sin una aceptación plena del querer de Dios por parte del hombre. En última
instancia la caridad se resuelve en la unión de voluntades. No creo que sea necesario seguir
la argumentación bíblica, de tradición y de razón que daban los manualistas escolásticos para
defender esa tesis clásica en teología espiritual1.

San Juan de la Cruz, por el contrario, insiste más en la categoría de la unión del alma
con Dios como realización concreta de la perfección del cristiano. Le parece más sugeridor
el término, más existencial, con menor carga de filosofía y mayor cercanía a la Escritura y
Tradición. El término santidad apenas tiene cabida en su vocabulario (lo usa seis contadas
veces). Es rico el de perfección, pero mucho más abundante el de unión como equivalente de
perfección, término, sin duda, preferente.

«Toda la doctrina que entiendo tratar en esta Subida del Monte Carmelo está
incluida en las siguientes canciones, y en ellas se contiene el modo de subir hasta la
cumbre del Monte, que es el alto estado de perfección, que aquí llamamos unión del
alma con Dios» (Subida del Monte Carmelo, Argumento).

«Antes de que entremos en la declaración de estas canciones (de la Noche


oscura), conviene saber aquí que el alma las dice estando ya en la perfección que es la
unión de amor con Dios» («Prólogo»).

1. HISTORIA DE LA SANTIDAD

Antes de exponer la teología de la santidad, veamos las «variaciones» que ha tenido a


través de la historia. Al ser la santidad no sólo la meta, sino el componente base de la
espiritualidad, el recorrido cronológico que vamos a hacer explicará la polisemia y la
ambigüedad de la misma y, por otra parte, nos acercará a la experiencia fundamental de los
espirituales. En ellos la teoría se hace praxis; el «camino» de la perfección es una vereda ya
andada en el sentido de que no hay camino, sino caminantes. Por otra parte, el camino
historizado explicita el crecimiento objetivo de unos principios y la andadura subjetiva que
los va creando. La histona enseña que la «vida en el Espíritu» es rica en posibilidades
personales y comunitarias.

Una última observación antes de tejer los hilos de la historia. Las «variaciones» de la
santidad a través de los siglos muestra, mejor que otras elucubraciones teóricas, la
ambigüedad del concepto de espiritualidad que ya hemos advertido anteriormente y que da
lugar a la variedad de esquemas en los manuales de teología espiritual y a las diferentes
experiencias de los «espirituales». Demuestra, de hecho, una riqueza que es la fuerza del

1
Pueden consultarse dos de los más importantes de esa línea. A. Royo Marín, Teología de la perfección
cristiana, Madrid, BAC, 19886 (Parte II, cap. 2, nn. 1-2, pp. 187-202. Y A. Tanquerey, Compendio de
teología ascética y mística, París-Tournai-Roma, Desclée, 1960, nn. 295-320.
Espíritu de Dios, que no se atiene a normas. Pero también tales variaciones obedecen a otros
condicionantes psicológicos y socioculturales de los sujetos que las encarnan dando ocasión
a las escuelas de espirituales afiliadas a un carisma del Espíritu Santo, es decir, donaciones
personales al servicio de la Iglesia y de la humanidad.

¿Cuál ha sido, pues, la tipología de la santidad en las distintas épocas históricas?

A) El «camino» cristiano en las comunidades apostólicas (siglo I),

Centro de la experiencia religiosa de las comunidades primitivas, según los textos del
N. Testamento, es el acontecimiento pascual: Jesús ha muerto porque era hombre, pero el
Espíritu del Padre lo ha resucitado para nuestra salvación. El Resucitado es «El Señor», el
Cristos-kyrios salvador del pecado por su muerte en la cruz. Se puede decir que lo que
especifica a aquellas nacientes comunidades desde el punto de vista de la experiencia
religiosa y espiritual es un cristocentrismo total. Jesús, predicador de Dios Padre
misericordioso, se transforma en Jesús predicado como Dios. El paso a la comunidad (Iglesia)
se da mediante la fe subjetiva del hombre que acepta unos contenidos básicos y elementales,
pasando por la recepción del bautismo y la celebración de la Palabra y la Eucaristía. Dos
formulaciones y respuestas del creyente son posibles: el «seguimiento» de Jesús (Sinópticos),
y la «imitación» (Pablo). La dimensión trinitaria y la fuerte tensión escatológica se viven
también desde la experiencia centrada en Cristo. La vida comunitaria sentida como
compartición de la creencia y de bienes temporales completan el cuadro original2.

B) Comunidades posapostólicas (siglos II-III)

Las dimensiones cristológica y escatológica continúan; pero aparecen dos expresiones


nuevas del ideal cristiano que tanto éxito iban a tener en toda la historia de la espiritualidad.
En primer lugar, el martirio. Los «mártires» son los primeros «santos» cristianos. En las
Actas de los mártires de Lyón (año 177) se hace ya diferencia entre el mártir y el confesor,
mártir de segunda categoría porque no ha testificado la fe con el derramamiento de sangre,
sino sólo de palabra sufriendo tormentos por causa de la fe. A estos «santos» la comunidad
local, con permiso del obispo (Iglesia del comienzo de siglo m), les da culto en sentido formal
en las celebraciones litúrgicas, como lo testifican las actas de la Pasión de Perpetua y
compañeros (África, 203). Se pasa de una mera memoria de los difuntos, que hacían los
habitantes del Imperio romano, a una memoria cualificada: el santo es modelo e intercesor
ante Dios por su vida santa, por sus reliquias conservadas en los altares de las nuevas
basílicas.

En el siglo IV la noción y estructuración del culto a los mártires y confesores cambia


con la edificación de las grandes basílicas dedicadas a su nombre. La idea de la intercesión

2
Bibliografía elemental: J. Helewa V. Pasquetto (cf. en bibliografía). J. Lebreton, Lumen Christi. La
doctrine spirituelle du Nouveau Testameru, Paris, Beauchesne, 1947. V. Pasquetto (cf. bibliografía). Los
volúmenes dedicados al tema en las Historias de la Espiritualidad citadas en la Bibliografía general.
del santo ante Dios, de origen ancestral, aflora en el primer cristianismo y sigue vigente en
nuestros días. El cuerpo del santo, sus restos o reliquias, son considerados como un talismán
del que brota una virtus especial protectora de los creyentes y de las cosas inanimadas. De
ahí nacerán comportamientos bien conocidos: el deseo de enterrarse junto a sus reliquias (las
iglesias se convierten en cementerios) para asegurarse su protección en la otra vida; elegir a
los santos como patronos y protectores de los pueblos y las ciudades, costumbre favorecida
por la religiosidad popular tan abundante en la Iglesia primitiva y en la edad media. El
carácter sagrado que adquieren los cuerpos muertos de los santos para el pueblo cristiano
constituyó una auténtica revolución social y religiosa, sobre todo después del siglo IV cuando
el cristianismo se va imponiendo como religión de estado y que ahora no podemos más que
recordar.

En las Iglesias de tradición oriental un especialista del tema ha descrito hasta 12 «tipos
de santos»; en todos ellos resplandece el «hombre de Dios», habitado por el Espíritu Santo
que transparenta a Dios. Entre ellos sobresalen los «mártires», muertos por causa de la fe, ya
conocidos en lo que llevamos dicho. Junto a ellos, los «Strastoterpsi», o sea, los muertos
violentamente por alguna causa, o que soportan algún sufrimiento como «baño de
purificación que lava al alma de todo pecado y de toda mancha, si el alma no pone obstáculo».
Aquí entrarían los muertos «por causa de la justicia», que puede tener tanta aplicación en
muchas circunstancias actuales3.

Otro modelo de santidad de este período es el de las vírgenes que consagran su


«virginidad» a Cristo. Esa motivación religiosa es el constitutivo formal de la virginidad
como ejercicio de santidad cristiana. San Agustín resume la verdadera espiritualidad de la
virginidad: «No las alabamos por ser vírgenes, sino por ser vírgenes consagradas a Dios con
piadosa continencia» (De sancta virginitate 2). La Iglesia oficial, a través de los mejores
pensadores del momento, tuvo que defender, por una parte, la dignidad de la virginidad; y,
por otra, rechazar las opiniones que vertían los herejes sobre la indignidad del matrimonio4.

C) La alta edad media (siglos V-XII).

La primera edad media es tiempo de confusión: liquidación del Imperio romano y el


lento período de las invasiones. Pero es también el tiempo de la Gran Iglesia, de sus grandes
Padres y escritores. Se configura la separación de los «estados de vida» con diferentes
obligaciones de ser santos (Eusebio de Cesarea, Casiano, Pseudo-Dionisio Areopagita). El
supremo ideal en este inicial período de paz y libertad para la Iglesia en el siglo IV es la
virginidad y paralelamente la abstinencia sexual fuera y aun dentro del matrimonio. Poco a
poco las vírgenes adquieren el primer puesto en la estima del pueblo y en la gradación de la

3
Cf. alguna idea en Jean Charles Picard, «Saints»: DSp. 14, 203-208. Y T. Spidlík, ib., pp. 199-202.
4
Cf. Daniel de Pablo Maroto, Comunidades cristianas primitivas, pp. 157-221. E Historia de la
espiritualidad cristiana, pp. 27-65.
santidad cristiana según los escritores del momento, aplicando los frutos de la parábola del
sembrador (100, 60, 30) a las vírgenes, célibes en el matrimonio y viudas respectivamente.

A partir del siglo IV nace el monacato bajo la forma de eremitismo que se transforma
con el tiempo en cenobitismo. En esa masa social y eclesial surgirán los nuevos modelos de
santos, promotores de la vida ascética, pluriforme, pintoresca y hasta inhumana. Monjes
ascetas, miembros del clero especialmente obispos, serán los nuevos modelos de santidad.
Nace la figura del «Padre del yermo», cristiano santo porque controla los bajos instintos de
la carne, sometiendo el cuerpo a inauditas penitencias; huye del mundo (fuga mundi) sin
llegar a odiarlo; lucha contra el demonio en su propio hábitat que es el desierto y consigue la
apazeia (quietud) mediante la oración del corazón. Esa es la esencia de la llamada
«espiritualidad del desierto». De entre todas las Vitae Patrum que se escribieron entonces y
que reflejan esa forma de vida, ninguna más significativa y de mayor transcendencia que la
Vita Anthonii, de San Atanasio. En él, según el autor, actúa la gracia divina para vencer al
demonio en su propio territorio, hacer milagros durante la vida y después de la muerte.

Otras obras, entre biográficas y hagiográficas, dibujarán otro modelo de santos: los
obispos. Así, por ejemplo, Paulino de Nola escribe la vida de San Ambrosio y Posidio la de
San Agustín. En Venancio Fortunato, Gregario de Tours, Gregario Magno y otros muchos se
encuentran materiales abundantísimas para tejer ese género híbrido entre la teología y la
historia que es la hagiografía5.

Toda la alta edad media es monástica; por eso en ese ámbito se encuentran los modelos
de santidad para la Iglesia. La antigua tradición de Basilio y Casi ano es condensada por San
Benito de Nursia († 547) en su Regla en la que organiza la vida del monje desde la doble
dimensión del «ora et labora». Da primacía a la oración coral y contemplativa, con un fuerte
sentido eclesial y misionero y es alimentada por la «lectio divina»; una espiritualidad
teocéntrica, cristocéntrica y transcendentalista (tensión escatológica). Éste es el nuevo
«modelo» de santidad que se propone a los cristianos. Serán los nuevos «santos» para los
pueblos de Europa que comienzan a ser evangelizados: los obispos y los monjes. Dicho sea
de paso que de esos ambientes sabios y santos han nacido las grandes síntesis de
espiritualidad: San Agustín, Gregario de Nisa, Casiano, Evagrio Póntico, Diadoco de Foticé,
Basilio de Cesarea, Máximo el Confesor, Benito de Nursia, Gregario Magno, etc.

Al final de este período (siglos IX en adelante), curiosamente, aparece un nuevo modelo


de santidad, además de los precedentes: los nobles, especialmente los reyes, idea
posiblemente fundada en la antigua idea bíblica de que la persona del rey es sagrada porque
ungido y coronado por la Iglesia (especialmente desde la coronación de Carlo Magno el año
800). Pero no solamente los reyes, sino los príncipes, las princesas, las duquesas, etc. Son
laicos, pero cualificados. De ahí que los hagiógrafos medievales atribuirán origen noble a sus

5
Amplísimo y esencial estudio el de Réginald Grégoire, Manuale di agiologia, Fabriano, Monastero San
Silvestro Abate, 1987.
biografiados aunque les constase su origen plebeyo. Ése es al menos el prototipo de los santos
canonizados.

«La creencia de que un noble tenía más posibilidad de llegar a la santidad que un
labriego o un burgués (comerciante) está inviscerado en las creencias, comunes a los
dominadores como a los dominados; de que un desarrollo moral y espiritual
difícilmente pueden desarrollarse fuera de un linaje ilustre. De ahí la estrecha unión
que existe en esta época entre el hecho, que llegará a ser un lugar común en la
hagiografía, entre la santidad, el ejercicio del poder y la nobleza de sangre»6.

Al final del período (siglo XII e inicios del XIII) una convulsión espiritual sacude
Europa: el monacato reformado, que seguirá privilegiando a los nuevos monjes, junto con
los nobles, y llenando el calendario cristiano con nuevos santos canonizados. La «vida
angélica» sigue siendo representada por los monjes por su seguimiento de Cristo casto, pobre,
obediente, trabajador y contemplativo. Surgen así movimientos de pobreza absoluta, de
eremitismo riguroso: cluniacenses, cistercienses, cartujos, camaldulenses, valumbrosianos,
carmelitas, ermitaños de San Agustín, y otros muchos, especialmente en Francia e Italia.

Pero junto a ellos, en una sociedad burguesa naciente, aparecen también los
mendicantes, que crean otro modelo de santo en el «seguimiento desnudo de Cristo
desnudo», fórmula que inspira a los predicadores itinerantes de los siglos XII y XIII,
dedicándose al mismo tiempo a las obras de caridad.

«Era, en efecto, vivir en el despojo y la ascesis, consagrándose al servicio de los


pobres y los leprosos, rehabilitar las prostitutas ... Es precisamente el nuevo modelo de
santidad apostólica, fundado sobre el ideal de la sequela Christi que la Iglesia romana
se esfuerza por promover en el siglo XIII, como lo demuestran las canonizaciones de
Francisco de Asís (1228) y de Domingo de Guzmán (1233)»7.

Sin embargo, a pesar de la tendencia de la Iglesia oficial por imponer sus modelos de
santidad (obispos, monjes, nobles laicos), el pueblo parece elegir otros más cercanos como
son los que han dado ejemplo de seguimiento de Cristo en la renuncia a los bienes, la
penitencia y el servicio al prójimo. La popularidad de Francisco de Asís se debe a esa
condición de «poverello» de Cristo.

6
A. Vauchez, «Saints»: DSp. 14 (1990) 213 Y 217. Cf. la monumental historia dirigida por varios autores,
desde los orígenes hasta nuestros días: Histoire de saints et de la sainteté chrétienne, 10 vols., Paris, Hachette,
1986-1988. Y A. Vauchez, La sainteté en Occident aux derniers siédes du Moyen Age d' aprés les procés de
canonization et les documents hagiographiques, Rome, École francaise de Rome, 1981. Id., Les laics au
Moyen Age. Pratiques el expériences religieuses, Paris, Cerf, 1987. P. Delooz, Sociologie el canonizalions,
La Haye, 1969.
7
A. Vauchez, ib., p. 217.
Este pueblo, que elige a sus santos como protectores, intercesores, más que como
«modelos» de santidad, sigue una religiosidad simbiotizada de paganismo, de religión
ancestral y cristianismo, que podemos englobar en la llamada «religiosidad popular».
Ignorante de la religión cristiana por falta de evangelización (se suprime el catecumenado),
se aleja de las grandes fuentes de la espiritualidad: la Palabra de Dios, la liturgia y el sentido
de Iglesia, comunidad-comunión. Todo eso es para el pueblo un gigantesco jeroglífico y por
eso crea su propia espiritualidad, alternativa y paralela a la oficial. Crecen las «devociones»
a los santos y a María (reliquias, santuarios, imágenes), que son mediaciones subsidiarias al
oscurecerse lo «humano» (Humanidad mediadora) de Cristo. El retorno a la Humanidad de
Cristo se vivirá en tiempo de San Bernardo y los mendicantes, especialmente San Francisco
de Asís. Vive también la dimensión trágica del pecado y del castigo, de la penitencia adjunta
a él, según los famosos Libros penitenciales de los monjes escoto-irlandeses. Se da, de hecho,
un retorno a la mentalidad del Antiguo Testamento.

Pero, al mismo tiempo, se inserta en los grandes ideales religiosos vividos por los
mendicantes: la mística de la acción (cruzadas, órdenes de caballería) y las peregrinaciones
(Roma, Jerusalén, Santiago). Todo ello está enraizado en el sentimiento utópico de la vuelta
a los orígenes, al seguimiento de Cristo, la vida fraterna, etc. La Regla carmelitana,
inicialmente escrita para caballeros cruzados de Tierra Santa, propone a los religiosos vivir
«in obsequio Jesu Christi», es decir, comportarse con Cristo como un siervo en relación con
su señor feudal8.

D) La baja edad media (siglos XIII-XV)

Un cambio substancial se opera en la última parte de la edad media, que corresponde


más bien al siglo XIV, siendo el XIII un puente de transición y enlace. En la gran crisis social
y eclesial, y al margen de la Iglesia institución, aunque no contra ella, surge la mística. El
modelo de santidad es el místico, que busca la santidad en la unión transformante en Dios en
el interior del alma. La mística nupcial, de vieja raigambre bíblica, comentad; por los grandes
místicos de la antigüedad cristiana como Orígenes y Gregorio de Nisa, se pone de moda
impulsada por los grandes escritores y predicadores flamencos y alemanes extendiéndose
después a la cristiandad monástica, religiosa y laica. Entre esa multitud anónima de laicos
algunas mujeres son «modelos» de santidad: Margarita de Cortona († 1297), Clara de
Montefalco († 1308), Ángela de Foligno († 1309), Brígida de Suecia († 1373) Y Catalina de
Sena († 1380).

Ese modelo de santidad exige el «desasimiento», o sea, el vaciamiento kenótico de


propio ser en una pobreza radical: experiencia de la propia nada creatural para que Dios sea
el Todo (Eckhart); purificación que es una verdadera «noche» del espíritu (Tauler). Los
grandes místicos alemanes, Juan Eckart, Juan Tauler y Enrique Suso hablan del nacimiento

8
Bibliografía especializada sobre la religiosidad medieval: A. Vauchez, La spiritualité du moyen áge
occidental (VIII-XII siécles), Paris, 1975. Trad. española, Madrid, Cátedra, 1985. Oronzo Giordano,
Religiosidad popular en la alta edad media, Madrid, Gredos, 1983. F. Cardini, Magia, brujería y superstición
en el occidente medieval, Barcelona, Península, 1982.
de Dios en el fondo del alma, del castillo interior. Estos modelos de santidad se completan
con el ejercicio caritativo del cuidado de los pobres, creación de hospitales, etc.

Simultáneamente, un grupo de autores, que inicia el movimiento conocido en la historia


de la espiritualidad como la «Devotio moderna», propone otro modelo de santidad haciendo
«metódicamente» todos los actos de piedad: examen de conciencia, adquisición de las
virtudes, control de los vicios, oración mental, etc. El ideal es la «Imitación de Cristo», su
seguimiento moralizado, la devoción a su Humanidad. Por supuesto es un tipo de santo que
huye del mundo, que vive la interioridad, no exageradamente ascético, menos preocupado de
las realidades sociales.

Por otra parte, el pueblo vive en la dimensión macabra y trágica de la existencia


despreciando el mundo y sus vanidades porque todo es efímero; la muerte se siente siempre
al acecho, cercana en todo momento, pero no amiga. El miedo y el terror a los males
temporales, a la muerte, a la condenación, atenazan al «espiritual» en los estertores de la edad
media, acrecidos por la creencia en brujas, demonios y espíritus malignos actuante s en la
vida cotidiana de las personas. El sentimiento de culpa se agudiza ante las catástrofes sociales
y personales que el pueblo interpreta como castigos divinos respondiendo con la
autopunición pública (procesiones de flagelantes)9 .

E) El humanismo renacentista (siglo XVI)

En esta época aparecen dos modelos nuevos de santos en el horizonte de la


espiritualidad. Por una parte, los reformadores humanistas proponen el ideal cristiano en la
Philosophia Christi, un cristianismo interior culto para el «caballero cristiano» de Erasmo.
El nuevo cristiano vive la religión purificada de ritos y ceremonias exteriores, ora en la
intimidad practicando la oración mental más que la vocal. Si pertenece a alguna escuela
espiritual particular, como es la corriente reformadora de las antiguas órdenes religiosas, es
normal que prevalezca una rigurosa ascesis de descalcez, ayunos y abstinencias, largas horas
de oración vocal y mental, soledad y silencio, control de los sentidos, pobreza absoluta, etc.
San Pedro de Alcántara (†1562) puede ser un ejemplar entre otros muchos. Especialmente
entre los laicos santos predomina el ejercicio de las virtudes «humanas», naturales,
purificadas por la virtud sobrenatural. Tomás Moro († 1535) es un modelo cualificado de esa
nueva generación de humanistas santos.

Otra galería de santos del Renacimiento aparece en los grandes místicos, herederos de
la tradición medieval que profundizan en una santidad interiorizada a la búsqueda de la unión
transformante en el matrimonio espiritual y a la consumación en el amor. Los análisis
psicológicos de los estados de conciencia a la luz de la mística contemplación son de una

9
Cf. D. de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 71-204. J. Ch. Picard A. Vauchez,
«Saints»: Dsp. 14 (1990), 203-222, con bibliografía. Jean Delumeau, Le peché et la peur. La culpibilization
en Occident (XIII-XVII siécles ), Paris, Fayard, 1983. Johan Huizinga, El otoño de la edad media, Madrid,
Revista de Occidente, 1967.
admirable precisión psicoanalítica. Pero su experiencia religiosa y espiritual va mucho más
allá que esos estados de conciencia y conectan con la realidad objetiva y transcendente de la
revelación, sobre todo Dios en su misterio trinitario. Cumbre de la mística cristiana son dos
figuras de esa época: Santa Teresa de Jesús († 1582) y San Juan de la Cruz († 1591); sin
olvidamos de otra figura excepcional como es Ignacio de Loyola († 1556).

En el siglo XVI no es solamente tiempo de humanistas y de místicos sino también de


evangelizadores, misioneros y defensores de los derechos humanos. El descubrimiento,
colonización y evangelización de América; los viajes al extremo Oriente abrieron nuevas
rutas al dinamismo de la Iglesia, como si la necesidad de «obras» de la que hablaban los
grandes místicos experimentales, al compás de los teólogos de Trento, tuviese una
comprobación en la acción de algunos próceres predicadores y misioneros dedicados también
al ejercicio caritativo de servir al prójimo enfermo. En este campo los ejemplos abundan:
Francisco Javier, Juan de Dios, Juan de Ribera, Santo Toribio de Mogrovejo, etc.

F) Tiempo del barroco (siglo XVII)

Es la época de la exaltación, del triunfalismo de la Iglesia católica en plena


«Contrarreforma». En este siglo son exaltados a la gloria de la beatificación y canonización,
y por lo mismo propuestos como «modelos» de santidad «oficial», algunos de los grandes
santos del si lo XVI con la connotación ya explicada: fundadores o reformadores de órdenes
religiosas o de la Iglesia, predicadores, misionero, dedicados a obras de caridad, místicos
contemplativos, etc. Todo tiene una lectura subliminal: la defensa apologética de la Iglesia
católica contra las Iglesias reformadas10.

Pero el siglo XVII ofrece también ejemplares propios que se adaptan a las necesidades
del momento. Aunque siguen sobreviviendo los místicos de segunda categoría, los tiempos
son propicios para los santos activos: San Vicente de Paúl († 1660), San José de Calasanz (†
1648), San Camilo de Lelis († 1614), etc.

La piedad que se sugiere con esos «modelos» es evidente, como hemos explicado. Pero
el pueblo lo asume de manera muy concreta. Su vida religiosa se tiñe de talante ascético, lo
mismo que la «acción» de impulso misionero y ejercicio de virtudes, especialmente de la
caridad. Renace el gusto por el maravillosismo medieval. Para alimentar esa piedad se
escriben las biografías de los grandes santos del siglo anterior en las que abundan las
narraciones de milagros en vida, en la muerte y después de la muerte, a veces con evidente
manipulación del personaje11.

10
Cf. R. Darricau B. Peyrous, «Saints»: Dsp. 14 (1990) 222-223.
11
Ejemplo de ese modelo «barroco» de un personaje histórico como es Santa Teresa, cf. T. Egido, «El
tratamiento historiográfico de Santa Teresa de Jesús. Inercias y revisiones», en AA.VV., Perfil histórico de
Santa Teresa, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1981, pp. 13-31.
El «rigor» de la vida ascética y la piedad cristiana, junto a una visión pesimista del
hombre tiene una exaltación heterodoxa en el Jansenismo practicado por las monjas
cistercienses de Port-Royal. Para ellos el «santo» es el que no condesciende con la naturaleza,
sino que la somete a penitencia corporal, porque lo contrario es dejarse llevar "por la
«delectación terrestre» claro signo de predestinación al infierno. Renace entre esos grupos el
temor reverencial a Dios que no es Padre misericordioso, sino juez de los pecados humanos.
De ahí, la necesidad de la contrición de corazón, no sólo de atrición ara la validez del
sacramento de la penitencia. Nacido en su origen como movimiento de reforma contra el
laxismo moral del momento y las interminables disputas teológicas sobre la gracia, los frutos
no fueron satisfactorios para la identidad de la espiritualidad cristiana. Figura eminente de
esta corriente es el gran científico y místico Blas Pascal († 1662).

De mayor eficacia, más centrada en el evangelio, es el llamado «Humanismo devoto»


en el que se combina el rigor de los jansenistas, sin sus estridencias, y la suavidad del
humanismo cristiano. Prototipo de esta nueva tendencia barroca, es el santo obispo de
Ginebra, San Francisco de Sales († 1662).

Finalmente, tenemos que recordar la gran «Escuela francesa» de espiritualidad, toda


centrada en una experiencia cristológica honda. Tomando como .lo al mejor representante y
más original de esa corriente, el cardenal de Berulle († 1629), el «santo» sería aquel que vive
en absoluta dependencia os como creatura y como creatura redimida; es decir, que acepta el
hecho de la creación por Dios Padre y la redención por Dios Hijo. A partir de ahí, el ano
santo debe someterse al mismo «anonadamiento» de la Humanidad de asumida por el Verbo.
La Humanidad de Jesús, sin consistencia propia, kenotizada en la Encarnación, es pura
capacidad receptiva de la divinidad. Así el cristiano asume esa situación en su vida
adhiriéndose a los «estados» de Jesús sigue realizándose en el tiempo. Uno de los principales
es el de la «adora, y a ella se adhiere el que quiere «seguir» a Jesús. Ésta es la base del despojo
del cristiano, su noche activa. Las noches pasivas son inducidas Dios como suma y última
purificación.

G) La ilustración y la revolución (siglo XVIII)

El «siglo de las luces» es pobre en modelos de santidad, pero son los «ilustrados» los
que corrigen el superávit de barroquismo y medievalismo de modelos tradicionales, los que
reconducen la piedad a unos límites racionales. Los Bolandistas belgas (jesuitas) con su
monumental obra Acta sanctorum abrieron el camino a una revisión crítica de la vida de los
santos. Próspero Lambertini, arzobispo de Bolonia, después papa Benedicto XIV, en su obra
De beatificatione servorum Dei et de beatorum canonizatione, 4 vols., Bolonia, 1734-1738,
recopila todo el saber canónico y pone las bases para la «modelización» de los santos futuros
insistiendo en la noción de «virtudes heroicas».

Las dos figuras de santos escritores más representativos de la época de la ilustración


son eclécticos, populares y con pocos vuelos místicos. San Alfonso de Ligorio († 1787) es el
gran moralista del momento, no un «espiritual» y San Pablo de la Cruz († 1775), que sí es
místico de fuertes vuelos cristocéntricos asimilando en su vida la pasión del Salvador
transformándola en redentora como la del Crucificado Jesús.

H) La restauración (siglo XIX)

Es un período pobre, política y socialmente convulsionado. La Iglesia no ha sabido


reaccionar ante las ideas nuevas sembradas en la Ilustración y la Revolución francesa. Sigue
anclada en el pasado más que en el presente y el futuro. Después de la «Revolución», en
Europa encaja bien la «restauración» de las ideas del Antiguo Régimen que la Iglesia acepta
como signo de estabilidad y de poder religioso fundado en el político.

Para «modelizar» y caracterizar al cristiano santo se vive un cristocentrismo devocional


(Sdo. Corazón de Jesús, adoración al SSmo., apariciones marianas, auge de la devoción a los
santos, al Papa y a la Santa Sede en un constante y creciente movimiento «ultramontano»).
Sólo al finar del siglo habrá cuajado, en las elites más que en el pueblo, el movimiento
litúrgico, bíblico y patrístico.

Admirablemente crecen en este siglo las congregaciones, especialmente las femeninas,


dedicadas a las obras de caridad. Lo cual supone que el «modelo» de santidad no está en las
clausuras, sino en medio del mundo, atendiendo aros enfermos, a los pobres-y ancianos, a
los ignorantes. Es la gran revolución del siglo: la caridad, que da la pauta para los nuevos
modelos de santidad. Para entender esa «novedad» del Espíritu, piénsese que en el siglo XVII
no se concebía una orden religiosa femenina que no fuese de clausura. Pioneros fueron Mary
Ward († 1645), quien tuvo que sufrir las inclemencias e incomprensiones de la Santa Sede
disolviendo la congregación fundada y encarcelando a la fundadora. Lo mismo cabría decir
de San Francisco de Sales, fundador de las monjas de la Visitación, que él las quería
servidoras de pobres y enfermos y que fueron reducidas a la clausura para que, en ella,
atendieran a la enseñanza de niñas en los internados. De las 1.139 congregaciones de mujeres
fundadas, según un cálculo aproximado, en el siglo X1X, muy pocas son de clausura: Trento
quedaba lejos y se imponían las nuevas necesidades de la sociedad12.

Al final del siglo XIX resplandece un «omen novum», una nueva estrella, la nueva
profecía que anuncia una jovencísima carmelita francesa, Santa Teresita del Niño Jesús (†
1897), quien no sólo puso de manifiesto la fecundidad de la vida contemplativa siendo en la
vida de la Iglesia el corazón; sino que se presentó como «modelo» de santa de las «manos
vacías», en una «dinámica de fa confianza» que hacía superar el rigorismo ascético y el drama
religioso del miedo al pecado y a la condenación predicado por el Jansenismo del siglo XVII
y que perduraba larvadamente en la predicación y la catequesis. Camino de «infancia
espiritual», con cierta cobertura romántica e infantil, pero lleno de madurez y de coraje. Esa
espiritualidad, que forja un nuevo modelo de santidad, pone de manifiesto la dimensión

12
Cf. J. Álvarez Gómez, Historia de la vida religiosa III, Madrid, Publicaciones Claretianas, 1990, pp.
434 y ss. y 530. D. de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 285-309.
gratuita de la gracia en la santificación del cristiano, que ha olvidado un larvado pelagianismo
eclesial del tiempo de la Contrarreforma.

I) La época moderna (siglo xx)

El siglo xx se abre con un largo camino por recorrer. Uno de los movimientos más
perspicaces, si bien no en todo coincidentes con el dogma, al menos así fue resumido en las
esferas vaticanas con su condenación, fue el Modernismo. El nombre ya es sintomático. Pues
bien, uno de sus autores creó un «modelo» de santidad con el curioso y sintomático título de
El Santo (A. Fogazzaro), cuyo protagonista se mueve entre el amor y la crítica a la Iglesia, y
la búsqueda de la experiencia religiosa.

La primera mitad del siglo xx se mueve más en la órbita tradicional del siglo XIX. La
segunda mitad tiene un epicentro verdaderamente revolucionar] en el Concilio Vaticano II
(1965), que puso las bases de la nueva teología y la nueva espiritualidad. El nuevo tipo de
santo canonizado todavía no ha aparecido si por ello entendemos los santos oficializados.
Pero sí existen en la realidad de la historia. El santo del presente y del futuro no podrá
prescindir de ciertas líneas de fuerza en la vida: una espiritualidad fundada en la vida en el
Espíritu, en el cristocentrismo y la vida trinitaria; que tenga en cuenta el valor de los bienes
temporales y mundanos, superando los dualismos neoplatónicos y maniqueos de la
antigüedad, incluyendo en ellos los problemas ecológicos; que esté interesado por el hombre,
especialmente por el más pobre, practicando la caridad y la justicia; es decir, que se abra a la
dimensión del «otro» humano, paralelamente a la apertura a Dios. Finalmente, la dimensión
eclesial pasa por la vivencia de la comunidad de fe cercana13.

A la hora de concluir este repaso al escenario histórico, podemos condensar las


constantes y las variantes del «camino» cristiano.

Algunas son constantes esenciales y hacen relación a una vida en el Espíritu, y un


cristocentrismo radical, vividos con mayor intensidad en la Iglesia preconstantiniana. Esa
experiencia es la que fundamenta la aceptación del martirio, la consagración virginal, las
celebraciones comunitarias de la Eucaristía, el servicio caritativo de los obispos, de los
monjes y de los nobles, la dimensión misionera de las iglesias, la búsqueda de la voluntad de
Dios en la «lectio divina» y la oración personal y comunitaria, la existencia de un «padre
espiritual» entre los monjes, etc.

La devoción a María y a los santos, con todas sus expresiones, ha sido también una
constante en la historia de la espiritualidad, aunque se puede considerar secundaria. Ha sido
el pueblo creyente de todas las épocas, no sólo el inculto, el que ha alimentado esa devoción,

13
Síntesis de estas líneas se encuentran en D. de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, pp.
346-388.
a veces en alarmante contraste con las realidades esenciales que fueron olvidadas. La
espiritualidad «popular» es uno de los más ricos capítulos de la historia de la espiritualidad.

Me estoy refiriendo a la vivencia espiritual de las élites cristianas, no al pueblo, y


entendiendo la evolución histórica en sentido muy general, pero la regla tiene excepciones,
que serían algunas ligeras variantes.

Por ejemplo, en la alta edad media se oscurece la mediación de la Humanidad de Cristo


para surgir en los siglos XII y XIII al compás del camino de Tierra Santa en tiempo de las
cruzadas, la predicación y los escritos de San Bernardo y de los mendicantes, especialmente
la obra personal de San Francisco de Asís. Pero la devoción a Cristo, bajo una u otra
denominación (Cristo Buen Pastor, Pantokrátor, paciente y crucificado, Eucaristía, Sdo.
Corazón) ha sido una constante en la espiritualidad cristiana, como no podía ser menos.

Los aspectos pneumatológicos y trinitarios no siempre han tenido toda la relevancia


que -merecían. El Padre ha estado presente de muchas maneras. Después de la centralidad
que adquiere en la predicación de Jesús, se diluye en el cristocentrismo paulino y de las
primeras comunidades. La misericordia del Padre, exaltada por Jesús en su predicación,
queda oscurecida por la mentalidad del A. Testamento que se impone en la alta edad media
y se cambia en un Dios juez punitivo. Sólo en la baja edad media, en las altísimas
especulaciones de los místicos alemanes, Dios Padre, la Trinidad, son objeto de experiencia.

La espiritualidad eclesial debería haber sido una constante en la historia, pero no ha


sido así. Las comunidades primitivas tuvieron conciencia de ser Iglesia por el reducido
número y la integración de sus miembros en tomo a la celebración eucarística y la memoria
de sus mártires. Cuando adviene la gran Iglesia del siglo IV, los pueblos bárbaros la
identifican con el poder político establecido, con una institución en lugar de una comunidad
de fe. Esa idea de distanciamiento de la poderosa institución aumentará con los siglos después
de Carlo Magno (siglo IX) y con diversas alternancias llega al siglo XIX cuando se inicia
una tenue esperanza de Iglesia vivida como misterio y comunión. Pero es solamente después
del Vaticano II, con la vuelta a las fuentes (Escritura, Iglesia, liturgia), cuando se puede hablar
de una espiritualidad verdaderamente «eclesial» .

Las variaciones afectan a un sinfín de elementos de la vida espiritual, como las


devociones, su número y su calidad; la vida ascética y sus formas; el mayor o menor aprecio
de la mística y sus manifestaciones fenoménicas; las relaciones con el mundo; el uso de las
mediaciones, etc.

Al concluir este soporte histórico, queda por exponer la síntesis teológica de la


santidad, que lo hacemos en el número siguiente.
2. CARACTERIZACIÓN TEOLÓGICA DE LA SANTIDAD

La historia, con sus constantes y variantes, nos ha mostrado, más que demostrado, que
existe una santidad de hecho, vivida y aceptada por la Iglesia magisterial y por el pueblo.

Ahora damos un paso adelante en la investigación del concepto fundamental de la vida


espiritual: la «teología de la santidad». El tema es amplísimo e involucra otros conceptos
dogmáticos, como Cristo salvador, la gracia, la Iglesia en la que el hombre se santifica, los
sacramentos como instrumentos de la gracia. Y también las mediaciones de santificación de
los que habla la tradición espiritual, las tareas que debe realizar el hombre santo en el mundo,
etc. Por todo ello, hacemos una selección temática que creemos toca el fondo teológico del
problema dejando para otros capítulos algunos de los temas aquí mencionados.

A) Dios, «El Santo», nos santifica

La santidad cristiana que el hombre santo posee como realidad ontológica es


comunicada por Dios y se entiende teológicamente sólo desde la santidad de Dios «El Santo».
Lo «santo» se dice del hombre por referencia a lo divino, al Dios Yahvé, como él mismo se
ha autorevelado, y de Jesucristo salvador.

1) Revelación en el A. Testamento

En el A. Testamento la santidad aparece como una propiedad eminente de Dios que


define su propia esencia. Dios se ha revelado como «El Santo», el único santo entre todos los
dioses de los países limítrofes. «Yo soy Yahvé, vuestro Dios; santificaos y sed santos, porque
yo soy santo» (Lev 11,44. Lo mismo en 15, 45; 20, 7 Y 19, 2). Por eso no deben contaminarse
los creyentes comiendo animales impuros. En virtud de esa santidad de Yahvé, el libro
sagrado exige a los israelitas ser santos, como lo atestiguan las prescripciones morales del
capítulo 19 del Levítico. Y todo lo que tiene alguna cercanía a Dios, personas o cosas, es
santo: sacerdotes, templo, lugares, especialmente Jerusalén, el arca, la misma guerra hecha
para defender los derechos del Dios verdadero, los ungidos por los sacerdotes como son los
reyes, etc.

Yahvé es el modelo y la causa de la santidad humano-cristiana. Por eso tiene que ser el
primer punto de referencia. Sin tratar de la santidad de Dios no podemos entender la santidad
del hombre.

El pueblo de Israel, según la Sda. Escritura, ha tenido una percepción de lo sacro, de lo


santo, como algo distinto del mundo natural que le rodea; idea de lo tremendo y numinoso,
más allá de las realidades visibles, que aplica a lo absolutamente Otro, a Yahvé, «El
Existente», «El Santo», «El Santo de Israel». Ese nombre de Dios, el tetragrama YHWH, no
puede ser pronunciado porque es el misterio; su rostro no puede ser visto porque el hombre
moriría. Detrás de estas concepciones sacrales, míticas y simbólicas, el pueblo y sobre todo
los grandes líderes religiosos y sociales, como son Moisés, los reyes y los profetas intuyen a
veces un esplendor epifánico que deja ver algo del misterio de Dios. Fundamental en la
tradición bíblica de Israel es que Yahvé es el único Dios verdadero, que se elige a un pueblo
para que luche contra los falsos dioses del entorno; que lo guía hasta la plenitud Cristo. Éste
es el marco en el que se inserta la revelación de la santidad de Dios, de Dios como «El Santo».

Concluyendo, se puede afirmar que santo y Dios son términos equivalentes. Explicando
el concepto en el A. Testamento escribe Procksch:

«El concepto de santidad se confunde con el de divinidad y el santo nombre de


Yahvé viene contrapuesto a todo ser creado ... la santidad de Dios llega a ser, por lo
tanto, expresión de su perfección esencial y sobrenatural»14.

«No cabe preguntarse -escribe también Congar- por qué Dios es Santo y por qué
motivo, por referencia a qué otro concepto, se podría explicar que Dios deba ser
llamado Santo. No hay razón alguna: la santidad es su propio orden de existencia, su
misterio. Decir "Dios" es decir, equivalentemente, "santo"»15.

Una de las más plenas percepciones de la santidad de Dios y de la indignidad humana


ante él es la que tiene el profeta Isaías (6, 2-3) viendo a Yahvé sentado en su trono rodeado
de serafines en pie con seis alas, con las que se cubrían la cara, el sexo (los pies) y con otras
dos aleteaban, al tiempo que repetían uno al otro: «Santo, santo, santo, Yahvé Sebaot; llena
está toda la tierra de su gloria». En esa experiencia de la grandeza de Dios y del propio
sentimiento de culpa y lejanía se funda Isaías para proclamar a Yahvé «El Santo de Israel»
(1,4; 5,1 9-24; 10, 17-20, etc.).

También Oseas proclama la santidad de Dios como algo propio de Yahvé que no tiene
comparación con la santidad del hombre o del mundo: «No volveré a destruir a Efraín, porque
yo soy Dios, no hombre; en medio de ti yo soy El Santo, y no me gusta destruir» (11, 9). Dios
como absolutamente Otro se revela aquí como misericordia, propia de Dios no del hombre.
Santidad y amor en Dios se identifican. «Idea ésta -comenta Procksch- que no tiene punto de
referencia en el A. Testamento ni antes ni después de Óseas»16.

En conclusión, hablar de la «santidad» de Dios es referirse a su plenitud absoluta. Se


puede afirmar que su ser se confunde con los transcendentales de la filosofía: ens, verun,
bonum, pulchrum, pero superándolos, porque es lo absolutamente transcendente, lo
plenamente completo y su santidad pertenece a otro orden de cosas. No es problema moral o
ético o filosófico, sino teológico. Cuando hablamos de la santidad referido a personas o cosas,

14
L. c. en bibliografía, 243. Cf. 248. Cf. también J. Guillet, ib., pp. 185-190.
15
I. Congar, «La Iglesia santa», en Mysterium salutis, IV/l, Madrid, Cristiandad, 1973, p.473.
16
L. c., p. 248. Cf. Bibliografía.
lo hacemos en sentido analógico, siendo Dios el summum analogatum del que toma nombre
toda santidad. Hablar de la santidad de las criaturas, del hombre y del mundo, es ambiguo y
equívoco. Y la aplicación a Dios del concepto de santidad no está deducido de la criaturas
como un universal, sino al revés: Él es la norma normante. En este sentido habla la Escritura
de la santidad de las criaturas por su cercanía y receptividad de la santidad de Dios tres veces
santo.

2) La revelación en el N. Testamento

¿Qué sucede en el N. Testamento?

Referido a Dios Padre:

«En el N. Testamento, la santidad de Dios (Padre), aunque sólo de pasada, es


afirmada explícitamente, se la presupone constantemente. Se completa en Jesucristo,
en cuanto es el agios tou Qeou (el Santo de Dios) y en el (peuµa agios) (el Espíritu
Santo)».

Cristo aparece como santo (agios), aunque raramente es afirmado explícitamente; más
frecuentemente como obra del Espíritu Santo, lo cual indica su propia santidad. Lucas explica
la santidad de Cristo por su origen milagroso en cuanto es el Espíritu Santo quien cubre a
María con su sombra para un nacimiento virginal (sobrenatural), y por eso, el nacido será el
«Hijo de Dios» (uioz tou Qeou), indicativo de su origen. En el bautismo Jesús recibe el
Espíritu Santo (Lc 3, 22). Como «Santo de Dios» (agioz tou Qeou) es reconocido por los
mismos demonios (Lc 3, 34). Jesús inicia la época «pneumática» como final del reino de esas
potencias del mal. Esto quiere decir que Jesús lleva en sí mismo el Espíritu, que su misión se
desarrolla bajo la fuerza del Espíritu Santo, y después de la muerte será resucitado por el
mismo Espíritu.

El Espíritu también es llamado Santo, para diferenciado de otros «espíritus cósmicos».


El Espíritu Santo es el origen de Jesús (Lc 1, 35); está presente en su bautismo (Mt 3, 11).
Jesús bautiza en el Espíritu Santo (en pneuµati agio) (He 1, 5), aludiendo a la efusión del
Espíritu sobre los apóstoles. Con el bautismo, Jesús comienza la edad del Espíritu Santo, que
aparece en forma de paloma (Mt 3, 13), que preanuncia, como la paloma de Noé, la nueva
etapa de la historia (Gn 8, 8 ss.). Pedro aprovecha el dato para unirlo con el bautismo del
cristiano (1 Pt 3, 19 ss.). La Iglesia, según los hechos, es la comunidad dirigida por el Espíritu
Santo17.

17
Cf. exposición detallada en O. Procksch, l. e., pp. 271, 275-278.
Los autores del N. Testamento hacen la transferencia a la comunidad cristiana: Dios,
que es santo en su realidad trinitaria, comunica la santidad a los hombres (personas) y a la
comunidad (Iglesia), que devienen, por lo mismo, santos.

Después de un análisis exhaustivo de los textos del N. Testamento que hablan de la


santidad de los individuos y de la comunidad, concluye Procksch que la Ecclesia posee un
tronco (Israel), pero también otros miembros injertados en el tronco (los paganos). Cristo es
la raíz de todos, la «santidad» de todos y en él existe un sólo pueblo. Pablo se refiere a los
cristianos llamándolos «santos» (oi agioz) refiriéndose tanto a los provenientes del antiguo
Israel (comunidad de Jerusalén) como de la gentilidad (sus propias comunidades). Todos
forman un solo cuerpo, el de Cristo, que es la Iglesia. Y concluye:

«Los cristianos no son, por lo tanto, agioi por naturaleza, sino por la llamada de
Dios. Deben el privilegio de ser miembros de la comunidad a la llamada de la gracia
divina en Cristo (Fl 1, 1)».

Esa llamada se hace respuesta en el bautismo. Por eso se puede decir también que «la
moralidad cristiana no aparece (en la Escritura) como un nuevo modo de obrar, sino sobre
todo como un muevo modo de ser, cuya mejor definición es la de santidad (agiasµoz),
distinta de la justicia (dicaosunh)»18.

Los miembros de la Iglesia son «santos» porque consideran a Jesús corno su Señor.

«Con toda seguridad, esto no representa una sentencia ética, sino que hay que
entenderla en paralelismo con expresiones tales como "llamados" (Rm 1,7); 1Cr 1,2; 2
Cr 1,1), "elegidos" (Rm 8,33); Col 3,12) y "creyentes" (Col 1,2). El apelativo muestra
que de lo que se trata es de la orientación por el Espíritu Santo ... ».

«Por tanto, la santidad significa aquí, en todas partes, la pertenencia a Dios, que
se expresa, en primer lugar, no en el culto, sino en que los cristianos son "llevados" por
el Espíritu Santo (Rm 8, 14)»19.

En consecuencia, la «santidad» del cristiano en la Biblia es una condición radicalmente


nueva del «elegido» por Dios en Cristo; una transformación ontológica en virtud de la cual
la vida del cristiano será una «hostia viva» y santa, agradable a dios (Rm 12,1; 15,16). En
este contexto ontológico, no ético o moral, hay que interpretar lo que dice el N. Testamento

18
O. Procksch, 1. c., pp. 287 y 291.
19
H. Seebass, «Santo», en Diccionario teológico del Nuevo Testamento, IV, Salamanca, Sígueme, 1984,
p. 153. Todo el tema, pp. 150-161.
cuando describe la santidad o condición del redimido como una «nueva creación» (2 Cr 5,17),
«regeneración» (Tit 3,5), «vida nueva» (Rm 5,4), «nuevo nacimiento» (Jn 1,13), etc.

B) Dimensión trinitaria de la santidad

Dios, que es «El Santo», santifica al hombre, siendo por ello causa eficiente y formal
de la misma. Vamos a ver ahora cómo el N. Testamento, la Tradición, los místicos, el
magisterio de los teólogos explican la dimensión trinitaria del cristiano que se hace santo.
El misterio trinitario es el primero de todos; pues bien, Dios, al santificar al hombre, lo eleva
a la participación de su propio misterio. No se trata de repetir las tesis dogmáticas sobre la
Trinidad, sino de resaltar cómo un cristiano «vive» el misterio de Dios trino, y viviéndolo se
santifica.

No obstante la rica experiencia trinitaria de los místicos de todos los tiempos, como
luego veremos, Rahner, ya antes del Concilio Vaticano II, llamó la atención sobre el déficit
trinitario de la vida cristiana, aun reconociendo los esfuerzos de algunos teólogos modernos.

«Pero todo esto no podrá ocultamos que los cristianos, a pesar de su profesión
ortodoxa de la Trinidad, son en la realización de su existencia religiosa casi
exclusivamente "monoteístas". Podríamos atrevemos a afirmar que si hubiese que
desechar por falsa la doctrina trinitaria, la mayor parte de la bibliografía religiosa podría
permanecer casi tal como está».

Concluye Rahner su estudio diciendo que, no obstante todo:

«la Trinidad es un misterio de salvación, por lo cual todos los tratados deberían tener
en cuenta este protomisterio que es la Trinidad»20.

Estas palabras de Rahner sobre la Trinidad como «misterio de salvación» son altamente
significativas en un tratado de teología espiritual, porque en él se trata de resaltar el carácter
dinámico, existencial de la teología: comprobar cómo el misterio de Dios se realiza en el
frágil misterio del hombre y lo hace santo. De poco serviría hacer teología de la Trinidad sin
gozar de la misma.

20
K. Rahner, «Advertencias sobre el tratado dogmático "De Trinitate"», en Escritos de teología, IV,
Madrid, Taurus, 1961, pp. 107, 117. Todo el tema, en pp. 105-136.
1) Fundamento escriturístico

El núcleo fundamental de la vida cristiana ha sido propuesto en la Escritura mediante


la categoría de «comunión», relación de personas a niveles ontológicos: Dios que se da como
amor en el Hijo; y como luz-fortaleza en el Espíritu Santo.

a) El A. Testamento

Aunque el desarrollo de ese núcleo de una antropología teológica es propio del N.


Testamento, ya está alumbrado en el Antiguo con otras categorías de parecida significación,
concretizadas en dos fuertes experiencias de Israel: la presencia de Dios en el pueblo; y la
función del Espíritu en el desarrollo de esa experiencia.

La primera se expresa en las sucesivas teofanías recibidas por los personajes clave en
su historia: Abrahán, Moisés, Elías. Presencia especial también en los líderes del pueblo:
Moisés, Josué, los jueces, los reyes y los profetas. Yahvé aparece revelando su nombre en la
Alianza, en la manifestación de su «Gloria», etc. La experiencia de la presencia de Yahvé se
hace conciencia en el pueblo y se expresa en el gozo o el mero deseo del encuentro.

«En conclusión, la presencia de Dios es mucho más que un vínculo o signo


externo de la pertenencia al pueblo de la Alianza ... es, por tanto, la realización de una
verdadera comunión»21.

La segunda indica una misteriosa actividad divina en el mundo y en el pueblo con «tres
categorías de efectos: carismáticos, morales y mesiánicos». Carismáticos, en los dirigentes
de Israel guiados por el espíritu de Dios; morales, porque actúa la conversión; y mesiánicos,
porque las profecías miran al futuro Mesías»22.

b) El N. Testamento

En el N. Testamento,

«la inhabitación se puede considerar bajo dos aspectos unidos estrechamente entre sí,
pero con matices diversos. El aspecto que podría llamarse "estático", o sea, de unión
amistosa, de la fruición por conocimiento y amor. Y el "dinámico", o sea, la presencia
que actúa la santificación. Se puede decir que el primero es el fin y el fruto del segundo,

21
R. Moretti, «Inabitazione», l. c., p. 1281. Cf. Bibliografía.
22
lb., pp. 1282-1283.
en cuanto las personas divinas realizan en nosotros la santificación para introducimos
en la comunión de amistad y en la participación de su vida»23.

- La teología paulina

Es sobre todo en la teología paulina donde aparece la función santificante de la


Trinidad que habita en el hombre. Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) realiza la «salvación»
del hombre, o sea, su «santificación». En una larga secuencia de «bendiciones» divinas,
centradas en la función salvífica de Cristo, aparece la obra santificadora de la Trinidad:

«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido
con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo ... eligiéndonos de
antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo ... en él tenemos por
medio de su sangre la redención ... En él también vosotros ... fuisteis sellados con el
Espíritu santo de la promesa» (Ef 1, 3.5.13).

La «filiación» de los creyentes en el Hijo por el Espíritu Santo (filii in Filio) es una
fórmula feliz para explicar la comunión con la Trinidad. O también cuando se afirma la
función santificadora del Espíritu Santo en relación con el Padre y el Hijo:

«Si el Espíritu de aquel (del Padre) que resucitó a Jesús (el Hijo) de entre los
muertos habita en vosotros. Aquel (el Padre) que resucitó a Jesús (el Hijo) de entre los
muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu (del Padre)
que habita en vosotros» (Rm 8, 11).

Según esto, es el mismo Espíritu del Padre quien resucita a Jesucristo y a los cristianos.
Pero no hay que esperar a la resurrección final para quedar transformados. Ya desde ahora,
mediante la fe (Rm 1,6 ss.) y el bautismo (Rm 6,4 ss.), el cristiano goza de la «filiación» en
el Hijo:

«En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios.
Pues no recibisteis un espíritu de esclavitud para recaer en el temor; antes bien,
recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm
8, 14-16).

23
R. Moretti, l. c., p. 1283.
Concluye Moretti su exposición sobre la función del Espíritu en la teología paulina,
pero teniendo en cuenta la vivencia de la trinidad en la vida espiritual, con las siguientes
palabras:

«El Espíritu Santo domina, por lo tanto, toda la existencia cristiana y determina
su desarrollo: es el Espíritu de la justicia y la santificación (1 Cr 6, 11), de la revelación
profunda, de la oración interior, de la esperanza escatológica, de la íntima consolación,
de la libertad espiritual, de la fecunda madurez cristiana, de la unidad del Cuerpo
místico de Cristo. Y como nosotros es el don del Padre y del Hijo, así, dominando cada
vez más profundamente nuestra facultades operativas, nos lleva a vivir una vida filial
en Cristo, en un Íntimo y amoroso coloquio con el Padre. Para Pablo la vida cristiana
y de la comunidad eclesial se desarrolla en la luz de la Trinidad»24.

- El evangelio de Juan

En San Juan es, si cabe, más evidente la dimensión trinitaria de la relación de Dios con
el hombre en el sentido de que la Trinidad es causa de su santificación. «Se puede decir que
la comunión entre la Trinidad y el hombre viene a ser el núcleo del mensaje joánico a las
Iglesias»25.

Es en el Evangelio donde Juan repetidamente expresa su experiencia trinitaria,


coherente con la enseñanza de Jesús:

«Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él,


y haremos morada en él... el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi
nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (In 14, 23.26).

«Aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros»


(Jn 14, 20).

En general, los capítulos 14 y 17 de Juan están llenos de alusiones a la vida de Jesús en


el Padre, del Padre en él, y el deseo de Cristo de que esa vida se comunique a sus discípulos.

La «conclusión» general a la que se debe llegar, desde la revelación bíblica, es que

«las relaciones entre Dios y el hombre encuentran en la inhabitación trinitaria su más


completa manifestación siguiendo un continuo crescendo desde el A. al N. Testamento.

24
R. Moretti, l. c., p. 1285.
25
R. Moretti, l. c., p. 1285.
La presencia de Dios en medio del pueblo encuentra su plenitud en la venida de su
Unigénito que "puso su tienda entre nosotros", en la realidad de nuestra carne. El
Espíritu de Dios, preanunciado cada vez más claramente como un principio interior de
vida y derramado con plenitud en Cristo, ha sido entregado por él, glorificado, con la
abundancia de un río, sobre toda la Iglesia ... Con fe total creemos en el amor del Padre
que nos comunica por el Hijo hecho luz y sabiduría para nosotros mediante la acción
del Espíritu Santo. Todo el hombre, inteligencia y amor, entra en la profundidad del
misterio de Dios y vive su vida de comunión con las divinas Personas. Con toda razón
la inhabitación trinitaria permea toda la vida espiritual de los fieles y de la Iglesia»26.

Añadimos por nuestra parte, como visión panorámica, que la Sda. Escritura, con su
presentación realista del misterio de Dios presente en el hombre, anuncia el núcleo
fundamental de la vida cristiana: vivir la vida trinitaria.

Ésta es la «Buena noticia», la novedad absoluta, lo específicamente cristiano, más allá


de toda configuración moral del cristianismo. Este hecho fundamental tiene varias
manifestaciones. En primer lugar, la dimensión ontológica, o sea, la presencia misma de la
Trinidad en el hombre por la fe y los sacramentos. Presencia estática para la fruición, y
presencia dinámica para la santificación y el ejercicio de las virtudes. La segunda, es la
dimensión psicológica o sapiencial, o sea, la consciencia de tal presencia estática y dinámica
que equivale a la experiencia. Finalmente, la dimensión operativa, es decir, la provocación
al compromiso plural como servicio eclesial y social dependiendo de gracias y carismas
particulares.

La madurez cristiana se mide desde la profundización del misterio trinitario en lo


ontológico, lo psicológico y la acción comprometida.

2) La tradición de la Iglesia

En estas afirmaciones de la Escritura, llenas de realismo, se fundaron los antiguos


intérpretes, Padres de la Iglesia y escritores eclesiásticos para elaborar unas tesis dogmáticas
que son el fundamento de la experiencia espiritual, Al mismo tiempo, las experiencias de los
místicos ayudaron a los teólogos a confirmar los datos de la Escritura y la Tradición.

Los Padres griegos inventaron un término, conocido en la literatura griega y que no es


bíblico, para explicar la presencia de Dios trino en el alma del. cristiano: divinización
(Qeosiz) o términos parecidos. Ciertamente lo hacen con fines apologéticos, como
defensores de la fe ortodoxa contra los herejes que negaban la divinidad del Hijo o del
Espíritu Santo. La fuerza del argumento es clara: si el cristiano queda divinizado (como
consta de la Escritura) no es por su relación con las criaturas, sino por el contacto con la

26
R. Moretti, l. c., p. 1287.
gracia del Hijo y del Espíritu Santo. La divinización es la vocación última del hombre
restaurado por el Hijo de Dios, Jesucristo.

Parece ser que por primera vez aparece en el vocabulario de Clemente Alejandrino, al
principio del siglo III, si bien ya Ignacio de Antioquía († 117) llamaba a los cristianos
Qeoforoi, «portadores de Dios». Escribe, de hecho, el Alejandrino:

«El Verbo de Dios se ha hecho hombre para que tú aprendas de un hombre cómo
el hombre puede llegar a ser Dios» (anqrwpoz genetai Qeoz) (Protreptico 1, 8).

Antes de él, Ireneo de Lyón († 208), queriendo mantenerse fiel al vocabulario bíblico,
no lo utiliza y prefiere explicar la madurez cristiana con los términos bíblicos de «imagen y
semejanza», destacando mejor la dimensión trinitaria.

«El hombre creado se va conformando poco a poco a la imagen y semejanza de


Dios que no es creado. Por voluntad del Padre, bajo la acción del Hijo y del Espíritu
Santo, lentamente progresa hacia la perfección» (Adv. haer. IV, 20, 5. Cf. ib., V, 6).

«El Verbo de Dios -escribe también se ha hecho hombre y el que es Hijo de Dios
se hace hijo del hombre, unido al Verbo de Dios, para que el hombre reciba la adopción
y llegue a ser hijo de Dios ... » (Adv. haer III, 19, 1. PG, 7, 939-940).

También San Atanasio († 373) escribe:

«El Verbo se ha hecho hombre para que nosotros lleguemos a ser dioses» (De
incarnatione Verbi 54).

Y así los demás Padres griegos: Basilio, Gregorio Nacianceno, Gregorio Niseno, Cirilo
Alejandrino, etc. El tema lo trataremos de nuevo al estudiar la espiritualidad como «unión
con Dios» (cap. VI, 1)27.

Con algunos matices se puede aceptar la diferente insistencia en el tema de la teología


oriental y la occidental, ateniéndose aquéllos más a la ontología sobrenatural y éstos a la

27
Estudio y referencias a los Padres griegos, con sus correspondientes textos, en Irenée H. Dalrnais,
«Divinisation»: DSp. III, cols. 1376-1389.
moralidad, pero sin olvidar que «la mayor parte de los occidentales que hablan de la
divinización son formados en el pensamiento oriental»28.

3) El magisterio de la Iglesia

Dejando aparte el déficit trinitario de la teología y la espiritualidad, al que ya aludimos,


el magisterio de la Iglesia se rehízo con la publicación de la encíclica de León XIII, Divinum
illud munus, en mayo de 1897. En ella habla el Papa de la Trinidad, de la acción del Espíritu
Santo en la Iglesia y en las almas (n. 8); de cómo la «regeneración y renovación comienza
para cada-uno en el bautismo ... y con más abundancia en la confirmación, por la que se
infunde fortaleza para vivir como cristianos» (n. 10) La unión de la Trinidad con el alma
«propiamente se llama inhabitación» (n. 11). Habla también del Espíritu como causa de la
santidad, de sus mociones, sus dones (nn. 11-12). Y termina recomendando a los
«predicadores y párrocos» que enseñen «con diligencia y claramente al pueblo la doctrina
católica sobre el Espíritu Santo» (n. 13).

El Concilio Vaticano II intentó corregir las deficiencias iniciales notadas por los
observadores orientales, mucho más perspicaces en este campo de los teólogos occidentales
desde una larga tradición. No olvidemos que Juan XXIII concibió el Concilio y el Posconcilio
como un «nuevo Pentecostés». Después del Concilio algo se ha cumplido de aquella
profecía29.

Importante me parece la intuición de los teólogos del Vaticano II al resituar la santidad


de la Iglesia y de los distintos grupos (laicos, sacerdotes, religiosos), como obra de la acción
trinitaria. Así, por ejemplo y abreviando mucho el tema que se puede estudiar más
desarrollado en cualquier comentario, el texto mismo de la Lumen Gentium es ya
significativo:

«El Padre eterno, por una disposición libérrima ... decretó elevar a los hombres
a participara de la vida divina» (n. 2). «Vino, por tanto, el Hijo, enviado por el Padre,
quien nos eligió en Él antes de la creación del mundo y nos predestinó a ser hijos
adoptivos» (n. 3). «Consumada la obra que el Padre encomendó al Hijo sobre la tierra
(cf. Jn 17, 4),fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar
indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre
por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18)» (n. 4).

Ese mismo es el entramado del. capítulo 5 de la misma Constitución sobre la Iglesia,


dedicado a la santidad de todos los cristianos, como «plenitud de la Vida cristiana y a la

28
Ib., G. Bardy, cols. 1389 y 1893. Sobre el tema la referencia a P. Evdokimov, es obligada. Cf. La
nouveauté de l' Esprit. Études de spiritualité, BelIefontaine, 1977, pp. 58-59.
29
Cf. el «redescubrimiento del Espíritu» en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 352-358.
perfección de la caridad» (LG n. 40). Esa obra de redención interna para el servicio, cada uno
en su propia vocación, es obra de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo30.

También la Constitución dogmática sobre la Divina Revelación (Dei Verbum) deja ver
esa red trinitaria sobre el que asienta el misterio de Dios en el misterio del hombre, que se
escalona de la siguiente manera:

- La vida eterna estaba junto al Padre y se manifestó (1 Jn 1, 1-2). Dios, como el


Existente, preexiste al hombre (n. 1).
- Dios Padre se revela como salvador en palabras, especialmente en su Palabra,
el Hijo, Jesucristo (n. 2).
- Dios Padre realiza la salvación en el tiempo. Por eso y por su propia iniciativa,
elige a algunos de entre el pueblo para que sean sus colaboradores: Abrahán y
los Patriarcas, Moisés, los profetas, preparando con ello «a través de los siglos
el camino del Evangelio» (n. 3).
- Finalmente, Jesucristo, «con el envío del Espíritu Santo lleva a plenitud toda la
revelación» (n. 4).

Pero es en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo moderno (Gaudium et spes),


donde el Concilio defiende, contra cualquier forma de ateísmo, que el destino del hombre es
Dios, y que en la unión con él el hombre encuentra su plenitud y libertad. Por eso establece
que «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la llamada del hombre a la unión
con Dios»(GS 19). y que «la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir,
divina» (GS 22). Por último, la presencia de Cristo y de su Espíritu esclarece la vida del
hombre: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
Encarnado ... Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su
amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación» (GS 22). La obra del Hijo culmina con la función del Espíritu Santo (GS 22) para
ser «Hijos en el Hijo» (de Dios Padre) (GS 22)31.

Aunque la intención primera no sea «espiritual», creo que encaja bien en un tratado de
teología espiritual la dimensión «trinitaria» de la trilogía de encíclicas del papa Juan Pablo
II, dedicadas a cada una de las tres divinas personas de la Trinidad: Dives in misericordia
(Dios Padre), Redemptor hominis (Dios Hijo, Jesucristo), Dominum et vivificantem (Dios
Espíritu Santo).

30
Conviene leer detenidamente los nn. 39-40 y 42.
31
Cf. A. Guerra, «Hacia una espiritualidad que nace del Espíritu»: Espíritu y vida, n. 0 (1993-1994) 11-21.
P. Cipollone, Studio sulla spiritualitá trinitaria nei capitoli I-VII della «Lumen Gentium», Roma, Ed. Pro
Sanctitate, 1986.
Por último, en el sínodo de los obispos, celebrado en Roma en 1985, a los 20 años del
Concilio Vaticano II, se volvió a recordar la llamada universal a la santidad, con clara alusión
a la acción trinitaria de la misma.

«El Concilio enseña que la vocación a la santidad es la invitación a la íntima


conversión del corazón y a participar de la vida de Dios uno y trino, lo cual significa y
supera el cumplimiento de todos los deseos del hombre» (II,4).

Algunos intérpretes vieron una involución en el concepto de santidad, no por su


referencia a la dimensión trinitaria, sino porque se acercaba más a la espiritualidad del
Kempis que a la Gaudium et Spes. Es decir, una santidad entendida en sentido muy
tradicional, involutivo, propia del Concilio de Trento con todas las taras ya analizadas. Cree
Codina que los «espirituales» integrados en el hoy de la historia estarán en desacuerdo con
esta espiritualidad oficial:

«La lectura atenta de este texto produce la impresión de que la santidad y la


espiritualidad han quedado polarizadas hacia las dimensiones más transcendentes,
personalistas e interiores de la vida cristiana, silenciando otros aspectos que pertenecen
igualmente a una verdadera santidad cristiana»32.

4) La experiencia de los místicos y la interpretación teológica

El tema es apasionante porque se trata de la constatación historizada del misterio de la


Ssma. Trinidad en el alma, de una experiencia mística del misterio más hondo de Dios. Se
podría decir que el místico «narra» o describe lo que sabe por la fe y la cultura tea lógica;
pero esto no es cierto del todo, porque la experiencia va, en ocasiones, más allá de la cultura
del que recibe la experiencia, como se ha comprobado en muchos casos. Además, todas esas
experiencias coinciden en lo sustancial, aunque se trate de personas de diferente procedencia
cultural.

Por otra parte, tampoco queremos dar a esa serie de experiencias trinitarias un valor
absoluto y mucho menos valoradas como superiores a la Palabra revelada y la elaboración
dogmática. La experiencia de la Trinidad, como todas las experiencias religiosas cristianas
ortodoxas, se fundan en los contenidos objetivos dogmáticos; Tampoco queremos afirmar
que la doctrina de los místicos sirve a los teólogos como prueba de las tesis de teología. Los
contenidos objetivos de la fe se prueban por la Escritura, la Tradición, el magisterio de la
Iglesia y la autoridad de los teólogos. Los místicos de buena ley no dicen que sus experiencias
sean verdaderas sino sólo describen las recibidas en una especie de teología narrativa. Toca

32
V. Codina, «La vocación del pueblo cristiano a la santidad. ¿Qué santidad?»: Sal Terrae 74 (1986) 278.
Todo el tema, pp. 273-282.
al teólogo profesional la comprobación de los hechos. Los grandes místicos se han sometido
de buena gana a esa ley del discernimiento.

Caso típico es el de Santa Teresa de Jesús († 1582), mujer de altísimas experiencias


místicas, y, al mismo tiempo, de un fuerte realismo institucional. Las mediaciones por las
que le llega la luz de Dios son: Cristo-Escritura-Iglesia-teólogos. Se somete de buena gana a
los teólogos y letrados porque representan a la Iglesia y traducen la luz de la Escritura para
los fieles creyentes. Se fía, en general, más de los letrados que de los «espirituales». El letrado
no es para ella el humanista de su tiempo, sino el teólogo que discierne su experiencia
espiritual y a cuyo juicio se somete. Así lo expresa ella muy claramente:

«Con este amor a la fe que infunde luego Dios, que es una fe viva, fuerte, siempre
procura ir conforme a lo que tiene la Iglesia, preguntando a unos y a otros, como quien
tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, que no la moverían cuantas
revelaciones pudiera imaginar -aunque viese abiertos los cielos- un punto de lo que
tiene la Iglesia» (Vida 25, 12).

Y hace esta impresionante confesión de fe en un documento dirigido a la Inquisición:

«Jamás hizo cosa por lo que entendía en la oración; antes cuando le decían sus
confesores que hiciese lo contrario, lo hacía sin ninguna pesadumbre, y siempre les
daba parte de todo» (Cuentas de conciencia 53, 15. Numeración de Efrén).

En cuanto a las experiencias concretas de místicos, abundan. Contamos, en primer


lugar, con una de las descripciones más completas que ofrece Santa Teresa de Jesús, cuando
trata de la unión transformante, el «matrimonio espiritual», gracia recibida, según una curiosa
geografía del alma, en el «centro», en su «parte superior».

«Metida en aquella morada (la séptima) por visión intelectual -escribe-, por cierta
manera de representación de la verdad, se le muestra la Ssma. Trinidad, todas tres
personas ... y estas tres personas distintas; y por una noticia admirable que se le da al
alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres personas una sustancia y un poder
y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el
alma, podemos decir, por vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del alma
(o sea, imaginación, fantasía), porque no es visión imaginaria. Aquí se le comunican
todas tres personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el
Evangelio que dijo el Señor: que vendría Él y el Padre y el Espíritu Santo a morar con
el alma que le ama y guarda sus mandamientos (Jn 14, 23)»33.

33
Moradas VII, 1,5-6. Refleja la experiencia tenida por ella misma el 29 de mayo de 1571. Cf. Cuentas de
conciencia 14. Numeración de Efrén.
San Juan de la Cruz es mucho mas explícito y teológico, colocando también la
experiencia trinitaria en los últimos grados de la mística: el matrimonio espiritual o unión
transforman te, según la nomenclatura tradicional. Forma parte del misterioso «aquello» que
el alma «pretendía», y que Dios le dio «el otro día» de la eternidad que se hace tiempo
(Cántico espiritual 38).

Aquello que el alma pretende es «El aspirar del aire / el canto de la dulce filomena / el
soto y su donaire / en la noche serena / con llama que consume y no da pena» (ib., canción
39).

«Este aspirar del aire -escribe- es una habilidad que el alma dice que le dará Dios
allí, en la comunicación del Espíritu Santo; el cual, a manera de aspirar, con aquella
su aspiración divina muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que
ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el
Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella la aspira en el Padre y el
Hijo en la dicha transformación, para unida consigo. Porque no sería verdadera y total
transformación si no se transformase el alma en las tres personas de la Santísima
Trinidad en revelado y manifiesto grado» (ib., 39,3).

Juan de la Cruz ha tomado en serio el realismo de la Sda. Escritura y saca las últimas
consecuencias que ningún teólogo se hubiera atrevido a deducir o al menos a explicado con
tanto verismo. De fondo están algunos textos clásicos de la Escritura, desde Gn 26, que habla
del hombre creado «a imagen y semejanza» de Dios. A Gal 4, 6, sobre la filiación divina del
hombre al que Dios envía el Espíritu del Hijo para que clame ¡Abbá! A 2 Pt, 1, 2-5, donde
se explica que el hombre es «compañero de la divina naturaleza». Y, finalmente, el evangelio
de San Juan, 17,20-24,que el Santo sabía de memoria según algún testigo, en el que dice que
Jesucristo mereció para el hombre el «poder ser hijos de Dios». Todo esto el hombre no lo
tiene por naturaleza, sino «por participación», afirmación que mitiga un poco la fuerza de las
palabras y el realismo de los hechos. No se da, pues, un panteísmo absurdo para un místico
cristiano34.

Otros místicos también son ejemplares consumados de la experiencia trinitaria. Por


ejemplo, San Ignacio de Loyola, de quien nos cuenta su confidente el P. Nadal que «la gracia
de la contemplación (de la Trinidad) la recibió con mucha frecuencias siempre, pero de un
modo excepcional en los últimos años de su peregrinación terrena». En su Diario espiritual
(sólo desde el 2 de febrero de 1544 hasta el 27 de febrero de 1545), abundan las experiencias
trinitarias (junto al don de lágrimas)35.

34
Para la plena comprensión del tema es aconsejable leer completos los nn. 3-6 de la canción 39 del
Cántico espiritual. Y Llama de amor viva 1, 15; 2, 1; 4, 17.
35
Cf. en MHSI, Epp . Nad., IV, p. 651, y Diario, en Obras completas de San Ignacio de Loyola, Madrid,
BAC, 1952, pp. 283-340.
Sus Ejercicios Espirituales proyectan una experiencia trinitaria del autor y provocan la
misma en el ejercitante. La experiencia del Padre en el «Principio y fundamento» (n. 23). La
obra del Hijo en las meditaciones de las semanas 2a., 3a. y 4a. La del Espíritu Santo en la
«Contemplación para alcanzar amor» (nn. 230-237)36.

Por seguir poniendo ejemplos sin abusar, habría que recordar dos muy evidentes y
carismáticos. Se trata de las jóvenes carmelitas descalzas, Santa Teresita de Lisieux († 1897)
y Sor Isabel de la Ssma. Trinidad († 1906) , muertas en la plenitud de la vida pero maduras
por la experiencia trinitaria. Teresita, emocional y romántica, aparentemente infantil con su
apego al Niño Jesús en la infancia y la adolescencia, pero al final de la vida, aun en medio de
la noche del espíritu más profunda, hace una ofrenda victimal de su vida al amor
misericordioso de la Trinidad, verdadero canto a las «manos vacías» y a la «dinámica de la
confianza». Este canto de amor le ha sido inspirado a la santa por la misma Trinidad el día
de su fiesta, 9 de junio de 1895, poco más de tres meses antes de morir (30 septiembre
1995)37.

El caso de Sor Isabel es mucho más significativo en cuanto, aunque muerta a los 26
años, dejó una estela trinitaria inmensa, misterio divino que la había seducido desde muy
niña. Ella llenó de espiritualidad trinitaria a la Iglesia desde que en 1909comenzaron a
publicarse algunos de sus apuntes íntimos, especialmente El cielo en la fe y Últimos
ejercicios. Casi al final de la vida, el 21 de noviembre de 1906, escribió una oración que dio
pronto la vuelta al mundo: ¡Oh, Dios mío, Trinidad a quién adoro! En ella se entrega a Dios
como «una presa» y quiere ser «como una encarnación del Verbo», «una humanidad
complementaria» como obra del Espíritu Santo para renovar en ella el misterio de Cristo38.

La lectura de las experiencias trinitarias de los místicos nos lleva, pues, a la conclusión
de que pertenecen, como norma general, al último grado del camino espiritual, que son una
prueba de madurez cristiana. Es fácil constatarlo en los ejemplos aducidos, especialmente
por la iluminación teórica de los dos grandes místicos Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Ese
dato, tan repetido, tan unánime entre ellos, es el que debe asumir el teólogo para reflexionar
sobre él. Con mucha frecuencia la experiencia psicológica de la Trinidad se objetiva en el
dato revelado y se convierte de experiencia espiritual en dato dogmático. El reencuentro de
los teólogos con los místicos, que actualmente se observa, se funda en el descubrimiento por
parte de aquellos de la objetividad dogmática de muchas experiencias religiosas de los

36
Breve referencia en S. Arzubialde, Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Historia y análisis, Bilbao-
Santander, Mensajero-Sal Terrae, 1991, p. 487.
37
Cf. texto de la oración en Obras completas, Burgos, El Monte Carmelo, 1975, pp. 1193-1196. Relato de
la inspiración, en final del Manuscrito A, ib., pp. 293-294.
38
Cf. en Obras completas, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1986, p. 281. Bibliografía pertinente: Ch.
A. Bernard, «Experienza spirituale della Trinitá», l. c. en bibliografía, pp. 295-321. Roberto Moretti recuerda
las experiencias trinitarias de muchos autores espirituales: Eckhart, Tauler, Ruusbroeck, Dionisio Cartujano,
Ildegarda de Bingen, Matilde Hackeborn, Gertrudis la Grande, Angela de Foligno, Catalina de Sena, Pablo de
la Cruz, Elena Guerra († 1914), inspiradora de la encíclica de León XIII Divinum illud munus (1897) y otros
muchos. Cf. «Inabitazione», l. c. en bibliografía, pp. 1289-1291. Giovanni Marchesi, «Trinita e mistica. Il
vertice dell'esperienza religiosa»: La Civiltá Cattolica, 142/IV (1991) 362-375.
místicos, explicables en muchas ocasiones sólo por el desvelamiento de1as verdades de fe
recibidas de modo carismático. Éste es uno de los caminos de evolución del dogma, como
reconoció la Dei Verbum, no sólo por el estudio y la contemplación, o el magisterio de los
teólogos y de la Iglesia, sino «por la comprensión profunda de las cosas (hechos y palabras
salvífico) que experimentan» los creyentes (DV 8).

C) Reflexiones teológicas a modo de conclusiones

Al final del recorrido histórico y teológico, vale la pena hacer una valoración global
que refleje el sentido de la santidad cristiana.

1) La santidad cristiana es un don de Dios.

Si Dios es la fuente de toda santidad, el hombre no se perfecciona en el orden


ontológico y moral sin asumir en su vida el don de Dios, que es Él mismo, por que Dios no
se puede dar de otra manera a la criatura racional. Si en el orden de a razón este principio no
fuese verdadero, en la ordenación de los acontecimientos históricos es comprobable la
donación de Dios al hombre en Cristo. La oferta es para todos igual, pero sólo en algunos
tiene efecto.

Al ser obra de Trinidad y no del hombre, la santidad, en última instancia, se resuelve


en la receptividad. ¡Somos salvados! El carácter infuso de la santidad se aceptaba
tradicionalmente en las últimas etapas de la vida espiritual, la mística, en las que se
experimentaban las «mociones» de los dones del Espíritu Santo perfeccionando el ejercicio
de las virtudes teologales y cardinales. Es el caso límite, como se puede ver leyendo cualquier
página de los místicos. Las Moradas de Santa Teresa son un ejemplo claro de ese proceso de
influencia divina, de menos a más, desde la primera hasta la última «morada» . La transición
está en las «cuartas», siendo las tres primeras eminentemente «activas» o ascéticas y las tres
últimas «pasivas» o místicas. La Santa define ese último estadio con la palabra
«sobrenatural» (cf. Moradas 4, 1, 1; 4, 3, 1; 6, 6, 13; Cuentas de conciencia 54, 3).

Decir «pasivo» no significa inacción, sino predominio de la iniciativa divina sobre el


esfuerzo de la voluntad humana. Nadie se hace santo sin la colaboración libre, como
demuestra la tradición bíblica y la historia de la mística, si bien en algunos predomina más
la gracia que dispone al sí. Jesucristo sería el ser en quien mejor se conjugan don divino y
respuesta. María es otro ejemplo preclaro y ejemplar39.

Expresado bíblicamente, equivale al «sed santos porque yo, Yahvé, soy santo» (Lev
19, 2). No debemos ser santos como Dios es santo, porque entre el hombre y Dios no hay
términos de semejanza posibles. Sólo en la medida en que el hombre es santificado por Dios,
porque El es «El Santo», el hombre puede obrar como Dios: santamente. Es la santidad de

39
Cf. J. Espeja, La espiritualidad cristiana, Estella, Verbo Divino, 1992, pp. 121-125.
Dios, su amor y misericordia, la que hace que Dios ame al hombre, al pueblo, y lo consagre
con la elección. El hombre no es más que pura disponibilidad. Y esa santidad es la que
santifica objetivamente al hombre al entrar en contacto con Dios. Es decir, Dios es la causa
de la santidad del hombre. Por eso podemos hablar de «ser salvados» o santificados.

Sin embargo, sólo el evangelista Mateo, y una sola vez, dice que el cristiano debe ser
«perfecto» como el Padre celestial (Mt 5,48). Se trata no de una sentencia teológica sino de
un antropomorfismo del moralista Mateo, aplicando a Dios una cualidad propiamente
humana. Dios no es «perfecto», sino «Santo»40.

2. La santidad se expresa en el ejercicio del amor-caridad.

Primero como amor de Dios recibido e integrado en el propio vivir; luego, la


redamación. A este doble ejercicio del amor se ha llamado «caridad». El hombre ama porque
Dios le ha amado primero; pero ama al hermano por el mismo motivo. Dos objetos para el
análisis teológico, pero en la vida están unidos. Esa es la dinámica expresada en la 1a Carta
de San Juan:

«Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios ... porque Dios es
Amor ... En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en
que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestro pecados. Queridos,
si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amamos unos a otros» (4.
7-8.10-11).

El amor de caridad hacia los hermanos se concreta en la misericordia:

«Nada impide decir que ser perfecto como Dios consiste concretamente en imitar
la misericordia que Él usa con los hombres; es por la caridad como nosotros podemos
imitar la perfección divina»41.

Apostilla Arzubialde que esa perfección de la caridad consiste en la «excentración» del


yo, usando libremente de su ser personal, y entregándose des interesadamente al prójimo en
una acción social solidaria:

«La "excentración" -concluye- propia del amor es la actitud humana que se


asemeja al proceder de Dios con el hombre y le da a éste acceso a una plenitud superior,

40
Cf. J. Dupont, «L'appel a imiter Dieu, en Mathieu 5, 48 et Lc 6, 36», en Eludes sur les Evangiles II,
Leuven, 1985, pp. 531-545. Citado por S. Arzubialde, Theologia Spiritualis, pp. 68-72.
41
J. Dupont, Éludes sur les Evangiles II, p. 530. Citado en francés por S. Arzubialde, l. c., p.67.
que Dios le confiere con el don de la auto comunicación de sí mismo en el amor y en
el consuelo con que Dios le regala»42.

Es apostar por la donación, como contrapartida al sentimiento egocéntrico: la


desarticulación del yo como centro para hacerlo pivotar sobre otro campo de intereses.

En este contexto hay que pensar que la santidad, como ejercicio de espiritualidad, se
canaliza en todos los «servicios» a los demás; la realidad personal del hombre «espiritual»
se abre a las necesidades sociales, humanas, religiosas de hombres. La aplicación concreta la
hará el espiritual con el discernimiento de la comunidad en ~se Inserta: Ahora basta
establecer el principio.

3) La oferta de la Iglesia

La Iglesia, como intermediaria y mensajera de Cristo, fundándose en la Revelación, en


las enseñanzas de los grandes teólogos y espirituales, sigue ofertando al hombre ese
«camino» de transcendencia y auto realización. Y lo hace como alternativa a ofertas que se
han hecho y se siguen haciendo desde otras instancias: religiones, ideologías, movimientos
filosóficos, sociales y culturales, partidos políticos, sectas, etc. Ya desde antiguo las filosofías
y las religiones intentaron dar una solución al problema del hombre y su limitación
liberándolo de sí mismo y sus esclavitudes interiores o exteriores. Lo hicieron o por la Ley-
ritos (judaísmo), la des-encarnación de la materia vida contemplativa (sistemas gnósticos),
los distintos «humanismos» y «utopías».

Hoy, aquellas y otras ideologías continúan su proselitismo activo, y el catolicismo


reconoce algunos valores en el hecho religioso (cf. Nostra Aetate, o sea la «Declaración sobre
las relaciones con las religiones no cristianas», del Concilio Vaticano II). El estudio
comparado de las religiones nos ayuda a valorar lo cristiano. Todas tienen un tronco común:
mitos, arquetipos, inconsciente colectivo: los símbolos del árbol, el centro, el monte-
ascensión, el vino, el agua, la luz, vida-muerte, los dos caminos, etc.43.

También las ciencias humanas son alternativa poderosa, reto a las propuestas de las
religiones, aun de la cristiana, al ofertar la «salvación» del hombre desde varias perspectivas:
el mejor conocimiento del hombre y uso debido de sus potencialidades (psicoanálisis,
genética, filosofías orientales); la erradicación de la injusticia estructural (marxismo y otras
utopías sociales); el dominio de la materia, salvación de la tierra, descubrimiento del mundo
desconocido (tecnología, teosofías, movimiento ecologista, genética humana, etc.); o

42
Theología spiritualis, p. 67.
43
Estudio clásico: Mircea Eliade, Tratado de historia de las religiones, 2 vols., Madrid, Cristiandad, 1974.
E Historia de las creencias y de las ideas religiosas, 4 vols., Madrid, Cristiandad, 1976-1984. Falta el III/2,
no terminado por muerte del autor.
cualquier forma de humanismo intramundano, aun de las filosofías nihilistas o
existencialistas (Nietsche, Sartre ... )44.

En medio de la pluralidad de opiniones y ofertas intramundanas o transcendentes, el


cristianismo todavía continúa proponiendo un modelo de «hombre liberado» o santificado:
el «hombre nuevo» bíblico, sobre todo del N. Testamento, llamado por Dios Padre, salvado
mediante su Hijo y santificado por su Espíritu Santo. Esto es lo que significa la Ssma.
Trinidad en acción. Ese camino liberador lo han realizado los místicos y los grandes
«espirituales», lo que da plausibilidad al proyecto cristiano. Esa imagen del hombre nuevo
es la que estudia la teología espiritual y la configura en el tiempo y el espacio. De ahí las
«variaciones» del hombre santo observado en la historia. Son las Iglesias, los teólogos
dogmáticos y espirituales los que definen en cada época la figura del hombre cristiano ideal
que cumple su tarea revolucionando al mundo mediante el amor y la justicia.

4. El misterio del hombre desde el misterio de Dios-amor

Se deduce fácilmente de lo expuesto que el misterio del hombre se resuelve en el


misterio de Dios. La «santidad» es una participación por la creatura de la santidad de Dios,
como hemos visto. El «santo» se auto-transciende, se transforma en Dios, participa de su
misma naturaleza, como afirman con tanto realismo la Escritura y los místicos. La comunión
con la esencia divina se realiza no sólo a niveles psicológicos(conocimiento-afecto), ni
morales (ejercicio de virtudes); sino ontológico (transformación en Dios). Pero existe un acto
humano-divino que realiza la fusión de las dos realidades. Según San Juan de la Cruz, es el
amor el que une, iguala y transforma al amante en el amado.

«El amor hace semejante entre lo que ama y es amado» (Subida del Monte
Carmelo 1,4, 3). «El amor hace igualdad y semejanza» (ib., 1,4, 5). «Cuando el alma
quitare de sí totalmente lo que repugna y no conforma con la voluntad divina, quedará
transformada en Dios por amor» (ib., 2, 5, 3). «Pero sobre este dibujo de fe hay otro
dibujo de amor en el alma del amante, y es según la voluntad, en la cual de tal manera
se dibuja la figura del Amado y tan conjunta y vivamente se retrata, cuando hay unión
de amor, que es verdad decir que el Amado vive en el amante y el amante en el Amado»
(Cántico Espiritual 12, 6).

Los caminos concretos de acceso a la transformación pasa por los estadios de la


predicación, la aceptación del misterio en fe, la Iglesia-sacramentos-liturgia, la conversión a
Cristo y a la vida moral, a la fe y a los mandamientos.

44
Puede ser orientador el trabajo de Giovanni Iammarrone, «Plausibilitá antropologica del proietto
cristiano di uomo spirituale», en P. L. Boracco B. Secondin, L' uomo spirituale, Milano, Istituto di
Propaganda Libraria, 1986, pp. 49-85.
5) Santidad teologal, moral y psicológica

«Recogiendo los datos de la revelación, de la teología y de la experiencia, la


santidad completa está integrada por tres dimensiones: teologal, moral, psicológica. El
ideal sería que se desarrollaran paralelas y compenetradas estas tres dimensiones. Pero
esto no sucede normalmente, ni siquiera entre los santos canonizados»45.

La santidad teologal es la santidad «ontológica» por la presencia de la Trinidad en el


alma, la transformación por Jesucristo y la actuación del Espíritu Santo. El desarrollo teologal
se expresa sobre todo en -la aceptación del martirio, como ejercicio heroico de la fe en Cristo.
El Vaticano II lo define como «supremo testimonio de amor». «Estimado por la Iglesia como
un don eximio y la suprema prueba del amor» (LG 42). Esa santidad «teologal» es la que
empuja al hombre santificado a las tareas temporales o «servicio» al prójimo. El amor
cristiano hacia el hombre no es solamente «humano» (ético o moral). Debe ser «teologal»,
que es algo más: el hombre a quien se sirve no es un ciudadano, sino un hermano. Esta
afirmación de la santidad «teologal» su dimensión humana es la que se quiere desarrollar
después el Vaticano II como paradigma de lo «santo». Así se eclipsan las dicotomías o
tensiones dialécticas y existenciales entre el amor de Dios y del prójimo. Con razón Pablo
VI, en el discurso de clausura del Vaticano II en 1965, propuso la «antigua historia del
samaritano» como «la pauta de la espiritualidad del Concilio» (Discurso del 7 de diciembre
1965, n. 8). De ahí, las últimas derivaciones de la «Iglesia de los pobres» (Juan XXIII) y la
teología y espiritualidad de la liberación, que encajan en este nuevo paradigma46.

La santidad moral es la que constituye el tejido personal, humano y sociológico de


nuestra actividad cotidiana virtuosa. Si esas virtudes están «informadas» por la caridad
teologal, le sirven de fundamento y son su corolario. De lo contrario, pertenece a la esfera
«humana» de lo ético. Pueden no ser «cristianas».

La santidad psicológica indica que el «santo» es también psíquicamente normal, que


no tiene ninguna patología psíquica. Se sabe que, aun entre los santos canonizados, han
existido algunos «neuróticos». La psicología, por otra parte, puede ser de ayuda para describir
los distintos «hagiotipos» y estudiar las relaciones entre la santidad teologal, moral y
psicológica y, especialmente, servirá para el arte de la dirección espiritual47.

45
Federico Ruiz, Caminos del Espíritu, Madrid, EDE, 19742, p. 272. Desarrollo de las tres, pp. 272-277.
Se puede leer todo el capítulo 7 sobre la «santidad cristiana», pp. 243-285.
46
Cf. el desarrollo del tema en mi Historia de la espiritualidad cristiana, ed. c., pp. 365-37l.
47
Literatura para seguir leyendo: Benedict J. Groeschel, Crecimiento espiritual y madurez psicolágica,
Madrid, Atenas, 1987. C. F. Zuanazzi, «Patología espiritual», en Nuevo Diccionario de espiritualidad,
Madrid, Paulinas, 1983, pp. 1085-1103. C. Becattini, «Psicologia evita spirituale», 1 Dizionario
Enciclopedico di Spiritualitá III, Roma, Citta Nuova, 1990, pp. 2065-2078. . Giordani, «Psicopatologia evita
spirituale», ib., pp. 2078-2087.
6) Santidad «oficializada» o canonizada

La palabra «santidad» tiene mala prensa, como la «espiritualidad» de la que forma


parte, de cuyas reservas y ambigüedades expuse algunas interpretaciones, fundadas también
en la variedad de «modelos» tan dispares que se han propuesto a través de la historia.

Existe una santidad que podemos llamar «canónica» u oficial, lo cual demuestra que,
además del carácter individual y personal de la misma, tiene una dimensión eclesial. Y esto
en el sentido plural de que un cristiano no sólo e hace santo por la Iglesia y en la Iglesia, sino
que para ser «modelo» de santo tiene que estar aprobado por la autoridad de la Iglesia porque
su vida va a ser normativa para os demás creyentes.

Ésta fue la praxis seguida desde que se comenzó a dar culto público en la Iglesia
particular a los santos mártires y confesores, no antes del siglo III. Una de las condiciones
exigidas era que fuese aprobado por el obispo de la diócesis y que no fuese hereje.

De aquellos elementales procesos episcopales se llegó, en el siglo X, a las


canonizaciones solemnes por el papa de Roma. La primera fue la de Juan XV canonizando a
Ulrico, obispo de Augsburgo. Alejandro III, con el decreto audivimus, reservó, en 1171, las
canonizaciones al romano pontífice; y quedó fijada la praxis cuando Gregorio IX († 1234) la
introdujo en las Decretales. Con ello se suprimía el antiguo derecho de los obispos a
canonizar a los santos de sus diócesis.

Los papas sucesivos fueron aquilatando los términos del proceso canónico. Sixto V,
creando la Congregación de los Ritos Sagrados en 1588. Urbano VIII introduciendo, en 1659,
la beatificación como paso previo a la canonización. Clemente IX, en 1668, decretando que,
después de la beatificación, no se exigiesen más pruebas de las virtudes, sino de la existencia
de los milagros realizados por el nuevo beato como prueba de la santidad de su vida. Un paso
adelante se dio con el papa Benedicto XIV (Próspero Lambertini) al publicar su monumental
obra De Servorum Dei beatificatione et de Beatorum canonizatione, Bolonia, 1734 -1738.
En ella se resumía toda la canonística anterior.

Después de la normativa del Código de Derecho Canónico, en 1917, ha culminado el


proceso legislativo con los documentos publicados por Juan Pablo II, todavía en vigor:
Divinus perfectionis Magister (1983), y las adjuntas (Normae servandae in inquisitionibus
ab episcopis faciendis in causis sanctorum (1983), de la Congregación para las causas de los
santos. Además de un Regolamento della Sacra Congregazione per la causa del santi
(1983)48.

48
Cf. resumen en M. T. Machejek, «Canonización», en Diccionario Enciclopédico de Espiritualidad (Dir.
E. Ancilli), Barcelona, Herder, 1983, pp. 296-302. Comentario de la última legislación, en la 2a. edición
En este contexto tenemos que referimos a la santidad en grado heroico o «virtudes
heroicas». El concepto no fue introducido en el vocabulario cristiano de los primeros siglos
por temor a confundir la virtud cristiana con la de los héroes paganos o con las virtudes
sobrehumanas de los dioses de la gentilidad.

«La alta edad media no ha conocido el nombre de virtud heroica; la lengua


cristiana ha recusado la palabra, como lo atestigua San Agustín en el De civitate Dei
(X, 21): "Nosotros podríamos llamar a los mártires nuestros héroes si el uso de la
Iglesia lo permitiese"»49.

En tiempo de la gran Escolástica (Felipe el Canciller, en primer lugar, († 1236), se unió


el ejercicio heroico de las virtudes a la actuación de los dones del Espíritu Santo. Lo mismo
Santo Tomás, en el Comentario a las Sentencias, no en la Summa. Pero fue el conventual
Lorenzo Brancati de Laurea († 1693) el que dedicó un capítulo especial al tema comentando
las Sentencias de Pedro Lombardo.

«El acto heroico procede de un don del Espíritu Santo; por ello las virtudes
comunes se distinguen a priori de las virtudes heroicas porque éstas comportan un don
del Espíritu Santo y hacen obrar por instinto».

Benedicto XIV define la virtud heroica como «el ejercicio habitual de las virtudes
teologales cardinales en el supremo grado, aun en las circunstancias difíciles». Para la
canonización se exige el ejercicio de todas las virtudes, pero no todas en grado heroico.

Así concluye Hausherr:

«Se engaña quien piense que es heroico por haber hecho en una ocasión algún
esfuerzo extraordinario para cumplir una obra fácil en sí misma. El heroísmo consiste
en hacer con facilidad las cosas difíciles y no difícilmente las cosas fáciles»50.

Esto significa que la virtud heroica no procede del esfuerzo ascético, sino de una gracia
especial: los dones del Espíritu Santo. Por eso, el «santo» es una creación divina, una
teofanía, y su comportamiento puede ser definido como una «psicología sobrenatural»51.

italiana: «Canonizzazione», Dizionario Enciclopedico di Spiritualitá, I, Roma, Citta Nuova, 1990, pp. 405-
410.
49
I. Hausherr, La perfection du chrétien, Paris, Ed. P. Lethielleux, 1968, p. 80.
50
Cf. los textos citados en o. c., pp. 84, 85 y 89.
51
Más bibliografía: Daniel de Pablo Maroto, «La historia y su función discernidora de los santos»: Revista
de Espiritualidad 39 (1980) 171-190. A. Guerra, «Modelos de espiritualidad codificada»: Misión abierta 74
(1981) 9-17.
CAPÍTULO IV

EL SUJETO DE LA SANTIDAD

BIBLIOGRAFÍA

Daniel de Pablo Maroto, «El "Camino espiritual". Revisiones y nuevas perspectivas»:


Salmanticensis 34 (1987) 17-60. - Secundino Castro, «Teología de la maduración espiritual.
Crecimiento en Cristo», en Teología espiritual, reflexión cristiana sobre la praxis, Madrid,
Editorial de Espiritualidad, 1980, pp. 287-344.-Luigi Borriello, «L'itinerario spirituale del
cristiano: tra mistagogia e mística»: Angelicum 62 (1985) 282-305. - AA.VV., La crescita
spirituale, Bologna, Dehoniane, 1988.-K. Prior, The Way of holiness. A study in christian
growth, Downers Grove (III), Intervarsity Press, 1982. - A. Roldán, Introducción a la
ascética diferencial, Madrid, Razón y Fe, 19622.H. U. von Balthasar, «Espiritualidad», en
Ensayos teológicos: I Verbum Caro, Madrid, Cristiandad, 1964. - Fedrico Ruiz, «Le "etá
della vita spirituale", en AA.VV., Tempo e vita spirituale, Teresianum, Roma, 1971. Id.,
«Hacerse personalmente adultos en Cristo», en AA.VV., Problemas y perspectivas de
espiritualidad, Salamanca, Sígueme, 1986. - R. Zavalloni, «Madurez espiritual»: Nuevo
diccionario de espiritualidad, Madrid, Paulinas, 1983.-Benedict Groeschel, Crecimiento
espiritual y madurez psicológica, Madrid, Atenas, 1987. - San Gregorio de Nisa, Sobre la
vida de Moisés, Madrid, Ciudad Nueva, 1993. - AA.VV., «Crecimiento psicológico y
crecimiento espiritual»: Vida religiosa 42 (1977) 331-399. - Charles André Bernard,
Teología espiritual. Hacia la plenitud de la vida en el Espíritu, Madrid, Atenas, 1994. - R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Bs. As., Desclé, 19444. - Comisión
Episcopal del Clero, Espiritualidad del presbítero secular, Madrid, Edice, 1987 (Simposio).
Id., Espiritualidad sacerdotal, Madrid, Edice, 1989 (Congreso). - A. Marchetti,
Espiritualidad y estados de vida, Madrid, Ede, 1968. Complementos de los tres «estados»,
sacerdotal, religiosa y laical, con doctrina del Vaticano II, D. de Pablo Maroto.

Este capítulo trata de situar la santidad o la espiritualidad en un sujeto que la viva, sea
una persona, el cristiano, o una colectividad, la Iglesia. El tema no es frecuente en los
manuales de teología espiritual, al menos no se le dedica la extensión que se merece. ¿Se
supone que todos los temas tratados en teología espiritual necesariamente se ordenan al
hombre que es el que vive el misterio de Dios? Pero, aunque así sea, sabemos que no todos
los hombres son iguales, y por eso la «espiritualidad», sustancialmente idéntica como
realidad objetiva, difiere cuando es vivida por los distintos sujetos. El hecho de que el
concepto de santidad se haya interpretado de manera diferente en los distintos siglos, de que
haya habido «Escuelas de espiritualidad», indica que lo «santo» recae sobre sujetos
condicionados por muchas circunstancias. Esta simple referencia nos introduce en el tema
del sujeto de la santidad.

No obstante esta apreciación general que me parece verdadera, hay que reconocer
también que algún manual lo trata exhaustivamente, como el de Charles A. Bernard: Teología
espiritual. Hacia la plenitud de la vida en el Espíritu. Nada menos que seis capítulos (VI-
XI) dedica al tema pero bajo los más insospechados matices. Por ejemplo, la relación del
Espíritu y los sentidos, el lenguaje simbólico (cap. 6); la vida afectiva (cap. 7); la dualidad
hombre-mujer (cap. 8); las disposiciones personales, como el carácter y las condiciones
sociológicas (cap. 9); el humanismo sobrenatural (cap. 10); y, finalmente, el hombre en
cuanto pecador, con la secuela correctiva de la ascesis como control de las pasiones (cap.
11). No es necesario - creo- un tratamiento tan extenso en un manual de teología espiritual;
además, algunos temas aparecen en nuestro Manual en otros contextos. Sí conviene recordar
ese amplísimo panorama para caer en la cuenta de la importancia del sujeto-hombre en la
descripción del «camino cristiano» que es también subjetivo.

Aquí vamos a estudiar no sólo el problema de la persona en sí misma, de la vivencia


subjetiva de la vida espiritual y sus etapas de crecimiento; y el sujeto colectivo, en sus
distintos «estados» de vida; sino también del «camino» objetivo, su evolución histórica, los
«grados» o «vías» en que ha sido propuesto.

1.Persona espiritual y circunstancia

El sujeto de la santidad no es otro que el hombre que vive la experiencia cristiana de


la salvación, pasando de una situación pecadora a la condición de hombre nuevo. Si
teológicamente el hombre es parte del misterio de Dios, científicamente sigue siendo un
desconocido1.

Ya advertimos al principio que la distinción entre cuerpo, alma y espíritu no se funda


en una antropología bíblica, sino que procede de la filosofía platónica-gnóstica. Hoy se está
insistiendo en la unidad del ser, en el hombre, persona encarnada.

«Lo que llamamos cuerpo es, de hecho, la condición encarnada del espíritu o el
alma. El alma, mucho más que poseer su cuerpo, "es" su cuerpo. Es preciso insistir en
la importancia del cuerpo tanto en la oración como en los gestos caritativos. El alma es

1
Cf. el clásico Alexis Carrel, La incógnita del hombre. El hombre, ese desconocido, Barcelona, Iberia,
1949.
el principio de emergencia espiritual y se manifiesta incesantemente por medio del
cuerpo. Dios ama al hombre en su unidad y lo llama a través de todo lo que es»2.

Unas notas nada más de este complejo mundo del sujeto de la santidad. Antes de
iniciarlo, advierto que, cuando hablamos del «sujeto» de la teología espiritual, nos referimos
al hombre que hace la experiencia del «camino cristiano», no al hombre en cuanto es «fuente»
del tratado, como dejamos establecido al estudiar el tema de las fuentes [cf. cap. II, 5, C) 3)].

Aludimos sólo a dos factores que interfieren en el camino de un hombre espiritual: a)


su constitución bio-psíquica; y b) el entorno histórico-social y ambiental.

A) Constitución bio-psiquica e incidencia en la vida espiritual

Muchos de los clásicos «espirituales» de todos los tiempos se han fijado en un


crecimiento «ad intra» de la persona y su relación con Dios, teniendo en cuenta sólo el
elemento gracia. Era simplificar demasiado las cosas.

Conociendo la red de fuerzas operantes sobre el sujeto que se hace santo, se puede
entender la complejidad del problema teórico y práctico. Todos esos componentes inciden en
el carácter, y éste en la concepción y vivencia de Dios, de la religión, de la vida espiritual.
Teniendo en cuenta estas diferencias, nos explicamos las distintas prácticas y exigencias
espirituales. Las incidencias no son constatables sólo en los niveles populares, sino que
afectan también a las élites sociales, culturales y espirituales, aunque por razones distintas.

Ante la imposibilidad de un estudio comparativo de todos estos factores con el


desarrollo de la vida espiritual, y por poner un ejemplo más concreto de diferenciación de la
experiencia religiosa fundada en la estructura psicológica, vale la pena recordar el trabajo
que realizó Alejandro Roldán hace años teniendo en cuenta los distintos caracteres humanos
según la clasificación de Sheldom. De esa confrontación se explicaban algunos hagiotipos
cristianos que resultan interesantes.

Según eso, los tres componentes radicales del hombre son: viscerotonía, somatotonía,
cerebrotonía. Dependiendo del predominio de algunos de esos componentes, el hombre, sin
excluir el hombre «espiritual», reacciona ante los estímulos externos e internos generando
una serie de comportamientos santos o pecadores, una forma de vivir la espiritualidad u otra.

La viscerotonía «viene a ser -en frase gráfica de Sheldom- como un deseo manifiesto
de abrazar al ambiente haciéndolo sustancia propia ... Los viscerotónicos son hombres

2
Philippe Ferlay, Compendio de la vida espiritual, Valencia, Edicep, 1990, p. 186.
pegados a la tierra y sin prisas, groseros, glotones, posesivos. En los niveles altos de cultura,
irradian cordialidad, estabilidad ... ».

La somatotonía «representa el elemento "mocional" de la vida. Es el deseo de acción


vigorosa y de subyugar al perimundo a su voluntad. Los somatotónicos son conquistadores,
su mayor placer es superar obstáculos, y su infierno, la inacción. Se caracterizan por la
resistencia física junto con la moderación en el sueño y el alimento».

La cerebrotonía «representa el elemento de inhibición y freno. Su característica es la


hiperatencionalidad. Incapaz de relajación periférica, el cerebrotónico es crónicamene
consciente de su tensión interna, aunque no necesariamente turbado por ella ... Por eso
necesita más sueño y es sensible a la fatiga ... es idealista y volcado a su interior»3.

El autor estudia algunos modelos de santos aplicando los principios expuestos en su


obra: San Francisco de Sales, San Francisco Javier, San Juan Berchmans, como
representantes de «tres concepciones de la caridad». Y, al final, curiosamente, presenta a
Jesucristo como el hiperhagionormo4. Para el autor, «Jesucristo, como fórmula hagiotípica
777 ... , viene a ser la clave de bóveda de la ascética diferencial»5. El biotipo y el psicotipo
forman la base de su naturaleza humana (el ser hombre). «Sobre esa base natural se estructura
el hagiotipo, que como ya notamos, es en Cristo el hagioformo, puesto que en él no hubo
progreso real en las virtudes. Lo que definitivamente distancia a Jesucristo de los hombres es
el hagiotipo»6.

Esto sea dicho sólo como lejana aproximación a un tema apasionante que no debe
descuidar el teólogo espiritual, el pastoralista, el acompañante espiritual, etc. Aquí interesa
solamente llamar la atención sobre la incidencia de los componentes psíquicos en la
realización de la santidad. El hombre es «su ser» y también su «circunstancia». El «santo» es
una psicología encarnada, un hombre real, y llega a serio con y por su modo de ser
acompañado de la gracia. Naturaleza y gracia se complementan. Es el hombre total el que se
va haciendo santo. Las fuerzas bio-psíquicas del compuesto humano se abren a la gracia
transcendente, se despliegan sobre el mundo, para generar el «hombre nuevo».

Esta simple apelación al «hombre real» que se hace santo, nos lleva, en primer lugar, a
la confrontación entre las fuerzas psicológicas y espirituales que laten en el interior del sujeto
para constatar la incidencia de cada una de ellas.

Se han ideado varios «modelos» de relación entre psicología y espiritualidad: el del


paralelismo, cuando a la santidad en sentido teológico se une la armonía de las funciones

3
Cf. A. Roldán, Introducción a la ascética diferencial, pp. 31 y 58-59.
4
Pp. 318 y ss.
5
O. c., pp. 319-462.
6
lb., p. 358.
psicológicas. Existen modelos históricos en los que los dones de naturaleza y gracia son
abundantes. Por ejemplo, Santa Teresa de Jesús, San Francisco de Sales, San Juan Bosco,
etc. Pocos modelos se pueden encontrar en los que teólogos y psicólogos se pongan de
acuerdo. El modelo del contraste se expresa en seres a veces extraños, atormentados por
escrúpulos, obsesiones, aunque sean noches o pruebas de Dios, la ascesis exageradas, la
absorción por la transcendencia que da la impresión de ser una persona «alienada», enajenada
por lo divino, etc. Y, finalmente, el de la coexistencia de los dos modelos porque ninguno de
los dos son excluyentes, sino que generalmente se encuentran integrados en las personas
reales, dependiendo de los carismas recibidos (gracia) y constitución psicológica
(naturaleza)7.

Descendiendo más a la realidad, como ley general y desde la teología, se puede


establecer que

«la posibilidad de la comparación entre crecimiento espiritual y crecimiento


psicológico está fundada, sobre todo, en el hecho de que la Revelación aceptada por la
Iglesia conoce diferentes cualidades humanas positivas que no son idénticas a la
perfección espiritual... El experto en teología espiritual concentra su atención en el
creyente y distingue el crecimiento espiritual del psicológico como dos dimensiones de
asimilación personal de la vocación a la salvación»8.

Y desde la psicología también se puede establecer como postulado que el crecimiento


o madurez espiritual exige una cierta salud psicológica; y que una auténtica madurez
espiritual será garantía de buena salud mental. «Interesa distinguir bien -escribe Bouchet- el
equilibrio psicológico del espiritual. Este último no puede existir sin que ejerza una
influencia, aunque sea mínima, sobre el primero, no es cierta la inversa». «Es raro que una
crisis psicológica no repercuta en la vida espiritual y viceversa».

Pero no se puede establecer como axioma absoluto, porque la historia de los santos,
aun de los canonizados, nos muestra que no siempre son modelos psíquicamente perfectos9.

7
Cf. Zoltan Alszeghy, «Discernimiento teológico sobre madurez psicológica y crecimiento espiritual»:
Vida religiosa 42 (1977) 371-377.
8
Z. Alszeghy, «Relaciones entre crecimiento psicológico y crecimiento espiritual»: Vida religiosa 42
(1977) 339 y 341.
9
J. René Bouchet, «Relaciones entre crecimiento psicológico y crecimiento espiritual. Precisiones desde
el campo de la formación»: Vida religiosa 42 (1977) 334-335. Un trabajo por hacer sería la confrontación de
un tratado de psicología y cualquiera de las grandes síntesis espirituales de tipo autobiográfico. Propongo,
como posibilidad, dos obras. Por una parte, C. Rogers, El proceso de convertirse en persona, Barcelona-
Buenos Aires-México, 1984. Y Las Moradas, de Santa Teresa. Aunque sea como pura anécdota, se puede
recordar la obra de Jerónimo Moretti, Los santos a través de la Escritura, Madrid, Studium, 1964, curioso
análisis grafológico que confirma la existencia de sus deficiencias psíquicas o morales. Algunos son
significativos, como el de San Alfonso Ma. de Ligorio, Gema Galgani, Ignacio de Loyola, Juan de la Cruz,
Teresa de Jesús.
B) El entorno múltiple

En el hombre inciden otras fuerzas: el factor tiempo interno o subjetivo, que impone
un ritmo biológico de crecimiento (desde la infancia a la ancianidad) y conlleva variaciones
importantes en la existencia humano-cristiana. O el tiempo externo. Por ejemplo, no es lo
mismo vivir en el siglo XII que cercanos al segundo milenio. El factor ambiental (espacio
geográfico, diferentes culturas, presiones económicas, sociales, familiares ... ). Es distinto
habitar en el agro que en medio de la gran ciudad; en una familia socialmente normal o
desunida; que vive en la abundancia o en la carencia de los medios necesarios para la
supervivencia; vivir en el primer mundo o en los cinturones de miseria de las grandes
ciudades de Occidente o en cualquier del tercer mundo. Y por último, el factor sobrenatural,
el don de Dios que no está sometido a normas, que viene a ser el motor de la vida espiritual.

Basta esta mera alusión a las «circunstancias» que subyacen en el hombre real que vive
la espiritualidad para damos cuenta de la complejidad del problema que aquí se trata.

Si tuviésemos que hacer un retrato robot ideal de un santo desde todos los componentes
necesarios, habría que pensar en que la sustancia está en lo ontológico, la gracia sobrenatural.
No puede faltar el aspecto moral, tan amplio como exijan las circunstancias que arranque de
la fe y la experiencia de Dios. Y, finalmente, lo psicológico, como soporte subjetivo humano
sobre el que descansan las otras estructuras. Una personalidad madura por esta urdimbre de
fuerzas humano-divinas, ya puede vivir la aventura de la gran comunidad: la Iglesia y la
sociedad.

2. Las «vías» o «grados» del camino espiritual

También aquí no podemos dejar de hacer una simple referencia al menos a este
amplísimo problema histórico y doctrinal. La santidad, como realidad ontológica y
existencial, ha sido medida en «grados» de perfección o caridad; pero el camino hacia ella se
ha expresado en «vías». Veamos el proceso.

A) La Sda. Escritura: el A. Testamento

El fundamento para hablar de un crecimiento espiritual está en la Escritura, que habla


del progreso de la revelación objetiva y de la asimilación subjetiva de la misma por ciertos
creyentes privilegiados. El hecho de hablar de un antiguo y de un nuevo testamento, indica
que, objetivamente, se ha dado una revelación progresiva y una experiencia de la misma en
el pueblo, desde la elección de Abrahán hasta la muerte y resurrección de Jesucristo, desde
el Génesis al Apocalipsis. La historia se realiza en la categoría tiempo que -según la Biblia-
evoluciona

«a partir de un principio, arjé, pasando por unos momentos culminantes, kairoi, para
llegar a una plenitud o pleroma y terminar con una culminación o esjatón. Esa
concepción difiere totalmente de la helénica y de la de muchas religiones orientales,
que es cíclica a base de repetición y reactualización de determinadas gestas
primordiales realizadas por los dioses y los héroes, y que tienen valor absoluto»10.

Lo mismo se podía decir de otra experiencia vivida por el pueblo de Israel, que es la
Alianza, que admite un progreso desde una mera promesa en Abrahán, pacto bilateral en
Moisés, nueva alianza en los profetas y sobre todo en Cristo. El aspecto objetivo de la
revelación y el subjetivo de la aceptación por el pueblo se interfieren y se complementan. El
hecho de proponer la Alianza bajo la metáfora del camino ya es muy significativo; camino
que es también éxodo salvífico, exilio y vuelta.

Camino objetivo es el presentado en la Escritura que se hace paradigma de la


experiencia subjetiva.

«Hemos hablado en estas páginas de crecimiento objetivo y de crecimiento


subjetivo. Si la santidad o maduración espiritual se vinculan a las etapas superiores de
la revelación, se infiere que el hombre que ha vivido en épocas posteriores ha de gozar
de una santidad y de una madurez superior. Pero existe otro hecho en el que ahora nos
queremos fijar: ¿no será la historia de la salvación, con su progreso en las creencias,
como paradigma que de una forma misteriosa ha de recorrer todo hombre? ... ¿Sería
demasiado afirmar que todo hombre, antes de llegar a la madurez en Cristo, ha de
recorrer de un modo misterioso las etapas señaladas en la historia de la salvación? Es
evidente que no tenemos ninguna apoyatura bíblica fuerte para mantener este aserto.
Si así fuera, la Biblia se convertiría en el manual espiritual de cada cristiano, donde
podría descubrir el estado de su alma y el camino a recorre!:" pues en ella se hallaría
hecha letra la propia existencia»11.

B) La Sda. Escritura: el N. Testamento

En el N. Testamento hay que distinguir una doctrina y unas actitudes que dan a
entender cómo existe, por una parte, la oferta del Reino de Dios, y, por otra, la aceptación de
los creyentes en Cristo. Por ejemplo, las metáforas de la semilla que crece (Mt 13, 3-8); de
Cristo como «Camino» (Jn 14, 6), del que se deriva el «seguimiento», sin connotación ética,
sino en el sentido de imitar sus actitudes fundamentales. La experiencia de éxodo reflejada
en algunos textos de San Pablo, aplicados a la liturgia bautismal (cf. 1 Cr 10,6-12). Así como
otras metáforas como la de la carrera (1 Cr 9, 24-27), que conduce a la meta Cristo (Fil 3,

10
M. García Cordero, Teología de la Biblia. I: Antiguo Testamento, Madrid, BAC, 1970, pp. 535-536.
11
Secundino Castro, «Teología de la maduración espiritual» l. c., pp. 306-307.
13-14). El sentido de la peregrinación que es la vida humana, desarrollada por Pedro y la
epístola a los Hebreos12.

El «camino cristiano», tal como es presentado en los Hechos (9, 2; 18, 25; 19, 9.23; 22,
4; 24, 14.22), lleva consigo una iniciación en la fe-bautismo-conversión; y una maduración
en el seguimiento-muerte-resurrección. Ese camino ha sido recorrido -según el evangelista
Juan- por algunos personajes que acceden a Jesús desde distintos presupuestos: Nicodemo
(desde el judaísmo ortodoxo) (Jn 3, 1-21); la Samaritana (desde el judaísmo herético) (Jn 4,
1-42); el funcionario real (desde la paganía) (Jn 4, 46-54).

Pablo habla en varias ocasiones de los que son «niños en Cristo», incapaces de digerir
«el alimento sólido» (1Cr 3,1-3), y de los que son «adultos» (Hb 5, 13-14). Sabe que la meta
es llegar a ser un hombre perfecto, consiguiendo la «plenitud de Cristo» (Ef 4, 13); un
«hombre nuevo», un «hombre espiritual», que analizaremos después (cap. VI, 3, C), son
términos equivalentes.

Concluimos esta breve referencia tanto al A. como al N. Testamento, insistiendo en


que no determinan con exactitud la gradualidad de una «vía» de perfección o sus «grados».
Sin embargo, sí que existe en el A. Testamento una revelación progresiva que va de la primera
experiencia salvífica hasta la culminación en Cristo; Se clarifica la imagen de Dios hasta
llegar al Dios Padre predicado por Jesús. De una salvación exclusivista del pueblo de Israel
se abre a la universalidad de todas las naciones. La ley escrita en piedra en tiempo de Moisés
se transforma, en los profetas y Jeremías, en la ley del Espíritu. Toda esta revelación objetiva
es asumida por el pueblo de varias maneras. Por ejemplo, el culto externo y en un lugar
concreto, el templo, evoluciona hacia un culto interno «en Espíritu y verdad». La relación
del hombre creyente con el Padre no se funda en el temor, sino en clamor filial, etc.

En el N. Testamento, se da un progreso con mayor evidencia no sólo en la revelación


sino en la captación subjetiva del mensaje: existe un comienzo, una maduración y una
plenitud. Se entra en el camino mediante la fe-conversión- bautismo; se madura en la lucha,
en la imitación-seguimiento de Jesucristo; se culmina la carrera en la transformación en
Cristo. Pablo puede ser un modelo total.

Pero quedan muchos interrogante s por resolver a la hora de confirmar el valor


subjetivo de ese crecimiento a que nos hemos referido, porque todo lo dicho se enmarca más
bien en la revelación objetiva. Los Evangelios no son historia realizada, sino camino por
recorrer, ofertado a los hombres para que hagan la experiencia de la primera comunidad de
Jerusalén. ¿Se puede decir que -según el N. Testamento el hombre acepta gradualmente el
proyecto que Cristo le ofrece? ¿Se puede decir que esta aceptación tiene grados? ¿Cuál es

12
Cf. estos datos en S. di Fiores, «Itinerario espiritual» en Nuevo diccionario de espiritualidad, Madrid,
1983, pp. 735-737. También, C. Spicq, Vida cristiana y peregrinación según el N. Testamento, Madrid, BAC,
1965.
la naturaleza de estas etapas? ¿Cómo se demuestra empíricamente, o al menos cuáles son los
indicios éticos, morales, psicológicos, ontológicos o espirituales, para decir que el hombre-
redimido está en una u otra etapa del camino, en una u otra fase del crecimiento? ¿Cómo se
expresa -en caso afirmativo- en el N. Testamento el camino gradual del ser cristiano? ¿En
metáforas, en símbolos, en afirmaciones generales, describiendo con detalle el camino?
Todas estas preguntas tienen que ser -deberían ser, al menos respondidas- para demostrar que
el N. Testamento es un camino hacia una meta y que se recorre por etapas, y que fundamenta
la tesis de la gradualidad de la vida espiritual13.

C) Lecciones de la historia

Los primeros que expusieron el «camino espiritual» por grados o etapas fueron los
grandes maestros espirituales a los que nos hemos referido algunas veces. Pero les falta
sistematicidad, porque su doctrina surgía al calor de la circunstancia: sermones, homilías,
tratados polémicos. Cuando decimos que esos escritores expusieron un «camino» progresivo
hacia la santidad, nos estamos refiriendo a acomodaciones posteriores. En los primeros
maestros se encuentra la vida; en los teólogos sistemáticos posteriores, doctrina.

1) Clemente Alejandrino (150-212)

Fue el primero en presentar -según creo- los distintos estadios de la vida espiritual. La
finalidad de su sistema espiritual es describir un camino para el gnóstico cristiano. El
fundamento está en el bautismo, sobre el que asientan las diferentes etapas de la vida
espiritual. Si los catecúmenos son «carnales»; los bautizados son «espirituales». El bautismo
es la base y la culminación del proceso:

«Bautizados -escribe- somos iluminados; iluminados somos adoptados por hijos;


adoptados, somos perfeccionados; perfectos, nos volvemos inmortales» (Pedagogo, 1,
6. PG 8, 282).

2) Orígenes (185-252)

Orígenes emerge en Alejandría como manantial para toda la espiritualidad posterior,


especialmente en la edad media, poniendo los cimientos para organizar la teoría de un camino
espiritual que se recorre por etapas, «vías» o «grados». El Alejandrino ha unido
ingeniosamente tres significaciones ternarias. De la antropología platónica asume la triple
división del hombre en cuerpo, alma y espíritu; lo aplica al triple sentido de la Escritura:
histórico, alegórico-tropológico y anagógico; y a los cristianos que están en los tres posibles
estadios de la vida espiritual: principiantes, proficientes y perfectos. (De principiis, IV, 11.
PG 11, 363-366).

13
El tema en la Escritura lo expuse más ampliamente en «El camino espiritual», l. c., pp. 17-26.
Utiliza también algunos hechos de la historia de la salvación. Por ejemplo, la salida de
Israel de Egipto, el caminar por el desierto, el encuentro con la luz y la nube de Dios, la
llegada a Palestina, permanente referencia para los escritores espirituales, tentaron también a
Orígenes para proponerlos como paradigma de un recorrido desde el pecado a la santidad.
Bautismo, renuncia y muerte, y la resurrección serían los polos de desarrollo de ese caminar
del cristiano hacia la santidad (cf. Hom. in Exodum, V, PG 12, 325-331).

3) Gregorio de Nisa (335-394)

Es el más místico de los Padres capadocios y autor decisivo también para establecer la
teoría de las «tres vías». Utiliza la experiencia de Moisés para describir las etapas de un
camino espiritual, en una ingeniosa doble lectura del ilustre personaje bíblico. La primera, la
lectura histórica; la segunda, la teoría o contemplación. En ese comentario establece que la
perfección es un progreso que no tiene límites:

«Con respecto a la virtud, hemos aprendido del Apóstol, que el único límite de la
perfección consiste en no tener límite (FI 3, 13) ... Porque todo bien, por propia
naturaleza, carece de límites, y sólo es limitado por la presencia de su contrario, como
la vida es limitada por la muerte y la luz por la tiniebla ... así el pararse en la carrera
hacia la virtud es el principio de la carrera hacia el vicio».

La razón última de la carencia de límites en la perfección es que ésta consiste en buscar


a Dios, la infinita bondad.

«Por tanto -concluye el gran Capadocio- es imposible alcanzar la perfección,


pues, como ya se ha dicho, la perfección no está circunscrita por límite alguno; el único
límite de la virtud es lo ilimitado».

Al final de la obra y del recuento contemplativo de la vida de Moisés, el autor recuerda


que

«el constante progreso de la vida hacia lo mejor es para el alma el camino hacia la
perfección».

Finalmente, la vida espiritual perfecta excluye el temor del castigo, la esperanza de la


recompensa como algo interesado; incluye, sin embargo, el temor a perder la amistad de Dios
y la esperanza de las promesas. La vida perfecta se resuelve en una sola cosa: «llegar a ser
amigos de Dios», que es, «en mi opinión -escribe- la perfección de la vida». Así concluye el
tratado14.

4) Dionisio Areopagita (siglos V-VI)

Es el autor más influyente en el uso de la nomenclatura de las tres «vías», purgativa,


iluminativa y unitiva, contenidas de modo implícito en su vocabulario. Pero la tesis tiene
poco fundamento si se busca una articulación bien desarrollada. Dionisio es dado a las
divisiones tripartitas, tanto referidas a las jerarquías celestes como las eclesiásticas y el
mismo pueblo de Dios. El paradigma originante está en las jerarquías del cielo, que son
purificadas, iluminadas y perfeccionadas. Las potestades angélicas se dividen en tres tríadas
y tres jerarquías (De cae les ti hierarchia, caps. 6-10). De ahí desciende a las de la Iglesia
terrestre donde encuentra dos tríadas con tres órdenes cada una: diáconos o ministros,
sacerdotes, obispos, que tienen tres funciones: purificar, iluminar y perfeccionar (De
ecclesiastica hierarchia, cap. 5). Finalmente, existen tres órdenes que reciben las funciones
de los órdenes eclesiásticos: catecúmenos, pueblo fiel y monjes, que son purificados,
iluminados y perfeccionados por los diáconos, sacerdotes y obispos, respectivamente (De
eccl. hier., cap. 6). De esta visión arranca que los obispos están en estado de perfección (son
de hecho santos: «In statu perfectionis adquisitae», acotará la Escolástica) porque tienen que
santificar. Y los monjes (después los frailes) están en el mismo estado, pero no adquirido
todavía, sino en vías de perfección («In statu pefectionis adquirendae», dirán los mismos
teólogos escolásticos y el Derecho canónico)15.

Es importante advertir que la triple función de la tríada eclesiástica está vinculada al


ejercicio del sacramento del orden, es decir, la espiritualidad se encarna en la liturgia de la
Iglesia a través del ejercicio sacramental, lo que da garantía de objetividad a la espiritualidad
que de allí se deriva. Los diáconos purifican mediante la catequesis; los sacerdotes iluminan
mediante el bautismo; los obispos perfeccionan mediante la confirmación y eucaristía16.

5) Otros representantes

Antes de proponer otras fórmulas alternativas, tenemos que referimos a un cartujo


medieval, de suma importancia en los siglos posteriores y que llega a los autores españoles
del siglo XVI. Me refiero a Ruga de Balma († finales del siglo XIII), que estructura su obra
Theologia mystica sobre las clásicas vías purificativa, iluminativa y unitiva. Por eso es
conocida con el título de De triplici via. En su tiempo comenzaba a vulgarizarse la

14
De la vida de Moisés, nn. 5-10, 306, 318 y 321. Ed. c., pp. 65-69, 234, 238 y 240. Alargando la visión a
otras obras, la doctrina sobre las tres etapas de la ascensión espiritual está unida a la vida litúrgica, como en
otros grandes autores de la antigüedad. El bautismo sería la vía purgativa; la confirmación, equivale a la vía
iluminativa, y la Eucaristía a la unitiva. Cf. Jean Marie de la Trinité, «Un témoin du progres spirituel: Saint
Grégoire de Nysse»: Carmel (1966) 107. Todo el artículo, pp. 105-119.
15
Cf. en Obras completas del Pseudo-Dionisio Areopagita, Madrid, BAC, 1990, pp. 143-164; 235-253.
16
Cf. más datos, en D. de Pablo Maroto, «El camino cristiano ... », l. c., pp. 34-38. Y Jesús, Castellano,
«La mística dei sacramenti dell'iniziazione cristiana», en La mística, II, Roma, Cittá Nuova, 1984, pp. 77-111,
especialmente pp. 79-80.
terminología y él contribuyó como el que más a su difusión al haberse incluido la obra entre
las de San Buenaventura17.

Otra formulación paralela arranca de San Agustín († 430) que supone otra medición de
los «grados» de la vida espiritual. No es la «gnosis» ni los distintos «estados» de la persona
en la Iglesia (clero, monjes, laicos), sino el dinamismo de la caridad. El amor o el odio a
Dios, dicotomía dialéctica interior, se proyectan sobre la sociedad construyendo dos ciudades
respectivamente, la de Dios y la del diablo18. Si la santidad cristiana es esencialmente gracia,
el itinerario será crecimiento en la caridad-amor, que puede ser incipiente, proficiente, grande
y perfecta19.

Esta terminología fue aceptada por Santo Tomás de Aquino (1225-1274) y por los
Escolásticos, quienes dividieron a los cristianos, según el grado de la caridad, en «incipientes,
proficientes y perfecti»20. La manualística posterior fijó las dos nomenclaturas y las aplicó
con rigidez al proceso espiritual. La vía purgativa o de principiantes, en la que el alma se
purifica mediante la penitencia y la lucha contra el pecado. La vía iluminativa, o de
aprovechados, en la que se practican las virtudes. Y la vía unitiva o de los perfectos, meta de
la santidad.

En la historia de la espiritualidad han aparecido más formulaciones que no se atienen


a este canon. Por ejemplo, San Benito de Nursia († 547) quien en su Regla describe el
«camino» cristiano del monje siguiendo los doce grados de humildad, que son conocimiento
de la propia nulidad y reconocimiento del Dios transcendente.

San Gregario Magno († 604), para quien el «camino» es un retorno al paraíso. El


paradigma del camino está en la Sda. Escritura, desde el Génesis (creación-caída) hasta el
Apocalipsis (liberación suprema). Los «grados» de la vida espiritual son siete, como siete
son los dones del Espíritu Santo, como siete son las gradas del templo de Jerusalén.

Para San Bernardo de Claraval († 1153) el «camino» cristiano que se recorre en un


primer momento descendiendo doce peldaños hacia la mentira y el desamor (aspecto
negativo), que tienen que ser superados por los doce grados de humildad-amor (aspecto
positivo).

Finalmente, algunos son todavía mucho más libres, como San Juan de la Cruz († 1591),
quien insiste en el camino de la teologalidad, fe-esperanza-caridad (Subida del Monte

17
Cf. D. de Pablo Maroto, Amor y conocimiento en la vida mística, Madrid-Salamanca, Fund. Univ. Esp.-
Univ. Pontificia, 1979. Ha sido editada la traducción castellana de Sevilla, 1514, Sol de contemplativos, por T.
Martín, Salamanca, Sígueme, 1992.
18
De civitate Dei, XIV, 28.
19
De natura el gratia, 70, 84, PL 44, 290.
20
Summa Theologica, II-II, q. 24, a. 9.
Carmelo, Noche oscura), y sobre todo en el dinamismo del amor (Cántico espiritual y Llama
de amor viva). Santa Teresa de Jesús († 1582), lo funda en el progreso de la oración como
diálogo amoroso con Dios (Las Moradas). Santa Teresita del Niño Jesús († 1897) describe
el camino de la confianza (Historia de un alma). Y así sucesivamente21.

D) Precisiones a la Escritura y a la historia

De los análisis realizados hasta aquí se deduce que tanto la Escritura como los
«espirituales» (Padres, teólogos y místicos) han presentado un camino cristiano que se
recorre por etapas y que admite grados. Que, durante siglos, ese esquema se mantuvo in
alterado y admitido sin que fuese cuestionado. Y que ayudó a comprender los elementos
constitutivos de la santidad cristiana.

Pero desde mediados del siglo XX, al menos, las críticas han aumentado y han surgido
nuevas explicaciones. Veamos algunas.

Karl Rahner hizo una crítica a la visión tradicional del «camino espiritual» dividido en
«vías» o «grados», como hemos visto en el recorrido histórico. Rahner no quiso dar una
solución definitiva, sino cuestionar («das Problem») los supuestos que en la tradición se
habían ofrecido sin más. Le parece flojo el fundamento bíblico y el de la Tradición. Dicho
entre paréntesis, a mi juicio ese aspecto de la crítica de Rahner es la más floja. Sí son
acertadas las razones que esgrime desde la dogmática y la razón misma de la virtud22.

Por ejemplo, se podría pensar que el crecimiento de la perfección se mide por el


aumento de la gracia santificante, que crece con cada obra bien hecha, según la teoría del
mérito. Esto significa una concepción demasiado cuantitativa e impersonal de la gracia-
santidad. Además, podría darse el absurdo de que creciera la gracia (porque no se ha cometido
ningún pecado mortal) y no creciera la perfección moral, cosa hipotéticamente posible (pp.
21-22).

Es también artificial la equiparación de la perfección de los actos morales con las fases
de la vida espiritual, entendidas éstas en sentido de que se desarrollan unas después de otras.
Es posible que un incipiente (en la vía purgativa) realice en un momento dado un acto
correspondiente al estado de los perfectos. Por ejemplo, un acto heroico es posible realizarlo
en cualquier momento de la vida, como a veces lo hemos constatado. ¿Qué ha sucedido? ¿Se
han recorrido todos los pasos de modo condensado? ¿O es un «incipiente» aun en el caso de

21
Cf. algunos puntos de los aquí tratados más desarrollados en D. de Pablo Maroto, «El camino
espiritual», l. c., pp. 38-41. E Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 100-102 y 107115. Puede ser útil el
esquema que presentan J. Rivera J. Ma. Iraburu, Espiritualidad católica, Madrid, CETE, 1982, pp. 1012-
1016.
22
«Sobre el problema del camino gradual hacia la perfección cristiana», en Escritos de teología, III,
Madrid, Taurus, 1961, pp. 13-33.
haber obrado «heroicamente»? (p. 24). Opino, por mi parte, que puede también plantearse el
caso contrario de un perfecto que comete un pecado mortal.

Otra razón invocada por Rahner es que el crecimiento de las virtudes en el sentido
tradicional de las vías o grados se funda en que son hábitos operativos buenos y su mayor
radicación en la psicología humana. Este modo de presentar la virtud insiste demasiado en lo
psicológico y menos en lo ontológico, es decir, en lo adquirido, mientras que la santidad
cristiana pertenece al orden ontológico (pp. 27-29).

Sin querer sumar testimonios a esa crítica de Rahner, vale la pena oír algunas otras
voces. Por ejemplo, ya desde los años veinte, se venían poniendo objeciones a una visión
demasiado cerrada de las «vías» y «grados» de la vida espiritual. Así escribía uno de los más
importantes manualistas de esas fechas, Adeodato Tanquerey:

«La distinción de la tres vías no tiene nada de absoluto ni de matemático. a) Se


pasa insensiblemente de una a la otra sin que sea posible poner un valladar entre ellas.
b) El progreso, además, no siempre es constante; es un movimiento vital que tiene
diversas alternativas, flujo y reflujo, a veces adelanta, a veces retrocede; y hay tiempos
en que parece moverse mucho, sin que adelante cosa notable»23.

Para terminar con el tema, recordamos también la opinión de Federico Ruiz, que ve
«pros y contras», descubriendo en las fórmulas «tres excesos: teológico, pedagógico,
espiritual».

«Insensiblemente -continúa- los esquemas y las fases han pasado a ser categorías
de valoración moral y teologal: un principiante vale menos que un proficiente. Aquí
me parece que el esquema desborda su propia finalidad»24.

Concreta con algunos ejemplos la incoherencia de esas divisiones demasiado cerradas.


El progreso no es aplicable a todos los elementos que constituyen la vida espiritual: formas
de oración, vida teologal, etc. Por otra parte, resulta muy artificial por no tener en cuenta la
vida real de las personas. Sólo sirve para un diagnóstico general de la situación espiritual de
una persona. Propone «acentuar más la presencia y la influencia de las crisis en el proceso ...
Por último, yo diría que toda esa catalogación de síntomas ejercicios necesita una orientación
más decididamente teologal: se trata de crecer en el conocimiento de Cristo por la fe, el amor,
la esperanza y de ser transformados en el y por él» (cf. ib., pp. 491-493).

23
Compendio de teología ascética y mística, Toumai, Desclé, 1960, pp. 411-413.
24
Caminos del Espíritu, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 19782, p. 491.
Con anterioridad había escrito:

«Sin entrar en el mundo subjetivo en el que cada hombre es un mundo, la


dificultad de las clasificaciones es evidente. En primer lugar, el progreso espiritual tiene
varios aspectos: teologal, o de intimidad con Dios; moral, o de ejercicio virtuoso;
psicológico o perfección en las operaciones. Los tres sectores no avanzan
paralelamente. Puede suceder, en consecuencia-;-que uno sea principiante en un
sentido, proficiente en otro. En este supuesto resulta sobremanera equívoco clasificar
global mente a una persona en un grado determinado de los esquemas mencionados»25.

Finalmente explica el progreso en la vida espiritual como algo inexorable, como la


vida en que se inserta, que tiende a la madurez sin que sepamos cómo con mucha exactitud
ha descrito la auténtica problemática del hombre espiritual con la imagen de la espiral:

«Esta trayectoria -escribe- podemos fijada combinando dos direcciones: una


lineal, otra concéntrica. Existe una fuerza que empuja hacia adelante y hacia lo alto, en
un movimiento irreversible, aunque tenga sus altos y sus bajos. El movimiento lineal
del proceso debe completarse con otro de tipo concéntrico. Al mismo tiempo que
adelanta, advierte que de vez en cuando vuelve a encontrarse con las mismas
experiencias de la posición anterior. Juntando las dos líneas se obtiene la espiral. Así
es la vida. Como una escalera de caracol. Gira sobre sí misma y al mismo tiempo sube.
En cada vuelta completa vuelve a encontrarse en el mismo punto de orientación, pero
a nivel más alto. Así son las fases dela vida espiritual»26.

Al final del largo recorrido histórico, permítaseme hacer algunas observaciones.

La primera es que la visión tradicional de la vida espiritual se funda en una concepción


del obrar humano dividido en compartimentos estancos, cuando, en realidad, la vida, con
mayor razón la vida espiritual, es mucho más rica, más variable, y por eso mismo no
controlable por medidas experimentales. Por otra parte, los elementos de los supuestos ciclos
primeros de la vida espiritual tienen que repetirse en etapas superiores y al revés. Por ejemplo,
la conversión, actitud fundamental de los principiantes, tiene que encontrarse en todas las
etapas de la vida espiritual. Lo mismo se diga de las noches purificativas, la vida teologal, la
lucha contra el pecado y la adquisición de las virtudes, etc. Es decir, la vida espiritual es un
tejido sobre el que se van gravando, en sucesivos trazados, la imagen definitiva del santo.
Pero así como el pintor o el escultor vuelven siempre sobre su obra hasta hacer del lienzo, de
la madera, de la piedra o del bronce una obra de arte, así el cristiano va rescatando de la nada
de su ser la imagen de Cristo. En la vida real de la persona, en la sucesión de los años y en el
conjunto de las obras que el hombre hace, no todos los elementos de la santidad se desarrollan

25
«Le "etá" della vida spirituale», en l. c., p. 92.
26
lb., p. 99. Algunos textos y más amplia exposición en mi artículo «El camino espiritual...», l.c., pp. 43-
48.
de modo homogéneo y simultáneo, sino anárquico y libre. Sólo los dos polos, el primero y el
último, el desgarro de una vida rota y la santidad plena, tienen un dibujo claro. Los términos
medios tienen menos configuración en el análisis teórico y en la experiencia de la vida. Éste
me parece el verdadero ritmo del crecimiento de una persona espiritualmente adulta.

Segunda. El esquema tradicional -creo- adolece de larvado pelagianismo, cuando se


habla en la primera etapa de lo purificativo, de la ascesis, del dominio de las pasiones, etc.
Da la impresión de que la santidad es obra del esfuerzo humano, es decir, de lo «activo» del
hombre. A ella seguiría -según el esquema- otra fase entre activa y pasiva; y, finalmente, la
plenamente pasiva. En realidad, todas las etapas son, en cierto sentido, pasivas y activas, en
este orden, si no queremos caer en el pelagianismo. ¡Somos salvados!, decíamos al definir
teológicamente la santidad. La santidad del hombre, desde los primeros peldaños de la
escalera, es iniciativa divina. Sólo en una concepción de la vida espiritual como camino
«ascético» y «místico», como algo disociado y hoy superado, se puede enfatizar demasiado
lo activo en un período y lo pasivo en el siguiente. Lo mismo se puede decir de lo que parece
ser específico de cada una de las etapa. Se enfatiza demasiado en la primera lo purificativo,
cuando, en realidad, es propio de toda la vida; lo mismo se diga de los aspectos iluminativos
y unitivos. ¿Y por qué sólo «tres» vías o grados?

Tercera. La descripción pormenorizada del «camino» cristiano, tal como ha sido


realizada por la tradición en etapas o grados, no tiene fundamento bíblico suficiente, sino que
son acomodaciones fundadas en una antropología neoplatónica, con incidencias dualistas
gnóstico-maniqueas, que coloca la meta de la perfección en el desarrollo del conocimiento.

Cuarta. Por otra parte, la propuesta de grados y vías que han hecho los místicos y
autores espirituales como medida de la santidad adolece de interiorismo, de subjetivismo e
individualismo. De todo ello se deduce que esos parámetros no son igualmente válidos en
una época histórica que en otra. Ni siquiera el ejercicio de la caridad, que según una corriente
de pensamiento era la medida para distinguir las etapas de la vida espiritual, hoy está
controvertida. No la tesis teológica en sí misma, que es incuestionable, sino la praxis concreta
en un mundo realmente distinto al anterior por su pensamiento, costumbres y exigencias.
Quiere esto decir que los antiguos cánones pueden no ser útiles en una época que ha puesto
la meta de la perfección en la encarnación en los valores temporales, en el servicio a los más
necesitados. Por eso, ciertos «tipos» o «modelos» de santidad según las antiguas «vías» o
«grados» no tienen hoy el mismo significado. Es lógico que si existe variación en el concepto
y el ejercicio de la caridad-santidad, también variará su medida.

Quinta. La propuesta de los grados y vías es mera aproximación a la realidad viva y


cambiante de los espirituales. Se puede hablar de elementos predominantes en cada una de
las etapas: lucha-purificación, en la primera; estabilidad-madurez, en la segunda; perfección-
unión, en la tercera. Reconocemos que en este esquema existen líneas cruzadas, invasión de
una esfera a otra. Como existe en la vida la ambivalencia entre infantilismo, madurez y
heroicidad, salud y enfermedad.
3. Las fases de la maduración espiritual. Tratamiento personalizado.

Todavía quedan por resolver los signos de identidad de cada una de las fases en el ritmo
de crecimiento en la fe. Que existe o puede existir de hecho de que un progreso en la vida
espiritual es evidente. Lo dice, en primer lugar, la razón. La vida espiritual es, antes que nada,
una «vida», toda vida tiene que nacer, progresar y llegar a la plenitud. De lo contrario, la
analogía no serviría. Esta especie de axioma está confirmado por la experiencia propia y
ajena, comprobada en las personas que se han confesado en sus autobiografías, con este título
enmascaradas en obras más sistemáticas, como Las Moradas, de Santa Teresa; el Cántico
espiritual de San Juan de la Cruz; los Ejercicios espirituales, de San Ignacio de Loyola; el
Itinerarium mentis in Deum, de San Buenantura, etc.

Teniendo en cuenta todos los elementos que se interfieren en el sujeto que ce el


«camino cristiano»: los teológicos, los psicosomáticos, los socio-culturales, que hemos
analizado en el número anterior, bien se puede decir que existen en la vida real de los
individuos ritmos de crecimiento o maduración. No es la teología, o al menos ella sola, la
que determine las distintas fases, sino también la experiencia de los «espirituales». Si es
obvio que existe un ritmo de crecimiento, lo es menos determinar qué es lo constitutivo de
cada uno de ellos. Lo que aquí se diga es meramente orientativo debido al flujo y reflujo de
lo constitutivo de la santidad subjetiva, aunque fundado en lo objetivo de la misma: Cristo,
el Espíritu Santo, la liturgia, la Iglesia y la múltiple gracia de Dios. Lo carismático es
importante e imprevisible, como lo demuestra la historia de los grandes «conversos». Así ha
entendido San Juan de la Cruz el paso de la gracia que causa la conversión.:.

«Los actos espirituales, como en un instante se hacen en el alma, porque son


infusos de Dios. Pero los demás que el alma de suyo hace, más se pueden llamar
disposiciones de deseos y afectos sucesivos, que nunca llegan a ser actos perfectos de
amor o contemplación» (Llama de amor viva, 1,33).

Aun a sabiendas de la deficiencia del método y con el riesgo de dejar desdibujados los
distintos momentos fuertes del desarrollo espiritual, vamos a intentar una aproximación a la
situación del hombre real en cada uno de ellos. Téngase en cuenta que nunca se dan en estado
puro, sino que, como hemos dicho, elementos configuradores de un período reaparecen en
los estadios superiores. y que no hay que dar a estos «signos» un valor absoluto.

A) La iniciación cristiana

Ha sido, en muchas ocasiones, un aspecto casi olvidado por los autores espirituales,
especialmente por los místicos. Curiosamente se suponía, como en el Cántico espiritual de
San Juan de la Cruz. Por eso estaba poco matizada en la descripción del camino espiritual,
quizá porque la iniciación se la hacía coincidir con el bautismo recibido en la edad infantil,
o porque se insistía demasiado en su carácter penitencial.
Hoy ha adquirido nuevos perfiles, debido a varias causas. Hay una externa, de
sociología de la religión cristiana, de ejercicio pastoral de la Iglesia, y es la importancia que
se da a la catequesis previa al bautismo de adultos y de la confirmación en los adolescentes.
Además, algunos movimientos, como las comunidades catecumenales, dan mucho valor a
ese período de larga conversión mientras se hace la experiencia del «camino» a tenor de las
enseñanzas de las primitivas comunidades.

Pero hay una razón más teológica: la revalorización de la espiritualidad bautismal con
el uso de los arquetipos ancestrales de la luz, el paño blanco, el agua, el aceite que significan
la vida. En la Iglesia cristiana, el bautismo introduce en el misterio de la muerte y resurrección
de Cristo, según la interpretación mística de la tipología del agua, el paso del mar rojo que
hace Pablo (Rm 6,1-11). En la antigua Iglesia, el bautismo-iniciación tenía un carácter
mistagógico, de iniciación a la experiencia de los misterios salvíficos. Una vivencia del
bautismo hoy no puede olvidar la iluminación teórica de los contenidos teológicos y
mistagógicos para crear una «mentalidad de fe pública» en una Iglesia confesante; pero al
mismo tiempo tiende a crear una mentalidad de acción en una Iglesia comprometida y, en
cuanto tal, significante y creíble para creyentes y no creyentes.

La ascética clásica adscrita a este primer período de la vida espiritual -noches activas
del sentido en terminología menos usual pero más precisa- sólo tiene sentido desde su
integración en el bautismo y a través de éste en la muerte y resurrección de Cristo. Todo en
la vida cristiana adquiere sabor pascual cristológico. La ascética es símbolo del combate
cristiano de la fe27.

Cuando la iniciación se hace en un período biológico de adultez, el ingreso en el camino


se realiza en lo que se llama la «segunda conversión», estudiada por el psicólogo y el teólogo
espiritual. Acepto la interpretación del psicólogo A. Vergotte sobre la conversión religiosa.

«Al psicólogo, la conversión religiosa se le presenta como disgregación de la


síntesis mental y su sustitución por otra nueva síntesis, de manera que la conversión es
una especie de reestructuración de la personalidad. El término de conversión se emplea
frecuentemente, en psicología o sociología, para designar el cambio de opinión en
materia política, estética o social. Sin embargo, es raro que tales conversiones afecten
al hombre en profundidad, mientras que una verdadera conversión religiosa alcanza
siempre la raíz y el principio en que se organiza la personalidad. Es en su alma misma
donde, al decidir su adhesión a una religión, el hombre se compromete en una nueva
alianza con Dios, con los hombres y con el mundo»28.

27
Aportaciones valiosas al tema en Jesús Castellano, «Iniciación cristiana», en Nuevo diccionario de
espiritualidad, Madrid, Paulinas, 1983, pp. 706-721. S. de Fiores, «Itinerario espiritual», , pp. 744-745; todo
el tema, pp. 733-750.
28
Psicología de la conversión, Madrid, Taurus, 19753. Analiza a continuación cinco conversiones posibles
y termina interpretando la conversión desde la «experiencia religiosa» y las motivaciones. Cf. pp. 280-285.
Aunque todo esto puede ser exacto, es también verdad que, en los inicia)S en los ritos
sacramentales en edades inconscientes o semiinconscientes, como ha acontecido en la
cristiandad occidental desde el ingreso masivo de los bárbaros en la Iglesia, el proceso de la
«segunda conversión» es un fenómeno tardío, que marcaría más bien el inicio del segundo
período o el transito del primero al segundo, como ahora veremos.

B) Progreso o madurez

Ya hemos afirmado que la existencia del progreso puede y debe darse en toda vida
cristiana bien organizada hacia la meta; determinar el momento exacto o la serie de actos
indicadores del cambio es más problemático. Según los maestros experimentales, Santa
Teresa, San Juan de la Cruz, por ejemplo, sí que se dan signos, relacionados con el progreso
de la oración y contemplación, en el primer caso (Las Moradas); y con la vida teologal y la
forma de oración contemplativa en el segundo (Noche oscura, Subida del Monte Carmelo).
Pero no se puede extender el paradigma más allá de su significado.

A la hora de determinar las acciones concretas que un «aprovechado» o iluminado tiene


que cumplir, no caigamos en el vicio que antes criticábamos: explicitar su genero, el grado
de intensidad con que tienen que ser cumplidas, etc. Si la vida espiritual sigue un ritmo de
madurez normal, suponiendo que hubo una segunda conversión consciente seguida de la
recepción de los sacramentos de la iniciación (bautismo-confirmación-eucaristía), en el
momento de la iniciación (primera fase, o inicio de la segunda) queda todo el camino por
andar, no es más que el propósito de comenzar. Al comienzo de la maduración tienen que
aparecer atisbas de que la vida se está tomando en serio.

¿Qué tareas asignamos a este período de crecimiento? Se puede decir acertadamente,


aunque con cierta vaguedad, con Federico Ruiz, que es un tiempo de personalización y
consolidación». S. de Fiores explicita algunos rasgos más: «libertad de los hijos de Dios»,
«una fe sólida y personal», «discernimiento espiritual», «relación social y creativa»29.

A mi juicio, en este período de madurez la personalización de la vida de fe tiene que


cuajar en una serie de compromisos asumidos como opciones fundamentales, no sólo como
expresión de un convencimiento teórico, sino que se conviertan en praxis de cambio en la
propia persona y colaboren al cambio social en su mundo de inserción.

Me atrevería a proponer como especifico de este período la actitud de la esperanza,


como experiencia vital después del rito iniciático del bautismo, esencialmente una
experiencia de fe propia del primer período. En esta fase, el espiritual necesita apoyaturas
externas e internas para no desfallecer, para mantenerse en el proyecto iniciado. y es el

Aleccionador es el caso de Santa Teresa de Jesús. Cf. Daniel de Pablo roto, «Las cinco conversiones de Santa
Teresa de Jesús»: La vida sobrenatural, 62 (1982) 3401: 401-411.
29
F. Ruiz. «Hacerse personalmente adultos en Cristo», l. c., pp. 313 y 315-317. S. de Fiores, «Itinerario
espiritual». NDE. no. 745-747.
proyecto de la esperanza teologal, con el dinamismo que la caracteriza, la que vigoriza el
propósito inicial, elimina la desconfianza, el temor a sucumbir porque siente que está
afianzado sobre la roca firme de Cristo (asumido en fe en el primer período). El espiritual,
iniciado en la fe, se adentra más en el futuro posible, en el mundo real de las grandes utopías,
desconfía más de sí mismo y con la más en Dios.

Como modelo de este tránsito y de esa actitud dialéctica entre confiar-desconfiar,


propongo el caso de Santa Teresa de Jesús, cuando se debatía entre el sí y el no a Dios, que
culminó en lo que se puede llamar su «segunda conversión» ante «un Cristo muy llagado»
(Vida, 9, 1-3). Ella lo ha descrito con trazos magistrales.

«Suplicaba al Señor me ayudase; mas debía faltar -a lo que ahora me parece- de


no poder en todo la confianza en Su Majestad y perderla de todo punto de mí. Buscaba
remedio; hada diligencias, mas no debía entender que todo aprovecha poco, si quitada
de todo punto la confianza en nosotros, no la ponemos en Dios» (Vida, 8,12).

Ese dinamismo de la esperanza empuja al espiritual en su madurez a construir un


mundo mejor con los hombres de buena voluntad (apostolado, misión, encarnación),
entroncando con el dinamismo de la fe y la creatividad de la caridad teologal en su vertiente
de fraternidad solidaria. Encaja aquí el programa que Jürgen Moltmann encomendó a la
esperanza y que en otros tiempos era campo acotado de la caridad hacia el prójimo:

«La esperanza en la fe se convertirá en la fuente inagotable de la fantasía creadora


e inventiva del amor. ... Así pues, suscitará constantemente la "pasión por lo posible",
la capacidad inventiva y la elasticidad en el cambiarse a sí mismo en el de salir de lo
antiguo e instalarse en lo nuevo. En este sentido, la esperanza cristiana ha tenido
siempre una actuación revolucionaria dentro de la historia intelectual de las sociedades
afectadas por ella»30.

Se puede situar en este estado la generosidad del neófito, el fervor apasionado del
nuevo converso. El pathos religioso que se vive con entusiasmo, hasta con una cierta dosis
de fanatismo en la entrega absoluta a la causa personal y colectiva, que debe irse eliminando
conforme avanza la madurez. Es el momento de descubrir a los otros como hermanos para
formar comunidad de fe, de esperanza y de amor; de ser consciente del carisma o quehacer
en la Iglesia mediante el apostolado, la oración, la entrega, la asunción de los compromisos
sociales o familiares definitivamente encauzados. Todo eso supone una cierta estabilidad
afectiva y emocional desde los cuadros psicológicos que le dan serenidad, alegría y contento
interior y exterior, que vendrán a enturbiar la presencia de las «noches» que nunca pueden
faltar para la madurez espiritual.

30
Teología de la esperanza, Salamanca, Sígueme, 1969, p. 43.
Es posible que se puedan aplicar a nuestro neoconverso caminante hacia la madurez lo
que escribe Santa Teresa aplicado a los que han comenzado el camino de la oración.

«Ahora, tornando a los que quieren ir por él (por el camino de la oración) y no


parar hasta el fin, que es llegar a beber de esta agua de vida, cómo han de comenzar,
digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de
no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo
que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera muera en el
camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo,
como muchas veces acaece con decimos ... » (Camino de perfección, 21, 2).

Con esto hemos aludido a un tema básico de la madurez: la perseverancia en el


proyecto inicial, en los compromisos asumidos. Significa no sólo madurez psicológica, sino
juntamente espiritual; profundización en la creencia y en la praxis. Se unifica la creencia con
el quehacer integral. El soporte de la madurez psicológica apoya las decisiones voluntarias y
las gracias van en aumento. Todo ello da también una cierta seguridad al espiritual de que la
elección fundamental de fe estuvo bien hecha. Si se trata de seguir un llamamiento-vocación
especial (matrimonio, vida religiosa, sacerdotal), nace la convicción de que la elección fue la
correcta.

En cuanto al ejercicio concreto de virtudes, entramos en la casuística, en las hipótesis


de trabajo, en las discusiones interminables. Antiguamente existía un esquema casi fijo, pero
hoy no nos ofrece garantía alguna, por falta de rigor científico suficiente porque no tiene
comprobación rigurosa posible en la práctica. y hacer esquemas teóricos, no nos sirven.
Además, lo que para uno en un tiempo o en una persona puede ser virtud, en otro puede
aparecer como carencia en otro tiempo, lugar y persona, como dimos a entender refiriéndonos
a las «circunstancias» del sujeto espiritual (cap. IV, 1, a-b)31.

C) Plenitud de la vida espiritual

Teóricamente significa la meta de la santidad y se ha asimilado biológicamente a la


ancianidad y la muerte, aunque los ritmos bio-psíquicos y espirituales no se correspondan
con exactitud. Los místicos se refieren a ella como a la «unión transformante»; la Sda.
Escritura al «hombre espiritual», al «hombre nuevo». Situar paralelamente la ancianidad y la
muerte y la madurez espiritual ~dado a veces en penumbra en los tratadistas clásicos,
dimensión que hay que recuperar.

31
Casuística más concreta puede verse en R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, ed.
c., pp. 545-926. Esquema de las tres vías, ib., p. 282. S. de Fiores recoge algunas otras actitudes de este
período: «Itinerario espiritual», en NDE, pp. 745-747. F. Ruiz intenta una aproximación de la vida espiritual a
la cronología biológica que me resulta forzada. Cf. «Adulto», en NDE, pp. 39-42. También R. Zavalloni,
«Madurez espiritual», ib., pp. 828-840.
«Ningún autor que yo sepa -escribe Federico Ruiz- ha colocado sistemáticamente
la vejez y la muerte en el interior del proceso como estamos haciéndolo aquí. Se trata
de una fase de la vida humana y de la experiencia espiritual que pone en cuestión ciertos
esquemas y ciertos valores»32.

El camino cristiano es un proceso que tiene un comienzo y un final. Pero existe un


problema prácticamente insoluble: ¿dónde están las fronteras iniciales y las finales? La
santidad, en esta última fase, continúa siendo dinamismo, crecimiento, carrera, subida,
cántico. llama. La única frontera segura es la final: la muerte de amor y la consumación en
gracia, tal como lo ha propuesto San Juan de la Cruz en una terminología inusual entre los
teólogos, pero no por eso menos válida (cf. Llama de amor viva, 4, 29-39; Y Cántico
espiritual, 11, 10; 22, 3). Por mi cuenta y riesgo me atrevo a proponer dos actitudes
fundamentales propias de esta santidad eminente.

La primera sería la del amor, como lo más específico, así como en los .comienzos
predominaba la fe y en la madurez propusimos la esperanza. En el amor han insistido todos
los espirituales y lo han vivido los grandes del cristianismo bajo una u otra faceta. San Juan
de la Cruz puede ser uno de los prototipos más completos en su formulación teórica al menos.
Su visión tiene que ser completada con la de los grandes creadores de obras de servicio y
caridad al prójimo. Comentando el último verso de la canción 28 del Cántico espiritual: «que
ya sólo en amar es mi ejercicio», ha escrito palabras tan esenciales como éstas:

«Como si dijera: que ya todos estos oficios están puestos en ejercicio de amor de
Dios; es a saber, que toda la habilidad de mi alma y cuerpo, memoria, entendimiento y
voluntad, sentidos interiores y exteriores y apetitos de la parte sensitiva y espiritual
todo se mueve por amor y en el amor, haciendo todo lo que hago por amor y padeciendo
todo lo que padezco con sabor de amor» (Cántico, 28, 8). «Al fin, para este fin de amor
fuimos creados», exclama (ib., 29, 3).

Otra actitud, aunque parezca mentira, es la humildad, que acompaña al cristiano


durante todo el proceso de crecimiento, y ahora reaparece con un sentido menos sociológico,
más metafísico y ontológico. El alma se siente nada ante Dios. En esto es maestra indiscutible
Santa Teresa de Jesús, quien puede aparecer como mentirosa cuando se define como
«pecina», «muladar», «pecadorcilla», etc., cuando los demás la llamaban «santa». ¿Qué es
lo que ha sucedido en el proceso de maduración interior? Solamente una cosa: antes se
juzgaba desde ella, desde la moral; al final de la vida, en la oración de unión, desde la luz de
Dios. Comparándose con Dios, se considera a sí misma lejana de la bondad. Ésta es la
humildad que se confunde con la verdad, también en sentido metafísico, no moral. Por eso,
en mi opinión, esta doctrina de la humildad-verdad es una de las cumbres del teresianismo y
de la experiencia espiritual. No me resisto a copiar un texto teresiano lleno de realismo:

32
«Hacerse personalmente adultos en Cristo», l. c., p. 320.
«Aquí (en la oración de unión) las telarañas ve de su alma y las faltas grandes,
sino un polvito que haya, por pequeño que sea, porque el sol está muy claro. Y así, por
mucho que trabaje un alma en perfeccionarse, si de veras la coge este Sol, toda se ve
turbia. Es como el agua que está en un vaso, que si no le da el sol está muy claro; si da
en él, vese que está todo lleno de motas. Al pie de la letra es esta comparación. Antes
de estar el alma en este éxtasis, parécele que trae cuidado de no ofender a Dios y que
conforme a sus fuerzas hace lo que puede; mas llegada aquí, que le da este sol de
justicia, que la hace abrir los ojos, ve tantas motas que los querría tomar a cerrar... Aquí
se gana la verdadera humildad, para que no se le dar nada de decir bienes de sí, ni que
lo digan otros»33.

Mayores trazos de configuración pueden ser los siguientes: en la madurez no sólo se


consigue la apatheia, sino la unidad plena del ser, la tranquilidad pasional, control perfecto
e las potencias, apetitos pecaminosos, simbiosis entre la transcendencia y la inmanencia,
abandono en la Providencia de, Dios como efecto del ejercicio de fe, esperanza y amor,
superación de la distinción entre el bien y el mal, amor universal a la naturaleza, amor
oblativo total, heroico, libertad plena porque «para el justo no hay ley». Dos modelos de tales
perfecciones, sin excluir a otros San Francisco de Asís y San Juan de a Cruz.

Sobre la ausencia de encarnacionismo en la realidad de la vida, vale sólo para los


mediocres «perfectos». Los grandes místicos cristianos suelen estar bien afianzados en la
historia de su tiempo, porque de ella viven y a ella se deben. Pedirles más es cometer un
inexcusable anacronismo34.

D) Situación de crisis

Queda un aspecto muy importante en la experiencia del camino cristiano: la crisis del
dolor y la noche. Vamos a dedicar breves apuntes al tema.

En una visión demasiado simple o teórica del camino espiritual se podía pensar que las
crisis son propias de la «vía purgativa» o de principiantes. Nada más erróneo. Como
dimensión cristiana afecta a todo el camino, especialmente al final. San Juan de la Cruz es el
gran maestro utilizando un símbolo universal: la noche, haciendo una descripción
pormenorizada de sus contenidos y de la funcionalidad en la Subida del monte Carmelo y la
Noche oscura. Repito aquí lo que ya escribí sobre este particular:

«Las noches son acontecimientos dolorosos para la persona, que afectan a su


cuerpo o a su espíritu, como enfermedades, dudas de fe, sentimientos de abandono de

33
Vida, 20, 28-29. Cf. Vida, 40, 10, Y Moradas, VI, 10,6-8. Traté el tema en un ensayo breve pero
suficiente. «Los caminos de la verdad en Santa Teresa de Jesús»: La vida sobrenatural 64 (1984) 321-335.
34
Cf. Daniel de Pablo Maroto, «Olvidos y carencias de un místico: San Juan de la Cruz»: Revista de
espiritualidad 49 (1990) 583-598. Mayor configuración, cf. en R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la
vida interior, pp. 933-1134.
Dios, fracasos en la vida, olvidos afectivos, etc.; bien por carencias o debilidades
propias, bien por razones del ambiente, como desencantos, inseguridades,
incertidumbres, persecuciones. A veces se presentan como "noche epocal", como
quiebra de valores existenciales, oscurecimiento de valores morales, cambios rápidos
de una cultura, etc. A veces se buscan positivamente (noches activas, como la ascesis);
pero las más dolorosas y persistentes son las noches pasivas, tanto del sentido, como
del espíritu, que Dios permite o induce. En cualquier caso no hay noche sin ser asumida
positivamente en fe, esperanza y amor, porque no son los acontecimientos objetivados
los que constituyen la noche, sino la percepción como tal en clave de fe, dando al
acontecimiento un plus significante. Es en la noche donde mejor se descubre la
iniciativa divina, el carácter pasivo de la santidad. Su plena significación está en
Jesucristo crucificado. De ahí el carácter pascual del dolor-noche en el proceso
espiritual»35.

4. LA IGLESIA ESPOSA, SUJETO COLECTIVO DE SANTIDAD

El tema es recurrente y casi corolario de lo dicho hasta ahora sobre la santidad del
cristiano. Lo «santo» o la «santidad» cualifican, en primer lugar, al individuo, al hombre
creyente. Él es, como persona singular, el que recibe el bautismo y los demás sacramentos y
mediaciones de gracia. Pero es incuestionable que el sujeto total es la totalidad del cuerpo de
Cristo: la Iglesia.

El «sed santos porque yo, Yahvé, soy santo» (Lev 19, 2), se refiere fundamentalmente
al pueblo, añadiendo la particularidad, en la experiencia de Israel, de que no se trata de una
obligación moral (impositiva), sino indicativa de que la santidad de Dios es la causa de la
santificación del pueblo.

La idea de la santidad del pueblo, comunidad de fe, es evidente en los textos del N.
Testamento, especialmente en las Cartas paulinas. Pablo llamaba a los cristianos «santos»
no porque lo fueran en sentido canónico y actual de la palabra, sino porque estaban injertados
en la fuente de la «santidad»: Cristo [cf. lo dicho en cap. III, 2, A, 2)].

Ahondando tea lógicamente en el tema, se concluye en la visión de la Iglesia-Esposa


santa y madre de los fieles. La Iglesia-misterio no es una noción sociológica (grupo,
corporación, comunidad, etc.), sino teológica. Grupo de hombres «convocados» por
iniciativa de Dios para acoger la Palabra que salva. Sólo en esta dimensión colectiva se
entiende todo lo que se diga sobre la vivencia de la «espiritualidad».

35
D. de Pablo Maroto, «El camino espiritual», l. c., pp. 59-60. Desarrollo completo del mecanismo de las
noches, además de las obras directas de San Juan de la Cruz, cf. María Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a
Dios. Vitoria-Madrid, Ed. El Carmen-EDE, 19692.
Prototipo de una espiritualidad personal e individual que se pierde en lo universal y
comunitario es María en cuanto responde en la fe y en la Palabra con humildad, plena
disponibilidad y apertura a la gracia santificadora de. Dios. Por eso es modelo de la Iglesia
creyente36.

5. Vocaciones en la Iglesia. Los «estados de vida»: sacerdotes, religiosos y laicos.

En conexión con este capítulo, y unido al número anterior, hemos de tratar lo que otros
autores hacen en contextos diferentes: las vocaciones y carismas en la Iglesia, o lo que
antiguamente se llamaban «estados de vida» con diferente estatuto de santidad. Vamos a
indagar en el recorrido histórico el perfil de las exigencias de cada uno.

A) Llamada universal a la santidad

En los tres primeros siglos de la Iglesia el ideal de la santidad fue obligatorio para todos
los cristianos. La teología oriental, predominante entonces, privilegiaba mucho la función del
Espíritu Santo en la comunicación de la santidad ontológica en los ritos de iniciación,
especialmente el bautismo, la confirmación y la eucaristía. Esta doctrina se mantuvo todavía
en tiempos de los grandes Padres de la Iglesia, entre ellos San Juan Crisóstomo, como entre
los santos ermitaños de las Vitae Patrum o hagiografía parecida, proclamando que la santidad
es única, que no hay diferencia entre la santidad que pueda conseguir un monje o un casado
si cada uno cumple bien con su vocación. Es claro que los monjes que huían al desierto no
se confrontaban con los que quedaban en las ciudades (clero secular, laicos), sino que
vivieron su vida como una llamada especial al seguimiento radical de Cristo37.

Curiosamente, Clemente Alejandrino no sólo defiende la unicidad de la vía de la


santidad, sino la superioridad del matrimonio, la vida familiar, sobre la soltería-virginidad.

«(El gnóstico cristiano) -escribe- come, bebe y toma mujer, no por sí mismo, sino
por necesidad. Digo tomar mujer cuando se hace según la razón y conviene. El que
quiere ser perfecto tiene como modelo a los apóstoles, y el verdadero varón no se
muestra en la vida del que escoge vivir solo, sino que aquél se muestra superior a los
hombres que lucha en el matrimonio, en la procreación de los hijos, en la preocupación
por su familia, sin dejarse arrebatar ni por los placeres ni por las penas, sino que en
medio de las preocupaciones familiares permanece incesantemente en el amor de Dios,
superando todas las pruebas que sobrevengan a causa de los hijos, de la mujer, de los
servidores o de las posesiones. El que no tiene familia, resulta no ser probado en

36
Cf. reflexiones pertinentes de H. U. von Balthasar, «Espiritualidad», en l. c., pp. 269-289. Sobre la
santidad «oficial» de la Iglesia algo dijimos más arriba e interesa también leerlo en el presente contexto. Es la
Iglesia la que «canoniza» a «sus» santos, según el modelo a presentar a la colectividad de creyentes. Cf. cap.
III, 2, C, 6).
37
Cf. Daniel de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, Madrid, EDE, 1990, pp. 72-76.
También, Y. Congar, «Laïcs e laicat», en Dsp. 9, 79-108.
muchas cosas, y puesto que se preocupa sólo de sí mismo, resulta ser inferior al que se
encuentra ciertamente en peores condiciones en lo que se refiere a su salvación»38.

Fue a partir del siglo IV, con el advenimiento de la Iglesia constantiniana y la gran
eclosión del monacato, cuando comienzan a distinguirse los «dos géneros de cristianos», que
fijará jurídicamente el Decretum Gratiani en el siglo XII. Lo grave del caso no es la división
entre clero y laicado, a lo que parece aludir Graciano, sino a la cualificación «espiritual» de
ambos «estados». Con el paso del tiempo, en la vida real de la Iglesia y en las exposiciones
doctrinales, va creciendo la idea de que la santidad es para un grupo de privilegiados: los
monjes, los ascetas, las vírgenes y los continentes. De tal manera que el monacato será el
gran paradigma de la santidad cristiana durante siglos desde la primera edad media. En las
pocas biografías de santos laicos que se han conservado sus autores resaltarán en ellas las
virtudes no estrictamente laicales vividas en un ambiente familiar, sino las monásticas. Ese
mismo modelo -remodelado y modernizado por los mendicantes en el siglo XIII será el que
vivirá el clero regular (canónigos regulares) y los laicos (órdenes terceras, cofradías,
hermandades y gremios).

Testigos del cambio son algunos de los escritores de la época. Creo que el primero es
Eusebio de Cesarea († 339) en la Demostratio Evangelica. Admite «dos maneras de vivir en
la Iglesia de Cristo». La primera, «sobrepasa la naturaleza y el modo habitual de vivir»,
porque no se casan ni procrean (virginidad-celibato), ni comercian ni poseen (pobreza);
abandonan la vida cotidiana (fuga mundi-desierto); y se dedican «exclusivamente al servicio
de Dios» (contemplación). Concluye diciendo que en el cristianismo éste es un «perfecto
modo de vida». La segunda manera de vivir es «más bajo y humano»; están casados, se
dedican a la familia, al comercio, a la milicia, etc. Curiosamente está peor dibujado este
«segundo» estado. No habla de quiénes son cada uno de ellos, pero se puede sobreentender
que se trata de los monjes, por una parte, y «los otros», los laicos. En este esquema bipartito,
¿dónde queda el clero? O no aparece o es el segundo estado39.

Otro testigo temprano de esa misma mentalidad, más explícito si cabe, es Juan Casiano
(† 435). Para él, el único modelo de perfección es el monje, porque renuncia al mundo,
practica la mortificación y sigue con ello a Cristo. Monje equivale a cristiano porque hay
identidad entre monje y Cristo, así como hay identidad entre secular y pagano. Por eso se
entiende que la perfección no es para todos, sino para unos pocos elegidos. No creo que haya
detrás de esta postura doctrinal ninguna concepción neoplatónica o maniquea, sino una
lectura escatológica de la vida cristiana en un momento en que la Iglesia, aliada al poder

38
Stromata, VII, 12,70. Trad. de J. Vives, Los Padres de la Iglesia, Barcelona, Herder, 1971, pp. 244-245.
Curiosamente el traductor minimiza la fuerza del texto en el epígrafe: «La virginidad no constituye por sí
misma la perfección». Se trata de «algo más»: de positivizar la vida matrimonial y familiar sobre la soltería y
la virginidad. Sin duda, al traductor le disuena esta doctrina expuesta a finales del siglo II o primeros del III.
Bellísima página de Tertuliano sobre el matrimonio cristiano en Ad uxorem, cf. ib., p. 410.
39
Cf. Dem. Evang., 8. PG 22, 75-78.
temporal, no ofrece posibilidad de santificación. Para vencer al mundo siguiendo a Cristo
hay que abandonarlo40.

Existe un curioso libro de autor anónimo, el Liber graduum, compuesto hacia el año
400 en Siria o Mesopotamia, que habla claramente de dos categorías de fieles: los «justos»
y los «perfectos»; los primeros consiguen la «justicia», los segundos, la «perfección». La
diferencia la establece el Espíritu, ya que los primeros tienen sólo las «arras del Espíritu» y,
juntamente, las «arras de Satán»; mientras que los segundos poseen la «plenitud». Los
perfectos tienen que renunciar al matrimonio, a los bienes de la tierra, a un lugar estable (vivir
vida errante como Jesús), oración continua, ayuno perpetuo y universal, etc. Lo que más nos
interesa constatar aquí es la existencia misma de los dos grupos cristianos41.

Pero es en la obra del Pseudo-Dionisio Areopagita (en torno al año 500) donde mejor
se encuentran definidos los contornos de los «estados» de vida en el cristianismo como clero,
monjes y pueblo, siendo privilegiados los obispos y los monjes. Ciertamente admite la
existencia de un «pueblo santo», que es «iluminado» con el bautismo administrado por los
sacerdotes42.

Una voz discordante en esta misma época es Salviano de Marsella († hacia el 570),
casado primero y después sacerdote, defensor de una tesis contraria a Casiano, aunque trabaja
en la misma región. Defiende la «perfección para todos», aunque, al mismo tiempo, se
muestra crítico con la situación real de la Iglesia de su tiempo dependiente del poder imperial.
Por eso su testimonio es profético43.

La distinción de los «tres estados de vida» se afianzó en Europa durante el régimen


feudal, dividiendo los autores la sociedad cristiana en oratores (cleromonjes), bellatores y
laboratores, división que tienen mucho de social, pero con un fondo religioso44.

La fijación definitiva de la tesis de la superioridad del estado clerical y monástico sobre


el laical la hace la Escolástica, donde se distingue, como hace Santo Tomás, entre la
perfección de la caridad, que obliga a todos (II-II, q. 184, a. 2-4), y el estado de perfección,
que obliga sólo a los «llamados», es decir, los que «se obligan perpetuamente con alguna
solemnidad a todo lo que pertenece a la perfección», por ejemplo, los religiosos y los obispos
(ib., q. 184, a. 4).

40
Sobre Casiano, cf. Claudio Lonardi, «Alle origini della cristianitá medievale: Giovanni Cassiano a
Salviano di Marsiglia»: Studii Medievali, 3a. serie, 18 (1977) 491-608, especialmente pp. 533-550.
41
Más detalles del libro y síntesis, en A. Guillaumont, Liber graduum, en Dsp. IX, 750-752. 42 Cf. lo
dicho anteriormente (cap. IV, 2, C, 2), y Daniel de Pablo Maroto, «El camino espiritual», l. c., pp. 34-38.
42
Cf. C. Leonardi, l. c., pp. 556-605.
43
Cf. C. Leonardi, l. c., pp. 556-605.
44
Cf. referencias en mi Historia de la espiritualidad cristiana, ed. c., pp. 125-130.
Se repite como tópico histórico-cultural que fue San Francisco de Sales († 1622) el
primero que propuso la idea de la obligatoriedad de la santidad para todos los cristianos.
Ciertamente su obra, Introducción a la vida devota, es un modelo y una novedad en cuanto
«popularizó» la idea. Pero espigando en la historia de la espiritualidad se pueden encontrar
muchos ejemplos menores, prueba de que la idea había estado presente en la mente de los
«espirituales». No son sólo los autores de los tres primeros siglos o Salviano de Marsella,
como hemos visto. En la edad media aparecen algunos escritos sobre los laicos, por ejemplo,
el De institutione laicali, escrito hacia el 830 por el obispo Jonás de Orleáns, y el Manual
para mi hijo, escrito por Dhuoda el año 843, espécimen raro por la fecha y escrito por una
mujer.

En los místicos españoles del siglo XVI, por poner un ejemplo elocuente y cercano, la
idea de la perfección para todos es una idea subyacente a todos los grandes tratados de
espiritualidad y de mística. Hoy se escribe sobre la «democratización» de la vida de oración
o la vida espiritual difundida por ellos. Aunque parezca mentira, ésa ha sido la oferta que de
su experiencia han hecho los místicos, aun cuando hablan de la «unión transformante» como
meta altísima realizable.

Los ejemplos abundan. La Llama de amor viva, cumbre de la mística mundial, ha sido
dedicada por San Juan de la Cruz a una mujer, Dña. Ana de Peñalosa, casada, aunque ya
viuda cuando conoce al santo en Granada en 1583, para iluminar los caminos de su espíritu,
se supone. En el año 1500 aparecía en España el Exercitatorio de la vida espiritual, del monje
reformador García Jiménez de Cisneros. Pues bien, ahí se puede leer: «Que todos están
obligados a extenderse a alcanzar la perfección, mayormente los religiosos, so pena del daño
presente y venidero» (epígrafe del cap. 68). Lo mismo se podría decir de Santa Teresa que la
unión mística es llamada universal poniendo la persona algo de su parte. Hablando de las
obras de San Ignacio de Loyola, García Jiménez de Cisneros y Alonso de Madrid (Ejercicios
espirituales, Exercitatorio, Arte de servir a Dios, respectivamente), escribe Melquiades
Andrés:

«Las tres abren la perfección a todos los cristianos sin distinción de estados,
edades, ocupaciones y sexos»45.

Así se podía seguir en el estudio de los autores principales del siglo: Osuna, Laredo, el
P. Granada, San Juan de Ávila, etc.

La opción definitiva por la tesis universalista y la superación de versiones torcidas la


dio el Concilio Vaticano II, dedicando al tema el capítulo 5.° de la constitución dogmática

45
Historia de la Iglesia en España, III/2.o, Madrid, BAC, 1980, p. 339. Para un tratamiento más
completo, en su monumental obra, La teología española del siglo XVI, 2 vols., Madrid, BAC, 1976-1977, e
Historia de la mística española, Madrid, BAC, 1994.
sobre la Iglesia, Lumen Gentium (nn. 39-42). Los fundamentos no pueden ser otros que los
ya analizados: la Trinidad, el Espíritu Santo, Cristo, la Iglesia, los sacramentos:

«Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o
condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la
caridad» (LG 40).

En todo el contexto lo que hace es especificar cómo este principio se aplica a cada uno
de los «estados de vida» que existen en la Iglesia: los pastores u obispos, los presbíteros y
diáconos, los esposos y padres cristianos (laicos) (LG 41); dedicando un número especial a
los «fieles», proponiéndoles la caridad, especialmente expresada en el martirio y los consejos
evangélicos como regla suprema de vida (n. 42). Y, finalmente, un capítulo entero a los
religiosos (cf. cap. VI, nn. 43-47).

Un dato a tener en cuenta es que se habla de unidad, pero no de unicidad, como lo


expresa el Concilio Vaticano II:

«Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y


ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios ... Pero cada uno debe
caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra la
caridad, según los dones y funciones que le son propios» (LG 41)46.

Quiere esto decir que la razón última de la pluralidad de «estados de vida» depende de
la libre voluntad de Dios que se hace carismas plurales en la donación de su Espíritu; pero
también de las personas y sus peculiaridades sobre las que recae la gracia carismática; y,
finalmente, de las necesidades de la Iglesia y de la humanidad.

Esta pluralidad o singularidad es la que aparece también en las Escuelas de


espiritualidad, que serían la concreción de esta urdimbre de fuerzas humano-divinas. Esas
corrientes de espiritualidad dependen de los grandes carismas que Dios concede a personajes
que Dios da a la Iglesia en momentos oportunos. Generalmente suelen ser fundadores de
órdenes religiosas, cristianos pneumatizados, cuyo carisma deja de ser personal (carisma de
fundador, personal e intransferible), para convertirse en carisma del fundador, que es
eminentemente eclesial. San Juan de la Cruz resumió en un principio axiomático lo que
significa el don carismático para la familia de los fundadores. Dice que Dios da «la riqueza

46
Bibliografía útil en A. Guerra, «Llamada universal a la santidad en el Vaticano II»: Manresa 60 (l988)
63-82.
y valor a las cabezas en las primicias del espíritu según la mayor o menos sucesión que había
de tener su doctrina o espíritu»47.

La visión parcializada aquí anunciada y que vamos a pasar a desarrollar en sus


pormenores no debe hacemos perder de vista que en los así llamados «estados de vida» existe
un tronco común, que es el pueblo de Dios, como descubrió la teología del Vaticano II.
Acepto las precisas palabras de X. Pikaza a este respecto:

«No queremos hablar de las espiritualidades, sino de la espiritualidad, entendida


como base o punto de partida común en que se fundan todos los carismas ... puede
afirmarse que no existe más que una espiritualidad, la del laós o pueblo de Dios ... Por
eso, frente a todas las espiritualidades parciales, de estados de vida o de tendencias,
queremos resaltar la espiritualidad originaria, enraizada en el Espíritu de Cristo»48.

B) Espiritualidad sacerdotal

El Vaticano y el Posvaticano han sido tiempos privilegiados para la búsqueda de una


espiritualidad sacerdotal. No sé si ha sido la última en buscar su identidad, pero lo ha hecho
con fuerza en los últimos tiempos. Dos acontecimientos y algún documento oficial marcan
estos estadios. Los más importantes fueron el Simposio, celebrado en Madrid los días 30
octubre-2 de noviembre de 1986, y el Congreso, allí mismo, los días 11-15 de septiembre de
1989.

A mi juicio, bien se puede decir que la espiritualidad del presbítero está vinculada a sus
roles no sólo como exigencia para ejercerlos, sino en cuanto procedente de ellos. Éste sería
un axioma fundamental en la evolución histórica de la vida espiritual de los presbíteros. En
las Cartas paulinas y en los Evangelios aparecen, además de los «doce», los «discípulos»
que siguen a Jesús imitando su vida itinerante, aceptando su destino, los presbyteroi-
episcopoi, que son enviados, predican, evangelizan, sirven a la comunidad.

En tiempo de los grandes Padres de la Iglesia, el sacerdote se configura ya por un


sacramento, el del orden, que supone una estructura jerárquica y un honor social y eclesial.
Su oficio le exige santidad para poder santificar a los demás. En tiempo de Dionisio
Areopagita (siglo v), la idea era muy clara especialmente aplicada al obispo.

Con el advenimiento de la Iglesia constantiniana, los cambios se suceden: el honor


prevalece sobre el servicio; el hombre que nació del pueblo para servirle, se distancia de él
con la «sacralización» por el rito de la ordenación; dependiendo de ella está el celibato

47
Llama de amor viva, 2, 11. Literatura de apoyo: Fabio Ciardi, Los fundadores, hombres del Espíritu,
Madrid, Paulinas, 1982.
48
«La espiritualidad laica!. Su unidad base y sus distintas perspectivas»: Revista de Espiritualidad 43
(1984) 40-44, 51-53. Todo el trabajo, pp. 39-58.
sacerdotal (otro elemento que le va separando de la vida real del pueblo) y ritualiza su acción
cúltica en una clara conexión con el sacerdocio del A. Testamento. Algunos, de hecho, han
hablado de la «judaización del sacerdocio cristiano» (J. Colson). La «espiritualidad
sacerdotal» poco a poco se convierte en «levítica» y se acerca más a la de los monjes.

En la edad media las cosas se complican con la ruralización de Occidente, la


multiplicación de las iglesias y capillas, el aumento del clero ignorante, la separación del
presbiterio como comunidad en torno al obispo, etc. Todo esto configurará la espiritualidad
del presbítero durante siglos. El sacerdote será más un mal administrador de ritos sagrados,
de signos para él ininteligibles por falta de cultura, siervo de la gleba como uno más de los
habitantes del agro. Es de suma transcendencia que, curiosamente, el entronque del deber de
predicar no se haga desde el sacramento del orden, sino desde la autorización recibida del
obispo, lo jurídico.

Después de Trento, el sacerdote sigue siendo un hombre del culto, celebrante de la


eucaristía y «administrador» de los ritos del bautismo, la reconciliación y demás sacramentos.
Hombre separado cada vez más de pueblo por su vida y costumbres, su modo de vestir, sus
actividades, etc. Dos escuelas de espiritualidad sacerdotal descuellan después de Trento: la
de San Juan de Ávila, en España en el siglo XVI; y la que se forma en torno a la figura del
Cardenal Bérulle en Francia en el siglo XVII49.

1. La espiritualidad del presbítero en el Vaticano II y en el posvaticano

Algunos documentos supusieron un cambio sustancial en la espiritualidad sacerdotal y


en ellos están las líneas maestras de la evolución posterior enlazando con la tradición anterior.

La especificidad de la espiritualidad sacerdotal está en el sacramento del orden, porque


comunica a los ordenados el sacerdocio de Cristo. Por lo mismo, Cristo es la causa de todo
lo que los ministros ordenados tienen como propio y distinto de los demás fieles, con los que
están unidos por el sacramento del bautismo. En virtud de la ordenación, el sacerdote
adquiere una relación especial con el pueblo de Dios a cuyo servicio está ordenado. Cristo
como origen, al que el sacerdote se une para proseguir su misión; la comunidad como destino
de su ministerio; y el sacramento del orden como causa formal, son los tres elementos
necesarios para configurar toda la espiritualidad sacerdotal. A ello había que añadir las
acciones que ejerce en la comunidad: celebrar, predicar y dirigir (cf. LG 28; PO 2-3.12).
«Ad imaginen Christi», «In persona Christi» (LG 28), etc., son expresiones clásicas que
adquieren en los documentos modernos una profundización teológica que dará pie a la nueva
espiritualidad.

49
Una visión panorámica de la historia de la espiritualidad sacerdotal, la da I. Oñatibia, «La espiritualidad
presbiteral en su evolución histórica» (Simposio), ed. c., pp. 23-58. Juan Esquerda Bifet, Historia de la
espiritualidad sacerdotal, Burgos, Facultad de Teología, 1985.
Pero tampoco podemos olvidar otro principio teológico de mucha transcendencia en la
espiritualidad sacerdotal: el sacerdote, ordenado por la Iglesia, obra «in persona Ecclesiae»,
configurando la dimensión eclesiológica de la espiritualidad del presbítero, con el adjunto
ministerio litúrgico sacramental y diakónico. Pero quiero advertir que, a mi juicio, esas
dimensiones de la espiritualidad del sacerdote secular o religioso no tienen que ser
interpretadas demasiado jurídicamente, como si el ministerio sacerdotal dependiese sólo de
la jurisdicción del obispo o del superior religioso. Su acción transciende las situaciones
concretas de servicio a una parroquia, a una diócesis o a una provincia religiosa. Por ejemplo,
el sacerdote en oración o celebrante de la Eucaristía, supuesta la jurisdicción de quien
corresponda, ora en nombre de todo el pueblo de Dios (SC 33; LG 10; PO 2), celebra con y
para el pueblo, predica la palabra y catequiza, sirve a los más necesitados porque son
miembros de la Iglesia, cuerpo de Cristo. La canalización jurídica de las acciones
ministeriales son necesarias por el carácter institucional de la Iglesia, pero no constituyen la
causa formal ni de la actuación sacerdotal ni de su espiritualidad, que nace de la unión con
Cristo y la Iglesia en la consagración por el sacramento de orden.

Esta doble fuente -cristológico-eclesiológica- hace que la espiritualidad sacerdotal


adquiera también una dimensión pneumatológica y escatológica, porque no se concibe una
Iglesia que no esté animada por el Espíritu de Cristo y no represente el estadio final de la
humanidad redimida y creyente. Es en la Iglesia y por la Iglesia como se llega a la conclusión
de que el sacramento del orden, origen de la espiritualidad sacerdotal por la vinculación con
Cristo, nos conduce al corazón de toda la espiritualidad que es la pneumatología; y que la
madurez espiritual asume la última dimensión de las acciones humanas de la escatología.

Un esclarecimiento particular merece la relación del ministerio y la espiritualidad


sacerdotal. Es importante en cuanto la vida del sacerdote hoy se desarrolla en obras de
pastoral parroquial o diocesana.

Hay que dejar asentado desde el principio que el trabajo ministerial (pastoral
sacramental, evangelización, servicio caritativo ... ), no sólo no es un impedimento para la
santidad sacerdotal, sino su fuente primordial. Este principio está implícito en otro que ya
enunciábamos: el origen de la espiritualidad sacerdotal está en la vinculación a Cristo por la
ordenación y que exige al presbítero escuchar la Palabra para enseñarla; celebrar los
sacramentos para vivirlos; y gobernar sirviendo al pueblo. Y tiene unas consecuencias claras:
no es un riesgo necesario que hay que evitar; no es algo inútil o indiferente, o una fuente
inespecífica. Es de creer que detrás de las «funciones» ministeriales del presbítero esté la
fuerza del Espíritu que santifica su persona mientras ejerce el sacerdocio. Serían aplicables
en un contexto más amplio lo que Orígenes escribió sobre el sacerdote predicador de la
Palabra de Dios:

«La Escritura divina dice que la palabra, aunque sea en sí verdadera y sumamente
creíble, no es suficiente para arrastrar al alma humana, si el que habla no recibe un
cierto poder de Dios y no se infunde en lo que dice una gracia que no se da a los que
predican eficazmente si no es por concurso de Dios. Porque dice el salmo 67 que el
Señor dará su palabra a los que evangelizan con un gran poder» (Contra Celso, VII,
21).

El Concilio Vaticano II insistió en que el ministerio no es motivo de distracción, sino


la causa de la santidad específica del presbítero. Se puede decir que el sacerdote se santificará
no sólo no obstante el ministerio, sino mediante el ministerio sacerdotal (cf. los documentos
del Concilio: PO 12-14; LG 36, 41; OT 9). Si estas tres funciones del ministerio sacerdotal
se aceptan como síntesis de su quehacer en la Iglesia, quiere decir que toda la vida del
presbítero es ministerial, no sólo parte de su vida y de sus actividades. Por eso el ministerio
bien realizado -enseñando, celebrando, rigiendo- es alimento de la espiritualidad y ésta
influye en el ministerio50.

Quedaría todavía la alusión a la «secularidad» propia del presbítero diocesano


(sacerdote «secular»), es decir, su relación con el mundo, su encarnación en las tareas de la
historia. Ha habido muchas quejas contra la monasticización del clero en tiempo pasados, y
con toda la razón. El sacerdote nació como un hombre del pueblo y para el pueblo, y luego
se «clericalizó», se «levitizó», al estilo del sacerdocio del A. Testamento. El sacerdote que
Jesús quiso no era ese modelo, porque Él tampoco fue sacerdote del A. Testamento. Hoy se
quiere huir de ese paradigma que duró siglos para ver al sacerdote integrado en las tareas
seculares, diferentes de los laicos, pero también distintos de los monjes y religiosos. Los
sacerdotes están «segregados», pero no «separados» del pueblo de Dios (PO 3; cf. PO 14).
Esta unión con el pueblo-humanidad y con el pueblo-Iglesia la realiza con su encarnación en
una diócesis, en un presbiterio, en una parroquia, en los movimientos eclesiales, siempre en
unión con el obispo local. Su unión con los hombres los realiza ejerciendo los «ministerios»
a los que antes aludíamos.

Más arriesgado es fabricar un retrato robot de un «sacerdote espiritual» o santo.


Volvemos siempre sobre lo mismo: no hay un modelo estándar para siempre y para todas las
geografías. Cada época, cada lugar necesita un «modelo» de presbítero que funde su vida
espiritual en los grandes principios evangélicos, de la teología dogmática y de la
espiritualidad; que satisfaga las necesidades del pueblo a quien sirve enseñando, celebrando,
gobernando.

Ningún dibujo de un cura ideal será completo y para todos los tiempos, so pena de que
nos quedemos en la descripción de los grandes principios, como lo hemos hecho hasta ahora.
El citado documento de la Comisión Episcopal del Clero para preparar el Congreso de
espiritualidad (1989) presenta un «Retrato articulado de la espiritualidad presbiteral», Entre

50
Cf. sobre el tema el «Instrumento de trabajo» de la Comisión Episcopal del Clero, para preparar el
Congreso de espiritualidad sacerdotal del año 1989, titulado: El ejercicio del ministerio pastoral alimenta,
postula y configura la espiritualidad presbiteral. (En Actas del Congreso, ed. c., pp, 625-655). Literatura de
apoyo, S. Gamarra, «La espiritualidad presbiteral y el ejercicio ministerial según Vaticano II», en
Espiritualidad del presbítero diocesano (Simposio), ed. c., pp. 461-482. Y Carlo María Martini, «El ejercicio
del ministerio, fuente de espiritualidad sacerdotal», en Espiritualidad sacerdotal (Congreso), ed. c., pp. 173.
191. Juan Esquerda Bifet, Teología de la espiritualidad sacerdotal, Madrid, BAC, 1991.
las virtudes sacerdotales sobresale la «caridad pastoral», como imitación del Buen Pastor,
Jesús; de esa caridad nace la abnegación, la ternura, la fe, la esperanza, la oración, la pobreza,
la obediencia, el celibato, la ascesis, la relación con María, etc. (cf. parte IV). No deja de ser
un mero recuento de algunas de ellas. ¿Y por qué no la paciencia, el orden, la amabilidad, el
cultivo de las ciencias sagradas, la piedad integral, el amor a Cristo y a la Iglesia, las
devociones particulares siguiendo al pueblo, la dirección espiritual activa y pasiva («el arte
de las artes», según San Gregario Magno), el examen de conciencia, la lectio divina, los
ejercicios espirituales, etc.?51.

C) Espiritualidad de la vida religiosa

De modo más sintético aludo a la «espiritualidad de la vida consagrada». Algo queda


dilucidado el tema con lo dicho anteriormente (cap. IV, 5, A). Desde al menos el siglo IV se
le vio como un «estado» privilegiado dentro de la Iglesia, no sólo en relación con el pueblo,
sino también con el clero. El descubrimiento de la obligación general de la santidad y del
elemento santificador común, no impide profundizar en el hecho de la especificidad del
camino de la vida consagrada. La vida religiosa tomó en serio la renovación después del
Concilio Vaticano II, replanteándose el problema de los fundamentos teológicos, más que
espirituales, según creo. En un intento de sintetizar esa «espiritualidad», descubrimos
algunas líneas esenciales.

La vida religiosa tiene un fundamento cristológico incuestionable. El Concilio lo


sintetizó en pocas palabras:

«Comoquiera que la norma última de la vida religiosa es el seguimiento de Cristo


tal como se propone en el Evangelio, ésa ha de tenerse por todos los institutos como
regla suprema» (PC 2).

Un peculiar modo de vivir la «sequela Christi» es, pues, el elemento especificador de


la vida de los religiosos. Ese mismo carácter cristológico tiene la práctica de los consejos
evangélicos porque están incluidos en el «seguimiento». Haciendo historia de la vida
religiosa lo dice también el Concilio:

«Ya desde los comienzos de la Iglesia hubo hombres y mujeres que por la
práctica de los consejos evangélicos, se propusieron seguir a Cristo con más libertad
e imitarlo más de cerca» (PC 1).

El seguimiento conduce a una experiencia fraternal en la vida comunitaria, que viene


a ser imitación de la fraternidad fundada por Jesús con los doce y otros discípulos. Por eso,

51
La última síntesis de una «espiritualidad sacerdotal» con carácter «oficial» y tradicional es el dibujado
en el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, de la Congregación para el Clero, 1994, cap.
II. Importante también la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II, Pastores dabo vobis (25 marzo 1992).
el hecho de «seguir a Jesús» en sentido estricto implica el «dejarlo todo», estar libre para el
servicio del Reino, compartir la experiencia del encuentro con Cristo y con el grupo de los
llamados. El modelo está en la idealizada comunidad primitiva de Jerusalén, «comunidad
apostólica», reclamo constante en la mente de los fundadores y reformadores de la vida
religiosa, si bien tenga un carácter utópico lo que describe Lucas en el Libro de los Hechos
(cf. sumarios, en 2, 42-47; 4, 32-35; 5, 12-16). Vivir en comunidad con esas características,
como seguimiento radical de Jesús, es una de las dimensiones espirituales más específicas de
la vida religiosa, si entendemos el hecho no como un fenómeno sociológico, sino teológico,
como una experiencia eclesial.

En ese contexto de fraternidad compartida con Jesús y el grupo de seguidores y


llamados, se viven los tres votos de castidad, pobreza y obediencia, que corresponden a los
tres consejos evangélicos, claramente reafirmados en el Concilio Vaticano II, no obstante
algunas voces adversas a su origen evangélico (cf. PC 1 y 5; LG 43 y 45).

La consagración a Dios es también una dedicación a la Iglesia, o sea, un servicio a los


miembros más necesitados. Por la profesión religiosa, los cristianos no se hacen

«extraños a los hombres o inútiles para la sociedad terrena. Porque, si bien en algunos
casos no sirven directamente a sus contemporáneos, los tienen, sin embargo, presentes
de manera más íntima en las entrañas de Cristo y cooperan espiritualmente con ellos,
para que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en el Señor y se ordene a
Él» (LO 46; cf. PC 5).

Este compromiso «peculiar» tiene que manifestarse en una plena disponibilidad del
religioso para el servicio o la misión eclesial, y también extenderla a cualquier servicio
«humano». Sería un modo práctico de dar testimonio de entrega y solidaridad. Disponible
siempre para el ejercicio de la caridad eminente como norma de vida, hacer del caso límite
un caso normal, demostrando que es, como Jesús, un hombre-para-los demás. Sólo así el
religioso será un testimonio de los bienes escatológicos y un modelo de entrega y solidaridad
con las grandes causas actuales: paz, justicia, amor universal, defensor de la naturaleza, servir
a los más pobres, ejercitando el espíritu profético de los fundadores, etc. La experiencia de
Dios concluiría así en la experiencia de la humanidad.

Todo lo demás, por ejemplo, la ascesis cotidiana, la oración, la disciplina conventual,


el trabajo apostólico, queda dimensionado de otra manera. Tendrá sentido cuando
transparente las grandes líneas de fuerza de una espiritualidad sólida52.

52
Complemento bibliográfico en: Diccionario teológico de la vida consagrada, Madrid, Publicaciones
Claretianas, 1989; artículos: «Consagración», «Consejos evangélicos», «Espiritualidad». etc. También. D. de
Pablo Maroto. «Los religiosos y el Vaticano II». en A. Marchetti, Espiritualidad y estados de vida, ed. c., pp.
219-249.
D) Espiritualidad laical

Una de las grandes novedades del Vaticano II fue el tratamiento que hizo del laico o
seglar, rompiendo con la tradición antigua y medial, como se ha transparentado en la breve
síntesis que hemos trazado anteriormente (cap. IV, 5, A). El Concilio asumió las grandes
ideas que se venían madurando desde hacía decenios y las incorporó a una enseñanza
«oficial» de la Iglesia. Dejando aparte los problemas de índole más teológica, apunto algunas
notas de la espiritualidad laical.

En primer lugar, es una espiritualidad cristiana, en el sentido de que es también una


«vocación» divina, como la de los religiosos y los clérigos, porque todos forman parte del
pueblo de Dios (LG 30), unidos por el mismo bautismo, raíz unificadora de todos los
cristianos, partícipes, a su modo, de la función sacerdotal: profética, sacerdotal y regia de
Cristo (LG 31 y 12).

Además, tiene que ser esencialmente mundana, porque es «en el mundo» donde se
desarrolla su vida y actividad. El Concilio alude al «carácter secular» como propio de los
laicos.

«A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el Reino de


Dios, gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (LG 31).

El carácter mundano y secular hace que la Iglesia, a través de ellos principalmente, viva
en el mundo, sea parte de este mundo. A ellos se les encomienda, como tarea, misión y
vocación eclesiales, «restaurar el orden temporal», o «iluminar y ordenar las realidades
temporales» (AA 5 y 7; LG 31), como son la «familia, la cultura, la economía, las artes y
profesiones, las instituciones de la comunidad política», etc. (AA 7). A ello se refiere también
el Concilio cuando dice que el laico «contribuye a la santificación del mundo como desde
dentro, a modo de fermento» (LG 31).

Una de las afirmaciones más bellas y atrevidas es la encomienda que el Concilio hace
a los laicos de consagrar el mundo a Dios (LG 34). La frase feliz la utilizó por primer vez,
creo, Pío XII; pero fue recuperada en los documentos conciliares. No se trata de que el mundo
deje de ser profano para tener una dedicación exclusiva a Dios, sino que el cristiano, con su
acción sacralizadora, enderece todos los valores humanos a Dios como último fin. Esta
consagración está ya realizada de modo objetivo después de la Encarnación del Verbo, pero
se actualiza mediante la acción del cristiano. El laico también participa del sacerdocio real
de Cristo; por eso puede actuar como «consagran te» de esas realidades «profanas» (LG 34).

Y lo más luminoso de todo es decir que esas actividades «mundanas» o profanas no


sólo no son impedimento, sino causa de santidad (AA 4). Una actividad santificadora que les
encomienda a todos es el «apostolado», al que dedica un Decreto especial.
En cuanto a las virtudes que tienen que ejercitar para conseguir la santidad, el Concilio
ha recopilado algunas, por ejemplo, al hablar de los diversos «estados» en la Iglesia.
Refiriéndose en concreto a los laicos, recuerda a los esposos y padres cristianos que deben
sostenerse mutuamente «mediante la fidelidad en el amor». Lo mismo los viudos, los célibes,
quienes «también pueden contribuir no poco a la santidad y a la actividad de la Iglesia». Los
trabajadores se santifican en esa ocupación. Así como los enfermos, los pobres, los
perseguidos por ser justos, etc. (cf. en LG 41). En el Decreto sobre el apostolado de los laicos
vuelve a insistir en que la eficacia del mismo depende de la unión con Cristo, y a ella deben
encauzar el cumplimiento de los deberes de cada día. La vida teologal, o sea, el ejercicio de
la fe, la esperanza y la caridad, es la exigencia primera (C. AA 4)53.

53
Para seguir leyendo: D. de Pablo Maroto: «Los laicos en una Iglesia posconciliar», en A. Marchetti,
Espiritualidad y estados de vida, cap. 7, l. c., pp. 309-341. E. Ancilli (Dir.), Dizionario di soiritualita dei
laici, Milano, Ancora, 1981. X. Pikaza, «La espiritualidad laical»: Revista de Espiritualidad 43 (1984) 39-58.
CAPÍTULO V

LAS MEDIACIONES
Y FUENTES DE LA VIDA ESPIRITUAL

BIBLIOGRAFÍA

Federico Ruiz, «San luan de la Cruz, realidad y mito»: Revista de Espiritualidad 35


(1976) 349-376. Id. «Discernimiento y mediaciones»: Rev. de Esp. 38 (1979) 551-578. Id.
«Mediaciones», en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid, Paulinas, 1983, pp. 893-
902. - Ch. A. Bernard, Teología espiritual. Hacia la plenitud de la vida en el Espíritu,
Madrid, Atenas, 1994, pp. 315-373. Id., Le project spirituel, Roma, Univ. Gregoriana, 1970,
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1984. - AA.VV., Liturgia e spiritualitá. Atti delta XX Settimana di studio dell' Associazione
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(1979) 27-47.-S. de Fiores, «María», en NDE, pp. 850-869. - Daniel de Pablo Maroto, «El
"hombre espiritual" y la naturaleza a través de la historia»: Revista de Espiritualidad 46
(1987) 53-81. - J. I. González Faus, Vicarios de Cristo. Los pobres en la teología y
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bíblica, Madrid, Instituto de Espiritualidad Distancia, 19952.-Paul Marie de la Croix, El
antiguo Testamento, fuente de vida espiritual, Madrid, Coculsa, 1964. - AA. Parola di Dio e
spiritualitá, Roma, LAS, 1984. - Luis Maldonado, Introducción a la religiosidad popular,
Santanter, Sal Terrae, 1985. - J. A. Estrada, La transformación de la religiosidad popular,
Salamanca, Sígueme, 1986.

Supuesta la meta de la teología y de la vida espiritual, nos adentramos en el estudio de


algunos medios y fuentes de la misma. En el tratamiento de los manuales clásicos, este
capítulo era amplísimo porque en él eran aplicados los grandes tratados dogmáticos, por
ejemplo, la cristología, la eclesiología, la mariología, la sacramentología, las virtudes
teologales, etc.

Decimos mediación y no causa, aunque a veces se confunden. La causa dice una


relación necesaria, ontológica, al efecto; se opera una especie de trasvase entre la causa y lo
causado, de manera que no hay causa sin efecto y efecto sin causa. En la mediación la relación
es más externa, no siempre necesaria, porque puede ser una mera condición o ser suplida por
otra para conseguir el mismo fin. En la vida espiritual sucede que algunas mediaciones son
al mismo tiempo causa de la vida espiritual, como resulta claro en el caso de Jesucristo, el
gran «Mediador» y causa de nuestra santidad.

Dejando aparte la reflexión teórica sobre causa y mediación, fijémonos en la


funcionalidad de los medios que el hombre puede utilizar para andar el camino que conduce
a la meta de la santidad.

En este capítulo trataré de iluminar el tema primero en un sentido general y


seguidamente especificaré algunas de las que creo más importantes. Advierto que otras
mediaciones serán tratadas en su lugar oportuno o han sido ya tratadas en otros contextos;
por eso no aparecen en este capítulo. Es lo que sucede con la mediación de Cristo, la ascesis
y la relación con el mundo, la dirección espiritual, etc.

1. FUNCIÓN DE LAS MEDIACIONES EN LA VIDA ESPIRITUAL

Ni las palabras ni los conceptos de medios, mediación son .nuevos en teología; por
ejemplo se habla de Cristo mediador, los sacramentos como mediaciones, etc. En teología
espiritual son de una fecundidad inmensa, aunque han sido poco explotados bajo esa
denominación. Por primera vez -que yo sepa- ha sido asumida por el Nuevo Diccionario de
Espiritualidad en la edición española (cf. Bibliografía); y Federico Ruiz el escritor que más
ha insistido en ello, sin duda teniendo en cuenta el planteamiento teologal de la vida espiritual
que hace San Juan de la Cruz. En los diccionarios de teología las mediaciones suelen ser
tratadas desde una perspectiva filosófica o en referencia a Cristo y María, mediador y
corredentora respectivamente.

En San Juan de la Cruz, el planteamiento sobre las mediaciones aparece su


funcionalidad y grandeza al hacer pivotar toda la vida espiritual sobre la vida de fe, esperanza
y amor. Las virtudes teologales unen directamente con Dios; por eso la preferencia del santo
por su tratamiento. Ninguno ha insistido tanto como él en esta categoría de medio-mediación
espiritual necesaria para la santidad. Todos los demás son medios reducibles a lo teologal.
Ésa es la gran aportación de Juan de la Cruz a la espiritualidad de todos los tiempos. Supuesto
el deseo de unión con Dios Transcendente, establece el principio filosófico de la
«proporcionalidad» o la debida adecuación del medio al fin. Busca el «medio proporcionado»
para la unión transforman te , y lo encuentra de modo absoluto en el ejercicio de la vida
teologal, que unen directamente con Dios. Primero, el principio general:

«Todos los medios han de ser proporcionados al fin» (Subida del Monte Carmelo
II, 8, 2).
Admite como axioma fundamental el dinamismo del amor y su función transformante
del amante en el amado, aplicándolo a los distintos objetos amables: Dios o las criaturas. En
consecuencia, el que ama criaturas se transforma en criatura; y el que ama a Dios, se
transforma en Dios. Vale la pena seguir el razonamiento del santo.

«Dos contrarios -escriben- o pueden caber en un sujeto; y porque las tinieblas,


que son las aficiones en las criaturas, y la luz que es Dios, son contrarios y ninguna
semejanza ni conveniencia tienen entre sí.; de aquí que en el alma no se puede asentar
la luz de la divina unión si primero no se ahuyentan las afecciones de ella». «Es de
saber -sigue diciendo- que la afición y asimiento que el alma tiene a la criatura iguala
y hace semejante, porque el amor hace semejanza entre lo que ama y es amado». «y
así, el que ama criatura -concluye- tan bajo se queda como aquella criatura y, en alguna
manera, más bajo; porque el amor no sólo iguala, mas aún sujeta al amante a lo que
ama. Y de aquí es que, por el mismo caso que el alma ama algo, se hace incapaz de la
pura unión de Dios y su transformación» (ib., 1, 4, 2-3).

Importante es afirmar ya desde ahora que San Juan de la Cruz, el teólogo místico que
más ha tratado de utilizar y discernir la funcionalidad de las mediaciones, ha resuelto con
ellas la paradoja de un Dios que, por una parte, es incomprensible y su experiencia inefable;
que transciende todas las criaturas (Subida I, 4), las operaciones racionales y afectivas del
hombre (Subida II, 4 y 8); y el mismo vocabulario humano (Noche oscura II, 17, 6). Y, por
otra parte, ha intentado como nadie la aproximación de los dos extremos. La solución de esta
aparente paradoja está en la crítica que hace a las falsas o abusivas mediaciones de unión,
seleccionando sólo las que interesan.

En el planteamiento radical del santo, Dios, que continúa siendo incognoscible,


incomprensible, inefable, se hace accesible al hombre que le busca en las mediaciones que él
mismo quiso y ofertó históricamente. Volviendo a lo esencial del Evangelio, descubre que la
principal, por no decir única mediación es Cristo. A través de Él y de la Sda. Escritura, el
acceso a Dios se resuelve en una aparente inmediatez, de la que han gozado algunos
personajes (Moisés, Elías, Pablo, Isaías, Samuel...). En la experiencia mística parece que se
superan las mediaciones, pero no hay más que una simplificación y selección.

A) Elementos comunes a todas las mediaciones

La mediación es la capacidad de unas realidades que en sí mismas hacen posible una


relación entre personas y cosas, entre personas y personas y entre Dios transcendente y el
hombre inmanente. Para que exista una mediación son necesarios, al menos, dos elementos.

1) Una realidad en la que se encarna lo divino

Esa realidad puede ser una persona, una cosa, un rito, una acción, una palabra, etc., y
en ella se encarna, de alguna manera, lo transcendente. Es el soporte creatural que da el valor
objetivo y es el fundamento de la relación interpersonal del hombre con lo divino porque
Dios se ha encarnado en su creación.

La funcionalidad de la mediación procede de su capacidad unitiva y relacional entre el


hombre y Dios, pone en contacto lo divino y lo humano. No tiene finalidad en sí misma, sino
en orden a una relación: la comunión interpersonal del hombre con Dios. Es el puente tendido
desde la transcendencia de Dios para que se haga inmanencia en el hombre. La distancia entre
los dos extremos se salva gracias a la capacidad mediadora de las personas y las cosas, lo
sagrado y lo profano.

¿Dónde está el fundamento de esa capacidad mediadora en las personas y cosas? ¿Es
inmanente a ellas? ¿Lo tienen todas? La respuesta teológica más adecuada es que las criaturas
son insignificantes, y por eso el plus de significación de todo lo creado depende de la voluntad
salvífica de Dios que ha dejado en la creación, personas y cosas, una impronta de su ser,
como ya descubrieron los antiguos Padres de la Iglesia interpretando la Escritura. Además,
existe en todo lo creado una ordenación divina a la salvación del hombre, como lo afirma
Pablo: «Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rm
8, 28).

Con la Encarnación del Verbo de Dios en la Humanidad de Jesús crece la posibilidad


significante de las cosas creadas. Como explicaron los mismos Padres, por ejemplo San
Gregario, en la carne de Jesús ha sido asumido todo el universo, lo animado e inanimado,
porque el hombre es un microcosmos. Después de la Encarnación, todo puede convertirse en
«lugar» de encuentro con Dios. De hecho, Dios se hace en Cristo palabra reveladora,
lenguaje, mediación interhumana y humano-divina. Dios utiliza también otras mediaciones
para comunicarse con el hombre y santificarlo, por ejemplo, los sacramentos, la misma
Alianza del A. y del N. Testamento, que se expresa en gestos y palabras.

Una aplicación concreta de la funcionalidad mediadora de las ritos, las palabras y las
cosas, la encontramos en la teología de los sacramentos, en cuanto ellos son «signos» eficaces
de gracia para el hombre, lo cual significa que transforman lo humano del hombre en algo
divino. A este respecto, resulta hermosa y muy aprovechable esta página de Leonardo Boff:

«El pensamiento sacramental, como modo característico de pensar, es universal,


es decir, todo se puede transformar en sacramento, no sólo algunas cosas. La estructura
de la vida humana, en cuanto humana, es sacramental... Toda religión, cristiana o
pagana, posee una estructura sacramental. Ese encuentro es mediado y celebrado en el
mundo, en una piedra, en una montaña, en una persona, etc. El medio de encuentro se
vuelve sacramental. Esos objetos, personas o hechos históricos se vuelven sacramentos
para todos los que hayan hecho una experiencia de Dios en contacto con ellos. La fe
no crea el sacramento; crea en el hombre la óptica mediante la cual puede percibir la
presencia de Dios en las cosas o en la historia. Dios está presente en ellas»1.

2) El hombre descubre su presencia

No basta ni el rostro oculto de Dios en la creación ni el hecho objetivo de la


Encarnación del Verbo para que las realidades, palabras y hechos sean mediación. Todos los
hombres vemos, gozamos y sufrimos las mismas cosas y a cada uno nos significan algo
diferente. ¿Por qué? Porque tenemos Con ellas -personas y cosas- una relación distinta
motivada por el amor, el odio, la indiferencia, la esperanza, etc. Eso mismo sucede con la
creación como medio de relación con Dios. La clave para descubrir su función mediadora es
la fe, la esperanza y el amor, siguiendo el proyecto de San Juan de la Cruz. Es la respuesta
del hombre a la propuesta divina. El hombre, situado ante las personas y las cosas las hace
mediaciones de perdición o de salvación. Él las descubre y las utiliza como tales.

Por ejemplo, ante unos acontecimientos idénticos, los hombres reaccionan de diferente
manera. En caso de sucesos racionalmente negativos, unos los aceptan como providencia de
Dios, otros los atribuyen al azar, otros como castigo divino, etc. Todo ello indica la
ambigüedad y la polivalencia de las mediaciones y de los símbolos. Esto no equivale a quitar
todo valor objetivo a los acontecimientos y a las cosas, sino afirmar que la comunión Con
Dios no la crean esos hechos, sino las personas que eligen una u otra. De ahí la importancia
de elegir bien el número y su calidad.

Esta reflexión nos lleva a otra: la personalización de las mediaciones. Hay algunas que
son -por su valor objetivo y universal- necesarias para todos: Cristo, María, la Iglesia, los
sacramentos, las virtudes teologales. De otras podemos prescindir, o al menos no debemos
urgirlas siempre ni a todos: la contemplación de la creación, el uso de tales imágenes, de
ciertos lugares de culto.

Y un apunte [mal. Aunque las mediaciones en teología espiritual parecen terminar en


el Dios transcendente (la unión con Dios), no se puede excluir la función global de la
mediación: la unión con las criaturas y las cosas. Verticalidad y horizontalidad son dos
extremos que se unen en la mediación utilizada. Un creyente que contempla la creación, por
ejemplo, no puede quedarse en el mero gozo estético y necesitará instrumental izar la
mediación creada para la comunión con lo transcendente. Y al revés: esa unión con Dios le
ayudará a la unión con las criaturas.

B) Número y cualificación de las mediaciones

El enunciado general nos lleva a la pregunta del número de las mediaciones y su


cualificación. Es difícil reducir a esquemas lo que hemos presentado como medios objetivos,

1
Los sacramentos de la vida, Santander, Sal Terrae, 1977, pp. 105-107.
pero también subjetivos donde cabe la variedad que podemos sospechar y no coinciden con
su valoración objetiva.

Es claro que existe una supermediación que es Cristo, único mediador según la
Escritura; pero, al mismo tiempo, es la meta de la unión. Vienen después las virtudes
teologales, fe, esperanza y caridad, en cuanto nos unen directamente con la divinidad y,
mediante ella, con todo lo humano y creado.

Federico Ruiz ha propuesto una división que, en general, es aceptable por su amplitud
y globalidad:

«Entre varios sectores representativos se pueden nombrar: a) mediaciones


gloriosas: María, los santos, los difuntos, que forman una categoría propia, en
comunión y subordinación con la mediación de Cristo; b) mediaciones terrestres: el
hermano en general, como destinatario del amor y del servicio; como sujeto de
comunión recíproca, como intérprete de la voluntad de Dios a modo de profeta,
superior, etc.; e) el culto ... ; d) la contemplación y la piedad personal ... ; e) la
naturaleza, la creación en general, como huella de Dios ... ; f) la historia ... »2.

Por supuesto no están todas especificadas. Por ejemplo, no se pueden olvidar las
siguientes mediaciones objetivas, llamadas con poca precisión «profanas», como el trabajo,
la cultura, el mundo, los signos de los tiempos, la misma historia de los hombres, la creación
y su contemplación, los bienes creados en general, el quehacer profesional y apostólico, la
experiencia religiosa, el ejemplo de los santos, etc. Y dentro del «culto» caben no sólo los
sacramentos oficiales de la Iglesia, sino otra infinidad de sacramentales objetivos y subjetivos
que el pueblo utiliza para la unión a su manera con la divinidad y que con toda razón son
mediaciones «sacras». Por poner un ejemplo, habría que recordar la devoción a los santos, a
María con todo el cortejo de ideas superpuestas a la piedad oficial u oficiosa.

Lo mismo cabría decir al hablar de las mediaciones sacras, vinculadas algunas a las
cosas, como son los sacramentos a los que hemos aludido; y también a las personas,
categorizadas en la institución Iglesia, como son los superiores, los directores o
acompañadores espirituales; y, fuera de ese esquema sacral, encontramos a los mismos
enseñantes, catequistas, padres de familia, que de palabra o de obra son modelos de vida
cristiana, etc.

Y no olvidemos que por encima de todas las mediaciones reseñadas está la voluntad
salvífica de Dios que utiliza no sólo los medios históricamente revelados y expresamente
acotados por la Iglesia institución: Extra Ecclesia nulla salus (San Cipriano); porque también

2
Cf. en «Mediaciones», en NDE, p. 898. Otras especificaciones, en «San Juan de la Cruz, realidad y
mito», l. c., pp. 363-364. También T. Goffi, La experiencia espiritual, pp. 20-65: «Los agentes de la vida
espiritual».
es verdad que facienti quod in se est, Deus non denegat gratiam. De ahí se deduce como
corolario que hay un modo de actuar divino en todas las mediaciones históricas en cuanto
Dios se sigue encarnando en todas ellas. Especialmente hay que recordar la encarnación de
Dios en la conciencia individual en una especie de logos spermatikós (San Justino)3.

También cabría preguntarse si en estas divisiones queda claro que no todas tienen la
misma importancia y si se distingue bien entre ser causa y mediación, porque la capacidad
de unión con Dios la poseen de muy diferente manera. Pongamos por caso, la mediación de
Cristo y el uso de la imagen de un santo; la contemplación de la naturaleza o el servicio al
hermano; la vida de ascesis o cualquier ejercicio de vida espiritual y -el ejercicio de la vida
teologal, que conecta al creyente con el mundo de las realidades divinas sin posibilidad de
engaño, que unen a Dios con inmediatez, y son pura gracia. La Virgen María, por su función
de corredentora, se acerca a la supermediación Cristo, pero en otro orden de mediación y
significación. Además de perfecta cristiana, goza de la función de modelo y ejemplo de la
creyente fiel, está unida a la mediación de Cristo: es mediadora ante el Mediador. Su acción
en el cristiano va más allá de la ejemplaridad y del influjo externo o de intercesión. Actúa la
corredención desde dentro. Sobre ello volveremos más adelante (cf. n. 4).

Al final del recorrido, ¿vale la pena preguntamos si las mediaciones están o no en


decadencia? Me parece importante seguir la trayectoria de las mismas, los altibajos a través
de la historia, su valoración, preguntamos por su sentido. Es posible que una lectura atenta
de las prácticas cristianas den como resultado que existen constantes y variaciones
importantes y, en consecuencia, que el equilibrio lo tienen que buscar el teólogo y el
pastoralista, pero sin olvidar el uso que de ella hace el pueblo.

El hombre se ha hecho reacio a utilizar cierto tipo de mediaciones. Por ejemplo, es


llamativo el rechazo de la gran mediación Iglesia institución con su jerarquía, la autoridad,
las propuestas doctrinales, la práctica del culto, etc. Como se dice cada vez más
frecuentemente: Dios y Cristo, sí, Iglesia, no. Como contrapartida al culto oficial poco
frecuentado, sigue creciendo el gusto por lo folclórico de la religiosidad, como la devoción a
la Virgen y los santos, manifestado especialmente en el culto exterior con toda la parafernalia
de procesiones, costumbres ancestrales mucho más significativas que el culto oficial. En
realidad, no se puede decir que decaen las mediaciones, sino que cambian de signo, se
mantienen las que están enraizadas en el corazón del pueblo, en su idiosincrasia cultural.

3
Puede verse G. Thils, Pour une théologie de structure planétaire, Louvain-La Neuve, Faculté de
Théologie, 1983.
2. LA PALABRA DE DIOS

De la Sda. Escritura como «fuente» del tratado de teología espiritual ya escribimos al


referimos al método de la misma (cap. II, 5, B, 1). Ahora se trata de cómo la lectio divina
alimenta la «vida espiritual» del creyente.

Los Padres de la Iglesia y los monjes medievales pueden ser modelos en ese
acercamiento no sólo piadoso, sino verdaderamente teologal a la Escritura. Ellos estaban
convencidos de que Dios habla en el texto revelado, tanto en el A. como en el N. Testamento.
El Espíritu Santo, que «habló por los profetas», como recogen los símbolos primitivos, puede
ser una fórmula precisa de lo que creían los grandes espirituales de todos los tiempos. En el
N. Testamento el logos eterno de Dios se hace Palabra en el tiempo en la Humanidad de
Jesucristo, como afirma el prólogo del Evangelio de Juan. Última palabra y definitiva
revelación para el hombre creyente, dirá San Juan de la Cruz (Subida II, 22).

La inmensa mayoría de los lectores no leían la Escritura para hacer comentarios,


escribir libros, predicar sermones u homilías, sino para alimentar la vida con la verdad de
Dios. Ella indicaba el camino del hombre porque era la única verdad. La «lectio divina»,
clásica lectura de la Escritura en los ambientes monásticos, no era un estudio, sino alimento
para la meditación, y ésta conducía a la «contemplación» y la conversión de la vida. Es decir,
la Escritura era para ellos un mapa de paradigmas existenciales, de modelos de vida santa.
La «Historia salutis» allí narrada obligaba a entrar en el dinamismo de su ritmo vital y
salvífico, porque trazaba un estilo de vida peculiar, el «hombre espiritual». Las palabras y
los hechos salvíficos eran normativos, configuradores de un estilo de vida peculiar, a
semejanza de los narrados.

Cuando en la edad media se escriban las Vitae sanctorum, se florearán con milagros a
semejanza de los santos patriarcas, profetas y apóstoles del A. y del N. Testamento para
significar que por la virtud del Espíritu Santo se convertían en «hombres de Dios», en santos.

La Sda. Escritura se leía en la liturgia (Misa y Oficio divino) y también fuera de ella,
en privado y en público; en las largas horas de oración y de silencio que acompaña la vida
cotidiana de los monjes y ermitaños. Se creía que la fuerza del Espíritu Santo operaba en ella
y a través de ella se transparentaba la fuerza salvífica de Cristo, el centro de la Escritura. Por
eso se puede decir que históricamente la Escritura ha sido el subsuelo de la espiritualidad de
todos los tiempos. Los místicos, a pesar de su aparente y arbitraria interpretación de la
Escritura, se adhieren a la esencia espiritual de la misma, en una especie de intuición
transcultural y carismática4.

4
Para seguir leyendo, cf. bibliografía. Páginas aprovechables, en Ch. A. Bernard, Teología espiritual, pp.
360-367.
3. LA LITURGIA, LOS SACRAMENTOS Y LA RELIGIOSIDAD POPULAR

La historia de la espiritualidad y la historia de la liturgia demuestran que la vida


litúrgica, después del siglo VI tuvo muy poco interés y poco influjo en la vida de la Iglesia y
de los cristianos. El pueblo seguía la serie de ritos impuestos de modo mecánico, sin entender
mínimamente su significado. Lo hacía por mero cumplimiento y así no fue alimento de la
vida espiritual. Separado el pueblo de las fuentes primordiales de la espiritualidad, la Sda.
Escritura y la vida litúrgica y sacramental -lo mismo se podría decir de la vida eclesial- se
"refugia en la así llamada «religiosidad popular», paralela y alternativa de la experiencia
mistérica de la liturgia, aunque hoy nos parezca mentira. La vida espiritual se alimentó en
fuentes extralitúrgicas y fue suplantada por actos piadosos de índole personal, individual y
psicológico: ascesis, oración vocal o interiorizada, ritos mágicos, devociones a los santos y a
María.

Así ha vivido la Iglesia durante siglos hasta bien entrado el siglo xx. El «movimiento
litúrgico», iniciado en Alemania, Francia y Bélgica en el siglo XIX; el magisterio pontificio
desde Pío X, sobre todo la encíclica Mediator Dei, de Pío XII (1947), impulsaron una nueva
mentalidad que recoge sus frutos en la constitución sobre la liturgia Sacrosanctum Concilium,
del Concilio Vaticano II. Hoy no se puede construir un manual de teología espiritual y mucho
menos organizar una vida espiritual, sin tener en cuenta esa dimensión perdida.

De hecho, la necesidad de la liturgia en la vida espiritual se deduce de su íntima


vinculación con las verdades más sustanciales del dogma cristiano.

En primer lugar, la liturgia entronca con la cristología, ya que la celebración de los


ritos cristianos tienen sentido sólo desde la vida, muerte y resurrección del Señor Jesucristo.
No hay liturgia sin cristología, lo cual quiere decir que toda liturgia es cristocéntrica. En la
liturgia sacramental, pues, se celebra a Jesucristo en sus misterios salvíficos de cruz y
resurrección. En ella, como sacerdote de la Nueva Alianza, realiza su sacerdocio real, su
misión salvadora. Los sacramentos son los canales por donde le llegan al cristiano la gracia
de la redención5.

Los sacramentos no agotan la actividad litúrgica porque existen otras funciones


vinculadas a ella. Me refiero especialmente a la Oración de las Horas, y la oración por
antonomasia, la celebración de la Eucaristía, sacrifico y sacramento.

Sacramentos y oración pública y oficial son los que dan a la liturgia su dimensión
eclesial, los que desprivatizan la piedad y unen la acción sagrada individual a la gran
comunidad de fe que es la Iglesia. Por los sacramentos y la oración el cristiano siente a la
Iglesia como comunidad-comunión destinada a una función salvífica, no una institución

5
Cf. J. Castellano, «Celebración litúrgica y existencia cristiana»: Revista de Espiritualidad 38 (1979) 49-
69.
sociológica y de poder. La Iglesia es el lugar donde el cristiano vive otras mediaciones
subsidiarias, como la función jerárquica, el carisma de la dirección espiritual, donde lee la
palabra de Dios interpretada a la luz de la gran Tradición, la realidad del otro como hermano
creando comunión, etc.

Vale la pena recordar algunos de los principios establecidos por el documento citado
del Vaticano II. Los apóstoles son enviados a predicar el Reino de Dios, la salvación,
mediante el sacrificio y los sacramentos, «en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica»
(SC 6). La salvación procede de Cristo porque está presente en la Iglesia «sobre todo en la
acción litúrgica» (n. 7). La liturgia es «el ejercicio del sacerdocio de Cristo» (n. 7). Con razón
concluye el texto conciliar que «la liturgia es la cumbre a la que tiende la actividad de la
Iglesia, y, al mismo tiempo, la fuente de donde dimana toda su fuerza» (n. 10). Cumbre
porque ella realiza en el hombre la función salvadora de Cristo: santificar, función última de
la Iglesia. Y fuente porque es la causa de la santidad. Pero advierte sabiamente el documento,
previendo los desmadres posteriores, que «la participación en la sagrada liturgia no abarca
toda la vida espiritual» (n. 12). El ala tradicional de la espiritualidad acusó a los liturgistas
de querer imponer lo que comenzó a llamarse entonces el panliturgismo, práctica que
minusvaloraba otras formas clásicas de piedad, como la oración personal, vocal o mental, los
así llamados «ejercicios piadosos» citados por el mismo documento, que comenzaron a entrar
en crisis (cf. n. 12. Es aconsejable leer los nn. 5-13 de SC).

Concluimos. La vida espiritual fundada en la liturgia significa no sólo que se conoce la


teología de apoyo, los grandes principios dogmáticos, como son los cristológicos, los
eclesiológicos y la antropología sobrenatural, sino que se viven los ritos y el misterio que
encierran. El conocimiento es útil para vivirlos, aunque no son absolutamente necesarios,
como lo demuestra la vida de los grandes espirituales, que han intuido carismáticamente más
allá del rito -palabras, símbolos y gestos- lo que significan para la vida espiritual. Hay en su
existencia sobrenatural más liturgia de lo que a primera vista hacen suponer las ignorancias
y las limitaciones impuestas por el tiempo en que vivieron. También aquí la historia de la
espiritualidad tiene mucho que decir.

La espiritualidad litúrgica significa también que se lleva a la vida lo conocido y vivido


como misterio en las celebraciones. Fuera de los templos, donde se celebran los ritos, se
repiten los salmos o se reciben los sacramentos, corre la vida cotidiana, la existencia concreta
de los que celebran la liturgia. Liturgia y vida son dos polos de vida inseparable. Si la liturgia
es gracia, ésa debe confluir en la vida.

Y de nuevo la vida real del hombre espiritual vuelve a ser confrontada con la vida
litúrgica en un tercer estadio de las celebraciones. En la liturgia también celebramos la vida
de los hombres que celebran los ritos sagrados. Sólo así la liturgia no será un jeroglífico
incomprensible, sino parte de una existencia que se integra en la fe6.

4. LA VIRGEN MARÍA Y LOS SANTOS. LA RELIGIOSIDAD POPULAR

Ya hemos dicho que las «devociones» a María y a los santos surgen cuando fracasan
las grandes fuentes de la espiritualidad: el acceso a la Escritura, la vida litúrgica y eclesial, el
cristocentrismo, la vida trinitaria, etc. Generalmente coincide con la carencia de una
evangelización sistemática; aunque la dimensión «popular» de la piedad es innata a la
religiosidad y a la fe cristianas y no siempre coincide con el analfabetismo de los creyentes,
porque ni siquiera se libran del sentido popular de la devoción los mejor formados
religiosamente. Por recordar ejemplos llamativos entre los místicos, San Juan de la Cruz, que
es un crítico formidable de las formas de piedad popular, en coherencia con su proyecto
teologal, se extasía después ante la imagen del Niño Jesús. Santa Teresa de Jesús, que vivió
las experiencias de las séptimas moradas, vive ingenuamente la fe popular practicando
infinidad de devociones7.

Quiero insistir sobre todo en la espiritualidad mariana como prototipo de todas las
devociones populares por su significado en la historia de la espiritualidad y en la teología
espiritual. Que existió un corrimiento de la piedad cristológica y del culto a los santos,
presente en los orígenes del cristianismo, al culto a María, parece evidente en la situación
actual de las investigaciones. La evolución sería: de Cristo, a los santos y a María. Los siglos
X-XIII son especialmente significativos para comprobar la evolución, debido a la turbulencia
de los tiempos «recios», a la necesidad de sentir emocionalmente la paternidad de Dios
misericordioso que se hace madre en María, y, por parte de la Santa Sede, propagar una
devoción «universal» que unifique los poderes religiosos y políticos en la sede central de
Roma8.

La espiritualidad mariana se entiende desde la dimensión cristocéntrica de toda


espiritualidad y desde los grandes dogmas marianos, especialmente la maternidad divina de
la que se deriva la maternidad espiritual sobre todos los cristianos. En la maternidad se
incluye su función de mediadora ante el mediador Cristo, de corredentora y madre de la
gracia, al estar asociada por gracia singular a su misterio salvífico. Su mediación es
subordinada a Cristo, como lo dice el Concilio:

6
J. Castellano sigue ese esquema en el curso de Liturgia y vida espiritual (cf. bibliografía); síntesis, p.
223. Aplicación de la vida sacramental a la vida espiritual, en Ch. A. Bernard, Teología espiritual, pp. 322-
353.
7
Cf. Daniel de Pablo Maroto, «San Juan de la Cruz, testigo de la religiosidad popular»: Salmanticensis 38
(1991) 65-88. El tejido de la piedad popular en las distintas etapas de la historia, lo recogí en mi Historia de la
espiritualidad cristiana, pp. 125-143; 202-204; 311-322; 371-376.
8
Cf. éstos y otros datos en mi estudio, «La "devoción popular" a María en la historia y en la teología», en
Ana María del Niño Jesús, La Hermosa. Patrona de Fuente de Cantos (Badajoz), Fuente de Cantos,
Carmelitas Descalzas, 1994, Prólogo, especialmente, pp. 14-29. Todo el trabajo, pp. 5-33.
«Sin embargo, la misión maternal de María para con los hombres, no oscurece ni
disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para
demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los
hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la
superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende
totalmente de ella y de la misma saca su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata
de los creyentes con Cristo, la fomenta» (Lumen Gentium 60).

Recuerda el Concilio los «títulos» con que es invocada en la Iglesia: «Abogada,


Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (LG 62), sin duda no queriendo recogerlos todos, pero
indicando de nuevo que la mediación participada de María «no resta ni añade nada a la
dignidad y eficacia de Cristo, único mediador» (LG 62). La fórmula tradicional: «a Jesús por
María», se debe completar con otra más feliz: de Cristo a María, para después ir de María a
Cristo, y desde ambos, a la Iglesia y a los hombres.

Según eso, el cristiano tiene que ver en María algo más que un ejemplo estático de
virtudes que tiene que imitar. Más que la primera cristiana, «miembro excelentísimo y
enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe
y en la caridad» (LG 53). En realidad, es el canal de gracias con el que conecta el hombre
espiritual al aceptarla no como mera figura histórica (la madre de Jesús), sino como
mediación de gracia por sus funciones en la Iglesia y en la vida del cristiano. Ella toma parte
activa en la espiritualización del hombre por su función de mediadora, como ya veíamos.
Pero no olvidemos que es también cristiana ejemplar, practicante de un estilo de vida que
puede y debe ser imitado por el cristiano. María, en ese sentido, es modelo de virtudes a
copiar por la Iglesia, como ha recordado el Concilio Vaticano II (LG 65). Ella nos ayuda a
profundizar en el misterio de Cristo y de la Iglesia e influye en el ejercicio de las virtudes
como modelo dinámico que es.

Dentro de un manual de teología espiritual, cabe citar lo que dice la Lumen Gentium
sobre la plenitud de gracia que posee María desde el momento mismo de su concepción,
recordando la constante tradición doctrinal de la Iglesia, ya que es «totalmente santa e inmune
de toda mancha de pecado, como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo»
(LG 56). No olvidemos que teológicamente la santidad, meta de la vida espiritual, es obra
del Espíritu Santo.

El culto a María es la consecuencia de una teología subyacente que debe tener en cuenta
el cristiano. La parte IV del capítulo 8 de la Lumen Gentium trata precisamente del tema,
manteniéndolo dentro de unos límites racionales entre la exaltación emocional creadora de
falsas exageraciones y la «excesiva mezquindad de alma al tratar de la singular dignidad de
la Madre de Dios» (LG 67).

«Recuerden, finalmente, los fieles -escriben los padres del Concilio- que la
verdadera devoción no consiste ni en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una
vana credulidad, sino que procede la fe auténtica, que nos induce a reconocer la
excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre
y a la imitación de sus virtudes» (LG 67).

Hablamos de «devoción» y no de «devociones». Aquélla es la raíz, necesaria en toda


circunstancia; éstas son variadísimas, como las ramas de un árbol, necesarias como ramas,
pero no como tales ramas. La fórmula más eficaz para vivir la dimensión festiva y orante del
culto a María es vincularla a la celebración de la Eucaristía y otras expresiones de la piedad
litúrgica a la que nos hemos referido con anterioridad.

Entre las distintas devociones caben las así llamadas «populares», que han crecido en
todas las épocas y culturas cuya sola enumeración y descripción llenaría muchas páginas.
Tienen que ser interpretadas a la luz de los grandes principios de la teología dogmática, sobre
todo de la cristología, de la mariología, de la vida litúrgica, etc. Lo mismo se podía decir de
las visiones y «apariciones» de María, de sus imágenes y otros fenómenos místicos o
paranormales, hoy tan abundantes, que tienen su cuadro interpretativo en un ámbito
interdisciplinar. La historia religiosa de los pueblos cristianos está muy vinculada a la
aparición de esos fenómenos que tienen un significado no siempre religioso, sino cultural,
económico y social.

Ante estos hechos cabe la interpretación crítica y la pastoral. La primera puede y debe
ser negativa y rigurosa, hecha desde un tratamiento científico de la fe que interpreta el
epifenómeno de lo religioso. La actitud «pastoral» puede ser más benigna, sobre todo con las
«devociones» y las manifestaciones cúlticas o creencias ancestrales arraigadas en la cultura
de los pueblos. Se trata de las famosas «tradiciones» imposibles de desarraigar y que deben
ser al menos «toleradas» porque son el alimento a veces único del pueblo. Teológicamente
se debe decir que corresponde al pastor la obligación de interpretar los hechos y las prácticas
para que sean entendidos históricamente y desde su adecuación al dogma9.

5. EL ENCUENTRO CON LA NATURALEZA. SENTIDO ESPIRITUAL DE LA ECOLOGÍA

La visión científica y racional de la naturaleza ha creado lo que se puede llamar una


conciencia ecológica que obliga al respeto de la tierra y sus habitantes.

Cuando nos referimos en un Manual de teología espiritual a la naturaleza y a la


ecología, lo hacemos porque tiene un componente teológico evidente. Los «espirituales» de
todos los tiempos se han relacionado no sólo con el mundo de los humanos, sino con su

9
Cf. para seguir leyendo, S. de Fiores, «María», en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid,
Paulinas, 1983, pp. 850-859. Una panorámica global de mariología, en el mismo autor, Maria nella teologia
contemporanea, Roma, Centro di cultura mariana «Mater Ecclesiae», 1987. Sobre el sentido de las
«apariciones» marianas escribí en el estudio citado: «La "devoción popular" a María ... », l. c., pp. 21-32.
hábitat natural, con la creación como «medio» para la santidad y la unión con Dios. Éste es
el aspecto «espiritual» del problema al que ahora nos referimos.

Del carácter mediático de los sacramentos y del cosmos hablamos en este mismo
capítulo (V, 1, A, 1). Tenemos que volver sobre el tema desde la perspectiva de la ecología.
Lo ha expresado bien Leonardo Boff desde su conexión con el pensamiento sacramental:

«Para quien contempla todo a partir de Dios, todo el mundo es un gran


sacramento ... Pero esto sólo es posible a quien ve a Dios. En caso contrario el mundo
es opaco y una realidad meramente inmanente. En la medida en que alguien, con
esfuerzo y lucha, se deje asumir y penetrar por Dios, en la misma medida será premiado
con la transparencia divina de todas las cosas. Los místicos nos dan la mejor prueba de
esto»10.

Es a través de la sacramentalidad del universo, descubierto por los antiguos Padres del
desierto y por los místicos de todos los tiempos, cómo se lleva no sólo al gozo estético de la
naturaliza, sino a utilizarla como mediación para el encuentro plenario con Dios. El universo
es misterioso y significante, está preñado de sacralidad y sacramentalidad para la mente
contemplativa. Si admitimos que la mística es la cumbre de la perfección cristiana, tiene una
variante en la interpretación religiosa del universo en una curiosa confluencia con la ciencia
eco lógica. El chamanismo explicaría la mística provocada o natural por el recurso a lo
mágico mediante el uso de sustancias narcotizantes, danzas rituales, control del pensamiento
y otras técnicas. Pero no hace falta el uso ni abuso de los narcóticos para excitar la
imaginación y descubrir redes simbólicas en el universo que sirvan de mediación para la
fusión con el Absoluto. Ella misma crea, proyecta o interpreta esos símbolos en la
contemplación de las cosas más simples del universo convirtiéndolas en sustancia
significativa. El hombre moderno, inmerso en una mentalidad tecnocrática, ha perdido la
capacidad creadora de signos sacramentales al contemplar el cosmos. Para el hombre
primitivo el universo estaba poblado de misterios que le conducían al gran misterio que es
Dios, era todo él un sacramental.

El nacimiento de la contracultura en Norteamérica favoreció la vuelta a esos instintos


primarios del ser humano, al encuentro con la naturaleza, como rechazo de la mentalidad
racionalista y del veneno de la cultura científica de las megápolis actuales, y puede volver a
unificar mística, espiritualidad y ecología. Mircea Eliade fue pionero como intérprete de la
mística desde la magia; y Theodore Roszak, en esa misma línea, de la vuelta a la naturaleza,
al yo profundo y al mundo de los sentidos11.

10
Los sacramentos de la vida, Santander, Sal Terrae, 1977, pp. 43-44.
11
M. E1iade, El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis, México, 1960. Th. Roszak, El nacimiento
de una contracultura, Barcelona, 1970. Id., Where the Wastelands ends, New York, 1973.
La unión entre mística y ecología hoy no debería ser casual, sino que mutuamente se
complementaran. La espiritualidad se puede aprovechar de este movimiento sociológico que
tiene una vertiente religiosa. Interpretando a Roszak ha escrito Luis Maldonado:

«En fin, Roszak ve claramente la relación estrecha del renacer místico con la
ecología. Piensa que el mundo contemporáneo nos ofrece, con la ecología, un medio
de escuchar la resonancia simbólica de los fenómenos naturales. La ecología es el
camino más corto que sigue la conciencia objetiva para acceder a la visión sacramental
de la naturaleza, esa visión que subyace al símbolo de la unidad ... Esta salida de la
nueva vivencia mística hacia la ecología es de extrema importancia para los estudiosos
tanto de la religiosidad popular como de la mística tradicional. Ambas han estado
insertas en un medio cósmico-agrario. Ese medio parecía que desaparecía al llegar a su
apogeo la civilización técnica. Pero he aquí que esta misma cultura técnica está
engendrando una nueva cultura, la ecología, que si no es la antigua rural sí es afín a
ella por su común gravitación en tomo a la naturaleza»12.

Volviendo a los Padres del Yermo, adquieren hoy una nueva relevancia leídos en ese
contexto eco lógico. Si nos atenemos a los relatos conservados de la antigüedad cristiana, los
anacoretas de Siria, Palestina, Egipto, Mesopotamia y otros lugares parece que superaron las
leyes naturales del cosmos y de sus propios cuerpos, bien haciendo milagros, bien llevando
un género de vida que, de ser verdad histórica, es terrorífica. Por ejemplo, algunos vivían en
grutas y cavernas, o a la intemperie, abrasados por el solo las intensas heladas; o subidos en
columnas de varios pies (estilitas), y hasta en los árboles de la selva; otros se mantienen
constantemente en pie; comen la hierba del campo como los animales, o ayunan durante días,
etc. Otra serie de referencias de esos mismos relatos antiguos exponen la cercanía de los
ermitaños a la naturaleza cultivándola, dominando a los animales salvajes y dañinos como si
emanase de ellos una fuerza de control.

De ser verdad estos hechos -y no hay razón para negarlos, aunque sí para interpretarlos-
demuestran que existe un modo de utilizar la naturaleza como medio para la unión con Dios:
transcendiéndola. Es decir, redujeron las necesidades naturales al mínimo convirtiendo la
nada y el vacío en plenitud. Es un modo negativo de descubrir en la naturaleza, esta vez en
su carencia, un medio de unión con la divinidad. La comunión con los animales salvajes, el
dominio sobre ellos lo interpretan los historiadores antiguos por la fuerza de la santidad que
se transparenta en los hombres de Dios, los habitantes del desierto. Esa antigua tradición se
ha mantenido en algunos de los personajes más populares de nuestra hagiografía medieval,
por ejemplo, San Antonio de Padua, San Francisco de Asís. La naturaleza no es agresiva
contra el hombre, como si hubiesen llegado los tiempos mesiánicos anunciados por el profeta
Isaías (11, 6-9). El «hombre espiritual» de los desiertos se encarnó en la naturaleza, la
dominó, ayudó con su abstinencia y trabajo a conservar los recursos. Los historiadores de los
hechos no parecen preocupados de presentar a sus héroes como contemplativos, buscadores
del rastro de Dios en las cosas del entorno. Hoy esas posturas aparentemente antihumanas no

12
Religiosidad popular. Nostalgia de lo mágico, Madrid, Cristiandad, 1975, pp. 160-161.
encajan en una visión positiva del cosmos y de la vida. Pero la interpretación completa la
daré al hablar de la ascética cristiana (cap. VII, 3, C)13.

El místico San Juan de la Cruz ha dado una interpretación de la naturaleza como


mediación insuficiente para la unión transformante; en consecuencia, el espiritual tiene que
superarla con la vivencia de la vida teologal, especialmente de la fe. No hace ningún juicio
de valor sobre las realidades inmanente s al mundo; su valoración recae sobre su pobre
funcionalidad mediática.

El proceso ascendente propuesto en las primeras canciones del Cántico Espiritual es


sintomático y significativo. El «¿Adónde te escondiste, Amado?» de la primera canción
provoca en el alma enamorada de Dios un proceso de búsqueda para el encuentro
transformador: «Salí tras ti clamando y eras ido».

El poema se puebla, a partir de la tercera canción, de palabras sensorializadas, con


fuertes resonancias de la naturaleza cósmica, pero que el autor a veces vuelve a lo divino en
el comentario místico: «Buscando mis amores / iré por esos montes y riberas ... » (canción
3). «¡Oh, bosques y espesuras / plantadas por la mano del Amado ... / decid si por vosotros
ha pasado» (canción 4).

«Llama bosques -escribe- a los elementos, que son tierra, agua, aire y fuego;
porque, así como amenísimos bosques, están poblados de espesas criaturas, a las cuales
aquí llama espesuras por el grande número y mucha diferencia que hay de ellas en cada
elemento. En la tierra, innumerables variedades de animales y plantas; en el agua,
innumerables diferencias de peces, y en el aire, mucha diversidad de aves; y el elemento
del fuego, que concurre con todos para la animación y conservación de ellos» (canc. 4,
2).

Por esos «bosques y espesuras», pasó el Amado «mil gracias derramando» al criarlas
(canción 5), dejando «algún rastro de quien Él era», porque pasó «con presura» al ser obras
menores de Dios (ib., 5, 1 Y 3); pero al unirse con todas ellas en la Humanidad de Cristo,
«vestidas las dejó de hermosura» (ib., 5, 4). Todas son «mensajeros» del Amado, pero el
alma enamorada del Cántico espiritual se le queja porque: «no saben decirme lo que quiero»
(canción 6). Suspira por una revelación más diáfana y epifánica: «¡Ay, ¿quién podrá
sanarme? / Acaba de entregarte ya de vera; / no quieras enviarme / de hoy ya más mensajero
/ que no saben decirme lo que quiero»! (canción 6). y así sigue la marcha ascendente a la
búsqueda del Amado a través de las criaturas que déjanla muriendo «un no sé qué que quedan
balbuciendo» (canción 7). Hasta que encuentra la respuesta definitiva en la cristalina fuente

13
Cf. mi estudio, «El "hombre espiritual" y la naturaleza ... », l. c. en bibliografía).
de la fe que alumbra Cristo y transparenta las verdades últimas como el «cristal» (canción
12).

6. EL MUNDO DES HUMANIZADO DE LOS POBRES

El mundo de los «pobres» ha entrado de lleno en la vida de la Iglesia por la


preocupación que suscita en las personas e instituciones. El encuentro con ellos lo haremos
cuando hablemos más adelante del ejercicio de la caridad (cap. VII, 4, B).

En este contexto de las mediaciones vale la pena al menos hacer memoria del hecho al
que pocas veces se alude. En la tradición espiritual de Oriente y Occidente, pareció apropiado
encomendar al hombre espiritual buscar la unión con Dios en la oración, especialmente la
contemplativa e interiorizada y en la experiencia que de ella resulta; en la soledad de un
desierto o al menos en una celda de ermitaño.

Pero ha llegado el momento de salir de esos hábitats tranquilos y descender a la arena


de la gran ciudad, no para suplir al desierto de los primitivos ermitaños creando un desierto
interior, sino para sentir la desolación que a veces crea el actual eclipse de valores, la angustia
ante las necesidades de nuestros hermanos los hombres. Si decíamos que las mediaciones no
las crean los hechos, sino la clave de lectura de la vida teologal, aquí se puede aplicar el
principio. En esos lugares deshumanizados del tercer mundo o del cinturón de miseria de las
megápolis modernas, verdaderos laberintos de la muerte y la desolación, nuestro hombre
espiritual puede experimentar a Dios lo mismo que contemplando un bello atardecer a las
orillas de un lago, dejándose llevar de las sensaciones múltiples en una selva tropical, o
escrutando el misterio de la vida animal o el más allá de las galaxias. El hombre
deshumanizado por sus hermanos los hombres claman más al cielo que todos los demás
espectáculos terrestres y cósmicos.

La situación de opresión en que se encontraban sus hermanos judíos suscitó en Moisés


la idea de su liberación. Y la experiencia angustiosa del pueblo durante la travesía del desierto
le hizo vivir en tensión unitiva con el Dios Yahvé que le había elegido como líder libertador.
Esa misma percepción de la injusticia fue la que hizo clamar con frecuencia a los profetas de
Israel defendiendo al pobre, al huérfano y a la viuda, amenazando a los opresores de los
débiles con el castigo divino.

También la situación de pobreza, de analfabetismo, de abandono de ancianos, pobres,


viudas, doncellas y otras calamidades sociales es la que vivieron los fundadores de
instituciones religiosas, y les inspiró la idea de iniciar una nueva experiencia en la Iglesia. La
teología de la liberación es una nueva lectura del Dios presente en la historia del hombre
necesitado que busca su liberación integral en el Padre de todos los hombres a quien él hizo
iguales.
El paradigma continúa vigente en nuestro mundo, hoy quizá más que nunca porque el
espectáculo de la miseria y de la muerte se presentan ante nuestros ojos con toda la violencia
de los hechos amargos. La experiencia de Dios no se encuentra siempre en una casa de
ejercicios bien situada, mejor acomodada; sino en el contacto con la miseria de los
desheredados. No hagamos demasiadas especulaciones probatorias. Basta descender al
barrio, hablar con la gente sencilla que utiliza el sentido común, el corazón y el talento
natural. Hagamos una encuesta sobre quién es el «espiritual» o el santo más significante y
atrayente. Seguro que aparecerán, si son conocidos, no los canonizados, sino los que están
haciendo el bien en medio de los más necesitados. Esa voz del pueblo interpela al teólogo
espiritual para que haga teología también desde los arrabales. La respuesta del pueblo es
significativa: también en los lugares más insospechados puede encontrar el espiritual una
mediación, porque son lugares santos en los que se encarna Dios.

La miseria humana como interpelación y provocación de unión con Dios, hay que
extenderla también a la contemplación de la miseria moral de la humanidad: drogas,
violencia, odios, falta de valores, etc. Todo ello crea una especie de solidaridad con lo
humano que se transfigura en descubrimiento de lo divino. Los hechos dramáticos y humanos
han cumplido su función mediadora14.

Las mediaciones analizadas no agotan las posibilidades del concepto y la realidad. Lo


dicho es un buen acceso a las mismas. Por ejemplo, siguiendo en la relación con el hermano
necesitado, se podría incluir aquí el tema de la dirección espiritual o acompañamiento
espiritual. El espiritual encuentra en la ayuda del otro, por su sabiduría, prudencia o su
carisma, una ayuda para la maduración espiritual y la realización de la santidad. Hemos
preferido situarlo dentro del capítulo de la «espiritualidad pneumatocéntrica» (cap. VI, 3, D,
2-3).

14
Libro elocuente, aunque no escrito en la perspectiva aquí propuesta, es el de J. I. González Faus,
Vicarios de Cristo. Los pobres en la teología y espiritualidad cristianas, Madrid, Trotta, 1991.
CAPÍTULO VI

DIVERSAS «CONFIGURACIONES» DE LA SANTIDAD CRISTIANA

BIBLIOGRAFÍA

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(Dir.), La mistica. Fenomenologia e riflessione teologica, 2 vols., Roma, Cittá Nuova, 1984.
- F. Ruiz, Caminos del Espíritu, Madrid, EDE, 19782.

Como pórtico de este capítulo de las «configuraciones» de la vida espiritual vale la


pena recopilar el camino recorrido y ver el nexo que une lo anterior con lo presente y lo
siguiente.
Estudiado el concepto de la santidad, en sus variedades históricas y componentes
teológicos (cap. 3.°, 1 y 2); tratado el problema del sujeto que recibe y actúa la santidad (cap.
4); y las distintas mediaciones que ayudan a conseguir la meta de la unión con Dios (cap. 5).
Quedan por ver las distintas configuraciones teniendo en cuenta la Escritura, la Tradición y
el magisterio de la Iglesia y de los místicos (cap. 6). He preferido centrarlas en las tres
dimensiones de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. De la relación con las tres divinas
Personas, se deriva una espiritualidad teocéntrica («Unión con Dios»), cristocéntrica (vivir
la «Forma Christi» en el seguimiento o imitación), pneumatocéntrica («Vida en el Espíritu»).
No son alternativas, sino complementarias, aunque algunos espirituales hayan desarrollado
más una dimensión que otra; pero es imposible que se pueda prescindir de alguna de ellas.
En la urdimbre real de la vida cristiana, lo constitutivo esencial y común es siempre trinitaria,
como ya advertíamos en su lugar oportuno (cap. III, 2, B). Cuando las analizamos por
separado, es por pura pedagogía y teniendo en cuenta las fuentes de la teología espiritual
entre las que se encuentran la Escritura y la experiencia de los grandes espirituales1.

1. ESPIRITUALIDAD TEOCÉNTRICA: LA «UNIÓN CON DIOS»

Iniciamos la andadura con esta fórmula clásica que se encuentra en los grandes clásicos
de la espiritualidad y es tan rica de contenido. La Escritura, los grandes Padres de la Iglesia
y los místicos nos darán la pauta para la investigación.

A) La «unión con Dios» en la Sda. Escritura

La Sda. Escritura ofrece el fundamento para que el teólogo pueda elaborar un discurso
coherente sobre la unión del hombre con Dios. Algunos de los grandes temas bíblicos hacen
referencia explícita a la cercanía, presencia, comunión del hombre con Dios. Ofrecemos en
forma de conclusiones la teología subyacente en la Palabra revelada.

En primer lugar, la revelación de Dios aparece como una iniciativa divina, como
donación. Dios elige al pueblo de Israel como paradigma de la elección de toda la humanidad
con la que quiere entrar en relación de amor. La elección de los profetas, jueces, reyes y
apóstoles para una misión es también una manifestación de la unión de Dios con su pueblo.
Lo mismo se diga de las teofanías, tan frecuentes en el A. y el N. Testamentos (revelación
de su nombre, zarza ardiente, el arca de la alianza, la nube, la roca, el fuego, el silva ante la
roca de Elías, la Transfiguración de Cristo, etc.). Todo indica la presencia de Dios en su
pueblo y la conciencia que Israel tiene de la cercanía de Yahvé. En las relaciones de Dios
con su pueblo predomina el amor y la misericordia, que va in crescendo desde el A. al N.
Testamento. La revelación crece desde el Dios de la cólera y el juicio al Dios del perdón.

1
Es casi pura anécdota el advertir que la obra de G. Gutiérrez, Beber en su propio pozo, Salamanca,
Sígueme, 1984,2," parte, pp. 48-119, siga este esquema, aunque el desarrollo no coincida con el nuestro.
Segundo. La iniciativa divina se expresa en la alianza con Noé, Abrahán y Moisés e
indica también una unión del pueblo con Yahvé. Todas las alianzas de Dios con el pueblo
culminan en la Encarnación del Verbo de Dios, sobre todo en su muerte y resurrección.

Tercero. Los símbolos elegidos son también muy significativos: la unión esponsal, los
desposorios de Yahvé con el pueblo, idea frecuente en el A. Testamento y cantada
poéticamente en el Cantar de los Cantares. La unión total de la esposa (alma, Iglesia,
humanidad) con Dios o con Cristo se realiza plenamente en la Encarnación. Jesús habla de
su unión con los creyentes como la vid a los sarmientos (Jn 15, 1-15). Y pide al Padre la
unión de los cristianos con Él y con las tres divinas Personas (Jn 17, 11-23).

Cuarto. Pablo y Juan hablan de la inhabitación de Dios en el alma del justo (cf. en cap.
III, 2, B, 1), b)]. Esta koinonía con el Padre, con Cristo y con el Espíritu Santo, indica una
unión ontológica, no meramente psicológica (conocimiento y amor), porque cambia la vida
del creyente en una vida nueva. Jesús quiere que esta unión permanezca no sólo refiriéndose
a sus primeros discípulos, sino a todos los creyentes (oración sacerdotal: Jn 17), y se
mantendrán unidos por la comida de su cuerpo y la bebida de su sangre (Jn 6) y el ejercicio
de la caridad y de la fe (1a. Jn).

Quinto. La unión de Dios con el hombre y viceversa culmina en el cumplimiento de su


voluntad manifestada en los mandamientos, el Decálogo y los demás preceptos del A. y del
N. Testamento, especialmente los del amor de Dios y del prójimo (Dt 6, 5; Lev 19, 18; Mt
22, 36-40).

En conclusión. De estas breves alusiones se deduce que desde el libro del Génesis,
donde Dios aparece como creador (unión sustancial con sus criaturas), conversando con Adán
y Eva antes de la caída (unión afectiva), hasta el Apocalipsis, donde resplandece la «ciudad
santa, la nueva Jerusalén», «morada de Dios con los hombres», todo habla de esa «unión» de
Dios y el hombre.

B) La «unión con Dios» en la Tradición y en la teología

Con tres categorías explicaron los Padres y antiguos escritores la unión del creyente
con Dios, tomando la Escritura como fundamento: el hombre como imagen y semejanza de
Dios, la divinización y la unión transformante.

1) El hombre, «imagen y semejanza de Dios»

«Los Padres griegos -comenta T. Spidlfk- establecen una distinción entre la


"imagen" y la "semejanza"; la imagen es inicial; la perfección está en la semejanza. Por
consiguiente, la vida espiritual consiste en pasar de la imagen a la semejanza».
Para corroborar su aserto, cita a Diadoco de Foticé:

«Todo hombre ha sido creado según la imagen de Dios; alcanzar la semejanza


divina se le concede a quien somete su libertad a Dios por medio de un gran amor. Ya
no pertenecemos a nosotros mismos una vez que nos hemos hecho semejantes a aquel
que, mediante el amor, nos ha reconciliado con Dios»2.

La afirmación de Špidlík tiene plena confirmación en la doctrina de los Padres. Parece


que fue Ireneo el primero que habló de la perfección del hombre cristiano que se hace
«imagen y semejanza de Dios» en la medida en que llega a ser «espiritual» y perfecto.

«A causa de la efusión del Espíritu, el hombre se va haciendo espiritual y


perfecto. Y éste es el hombre hecho a imagen y semejanza» (Adv. Haer. V, 6. PG 7,
1337).

En realidad, Cristo es la verdadera imagen del Padre; al decir la Escritura que el hombre
fue creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gen 1, 26-27), lo entiende que lo es «según la
imagen de Cristo».

Ireneo distingue entre eicwu (imagen) y oµoiwosiz; (semejanza). La primera es algo


estático. La segunda, algo dinámico, tarea, vocación.

«Gramaticalmente, la imagen prescinde del dinamismo entrañado en la


semejanza. eicwn o no dice tendencia ni ejercicio, sino sólo relación (tanto estática
como dinámica) a un ejemplar. La estatua de mármol puede ser imagen de un personaje
viviente y haber sido hecha a su imagen. Su similitud no merece el nombre de
oµoiwsiz -a no ser al tiempo de su fabricación-, sino el de oµoiothz, y representa una
cualidad, la semejanza en figura o hábito eicwn equivale a semejanza en forma ... y es,
ipso facto parecida en forma al modelo que representa»3.

Clemente Alejandrino comenta Génesis 1, 26-27 diciendo que en 1, 26 se indica el


proyecto divino de crear al hombre. En 1, 27, la obra ya realizada.

2
«Oriente cristiano», en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid, Paulinas, 1983, p. 1026.
3
A. Orbe, Antropología de San Ireneo, Madrid, BAC, 1969, p. 123. Cf. pp. 121-125: y Teología de San
Ireneo I, Madrid: BAC, 1985, pp. 362-365.
«¿Acaso, según la interpretación de algunos de los nuestros, el hombre no ha
recibido la imagen en el momento de su nacimiento y sólo más tarde, a medida que
avanza la perfección, recibe la semejanza?» (Str, II, 22, 131, 6. SC 38, 133).

Cirilo de Alejandría explica esta «imagen de Dios» en el hombre con el símil del sello
sobre la cera como obra del Espíritu Santo:

«Es él mismo (el Espíritu Santo), que siendo Dios, procediendo de Dios, se junta
invisib1emente, se diría como un sello sobre la cera, a las almas que le reciben; así, por
la comunicación que él hace de sí mismo, devuelve a la naturaleza la belleza que antes
tuvo y rehace al hombre a imagen de Dios» (Thesaurus 34, PG 75, 609).

2) El hombre, ser «divinizado»

Sobre el tema se dijo bastante en el cap. III, 2, B, 2). Divinizado porque Dios lo ha
unido a su vida trinitaria inhabitando ontológicamente en todo el ser, no sólo en sus potencias.
De ello habla la teología dogmática en el tratado de antropología sobrenatural.

3) La unión del alma con Dios

Este símbolo tiene hondas resonancias bíblicas, tanto en el A. como en el N.


Testamento, puesto que la alianza de Yahvé con Israel es presentada con frecuencia como
una relación amorosa entre esposos, sugiriendo un fuerte contenido afectivo de la relación y
la dimensión individual o comunitaria del pacto. y las infidelidades al amor y el seguimiento
de otros dioses es considerado como una traición y un adulterio. Cristo también se presenta
como «el esposo» de la Iglesia y de los creyentes.

a) La interpretación de los SS. Padres

El tema lo sugieren los SS. Padres al interpretar místicamente el Cantar de los


Cantares. Orígenes, quien también ha desarrollado la teoría del hombre «imagen de Dios»
que se va haciendo «semejante» a Él, expone tempranamente los principios de la mística
nupcial, asumiendo el símbolo del matrimonio para explicar la total transformación del alma
en Dios (Hom. in Ex. V, PG 12, 325-331; Hom. in Num. 27, PG 12, 780-801). Según él,
«Cristo es llamado esposo del alma con quien el alma se desposa cuando llega a la fe» (In
Gen., hom. 10,4, 1).

Para Tertuliano, la fe y el bautismo -segundo nacimiento-equivalen a unas «nupcias


con el Espíritu» (De anima 41). San Juan Crisóstomo dice que es «un matrimonio espiritual»
en el que el cristiano es la esposa (Huit catéchéses baptismales inédites, SC 50, I, p. 108; 11,
p. 114; 14, p. 116). Otros han comentado el Cantar de los Cantares en sentido espiritual. Por
ejemplo, San Gregorio de Nisa, quien habla de un Qeios gaµoz (matrimonio divino), y de
un preuµaticoz gaµoz (matrimonio espiritual), distintos del matrimonio carnal, que son
incompatibles (Tractatus de virginitate, SC 119, cap. 20, 3)4.

b) Los místicos medievales

Los escritores monástico s medievales utilizaron gustosamente el símbolo hablando


con libertad de noviazgo o desposorio y matrimonio para expresar la suprema experiencia de
unión transformante del alma con Dios. Esos «espirituales» vieron en el símbolo nupcial del
Cantar una múltiple aplicación, desde la relación íntima de Cristo con la iglesia, de Cristo
con el alma cristiana, de la Iglesia y la comunidad monástica, sobre todo las dos primeras.
Así desde San Gregorio († 604) hasta Beda el Venerable († 735), Hugo de San Víctor (†
1141), San Bernardo († 1153) y Ricardo de San Víctor († 1173). Juzgo como válido lo que
escribe A. Baccetti: desde el siglo VI al XII prevalece en la literatura monástica la explicación
eclesiológica del tema nupcial; y desde el siglo XII, sobre todo con San Bernardo, se
desarrolla la explicación mística aplicada a la comunidad monástica o al individuo5.

Fue Ricardo de San Víctor, probablemente, quien propuso todo el itinerario espiritual
bajo la perspectiva nupcial, camino que, según él, tiene cuatro grados o momentos:
desponsatio, nuptiae, copula, puerperium, y que corresponden a la «meditación,
contemplación, éxtasis y fecundidad apostólica» (cf. De quatuor gradibus violentae
charitatis, PL 196, 1216-1222).

c) Los grandes místicos modernos

Nos referimos ahora a dos grandes místicos que aceptaron la tradición de los Padres y
los escritores medievales. Hoy se reconoce el influjo que tuvieron Santa Teresa y San Juan
de la Cruz en la confirmación de la terminología patrística y medieval sobre el desposorio y
matrimonio.

«Se debe la terminología a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz. Pero la idea de
las nupcias espirituales y del divino desposorio es muy anterior. No es ni siquiera
propio del cristianismo». «Después de la publicación de las obras de Santa Teresa y
San Juan de la Cruz el nombre de matrimonio espiritual se va imponiendo

4
Cf. textos en P. Adnés, «Mariage spirituel», l. c., p. 390. Algunas referencias bíblicas en A. Álvarez,
«Matrimonio spirituale», l. c., p. 1543).
5
Cf. «11 Cantico dei Cantici nella tradizione monastica», en Bibbia e espiritualitá, Roma, 1967. Citado
por T. Álvarez, «Matrimonio spirituale», l. c., p. 1544, con referencias a autores medievales. También P.
Adnés, «Mariage spirituel», l. c., p. 392.
progresivamente para significar la última etapa de la vida de oración y de la ascensión
mística»6.

Ambos místicos recrean el símbolo nupcial (desposorio y matrimonio) desvistiéndolo


de toda referencia sexuada y erótica y lo convierten en uno de los más profundos, universales
y apropiados para hablar de la unión transformante del hombre en Dios. Sólo en épocas en
que la sexualidad se moraliza y el matrimonio es visto bajo la perspectiva del sexo y del
pecado por contagio de doctrinas gnóstico maniqueas, el símbolo puede resultar disonante.
Tampoco queremos indicar que la experiencia mística no tenga ninguna referencia al
componente sexuado del ser humano, ya que la relación sexual más profunda y humana se
realiza sólo cuando está fundada en el amor. El mismo y único amor es el que transforma al
amante en el amado (alma y Cristo, por ejemplo), como suelen decir los místicos.

En cualquier caso, el símbolo nupcial puede someterse a revisión siempre que resulte
inadecuado, como puede suceder en nuestra época en la que se banaliza la sexualidad y el
sacramento del matrimonio. De hecho, ha sido controvertido por algunos, entre otros por el
gran intérprete racionalista de San Juan de la Cruz, Jean Baruzi. P. Adnes prefiere cambiarlo
por «unión extática» (desposorio), y unión transformante (matrimonio)7.

Antes de seguir con la explicación de la unión del alma con Dios bajo el símbolo del
matrimonio, recordemos otros símiles muy apropiados utilizados por los místicos españoles
algunos tomados de la tradición medieval. Por ejemplo, San Juan de la Cruz utiliza los
siguientes:

- La vidriera iluminada por el sol:

«Aunque, a la verdad, la vidriera, aunque se parece al mismo rayo, tiene su


naturaleza distinta del mismo rayo; mas podemos decir que aquella vidriera es rayo o
luz por participación» (Subida II, 5, 6).

- El madero y el fuego:

«Porque el fuego material, en aplicándose al madero, lo primero que hace es


comenzarle a secar, echándole la humedad fuera y haciéndole llorar el agua que en sí
tiene; luego le va poniendo negro, oscuro y feo y aun de mal olor, y yéndole secando
poco a poco, le va sacando a luz y echando afuera todos los accidentes feos y oscuros

6
P. Adnes, «Mariage spirituel», en l. c., pp. 388-389 y 403.
7
«Mariage spirituele», en l. c. p. 408.
que tiene contrarios al fuego; y, finalmente, comenzándole a inflamar por de fuera y
calentarle, viene a transformarle en sí y ponerle tan hermoso como el mismo fuego»8.

Existen otros símiles o figuras en los místicos, especialmente en los españoles del siglo
XVI, entre ellos Santa Teresa de Jesús, corno el agua de la lluvia que cae del cielo
confundiéndose con la del río o fuente; como el agua de los ríos que se funden en el mar; el
fuego cruzado y multiplicado de varias candelas; como la luz múltiple que entra por la
ventana transformándose en una sola; o como el gusano que se transfigura en mariposa, etc.
(cf. Moradas VII, 2, 4 y 6). Son símbolos de unión que los teólogos españoles aprovecharon
para explicar con realismo la gracia sobrenatural. La mutua comprensión entre místicos y
teólogos fue fructífera9.

d) San Juan de la Cruz

Volviendo a San Juan de la Cruz, sabemos que él recoge la tradición neoplatónica de


los antiguos Padres de la Iglesia, las nociones filosófico-teológicas de la Escolástica y la
mística medieval, tanto de la mística de las esencias de la escuela alemana (Eckhart, Tauler,
Suso, Ruusbroeck), como de la mística nupcial (Orígenes, Bernardo, Matilde de
Magdeburgo, Matilde e Hackeborn, Gertrudis la Grande, etc.). En contadas ocasiones se
pueden encontrar rastros literarios de autores medievales en las Obras de San Juan de la Cruz,
pero ese hecho no excluye su lectura y en ellas refleja ciertamente una sintonía espiritual con
la tradición. Sin duda, tiene en cuenta la geografía mística del alma en la que tanto ahondaron
los místicos alemanes, hablando del «fondo del alma» del «nacimiento de Dios» en ese fondo,
así como del «desasimiento» o vacío de todo el ser, en una pobreza ontológica, radical (la
nada del ser creatural, que ya Tauler llamó «noche») como condición previa al nacimiento
de Dios (Eckhart)10.

Sobre la unión transformante del alma en Dios ha escrito páginas bellísimas, bien
fundadas en la Escritura y en la teología, creando a veces conceptos nuevos para el teólogo
de su tiempo, que continúan siendo novedad y son dignas de figurar en un tratado de
antropología sobrenatural. Sobrepasando la clásica exposición de la unión de Dios por
«esencia, presencia y potencia», como resume Santo Tomás (Summa I, q. 43, a. 3), distingue
entre la «unión esencial y sustancial», o sea, la natural como creador con su criatura, y la de
«semejanza», o «la unión y transformación del alma en Dios, que no está siempre hecha, sino
sólo cuando viene a haber semejanza de amor ... la cual es cuando las dos voluntades,
conviene a saber, la del alma y la de Dios, están en uno conformes» (Subida II, 5, 3).
Bellísimamente lo ha expuesto el Santo en el Cántico Espiritual, B (falta en el A):

8
Noche oscura II, 10, 1. Lo sigue utilizando en Llama de amor viva, prólogo, 3; 1,3-4; 1, 19.22-23.25.33.
9
Cf. Melquíades Andrés, Historia de la mística del Siglo de Oro en España y América, Madrid, BAC,
1994, pp. 8 y 114-115.
10
Breves alusiones en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 191-196.
«Descubre tu presencia / y máteme tu vista y hermosura / ... » (canción 11). «Para
declaración de esto -escribe- es de saber que tres maneras de presencia puede haber de
Dios en el alma. La primera es esencial, y de esta manera no sólo está en las almas
buenas y santas almas, pero también en las malas y pecadoras y en todas las demás
criaturas ... La segunda presencia es por gracia, en la cual mora Dios en el alma
agradado y satisfecho de ella. y esa presencia no la tienen todas, porque las que caen
en pecado mortal la pierden. Y ésa no puede el alma saber naturalmente si la tiene. La
tercera es por afección espiritual, porque en muchas almas devotas suele Dios hacer
algunas presencias espirituales de muchas maneras, con que las recrea, deleita y alegra»
(canción 11, 3).

Los tres modos de presencia son un don de Dios, pero especialmente el segundo (gracia
sobrenatural) y el tercero, que equivalen a la experiencia de lo divino, una visitación de lo
alto de orden afectivo. Quiero ver en esta exposición que hace el Santo el plus que añade el
místico teólogo sobre el teólogo dogmático. Ambos se apoyan en las fuentes de la teología:
la Escritura, la tradición, el magisterio y la razón; pero el místico añade la experiencia, que
confirma las otras fuentes de la revelación. La cercanía a Dios por experiencia no elimina el
conocimiento de Dios por fe, pero lo completa. El distingue entre «tener a Dios por gracia en
sí solamente y en tenerle también por unión. Que lo uno es bien quererse, y lo otro también
comunicarse ... » (Llama de amor viva 3, 24). Sigue ahondando en ese plus en la explicación
que hace San Juan de la Cruz, por ejemplo, comentando la canción 12 de Cántico Espiritual:

«¡Oh, cristalina fuente /, si en esos tus semblantes plateados / formases de repente


/ los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados!». «Sobre este dibujo de fe -
comenta- hay otro dibujo de amor en el alma del amante, y es según la voluntad, en la
cual de tal manera se dibuja la figura del Amado, tan conjunta y vivamente se retrata,
cuando hay unión de amor, que es verdad decir que el Amado vive en el amante, y el
amante en el Amado. y tal manera de semejanza hace el amor en la transformación de
los amados, que se puede decir que cada uno es el otro y que entrambos son uno» (12,
7).

Para conceptualizar la unión, San Juan de la Cruz se vale de una terminología apenas
utilizada por los teólogos dogmáticos. Es aquí donde entra el símbolo nupcial del
«desposorio» y «matrimonio», que incluye otra realidad de la existencia sobrenatural: la
confirmación en gracia.

«El cual es mucho más sin comparación -escribe sobre el matrimonio espiritual
que el desposorio espiritual, porque es una transformación total en el Amado, en que
se entregan ambas partes por total posesión de la una a la otra con cierta consumación
de unión de amor, en que está el alma hecha divina y Dios por participación, cuanto se
puede en esta vida. Y así pienso que este estado nunca acaece sin que esté el alma en
él confirmada en gracia, porque se confirma la fe de ambas partes, confirmándose aquí
la de Dios en el alma. De donde éste es el más alto estado a que en esta vida se puede
llegar»11.

La consumación del matrimonio entre Cristo y el alma esposa se realiza en la cruz,


como expone el místico poeta contraponiendo el árbol del Gólgota al del paraíso terrenal,
aquél, causa de muerte, éste, de vida. «Debajo del manzano / allí conmigo fuiste desposada
/, allí te dí la mano / y fuiste reparada / donde tu madre fuera violada» (canción 23). La
redención de Cristo muriendo en la cruz, es el desposorio con la Iglesia, la humanidad y cada
uno de los creyentes. Pero advierte que la cruz significa el primer desposorio, el del bautismo;
el matrimonio místico, del que aquí hablamos «es por vía de perfección» (ib., 23, 6).

Encaja aquí la referencia a otro concepto estrictamente místico: los toques de amor en
la sustancia del alma, término tan usual en el Santo, quien los define como «sentimientos
interiores que sobrenaturalmente se hacen en el alma» (Subida II, 32, título); son noticias «en
la sustancia del alma» (ib., n. 2), recibidas pasivamente y son «toques de Dios» (ib., 3). El
toque definitivo de Dios al alma es el Verbo, puesto de manifiesto en la Llama de amor viva:
«¡Oh cauterio suave! / ¡Oh regalada llaga! / ¡Oh mano blanda! / ¡Oh toque delicado!, que a
vida eterna sabe ... » (canción 2).

Sólo queda la definitiva «consumación» con la beatífica visión, rota «la tela de la vida»
para el encuentro plenario con Dios en la eternidad (Llama de amor viva 1, 30). San Juan de
la Cruz lo ha expresado con otro término desconocido o al menos inusual en la teología
dogmática: la muerte de amor.

«Porque es de saber que el morir natural de las almas que llegan a este estado,
aunque la condición de su muerte en cuanto al natural es semejante a las demás, pero
en la causa y en el modo de la muerte hay mucha diferencia. Porque si las otras mueren
muerte causada por enfermedad o por longura de días, éstas, aunque en enfermedad
mueran o en cumplimiento de edad, no las arranca el alma sino algún ímpetu y
encuentro de amor mucho más subido que los pasados y más poderoso y valeroso, pues
pudo romper la tela y llevarse la joya del alma» (Llama 1, 30).

Estas afirmaciones tan audaces, tan originales, tan profundas y adheridas al mensaje
del N. Testamento, han sido consideradas a veces por los teólogos dogmáticos de profesión
como efusiones líricas del poeta místico; pero deberían ser tomadas en consideración de
nuevo, como lo fueron en los siglos XVI y XVII. San Juan de la Cruz previó la incredulidad
de algunos ante muchos de los temas «narrados» de su propia experiencia mística y
expresados en un lenguaje a veces original:

11
Cántico Espiritual 22, 3. Es la glosa a la canción 22: «Entrádose ha la esposa / en el ameno huerto
deseado / y a su sabor reposa / el cuello reclinado / sobre los dulces brazos del Amado».
« ... no dudo sino que algunas personas, no lo entendiendo por ciencia ni
sabiéndolo por experiencia, o no lo creerán, o lo tendrán por demasía, o pensarán que
no es tanto como ello es en sí... Y no es de tener por increíble que a un alma examinada,
purgada y probada en el fuego de tribulaciones y trabajos y variedad de tentaciones, y
hallada fiel en el amor, deje de cumplirse en esta fiel alma en esta vida lo que el Hijo
de Dios prometió, conviene a saber: que si alguno le amase, vendría la Santísima
Trinidad en él y moraría de asiento en él (Jn 14, 23)” (Llama 1, 15)12.

e) Santa Teresa de Jesús

Teresa de Jesús es otro de los grandes testigos de la divinidad. Es mucho más


inorgánica que San Juan de la Cruz, pero lo «narrativo» de su experiencia prevalece sobre la
conceptualización teológica; por eso resultan valiosas sus «descripciones» del
«sobrenatural». También ella ha descrito la cima de la vida espiritual.

El gran símbolo de conjunto es el castillo interior. Es la personalidad humana habitada


por la divinidad (sentido teológico, bíblico, trinitario) con capacidad de interiorización. La
capacidad de inmersión en el yo tiene por fin la relación amorosa con el habitante principal:
la Ssma. Trinidad, no un ejercicio psicológico. También ella utiliza la «geometría mística del
alma» que tanto gustaba a los místicos medievales: el «mundo interior» (Moradas VII, 1, 5),
un «centro del alma» con una «parte superior» (ib., 1, 6); existe una estancia donde «sólo
Dios mora» (ib., 1, 3), Y descubre que existe «una cosa muy honda, que no sabe decir cómo
es, porque no tiene letras» (ib., 1, 8). «Esta secreta unión pasa en el centro muy interior del
alma» (ib., 2, 3).

Al matrimonio espiritual se ha referido como al último grado de la oración-ejercicio


de amor. La Santa explicita la unión transformante del matrimonio como una experiencia
cristológica y trinitaria, lo cual da garantía objetiva a la misma:

«Metida en aquella morada por visión intelectual, por cierta manera de


representación de la verdad, se le muestra la Ssma. Trinidad, todas tres Personas ... »
(Moradas VII, 1, 6).

La Santa habla de dos estadios en relación con el matrimonio espiritual. «La primera
vez» de la que tiene experiencia se le aparece Cristo en su Humanidad «por visión
imaginaria» (ib., 2, 1. Cuenta de conciencia 25. Numeración de Efrén). Pero normalmente
supera los sentidos exteriores e interiores:

12
Sobre el tema puede leerse a Federico Ruiz, Introducción a San Juan de la Cruz. Madrid, BAC, 1968. p.
401. con nota 12.
«Mas lo que pasa en la unión del matrimonio espiritual es muy diferente.
Aparécese el Señor en este centro del alma sin visión imaginaria, sino intelectual...
como se apareció a los Apóstoles sin entrar por la puerta, cuando les dijo: "Pax vobis"
(Jn 20, 21)” (ib., 2, 3).

Los efectos de esta gracia son claros:

«Queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con Dios ... no se
quiere apartar Él de ella» (ib., 2, 4).

Utiliza también otro símbolo que le persigue desde las quintas moradas (5, 2): la del
gusano de seda, del que aprovecha todo el ciclo de su metamorfosis (nacimiento, vivir y
crecer, tejer un capuchillo y morir -según ella- para resucitar en mariposa graciosa). Todo un
símbolo múltiple de la vida cristiana desde el nacimiento en el bautismo, purificación con la
ascesis, encerramiento con Cristo y muerte aparente para resucitar con un cambio sustancial
de vida: de reptar por tierra a volar (cf. Moradas V, 5, 2; VII, 2, 6; 3, 1).

¿Y los «efectos» personales y sociales de la vida de matrimonio? Éste es el gran


problema sobre el que retorna siempre la crítica contra los «espirituales» y los «místicos».
Sobre la injusticia que se comete al hablar dé su ineficacia y escapismo escribí con
anterioridad (cap. 1, 2), Y el tema retornará en el capítulo siguiente (VII, 4, B). Por ejemplo,
Santa Teresa habla de algunos efectos «interiores», que son una impresionante radiografía
del alma santa, algunos de cuyos contenidos describe en las Moradas VII:

«Se entiende claro ... ser Dios el que da vida a nuestra alma» (2, 7). «Hay trabajos
y penas y el alma se está en paz» (2, 13). «Gran gozo interior cuando son perseguidas,
con mucha paz» (3, 3). «Está el alma en quietud casi siempre» (3, 10). «No les falta la
cruz, salvo que no las inquieta ni hace perder la paz» (3, 15). «En todo lo que puede y
entendiere que es servicio de Nuestro Señor, no lo dejará de hacer por cosa de la tierra»
(3, 1). «Deseo ... de que se haga la voluntad de Dios en ellas» (3, 2). «Un desasimiento
grande de todo y deseo de estar siempre a solas u ocupada en cosa que sea provecho de
algún alma» (3, 7).

Pero no está alienada de la vida, ajena a todo lo que le sucede alrededor; no está tan
«endiosada» en lo interior como para olvidarse de lo exterior. Comenta la Santa con un cierto
tono de ironía: «No entendáis por eso, hijas, que deja de tener cuenta con comer y dormir. ..
y hacer todo lo que está obligada conforme a su estado, que hablamos de cosas interiores ...
» (3, 1). Y siempre desciende a la realidad de la vida: «Para esto es la oración, hijas mías; de
esto sirve este matrimonio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras» (4, 6). Ésa es la
función eclesial y social del «espiritual», la respuesta a la pregunta: ¿para qué sirve un
místico? No es un espectáculo curioso para admirar, sino que tiene una misión no sólo orante,
sino otra cualquiera que corresponda a su carisma en el Cuerpo místico de Cristo13.

Lo mismo se puede decir de San Juan de la Cruz: la unión transformante descrita no


significa una experiencia intimista sin ninguna referencia al amor al prójimo. No es una
carencia del Santo, sino que no desarrolla todo el quehacer cristiano; sólo lo esencial y de
manera muy original, lo que otros tratan poco. Enseña a amar a Dios de modo absoluto con
el ejercicio de la vida teologal. No excluye el amor al prójimo, sino que lo incluye en su
programa. El intenta dibujar una personalidad cristiana santa. ¿Cómo puede olvidar una
función tan esencial a lo cristiano como es servicio al prójimo? Basta recordar uno de sus
Dichos de luz y amor: «A la tarde, te examinarán en el amor» (n. 64). Lo que parece faltar a
su doctrina, se completa con su vida14.

C) Reflexiones teológicas sobre los hechos

El paradigma de la vida espiritual configurada desde la unión con Dios encaja


perfectamente en la división clásica de la vida espiritual en «vías»: purgativa, iluminativa y
unitiva. Ésta es la meta del camino cristiano. Fue la nomenclatura utilizada en ·los manuales
hasta el Vaticano II.

Este modo de hablar -unión con Dioses coherente con las investigaciones
psicoanalíticas que descubren en el inconsciente del hombre una fuerte tendencia instintual
a la unión, como un deseo de retorno a la unidad del ser de la que fue arrancado: el seno
materno, a través del cual se uniría al gran seno universal, la madre naturaleza. El mismo
instinto primario del amor, como fuerza tendencial y creadora y de interrelación, estaría
sugiriendo ese mismo deseo de integración en lo unitario, en lo holístico del universo. En
este sentido, las enseñanzas de la Escritura y de los místicos no sería más que una propuesta
complementaria, una explicación de los instintos más profundos del hombre como individuo
o miembro de una comunidad. El cristianismo presenta a Dios en su misterio de unidad
trinitaria, no sólo como el símbolo más acabado de ese arquetipo de unidad, sino que
ofreciendo al hombre la posibilidad de vivir en la total identificación con ella15.

Sin embargo, los problemas filosóficos y teológicos que crea la presentación de la


santidad como «unión con Dios» son grandes y prácticamente insolubles. De hecho, es difícil
explicar cómo se conserva la personalidad individual del hombre y la absoluta alteridad y
transcendencia de Dios en la unión transformante de la que hemos hablado. Por eso, los
grandes místicos (Eckhart, Juan de la Cruz) han sido acusados de panteísmo. San Juan de la
Cruz ha intentado explicar el cómo de la unión de esos seres tan opuestos: lo finito del hombre

13
Conviene leer el cap. 4 de las VII Moradas.
14
Sobre el tema en el Santo, cf. mis estudios: «Olvidos y carencias de un místico: San Juan de la Cruz»:
Revista de Espiritualidad 49 (1990) 583-598, Y Teresa de Jesús, doctora para una Iglesia en crisis, Burgos,
El Monte Carmelo, 1981, pp. 209-214; 230-238.
15
Cf. J. Castellano, «Unione con Dio», l. c., p. 2583.
y lo infinito de Dios. Se trata de una «comunicación esencial de la divinidad sin otro algún
medio en el alma, por cierto contacto con ella de la divinidad» (Cántico Espiritual 19, 4).
Cuando él se refiere a la unión transformante, añade que el hombre es «Dios por
participación» (Subida II, 5, 7; Noche II, 20, 5; Cántico 36, 5: Llama 3, 8 y 3, 78). Esta misma
formulación ha recibido también críticas desde la vertiente católica (Cerfaux, interpretando
la mística de Pablo, diciendo que es una ilusión); como desde la teología radical protestante
(K. Barth, quien acusa a la mística católica de ateísmo porque no respeta la absoluta
transcendencia de Dios)16.

Dejando aparte los grandes debates filosóficos y teológico s que el tema presenta, a
niveles prácticos el problema de la unión del alma con Dios se resuelve prácticamente en el
cumplimiento de su voluntad, en la conformidad a su querer, tan grato a los autores
espirituales experimentales y a los tratadistas populares de la vida espiritual. También Santa
Teresa, mujer nada especulativa, siempre adherida al realismo de la vida concreta, intercala
esa vía práctica en su larga exposición de los grados de «unión»: vistas, desposorios y
matrimonio (Moradas V, VI y VII). Vale la pena leer en esta perspectiva el capítulo 3 de las
Moradas V, donde habla de «otra manera de unión», que es «el amor al prójimo». Es como
un retorno al primer mandamiento de la nueva ley (Mt 22, 36-40)17.

Como decíamos al comienzo del capítulo, esta formulación no debe desgajarse de las
otras dos configuraciones de la santidad: la cristocéntrica y la pneumatocéntrica, de las que
tratamos a continuación. Aquí hemos hablado del predominio de la «unión con Dios» Padre.
Tampoco resuelve el problema de los medios para la unión (cf. capítulo V) y de la finalidad
de la misma: la santidad (cf. cap, III, 2).

2. ESPIRITUALIDAD CRISTOCÉNTRICA. LA «FORMA CHRISTI»

Fuente primordial, forma exclusiva y experiencia última de la vida espiritual es la


trinitaria. Pero es en Cristo y por Cristo cómo el hombre realiza, de hecho, la plenitud de la
salvación. En la actual economía de salvación, no hay otro camino ni otra mediación. En
Cristo y por Cristo vamos al Padre y recibimos el Espíritu Santo; nos incardinamos a la
Iglesia y de ella recibimos, a través de los sacramentos, la gracia capital de Cristo. Y la
«misión» del cristiano no es otra que proseguir la misión de Cristo. Este apartado, por lo
mismo, es central en una exposición sistemática de la vida cristiana y debería ser la
formulación o «configuración» más completa de la espiritual.

16
Cf. algunos de estos problemas, en J. Castellano, l. c., pp. 2586-2587. Los escolásticos debatieron el
problema, pero bajo otra perspectiva: el modo de presencia de la Trinidad en el alma del Justo. Cf. R.
Garigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, ed. c., pp. 114-118.
17
Páginas útiles sobre la unión con el prójimo, efecto de la gracia considerada como amistad Con Dios, en
Jesucristo para vivir la historia, en Jesús Espeja, La espiritualidad cristiana, Estella, El Verbo Divino, 1992,
pp. 127-131. Y T. Goffi, La experiencia espiritual hoy, Salamanca, Sígueme, 1987, pp. 24-28.
Pero no se trata de hacer un duplicado de la cristología, sino que, supuesto el tratado
sobre Cristo, la teología espiritual se convierte en una cristonomía (Cristo, su vida y mensaje,
su destino como hombre divinizado, es la suprema norma ética para el hombre). Más todavía.
Si el cristiano quiere superar el carácter moralizante de una imitación de Cristo, su
cristocentrismo tiene que convertirse en cristopatía (tener experiencia personal de su vida y
misión); para concluir siendo una cristofanía, transparencia de Cristo, o cristoforía, es decir,
un portador de Cristo, como escribió, por primera vez, Ignacio de Antioquía a comienzos del
siglo II.

Federico Ruiz condensa la diferencia entre la angulación cristocéntrica en la teología


dogmática y espiritual:

«Hay un cristocentrismo que podríamos llamar dogmático, cuando la reflexión


teológica se esfuerza por situar a Cristo en el centro de las realidades creadas y de la
acción de Dios. Y hay un cristocentrismo espiritual, cuando la existencia entera de un
hombre (pensar, amar, obrar) gira en torno a la persona de Jesucristo y hace girar en
torno a él todo lo demás. A este segundo cristocentrismo queremos llegar aquí. Conocer
a cristo es muy distinto de saber cristología»18.

Sólo desde este enfoque existencial de lo cristológico se puede presentar la Iglesia


como portadora de un mensaje original y significante para el mundo actual distinto de todos
los demás. Así lo ha estructurado Hans Küng, a la búsqueda de lo específico cristiano en
confrontación con otras religiones universales que también presentan la verdad y caminos de
salvación.

«De aquí que sea inevitable la pregunta: si esto es así, ¿qué es lo peculiar del
cristianismo? La respuesta inmediata, no más que bosquejada, pero adecuada y exacta,
tiene que ser ésta: ... lo peculiar del cristianismo es ... ese mismo Jesús al que en las
lenguas antiguas y modernas se le llama Cristo». «El cristianismo, en definitiva, no
puede ser o hacerse relevante más que activando (en la teoría y en la praxis, como
siempre), el recuerdo de Jesús en cuanto determinante último, o sea, activando el
recuerdo de Jesús el Cristo, no simplemente de Jesús como uno de los "hombres
decisivos". Todo el cristianismo queda en el aire cuando se le separa del fundamento
sobre el que está edificado: este Cristo. Un cristianismo abstracto es intranscendente
para el mundo»19.

A) Carácter pascual de la vida espiritual

Importancia capital tiene la experiencia pascual de las primitivas comunidades


cristianas, especialmente la de Jerusalén, que han pasado del conocimiento del Jesús histórico

18
Caminos del Espíritu, ed. c., p. 87.
19
H. Küng, Ser cristiano, Madrid, Cristiandad, 19772, pp. 150-151.
al Cristo pospascual. Esa fe existencial es la que ha quedado plasmada en los textos del N.
Testamento e interpretada por la Tradición patrística y vivida por los grandes maestros
espirituales de todos los tiempos. En este apartado nos vamos a acercar a todas esas fuentes.

1) Acceso a la Sda. Escritura

a) Los Evangelios sinópticos y los Hechos de los Apóstoles

Aunque escritos después de las grandes Cartas paulinas, reflejan mejor la experiencia
de los Apóstoles y de las primitivas comunidades. Condensan palabras y gestos de Jesús, los
«misterios» de su vida terrena: encarnación-nacimiento, vida oculta, vida pública, pasión-
muerte, resurrección-ascensión. La primera experiencia de los discípulos fue que Jesús era el
«hijo del hombre», el maestro, el profeta y predicador, el taumaturgo, etc. Sólo a la luz de la
Pascua, de la iluminación del Espíritu, la comunidad entiende esos «misterios» dentro de la
totalidad del gran «misterio» que es el Verbo encarnado. Van descubriendo que ese hombre
llamado Jesús, «el hijo del carpintero y de María», es el Mesías y el Hijo de Dios, culmen de
su experiencia religiosa.

El núcleo de la experiencia tenida es que «Jesús vive», porque, no obstante que los
judíos lo mataron, el Padre lo ha resucitado de entre los muertos. Como resucitado, es
«Señor». De ahí que la más primitiva fórmula de fe es de cristoz curioz. «Jesucristo es
Señor» o fórmulas parecidas. Aunque las palabras: Hijo de Dios aplicadas a Cristo, que
aparecen alguna vez en los sinópticos, puedan significar una filiación adoptiva, consecuencia
de su elección divina como Mesías, no de naturaleza, sin embargo, la conciencia de Hijo del
Padre que tiene Jesús es claramente afirmada (Mt 3,17: «Éste es mi Hijo amado, en quien me
complazco», en el bautismo de Jesús). Mt 17,5: «Éste es mi Hijo amado, escuchadle», en la
Transfiguración. Cf. Mt 4, 3: «Si eres Hijo de Dios ... », con nota de la Biblia de Jerusalén);
y fueron entendidas por los discípulos en su verdadero significado.

Confesiones de fe de varios protagonistas aparecen en varios relatos de Mateo: «Los


que estaban en la barca se postraron ante Él diciendo: «verdaderamente eres Hijo de Dios"»
(14, 33). «Simón Pedro le contestó: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo"» (16, 16).
Confesión más clara de la divinidad de Cristo, probada por la muerte-resurrección, es la que
hace la comunidad y está contenida en el kerigma primitivo formulado en los discursos de
Pedro (Hechos 2, 22-36; 3, 12-26; 4, 9-13; 5, 29-32; 10, 34-43) Y de Pablo (Hechos 13, 26-
44). Ese kerigma está condensado en una especie de sumario doctrinal que contiene los
siguientes elementos: a Jesús, hombre bueno, vosotros, judíos, lo matasteis cometiendo una
injusticia; pero lo hicisteis por ignorancia. Este mismo Jesús, porque era Dios, ha sido
devuelto a la vida (es un viviente) por su Espíritu. Por la resurrección es salvador; y creyendo
en Él somos todos salvados. He aquí una fórmula muy completa: «A este Jesús Dios lo
resucitó ... y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido
... Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este
Jesús, a quien vosotros habéis crucificado» (He 2, 32-33.36). Todas estas expresiones tienen
un sentido claro: afirman la divinidad de Jesucristo por influjo del Espíritu Santo. Con esta
confesión de fe, el cristiano acepta a Dios en su vida.

¿Qué pasó, en realidad? Recogiendo la tradición sinóptica, se llega a algunas


conclusiones claras.

Jesús vivió una relación particular con el Padre, se consideró Hijo de Dios. Su
religiosidad es teocéntrica. Y ese paternocentrismo es lo que propone en la predicación como
novedad del N. Testamento. Tiene, además, conciencia de que en él se realiza el Reino de
Dios, y exige a sus seguidores dejarlo todo por Él. En Juan, la reflexión teológica sobre el
sentido de Jesús el Cristo llegará a su cumbre: «nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14, 6).
Pero advertimos que el Padre que Jesús predica no es el Dios del A. Testamento, Yahvé, sino
«su» Padre, con nuevas connotaciones de misericordia y paternidad para con los hombres.

Los discípulos, en un principio, acogieron la predicación del paternocentrismo


predicado por Jesús. Pero, después de la experiencia pospascual, la resurrección y la venida
del Espíritu Santo, la comunidad hace de Jesús, su persona, sus palabras y sus gestos, objeto
de predicación. Pasa así de predicador a predicado. Los primeros discípulos, así como los
primeros oyentes judíos conversos, pasan de la experiencia del A. Testamento
(Yahvecentrismo) al paternocentrismo predicado por Jesús; y, finalmente al cristocentrismo.
La experiencia religiosa de la primera comunidad se va a centrar solamente en Cristo como
religión única y horizonte de comprensión de todo lo demás, religioso y profano. De la nueva
comprensión de Jesús como Mesías, Dios y salvador, arranca a nueva Weltanchauung: la
manera de relacionarse con Dios, con el hombre y con el mundo; nace el N. Testamento, la
«buena noticia» para el hombre que le afecta en la moral, las creencias y la espiritualidad.

«Tanto la teología neotestamentaria como la vida de la Iglesia se van alejando


más y más de un lenguaje y una conducta directamente teocéntricos para acercarse más
y más a un cristocentrismo radical, en el que toda afirmación sobre Dios, el hombre o
el mundo es directamente una afirmación sobre Cristo, e indirectamente un juicio sobre
estas tres realidades desde el hecho de Cristo; y en el que toda relación vital con Dios,
el hombre y el mundo es inmediatamente una relación con Cristo y sólo así una relación
auténtica con Dios, el hombre o el mundo»20.

Si tuviésemos que resumir la experiencia global de las primeras comunidades,


propondríamos el siguiente proceso vital y programático. a) Como comunidades judías,
viven el yahvismo del A. Testamento. b) Poco a poco aceptan al Dios Padre de Jesús (Buena
Nueva), que lleva consigo aceptar también a Jesús como predicador del reino, profeta,
taumaturgo y mesías (Cristo = Ungido). c) A esa serie de conclusiones parciales llegan por
la conciencia que Jesús tiene de ser Hijo de Dios. d) Posteriormente, después de la muerte de
Jesús, a la luz de la resurrección, descubren la otra dimensión: verdaderamente Cristo es

20
Santiago Guerra, «Ciencia cristológica y espiritualidad cristocéntrica», l. c., p. 193.
Dios, igual al Padre, y por eso creen en Él y siguen su obra. e) Ese descubrimiento lo realizan
a la luz del Espíritu Santo (Pentecostés). f) Convencidos de esa nueva verdad que ha
cambiado su vida, predican a Cristo como Dios y único salvador de la humanidad, la única
verdad. En Él concluye el A. Testamento y el yahvismo. g) Se ha producido un corrimiento
desde el yahvismo al paternocentrismo predicado por Jesús hasta el cristocentrismo que
predica la nueva Iglesia. h) De esos sucesivos descubrimientos nace la nueva visión de Dios
(teología), del hombre (antropología sobrenatural), y de la vida (moral y espiritualidad como
cristonomía).

b) Las cartas de San Pablo

Es la primera y grandiosa sistematización de un cristocentrismo radical. Pablo tuvo una


profunda experiencia religiosa fundada en la cultura y en la vivencia del judaísmo. Su
encuentro con Cristo resucitado de modo carismático en una «conversión» inesperada (He 9,
1-19), revoluciona su comprensión de la religión tradicional de Israel y elabora la primera
síntesis de teología cristiana. Su programa de vida cristiana se puede llamar un
cristocentrismo existencial.

En primer lugar, en sus Cartas han quedado fijadas y transmitidas algunas de las
confesiones de fe en Jesucristo como Hijo de Dios. «Toda lengua confiese que Jesucristo es
Señor» (Fl 2, 11). «Porque si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón
que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10, 9). «Nadie puede decir:
«¡Jesús es Señor! sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Cr 12, 3). Éste es el núcleo de la
creencia y de la predicación de las comunidades primitivas en las que se afirma claramente
la divinidad de Jesucristo. Y, por el influjo de su Espíritu, lo aceptan como único salvador.
Con la confesión de fe, el creyente deja que Cristo entre en su vida.

Después vendría la participación concreta del hombre en el misterio de Cristo que se


realiza en los sacramentos, especialmente en el bautismo, misterio de muerte y resurrección:
«¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su
muerte? Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual
que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así nosotros
también vivamos una vida nueva» (Rrn 6, 3-11). Ese proyecto, que Pablo da por ya realizado
por el hecho de estar bautizados (sentido indicativo) y por lo que son «santos» (terminología
propia de los Hechos y Pablo), todavía no se ha completado porque, por su condición
radicalmente pecadora, el cristiano sigue bajo el signo del pecado y de la muerte hasta que
consiga ser un «hombre espiritual» (cf. más adelante, cap. VI, 3, C, 1-5).

Paralelamente Pablo elabora la teología de la cruz, muerte y resurrección,


acontecimientos de la existencia terrena de Jesús que Pablo unifica: «Fue entregado por
nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación (Rm 4, 25). En ese misterioso
destino de Jesús, el hombre es redimido. Por eso, Pablo, en la diatriba con los judíos y
paganos, para quienes la cruz es «necedad», exalta la «sabiduría» de la cruz que es «fuerza
de Dios» (1 Cr 1, 18). «Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría,
nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los
gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo fuerza de Dios y
sabiduría de Dios» (1 Cr 1, 22-24). Por eso, predica sólo a «Jesucristo y éste crucificado» (1
Cr 2, 2).

Otra línea de fuerza la encuentra Pablo en la obra Cristo en el cristiano. En él hemos


sido bendecidos con cinco bendiciones por las que da gracias a Dios Padre: por la elección
para ser hijos en el Hijo; ser salvados por su cruz; conocer el destino de Cristo cabeza del
universo; y la salvación de todos los hombres (cf.1 Tm 2, 4-6).

1) «Nos ha elegido en Él antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculado
s en su presencia, en el amor». 2) «Para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo,
según el beneplácito de su voluntad ... ». 3) «En él tenemos, por medio de su sangre, la
redención, el perdón de los pecados ... ». 4) Dándonos a conocer el misterio de su voluntad
... hacer que todo tenga a Cristo por cabeza ... ». 5) «En él también vosotros (los gentiles
efesios) ... fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa» (Ef 1, 3-13).

Las consecuencias para la vida espiritual concreta son evidentes: la vida se cristifica,
se transforma en Cristo, se vive su propio destino, como se verá mejor en el tratamiento del
«seguimiento» o «imitación» de Jesús. El cristiano vivirá la experiencia de lo divino en
Cristo.

«No habla Pablo de una transformación en Dios, sino de una conformación con
Cristo (Rm 8, 29); "En Cristo" (no "en Dios") es el lema característico de su mística.
La filiación divina no se realiza, según San Pablo, ni se vive por y en una relación con
Dios, sino por y en una comunión mística con Cristo ... La mediación de Cristo en
Pablo incluye la idea de centro; no sólo Cristo es paso forzoso hacia Dios, sino que
también Dios está en Cristo. Es importante tener en cuenta ambas cosas a la vez, si no
se quiere desleír el verdadero cristocentrismo paulino y con él el profundo significado
de la mediación de Jesús»21.

En concreto, la vida cristiana será una vida cristocéntrica, como lo condensa la


fórmula: «Vivir o vida en Cristo» (no en Dios), que Pablo utiliza unas 164 veces. En Cristo
el cristiano vive al Padre. Dios no solamente es el Dios de Jesucristo (es decir, el que vive
Cristo, como aparece con más claridad en los sinópticos); sino que Cristo es Dios. Somos
hijos de Dios, pero somos hijos en el Hijo. Pablo y el cristiano viven la dimensión de filiación
no en relación con el Padre directamente, sino a través del Hijo, porque Dios está en
Jesucristo, Cristo es Dios. Y el Espíritu, por el que accedemos al Padre, es el Espíritu del
Hijo, no del Padre, que clama en nuestros corazones: ¡Abbá! (Ga 4, 6), o que nos hace

21
S. Guerra, l. c., p. 194. Cita a A. Schweitzer, La mystique de I'Apótre Paul, Paris, 1962 como orientador
de esta línea de la mística paulina.
exclamar: ¡Padre! (Rm 8, 15). La consumación del «camino» a recorrer en la experiencia de
filiación en el Hijo y por el Hijo es la que consigue el mismo Pablo cuando dice: «Con Cristo
estoy crucificado y vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 19-20.
Constata con gozo: «Para mí la vida es Cristo» (Fl 1, 21).

En resumen, la vida del cristiano es solidaria con la vida de Cristo, con su proceso
existencial y su misión. Se trataría de un verdadero «seguimiento» o «imitación», como
veremos más adelante. En el cristiano tiene que «acontecer» lo que sucedió en la vida de
Cristo, o lo que es lo mismo, el cristiano participa del destino de Cristo. Es lo que expresa
Pablo en una serie de verbos acuñados ex profeso para contener una idea muy profunda.

«Cristo está presente en la vida del cristiano, porque el cristiano ha sido inserido
antes y ha estado presente en la vida de Cristo, en común destino: con-padecer (Rm 8,
17), con-crucificar (Rm 6, 6), con morir (2 Cr 7, 3; 2 Tm 2, 11), con-sepultar (Rm 6,
4), con-vivificar (Ef 6, 5), con-resucitar (Ef 2, 6), con-vivir (Rm 6, 8), con-figurar (FI
3, 10), con-sepultar (Ef 2,6), con-reinar (2 T 2, 12), con-formar (Rm 8, 29), con-
plantados (Rm 6, 5), co-herederos (Rm 8, 17»22.

c) El Evangelio de San Juan

Es la consumación del cristocentrismo radical que hemos advertido en Pablo y los


sinópticos, como texto escrito como síntesis de las experiencias cristianas decenios después
de la muerte y resurrección de Cristo. La vida litúrgica ha enriquecido la piedad de las
comunidades; la confrontación con las leyes persecutorias del Imperio ha creado muchos
mártires y confesores; los hechos y palabras de Jesús han sido codificados en las cartas de
Pablo y en los Evangelios después de haber sido experimentados y enriquecidos con la vida
cotidiana. En ese clima de tensión, de progreso de la verdad revelada, se escribe el último
Evangelio, con el que concluye el núcleo fundamental de la revelación. En relación con la
vivencia cristiforme o cristocéntrica, recojo la síntesis de Santiago Guerra:

«Juan representa la evolución última y la madurez definitiva del cristianismo


neotestamentario ... En Juan la concentración de la fe en la persona de Jesús es total:
creer en Dios equivale a creer en la persona de Jesús. Éste nos exige centramos en él
de tal manera que no es lícito preguntar ya por Dios: «el que me ha visto a mí, ha visto
al Padre; ¿cómo dices tú: muéstranos al Padre?" (Cristo a Felipe, Jn 14, 9). En Juan no
es sólo el amor de Dios el que se manifiesta en Cristo (Rm 8, 39), sino que Él es el
propio amor de Dios...; Juan, suprimiendo la expresión: "Jesús es la Palabra de Dios",
le caracteriza rotundamente como "La Palabra" ... En el cuarto Evangelio los discípulos
no hacen oración al Padre, como en Mateo (6, 1-13) o en Lucas (11, 2-4); sólo ora Él,
y en su oración mete a los que creen en Él (cap. 17); ni se unen a Dios, sino a Jesús,
que es la vid (cap. 15) y la vida y la resurrección misma (1,4; 11, 25; 14, 6). El

22
Federico Ruiz, Caminos del Espíritu, pp. 97-98.
"mediador" de la revelación se convierte en Juan en la revelación misma hecha persona
(1, 14) Y en la "inmediatez" de Dios para el hombre; no sólo por medio de Él llegamos
a Dios, ni meramente en compañía de Él, sino en Él mismo»23.

2) La Tradición y los grandes espirituales

La gran «Tradición» comienza cuando se cierra la revelación propiamente dicha con la


muerte del último apóstol, San Juan. Analizarla toda ocuparía un amplio espacio del que no
disponemos; aquí nos conformamos con un simple recuerdo para entender la centralidad de
Cristo en la vida espiritual del cristiano, aprovechable también para el debate actual sobre la
«imitación» o el «seguimiento» de Jesús. Es el modo práctico en el que va fraguando el
cristocentrismo desde finales del siglo 1. Como síntesis de estos primeros siglos, sirve lo que
escribí en otra ocasión:

«En la vivencia espiritual de los siglos II y III, el principal objeto de la piedad


continúa siendo la persona de Cristo. Aunque no dedique al tema un capítulo especial,
su figura reaparece en todos ellos ... Cristo aparece en las primeras representaciones
del arte catacumbal, en las primeras esculturas, como el Buen Pastor, en los ábsides de
las primera basílicas preconstantinianas; es el punto de mira de todas las síntesis
doctrinales de la época, el objeto de las incipientes herejías. Él está presente en las
celebraciones litúrgicas, sosteniendo la virtud de los ascetas, de las vírgenes y de los
mártires. Él continúa fundando el cristianismo con la fuerza del Espíritu. Cristo vive
en la comunidad y es esperado con impaciencia. Él es el centro, la conquista diaria y la
esperanza del futuro, el alma de la Iglesia y de cada cristiano que vive de la fe. Y esto
desde San Ignacio de Antioquía hasta Orígenes ... Cristo no es una persona abstracta,
sino el amigo real, dinámicamente presente entre sus hermanos los cristianos, sobre
todo en la Eucaristía, celebrada con frecuencia en las catacumbas, junto a los cuerpos
sin vida de los mártires, queriendo unir la pasión del hombre que cree y espera a la de
Cristo»24.

Dos prácticas cristianas van a polarizar la vivencia de un cristocentrismo radical: la


virginidad y el martirio.

a) Cristocentrismo y martirio

El martirio equivale a testificar con la propia vida la aceptación de una persona o de


una ideología como verdaderas. Por ellas, por su causa, en el caso límite, se da hasta la vida.
El mártir cristiano es aquel que muere por Cristo, porque -como recuerda San Agustín «al
mártir no le hace la pena, sino la causa» (Epístola 204, 4). Cada ideología, cada religión

23
«Ciencia cristológica y espiritualidad cristocéntrica», l. c., pp. 194-195.
24
Daniel de Pablo Maroto, Comunidades cristianas primitivas, p. 157.
puede «canonizar» esos testigos de la fe porque son modelos de creencia. Para el cristianismo
son, además, intercesores.

La figura más eminente, que enlaza cronológicamente con el Evangelio de Juan, es San
Ignacio de Antioquia († 110). Como escribe repetidamente, todos los cristianos son, además
de teóforos, cristóforos, portadores de Cristo (A los efesios 9, 2). Como Pablo, usa con
frecuencia la fórmula «vida en Cristo» (A los efesios 1, 1; 3, 1; 8, 2; 10, 3; 11, 1-2; 12,2; 20,
2; 21,2). Todo ello significa el fuerte contenido cristológico y cristocéntrico de su experiencia
religiosa y su doctrina. No olvida tampoco la fórmula: «vida en Dios» (A los efesios 6, 2; A
los manesios 3, 3; A los tralianos 4, 1; 8, 2).

Prevalece en sus Cartas a las distintas Iglesias, camino del martirio en Roma, un fuerte
sentido de la forma martirial como «imitación» de Cristo hasta inmolarse por Él y como Él
para estar eternamente en su compañía después de la muerte, y así ser su «discípulo» (Carta
a los romanos 4, 1-2). Como mártir y testigo, quiere ser, como escribe a los romanos,
«imitador de la pasión de mi Dios» (ib., 6, 3). E invita a los cristianos a hacer lo mismo: «Sed
imitadores de Jesucristo, como también Él lo es del Padre» (A los filadelfios 7, 2). Imitar a
Jesucristo, su pasión, es una fórmula repetida en sus escritos (A los filadelfios 7, 2; A los
romanos 5, 3), que va más allá del contenido moral de la paciencia, y significa participar en
su destino, ser su «discípulo» en el sentido más profundo del «seguimiento», que es «alcanzar
a Jesucristo» (A los romanos 5, 3; 6, 1). «Imitar, sólo hemos de esforzamos en imitar al
Señor, porfiando sobre quién puede sufrir mayores agravios, quién sea más defraudado, quién
más despreciado ... » (A los efesios 10, 3). No podía faltar, en este denso contenido
cristológico de la vivencia espiritual de Ignacio de Antioquía, la del martirio y la Eucaristía.
Están unidos porque el cuerpo del mártir se inmola como el de Cristo en el ara del altar del
sacrificio. «Trigo soy de Dios -escribe con increíble realismo- y por los dientes de las fieras
he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo» (A los romanos IV, 1)25.

Ese mismo sentido tienen las Actas de los mártires y los escritos específicos de
Orígenes (Exhortación al martirio), de San Cipriano (Exhortación al martirio), y de
Tertuliano (A los mártires, De la fuga en la persecución, Scorpiace). Es también
impresionante el testimonio de San Policarpo, discípulo del apóstol Juan y maestro de San
Ireneo, según cuenta él mismo. Por lo mismo, en conexión con la primera generación
posapostólica. Según su acta rnartírial, se le quería inducir a pronunciar fórmula que
implicaba la aceptación del César como dios: «Kaisar Kyrios». El mártir hace un acto de fe
en Cristo Dios con la conocida expresión del N. Testamento: Cristos Kurios26.

Si la mística paulina incluye la idea de que el bautismo es símbolo de la vinculación


del bautizado con la muerte y resurrección de Cristo, los teólogos de los siglos II y III, como
Tertuliano, Orígenes, San Cipriano y San Agustín, llamaron al martirio un «segundo

25
Cf. literatura de apoyo, Ignatius M. Le-An-Dai, Le Christ dans la pensé de Saint Ignace d'Antioche,
Roma, Teresianum, 1972, tesis doctoral policopiada.
26
Cf. Martirio de San Policarpo 8, en D. Ruiz Bueno, Actas de los mártires, Madrid, BAC, 1951, p. 271.
martirio» con mayor poder salvador que el bautismo de agua. «Éste es el bautismo que
sustituye al lavatorio no recibido y lo regenera cuando se ha perdido» (Tertuliano, De
baptismo, 16, 2). «En el bautismo de agua se recibe el perdón de los pecados; en el de sangre,
la corona de las virtudes»27.

b) Cristocentrismo y virginidad

Otra de las formulaciones clásicas de la espiritualidad cristiana en los primeros siglos


fue la virginidad, que, como virtud cristiana, tiene sentido sólo desde la centralidad que
Cristo había adquirido en la conciencia de los fieles. A Él se consagraba la carne en la
vivencia de una castidad absoluta y hasta la muerte. La persona consagrada por la virginidad
se consideraba «esposa de Cristo»: «A las mujeres consagradas con la virtud de la virginidad
acostumbra la Iglesia católica a llamar esposas de Cristo» (San Atanasio, Apologia ad
Constatium Imperatorem 33). El pecado contra la castidad era considerado como un
«adulterio» (cf. San Cipriano, De habitu virginum 20; Carta 4, IV, 1). La virginidad equivalía
en aquellos siglos al martirio, y desde el siglo IV, superior a él28.

c) Cristocentrismo como «imitación» y «seguimiento»

La espiritualidad cristocéntrica fue propuesta por los Padres de la Iglesia y los más
eminentes escritores de la antigüedad bajo la fórmula de la «imitación» o el «seguimiento»
de Jesús, que en ellos se suelen identificar, o al menos sin dar tanta importancia a la
terminología, como hemos visto en los textos citados. Uno de los más profundos conocedores
del mundo de los Padres ha escrito que lo de la imitación de Cristo no es una propuesta de
devoción medieval, porque ya se encuentra en los Padres. «En realidad -escribe- los Padres
nunca han cesado de proponemos el ejemplo del Señor, si queremos ser perfectos». Pero
también es verdad «que no basta imitar a Cristo. Es necesario vivir en Él y con Él». «Es
necesario seguirle hasta el final». Cita los testimonios de Clemente Alejandrino: la imitación
de Cristo es «el medio más seguro de ir a Dios». Y el de Orígenes: imitando a Cristo, el
hombre participa de la naturaleza divina. Da la impresión que los mismos intérpretes de los
antiguos Padres no son conscientes del problema debatido hoy del «seguimiento» o
«imitación»29.

Por no seguir acumulando demasiados textos de los antiguos Padres y de los místicos
de todos los tiempos, valgan las referencias a algunos de ellos:

27
San Cipriano, Sobre la exhortación al martirio, pref. 4. Más textos en mi obra Comunidades cristianas
primitivas, pp. 158-182.
28
Cf. más información y textos en mi obra Comunidades cristianas primitivas, pp. 199-211.
29
G. Bardy, La vie spirituelle d' aprés les Péres de trois premiers siécles, II, Tournai, Desclée, 19682, pp.
98 Y 20. Esa misma equivalencia de los términos está presente en la última Historia de la espiritualidad
patrística, Madrid, EDE, 1992, de Manuel Diego Sánchez, pp. 55-58 y 75.
«Para llegar a una vida perfecta es necesario imitar a Cristo, no sólo en los
ejemplos que nos dio durante su vida ejemplar de mansedumbre, de humildad y de
paciencia, sino también en su muerte ... Mas ¿de qué manera podemos reproducir en
nosotros su muerte? Sepultándonos con Él en el bautismo»30.

En la alta edad media, el cristocentrismo se cualifica peligrosamente con una excesiva


divinización de Cristo por un movimiento antiarriano que obliga a una especie de
ocultamiento de su Humanidad. La piedad de los cristianos se vuelve hacia las mediaciones
subsidiarias: María y los santos, el uso de las reliquias, las procesiones y rogativas, las
peregrinaciones, etc. Es la época de la barbarización de Occidente, de la incultura religiosa,
del olvido de las grandes fuentes de la piedad: Sda. Escritura, liturgia, y vida eclesial31.

En ese contexto se entiende la alta significación para la historia de la piedad que


suponen San Bernardo de Claraval († 1153) Y San Francisco de Asís († 1226), quienes viven
un programa de espiritualidad cristocéntrica llena de ternura hacia la Humanidad de Cristo,
es decir, al Jesús histórico, al Jesús hombre, presentando un Cristo esposo del alma (mística
nupcial, el primero); y un Jesús itinerante y pobre, el segundo. Los frailes mendicantes fueron
los propagadores entre el pueblo de esa nueva mentalidad religiosa llena de gozo y de
esperanza. El arte (pintura y escultura) fue la verdadera biblia para el pueblo. Las imágenes
de Cristo y de María (otra devoción en crecimiento por el descubrimiento de la devoción a
lo «humano» de Cristo) se dulcifican, se humanizan haciéndose cercanas al pueblo creyente
para darle confianza, hasta tal punto de seguir el ritmo de los sentimientos colectivos. Por
ejemplo, la figuración de Cristo crucificado en la baja edad media (siglo xv) se tiñe de tintes
lúgubres y trágicos como los tiempos que corrían.

El tema de la función mediadora de la Humanidad de Cristo ha sido persistente en los


grandes místicos, especialmente los más cercanos a lo «popular» de la piedad. Ejemplo de
una exquisita y, al mismo tiempo, vigorosa piedad a la Humanidad de Cristo, es Santa Teresa
de Jesús († 1582), quien se embarcó en una curiosa polémica contra algunos «espirituales»
de su tiempo, defensores, al parecer, de la tesis minimalista en cuanto al uso de la Humanidad
de Cristo como mediación en los últimos estadios de la vida espiritual, especialmente en el
ejercicio de la contemplación. Pero no era una cuestión bizantina, como tampoco lo era en
los «espirituales» de su tiempo (los «recogidos», por ejemplo), sino cuestión vital: ella se
había sentido liberada de sí misma, «convertida», por Cristo Hombre.

«Y veo yo claro y he visto después que, para contentar a Dios y que nos haga
grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo
Su Majestad se deleita. Muy, muy muchas veces lo he visto por experiencia; hámelo

30
San Basilio Magno, Sobre el Espíritu Santo, cap. 15,34. PG 32, 127-130
31
A este curioso corrimiento de la piedad me refiero en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp.
132-134, con bibliografía de apoyo en nota 18.
dicho el Señor; he visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos
muestre la soberana Majestad grandes secretos»32.

El místico franciscano Francisco de Osuna († hacia 1540) dedica todo un tratado de su


Tercer Abecedario al «seguimiento» de Jesús, exterior e interior, su Humanidad y su
Divinidad; seguir a Cristo con el cuerpo es aceptar sus trabajos como «nuestros»33.

San Juan de la Cruz († 1591) construye un sistema espiritual en el que Cristo es uno
de los ejes centrales. Del carácter trinitario y nupcial de su mística, algo quedó dicho (cf. cap.
III, 2, B, 2 y 4; y cap. VI, 2, B, 3). Queda por recordar la centralidad de Cristo en su sistema
espiritual, vigorosamente fundado en Cristo mediador como última y definitiva Palabra
revelada por el Padre. Después de él no caben otras revelaciones privadas. Sólo creyendo en
Cristo camino, verdad y vida, el cristiano llegará a la meta de la santidad (cf. Subida del
Monte Carmelo 2, 22). Sobre el cuadro desolado del despojo del alma por las «nadas», el
Santo proyecta la imagen del crucificado que muere cumpliendo la voluntad del Padre y sirve
de soporte teológico. Cristo es el modelo para vivir las «noches» del camino cristiano (ib.,
cap. 7).

Otro de los grandes místicos es San Ignacio de Loyola († 1556), cuyos Ejercicios
Espirituales son un método de oración mental para buscar, encontrar la voluntad de Dios y
seguir la llamada del Rey temporal, Jesucristo, en una «elección de estado», «obrando como
Él se hubiere». La vertebración de los Ejercicios sobre la vida, pasión y muerte del Señor,
salta a la vista del que los realiza y las meditaciones centradas sobre los Evangelios suscitan
«el conocimiento histórico sensible de la Humanidad de Jesús, para pasar a través de ella al
conocimiento interno de su persona y de ahí a un amor que se transmuta en imitación»34.

Otro gran maestro del siglo XVI español es San Juan de Ávila, cuya espiritualidad tiene
en cuenta al pueblo y a los sacerdotes, habla de «imitar» a Cristo, sobre todo en su pasión.

«La pasión se ha de imitar lo primero con compasión y sentimiento, aun de la


parte sensitiva y con lágrimas Allende de la compasión de Jesucristo crucificado,
debemos tener imitación. Debemos imitar los trabajos de su cuerpo con trabajar
nosotros el cuerpo con ayunos, disciplinas y otros santos trabajos ... También lo hemos

32
Vida. 22, 6. Lo codifica como principio de vida espiritual, aun reconociendo que existen otras opiniones
que ella no sigue, en Moradas VI, 7, 5-9.14-15. Apoyo bibliográfico, en M. Andrés, La teología española en
el siglo XVII, II, Madrid, BAC, 1977, pp. 154-158. El Via spiritus, de Bernabé de Palma, y el Tercer
Abecedario, de Francisco de Osuna, serían dos poleas de transmisión de la devoción a Cristo hombre con los
que polemizó la Santa de Ávila.
33
Ed. de Melquiades Andrés, Madrid, BAC, 1972, Trat. 17, pp. 494-517. Sobre todo pp. 500-503 y 509.
34
S. Arzubialde, Ejercicios espirituales de San Ignacio. Historia y análisis, Bilbao-Santander, Mensajero-
Sal Terrae, 1991, p. 295. En nota 10 cita a J. Sudbrack, quien dice que en los Ejercicios se habla de «imitara
Jesús, no de «seguir».
de imitar en la mortificación de nuestras pasiones ... Lo postrero, hemos de juntamos
en amor»35.

El cardenal Pedro de Bérulle († 1629), en su Discurso del estado y grandezas de Jesús


(1623), expone una espiritualidad cristocéntrica fundada en la dependencia del hombre a
Dios, como anonadado ante el misterio de la Encarnación. La Humanidad de Jesús es el
modelo supremo de anonadamiento para el cristiano, porque no tiene subsistencia propia,
sino que está absorbida por el Verbo, como despersonalizada. Es pura receptividad. Lo
mismo tiene que hacer el cristiano: dejarse asumir, en pura pasividad de modo consciente.
Debe también adherirse activamente a los «estados» de la vida de Cristo. Uno de los
preferidos por Bérulle es la adoración. Además, la adherencia pasiva o «vías de rigor», que
equivalen a las «noches pasivas» de San Juan de la Cruz.

En Santa Margarita María Alacoque († 1690), encontramos la representante última de


la devoción al Sdo. Corazón de Jesús, que tiene una larga historia desde la edad media
(Matilde de Magdeburgo, Matilde de Hackeborn, Gertrudis la Grande, Juan Eudes, etc.), y
ha sido una de las «devociones» más fértiles entre el pueblo, dando origen a algunas
congregaciones religiosas masculinas y femeninas, entre ellas los Reparadores del P. León
Dehón.

El Hermano Carlos de Foucald († 1916) vive una espiritualidad fundada en el


«anonadamiento» del propio ser y de su destino, siguiendo las huellas del Verbo Encarnado,
kenotizado en Jesús, sobre todo en su vida oculta de Nazareth, en una contemplación
adoradora en el silencio y la soledad de los desiertos36.

Los testimonios no se agotan con los meramente apuntados. Son como botones de
muestra de una espiritualidad cristocéntrica que siempre ha pervivido en la vida de la Iglesia,
como no podía ser menos. Las «variaciones» dependen de las circunstancias históricas para
las que el Espíritu suscita nuevos carismas y caminos. Algunos de ellos tienen un evidente
entronque cristocéntrico, como hemos visto. Quizá, aunque todavía no ha llegado a su
madurez, haya que leer desde esta perspectiva cristológica y cristocéntrica la espiritualidad
de la liberación, cuyos defensores ven en Cristo un-hombre-para-los-demás, que entregó su
vida por los más necesitados en sentido social y económico, no sólo por los pecadores en
sentido teológico. Sus discípulos deben no sólo «seguir» al Maestro, sino «proseguir» la tarea
iniciada por Él. Ésta es la misión de la Iglesia, comunidad-comunión y estructura.

35
Pláticas a los Padres de la Compañía, en Obras completas, III, Madrid, BAC, 1970, pp. 412-413.
36
Aunque no hablan, generalmente, de estos «caminos» trazados por los espirituales reseñados, pueden
servir de apoyo a siguientes reflexiones los tratados de cristología. «Las figuraciones de Cristo a través de la
historia», en Jeroslav Pelikan, Jesús a través de los siglos, Barcelona, Herder, 1989.
3) El magisterio de la Iglesia

Los autores citados como defensores de un cristocentrismo radical no son, en sentido


técnico dogmático, «magisterio» de la Iglesia. Pero su autoridad es grande en la Iglesia. La
mayoría son santos, algunos han sido declarados doctores por ella avalando sus enseñanzas.
Un documento solemne de ese magisterio moderno es el Concilio Vaticano II, pauta y camino
para una nueva visión de la cristología y de las enseñanzas de los Papas posteriores (Juan
XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II). Me refiero a la constitución pastoral Gaudium et Spes,
sobre la Iglesia y el mundo actual.

Una visión cristocéntrica de la vida cristiana se obtiene de los números finales de los
cuatro capítulos de la primera parte.

El capítulo I, sobre la «dignidad de la persona humana», concluye con «el misterio del
Verbo Encarnado» que da sentido al «misterio del hombre» (GS 22, 1). Cristo, al morir por
todos, hace que «la vocación suprema del hombre en realidad sea una sola, es decir, divina»,
a la cual todos los hombres están asociados, «en la forma de sólo Dios conocida» (GS 22, 5).
Por eso «por Cristo y en Cristo se iluminan el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del
Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad» (GS 22, 6).

El capítulo II, sobre «la comunidad humana», concluye presentando a Cristo solidario
de la humanidad mediante la Encarnación y la redención. «La índole comunitaria se
perfecciona y se consuma en la obra de Jesucristo» (GS 32, 2). El forma «una nueva
comunidad fraterna entre todos los que con fe y caridad le reciben después de su muerte y
resurrección, esto es, en su Cuerpo, que es la Iglesia, en la que todos, miembros los unos de
otros, deben ayudarse mutuamente según la variedad de dones que se les han conferido» (GS
32, 4). La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, es el paradigma de la nueva familia humana. Es
el predicador de la fraternidad universal (GS 32, 3).

El capítulo III, sobre «la actividad humana en el mundo», destinada al progreso, y que
es autónoma, pero no independiente de Dios y es complementada con la actividad del
cristiano, que no puede olvidar las realidades terrenales y mundanas, y es consumada en
Cristo mediante el «cielo y la tierra nuevos» (GS 3939). Pero esa espera en el tiempo «no
debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde
crece el cuerpo de la nueva familia humana» (GS 39, 2).
El capítulo IV, sobre «la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo», que ayuda
al mundo y se enriquece en su relación con él. El Verbo Encarnado recapitula todas las cosas
en El, siendo «el fin de la historia humana» y en quien se recapitula todo (GS 45, 2)37.

4) Reflexiones teológicas y conclusiones

De la presentación del misterio pascual de Cristo (vida, muerte, resurrección presente


y actuante), pasamos a las reflexiones teológicas que expliciten su sentido con todas las
consecuencias para el «ejercicio» de una vida cristocéntrica.

Primero. La vida espiritual se alimenta de la gratia Christi, que procede del misterio
pascual. Le metáfora del «cuerpo» aplicada a la Iglesia en la que Cristo es cabeza, obliga a
pensar en la «capitalidad» de la gratia Christi. Esta cuestión fue resuelta con hondura ya por
Santo Tomás de Aquino. Después de tratar de la gracia que posee el alma de Cristo,
fundamentalmente por estar hipostáticamente unida al Verbo, y porque iba a ser mediador
entre Dios y los hombres (cf. Summa ID, q. 7, a. 1); y afirmar que la poseyó en plenitud (ib.,
a. 9), trata de cómo esa misma gracia poseída pasa a su cuerpo, que es la Iglesia, de la que
es cabeza. La gracia de Cristo comunicada al cuerpo se llama gracia capital. Razona así el
Aquinatense:

«Ya hemos dicho que el alma de Cristo poseyó la gracia en toda su plenitud. Esta
eminencia de su gracia es la que le capacita para comunicar su gracia a los demás; en
lo cual consiste precisamente la gracia capital. Por tanto, es sencillamente la misma
gracia personal que justifica al alma de Cristo la gracia que le pertenece como cabeza
de la Iglesia y principio justificador de los demás; entre ambas sólo hay distinción
conceptual» (ib., III, q. 8, a. 5).

Segundo. Esta gracia tiene una evidente configuración pascual, en cuanto procede de
la muerte, resurrección y ascensión de Cristo. De esa gratia Christi ha hablado claramente el
Vaticano II, así como de los modos de presencia de Cristo en algunas acciones de la Iglesia,
a lo que hay que añadir:

«Esta obra de la redención humana ... Cristo el Señor la realizó principalmente


por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos
y gloriosa ascensión» (Sacrosanctum Concilium 5, 2).

37
Para seguir leyendo, cf. S. de Fiores, «Jesucristo», en NDE, pp. 751-768. G. Moioli, «Cristocentrismo»,
ib., pp. 301-310. S. Castro, «Cristo y su repercusión en la vida espiritual según el Vaticano II»: Revista de
Espiritualidad 34 (1975, 189-202. A, Blasucci, «Cristocentrismo», l. c., pp. 667-676. Analiza el tema del
cristocentrismo en las dos formas aquí aludidas y en las diversas «Escuelas de espiritualidad»: benedictina,
franciscana, dominicana, agustiniana, carmelitana, ignaciana, San Francisco de Sales, el cardenal Bérulle, San
Alfonso María de Ligorio y algunos autores contemporáneos.
Ese misterio de salvación es el que se realiza y actualiza en la Iglesia «sobre todo en la
acción litúrgica» (SC 7, 1). Cristo está presente «en el sacrificio de la Misa, en la persona del
ministro ... en los sacramentos ... en su Palabra», en la Iglesia salmodiando en oración común
y pública, es decir, en nombre de Cristo y orando por toda la humanidad (SC 7, 1). El
fundamento está en que la liturgia es «el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo» (SC 7, 3).

Tercero. Esta constatación dogmática nos lleva a un corolario valiosísimo para la vida
espiritual: el carácter pascual de la vida cristiana, en cuanto centrada en Cristo, se realiza
en las mediaciones humanas. Si es en la Iglesia y por la Iglesia cómo nos llega la gracia
capital de Cristo, ésta tiene también un carácter eclesial. Y en concreto, mediante los canales
de acceso que son los sacramentos celebrados por la comunidad eclesial. Por eso también la
gracia tiene un carácter sacramental.

Más todavía. La conexión de la gracia de Cristo con lo sacramental, nos lleva a una
afirmación que enriquece la caracterización cristo céntrica de la santidad: la unión con la
Humanidad de Jesús, por la vinculación de ésta con los sacramentos. Resuelve el problema
también Santo Tomás de Aquino, al hablar de cómo los sacramentos comunican la gracia en
virtud de la Humanidad de Cristo muriendo en la cruz. Por la carne de Jesús somos redimidos.

«El sacramento -escribe- obra como instrumento en la producción de la gracia.


Ahora bien, el instrumento puede estar separado, como el bastón, o unido, como la
mano. El instrumento separado es movido mediante el instrumento unido, como el
bastón es movido por la mano. La causa eficiente principal de la gracia es Dios mismo,
en relación al cual la Humanidad de Cristo es como instrumento unido (instrumentum
coniunctum), y el sacramento como instrumento separado. Por tanto, es necesario que
la virtud salvífica se derive de la divinidad de Cristo a los sacramentos por medio de
su Humanidad» (Summa III, q. 62, a. 4).

Cuarto. Esta influencia del misterio pascual de Cristo en la vida de santidad del
creyente va mucho más allá de ser una simple causa ejemplar, sin que por ello haya que
excluirla. Se trata, más bien, de una causa eficiente y necesaria para la santidad en cuanto
ésta depende de aquélla. Queda evidenciado en la reflexión de San Pablo: «En Él reside toda
la plenitud de la divinidad corporalmente, y vosotros alcanzáis la plenitud en Él, que es la
Cabeza» (Col 2, 9). «Él es también la Cabeza del cuerpo, de la Iglesia ... pues Dios tuvo a
bien hacer residir en Él toda la plenitud» (Col 1, 18-19), «y de su plenitud todos hemos
recibido» (Jn 1, 16).

Quinto. Si Cristo es la única causa de nuestra santidad, se deduce lógicamente que toda
espiritualidad tiene que ser también necesariamente cristológica y cristocéntrica, en el
sentido de que la vida tiene que terminar siendo cristologizada. Cristo es el origen, la causa
formal, el camino, la vida del creyente y también la meta. Todo ello no excluye las otras
«dimensiones» de la santidad: la trinitaria, la teocéntrica o pneumatocéntrica. Significa que
Cristo tiene que ser el único lugar de encuentro del hombre con la divinidad porque en Él se
revela Dios Padre de modo definitivo, y lo hace no en su Verbo, sino en las palabras y gestos
del Verbo-Encarnado, en Jesucristo. La funcionalidad de Jesucristo, como única y última
revelación del Padre al mundo, la ha puesto de relieve San Juan de la Cruz en un breve aviso
que condensa un amplio esquema doctrinal de la Subida del Monte Carmelo: «Una palabra
habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de
ser oída del alma» (Dichos de luz y amor 104. Doctrina completa, Subida II, cap. 22).
Curiosamente también Santa Teresa refiere la experiencia de que la Humanidad de Cristo es
el lugar de encuentro del hombre con la divinidad.

«No me acuerdo -escribe- haberme parecido que habla nuestro Señor si no es en


la Humanidad, y ya digo, esto puedo afirmar que no es antojo» (Cuenta de conciencia
54, 22. Numeración de Efrén. Desarrollo en Autobiografía, cap. 22. Moradas VI, 7).

Sexto. Esta centralidad de Cristo, de su divinidad y también de su Humanidad, en el


proceso de la santidad, tiene que orientar la piedad del creyente, especialmente la del pueblo
fiel, tan alejada a veces de este protoparadigma de lo santo y causa originante de la santidad.
Con ello estamos indicando que tienen que corregirse algunos errores cometidos en la
vivencia de la piedad. Uno, es el intento de secuestrar la Humanidad de Jesús, como sucedió
en la historia de la piedad por motivos antiarrianos, como veíamos, en la edad media y en
pleno siglo XVI por algunos «espirituales» españoles. Y otro, el utilizar en primer lugar otras
mediaciones como es la devoción a María o a los santos en lugar de Cristo, todas las acciones
en las que se expresa la religiosidad «popular» (uso de reliquias, peregrinaciones a santuarios,
procesiones, candelas), como también veíamos que sucedió en la historia pasada y sigue en
el presente. La vivencia de los misterios de Cristo celebrados en la liturgia puede ser un modo
práctico y cercano de cercenar excesos y errores cometidos en el uso de las otras mediaciones
menos importantes.

Séptimo. El punto de arranque de la espiritualidad cristocéntrica es la Resurrección,


con la cual Cristo no vuelve al Padre, sino que en Cristo resucitado el Padre se entrega
definitivamente al hombre:

«La vida espiritual cristiana, como inserción en la presencia actual del resucitado-
crucificado-terrestre, se concreta en una manera peculiar de vivir el hombre su mundo
y su historia. Como ya hemos insinuado, el misterio de Cristo es la "salida" definitiva
y consumada de Dios al hombre, a su mundo y a su historia en la persona de Jesús y no
la "vuelta" o regreso del mundo y la historia a un Dios sin ninguna de las dos cosas.
Ello supondría negar la creación y el misterio de Cristo como cumbre y centro de la
misma; el Resucitado no "vuelve" a Dios, sino que Dios "sale" de forma plena en la
resurrección de Jesús, que por eso es el tiempo consumado y no la supresión del tiempo.
De ahí que la vida espiritual cristiana debe definirse directamente como inserción en
el mundo y en la historia a los que Dios ha salido y en los que permanece a través del
Resucitado»38.

Octavo. Pero, aunque esto sea verdad: la salida del Padre al hombre en Cristo, no lo es
menos que la espiritualidad cristiana la vive el hombre no como mera oferta objetiva, sino
que el hombre participa subjetivamente con la respuesta fe-opción fundamental por Dios,
actitud que ha sido suscitada por Dios en el corazón del hombre. La gratuidad del don exige
que admitamos la atracción del Padre hacia el acontecimiento salvador de la resurrección de
Cristo. La primera respuesta de los discípulos de Jesús (evidentemente pospascual) al
acontecimiento resurrección fue, como dijimos, Cristos curios;. Cristo está presente en
los fieles porque es el Señor. Cristo no volvió a la vida precedente, sino que asumió una vida
nueva, inmortal, y por eso nos salva. Ésta es la meta que propusimos a la vida espiritual,
según nuestra definición (cap. II, 7): la vida del «hombre espiritual» se configura por la
comunicación del misterio de Dios al hombre «por el Espíritu de Cristo muerto y resucitado
hasta la plena configuración con él».

Noveno. Después del análisis de la centralidad de Cristo en la vida cristiana cuyas


pruebas hemos encontrado en el N. Testamento, vale la pena concluir con una reflexión sobre
Cristo y el Evangelio como normas supremas de la espiritualidad. Es lo que configura a toda
espiritualidad llamada «cristiana» y la distingue de otras de cualquier otro signo. Unificación
«ad intra», diversificación «ad extra». Esto no significa que la Sda. Escritura es fuente del
tratado de teología espiritual, sino que la vida espiritual gira en tomo a la experiencia de Jesús
como aparece en los Evangelios.

Hace años H. U. von Balthasar llamó la atención sobre el tema39 . Esta afirmación
continúa siendo válida. Por su interés para la teología espiritual y para el cristocentrismo,
resumo su pensamiento. El autor sintetiza las formas en que se ha manifestado la
espiritualidad como resolución de la existencia.

El eros como absoluto subjetivo, como «el espíritu en mí», que consiste «en el
conocimiento elemental de un punto absoluto de referencia para con todo lo demás en el
propio espíritu; en la voluntad elemental de orientar todo hacia ese punto absoluto» (p. 9).
La acción, en cuanto superación del «espíritu en mí», el tránsito de la subjetividad a la
objetivación (p. 9). Y la pasividad o la pasión, tránsito de la pura subjetividad del «eros»
como absoluto a la permisividad del sujeto para que lo absoluto «disponga como espíritu
normativo» (p. 10).

38
S. Guerra, «Ciencia cristológica y espiritualidad cristocéntrica», l. c., p. 225. Aconsejable seguir
leyendo este denso artículo donde se pergeña una espiritualidad cristocéntrica de la persona (relación a Dios y
al hombre), del mundo y de la historia. Cf. pp. 225-256.
39
«El Evangelio como criterio y norma de toda espiritualidad en la Iglesia»: Concilium 9 (1965) 7-25.
Éstas serían las formas de una «espiritualidad humana» (p. 11), que el autor juzga desde
la óptica de la fe enseñando sus logros y limitaciones (pp. 11-14). Espiritualidad «natural»,
que entra al servicio del A. Testamento, pero transformando sus contenidos. Mediante la
Revelación se dan una especie de reconversiones. El «eros» se convierte en fidelidad a la
Palabra de Dios, no a la voz de la interioridad y de las propias esperanzas. La «acción», en
«obediencia a la ley» para ser cumplida en la comunidad humana. Y la «pasividad», en la «fe
que lo acepta todo, en la paciencia que todo lo aguanta». En conclusión, «la Palabra de Dios,
sola, aglutina estrechamente hasta una total circuminsesión las tres espiritualidades, si bien
podemos distinguir aquí una espiritualidad preferentemente «profética», otra más bien
«legal» y una tercera más bien «de pasión» (pp. 14-15).

Concluye esta exposición con una referencia a Cristo y a los Evangelios. «En Cristo -
por ser hombre- se destacan nuevamente las espiritualidades humanas, pero con mayor fuerza
que en el A. Testamento». En Él se realiza la espiritualidad del «eros» platónico y la fidelidad
a la Alianza del A. Testamento. La de la «acción» o praxis aristotélica y la ley
viejotestamentaria (hasta la última tilde de la Ley). Y la «pasión» de los estoicos en el
sufrimiento de la Pasión» (p. 15).

Esto significa que en Cristo las «espiritualidades» adquieren una nueva


fundamentación. El «eros» «se convierte en expresión del mismo amor trinitario porque el
Hijo ama al Padre en el Espíritu de tal modo que lo prefiere a él y a su voluntad amorosa por
encima de todo lo demás». Es este amor el que repercute en la «acción» o praxis de Cristo
realizando la salvación del mundo. y en la «pasión» como disponibilidad total fundada en el
amor al Padre dejando transparentar el amor al mundo del Dios trino (pp. 16-17).

«De aquí se deduce algo decisivo para los cristianos: que en adelante las
espiritualidades humanas (y sobre todo las cristianas) son inseparables del sentido
último que han recibido en el esquema de la revelación de Cristo ... En este centro
cristológico encuentran su común unidad todas las espiritualidades cristianas posibles
y, por ello, a través de la fe como centro, han de ser reducidas sin esfuerzo las unas a
las otras» (pp. 16-18).

Llegado aquí, el análisis tiene que concluir en Jesús como centro de toda espiritualidad
humana y cristiana, no una mera «síntesis» de todas ellas. «Desde una perspectiva cristiana,
el punto de síntesis entre Dios y el mundo y la integración concreta del mundo en Dios
descansa siempre en Cristo» (p. 18). Y el «espiritual» tendrá que ver en el «abandonarlo
todo», en el «tomar la cruz» de cada día, la formulación de una espiritualidad específicamente
cristiana. El que cumple esa dimensión cristológica es «santo», no siempre en sentido
canónico, y que va mucho más allá del estar bautizado.

«Son santos aquellos que viven de la fe, es decir, de la forma de la obediencia


amorosa de Jesucristo y en su seguimiento, en cualquier estamento de la Iglesia en que
militen ... Es del todo ilusorio inventar un nuevo canon o tipo de santidad» (pp. 19-20).
Sujeto primordial de esta santidad «cristiana» recibida es la Iglesia-Esposa
arquetípicamente representada en María, pura disponibilidad al Padre en el fiat40.

B) Debate sobre la «imitación» o el «seguimiento»

A lo largo de las páginas de este apartado han aparecido las opciones de una
espiritualidad cristocéntrica bajo las formas de la «imitación» o el «seguimiento». Es
probable que los autores de los libros del N. Testamento, los comentaristas de la gran
Tradición o los autores espirituales de todos los tiempos no hayan sido conscientes de la
diferencia o los diversos matices que encierran.

1) Situación actual

Hoy las cosas han variado. La teología se ha hecho más viva, más crítica, menos
especulativa que en la edad media tan existencial como en tiempo de los Padres. El modo de
hacer teología desde la realidad del mundo y a situación del hombre y no desde los principios
dogmáticos, como ya veíamos al hablar del «método» de la teología espiritual (cap. 11, 5,
B), han impuesto variaciones importantes en algunos temas, como puede ser éste del
seguimiento de Jesús, o «seguir» a Jesús, como síntesis de la espiritualidad cristiana y que
enlaza con la espiritualidad cristocéntrica que he intentado dibujar. Aunque existen muchos
más estudios sobre el tema, tomo como punto de referencia algunos planteamientos críticos
para hacer después una valoración personal del tema.

Me refiero, en primer lugar, a la obra El seguimiento de Jesús (Sígueme, Salamanca,


1987), de José María Castillo, para quien «el centro, el eje y la clave de la espiritualidad
cristiana es el seguimiento de Jesús» (p. 9).

Después de una crítica de la espiritualidad cristiana tradicional, que ya conocemos (cf.


cap. I, 2), escribe:

«La espiritualidad cristiana no tiene, ni puede tener, más origen y más


fundamento que la persona de Jesús y su existencia concreta. Pero, como se ha dicho
muy bien, la forma radical de recuperar lo concreto de Jesús y hacer de ello el origen y
fundamento de toda vida cristiana aparece en los Evangelios como invitación y
exigencia de Jesús a su seguimiento...». «El seguimiento de Jesús se convierte entonces
en a fórmula breve del cristianismo, porque enuncia la recuperación de Jesús y el modo

40
Pp. 20-25. Copia páginas enteras, citándolas de modo genérico, Santiago G. Arzubiade, Theologia
Spiritualis I, Madrid. 1989, pp. 31-40.
de recuperarlo; tiene la virtualidad de resumir la totalidad de la vida cristiana y de
evocarla desde lo concreto ... »41.

Para Castillo, el «seguimiento» indica cercanía a Jesús y movimiento, acompañando a


Jesús itinerante. El esquema del seguimiento es éste: «a) Jesús pasa; b) ve a alguien; c)
indicación de la actividad profesional de ese hombre; d) la llamada; e) dejarlo todo; f) el
llamado sigue a Jesús» (p. 16). Si el «seguimiento» indica acción, el sujeto «sale» de sí mismo
para acompañar a Jesús, la «imitación» hace retomar al sujeto sobre sí mismo. Además, es
más evangélico el seguimiento que la imitación. De las 90 veces que en el N. Testamento se
habla del «seguimiento» o seguir (acolouqein), 79 se encuentran en los Evangelios.
Mientras que «imitar» (µiµeoµai) no aparece nunca en los Evangelios y sólo 3 en Pablo.
Ésta sería la primera paradoja, según Castillo: la tradición ha presentado la vida cristiana
como imitación de Cristo y el término no es evangélico; y ha hablado poco de seguir-
seguimiento, lo único que aparece en los Evangelios (cf. pp. 49-51).

La vida del «seguimiento» implica para el cristiano una llamada a la que el hombre no
puede poner condiciones porque es Dios el que conduce la vida y está abierta a todos los
riesgos posibles. Es la asunción del destino de Jesús en la propia vida, lo que obliga al
discípulo a vivir la solidaridad con radicalidad, aun con riesgo de la propia vida, en defensa
de los pobres, como lo hizo Jesús, hombre-para los-demás. No se trataría de una llamada a
imitar de Jesús en sentido moral, sino a «negarse a sí mismo» y tomar la cruz.

«Todo esto -concluye Castillo- quiere decir que la llamada al seguimiento no es


directamente una llamada a conseguir la propia perfección del sujeto, la propia
santificación o la propia realización. Por supuesto, una persona que sigue a Jesús se
realiza y santifica. Pero es decisivo tener en cuenta que la llamada no apunta
directamente a eso, sino al bien de los demás, al trabajo y a la lucha por el bien del
hombre. He aquí la cuestión capital en todo este asunto»42.

Analiza después el binomio mística y compromiso, que no pueden ser antagónicas, sino
complementarios (pp. 91-127). En la «conclusión», condensa los elementos de esta nueva
espiritualidad del seguimiento: libertad, disponibilidad, como consecuencia lógica, porque
es apertura a un destino, el de Jesús; la experiencia del encuentro con Jesús, persona; el
compromiso con radicalidad; audacia que vence el miedo, se alía con el riesgo; el proyecto
es la liberación de todos los oprimidos (niveles socioeconómicos, políticos, antropológicos,
liberación del pecado); la radicalidad con renuncias absolutas, que comporta la alegría y el
proyecto utópico (cf. pp. 233-236).

41
P. 13. Cita a J. Sobrino, «Seguimiento», en C. Floristán J. J. Tamayo, Conceptos fundamentales de
pastoral, Madrid, 1983, p. 937.
42
lb., pp. 60-61. Toda la exposición, pp. 15-70.
Santiago Guerra, en el artículo citado en varias ocasiones, también ha criticado la
presentación tradicional de la «imitación» de Jesús como camino de santidad por razones
más profundas, pero sin proponer el camino alternativo del «seguimiento». Le parece
producto de una lectura platónico-griega de Jesús como Hijo del eterno Padre; por eso las
«virtudes» no son propiamente de Cristo, sino manifestaciones de la realidad «eterna», es
decir, de Dios. Al rehacer la cristología desde el pensamiento hebreo-bíblico, se entiende
mejor una espiritualidad verdaderamente cristiana, fundada en Cristo. Le parece que en la
imitación se presentan las «virtudes» de Cristo como un concepto abstracto que el cristiano
tiene que copiar para asemejarse a Él y ser santo. Y ahí está el error que quiere rectificar.

«Esas "virtudes" sólo pueden ser virtudes de Cristo cuando son el mismo Cristo,
cuando se consideran como aspectos distintos del "acontecimiento" de Cristo. Sólo
dentro de la constelación de realidades que constituyen el acontecimiento de Cristo, y
que resumíamos unas líneas más arriba, tanto las virtudes teologales como las
cardinales puede ser virtudes cristianas ... ».

Según él, la visión tradicional olvida que los Evangelios no son sentencias morales o
espirituales para ser asimiladas y vividas como un código moral; sino el mismo Cristo como
suceso salvador. Distinguir y separar la salvación que se obra en Cristo y la «vida» de Jesús
considerada sólo como «ejemplo» a imitar, resulta de difícil comprensión y cargado de
consecuencias.

«Esta distinción y separación -sigue escribiendo Guerra- entre Jesús Salvador y


Jesús ejemplo de vida sólo puede darse en una cristología que ... es de corte monofisita
(niegan la naturaleza humana absorbida por la divina) y de tipo nestoriano ... (admiten
dos naturalezas y dos personas que inhabitan o cohabitan). Lógicamente esta
cristología considera actualmente presente a Jesucristo en cuanto uno con el Verbo
eterno, mientras juzga la "vida" de Jesús como un hecho pasado que ya no existe. De
ahí que, aparte de la no muy neo-testamentaria palabra "imitación", mal puede imitarse
una "vida" que no es una realidad; sólo queda, volvemos a repetirlo, la imitación de
unas verdades abstractas y metafísicas, de las cuales fue "ejemplo" y caso supremo
Jesucristo, que así no se identifica con la virtud misma, ni por lo tanto es. la norma
misma»43.

Donde el cristiano vive a Jesús presente es en la liturgia, especialmente en la Eucaristía,


en conexión íntima con el resucitado y el crucificado. En la Eucaristía se memorializa el
mismo hecho salvador del Jesús histórico, según la visión de Odo Casel. Por eso, la acción
litúrgica, especialmente la Misa, es en sí misma y objetivamente santificante como una
dimensión del resucitado que fue crucificado. El aspecto triunfalista desaparece en el
escándalo de la cruz en la que Jesús continúa siendo salvador de la humanidad. En la liturgia

43
«Ciencia cristológica y espiritualidad cristocéntrica», l. c., pp. 222-223.
-especialmente en la Misa y sacramentos- celebramos a un viviente (Jesús presente porque
es un resucitado), pero connotando el hecho pasado de la muerte de Jesús.

Finalmente, por poner un ejemplo e interpretación de las dos actitudes desde la óptica
de la teología de la liberación, insistiendo más en el «seguimiento» que en la «imitación»
como norma de vida ideal cristiana, cito las palabras de Jesús Espeja. Según él, la
espiritualidad tiene que consistir en

«vivir los sentimientos, actitudes fundamentales y conducta de Jesús. El seguimiento


no es hacer, sin más, lo que Jesús hizo en su contexto cultural y en la situación que le
tocó vivir. Hay que re-crear su espíritu dentro de nuevas situaciones y contextos
históricos ... Sólo puede ser auténtico seguidor de Jesucristo quien ha entendido que sí
merece la pena gastar la vida por el Evangelio»44.

Éste sería el seguimiento «cristológico» (la segunda etapa del anuncio del Reino hecha
por Jesús), distinto del primer seguimiento «mesiánico» de los Apóstoles. En ello consistiría
la «espiritualidad» cristiana desvestida de ambigüedades y válida para todos los tiempos. La
clave creo que es suficientemente clara para que nos detengamos más en ella.

2) Valoración del «seguimiento» y la «imitación»

Después de presentar el largo recorrido histórico y teológico del cristocentrismo,


hacemos un juicio de valor sobre una formulación debatida: el seguimiento y la imitación.

En primer lugar, la preferencia de algunos por el seguimiento de Jesús, propio de los


primeros testigos, es muy adecuada para definir el camino cristiano hoy como en todos los
tiempos. De hecho, encierra un contenido dinámico propio de la vocación cristiana. «Salí tras
ti clamando y eras ido»; «Buscando mis amores / iré por esos montes y riberas / ... », escribe
San Juan de la Cruz al comienzo de su Cántico espiritual. Parece significar mejor la idea de
excentración del yo que supone el ejercicio de la caridad. Históricamente está avalada por la
experiencia de algunos «seguidores» como fueron los Apóstoles y discípulos del tiempo de
Jesús, que vivieron con Él, arriesgando su vida al asumir la vida del Maestro. Otros modelos
históricos canonizados por la misma Iglesia fueron los ermitaños, los monjes y los frailes
mendicantes y otras formas de vida consagrada, de quienes dice el Concilio Vaticano II que
«desde los comienzos de la Iglesia hubo hombres y mujeres que, por la práctica de los
consejos evangélicos, se propusieron seguir a Cristo con más libertad» (Perfectae caritatis
1, 2); Y lo mismo vale para los llamados hoya vivir los consejos evangélicos, quienes «se
consagran de modo particular a Dios siguiendo a Cristo» (ib., 1, 3); aunque no damos mucha
importancia a la terminología porque en el mismo contexto habla de imitar a Cristo con más
libertad, por esa misma razón (PC 1, 2). Se puede decir que los que han asumido el Evangelio

44
Jesús Espeja, La espiritualidad cristiana, Estella, Verbo Divino, 1992, p. 97.
como norma literal de vida para fundar una vida «apostólica» han preferido la fórmula del
«seguimiento».

Segundo. Pero de ninguna manera es una regla absoluta. Junto a ella ha crecido la de
la «imitación», fijada por Pablo antes de que fuesen escritos los mismos Evangelios. Ello nos
hace ser cautos a la hora de problematizar la existencia cristiana formulada con ese término.
Pablo no se considera «seguidor» de Cristo porque no anduvo con Él en su vida terrena; pero
sí tuvo experiencia de ser un «Viviente» que había influido en su vida obligándole a «imitar»
su destino. No es un «discípulo», sino un «apóstol». No le preocupa imitar las virtudes de
Cristo, hacer de su doctrina un código moral, sino estar identificado con él (santidad, misión,
destino), como lo indican las fórmulas: «vivir en Cristo», «vida en Cristo», o similares. Pablo
y los cristianos tienen que vivir el ciclo existencial de Jesús: muerte y resurrección (Rm 6, 2-
4). De ahí que pueda decir: «Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir
de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cr 4, 10).
El cristiano, según él, ha sido predestinado para «reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8,
29-30). El mismo quiere «completar en su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo»
(Col 1, 24), porque el anuncio de la Buena Nueva todavía está sin concluir.

Identificación con Cristo, más que «imitación», es lo que propone Pablo como camino
cristiano cuando crea esa serie de verbos reproducidos más arriba [cap. VI, 2, A, 1), b)]
compuestos de la partícula con, indicando no una simple copia de un modelo heroico de
virtudes, sino una asimilación de su misterio de muerte y resurrección. En algunas ocasiones
Pablo habla expresamente de «imitar» a Cristo y ése es el programa que propone a los
cristianos como modelo de vida: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cr 11,
1).

Tercero. La Tradición primera de la Iglesia aceptó la pluralidad de las fórmulas


«seguimiento» o «imitación» como equivalentes. Así escribe San Agustín: «Quid est enim
sequi nisi imitari? (De sancta virginitate 27. PL 40, 411, B). Los mártires imitaban a Cristo
en su pasión impulsados por la fe en Él en una tensión vertical de entregar la vida por Dios
no por los hermanos, como ahora se pone de manifiesto con un exclusivismo sorprendente.
Ése es el testimonio de San Ignacio de Antioquía, como dijimos más arriba [cap. VI, 2, A,
2), a)]. San Juan Crisóstomo «enseña a los cristianos la "imitación" de Cristo como la fórmula
integral de perfección cristiana»45. Seguir o imitar pueden ser fórmulas secundarias. Las dos
actitudes no pueden prescindir de la identificación con el destino de Jesús, que es de muerte
salvadora de sus hermanos los hombres cumpliendo la voluntad del Padre.

Uno de los ejemplos más sorprendentes entre los modelos de identificación con Cristo
es el de la beata Isabel de la Ssma. Trinidad († 1906), que quería ser «revestida» de Cristo.

45
E. Ledeur, «Imitation du Christ», l. c., p. 1570.
Y pedía a la Trinidad ver realizada en su alma «como una encarnación del Verbo». «Quiero
ser -decía- para Él una humanidad suplementaria donde renueve todo su misterio»46.

Actitudes como éstas indican mucho más que «seguir» a Cristo. Se trata de una mística
de la identificación con Cristo, como lo experimentó Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo. Es
Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 30).

Cuarto. La tradición medieval, de los escritores de espiritualidad y místicos, tampoco


hizo problemas con las fórmulas, entendiendo que cuando hablaban de «imitación» de Cristo,
o «Cristo modelo de virtudes», se referían a tomado como camino, verdad y vida, asimilación
de sus sentimientos interiores, de su vida y destino, de su pasión y muerte. En la práctica era
un «seguimiento». Ese fue el sentido que dieron a su vida los monjes itinerantes, misioneros,
pero también contemplativos. La dimensión cristo céntrica era clara, sin tantas distinciones.
Prescindir u ocultar la dimensión vertical del «seguimiento» o atribuida sólo a la «imitación»
de Cristo en los autores medievales, es traicionar su doctrina y su vida47.

Desde entonces muchos cristianos han vivido su encuentro con Cristo, una unión con
sus ideales, con su destino y su misión y no hablan de «seguimiento», sino de «imitar», como
ha quedado claro en los testimonios ya aludidos con anterioridad (cf. cap. VI, 2, A, 2). Los
grandes místicos, como Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz y otros
anteriormente citados tienen sus preferencias por el término de la «imitación», aunque un
análisis más profundo quizá nos revelaría que los usan indistintamente. Se trata de una
imitación de sus actitudes fundamentales ante la vida y la muerte. Lo importante para ellos
es colocar a Cristo en el centro de la piedad y de la vida; las formulaciones les preocupan
menos. Cristo es para ellos el modelo de virtudes, la causa de santidad, la meta e ideal de la
vida.

Insisto en San Juan de la Cruz, quien aconseja a sus discípulos:

«Traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas las cosas, conformándose


con su vida» (Subida I, 13, 3). «La cual (vida de Cristo) -dice también- debe considerar
para saberle imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera Él» (ib.). «Porque el
aprovechar no se halla sino imitando a Cristo» (ib., II, 7, 8). «Imita a Cristo, que es
sumamente perfecto y sumamente santo, y nunca errarás» (Dichos 156).

El capítulo 7 del libro II de Subida del Monte Carmelo está estructurado sobre la
doctrina del seguimiento de Cristo crucificado como ejemplar primero que se sometió a la

46
Oración a la Ssma. Trinidad, en Obras completas, Madrid, EDE, 1986, p. 281.
47
Puede verse el largo análisis de E. Ledeur, «Imitation du Christi», l. c., pp. 1562-1587.
experiencia de purificación de la fe y lleva consigo la negación de sí mismo, que es como
seguir a Cristo (ib., 7, 5).

Y finalmente, otro testimonio de una mística moderna, poco conocido, el de Ma.


Ángeles Sorazu († 1921), franciscana concepcionista, que habla de imitación o seguimiento
como términos sinónimos en su experiencia cristiana.

«Cuando empiezo a sentir allá en el fondo de mi alma unas ansias grandes de


imitarle en todo, le hago presente mis deseos. Los recibe y aprueba su Majestad y me
invita a seguirle, mostrándome lo mucho que se complace en ello ... Le digo que no me
fío de aquellos síntomas de salud, que si quiere que le imite y siga me ponga bien para
siempre, que entonces le seguiré ... ¿Qué me quiere decir Jesús con estos deseos y
llamamientos a su seguimiento e imitación?»48.

Quinto. Fue Lutero quien impugnó la práctica de la imitación de Cristo, entendiendo


que se hablaba de Cristo modelo de virtudes al que había que copiar para ser santos (sentido
activo de la santidad). Resonaba en él la mentalidad tradicional de la Iglesia que hablaba de
«obras» y de «méritos» de las mismas. Él pensó que todo esto no era más que pelagianismo
larvado, que disminuía el sentido gratuito de la justificación que Dios nos da en Cristo. Según
él, el seguimiento sería una respuesta en fe, obediencia y amor a la llamada. En la medida en
que la crítica de Lutero es verdadera, en ese mismo sentido valdría la pena hablar de
«seguimiento» en lugar de «imitación». Pero no todos los autores espirituales y místicos lo
han entendido como Lutero interpretó la tradición medieval49.

Sexto. Las reflexiones precedentes nos llevan a la conclusión de cómo entender hoy la
imitación o el seguimiento. Si no reducimos el término «imitación» a una categoría
meramente moral, como si Cristo fuese un gran héroe a quien tenemos que copiar, y la
consideramos como adhesión a la persona de Jesús, a su vida y su destino, Jesús que es
camino, verdad y vida, etc., puede ser utilizada todavía esta fórmula. Hay que evitar hacer de
Jesús una colección de testimonios de bondad del «pasado», y mucho menos sentimental izar
la devoción a Cristo, como a veces se ha hecho. Esto va contra la madurez humana y cristiana
de la persona50.

3. ESPIRITUALIDAD PNEUMATOCÉNTRICA: LA «VIDA EN EL ESPÍRITU»

Del Espíritu hemos hablado ya en otros contextos anteriores: nociones fundamentales


de la teología espiritual, la dimensión trinitaria de la espiritualidad (cf. cap. 1, 1); III, 2, B).
Pero el tema es más amplio, porque el «hombre espiritual», que vive la acción del Espíritu

48
Carta al P. Mariano. Cf. en Luis Villasante, El camino cristiano según Ángeles Sorazu, Madrid, ABL,
1994, p. 99.
49
Cf. alusiones en E. Cothenet, «Imitation du Christ», l. c., p. 1536.
50
Cf. artículos citados de P. Adnes y A. Solignac, «Imitation du Christ», l. c., pp. 1587-1597; 1597-1601.
Santo, es objeto de análisis en un tratado y configura la «vida santa». De ahí su importancia.
Ese hombre espiritual no es una creación artificial de los teólogos, sino que está configurado
en la Escritura y en la Tradición.

A) Situación histórica y actual

Antes de iniciar el tema, vale la pena recordar el disgusto de muchos teólogos y


espirituales por la ausencia práctica del Espíritu Santo en la vida cristiana y en la teología.
Es conocida la admiración de los teólogos ortodoxos orientales, presentes como observadores
en el Concilio Vaticano II, ante la poca relevancia que se daba en los debates al Espíritu
Santo y a la espiritualidad. Todavía en los comienzos de los años setenta el P. A. Royo Marín
pudo escribir un libro con este sintomático título: El gran desconocido: el Espíritu Santo y
sus dones. No deja de ser sorprendente que los místicos insistan tanto en la necesidad de la
«vida en el Espíritu», y en la vida real de la Iglesia o en las altas instancias especulativas se
noten esas carencias.

Tampoco es un misterio histórico el hecho de que las tirantes relaciones entre las dos
Iglesias cristianas, la oriental y la occidental, además de razones humanas (políticas,
geográficas, culturales, etc.), tengan un fundamento teológico: la distinta concepción del
Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. Esa inicial confrontación en el siglo VIII, terminó en
ruptura en el siglo XI (1054). A partir de entonces la Iglesia se «romaniza» centralizándose
en Roma y en el Papa, se burocratiza en las instituciones. Poco después, la teología se
desacraliza convirtiéndose en una filosofía sobre Dios.

Sobre la importancia del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y de los individuos se


han levantado voces en los últimos tiempos, que corrigen el déficit de siglos, como dijimos
también hablando de la dimensión trinitaria de la vida espiritual (cap. III, 2, B). Proclamar
la divinidad del Espíritu Santo, como lo hizo el Concilio I de Constantinopla (381) y lo
hacemos hoy en el credo, no es problema de lenguaje religioso ni de establecer un dogma,
sino un problema vital para el cristiano que lucha por ser santo. Es afirmar que ese Espíritu
es «Señor y vivificador» en la estructura de la Iglesia y en existencia de las personas.

Sobre las consecuencias vitales para la Iglesia que generó ese déficit ha escrito Víctor
Codina acertadamente, después de recordar la bella expresión de Ireneo sobre el Hijo y el
Espíritu como «las dos manos del Padre» con las que hace al hombre «a su imagen y
semejanza»:

«Como ya hemos dicho, el haber olvidado una de esas dos "manos", la del
Espíritu, ha tenido consecuencias muy negativas en la vida de la Iglesia, que quedó
"manca", por así decirlo. El Espíritu parecía reducirse a la vida interior de los místicos
y a la institución eclesial, la cual, a través de sus ministros y sacramentos, se convertía
en la depositaria en exclusividad de sus dones»51.

¿No estaremos llegando a una etapa histórica bajo la acción del Espíritu Santo, después
de la del Padre (A. Testamento), la del Hijo (N. Testamento), como advirtió aquel profeta
utópico de la edad media que se llamó Gioacchino da Fiore (†1202)? De hecho, desde el
comienzo del Vaticano II se oyó la voz constante de que había llegado un nuevo Pentecostés,
como proclamó otro profeta de nuestro tiempo que fue el papa Juan XXIII. La sed de
espiritualidad que se respira en algunos ambientes y otras manifestaciones de la espiritualidad
que constatábamos al principio (cf. cap. I, 3), puede ser una respuesta del Espíritu a las
ausencias del pasado52.

Encajan bien en este contexto conciliar y ecuménico las palabras del Consejo
Ecuménico de las Iglesias, reunido en Upsala en 1968, haciendo un acto de fe en la acción
del Espíritu Santo en la reflexión teológica y en la vida de la Iglesia. Sin el Espíritu Santo,
dicen,

«Dios está lejos, Cristo permanece en el pasado, el Evangelio es letra muerta, la


Iglesia, una simple organización, la autoridad, un dominio, la misión una propaganda,
el culto, una mera evocación, el obrar cristiano, una moral de esclavos»53.

B) Función del Espíritu Santo en la «historia de la salvación»

Ya vimos al comienzo de esta obra los distintos sentidos de la palabra espíritu,


espiritual y espiritualidad (cap. I, 1). Profundizamos ahora en la función del Espíritu Santo
en la vida espiritual de manera que pueda «configurarla».

1) El espíritu del hombre

En un tratado de teología espiritual interesa poco el sentido de la palabra «espíritu»


como una dimensión del hombre: como el yo profundo, diferente del cuerpo, de la carne y
de la mente (1 Cr 14, 14-15), o del cuerpo y del alma (1 Tes 5, 23). En concreto, Pablo se
refiere a la parte superior del hombre como al pneuµa (espíritu) (Rm 1,9; 8, 15; 1 Cr 2, 11-
15), que se distingue de su parte inferior, el swµa (cuerpo) o la sarx (carne) (l Cr 5, 3 y
ss.; 7, 34; 2 Cr 7, 1), Y de la misma yuch (alma) (1 Tes 5, 23), y equivale a veces a la nouz;
(mente) (Rm 7, 25; Ef 4, 23). «Al adoptarse este término (alma) con preferencia a la mente
de la filosofía griega, la tradición bíblica alude a la correspondencia profunda que existe entre

51
Creo en el Espíritu Santo. Pneumatología narrativa, Santander, Sal Terrae, 1994, p. 75.
52
Cf. Daniel de Pablo Maroto, Historia de la espiritualidad cristiana, Madrid, EDE, 1990, pp. 352-358.
A. Guerra, Introducción a la teología espiritual, Santo Domingo (R.D.), EDECA, 1994, pp. 43-65.
53
The Upsala 68 Report, Geneve, 1969, p. 297. No está en la incompleta edición española: Upsala 1968,
Salamanca, Sígueme, 1969.
el espíritu del hombre y el espíritu de Dios que lo anima y dirige (Rm 5, 5 ss.; He 1, 8 ss.).
Esta correspondencia es de tal naturaleza que en varios de los textos indicados y en muchos
otros ... resulta difícil distinguir de cuál de los espíritus se trata, del natural o del sobrenatural,
del personal o del participado (espíritu de Dios)» (Biblia de Jerusalén, nota a Rm 1,9).

En 1 Cr 2, 15 Pablo contrapone la «sabiduría del mundo» a la «sabiduría cristiana», lo


carnal-psíquico (orden natural) a lo pneumático (sobrenatural): la sabiduría de los
«perfectos» (1 Cr 2, 6) no es «sabiduría de este mundo», sino «sabiduría de Dios, misteriosa,
escondida» (l Cr 2, 7). En este contexto también contrapone el yucicoz anqrwpoz, es decir,
el hombre que se deja conducir por su razón o mente o por su espíritu. El hombre «psíquico»
no capta las cosas del Espíritu de Dios. Son necedad para él, porque las juzga «naturalmente»;
en cambio, el «hombre espiritual lo juzga todo» (1 Cr 2, 15). Pablo se considera un
«espiritual», un «perfecto», es decir, un hombre «santo».

En el A. Testamento también existe una explicación del «espíritu» del hombre que
llama ruaj, que puede ser el viento, pero también la respiración como hálito de vida, o la raíz
de los sentimientos humanos, el yo profundo, el principio del pensar y del querer. Tampoco
interesa mucho en este sentido a la teología espiritual.

Esta mera referencia a una antropología bíblica natural nos ayuda a entender la
antropología sobrenatural, porque sobre las estructuras humanas del sujeto recaen los dones
del Espíritu de Dios, como veíamos al hablar del sujeto de la santidad (cap. IV, 1).

2) El Espíritu de Dios

Mucho más rico en la Sda. Escritura es el concepto del «espíritu» como dimensión
divina, como el espíritu de Dios personificado que actúa en la historia del hombre para
realizar la «historia de la salvación». Yeso desde los comienzos de la revelación en el Génesis
hasta la consumación en el Apocalipsis.

a) La revelación del Espíritu de Dios en el A. Testamento

En primer lugar, se revela como una entidad dinámica, el Espíritu de Yahvé,


connotando la transcendencia de Dios. Es el «viento de Dios» (Biblia de Jerusalén), el
Espíritu que actúa como principio de vida siendo su fundamento y origen. Aletea sobre el
caos originario y le da vida (Gn 1, 2), o insufla en el hombre la vida (Gn 2, 7). Así también
vivifica los huesos secos que adquieren vida (Ez 37, 1-14); da fuerza a Sansón (Jc 13-16);
inspira a los profetas (1 S 23, 2; 1 R 22, 24; Is 48, 16; Ez 8, 3, etc.); conduce a los hombres
a la salvación, la santificación y la conversión del corazón (Is 51, 13; 1 S 10, 6; Jr 31, 31-34;
Ez 36, 25-29, etc.). La conversión consistirá en la creación de un «corazón nuevo» (cf. Jr y
Ez citados).
Más importante es considerar el Espíritu como don de Dios a los hombres. Un don que
puede ser transitorio, como el concedido a José en Egipto (Gn 41, 38); a los setenta ancianos
que Moisés asocia a sí para el gobierno del pueblo (Nm 11, 24-29); a los jueces (Jc 6, 34-
40); Y a los profetas «carismáticos», distintos de los «canónicos», que anuncian profecías en
casos particulares: Moisés, Samuel, Natán, Elías, Eliseo, etc. (cf. una descripción en 1 S 20,
5-12).

A veces se revela como un don permanente, que es el recibido por los reyes de Israel,
los profetas canónicos, el Mesías, el pueblo mesiánico. A David, por ejemplo, el Espíritu se
le dará, como a todos los reyes de Israel, por la unción de los sacerdotes. Como paradigma
del Espíritu recibido por los reyes, hay que recordar la unción de David: «Tomó Samuel el
cuerno de aceite y le ungió en medio de sus hermanos. Y a partir de entonces vino sobre
David el Espíritu de Yahvé» (1 S 16, 13). Los profetas son «hombres del Espíritu de Dios»
porque hablan en nombre de Dios y lo que Dios les comunica, que es su Espíritu. Existe en
ellos una especie de experiencia mística, ya que no se limita a una asistencia externa, sino
que entra dentro del espíritu del profeta. «Según el libro de Ezequiel (cf. 2, 2; 3, 14), el
Espíritu viene a ser un nuevo "principio operativo" en el profeta, sobre todo porque está a
total disponibilidad en manos de Dios y a la adquisición de una sabiduría superior»54.

De modo especial ese «Espíritu de Yahvé» reposará sobre el futuro Mesías, como lo
indica Isaías: «Reposará sobre él el Espíritu de Yahvé ... » (11, 2), como raíz y causa de los
otros seis famosos dones. Con ellos será un juez justo y príncipe de la paz (cf. Is 42, 1-7).
También recaerá sobre el pueblo mesiánico, con el que el Espíritu de Yahvé hará una «nueva
alianza» por la que será un «pueblo nuevo» con un «espíritu nuevo». El Espíritu de Yahvé
creará en los creyentes un «corazón nuevo» (Jr 31, 33) o un «espíritu nuevo» (Ez 36, 27).
Joel, aludiendo a los tiempos mesiánicos, garantiza la salvación de los pueblos con la efusión
del Espíritu del Mesías (Jl 3, 1-5).

De estas simples alusiones se deduce que el Espíritu de Dios actúa en los momentos
decisivos de la historia de la humanidad y de la historia de la salvación en particular. Estos
momentos, en resumen, son: la creación, la elección del pueblo, la Alianza, el profetismo y
el mesianismo del pueblo y del Mesías anunciado. En este sentido se puede decir que el
Espíritu es el principio dinámico y operativo de la historia, el elemento axiológico y evolutivo
del hombre en cuanto existente y como hombre salvado. Con toda razón el Libro de la
sabiduría dice: «El Espíritu del Señor llena la tierra» (1, 7)55.

b) La revelación del Espíritu de Dios en el N. Testamento

54
Cf. referencias en Virgilio Pasquetto, «Lo Spirito Santo nella storia della salvezza», en AA.VV., Lo
Spirito Santo nella vita spirituale, Roma, Teresianum, 1981, p. 21. Todo el tema, pp. 7-40.
55
Literatura de apoyo, cf. S. Castro, «Experiencia religiosa del Espíritu en la Biblia»: Revista de
Espiritualidad 42 (1983) 7-34. Id., «Vivir y experimentar la Palabra de Dios», ib., 43 (1984) 549-570.
El N. Testamento es la realización del Antiguo y el Espíritu sigue invadiéndolo todo.
Mateo y Marcos son más sobrios en las alusiones al Espíritu Santo, pero concentran su
atención sobre la persona de Jesús, especialmente en momentos importantes de su existencia,
como la concepción virginal (Mt 1, 18,20), el bautismo (Mt 3, 16 ss.; Mc 1, 10), el comienzo
de su vida pública cuando es tentado por el diablo (Mt 4, 1; Mc 1, 12-13), y cuando vence al
demonio arrojándolo de los posesos (Mt 12, 28). Después de la resurrección, confía a los
discípulos proseguir su obra de salvación (Mt 28, 19).

Lucas es el «Evangelista del Espíritu Santo», tanto por lo que escribe en el Evangelio
como en los Hechos. El Espíritu

«está presente y actuante de un modo particular en el Bautista, en María, en Isabel, en


el sacerdote Zacarías, en el Viejo Simeón, en Jesús, en los Apóstoles, en el centurión
Cornelio, con ocasión del concilio de Jerusalén, en el bautismo, en la confirmación, en
la imposición de las manos y cuando se trata de infundir fortaleza en los primeros
testigos de Cristo, de iluminar las mentes de los que tienen que dar testimonio de la fe
ante los tribunales»56.

Esta condensación de alusiones significa que el N. Testamento es la «novedad del


Espíritu Santo». De hecho, desde la encarnación y nacimiento de Jesús, con todos los
personajes vinculados a este hecho salvífico, hasta la resurrección de Cristo, así como el
nacimiento de la Iglesia «cristiana» en la comunidad judía de Jerusalén el día de Pentecostés
(Hc 2, 1-33), como el de la Iglesia «católica», abierta a los gentiles, en casa de Cornelio, en
un segundo Pentecostés (Hc 10, 44-48), todo está conducido por el Espíritu Santo, el Espíritu
del Resucitado Jesús. El crecimiento de la Iglesia se hace bajo la fuerza del Espíritu Santo,
como repetidamente pone en evidencia el libro de los Hechos. Propio de Lucas es la
afirmación de que la función del Espíritu Santo no es la santificación de los individuos, sino
la santidad de la Iglesia.

«Mirada bajo esta perspectiva, la pneumatología lucana es, pues, una


pneumatología esencialmente "cristológica" y "eclesiológica": el Espíritu obra en Jesús
para que Jesús se presente al mundo como el Mesías-Salvador, y, una vez resucitado,
derrame sobre los hombres ese mismo Espíritu, de manera que también ellos le
reconozcan esta prerrogativa y obtengan por ello la vida eterna»57.

Juan pone en evidencia que el Espíritu Santo permanece en Jesús desde el bautismo, y
que será Él quien bautizará «con el Espíritu Santo» (Jn 1, 33). Es decir, Jesús, al poseer el
Espíritu, es capaz de transmitirlo a los que crean en Él, pero será después de la resurrección,

56
V. Pasquetto, l. c., p. 29, con las referencias a los textos correspondientes. Cf. p. 28 sobre el significado
del Espíritu en la vida de Jesús.
57
V. Pasquetto, l. c., p. 31. Cita a G. Haya-Prats, L'Sprit, force de l'Église. Sa nature el son activité d'
aprés les Aetes des Apotres, Paris, 1975, pp. 203-214.
porque es el Espíritu del Resucitado. Está simbolizado en el «agua viva» que Jesús promete
a los creyentes en Él: «El que cree en mí... de su seno correrán ríos de agua viva. Esto lo
decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él. Porque aún no había
Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 37-39). Por eso, antes de la
ascensión, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22), con clara
referencia al espíritu de Yahvé sobre el hombre, formado de barro, para que tuviese vida (Gn
2, 7). El hombre regenerado es una «nueva creación».

La función del Espíritu en los creyentes (no sólo en la Iglesia, como en Lucas), es
«morar» en el interior de los discípulos (Jn 14, 17); «enseñar» lo que Jesús había predicado
y no habían entendido, porque es «el Espíritu de la verdad» (Jn 14, 26); Él les guiará a la
«verdad plena» (Jn 16, 13); dará «testimonio» de Jesús para que ellos lo den ante el mundo
(Jn 15, 26); con el Espíritu recibido, podrán perdonar los pecados y así continuar la misión
del Resucitado. Para entrar en el Reino de Dios, será necesario «renacer» en el Espíritu (Jn
3, 5).

Pablo pone en evidencia la unión del Espíritu Santo con Cristo resucitado y glorioso;
por eso, es el «Espíritu del Señor», el «Espíritu de Cristo». Sintetizando la relación de Cristo
con su Espíritu, expone Pablo una doble acción.

«La primera se refiere a la resurrección de su cuerpo y lo pone en evidencia, sobre


todo, en los textos de Rm 8, 11; 1 Cr 6, 14; 2 Cr 13,4; Ef 1, 18-20. La segunda tiene
por objeto su glorificación, o mejor, un cambio radical de estado mediante el cual el
hombre-Jesús abandona la «esfera carnal" o humana y entra en la "esfera divina",
participa de la misma vida del Padre y llega a ser, por ello, Hijo en sentido plenario
(Rm 1, 3-4; 14, 9; Fl 2, 9-11; Ef 1, 18-23)»58.

No es que Cristo antes de la resurrección no fuese Hijo en sentido pleno, y después


cambiase de identidad su filiación, sino que, ya glorificado, su «misión» salvadora se realiza
plenamente mediante la fuerza santificadora de su Espíritu.

«La debilidad de Cristo en cuanto hombre tenía su fundamento en la carne que


Él asumió; su poder soteriológico en cuanto Hijo de Dios resucitado y glorioso tiene
su razón de ser en el Espíritu Santo. Después de la resurrección, Cristo ya no vive en
.la debilidad de la carne, sino en el poder salvador y glorioso del Espíritu.
Resucitándole por medio del Espíritu, por medio de ese mismo Espíritu el Padre dio a
Cristo, su Hijo, vivir glorificado en una condición de potencia mesiánica, es decir,
provisto de un pleno poder para redimir y salvar»59.

58
V. Pasquetto, l. c., p. 34.
59
G. Helewa, Lo Spirito Santo nel mistero del Cristo e del cristiano, Roma, 1973 (edición privada), p. 57.
Citado por V. Pasquetto, l. c., p. 35.
En cuanto a la acción del Espíritu en el cristiano, Pablo abunda en la misión salvífica
y transformadora de los creyentes en creaturas nuevas, consagrándoles al servicio del Señor
mediante el bautismo; les sugiere lo que deben pedir en la oración, distribuye los carismas
en el Cuerpo místico de Cristo, habita en el corazón del hombre como en un templo, y es
garantía de la futura resurrección, etc. Una elaboración bíblica más sistemática de la acción
del Espíritu en la vida del cristiano la ofrecemos en el párrafo siguiente60.

C) Proceso de crecimiento del «hombre espiritual»

Como síntesis de la obra del Espíritu Santo en la vida real del cristiano y la respuesta a
sus «mociones», nada mejor que reseñar algunos de los rasgos que identifican, según la Sda.
Escritura, al «hombre espiritual». No significa que sean sólo éstos; pero, a mi juicio, el retrato
robot bíblico aquí dibujado queda suficientemente pergeñado para descubrir en él al hombre
santo.

1) Nacer del Espíritu

Tomemos el primer momento de ese «hombre espiritual»: su nacimiento. Jesús, en su


diálogo con Nicodemo, se refirió a la necesidad de «nacer del agua y del Espíritu» para entrar
en el Reino de los cielos (Jn 3, 5). Es lo mismo que decir: comenzar el «camino cristiano».

El versículo ha dado ocasión para variadísimas interpretaciones. Algunos lo leen de


modo minimalista, en el sentido de que el Espíritu Santo se nos da en el sacramento del
bautismo, siendo éste causa instrumental y ocasión. Es imposible mantener esta lectura ya
que el texto se refiere a un efecto (el nuevo nacimiento) producido por dos agentes: el «agua»
y el «Espíritu». Otros, para defender esta opinión, admiten como la posible interpolación en
el texto primitivo de las palabras ndatos cai. Por lo tanto, Jesús habría exigido a Nicodemo
nacer solamente «del Espíritu»: ex pneuµatoz. Esa hipótesis no está confirmada por los
manuscritos más fiables que incluyen esas palabras y así han sido utilizadas en la tradición.

Otros, admitiendo dos agentes (agua y Espíritu) que producen un efecto (nuevo
nacimiento), subordinan el agua al Espíritu. Éste sería el agente principal, mientras que
aquélla la causa material. Ha sido la interpretación más común en la historia de la exégesis.
Aunque opino que, en una lectura moderna, cabrían algunas preguntas por hacer: ¿Es
absolutamente necesario el bautismo de agua para entrar en el Reino de los cielos? La
respuesta en una teología ecuménica, es decididamente no. Dios no está sometido al uso de
las mediaciones concretas y de modo absoluto. Quiere decir que el nacer del Espíritu es
absolutamente necesario; pero no lo es nacer del agua.

Existen otras interpretaciones más completas propuestas ya desde antiguo. Por


ejemplo, desde mediados del siglo n, el Pastor de Hermas, Justino, afirman que «nacer del

60
Cf. testas probativos en V. Pasquetto, l. c., pp. 35-36.
agua» significa recibir el bautismo; y «nacer del Espíritu», es ejercitar la fe y las demás
virtudes. En consecuencia, para entrar en el Reino de los cielos (nuevo nacimiento) se
requiere el bautismo y vida según el Espíritu.

Orígenes y San Agustín prácticamente sostienen la misma opinión diciendo que


algunos han nacido sólo del agua, y otros también del Espíritu, refiriéndose a los que se dejan
llevar por él mediante la conversión y las buenas obras. En la edad media, el «agua»
significaba el bautismo; el «Espíritu», la inteligencia del misterio cristiano; es decir, la fe se
nos da por la acción del Espíritu Santo. Propuesta por Escoto Eriúgena, fue aceptada también
por Santo Tomás de Aquino y por el mismo Lutero61.

Según la interpretación de La Poterie, la acción del Espíritu Santo no se puede reducir


al momento de recibir el bautismo de agua, sino que consiste en desarrollar en nosotros la
vida de fe; y en la medida en que nosotros correspondamos a ella, en esa misma medida
nacemos del Espíritu (p. 65). Se subraya no sólo la acción objetiva del sacramento (el ex
opera operato, famoso), sino la participación del bautizado, que, por otra parte, es también
don del Espíritu Santo.

Por último, traigo a colación la original interpretación de San Juan de la Cruz, que
parece superar la misma función mediática del agua para encarnarse en la experiencia
inmediata del Espíritu Santo. Curiosamente traduce el texto latino que cita:

«Nisi quis renatus fuerit ex aqua et Spiritu Sancto, non potest videre regnum
Dei» (Jn 3, 5). Quiere decir: «El que no renaciere en el Espíritu Santo, no podrá ver
este reino de Dios, que es el estado de perfección. Y renacer en el Espíritu Santo es
tener un alma simílima a Dios en pureza, sin tener en sí alguna mezcla de imperfección,
y así se puede hacer pura transformación por participación de unión, aunque no
esencialmente» (Subida II, 5, 5).

¿Dónde queda el «agua» bautismal en esta bellísima interpretación sanjuanista? Creo


que superada y supuesta, como mediación terrena, pensando más en la meta del camino de
la santidad o la transformación en Dios. Él lo concreta en el paso del «hombre viejo» al
«hombre nuevo», que consiste en la experiencia de un modo nuevo de entender y de amar.
Pasar de la muerte a la vida, como dice en el comentario al verso final de la canción 2 de la
Llama de amor viva: «Matando, muerte en vida la has trocado». Y el trueque lo realizan las
tres divinas Personas de la Ssma. Trinidad: el Espíritu Santo (cauterio suave), el Padre (mano
blanda), el Hijo (toque delicado).

61
Cf. I. de la Poterie, «Nacer del agua y del Espíritu», en La vida según el Espíritu, pp. 3541. Todo el
tema, pp. 35-66.
2) Crecer en el Espíritu viviendo la dimensión de su presencia

La fórmula es muy general, pero significa que el cristiano, que recibe el Espíritu en el
bautismo, tiene que aceptar el don conscientemente, escuchar en su interior sus inspiraciones
y cumplir dócilmente sus mandatos.

El N. Testamento ilumina el panorama interior del hombre que recibe el don del
Espíritu Santo en el bautismo de agua «en el nombre de Jesucristo», como una profesión de
fe en Él; y en la imposición de manos, como los cristianos bautizados en Samaría (He 8, 14-
16), Y Pablo que lo recibe de manos de Ananías (He 9, 17). Pero hay también un «bautismo
en el Espíritu Santo», anunciado por Juan el Bautista, que dará el Mesías (Mt 3, 11; Mc 1, 8;
Lc 3, 16) Y que los discípulos recibieron el día de Pentecostés (He 1, 5; 2, 1 ss.).

En virtud de este «bautismo de fuego», según la vigorosa expresión del Bautista (Mt 3,
11), el Espíritu «habita» en el corazón de los cristianos como en el interior del santuario (1
Cr 3, 16; 1 Cr 6, 19). El Espíritu Santo no es un simple maestro interior, sino un nuevo
principio operativo por el cual el cristiano es hijo en el Hijo: «Una prueba de que sois hijos
es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre!»
(Ga 4, 6).

Movido por ese nuevo principio operativo, el cristiano debe «caminar» según las
inspiraciones del Espíritu, y así crecer en la dimensión de su experiencia dinámica. Caminar
es obrar, como condensa Pablo describiendo el proyecto espiritual: «Si vivimos según el
Espíritu, obremos según el Espíritu (Ga 5, 26). Él establece la diferencia entre el «caminar
según la carne» (cata sarca peripatouin) y «caminar según el Espíritu» (cata pneuµa)
(Rm 8, 4). Por eso, «los que son guiados por el Espíritu» (pneuµati qeon agantai), esos
son hijos de Dios (Rm 8, 14). Tarea y compromiso del «hombre espiritual» es también asumir
responsablemente su situación de «hombre liberado», con la libertad de los hijos de Dios,
como pone en evidencia la Carta a los Gálatas. Libertad que consiste en «vivir según el
Espíritu» (Ga 5, 16) para vivir la ley del amor, como veremos a continuación.

Por otra parte, la madurez o crecimiento espiritual obliga al cristiano a escuchar los
gemidos del Espíritu, sus inspiraciones que no sólo tienen los santos, sino cualquier cristiano
en muchos momentos de la vida.

3) Vivir según la «ley del Espíritu»

La ley del Espíritu es la que configura e identifica al cristiano. Es aquí donde se resuelve
toda la ética natural y toda la moral cristiana, la «novedad» del N. Testamento, porque esta
ley no es otra que la ley de Cristo que se hace ley en los corazones de los creyentes. Tema
eminentemente paulino, se resuelve después en la experiencia religiosa de los grandes
espirituales y pasa a los manuales de teología espiritual. Los textos fundamentales son:
Romanos 7-8; Gálatas 3 y 5; t» Corintios 2, 6-16; Filipenses 3, 3-9.
En la teología de Pablo hay una contraposición entre dos áreas semánticas con
profundas implicaciones en la antropología teológica. Por una parte, la sarx (carne), y por
otra el pneuµa (espíritu). En el área de la «carne» se mueve toda la constelación de intereses
centrados en el «hombre» natural, con el egoísmo de su eros, desvinculado del influjo de
Cristo, de su gracia y Espíritu. En consecuencia, el hombre está sometido a la ley, al pecado
y a la muerte. «Porque -condensa Pablo- cuando estábamos en la carne, las pasiones
pecaminosas, excitadas por la ley, obraban en nuestros miembros, a fin de que produjéramos
frutos de muerte» (Rm 7, 5). La carne, por lo tanto, es la realidad antropológica más propia
del hombre como ser existente y como ser creado, pero cerrado en su horizonte de
creaturalidad irredenta. El círculo de su existencia se cierra sobre sí mismo: comienza en él
y acaba en él. Por eso, su destino es la defectibilidad y la muerte. La carne obliga al hombre
a vivir bajo la ley (judíos) y el pecado (gentiles), porque es la sede de los pecados y de la
muerte. Es impresionante el texto de Rm 7, 14-25, donde se pone en evidencia esa secuencia
trágica: carne, pecado, ley y muerte. Esa carne es hostil al Espíritu que triunfa sobre ella
(Rm 8, 4.9-12; Ga 5, 16 ss.).

En tensión existencial contra la carne se sitúa el Espíritu y su ley con la que el cristiano
consigue, con la gracia de Cristo, la liberación de su peso y sus consecuencias. Hay también
aquí una secuencia de orden contrario: fe, gracia (salvación, redención), resurrección. La
«ley de la carne» ha sido superada en la «ley del Espíritu». La dispersión de los pueblos
(judío y gentiles) es superada en la cruz de Cristo, en un solo pueblo universal: la Iglesia (cf.
Ef 2, 11-22). Ya no habrá más que un solo cuerpo, el del Cristo místico (1 Cr 12).

A pesar de las resonancias sexuales de la terminología empleada (carne, cuerpo), y de


las que han abusado escritores devotos y predicadores populares, no se refiere Pablo a los
instintos bajos, como se dice, sino que en la carne engloba

«el conjunto de dones o hechos de los que el hombre podría gloriarse como si fuesen
suyos propios, es decir, como si fuesen "su propia justicia que viene de la ley" (Fl 3,
9). Por el contrario, Pneuma es la fuerza de Dios y, por consiguiente, de Cristo Jesús.
Vivir del Pneuma es lo mismo que "gloriarse en Cristo Jesús". Se trata de gloriarse
paradójicamente de aquel que en la fe de Cristo edifica sólo sobre "la justicia que viene
de Dios" y que nos es dada en Cristo» (es el caso de Pablo referido en Fl 3, 3-9)62.

En el texto de 1a. Corintios 2, 6-16, el Pneuma es lo opuesto a la sofia de este mundo


a la que hay que renunciar para aceptar la sabiduría de Dios. Por eso, el anqropos ficicos;
«no capta las cosas del Espíritu», mientras que el pneuµaticoz; «lo juzga todo» (2, 14-15).
Ésta es la verdadera «sabiduría de los perfectos» (2, 6), la sabiduría de la cruz, aunque a los

62
S. Schweizer, «Pneuµa», en Grande Lessieo del N. Testamento (Kittel), X, p. 1035. Utilísimo todo el
tema, pp. 1023-1061. Ed. alemana, VI, 421-436.
judíos les parezca escándalo y a los griegos necedad, pero para los creyentes es «la fuerza de
Dios» (1 Cr 1, 22-24).

El problema de Gálatas 5, 16-25 y 6, 8, se presenta como la posibilidad para el hombre


de elegir entre «sembrar en la carne» o «sembrar en el Espíritu» (Ga 6, 7), para recoger las
«obras de la carne» o el «fruto del Espíritu» (Ga 5, 19-24). El texto clarifica el drama interior
del hombre dividido entre dos opciones contradictorias: la moción del Espíritu y de la carne,
las dos son «obras» que acontecen en el interior del hombre. No obstante esta moción
dialéctica, Pablo quiere que el cristiano opte por Cristo y su Espíritu. Lo mismo se diga de la
expresión de Romanos 8, 4 ss., donde Pablo habla de «caminar según el Espíritu». «Es para
el hombre consentir a la fuerza de Dios, de la cual él no puede disponer y que debe determinar
su propia vida en lugar de su propia fuerza»63.

«Precisamente aquí -escribe Schweizer- torna a esclarecerse la paradoja de la


"norma" liberadora del pneuma, que no es otra cosa que esto: Dios ha cumplido y
obrado lo que al nómos (ley) era imposible ... También Ga 6, 8 ... viene a decir que la
norma del Espíritu no es algo suyo (propio), sino la posibilidad extraña a él, de la que
le han hecho don» (1. c., pp. 1038-1039).

«En estos textos de San Pablo se superponen y se compenetran recíprocamente -


escribe Juan Pablo II- la dimensión ontológica (la carne y el Espíritu), la ética (el bien
y el mal), y la pneumatológica (la acción del Espíritu Santo en el orden de la gracia)»
(Dominum et vivificantem 55).

El Papa extiende la oposición «interior» a lo social y encuentro en el materialismo,


como doctrina y como praxis, la oposición al Espíritu de Dios (cf. n. 56).

En conclusión, el sentido exacto de la ley del Espíritu, de la que vive el «hombre


espiritual», es que el Espíritu se hace ley en el interior del cristiano. Es una «ley nueva», la
«ley de la gracia» (Rm 6, 14). Santo Tomás de Aquino lo intuyó bien al escribir que «la ley
nueva se identifica, ya con la persona del Espíritu Santo, ya con la actividad en nosotros del
mismo Espíritu» (In Rm 8, 2, Lect. 1. También en Comm. ad Heb. 8, 10).

«La "ley del Espíritu" no se distingue, pues, de la ley mosaica -y a fortiori de


cualquier otra ley no revelada, incluso considerada como expresión de la voluntad
divina- solamente porque propone un ideal más elevado, porque impone mayores
exigencias, o, por el contrario -lo que significaría un verdadero escándalo-porque
ofrecería la salvación a menos precio, como si Cristo hubiese sustituido el yugo
insoportable de la legislación sinaítica por una "moral más fácil"; la ley del Espíritu
difiere radicalmente de las otras leyes por su misma naturaleza. No es un código más

63
E. Schweizer, l. c., 1039 y la misma idea en p. 1046.
de leyes, "dado por el Espíritu Santo", sino una ley "consumada en nosotros por el
Espíritu"; no es una simple norma de acción exterior, sino un principio de acción, un
dinamismo nuevo e interior, lo que ninguna legislación en cuanto tal puede llegar a
ser»64.

En esta «ley del Espíritu» resuenan las antiguas profecías que anunciaban para el futuro
una «Nueva Alianza» que consistiría en la visitación de Dios al corazón humano para ser ley
dentro de él. Esto se cumplió en el N. Testamento haciendo del hombre una «creatura nueva».
Lo extraño es que Pablo, que luchó contra la Ley para exaltar la fe en Cristo, no desdeñe el
término «Ley del Espíritu que da vida en Cristo Jesús» (Rm 8, 2), sino que la propone como
prerrogativa del «hombre espiritual» (1 Cr 2, 15; 9, 11; 14, 1). La razón es obvia: esa ley no
es la Ley mosaica, sino la «ley de Cristo», o mejor, Cristo que se hace ley. Sintéticamente lo
ha expresado Lyonnet:

«Si San Pablo ha usado el término "ley" para designar este dinamismo espiritual,
en vez de recurrir como otras veces al de "gracia" (Rm 6, 14), se debe verosímilmente
a la referencia que hace a la profecía de Jeremías ... que anunciaba la nueva alianza, el
"Nuevo Testamento". El profeta usa también el término "ley": "Ésta será la alianza que
yo haré con la casa de Israel en aquellos días, palabra de Yahvé: yo pondré mi ley en
ellos y la escribiré en su corazón" (Jr 31, 33). Tanto más cuanto Ezequiel, algunos años
más tarde, había tomado los términos de Jeremías sustituyendo la palabra "ley" por la
de "Espíritu": "Yo pondré en vosotros mi Espíritu" (Ez 36, 27); el Espíritu que será
capaz de infundir la vida en los "huesos ya secos" (Ez 37, 4). Siempre que el Doctor
Angélico evoca este "Nuevo Testamento", brotarán de su pluma las mismas
expresiones: "Es propio de Dios operar en el interior del alma, y de este modo fue dado
el Nuevo Testamento, porque consiste en la infusión del Espíritu Santo; el Espíritu
Santo mismo es el Nuevo Testamento que obra en nosotros el amor, plenitud de la ley"
(In Heb. 8, 10). Para la Iglesia y su liturgia, la promulgación de la nueva ley no data
del sermón de la montaña, sino del día de Pentecostés, cuando "el dedo de la mano
derecha del Padre", digitus paternae dexterae, inscribió su ley en el corazón de los
hombres. Al código de la ley antigua, dada en el Sinaí, responde no un código nuevo,
sino el don del Espíritu. Ese don que, según la bella expresión de Seripando, ha recibido
el cristiano como ley»65.

Importante es esta constatación porque es frecuente presentar el sermón del Monte (las
bienaventuranzas) como la ley del N. Testamento. La «novedad» e identidad de la
espiritualidad cristiana va mucho más allá. Puede que el moralista insista en las
Bienaventuranzas como la ley de Cristo, la ley cristiana por antonomasia. Sin embargo, los
«espirituales» y los místico proponen la experiencia del Espíritu inhabitando en el corazón
como la ley liberadora de las demás leyes. Eso parece afirmar San Juan de la Cruz cuando,

64
Stanislas Lyonnet, "Libertad cristiana y ley del Espíritu según San Pablo», en La vida según el Espíritu,
pp. 188-189. Interesan las pp. 187-202.
65
lb., l. c., pp. 189-190.
en la cima del Monte de la perfección, ha escrito: «Ya por aquí no hay camino porque para
el justo no hay ley; él para sí se es ley» (cf. referencias en Tm 1, 9 y Rm 2, 14).

4) Fructificar en el Espíritu

Es la meta del camino del «hombre espiritual». Sin esta coronación, vana sería la:
pneumatización del hombre. El programa concreto puede ser el que propone Pablo en
Gálatas 5, 22: «El fruto es amor ... ». De ese tronco se derivan los demás «frutos»: «alegría,
paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza». Es lo mismo que
vivir según el Espíritu (Ga 5, 25). Con ese fruto primordial del Espíritu se superan las «obras»
de la carne: «fornicación, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias,
embriagueces, orgías y cosas semejantes» (Ga 5, 19-21).

Si el amor a Dios y al prójimo es el primer mandamiento de la ley (Lev 6, 5; Mt 22,


34-40; Ga 5, 14; Rm 13, 8-10); y decimos que es el fruto único del Espíritu y las demás
virtudes son aspectos del mismo, la «vida en el Espíritu» será el alma de la vida espiritual.
En este contexto se inserta el programa de la espiritualidad de eros-agapé, contrario al eras-
egoísmo (cf. 1 Cr 13; Mt 25, 3146). Sobre el verdadero amor somos juzgados por Dios en
cada acto que realizamos, como dice San Juan de la Cruz: «A la tarde, te examinarán en el
amor» (Dichos de luz y amor 64). Es ese mismo amor que suscita el Espíritu el que «está
presente en la evolución del mundo», como dice el Vaticano II (GS 26), no solamente «no
es ajeno» al mundo, como traducen algunos, sin duda pensando en la vieja contradicción
entre el mundo y el Espíritu. Este amor oblativo se expresa mejor en la comunidad del Cuerpo
místico: la Iglesia (cf. 1 Cr 12). Y es este mismo amor procedente del Espíritu el que obliga
al «hombre espiritual» a impregnar de espíritu cristiano todo lo que hace: la acción, la
oración, la contemplación.

Al final de este apartado, recojo un testimonio de uno de nuestros mejores clásicos,


fray Luis de Granada, quien presenta la acción del Espíritu Santo como alma de la vida
espiritual:

«Porque está claro que así como entrando el ánima en el cuerpo, ella sola basta
para animar todos los miembros y ejercitar en ellos todos los oficios de la vida, aunque
sean tantos y tan varios, así después que la gracia del Espíritu Santo, que es una forma
sobrenatural y divina, entra en el ánima, ella basta para hacer que ejercites todos los
oficios de la vida espiritual; porque ella alumbra el entendimiento y la enseña todo lo
que debe hacer, y mueve la voluntad con todas las fuerzas inferiores para lo que han de
obrar»66.

66
Libro de la oración y meditación, segunda parte, cap. V, XIX, en Obras completas I, Madrid, Fundación
Universitaria Española. 1994, p. 457.
5) El «hombre espiritual» es el «hombre nuevo»

Ha sido también Pablo el que ha acuñado los términos de «hombre viejo - hombre
nuevo», que consiste en desvestirse del proyecto de autosalvación para aceptar a Cristo como
único salvador (cf. Col 3, 9; Ef 4, 22-24). El hombre, que fue creado «a imagen y semejanza
de Dios» (Gn 1, 26), perdió su identidad buscando el origen del bien y del mal (Gn 2, 17 ss.)
y se convirtió en un «hombre viejo», esclavo de sus propias apetencias (Rm 5, 12 ss.). Sólo
en Cristo se reconvierte en «hombre nuevo», «recreado» (Ef 2, 15 ss.). Es, en Cristo, una
«nueva creación» (2 Cr 5, 17), porque en Cristo está la «plenitud» del universo (Col 1, 19).
«Despojaos del hombre viejo con sus obras y revestíos del hombre nuevo» (Col 3, 9).
«Revestíos más bien -escribe también Pablo- del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la
carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rm 13, 14). «Todos los bautizados en Cristo os
habéis revestido de Cristo» (Ga 3, 27). El proyecto pneumatológico, para Pablo, termina
siendo un proyecto cristocéntrico: «mi vivir es Cristo» (Fl 1, 21; Ga 3, 27).

Profundo y teologal es el mensaje de San Juan de la Cruz, quien ha dibujado el tránsito


del hombre viejo al hombre transfigurado por un nuevo modo de obrar inducido por Dios en
las potencias del alma, entendimiento, memoria y voluntad, que son purificadas por la fe, la
esperanza y el amor. Nace en el hombre un nuevo ser y un «nuevo obrar».

«Desnúdales las potencias y afecciones y sentidos, así espirituales como


sensitivos, así exteriores como interiores, dejando a oscuras el entendimiento, y la
voluntad a secas, y vacía la memoria, y las afecciones del alma ... para que esta
privación sea uno de los principios que se requiere en el espíritu, que es la unión de
amor» (Noche oscura II, 3, 3).

Será como un «nuevo entender de Dios en Dios, dejando el viejo entender del hombre»;
y «un nuevo amar a Dios en Dios» (Subida del Monte Carmelo I, 5,7).

Como colofón de este proyecto cristiano bajo la luz del Espíritu Santo, vale la pena
recuperar una vieja página del siglo IV, una de las Homilias del Pseudo-Macario, donde habla
de los que renacen por el Espíritu Santo, que son guiados de diversas maneras, y los efectos
que causan en ellos:

«A veces, lloran y se lamentan por el género humano y ruegan por él con lágrimas
y llanto ... Otras veces, el Espíritu Santo los inflama con una alegría y un amor tan
grandes que, si pudieran, abrazarían en su corazón a todos los hombres, sin distinción
de buenos y malos. Otras veces, experimentan un sentimiento de humildad que los hace
rebajarse por debajo de todos los demás hombres ... ».

«Otras veces, el Espíritu les comunica un gozo inefable ... Otras veces, el Espíritu
les otorga una inteligencia, una sabiduría y un conocimiento inefables, superiores a
todo lo que pueda hablarse o expresarse ... De este modo, el alma es conducida por la
gracia a través de varios y diversos estados, según la voluntad de Dios que así la
favorece ... Las dichas operaciones del Espíritu pertenecen a! sumo grado de los que
están próximos a la perfección ... Cuando el alma ha llegado a la perfección del
Espíritu, limpia de todos los afectos, y unida y transformada, con una arcana unión, al
Espíritu Paráclito y dirigida por él, es digna de convertirse en Espíritu. Entonces se
hace toda luz, toda ojo, toda alegría, toda gozo, toda exultación, toda amor, toda
misericordia, toda bondad y clemencia» (Homilías 18, PO 34, pp. 639 y 642).

Si al final del proceso de pneumatización del cristiano nos preguntamos quién es un


hombre espiritual, podemos contestar con las palabras de T. Goffi:

«Hombre espiritual es aquel que percibe la fuerza del espíritu como un


componente nuevo de sí mismo; el que vive el devenir pascual de Cristo como una
experiencia interior propia; el que vive el don de la caridad como una maduración
íntima ... El Espíritu, al comunicar la gracia caritativa a los creyentes, va formando ya
desde ahora la nueva existencia de los hombres en el Cristo integra!, que está
constituido en la tierra por la comunidad eclesial (LO 8)”67.

D) Elaboraciones teológicas

Son muchas las elaboraciones teológicas que se han hecho en relación con la
espiritualidad como «vida en el Espíritu». Aludo a algunas de ellas.

1) Los dones del Espíritu Santo

Fue en épocas pasadas uno de los temas más fecundos en los manuales de teología.
Desde finales del siglo pasado y casi hasta el Concilio Vaticano II, el tema de los dones se
unió al debate del «problema místico». Hoy, todo aquello interesa menos.

Fueron Santo Tomás y los tomistas, especialmente Juan de Santo Tomás, quienes,
apoyándose en la Escritura y la Tradición, distinguieron los dones de las virtudes infusas.
Partían de la idea de que el hombre, por sí mismo, ejercita las virtudes «al modo humano»,
es decir, imperfecto. Para corregir ese supuesto déficit, introdujeron la doctrina de la
necesidad de los dones del Espíritu Santo, especialmente en los últimos estadios de la vida
espiritual. Los dones eran, pues, hábitos operativo s permanentes que hacían obrar «al modo
divino» o sobrehumano. El ejercicio heroico de las virtudes no sólo sería efecto del «don»

67
«Hombre espiritual», en Nuevo diccionario de espiritualidad, Madrid, Paulinas, 1983, pp. 640-641.
Seguir leyendo el texto sobre la pneumatización del hombre desde la asunción de la carne humana por el
Verbo en su muerte y resurrección. «La vida nueva según el Espíritu divino se edificó sobre las ruinas de su
carne destruida» (p. 642). Bellas palabras también de Santa Teresa de Jesús sobre el «hombre espiritual»
desde el Cristo crucificado: Moradas VII, 4, 9-17.
del Espíritu Santo, sino de sus «dones». Realmente el montaje es fantástico, pero el
fundamento escriturístico y de la tradición es endeble68.

El fundamento escriturístico utilizado por los teólogos clásicos está sólo alumbrados
en un texto de Isaías 11, 1-3, donde se habla de los «dones» del futuro Mesías: «Saldrá un
vástago del tronco de Jesé y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el Espíritu del
Señor: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia
y de temor del Señor. y le inspirará en el temor del Señor». En el texto original se habla sólo
de seis, aunque repite el del «temor». Sin embargo, en las traducciones de los LXX y la
Vulgata se introduce el de piedad. La Tradición aceptó el número septenario como
equivalente a la plenitud. Esa creencia pasó a la vida de la Iglesia en la celebración de la
liturgia como expresión de la fe de un pueblo (lex orandi, lex credendi). Aparecen los siete
dones en el himno «Veni, creator, Spiritus»: «Tu septiformis munere / digitus Paternae
dexterae». Lo mismo que en la secuencia del día de Pentecostés: «Da tuis fidelibus in Te
confidentibus sacrum septenarium».

Mucho más problemática es la funcionalidad de los dones en el clásico «organismo


sobrenatural» del que hablaban los teólogos de la vida espiritual, o lo que es lo mismo, la
«naturaleza» de los dones, con su operación necesaria o no para el ejercicio de las virtudes
infusas y de la mística.

De hecho, hoy se han apagado muchas de las antiguas voces y se prefiere hablar del
«don» del Espíritu Santo, cuyo influjo es necesario para el pleno desarrollo de la vida
espiritual, más que en los clásicos «siete dones» como hábitos operativos. En realidad, los
dones radican en la caridad y sin ella no existen, como explica Santo Tomás (Summa I-II, q.
68, a. 5). Esto es fundamental y aceptado por todos los teólogos y espirituales. La diferencia
entre los hábitos donales y los hábitos de las virtudes infusas sigue siendo discutible.

El Concilio Vaticano II habla del «don» del Espíritu Santo (LG 39, 1; 59, 1; PO 7, 1;
GS 15, 1); o de los «dones» (LG 7, 3; 12, 2; UR 3, 2; GS 38, 1); nunca de «siete» y mucho
menos acepta la teoría de los teólogos escolásticos. Eso mismo hace Juan Pablo II en la
encíclica Dominum et vivificantem:

«La plenitud del Espíritu de Dios está acompañada de múltiples dones, los de la
salvación, destinados de modo particular a los pobres y a los que sufren, a todos los
que abren el corazón a estos dones, a veces mediante la dolorosa experiencia de esta

68
Se sigue en su totalidad la doctrina y los debates en A. Royo Marín, Teología de la perfección cristiana,
Madrid, BAC, 1988, pp. 144-179. Historia de la controversia del «problema místico», en Ciro García,
Corrientes nuevas de Teología espiritual, Madrid, Studium, 1971, cap. 1, pp. 13-57. Síntesis en D. de Pablo
Maroto, «La teología en España desde 1850 a 1936», en AA.VV., Historia de la teología española II, Madrid,
FUE, 1987, pp. 621-624.
existencia, pero ante todo con aquella disponibilidad interior que viene de la fe» (n.
16).

2) Las «mociones» del Espíritu Santo y el discernimiento de los espíritus

El tema pertenece de lleno a un tratado de teología espiritual. El problema puede tener


una angulación psicológica, porque el hombre puede «experimentar» a veces sentimientos
contrastantes de paz o inquietud, de consolación o desolación, de gozo o dolor, de luz o de
tinieblas. También pueden aparecer epifenómenos paranormales o parapsicológicos, como
éxtasis, visiones, locuciones, aparentes posesiones diabólicas, etc. Ahora bien, las ciencias
humanas pueden analizar esas experiencias y dar un juicio de valor. Pero también es un
problema teológico, en cuanto esos fenómenos humanos pueden tener una connotación
divina y sobrenatural. De la gracia no tenemos constancia empírica, pero sí de los
epifenómenos de la vida cristiana en su grado más elevado, la mística. De aquí que en toda
la tradición espiritual haya existido el «padre espiritual» (en el monacato) con la misión
eclesial de «discernir» el origen, la naturaleza de esos fenómenos, ante el supuesto de que
algunos de ellos pueden estar causados por el Espíritu Santo.

El discernimiento se hizo ciencia en los teólogos medievales y modernos tratando


sistemáticamente el tema en obras especiales que se han hecho clásicas. Por ejemplo, las de
Gersón (†1429), Dionisio Cartujano († 1471), Juan Horozco y Cobarrubias (siglo XVI). En
el siglo XVII se publicaron más especializadas como las del cardenal Bona, Leandro de
Granada, Jerónimo Planes; y en el XVIII, las de Scaramelli, Enrique Amort, Antonio Arbiol.
Mientras todo esto sucedía en Europa, un carmelita descalzo sevillano escribía en 1636 en
México un voluminoso tratado sobre la. materia, la Guía interior69.

El «discernimiento» se impone no sólo por la dificultad objetiva de los fenómenos


místicos o paranormales, sino por la posible manipulación de los mismos por los
protagonistas o personas interesadas. Nace así lo que se ha llamado, en un lenguaje poco
científico y académico pero muy expresivo, la «picaresca mística» o la «mística bribónica,
en la que se mezclan fenómenos aparentemente sobrenaturales enmascarados con intereses
materiales (conseguir dinero, fama, sexo, etc.). También es un tema escabroso, pero muy
tratado por los autores críticos desde muchos puntos de vista70.

69
Con ese título y el subtítulo: Verdadera y falsa mística. Criterios de discernimiento, Madrid-Salamanca,
Fundación Universitaria Española-Universidad Pontifica, 1987, publiqué la primera parte de esta obra que se
encuentra manuscrita en la Biblioteca Nacional de Madrid. Sobre el tema general, cf. A. Capelletti,
«Discernimento degli spiriti», en Dizionario Enciclopedica di Spiritualitá, Roma, Cittá Nuova, 1990, pp. 806-
810. A. Vergotte, «Visions et apparitions. Approche psycholoqique»: Rev. Théol. Louv. 22 (1991) 202-225.
70
Cf. mi estudio, «Picaresca mística en los siglos XVI y XVII. Aportaciones del P. Juan de Jesús María»,
en AA.VV., Homenaje a Pedro Sáinz Rodríguez IV, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1986, pp.
185-213. Recoge fragmentos de obras clásicas sobre el tema (D. Juan de Sal, Florencio Afán de Ribera y
otros), Miguel Mir (anónimo), Madrid, Imprenta de los Sucesores de Cuesta, 1897.
Maestro indiscutible de todos los tiempos es San Ignacio de Loyola. Los Ejercicios
Espirituales están pensados para que el hombre busque la voluntad de Dios, con ayuda de un
director de los mismos, y responda con una debida «elección de estado» o una opción
fundamental. Para que la persona se encuentre libre en esa decisión, los «ejercicios»
meditativos y contemplativos sobre las verdades de la fe y la vida, pasión, muerte y
resurrección de Cristo, tienen que irse conjugando con el análisis de interioridades. Para
discernir los distintos «espíritus» de los que el ejercitante se puede sentir afectado, Ignacio
da unas Reglas de alto valor pedagógico, llenas de espíritu de sabiduría de un maestro y que
han sido normativas en la vida espiritual: «Reglas para en alguna manera sentir y cognoscer
las varias mociones que en el ánima se causan», correspondientes a la primera semana de los
Ejercicios; «Reglas para el mismo efecto», de la segunda semana; «Reglas para sentir y
entender escrúpulos y suasiones de nuestro enemigo» (nn. 345-351); «Reglas para el
discernimiento de los espíritus» (nn. 313-336): placer del pecado-remordimiento (n. 314), en
la purgación de los pecados: inquietud-quietud (n. 315), consolación-desolación (nn.
316324); Y para sentir con la Iglesia (nn. 352-370).

Si Ignacio de Loyola es maestro del discernimiento de las distintas mociones, es porque


él mismo se sometió a una propia introspección, escrutando los sentimientos que provocaban
en él los distintos sucesos de su vida71.

Por lo que se refiere a la fenomenología mística, hay dos grandes maestros: San Juan
de la Cruz y Santa Teresa de Jesús. El primero propone como tejido fundamental de la vida
espiritual la vida teologal que es el criterio supremo para juzgar todos los acontecimientos
extraordinarios de la vida mística (cf. Subida del Monte Carmelo II-III, passim). Como
principio general, exige un inicial rechazo de todos los fenómenos extraordinarios, aunque
puedan ser sobrenaturales. Aconseja ser discernidos por un maestro espiritual, vivir en fe, y,
finalmente, propone a Cristo como la palabra definitiva revelada y reveladora. Después de
Él, Dios se quedó mudo (Subida II, 22).

Santa Teresa es más benigna a la hora de aceptar esos fenómenos extraordinarios, sin
duda porque tiene experiencia de que la han ayudado a la unión con Dios. En esto se opone
a algunos confesores y el mismo San Juan de la Cruz, que, como hemos visto, era más severo.
La maestra abulense no quiere que se pidan esas supuestas gracias, pero tampoco quiere
rechazarlas por principio, sino discernirlas con ayuda de los confesores. No son malas en sí
mismas, ni tampoco consiste en ellas las santidad. Las distingue bien de la «melancolía», o
sea, de la neurastenia72.

71
Cf. Autobiografía, nn. 8-9,20,22,25-26,54-55,99-101. En Obras completas de San Ignacio de Loyola,
Madrid, BAC, 1952, pp, 34 ss.
72
Literatura de apoyo: Mauricio Martín del Blanco, Santa Teresa de Jesús, Bilbao, Mensajero, 1975, pp.
351-364. Resume sus dos trabajos: «Locuciones y visiones teresianas»: El Monte Carmelo 78 (1970) 324-
341; 79 (1971) 243-264.
Hoy habría que ensanchar el campo del «discernimiento» no sólo a las interioridades
del hombre espiritual, sino a su integración en el quehacer de la historia, entendida en un
sentido muy globalizador. Además, el espiritual en solitario o en espíritu solidario, tiene que
ser crítico para discernir «los signos de los tiempos», de los cuales habló el Concilio Vaticano
II (GS 4, 1; 11, 1).

3) La dirección o el acompañamiento espiritual

Vinculado a la «vida en el Espíritu» está lo que ahora llamamos «acompañamiento


espiritual» por estar controvertido el clásico de «dirección espiritual». Hoy se prefiere la
terapia «no directiva» y se entiende el «acompañamiento» como una relación con un maestro
que introduzca en la experiencia espiritual.

El «padre espiritual» tuvo suma importancia en la vida de los «padres del desierto»,
generalmente el superior del monasterio. Era el «maestro» espiritual de la comunidad, no
siempre sacerdote, que introducía en la praxis monástica a los jóvenes; un mistagogo que
conocía por experiencia los caminos del Espíritu e inducía a los novicios a recorrerlo. Con la
Regla de San Benito (529), ya el abad no es necesariamente el maestro de espíritu. El
«director espiritual» se impuso casi como una mediación necesaria para ayudar a los
«dirigidos» a encontrar la voluntad de Dios sobre ellos, asumiendo en ocasiones las
atribuciones de un superior en sentido estricto. Se juzgaba más necesario en el caso de que
la persona dirigida tuviese fenómenos extraordinarios, y para ello se requería no sólo que
fuese un «hombre espiritual», sino también un «letrado», como dice con frecuencia Santa
Teresa. Ella, en caso de conflicto, aceptaba mejor el consejo del intelectual que del espiritual.

La dirección espiritual se enmarca en varios contextos:

a) El antropológico, en el sentido de que el hombre se considera incapaz de discernirse


a sí mismo, especialmente en ocasiones decisivas o de sostenerse en el proyecto iniciado. El
hombre se realiza en relación con el otro, con la ayuda del otro, pero al mismo tiempo, es
libre, responsable último de su propio destino.

b) El teológico, porque el hombre espiritual, en su proceso de búsqueda de la voluntad


de Dios y el discernimiento de sus caminos, necesita la ayuda de otro compañero de camino
en la misma fe. Esta mediación se enmarca a veces dentro de otras estructuras más amplias,
como es la mediación de la Iglesia en cuyo nombre obra (sentido jurídico de la dirección
espiritual: por ejemplo, el maestro de espíritus en el período de formación en los seminarios
o noviciados). De ahí la dimensión eclesial que suele tener la dirección espiritual. Dentro de
este carácter teológico, habría que considerar el ámbito de fe en que se desarrolla la relación
entre director y dirigido: la dirección espiritual es una acción del Espíritu Santo.
c) El científico, porque las ciencias humanas, especialmente la psicología, la
psicoterapia, el psicoanálisis, no sólo presentan campos de acción comunes, sino que pueden
ayudarse mutuamente y pueden ayudar al director a un mejor discernimiento. Pero se debe
advertir que estas técnicas son, para el director espiritual, no fin sino medio, y no deben
desvestir del carácter religioso a la dirección espiritual.

Dentro del contexto teológico y espiritual, no puedo menos de referirme a la dimensión


pneumatológica de la dirección espiritual como es presentada por San Juan de la Cruz. Se
lamenta el místico del daño que pueden hacer a las almas siendo malos directores espirituales,
porque pueden destruir la acción del Espíritu Santo:

«De esta manera muchos maestros espirituales hacen mucho daño a muchas
almas, porque no entendiendo ellos las vías y propiedades del Espíritu, de ordinario
hacen perder a las almas la unción de estos delicados ungüentos con que el Espíritu
Santo les va ungiendo y disponiendo para sí, instruyéndolas por otros modos rateros
que ellos han usado o leído por ahí, que no sirven más que para principiantes» ...
«Adviertan estos tales que guían las almas y consideren que el principal agente y guía
y movedor de las almas en este negocio no son ellos, sino el Espíritu Santo, que nunca
pierde cuidado de ellas y que ellos sólo son instrumentos para enderezarlas en la
perfección por la fe y la ley de Dios, según el espíritu que Dios va dando a cada uno»
(Llama 3, 31 y 46).

Es sabido que uno de los debates más fuertes sostenidos en sus Obras es contra los
malos directores espirituales, sobre todo cuando se empeñan en aconsejar a sus dirigidos la
«meditación» (ejercicio de principiantes) impidiendo que pasen a la «contemplación»
(famosa digresión de Llama 3, 27-67). O porque alimentan en las almas deseos de fenómenos
extraordinarios (Subida II, passim); o porque truncan la vocación religiosa en algunos que se
creen llamados (Llama 3, 62). En estos contextos se encuentran las palabras más duras y
decepcionadas73.

4) Los fenómenos místicos

Corolario de la espiritualidad pneumatológica puede ser el tratado de los así llamados


«fenómenos místicos». Hoy se sigue hablando de mística y su fenomenología en los libros
de teología, pero se ha convertido en un tema interdisciplinar. Lo que antes, en épocas de fe
sociológica muy acentuada en las capas populares, suscitaba entusiasmo y devoción, y
cautela en los teólogos, hoyes visto con curiosidad científica o estudiado por los psicólogos
o parapsicólogos.

73
Aunque en otro contexto, apuntes útiles sobre el tema, en G. Gozzelino, Al cospetto di Dio, Leumann
(Torino), Elle Di Ci, 1989, pp. 168-198. José Casero, «El director espiritual al servicio del Espíritu Santo»:
Teología Espiritual 35 (1991) 9-58 y 231-252.
¿Tienen algo que ver con una espiritualidad pneumatocéntrica de la que tratamos, o
son, más bien, fenómenos anormales o paranormales? Resulta claro para el teólogo espiritual
que el Espíritu Santo puede ser causa de lo que llamamos «vida mística» que comporta a
veces esos fenómenos. Lo ontológico y lo fenoménico son dos formas de manifestarse las
«mirabilia Dei» en el hombre y en la historia. Y también es evidente que todo ello sigue
suscitando interés entre morboso y mistérico por el sensacionalismo, la novedad, lo original,
los posibles intereses en juego, la búsqueda del sentido de la vida que no dan ya las grandes
religiones y lo ofertan las subreligiones (magias, sectas de todo tipo). El mismo auge de la
religiosidad popular es causa y efecto de esa misteriosa fenomenología que adscribimos al
Espíritu Santo, como las apariciones de la Virgen, de Cristo, milagros de los santos, etc. La
historia de esas «apariciones», supuestamente milagrosas, cuyo esquema básico se repite en
su esencia, documenta que en su origen hay razones «populares» bien conocidas y que tienen
poco que ver con la función eclesial del Espíritu Santo.

El problema más grave es el del discernimiento del fenómeno subjetivo y su valencia


en el orden objetivo u ontológico de la gracia. Puestos a buscar etiologías de los así llamados
«fenómenos místicos», aparecen al menos dos: Dios y el hombre; algunos dirán que también
el demonio, tesis frecuente en la tradición espiritual. Que Dios los puede causar, no hay duda;
y que el hombre los puede recibir, tampoco. Pero sabemos que en el sujeto como receptor
puede darse una gama de condicionantes que oscurecen la objetividad del fenómeno. Por
ejemplo, las causas patológicas: histeria, neurosis, alucinación, epilepsia; o las razones
interesadas: la contrafacción de los hechos por una variada picaresca a la que ya aludimos.

Todo esto indica que el discernimiento tiene que ser hecho desde un tratamiento
interdisciplinar: la religión (teología y sobre todo la teología espiritual), la historia de las
religiones, la psicología y parapsicología, la psiquiatría, la sociología religiosa, la historia,
etc.

En algunos manuales de espiritualidad se recuerdan algunos fenómenos, estructurado


s desde las experiencias de los místicos y que no hago más que recordar:

- Algunos son de orden cognoscitivo: visiones corporales, imaginarias,


intelectuales, noticias, locuciones, revelaciones, clarividencias espirituales,
hierognosis, etc.
- Otros afectan al cuerpo directamente, es decir, tienen resonancias físicas:
éxtasis, levitaciones, sentimientos de presencia, estigmas, bilocación, vigilias o
ayunos prolongados, oftalmorragia, etc.
- Otros afectan más a la afectividad: cambio repentino del corazón (conversión),
toques sustanciales, transverberación, matrimonio espiritual. Estos últimos
tienen poca resonancia corporal, no obstante la figuración descriptiva de los
autores místicos74.

Las discusiones siguen abiertas, aunque hoy se da menos importancia a los


«fenómenos» y más a la dimensión mística de la vida cristiana como tensionada por la acción
del Espíritu Santo. Las ciencias humanas tampoco se ponen de acuerdo o las soluciones no
convencen. A veces esas ciencias han demostrado que en seres que se pueden definir como
«anormales» se ha manifestado verdaderamente la acción del Espíritu Santo. Nadie llega a
místico por el camino de la neurosis, pero algunos místicos pudieron padecer ciertas taras
psíquicas. Atribuir todos los fenómenos místicos a histeria, como lo hicieron los racionalistas
del siglo pasado, no deja de ser una simplicidad, además de una ignorancia.

Una contestación válida se la dio oportunamente Gregorio Marañón defendiendo la


experiencia religiosa de Santa Teresa contra los ataques de ciertos racionalistas:

«Hubo en ello uno de los más graves errores del siglo XIX, que nosotros debemos
conocer por otros motivos. Gentes que se presentaban como los representantes de la
ciencia ha pretendido también que la vida de Santa Teresa pertenecía a la patología. La
pedantería raramente ha tomado una forma más grotesca»75.

5) Mística pneumatocéntrica

De todo lo dicho se desprende la importancia que tiene el Espíritu Santo en la obra de


santificación del cristiano. Ese hecho estaría exigiendo una mística pneumatocéntrica. Pero
la historia documenta todo lo contrario: que ha sido más bien infrecuente. Existen tipologías
místicas muy variadas: teocéntrica, trinitaria, cristocéntrica, esponsal, de las esencias,
eucarística, eclesiológica, de la pasión, mariológica, etc. ¿Y la mística pneumatocéntrica?
Esto es lo que responde un buen conocedor de la historia de la espiritualidad.

«No obstante nuestras amplias investigaciones, no hemos conseguido


identificarla en ninguno de los grandes maestros de la mística clásica, como distintivo
específico claro. No existen figuras de primer orden cuya experiencia de lo divino esté

74
Abundan las descripciones y juicio de cada uno de ellos: R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la
vida interior, S." parte: «Las gracias extraordinarias», pp. 1163-1225, ed. de Bs. Aires, 1944. A. Royo Marín,
Teología de la perfección cristiana, 4." parte, ed. de 1988, pp. 879-957. Isaías Rodríguez, varios artículos en
E. Ancilli (Dir.), DES, Roma, Cittá Nuova, 1990. Cf. «Indice», y especialmente «Fenomeni straordinari» y
«comunicazioni mistiche». Más ampliamente tratados en el Dictionnaire de Spir. en sus lugares oportunos.
75
«Introduccióna las Fundaciones, trad. de Marcelle Auclaire, Paris, DDB, 1952, p. 5. Literatura
moderna: C. Becattini, «Esperienza mistica e fenomeni mistici: linee di interpretazione psicologica», en E.
Ancilli (DiL), La mística II, 1984, pp. 387-447. Bruno Calieri, «Esperienza mistica e psichiatria: elementi per
una riflessione», ib., pp. 449-471.
centrada de modo directo y dominante en el Espíritu Santo, como persona distinta de
la Trinidad»76.

La afirmación no es absoluta porque el mismo autor reseña algunos «casos» con cierta
preponderancia pneumatocéntrica: San Francisco de Sales y Santa Juana F. de Chantal. Elena
Guerra, mística italiana muerta en 1914, beatificada por Juan XXIII, quizá sea el caso más
esplendoroso de una mística pneumatocéntrica, y parece ser que León XIII publicó algunos
documentos, especialmente la encíclica Divinum illud munus, por iniciativa de la beata Elena.
Para ella la Iglesia era como un «cenáculo», y allí inició la celebración de la Eucaristía,
recibió el Espíritu Santo. Allí debe volver para encontrar su identidad. También habría que
recordar a Adriana von Speyr († 1967), íntimamente vinculada a la vida y a la obra de H. U.
von Balthasar. Y algún ejemplo más77.

No obstante estas afirmaciones, no es difícil documentar que la vida de los grandes


místicos, como eminentes hombres o mujeres de Iglesia, está bajo la acción del Espíritu
Santo. Los casos citados de San Ignacio de Loyola y San Juan de la Cruz son ejemplos
eminentes. Un caso más llamativo es el de Santa Teresa, «convertida» inicialmente «ante un
Cristo muy llagado» (Vida, cap. 9), pero de modo definitivo (a los 41 años) mientras recitaba
el himno pentecostal Veni, Creator Spiritus (cf. ib., 24, 6-10).

6) Visión panorámica de la vida espiritual

Sintetizando las tres configuraciones de la vida espiritual, de las que hemos tratado en
este capítulo: «Unión con Dios», «Forma Christi» y «Vida en el Espíritu», cabe concluir que
son reductibles una a otra; es decir, no son alternativa una de la otra. Existe una fórmula feliz,
propuesta por San Pablo: «Por Él (Cristo) unos y otros tenemos acceso al Padre en un mismo
Espíritu» (Ef 2, 18). La desarrollaron los Padres de la Iglesia, especialmente los griegos,
condensando en ella toda la oikonomía salvífica. Primero es proyecto divino, del Padre; lo
realiza mediante el Hijo y el Espíritu del Hijo. Por eso, el cristiano hace un acto de fe
totalizadora: «Creo en Dios Padre ... Creo en Jesucristo, su Hijo, que por nosotros los
hombres y por nuestra salvación bajó del cielo ... Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de
vida ... Y en la Iglesia».

Esa aparente irreductible relación del cristiano con cada una de las tres divinas
Personas, desaparece en la vida real porque en ella se unifican. Quiere decir que no hay un
«seguimiento» de Cristo sin la experiencia del Resucitado en comunión con el Padre y el
Espíritu Santo. Y que la unión con el Padre es pura fantasía si no se realiza en Cristo mediante

76
E. Pacho, «La mistica pneumatica nella tradizione spirituale», en Lo Spirito Santo nella vita spirituale,
p. 220.
77
Cf. E. Pacho, l. c., pp. 221-225.
su Espíritu. Y así mismo, las experiencias carismáticas del Espíritu no son válidas si no
terminan en la experiencia de la paternidad de Dios y de la filiación del Hijo.

La praxis y las preferencias concretas dependen de dos coordenadas: la del misterio de


Dios (libertad, liberalidad, condescendencia y pedagogía [sincatábasis divina]), y el misterio
del hombre (unicidad e irrepetibilidad del modelo por su constitución, origen y formación).
De hecho, hay muchos caminos y muchas «moradas».

No hay que olvidar que el misterio de Dios Uno y Trino se vive en el misterio de la
Iglesia, sacramento primordial y mediadora de los sacramentos. En cuanto a la praxis
espiritual personal y la pastoral de la espiritualidad, esos núcleos esenciales tienen que ser la
experiencia fundante, la devoción primordial y el criterio supremo para juzgar las demás
«devociones». Función del pastor es vivir para animar. El «acompañamiento» y
«discernimiento espiritual» tienen aquí su sentido.
CAPÍTULO VII

«REALIZACIONES» DE LA VIDA ESPIRITUAL

BIDLIOGRAFÍA

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1. ESTRUCTURA TEOLOGAL DE LA VIDA ESPIRITUAL

Supuestas las «dimensiones» de la vida espiritual, que hemos condensado en la «unión


con Dios», «seguimiento de Cristo» y «vida en el Espíritu» (cf. capítulo VI), en este capítulo
se resuelve la funcionalidad de esa misma vida en la realidad cotidiana. Intento dar respuesta
en él a la pregunta: ¿para qué sirve la vida espiritual y un tratado de teología espiritual que
le da apoyo?

Profundizando en sus estructuras operativas, encontramos que la vida espiritual se


puede simplificar mucho si todas las virtudes giran en tomo a la vida teologal, como lo hace
San Juan de la Cruz. Él será nuestro maestro en ese camino de esencialidad cristiana. A mi
juicio, ser espirituales de veras consiste en mantener una relación objetivamente virtuosa con
las tres grandes realidades: Dios, el mundo y los hombres. Simplificados los objetos, también
se esencializan y simplifican las acciones virtuosas: vida de fe, esperanza y caridad. Así pues,
desarrollaré cada una de las virtudes teologales confrontándolas con las tres realidades: desde
la fe, el cristiano vive la relación con Dios; desde la esperanza, la relación con el mundo; y
desde la caridad, la relación con los hombres.

Pero advertimos desde el comienzo que el análisis diferenciado y teórico de las tres
virtudes teologales no significa que en la vida no coexistan. La verdad es lo contrario: a un
crecimiento en fe, sigue un aumento de esperanza y de caridad; y lo mismo se puede decir de
cualquiera de las otras virtudes. Lo «teologal» es un núcleo de actitudes inseparables que
crecen y maduran simultáneamente. Descendiendo a ejemplos concretos, cuando hablamos
de la fe como ámbito de relación con Dios, de la esperanza como relación con el mundo, y
de la caridad como relación de amor con el prójimo, se debe tener en cuenta el carácter
unitario de la vida teologal y, por consiguiente, de la vida espiritual a la que nos estamos
refiriendo.

Una última clarificación. En el desarrollo de la vida teologal que presento, soy


consciente de que faltan otros muchos contenidos que los lectores de otros manuales de
teología espiritual echarán de menos. Pero creo que, bajo un capítulo común, he agavillado
un buen conjunto de temas que, por lo que expresan o sugieren, ayudarán al lector a
profundizar en ellos y buscar en otros lugares las deficiencias que aprecien, sin olvidar que
otras muchas actitudes están incluidas en lo teologal. En un manual de teología espiritual, el
autor tiene que preocuparse más de lo que dice que de lo que falta por decir. Advierto también
que algunos de los temas estudiados aquí en perspectiva teologal, otros autores los tratan en
otros contextos. He preferido darles una consistencia teológica desde la vivencia teologal.

La vida teologal, aunque tiene a Dios por objeto inmediato y primario, tiene también
una dimensión «mundana» y «humana». Por lo mismo, el cristiano desarrolla su vida
espiritual situándose correctamente ante Dios, el mundo y los hombres.
El tratamiento que se hace en teología espiritual de las virtudes teologales es diferente
a un tratado dogmático, como hemos advertido en ocasiones refiriéndonos a otros temas.
Aquí se desarrollan los aspectos vitales y existenciales, no los morales o dogmáticos.

A) Fundamentos teológicos

El proyecto teologal tiene un fundamento bíblico innegable. Lo usa San Pablo para
indicar la esencia, la cumbre y el resumen de la vida cristiana (1 Ts 1, 3-1): la vida de los
tesalonicenses, que se han convertido (ejercicio de la fe), han difundido la buena noticia
(ejercicio de la caridad en la misión y el servicio al reino), y están a la espera de la parusía
(ejercicio de la esperanza). El equipamiento para el combate cristiano consiste en la «coraza»
de la fe y la caridad y el «yelmo» de la esperanza de salvación (1 Ts 5, 8). Al hablar de los
«carismas» en la Iglesia, exalta la presencia de la caridad que siempre permanece. La caridad
todo lo «cree», todo lo «espera» (1 Cr 13, 7). «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad,
estas tres; pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1 Cr 13, 13).

Este núcleo del ser y del obrar cristianos sigue hoy en alza en la presentación del
mensaje cristiano. Lo que hace falta es introducirlo en el mensaje de la nueva evangelización,
en la nueva espiritualidad. Por citar al menos un texto del magisterio, recordemos que el
Concilio Vaticano II, sin desarrollar una teología y una espiritualidad desde lo teologal, al
menos ha recordado su funcionalidad en la vida cristiana. Destaca, en primer lugar, la acción
del Espíritu Santo en el proceso de la fe: nace, se desarrolla y llega a una profunda
comprensión del misterio revelado mediante sus inspiraciones (DV 5). La Iglesia es
«comunidad de fe, esperanza y caridad» (LG 8). La tríada «fe-esperanza-caridad» es el
distintivo de los grupos cualificados de la Iglesia y su misión: los «laicos» (AA 4.16; LG 31;
GS 48; CD 30); los «religiosos» (PC 25); los «sacerdotes y seminaristas» (OT 8). Fuera del
recinto de la Iglesia también se encuentra la tríada como soporte de la vida cristiana (UR 3)1.

B) San Juan de la Cruz

En la tradición secular de la Iglesia hay un autor que ha organizado toda la vida


espiritual sobre el ejercicio de las tres virtudes teologales: San Juan de la Cruz. Vamos a
recordar algunas de sus enseñanzas, que son un proceso hacia la madurez de la vida cristiana
y humana.

Fiel a su proyecto de presentar la vida espiritual como «unión del alma con Dios»,
busca las mediaciones más apropiadas para conseguir la meta, y las encuentra en el camino
de la teologalidad. A la gran pregunta que el creyente se hace: «¿Adónde te escondiste,
Amado / y me dejaste con gemido ... ?», el místico responde categóricamente: hay que

1
Cf. I. Rodríguez, «La vida teologal según el Vaticano II ... », l. C., pp. 470-492.
«buscarle en fe y amor, sin querer satisfacerse de cosa, ni gustarla ni entenderla más de
lo que debes saber. .. Porque la fe ... son los pies con que el alma va a Dios, y el amor
es la guía que los encamina; y andando ella tratando y manoseando estos misterios y
secretos de la fe, merecerá que el amor la descubra lo que en sí encierra la fe» (Cántico
Espiritual 1, 11).

El santo ha intuido la función globalizadora de las virtudes teologales: «Estas tres


virtudes son el medio, como habemos dicho, y disposición para la unión del alma con Dios»
(Subida del Monte Carmelo II, 6, 6). En las virtudes teologales se revela Dios con cierta
inmediatez y, como actitud existencial básica, sirven de instancia crítica para juzgar las
demás mediaciones: tanto lo religioso (el culto, los ritos, la contemplación, la acción), como
lo profano (el mundo, la historia, las personas, los quehaceres); es decir, todos los demás
«valores» intramundanos y personales. La vida teologal es como la opción fundamental de
la moral fundada en la ley de Cristo y de su Espíritu. Con su ejercicio, el cristiano se funda
en algo axiológicamente consistente y se sitúa correctamente ante lo real: Dios, hombre y
mundo. Como diría Santa Teresa, el hombre «vive en la verdad» ontológica ante los cuatro
puntos cardinales de su existencia: Dios, el mundo, su propio yo y los demás2.

No inventa el santo la tríada teologal ni es pura deducción racional, aunque su esquema


tiene una fuerte fundamentación lógica. Como punto de partida, la encuentra en las relaciones
de Yahvé con su pueblo, tanto en el A. como en el N. Testamento. Ante un Dios que se revela
en las sucesivas teofanías y en su Hijo Jesucristo, el pueblo y los discípulos responden con
la fe-confianza, con la esperanza de la liberación y la donación-amor.

San Juan de la Cruz las introduce en su sistema doctrinal como alternativa de la


religiosidad de su tiempo, sobrecargada de ritos y exterioridades, de leyes, lastrada con
principios «morales». Traza un camino espiritual esencial para purificar la religiosidad de
las personas creyentes y, a través de ellas, de la sociedad de su tiempo. Para ello, descompone
y analiza la personalidad humana (el entendimiento, la memoria y la voluntad), proyectando
sobre ella la fuerza purificadora de la fe, la esperanza y la caridad respectivamente. Las
potencias del hombre entran en crisis de purificación al tener que obrar no «naturalmente»,
sino según los criterios divinos. Con toda razón el santo ha llamado a esa purificación, que
va mucho más allá de la simple ascética, noche Oscura del alma. Todo un símbolo universal
y sumamente significativo (cf. Subida del Monte Carmelo I, 1, 1; 2, 1; 3, 1; II, 3, 1.4-5).
Noches activas del sentido (Subida I) y del espíritu (ib., II-III); y noches pasivas del sentido
(Noche Oscura I, caps. 8-11) y del espíritu (ib., II, caps. 4-10). El esquema de la Subida del
Monte Carmelo sigue el ritmo purificador de la personalidad: del entendimiento mediante la
fe (Subida II); de la memoria por la esperanza (ib., III, 1-15) y de la voluntad mediante la
caridad (ib., III, 16-47).

2
Cf. Moradas VI, 10, 4-9. Y mi estudio, «Los caminos de la verdad en Santa Teresa de Jesús»: La vida
sobrenatural 64 (1984) 321-335.
Las virtudes teologales, al entrar en contacto con las facultades del hombre, inducen en
ellas operaciones nuevas, renovadas. Aunque estructuralmente sean idénticas desde el punto
de vista psicológico, cualitativamente son diferentes. Las relaciones con Dios, con lo divino,
con los hombres y con las realidades terrenas cambian de sentido. El hombre conocerá a Dios
de otra manera; deseará y esperará, pero otras cosas; amará, pero con otros criterios. Ha
cambiado la direccionalidad de los actos humanos. Nace en el alma un complejo horizonte
de intereses: el yo y las realidades se centran en Dios como último fin.

Para clarificar todo el proceso purificativo de las virtudes teologales y el cambio que
suponen en los niveles psicológicos y espirituales, San Juan de la Cruz parte del principio
aparentemente negativo:

«El alma no se une con Dios en esta vida por el entender, ni por el gozar, ni por
el imaginar, ni por otro cualquier sentido, sino sólo por la fe según el entendimiento,
y por la esperanza según la memoria, y por el amor según la voluntad» (Subida II, 6,
1).

Pero lo completa el santo con otro positivo: la acción benéfica de las tres virtudes
teologales sobre las tres potencias del alma, aunque sea provocando una profunda crisis
espiritual, de mayor eficacia que la que ejerce sobre el espíritu la carencia de bienes en la
ascética clásica.

«Habiendo, pues, de tratar de inducir las tres potencias del alma, entendimiento,
memoria y voluntad, en esta Noche espiritual, que es el medio de la divina unión,
necesario es primero dar a entender en este capítulo cómo las tres virtudes teologales,
fe, esperanza y caridad ... hacen el mismo vacío y oscuridad cada una en su potencia;
la fe en el entendimiento, la esperanza en la memoria y la caridad en la voluntad»
(Subida II, 6, 1. Cf. 6, 2).

Al hablar de las tres potencias del alma y de tres virtudes teologales, puede dar la
impresión de que se recorta mucho el proyecto global del «hombre espiritual». Conviene
dejar claro que para San Juan de la Cruz el hombre es un ser indivisible, es la totalidad de su
yo. Y que la transformación que operan las virtudes teologales en las potencias del alma,
afecta a toda la personalidad: el entendimiento, la memoria, la voluntad, el cuerpo y los
sentidos; es decir, todo el campo de acción. «Estas tres virtudes teologales andan en uno»,
condensa el santo (Subida II, 24, 8). Desde este programa teologal se desarrolla el programa
moral.

Esto significa que purificadas las tres potencias y su actividad psicológica, las acciones
se sobrenaturalizan, se enderezan a Dios y a todo lo demás por Él. La personalidad entera
entra en crisis, sobre todo la estructura psicológica del hombre, la direccionalidad de los
actos. Nace en la conciencia del «espiritual» un complejo horizonte de intereses centrados en
Dios y las realidades que de Él . proceden.

Al final del proceso aparece el «hombre nuevo», nacido del derribo del «hombre viejo»,
que el santo propone en una original exégesis de la teología paulina (Ef 4, 22). La Trinidad,
a quien atribuye «esta divina obra de unión» (Llama 2, 1), «mata» al «hombre viejo» para
que nazca la novedad de un hombre transfigurado en la divinidad. Le nace al hombre un
nuevo modo de entender: «El entendimiento ... se ha trocado en divino». Y lo mismo la
voluntad, la memoria, «el apetito natural» y «todos los movimientos y operaciones e
inclinaciones»3.

Federico Ruiz ha descrito bien el cambio radical que operan las virtudes teologales en
el obrar humano:

«El espíritu humano, para abrirse a Dios, se ve obligado a romper sus viejos
moldes. Toda la psicología humana se supera a sí misma en la actitud teologal.
Desarraiga los viejos criterios miopes, el amor esclavo y egoísta, sentimental; la espera
carnal de recompensa inmediata, el asimiento a las propias seguridades. Al decir el "sí"
de fe y amor incondicional a Dios, el "modo humano" entra en crisis. Se resquebrajan
las ideas que antes tenía de un Dios al propio servicio, de la vida organizada con
independencia, las ilusiones de fabricarse un porvenir aparte».

«Sigue siendo humana la actuación, en cuanto es vital; pero la fuerza, el rumbo,


los criterios, se han hecho totalmente divinos. Por eso duele tanto, y la noche pasiva es
la mejor prueba de ello. La inclinación natural y la costumbre ha identificado al hombre
con sus criterios, puntos de vista, orientación en la vida. Cuanto tiene que desprenderse
para dar paso a criterios de vida divina, le parece que se deshace y se aniquila, según
está de connaturalizado con sus pasiones y juicios» (Noche oscura II, 6, 6).

«Nada hay que haga resaltar con tanto relieve como las virtudes teologales los
límites del hombre y su grandeza, precisamente, arrancando de su misma limitación.
Si el hombre fuera completo, tendría un humanismo cerrado, y sería ésta su mayor
desgracia. Porque tiene capacidad de Dios, vive en perpetuas ansias, hambreando ser
divino. Si lo desea, es que ya lo posee; creciendo el deseo, aumentará la posesión»4.

3
Cf. Llama 2, 33-34. Comenta el verso de la segunda canción del poema: «matando, muerte en vida la han
trocado».
4
Introducción a San Juan de la Cruz, Madrid, BAC, 1968, pp. 456-457. Aconsejable la lectura de todo el
cap. 16, pp. 443-474: «Las virtudes teologales». El cap. 12: «Dios en fe», pp. 328354. Cap. 15: «EI sendero
de las nadas», pp. 414-442.
2. VIDA DE FE (RELACIÓN CON DIOS)

Después de esta breve introducción sobre la dimensión teologal de la existencia


cristiana, ya podemos iniciar el proceso de cada una de las tres virtudes teologales.

Permítasenos una advertencia general. Cuando decimos que la vida de fe es una


relación con Dios, no se excluyen las otras virtudes teologales, la esperanza y la caridad, que
tienen por objeto inmediato también a Dios, como se deduce de lo anteriormente expuesto.
Lo mismo digamos de las virtudes de la fe y la caridad, que tienen mucho que ver con el
mundo, no sólo la esperanza. Y la fe y la esperanza, relacionadas con el servicio al prójimo,
no sólo la caridad teologal. La asignación de «objetos propios» a cada una de las virtudes
teologales -lo reconozco- tiene mucho de arbitrario. No intento convencer a nadie de que este
esquema sea el mejor posible ni por razones teológicas ni siquiera pedagógicas. Lo
importante es que del conjunto de la exposición se deduzca que el núcleo formal de la vida
espiritual consiste en la vida teologal. Ésta es su apoyo y de ella arrancan las «realizaciones»
existenciales del cristiano santo. Otra vez hay que recordar que en teología espiritual hay
muchos esquemas posibles.

A) Desarrollo de la vida de fe: teología y mística

El primer paso en la relación del hombre con Dios es la fe, fundamento de la


justificación, como se afirma en el tratado dogmático. Aquí tratamos de la vida de fe y su
desarrollo.

El ejercicio de la fe se funda en:

a) Dos momentos de gratuidad. El primero es la Revelación misma de Dios, ya que el


hombre no creería si Dios no se hubiese manifestado de alguna manera como creador y
salvador. La revelación no es algo distinto de Dios revelador, de su Hijo encarnado. La
Palabra de Dios (Escritura) y la Palabra de Dios (Verbo encarnado) son el fundamento y
objeto de nuestra creencia. No racionalicemos demasiado esta afirmación: Dios no se revela
al hombre para pedirle su asentimiento intelectual, porque la revelación no es descubrimiento
de verdades, sino desvelamiento de un misterio de salvación que es norma de vida para quien
lo acepta. El segundo es la atracción de Dios, la gracia de creer. Ambos momentos son
puestos en evidencia por la misma Escritura, donde aparece siempre la iniciativa divina para
auto-revelarse previa a cualquier respuesta del pueblo y de algunos elegidos de modo
especial, según un paradigma narrativo común. Jesús lo pone en evidencia cuando dice:
«Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no le atrae» (Jn 6,44). La confesión
de la filiación divina de Jesús que hace Pedro no se la ha revelado la carne, es decir, no lo ha
descubierto la inteligencia, sino el Padre (Mt 16,17). «Nadie puede decir: ¡Jesús es señor!,
sino por influjo del Espíritu Santo» (l Cr 12,3).
b) Una respuesta del hombre a la propuesta de Dios. Ésta es la que nos ocupa aquí, y
que puede llamarse el «espíritu de fe» en el sentido de que es una entrega del hombre a Dios,
un acto de confianza en el Dios que se revela y una aceptación de Dios como salvador. Al
ser una entrega del hombre a Dios, tiene que ser hecha a la medida del hombre, es decir, de
modo consciente, libre, como desarrollo de su vida cognoscitiva y afectiva; como una
relación interpersonal. Es una búsqueda de lo Transcendente, pero al mismo tiempo de
soluciones a los problemas existenciales insolubles por otro camino.

1) El Antiguo y el Nuevo Testamento

Prototipos de creyentes en el A. Testamento son Abrahán, Moisés y otros justos.


Abrahán creyó, contra toda esperanza, que Dios cumpliría sus promesas en el hijo a quien
mandaba sacrificar. Es testigo cualificado de la eficacia de la promesa (Gn caps. 12, 15 y 22),
Y como tal es recordado en el N. Testamento (Rm 4; Hb 11,8-19). Moisés es el que realiza
la promesa salvando al pueblo de la esclavitud. La propuesta bíblica de la fe nunca está
separada de la historia. Tanto por parte de Dios como del hombre es «historia de salvación».
Ellos prefiguran a Cristo (Jn 8, 56). Esos «casos» típicos son los que se repiten en la historia
de las creencias religiosas cristianas cuando se inspiran en una revelación humanizada y bien
comprendida, no leída a la letra: detrás de las figuras «salvadoras» aparece la obra del Espíritu
de Dios5.

Los Evangelios ofrecen también «respuestas» variadas de los creyentes, pero todas
coinciden en la aceptación de Jesús como Hijo de Dios, como Mesías, como taumaturgo,
como maestro. Los milagros de Jesús quieren provocar la respuesta de fe de los sanados. Juan
especialmente pone en evidencia el acceso creyente a Jesús de algunos representantes de
pueblos o religiones diferentes: los judíos ortodoxos, en Nicodemo (Jn cap. 3) y el ciego de
nacimiento (cap. 9); los judíos disidentes, en la Samaritana; y los gentiles, en el funcionario
real (ambos en el cap. 4). Por la aceptación de Cristo mediante la fe, el creyente consigue la
vida eterna, su vida adquiere sentido (Jn 3, 16; 11, 25 ss.; 20, 31).

San Pablo es el apologista de la fe en Cristo como único camino de salvación,


contrapuesta a la fe en la Ley del A. Testamento. El hombre, después de la encarnación del
Verbo, se salva sólo mediante la fe en el Hijo de Dios (cf. Romanos, Gálatas, Efesios).

El carácter dinámico y operativo de la fe en San Pablo es el que debe ser desarrollado


en la teología espiritual. La justificación por la fe en Cristo no es sólo una afirmación
dogmática, sino un principio axiológico sobre el que desarrollar la propia vida. La fe es la
que hace posible el confesar a Cristo como Dios y Señor; la que obra el milagro de revestimos
de Cristo cambiando el hombre viejo en hombre nuevo; de participar en la muerte redentora
mediante el bautismo; de hacemos libres de la Ley mosaica; de cambiar la ley de carne en la
ley del Espíritu, etc. Todos estos elementos de vida espiritual han ido apareciendo ya en las

5
Cf. sobre el tema ideas útiles en J. Espeja, La espiritualidad cristiana, Estella, El Verbo Divino, 1992,
pp. 181-218.
páginas que preceden, y ahora encuentran aquí su plena significación antropológica (cf. sobre
todo cap. VI, 1 y 2, passim).

2) La tradición y los místicos

En la tradición patrística y en la exposición de los místicos y los teólogos, abunda la


explicación de la fe como camino de encuentro con Dios absoluto y transcendente.

Gregorio de Nisa ve en Moisés el prototipo de creyente que pasa sucesivamente por la


experiencia de la zarza, de la nube y la tiniebla (Vita Moysis). El Pseudo-Areopagita, en su
Theologia mystica, habla precisamente del «rayo de tiniebla» (1,1). Este lenguaje será
después el fundamento de la teología negativa o apofática que enfatiza el carácter de absoluta
transcendencia de Dios y la intrínseca dificultad de definir adecuadamente el ser divino, hasta
llegar a la «docta ignorancia» de Nicolás de Cusa, o a la «inefabilidad» de la experiencia
mística.

En una dimensión más práctica los místicos han vivido la fe en unas actitudes que
parecen pasivas y negativas, pero que son eminentemente activas. Así Ignacio de Loyola
propone la «indiferencia»; la Escuela francesa del siglo XVII el «abandono»; Santa Teresita
del Niño Jesús, la «confianza». En general, un signo de madurez en la vida espiritual es
someterse a la voluntad de Dios en una dependencia absoluta de la divina Providencia. En
esa dimensión práctica es donde el espiritual puede encontrar mayores dificultades, porque
la voluntad de Dios no siempre es diáfana en sus mediaciones humanas y temporales; y el
lenguaje divino es casi siempre confuso y se presta a muchas interpretaciones.

El autor que mejor ha expuesto el camino cristiano como experiencia teologal,


especialmente como vida de fe, es San Juan de la Cruz. El libro II de la Subida del Monte
Carmelo y muchos capítulos de la Noche oscura son una de las construcciones más hondas
del proceso de madurez cristiana vivido desde la sola fe en el Dios Absoluto, pero cercano al
hombre para construir su vida. El símbolo más adecuado para describir el proceso de fe es el
de la «noche», que dos espirituales -escribe- llaman purgaciones o purificaciones del alma»,
porque el alma «camina como de noche, a oscuras» (Subida I, 1, 1). «La fe -dice también- es
oscura para el entendimiento, como noche» (ib., I, 2, 1). En la purificación o noche de la fe
se resuelve el eterno problema del conocimiento de Dios como no entender, que es como
introducirse en la «nube del no saber», porque «la fe en el entendimiento (hace) vacío y
oscuridad de entender» (Subida II, 6, 2). «Entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo
/ toda ciencia transcendiendo», escribe poéticamente en unas «Coplas hechas sobre un éxtasis
de harta contemplación», donde en todas las estrofas resuena el estribillo: «toda ciencia
transcendiendo» .

Dos alternativas mediadoras propone el santo como posibles para la unión con Dios:
las criaturas, como rastro o imagen de lo divino; y las revelaciones privadas. Ninguna de las
dos es válida, sino sólo la fe, «porque es tanta la semejanza que hay entre ella y Dios, que no
hay otra diferencia sino ser visto Dios o creído» (Subida II, 9, 1).

En cuanto a las criaturas, «ninguna cosa criada ni pensada puede servir al


entendimiento de propio medio para unirse con Dios» (Subida II, 8, 1), porque, aunque Dios
dibujó en ellas su imagen, no tienen «semejanza» con Él (ib., H, 8, 2-5). Por eso -concluye
el santo-«para llegar a Él, antes ha de ir no entendiendo que queriendo entender, y antes
cegándose y poniéndose en tiniebla, que abriendo los ojos, para llegar más al divino rayo»
(ib., II, 8, 5). No niega San Juan de la Cruz el poderío de la razón, sino que establece los
límites del conocimiento ante lo absolutamente Otro que es Dios.

Tampoco son medio adecuado lo que el santo llama «noticias sobrenaturales»,


corporales o espirituales (ib., H, 10, 3), que divide y subdivide en análisis meticulosos desde
lo sensorial, lo imaginario, hasta lo más hondo del conocimiento intelectual. Dios puede
comunicarse al hombre a través de los sentidos corporales, de la fantasía, del entendimiento,
con visitaciones extraordinarias y «sobrenaturales», con «visiones, revelaciones, locuciones
y sentimientos espirituales» (Subida II, 10, 4; 11, 1; 23, 1). Éstos son algunos de los
«fenómenos» místicos, a los que ya aludimos en su momento [cf. cap. VI, 3, D, 4)], y de
tanto éxito en tiempos del santo y del nuestro. Los visionarios de todos los tiempos han
encontrado en San Juan de la Cruz un acérrimo profeta crítico. Ni siquiera se detiene en dar
reglas de «discernimiento». Su actitud es radical: rechazo total desde el comienzo, porque,
aun en el mejor de los casos, es un camino peligroso.

La razón última para superar las otras mediaciones secundarias para la unión con Dios
y vivir sólo de la fe, es teológica y cristológica: Dios ha revelado todo en Cristo. En Él se
condensan y resumen los dos Testamentos, se clausura la revelación pública y se encomienda
a la Iglesia. Todo lo demás pertenece a lo privado y es discernido y aceptado por la Iglesia
sólo en el caso de confirmar el depósito de la revelación6.

B) La experiencia religiosa como acceso al Dios absoluto

La experiencia espiritual de la que hablamos en teología espiritual es una experiencia


«religiosa» específica: la cristiana. En ella lo «real» que accede al sujeto para ser conocido y
experimentado es Dios, lo absolutamente Otro. Aun exponiéndonos a las críticas de
racionalistas y teólogos liberales, en teología espiritual debemos defender la posibilidad de
una experiencia de Dios, no empírica, no observable, no repetible a voluntad y a veces no
comunicable porque es personal e intransferible. En su grado supremo se refiere a la
experiencia «mística». Dios no es objeto de control experimental, ni a Él se accede por las
famosas «vías» de Santo Tomás, sino por el camino de su autodonación. Se trata de una
experiencia en el Espíritu y del Espíritu. No olvidemos que la Iglesia cristiana nació de una

6
Sería conveniente leer todo el capítulo 22 de la Subida del Monte Carmelo, libro II.
experiencia personal y comunitaria de los primeros testigos y se resume en la vivencia
pascual del Resucitado Jesús que vive y actúa mediante su Espíritu.

Como experiencia humana, es inmediata, personal y tiene por objeto lo real; como
experiencia espiritual es recibida, infusa e incomunicable. Desde esa experiencia pascual los
discípulos leerán los acontecimientos «históricos» de Jesús de Nazaret. Y el cambio de su
vida obedece a una diferente relación con el Resucitado Jesús. El cristiano moderno entra en
relación experiencial, al menos, con el Resucitado a través de las experiencias de los primeros
discípulos7.

1) Experiencia y religiosidad. Situación pasada y presente

La historia de la experiencia religiosa y mística ha tenido una historia singular. Fue


supervalorada desde la antigüedad cristiana como una forma eminente de piedad y cercanía
de Dios. Mediante ella, Dios se manifestaba a su pueblo o a algunos de sus escogidos. Habría
que recordar en este contexto un par de testimonios de autores clásicos del siglo XVI. Uno
es la vivencia religiosa de Santa Teresa como una experiencia de Dios más que ciencia. Un
crítico anónimo del Camino de perfección. contemporáneo de la santa, anotaba: «Su estilo es
tan sin arte humana, que se echa bien de ver que habla más su corazón de lo que por
experiencia siente, que su entendimiento de lo que por ciencia o lección o buen discurso
sabe; y así habla con espíritu y le pega con lo que dice»8.

El otro es de San Ignacio de Loyola, quien apela también a la experiencia cuando avisa
que «no el mucho saber harta y satisface el alma, mas el sentir y gustar de las cosas
internamente» (Ejercicios Espirituales, 2).

Una fractura con la tradición sobrevino a comienzos del siglo xx. A casi un siglo de
distancia no nos deja de admirar que la experiencia religiosa, no obstante su brillante
historial, fuese puesta en cuarentena por las altas esferas del magisterio eclesial, al condenar
el Modernismo como una interpretación del hecho religioso como un «sentimiento» que
generaba la religión y los mismos dogmas cristianos (Pío X, con su encíclica Pascendi, en
1907). Desde entonces la experiencia religiosa fue cayendo en descrédito entre los teólogos
para conservar mejor la ortodoxia.

Hoy los tiempos han cambiado y la experiencia goza de buena salud siendo una de las
vivencias religiosas más apreciadas y paradigmáticas de la madurez espiritual y una de las
categorías fundamentales de la fe cristiana.

7
Ayuda para la lectura: Martín Gelabert, Valoración cristiana de la experiencia, cap. 8; y B. Maggioni,
«Experiencia espiritual en la Biblia», en NDE, pp. 498-542, donde se expone la espiritualidad bíblica desde la
categoría de la «experiencia» de los protagonistas de la «historia de la salvación».
8
Cf. en mi edición del Camino de perfección, Madrid, EDE, 1983, p. 350.
«La fascinación de la experiencia, a la que cedieron demasiado cuantos en el
curso de los siglos sobrevaloraron las sensaciones en detrimento de la pura fe, aparece
hoy en su aspecto positivo de encarnación en la fe más que en oposición con ella.
Engañado por demasiadas palabras, el hombre de hoy siente la exigencia de creer
solamente en lo que se presenta como garantizado en la vida ... Para el creyente es,
pues, un imperativo dar cuenta de su experiencia religiosa, entendida como presencia
vivida y encuentro de comunión con Dios»9.

Se podían sumar otros testimonios en su favor. Por ejemplo, cuando se dice que «esta
experiencia espiritual es la raíz de la misma teología. En toda teología ... se esconde algo pre-
teológico, una experiencia espiritual como en estado bruto, que la reflexión posterior se
encarga de desentrañar y sistematizar»10.

El célebre psicoanalista C. G. Jung escribió: «Mientras la religión no sea una


experiencia de la propia alma no ha sucedido nada esencial». Para él, un cristianismo como
religión de teorías y de dogmas es irrelevante, no creíble; por eso le preocupó sólo como
fenómeno humano, como experiencia religiosa. «Con la experiencia de la propia alma -
comenta Santiago Guerra en la línea jungiana- el cristianismo conecta o está en la línea de
las experiencias arquetípicas de la humanidad, presentes o apiladas en el inconsciente
colectivo»11.

Para finalizar esta serie de testimonios que avalan la importancia de la experiencia en


la teología y en la vida, hay que recordar las palabras de Walter Kasper, en plena crisis de lo
religioso: de la «muerte de Dios» (Altizer, Vahanian), del «eclipse de Dios» (M. Buber), de
la «lejanía de Dios» (K. Rahner), de la «noche epocal» (F. Ruiz, extrapolando la noche
sanjuanista desde lo personal a la historia):

«La palabra "Dios" se ha convertido para muchos en un término vacío, que ya no


afecta a la realidad en la que viven, ni tiene sitio en su contexto experiencial». «Por
esta pérdida de la experiencia de Dios -concluía- la palabra "Dios" corre el peligro de
convertirse en una abstracción o en una mera superestructura ideológica, estando
expuesta a todo abuso ideológico»12.

9
S. de Fiores, «Espiritualidad contemporánea», en NDE, Madrid, Paulinas, 1983, p. 464.
10
V. Codina, Creo en el Espíritu Santo. Pneumatología narrativa, Santander, Sal Terrae, 1994, p. 239.
11
«El diálogo Oriente-Occidente»: Revista de Espiritualidad 45 (1986) 208. Comenta el viaje de Jung a la
India para buscar los símbolos arquetípicos de la humanidad, y en un sueño se le advierte que vuelva a
Occidente, que busque el Santo Grial y la piedra filosofal como símbolo arquetípico de la humanidad
alimentada por la sangre de Cristo, la Eucaristía.
12
Fe e historia, Salamanca, Sígueme, 1975, p. 51. Cf. el capítulo: «Posibilidades de la experiencia de
Dios».
Un psicólogo de la religión, como A. Vergote, identifica el vivir religiosamente con la
experiencia religiosa.

«Para la mayor parte de los no creyentes, el hombre religioso es aquel que ha


hecho una experiencia religiosa y por ello tiene un sentimiento de haber entrado en
contacto con lo divino que le dirige un mensaje ininterrumpido»13.

Desgraciadamente, los teólogos dogmáticos no siempre tienen en cuenta los


testimonios de los «místicos» experimentales para hablar de las «dimensiones de la gracia»,
aun aceptando que una de ellas es la dimensión de la experiencia14.

a) Qué entendemos por «experiencia religiosa

Partimos del convencimiento de que la «experiencia religiosa» es uno de los conceptos


más ambiguos de la filosofía, la antropología y la religión.

«Hay pocos problemas -escribía un clásico del tema- más profundamente


humanos que el de la experiencia religiosa». «Si no hay nada más discutible que la
esencia de la religión -dice también- nada hay más difícil, más oscuro, no obstante las
apariencias y las costumbres, que la noción de experiencia»15.

Para no perdemos en elucubraciones complejas y ateniéndonos a su sentido más


general, la experiencia se refiere a un conocimiento de lo real de modo personal e inmediato,
entendiendo por «real» no sólo lo exterior a la persona, sino también sus sentimientos
interiores. Para ello son necesarios un sujeto, un objeto y una aproximación o toma de
conciencia. La receptividad por el sujeto y en el sujeto que hace la experiencia es
absolutamente necesaria. Tenemos que padecer el acontecimiento externo o interno para
decir que somos no sólo «testigos», sino que experimentamos algo o a alguien. En concreto,
la experiencia es una forma de relación con una realidad por cercanía a ella y, por ese
contacto, el sujeto conoce de una manera más integrada, más completa. La experiencia
estaría, pues, en esa línea del conocimiento integral, no sólo por la vía del entendimiento,
sino de la totalidad de la persona: conocemos a las personas y los acontecimientos, cuando

13
Psicología religiosa, Madrid, Taurus, 1969, p. 43. Última bibliografía: Karl Heins Weger, «Is Gott
erfarbar?»: Stimmen der Zeit 210 (1992) 333-341. Condensado en Selecciones de Teología 32 (1993) 165-
171. La búsqueda de la experiencia de Dios consiste en preguntarse por el sentido de la vida.
14
Cf., por ejemplo, esa deficiencia en un manual moderno sobre la gracia. Juan Luis Ruiz de la Peña, El
don de Dios. Antropología teológica especial, Santander, Sal Terrae, 1991, pp. 371406, especialmente pp.
394-402. Lo ha notado A. Guerra, Introducción a la teología espiritual, Santo Domingo, EDECA, 1994, p.
78.
15
Jean Mourou, L'expérience chrétienne, p. 13.
las padecemos, es decir, cuando entran dentro de nosotros mismos, las transformamos en
nosotros mismos mediante sentimientos a veces contradictorios: de amor o de odio16.

b) Experiencia y teología espiritual

Esta noción, aun confusa, que implica la antropología humana y sobrenatural, es uno
de los conceptos más ricos y aprovechados en la espiritualidad.

Algunos autores estructuran sobre ella el manual de teología espiritual. Por ejemplo, T.
Goffi, La experiencia espiritual, hoy. Ch. A. Bernard define la teología espiritual como la
«disciplina teológica que ... estudia la experiencia espiritual cristiana» (Teología espiritual,
p. 74).

Pero no es pacífico el uso de la experiencia en un tratado de teología espiritual. Que la


experiencia sea «fuente» de un tratado de teología espiritual es evidente, al menos como
principio general [cf. cap. 11, 5, 3)]. Pero aquí se trataría de la cualificación de la experiencia
dentro del tratado. Para A. Stolz (Teología de la mística) no tiene que tenerse en cuenta la
experiencia de los «espirituales» porque pueden tener unos contenidos meramente
psicológicos y subjetivos; y por lo tanto no tocarían lo objetivo del dogma.

Von Balthasar, por el contrario, cree que la teología espiritual tiene que alimentarse de
lo que él llama «fenomenología sobrenatural», o sea, la experiencia de los santos. Estaríamos
ante una hagiografía teológica en la que predomina no la categoría psicológica o histórica,
sino el misterio de Dios que se revela en Cristo por el Espíritu.

Tullo Goffi se inclina más por extender la experiencia espiritual al pueblo de Dios en
el seguimiento o imitación de la experiencia caritativa suscitada por el Espíritu Santo. Ésa es
cambiante, se enriquece con el tiempo y se acomoda a él y a sus signos17.

2) Experiencia y vida mística

Como conclusión de este apartado, veamos algunas notas que -a mi juicio- tiene que
tener la experiencia cualificada, o sea, la experiencia mística, la relación del hombre con
Dios como desarrollo de la vida de fe, porque en ese ámbito se vive y madura. No me detengo
a matizarlas por falta de espacio, pero expresan la experiencia primigenia de los místicos y
el tratamiento de los teólogos.

16
Literatura de apoyo, cf. Martín Gelabert, Valoración cristiana de la experiencia, especialmente caps. 2-
5, pp. 37-122.
17
Cf. sentencias y mayor información en T. Goffi, La experiencia espiritual, ed. c., pp. 116-123.
En primer lugar, es un sentimiento de cercanía de lo real, de lo absolutamente Otro.
Quizá nada mejor para comprobarlo que recordar la descripción de la primera gracia mística
que recibió Santa Teresa de Jesús:

«Acaecíame en esta representación que hacía de ponerme cabe Cristo que he


dicho, y aun algunas veces leyendo, venirme a deshora un sentimiento de la presencia
de Dios, que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí, o yo toda
engolfada en Dios» (Vida, 10, 1).

O esta descripción de una «visión» de Cristo»:

«Estando un día del glorioso San Pedro en oración, vi cabe mí o sentí, por mejor
decir, que con los ojos del cuerpo ni del alma no vi nada, mas parecíame estaba cabe
mí Cristo y veía ser Él el que me hablaba, a mi parecer» (Vida 27, 2).

Segundo. El místico tiene conciencia de dicha cercanía, como aparece en el relato


teresiano. Al menos subjetivamente se comprueba como tal, si bien son necesarios otros
criterios de discernimiento para la comprobación de la realidad objetiva del fenómeno. El
místico tiene conciencia de la experiencia y analiza el «estado» de conciencia en que acaece,
describiendo, por ejemplo, el mecanismo interior de dicha conciencia psicológica y cómo
afecta el fenómeno al entendimiento, a la voluntad, a la memoria, a la fantasía, a los sentidos
corporales. Por eso, las descripciones de la experiencia mística son tan ricas y se expresan en
tan variadas formas.

Tercero. Todo esto lleva consigo el carácter personal de toda experiencia mística,
porque acontece en la persona y ella misma la hace consciente. A veces la «describe» en
relatos autobiográficos. Al mismo tiempo es frecuente la conciencia de limitación del místico
como narrador de su propia experiencia. El misterio de Dios percibido no corresponde
siempre con lo narrado, porque el místico sufre los límites del lenguaje humano. Estamos
afirmando la inefabilidad de la experiencia mística.

Cuarto. Otra nota que acompaña siempre la experiencia mística es el sentido de la


gratuidad. Se puede discutir si la mística es necesaria o no para el pleno desarrollo de la vida
cristiana, pero no se puede dudar de su carácter gratuito. No es necesaria ni suficiente la
preparación ascética. Como tampoco se consigue con artificios psicofísicos o con sustancias
químicas. Lo que se con sigue con esos «experimentos» es la experiencia de los «estados de
conciencia alterada», pero nunca la experiencia de lo transcendente. En la auténtica
experiencia mística, Dios se hace presente cuando quiere y como quiere. «Cuando queremos
hacer la experiencia de Dios, inevitablemente la deformamos, inevitablemente se nos
escapa». La experiencia de Dios «no puede interpretarse como un puro psicologismo que no
trasciende los confines del arquetipo o del yo profundo ... Es en la experiencia mística, la
experiencia de la profundidad, en la que descubro a Dios»18.

Quinto. Un corolario de lo dicho es la pasividad de toda experiencia mística. El místico


experimenta la presencia de Dios en su ser y en su vida como una invasión del sobrenatural
que él no hace más que recibir. Es como una visitación de Dios. El místico es consciente sólo
de que Dios está presente, lo siente cercano y amigo; y lo está porque Él ha venido, se ha
autoinvitado. La conversión instantánea de algunos santos (Pablo, Agustín, Teresa de Jesús,
García Morente, Paul Claudel, Carlos de Faucauld ... ) pertenece a este género de
experiencias místicas que nunca se borran y son eficaces en la vida del cristiano. Ese carácter
pasivo y de gratuidad de la experiencia mística no quita al místico la libertad.

Sexto. La experiencia mística auténtica siempre está acompañada de «buenas obras»,


especialmente el servicio al prójimo, dependiendo de los distintos carismas recibidos, de la
vocación especial (contemplación-acción), de las diferentes épocas históricas, de las
condiciones del sujeto receptor, etc.

Séptimo. La experiencia mística va siempre acompañada de las «noches oscuras»,


purificación necesaria de la persona, previa a la concesión de las experiencias místicas y
también concomitantes, a veces hasta el final de la vida.

Octavo. En cuanto a objetos, tiempos y lugares, la experiencia mística de Dios es muy


amplia. No hay que circunscribirla a Dios, a las realidades sacrales como la oración, el culto,
etc., porque abarca todo el campo operativo del hombre, todas las realidades religiosas,
profanas y aun mundanas. Por otra parte, no tiene que ser necesariamente positiva: la
presencia de Dios, por ejemplo; sino también pueden ser aparentemente negativa, como la
ausencia, el silencio de Dios, que es lo que el místico experimenta en la «noche pasiva» del
espíritu, según San Juan de la Cruz (cf. Noche oscura). Ha habido en los últimos años un
deseo de alargar la experiencia fuera del área estrictamente religiosa, como los bienes
materiales y personales, el compromiso humanitario y solidario. Adquieren así un valor para
la teología espiritual. Pero no conviene abusar de ellas demasiado para no crear
ambigüedades. Con palabras cercanas a la realidad de cada día lo ha expresado R. Panikkar:

«Sin los lazos que nos unen con toda la realidad yo no puedo tener experiencia
de Dios. Es en la experiencia común, del beber, del dormir, del amor, del trabajar, del
estar con uno, de darle un buen consejo, de dar un mal paso, etc., donde hay experiencia
de Dios»19.

18
Raimond Panikkar, La experiencia de Dios, Madrid, PPC, 1994,40.
19
R. Panikkar. o. c .. p. 35. Literatura de apoyo. en A. Guerra. «Esperienza cristiana». en Dizionario
Enciclooedico di Spiritualitá II. Roma. Cittá Nuova. 1990. PP. 936-940. J. Espeja, La espiritualidad
cristiana. Estella, Verbo Divino. 1992. PP. 147-179.
C) La oración cristiana

Uno de los temas más propios de la teología espiritual y también de los más complejos
es el de la oración cristiana. Es necesario reducir la exposición a lo esencial. El tema interesa
a la teología, la historia de la espiritualidad, la pastoral de la espiritualidad, la moral o la
historia de las religiones, y, por supuesto, a la teología espiritual.

1) Situación actual

Cualquiera que haya seguido la historia de la oración en los años posteriores al Concilio
Vaticano II, se percata, primero de la «crisis» inicial en que se sumió su praxis; después, de
la «ambigüedad» del concepto y de su mismo ejercicio; y finalmente, de la «situación
contradictoria» en nuestro tiempo porque es aceptada por unos y rechazada por otros20.

Los espirituales han sospechado que la oración ha estado algo abandonada por los
teólogos. No en el sentido de que no hayan sido orantes, sino que no han reflexionado
demasiado sobre su contenido teológico. Con ello se rompe una larga tradición, ya que los
grandes Escolásticos sí que habían dedicado un tratado a la misma. También la sospecha ha
recaído sobre ciertos moralistas que la presentaban de un modo inconveniente para un
verdadero espiritual: es obligatorio orar, porque no orar es pecado. Y los escritores y
predicadores devotos que hablaban de ella como un medio infalible para conseguir de Dios
todo lo que necesitamos. Sea por lo que fuere, la oración entró en una «crisis» de la que
parece se recupera. La oración cristiana quedó reducida a un acto piadoso, perdía su
raigambre en el dogma, en Jesús en oración, en la tradición orante de la Iglesia alimentada
por las grandes fuentes: Escritura, liturgia y vivencia eclesial.

Antes de entrar en el ámbito estrictamente teológico y espiritual, hagamos un repaso a


los campos de interés de estos últimos años, tal como aparece en la bibliografía, verdadero
fenómeno religioso y cultural de nuestro tiempo.

Hay un género en decadencia: los libros para orar, especialmente los devocionarios,
que afecta también a los libros de meditación. Fueron el alimento preferido y casi único de
generaciones enteras durante siglos. Si tienen hondura, pueden ser libros de formación
espiritual; de lo contrario, pueden generar una piedad sentimental y vacía. Los primeros
desaparecieron -no del todo-con los cambios litúrgicos en el Posvaticano. De los segundos,
algunos se conservan todavía y van naciendo otros nuevos. Sigue teniendo éxito la Intimidad
divina (Gabriel de Santa María Magdalena, Burgos, El Monte Carmelo). Nuevo y profundo
me parece el del P. A. Orbe (Del Olivete al Calvario, meditaciones sobre la Pasión del Señor,
Madrid, Atenas, 1988). Interesante resulta la colección de oraciones extraídas de los estudios
teológico s de K. Rahner (Oraciones de vida, Madrid, Publicaciones Claretianas, 1986). O el

20
Hasta el año 1973 recogí el ambiente posvaticano en mi obra Dinámica de la oración, pp. l35-177. Los
años siguientes se siguen en A. Guerra, Oración cristiana, pp. 11-41; la última afirmación es de S. Gamarra,
Teología espiritual, Madrid, BAC, 1994, p. 151.
de Salvador Muñoz Iglesias (Mi oración de cada día, siguiendo textos de la Escritura,
Madrid, EDE, 1992). Después del Vaticano nacieron algunas revistas específicas sobre la
oración, como Prier (Francia), Cuadernos de oración, y Orar (España). No son más que una
breve alusión a un género de literatura orante, y sólo como tal es válida.

Otra línea bibliográfica se centró en dar una base teológica a la oración. Uno de los
primeros fue el de J. M. Castillo, Oración y existencia cristiana, Salamanca, Sígueme, 1969.
En este capítulo caben todos los estudios sobre la oración de Jesús, Jesús orante, vida
teologal, trinitaria y oración, la Escritura y la liturgia como fuentes de oración, etc.

El desarrollo de las formas históricas de la oración (historia de las religiones,


psicología, literatura, biblia) se siguen en una auténtica enciclopedia de la oración: AA.VV.
(Dir. E. Ancilli), La preghiera, 3 vols., Milano-Roma, Ancora-Coletti, 1967.

Una línea muy marcada en estos últimos años, con una oceánica avalancha literaria, ha
sido la oración con técnicas orientales, en una verdadera «fascinación del Oriente» (J.
Sudbrack). Algunos se han quedado en el uso de las técnicas de relajación, como el zen, el
yoga, el control mental, la meditación transcendental, etc.; pero otros han hecho un verdadero
esfuerzo por inculturar el ejercicio de la oración con esas técnicas, y de la simbiosis ha
surgido un «movimiento meditación» muy interesante21.

En la tradición orante cristiana, sobre todo del Oriente, ya existía una técnica paralela
que se define como la oración del corazón, o la «oración de Jesús», practicada por los Padres
del Yermo y se ha mantenido durante siglos. Vivían la oración con el ejercicio de la hesichia,
soledad y silencio en 10 exterior, y quietud en lo interior. Con ese método los monjes
cumplieron con la obligación de orar sin interrupción que les imponía la Regla. El método
del hesicasmo fue difundido por La Filocalía, colección de sentencias de los Santos Padres
sobre los modos de orar22.

También aquí asistimos a una verdadera invasión de bibliografía moderna, ya en


descenso. Un libro que se ha hecho célebre es El peregrino ruso (Madrid, EDE, muchas
ediciones), resumen de las técnicas hesicastas. Durante años, muchos libros, a veces con
nombres extraños, invadieron las librerías: la «oración profunda», «oración centrante»,
«oración de Jesús», «oración del corazón», «oración continua», «Sadhana», «Pustinia», etc.
21
Cf. S. Guerra, «El "Movimiento meditación"»: Revista de Espiritualidad 36 (1977) 415-434 Utilizando
las técnicas orientales y los místicos cristianos, ha construido una monumental obra N. Caballero, El camino
de la libertad, 6 vols., Valencia, Edicep, 1975-1980, que ha seguido creciendo con nuevos títulos. La
Congregación para la Doctrina de la Fe publicó un documento, más bien crítico, sobre la relación de la
oración cristiana y las técnicas orientales: Carta sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, 15
octubre 1989 (en Ecclesia, 20 de enero de 1990, pp. 30-38). No rechaza los métodos, sino el «fundir la
oración cristiana con la no cristiana» (n. 12). Si se salva la estructura teologal, bienvenidos los métodos (cf.
nn. 3 y 28).
22
Información general se encuentra en mi estudio, «La oración del corazón. Aspectos históricos y
doctrinales»: Salmanticensis 35 (1988) 345-367.
Los autores son también conocidos: A. de Mello, K. Tilmann, G. Dürkeim, M. Ballester, J.
Lafrance, W. Jonston, H. M. Enomiya-Lasalle, Hueck Doherty, H. Caffarel, N. Caballero,
W. Stinissen, Matta El Meskin, etc.

La oración, en esta vuelta al pasado, adquiere la dimensión no sólo interiorizada, sino


afectiva, que no debía haber perdido nunca. El clima del amor es el propio donde germinan
todas las facetas de la oración: la de alabanza, de adoración, de pasmo ante la divinidad, de
sentimiento de pobreza y debilidad, de aceptación confiada de la voluntad de Dios, etc. El
«sentimiento de presencia», del que habla Santa Teresa (Vida 10, 2); la «atención y
advertencia amorosa», a la que se refiere San Juan de la Cruz (Subida II, 12, 8; 13, 4),
pertenecen a esa dimensión perdida de la oración23.

Finalmente, un capítulo amplio lo llena la oración y el compromiso. La insistencia en


el tema fue llamativa. Esta tendencia se quiso imponer como alternativa a un estilo de oración
juzgada como evasión y puro interiorismo. Pero este «compromiso» no significaba sólo la
dedicación al apostolado, sino a construir un mundo más justo. La oración se la veía como
palanca para el compromiso social. Esa crítica negativa fue una de las causas que provocó la
crisis y el abandono de la oración. La alternativa fue presentar la vida como oración, la
oración y existencia cristiana, el trabajo es oración, o fórmulas parecidas. Un libro
representativo, no específico sobre la oración, sino crítica a la visión tradicional de la religión,
fue el de J. A. T. Robinson, Honest to God, símbolo de lo que estaba sucediendo en la Iglesia
de los años sesenta.

2) Fundamentos teológicos. Teología de la oración

Si la oración es una «elevación» de la mente y el corazón a Dios, una relación o


encuentro interpersonal con Él; si es una .manifestación de la religiosidad del creyente, tiene
que tener un fuerte contenido dogmático. La oración «cristiana» es la que hace un cristiano.
Y la oración perfecta es la que hace un cristiano santo, santificado por la unión con la
Trinidad. De ahí que la oración cristiana no sólo tiene que tener una estructura teologal, sino
que es esencialmente trinitaria, cristológica, hecha en el Espíritu y eclesial.

a) El paradigma de Jesús orante

En la actual economía de la salvación hay un ser que realiza la plenitud del «hombre
nuevo», que es Jesús de Nazaret. El ha vivido la dimensión de Hijo del Padre en el Espíritu.
Por eso el paradigma de toda oración cristiana tiene que ser la suya. Más todavía: Jesús
orante, o Jesús en oración. Sus «actitudes» en relación con el Padre, su «misión» como
realización de un destino, sus «intenciones» como orante, hasta los «condicionamientos»

23
Ch. A. Bernard, Teología afectivo, Roma, Paoline, 1985, dedica un apartado especial a la oración
afectiva. Cf. pp. 345-354.
internos y externos, tienen que ser los grandes ejes normativos para todos los orante s
cristianos.

El primer capítulo, pues, de una teología de la oración tiene que ser Jesús de Nazaret
puesto en oración. Pero ¿sabemos cómo oraba Jesús en la intimidad de su ser? ¿Conocemos
a Jesús orante? «Sabemos poco -dice J. Jeremías- de la vida de oración de Jesús ... ¡Cómo
nos gustaría saber algo más!»24.

Es claro -según los Evangelios- que Jesús oró muchas veces, a solas, en momentos
difíciles y graves. Oró por una necesidad casi biológica: porque era hombre, y, como tal,
expuesto a las necesidades y situaciones «humanas» comunes, hasta la misma muerte. Por
eso su oración en Getsemaní y en la cruz se hacen más entrañablemente nuestras. Pero
también oró porque era un hombre piadoso, al estilo de los «pobres de Yahvé», o como
representante del «resto de Israel». Aunque es verdad que «su» oración, la del N. Testamento,
trasciende el estilo de la antigua alianza. Todo ello nos acerca a lo cuantitativo y cualitativo
de la oración de Jesús. En su oración se pueden distinguir tres elementos:

a) Las actitudes. La primera es que Jesús ora como Hijo de Dios. En consecuencia, se
relaciona con su Padre con confianza de Hijo para pedirle. Nadie puede rezar como Él el
Padrenuestro. La segunda es la seguridad de la respuesta por parte del Padre: siempre es
oído por El. La tercera, la solidaridad con su destino de Mesías y, por lo tanto, los momentos
de su oración obedecen al cumplimiento de ese destino: bautismo y elección de los discípulos
(Lc 6, 12), la transfiguración y revelación de su divinidad (Lc 9, 28-29), revelación de su
misión (Lc 3, 21-22), antes de hacer un milagro: la resurrección de Lázaro (Jn 11, 48 ss.),
para enseñar a orar (Lc 11, 1), para aceptar la muerte (Mc 15, 34), oraba solo en el desierto
(Mc 1, 35; Lc 5, 16 ss.), etc.

b) Los contenidos, o las formas de su oración: petición, alabanza, acción de gracias.


Esos contenidos están vinculados a las actitudes fundamentales y en relación con su destino
mesiánico.

e) Las circunstancias: se presenta como maestro de oración, la hace en soledad y


silencio, de noche, superando la costumbre de orar en la sinagoga. Cuando la hace en
compañía, distingue su modo de orar del de sus discípulos, porque tiene conciencia de su
filiación divina por naturaleza, mientras que los discípulos la tienen por gracia25.

Si tuviésemos que condensar la originalidad de la oración de Jesús, habría que pensar


en su conciencia de ser Hijo de Dios y llamar a Yahvé, Dios del A. Testamento, con un título
nuevo: Abba-Padre. Eso fue lo inaudito y lo inaudible para un auditorio judío, y, sin embargo,

24
Abba y el mensaje central del N. Testamento, Salamanca, Sígueme, 1981, p. 81.
25
Cf. bibliografía de apoyo en Ch. A. Bernard, Teología espiritual, Madrid, Atenas, 1994, pp. 424-425.
Augusto Guerra, Oración cristiana, pp. 45-56.
lo que asimilaron las comunidades cristianas desde muy temprano. Esa filiación de Jesús con
su Padre es diversa de la de los discípulos: «Padre mío y Padre vuestro», dice Jesús. Con los
discípulos puede orar en común el Padrenuestro (Mt 6, 9-13; Lc 11, 2-4), que fue la oración
específica del cristiano, y ya desde muy pronto fue comentada por los escritores eclesiásticos:
Tertuliano, Cipriano, Orígenes y otros.

Como orante, Cristo se transforma en maestro de oración para sus discípulos y para
todos los orantes. Son nuevas para su tiempo y clima religioso las recomendaciones a los
discípulos sobre la oración (Mt 6, 5-13): orar en lo secreto del corazón, con pocas palabras,
con el «Padrenuestro». El orante tiene que ser perseverante hasta la importunidad, como lo
ponen de manifiesto las parábolas del amigo inoportuno y de la viuda persistente ante un juez
indolente (Lc 11, 5-8; 18, 1-8). La oración será siempre oída si se hace con fe (Mt 21, 22; 7,
7-11; Mc 9, 23). Especialmente el Padre dará su Espíritu al orante (Lc 11, 13), sobre todo
cuando se hace en nombre de Jesús (Jn 14, 13-14). Las comunidades del N. Testamento son
comunidades orantes, como lo dejan entrever San Lucas en los Hechos y Pablo en sus
Cartas26.

b) La oración del hombre cristificado

El «hombre espiritual» cristiano, que vive la madurez cristiana centrada en la Trinidad,


en el Espíritu de Cristo, debe orar al Padre como hijo de Dios en el Hijo Jesucristo. Pero
también con el Hijo y en su Espíritu. Finalmente, debe orar al Hijo como Dios porque Él ora
por nosotros en su Iglesia como cabeza y sacerdote.

Estas afirmaciones nos recuerdan la estructura sobrenatural y trinitaria de la vida


cristiana de la que procede el acto de orar. Oramos con nuestro ser de cristianos. Como
hombre del Espíritu, el cristiano se deja orar por el Espíritu para hacerlo con la misma
confianza que Jesús:

«En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios.
Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis
un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre!» (Rm 8, 14-15).
«El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos pedir como
conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm
8, 26). «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre!» (Ga 4, 6).

26
No nos podemos detener en el tema. Una breve síntesis, lugares de la Escritura, datos históricos,
problemática moderna, en J. Weismayer, La vita cristiana in pienezza, Bologna, EDB, 1989, pp. 92-111.
El «orar en el Espíritu», que dice el Evangelio de Juan (4, 24), es dejarse orar por el
Espíritu en lo interior, insistiendo en el carácter pasivo de la oración de la que tanto hablan
los místicos y se puso de moda en el Posconcilio.

«Oración en el Espíritu significa abandonarse a la gracia que el Espíritu Santo


sugiere en nosotros (Jn 4, 24) ... El hombre espiritual, cuando reza, no se preocupa de
dirigir a Dios un discurso rico en palabras; no se abandona a sentimientos bien
formulados; no se anega en deseos profundos, no se eleva entre pensamientos
teológicos ... El hombre espiritual intenta quedarse estático ante el Señor, permanecer
a la escucha de lo que Él le sugiere, dejarse guiar por su Espíritu, contemplar su belleza
y su grandeza fuera de todo esquema intelectual propio ... Oración en el Espíritu es
olvidarse de sí mismo para dejarse invadir por Dios»27.

La oración de petición suscita no pocas cuestiones teológicas y tiene graves incidencias


en la vida pastoral, porque muchos cristianos, no siempre «practicantes», leen materialmente
los textos evangélicos sobre la infalibilidad de la oración y se lamentan cuando Dios no les
concede lo que piden atribuyéndolo a castigo divino. O sacan la consecuencia de que Dios
no es Padre porque no ayuda a sus hijos, como lo hacen los padres naturales. Teológicamente,
lo más importante de la oración de petición es que el orante expresa una actitud de fe en Dios,
además de ser una confesión de indigencia radical del ser humano. Dios escucha nuestra
oración, pero no siempre cumple nuestra voluntad, porque en ese caso ocurriría el absurdo
de que Dios sería manipulable por el hombre. La oración de petición es legítima y necesaria
porque educa en la fe, en la esperanza y en el amor. Además, puede mover a Dios a hacer
pequeños o grandes milagros en favor del orante, o de darle la conformidad en caso de no
conseguir lo pedido. En cualquier caso, los teólogos o los pastores de almas tienen que educar
a los orantes para que sepan aceptar con humildad el propio destino como Jesús aceptó el
suyo. Y para entender que la explicación última del dolor humano, teológicamente hablando,
está en la cruz de Jesús. La misma ascética cristiana y las «noches» de purificación
encuentran en Jesucristo no sólo el modelo, sino la causa.

c) Estructura teologal de la oración

La oración se configura también como «cristiana» cuando es ejercicio de vida teologal.


Es otro de los fundamentos teológicos de la vida de oración.

La oración es, en primer lugar, ejercicio de fe. Es imposible una oración que no nazca
de la fe y no hay vida de fe que no culmine en un ejercicio orante. Mutuamente se interfieren,
se necesitan. Si la fe es un don del Padre en. el Hijo por el Espíritu, esa misma categoría de
don tiene la oración cristiana. El cristiano, cuando ora, tiene que hace hacer un acto de fe

27
T. Goffi, La experiencia espiritual, hoy, pp. 92-93. Esta tesis fue divulgada por L. Evely con fórmulas
repetidas, como: orar es dejarse orar por Dios; orar es escuchar a Dios; Dios nos ora, etc. Cf. La oración del
hombre moderno, passim.
explícita en Dios, Uno y Trino. Para que el hombre ore en cristiano, no es suficiente una
búsqueda vaga de un ser Transcendente, lo absolutamente Otro, etc., propio de la religión
natural; es necesario creer en Dios que se da en Cristo, y que exige la redamación.

De este acto explícito de fe en Dios Padre misericordioso, surgirá la necesidad del


encuentro, la relación interpersonal, que constituye la esencia de la oración y es ejercicio de
la caridad teologal. El hombre orante y el Dios orado entran en comunión. Lo que acontece
en la relación-encuentro entre un yo y un tú humanos no es más que una simple y lejana
analogía para entender la estructura psicoafectiva de la oración. No explica la hondura de la
oración cristiana, donde lo más importante no es la relación-encuentro, sino el don de Dios
que posibilita y cualifica el encuentro, lo desviste de todo interés egoísta, lo hace relación de
amor puro. Es el amor teologal -más pasivo y receptivo que activo- el que desarrolla el
diálogo orante. Lo específico de la oración cristiana, para diferenciada de la oración
«natural», es que en ella el hombre no busca a Dios, mediante los actos de culto, sino que es
buscado por Dios. La oración, como la religión, la infunde Dios en el corazón humano28.

El amor a Dios que desarrolla la oración exige la caridad activa, la coherencia con la
vida, el compromiso cristiano plural. No siempre se desarrolla el binomio fe-amar-oración
con frutos visibles en la edificación del Cuerpo místico de Cristo, porque algunos de sus
frutos son invisibles, como lo demuestra la existencia de vocaciones contemplativas puras en
la Iglesia. Santa Teresita del Niño Jesús se consideró como el corazón de la Iglesia viviendo
la oración contemplativa en el Carmelo.

En la trama teológica de la fe-amor se descubre la urdimbre de la esperanza, que le da


una cierta tensión de futuro y de alteridad. La esperanza expresa confianza en el Otro y
desconfianza en nosotros y en nuestro mundo. El que espera expresa, de palabra o de obra,
la pobreza radical del ser, la propia limitación. Sin esperanza teologal no se puede creer en
Dios ni se puede amar, porque no se reconoce lo divino como don del Padre. Todo esto encaja
perfectamente en la estructura dinámica de la oración, que es acoger el don del Padre y poner
toda la confianza en Dios. También en este supuesto se supera lo puramente «natural» de la
religión y se acepta lo específicamente cristiano en Jesucristo.

Esa estructura teologal de la oración cristiana es la que expresa Santa Teresa en una
definición no buscada pero que ha sido clásica en la historia de la espiritualidad.

«Que no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad, estando
muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Vida 8, 5).

28
Literatura de apoyo en J. M. Castillo, Oración y existencia cristiana, donde desarrolla «La oración,
experiencia de fe» (pp. 60-90); «La esencia de la oración» (pp. 90-118); «Originalidad de la oración
cristiana», distinguiendo el «hecho religioso» y el «hecho cristiano» (pp. 146-192).
En primer lugar, es desarrollo de la vida de fe: «sabemos que Dios nos ama». Es decir,
creemos en Dios como Padre y esa convicción es la que nos conduce a la oración. «Él nos
amó primero», dice San Juan (1 Jn 4, 19) Y nosotros lo sabemos; el orante, mientras ora,
recibe el amor del Padre en el Hijo por el Espíritu. La conexión con el conocimiento del amor
del Padre por fe es evidente. Por eso la definición teresiana, aparentemente tan simple, es de
un profundo valor teológico al ser una experiencia que entronca con la revelación y la historia
de la salvación.

Es también ejercicio de caridad: por eso tratamos amorosamente con Él, no sólo sobre
el tema del amor: «tratar de amistad», sino de las cosas que interesan a ambos, orante y Dios.
Si tratamos de amistad, es porque somos amigos. Ésta sería la actitud básica; y además nos
comportamos como amigos, hablamos con Él, como lo hacen los amigos: «a solas» y
«muchas veces».

La esperanza está sobreentendida implícitamente en el ejercicio de la fe y el amor.


Confiamos en Dios más que en nosotros mismos. Reconocemos la necesidad de Dios en
nuestra vida; por eso acudimos a Él para le dé sentido29.

Corolario de la dimensión teologal de la oración cristiana es su relación a la


experiencia de Dios, a la que nos hemos referido en este mismo capítulo (cf. VII, 2, B). Uno
de los «lugares» de experiencia -decíamos- es es el culto, la oración personal o comunitaria30.

En ese contexto nace una de las experiencia más bellas y profundas de la oración
madura que es la de la gratuidad. En ella la sentimos como puro don de Dios y su Espíritu,
no como un esfuerzo humano. La oración aparece así a los ojos del orante como no funcional,
inútil, no tiene una utilidad pragmática, no es un acto para conseguir algo, sino que es un fin
en sí misma. Consiste en estar con Dios y con los hermanos. En la oración pura no «hacemos»
nada más que creer, amar y esperar. La oración se justifica por sí misma como encuentro con
Dios, como desarrollo de la vida teologal. En los años posteriores al Vaticano II se desarrolló
una amplia bibliografía con títulos muy llamativos, que insistían en ese carácter gratuito,
festivo y lúdico de las celebraciones litúrgicas, de la oración: La inútil liturgia (J. Llopis),
Las fiestas de locos (H. Cox), Cristianos en fiesta (Mateos), Sobre la libertad, la alegría y el
juego (J. Moltmann), etc.31.

d) Carácter cristológico y eclesiológico de la oración

29
Sobre la oración teresiana, cf. mi Dinámica de la oración (cf. bibliografía). Herráiz, La oración, historia
de amistad (ib.). T. Álvarez J. Castellano, Teresa de Jesús, enséñanos a orar, Burgos, El Monte Carmelo,
1981, especialmente, p. 130, nota 18.
30
Cf. D. de Pablo Maroto, «Oración y experiencia de Dios»: Revista de Espiritualidad 36 (1977) 147-179.
31
Una relación suficiente, cf. en V. Codina, «Teología dionisíaca», en Teología y experiencia espiritual,
Santander, Sal Terrae, 1977, pp. 243-277.
La oración, como desarrollo de la vida teologal, no puede olvidar otras dimensiones
con las que está necesariamente unida: lo cristológico y lo eclesial.

En Cristo, Dios se da al cristiano orante y le enseña el camino de la oración, como lo


advertíamos al hablar de Cristo en oración. Como complemento de lo dicho remito a una
aportación de J. M. Castillo:

«De hecho, es en la unión a Cristo donde reside el verdadero problema de la


oración, y no es la elevación de su forma o de su fórmula. La más bella contemplación
histórica, afectiva o estética de una escena evangélica no es necesariamente una oración
cristiana. Tampoco lo es la más impecable liturgia, incluso si los participantes
experimentan, en el transcurso de la ceremonia, el sentimiento vivísimo de la
comunidad eclesial. Tampoco incluso la meditación más profunda de las verdades
cristianas. La oración no es verdaderamente cristiana nada más que cuando el cristiano
sale de ella con una fe, una esperanza y una caridad más intensa, es decir, decidido a
vivir más sinceramente como hijo de Dios, con Cristo Jesús. Esta decisión distingue a
la oración cristiana de toda otra oración, pagana, musulmana, budista ... »32.

La oración cristiana personal adquiere su dimensión plena en la oración comunitaria y


pública de la Iglesia: la liturgia, especialmente, la celebración de la Eucaristía, la recitación
de las «Horas» canónicas, encomendada especialmente a los orantes «oficiales»: sacerdotes,
religiosos/as, consagrados, y a la que están invitados también los laicos comprometidos. La
oración vocal oficial se nutre fundamentalmente de la recitación de los salmos y las lecturas,
auténtico encuentro con la Tradición cultural y mística de los grandes espirituales. Los
salmos del pueblo de Israel los hizo suyos la Iglesia dándoles un sentido cristológico en el
siglo v. Expresan la experiencia salvífica de un pueblo y condensan la vida orante de Israel,
entre ellos Jesús y sus primeros discípulos. En ellos se encuentran todas las «formas de
oración»: alabanza, acción de gracias, petición, lamentos, expresiones de alegría, etc. El alma
de un pueblo y su historia están petrificados en esas oraciones seculares, y como tocan la raíz
misma de lo humano, el orante de todos los tiempos se siente identificado con ellos.

3) Antropología y metodología de la oración

Recojo una pocas cuestiones vinculadas al tema de la oración, a las que antiguamente
se les daba mucha importancia y ahora han perdido interés, al menos algunas de ellas.

a) La persona orante

32
Oración y existencia cristiana, p. 155. Cita a A. Riviér, La mystique et les mystiques, Paris, 1965, p.
145.
Generalmente, es algo que se olvida y, sin embargo, es lo más importante. Sin orante
no hay oración, sino una abstracción. Si nos referimos al orante es para insistir en que la
oración la hace el hombre entero, no sólo la mente, el corazón, como puede sugerir la
definición clásica: «es levantar el corazón a Dios y pedirle mercedes». Cuando el hombre
ora, todo el ser entra en un espacio vital sacro. Los sentidos o la mente aportan los datos de
fe, la imaginaria crea, recrea o divaga perdida, el entendimiento reflexiona o se calla en
actitud contemplativa, la voluntad ama, y, finalmente, el cuerpo se sitúa también en la mejor
actitud para servir de apoyo a lo que las demás facultades realizan.

No olvidemos el humilde ministerio de los sentidos interiores y exteriores para el


momento de orar. Lo destacó mucho el gran maestro de oración que fue San Ignacio de
Loyola, al aconsejar como «preámbulo» de la meditación el uso de la imaginaria con la
«composición viendo el lugar», fácil cuando la reflexión recae sobre algo sensible como es
la vida de Cristo, y factible con un cierto artificio mental cuando se trata de algo insensible.
Lo mismo se diga de la «aplicación de los sentidos», otro mecanismo utilizado por el Santo
para la oración mental (cf. Ejercicios Espirituales, nn. 47 y 65 ss.). La defensa que hace Santa
Teresa de la Humanidad de Cristo como objeto de meditación y contemplación, aun en los
altos estadios de la vida mística, es otro ejemplo del valor de la imaginaria en el ejercicio de
la oración (cf. Vida, cap. 22; Moradas VII, cap. 7). Las «meditaciones» que ofrece fray Luis
de Granada en su Libro de la oración y meditación, llenas de plasticidad, de realismo, de
emocionalidad religiosa, nutren de modo admirable la sensorialidad del orante para que se
enamore de lo bueno meditado o rechace lo malo.

Sólo así el hombre real, cuerpo y espíritu, se pone en oración. Lo sensible, lo corporal,
lo afectivo, lo intelectivo, todo entra en relación con Dios. No obstante la apariencia de que
la oración, con frecuencia reducida a «meditación» u oración mental, es ejercicio del
entendimiento, del pensar, del discurrir, hay que rescatar el elemento afectivo. En este mismo
capítulo hemos hablado de la oración del corazón (VII, 2, C, 1). Santa Teresa, maestra en
estas lides, intuyó y tuvo experiencia de que «no está la cosa en pensara mucho, sino en amar
mucho» (Moradas IV, 1,7).

b) Metodología y mistagogía

Uno de los problemas clásicos era el del método de la oración, a usar especialmente
por los principiantes. Hoyes frecuente hablar de mistagogía aplicado a toda la vida espiritual
o a la oración. Nos referimos a una comunicación o enseñanza no magisterial, sino
experiencial. Sólo los grandes maestros son capaces de transmitir por contagio y pathos
religioso su modo de orar, de encontrarse con Dios. Así lo hicieron, por ejemplo, los «padres
espirituales» entre los antiguos monjes del desierto.

La introducción a la oración también se hace mediante un método. A través de la


historia fueron apareciendo algunos de ellos. En los siglos XIV y XV se desarrolló la llamada
«oración metódica» entre los Hermanos de la Vida Común y Deventer y los Canónigos
Regulares de Windesheim, en los Países Bajos. Una obra síntesis de amplio influjo en la
praxis y literatura posteriores fue la de Juan Monbaer (Mauburnus), Rosetum exercitiorum
spiritualium et sanctarum meditationum.

De él bebieron los autores espirituales, especialmente el benedictino García Jiménez


de Cisneros, quien publicó en Montserrat, 1550, el Exercitatorio de la vida espiritual, en el
que ofrece meditaciones para cada día de la semanal según las tres vías de la vida espiritual:
purgativa, iluminativa y unitiva. «Las materias del temor (pecado, juicio, infierno,
novísimos), según la vía purgativa; las materias de los beneficios de Dios, según la
iluminativa; las materias de las perfecciones y alabanzas de Dios, según la vía unitiva» (cap.
8). También los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola pertenecen a ese género .
de la oración fuertemente metodizada.

Pero el libro más leído y el método más utilizado desde el siglo XVI fue el que difundió
el Libro de la oración y meditación, de fray Luis de Granada, publicado por primera vez en
Salamanca, 1554, incluido en el Índice de libros prohibidos de 1559. Mantiene el número
septenario de meditaciones, alternando las referidas a las miserias humanas con la pasión del
Señor.

Y así otros muchos. Por ejemplo, un método singular, sin salirnos del siglo XVI
español, fue el difundido por los franciscanos y Santa Teresa de Jesús, entre otros, llamado
el método del «Recogimiento», del que abusaron algunos iluminados33.

Hoy el problema del método tiene menos importancia, sobre todo en orantes habituales.
Se impone la libertad y que cada uno se relacione con Dios «amorosamente» del modo más
fructuoso. El tiempo a dedicar, el lugar, la postura del cuerpo, la lectura previa, la hora más
acomodada para hacerla, etc., son elementos que cada uno tiene que decidir según sus
preferencias. No se pueden hacer teorías ni presentar métodos que han servido a otros, aunque
hayan sido «maestros espirituales». La vivencia de la teologalidad irá imponiendo ritmos
metódicos o carencia de todo método.

4) El camino de la oración: grados y formas

Para comprender el «camino de la oración» es importante distinguir, en primer lugar,


las formas activas y pasivas. Son cualitativamente diversas. Santa Teresa es la gran maestra
y distingue bien las llamadas ascéticas o activas, en las que el hombre tiene una cierta
iniciativa, y las místicas o pasivas, en las que Dios actúa sin que el hombre haga nada más
que recibirlas y dar gracias por el don, ciertamente no prepararse para ellas. De las «siete

33
Bibliografía elemental en G. G. Pesenti, «Metodo di orazione», en DES, II, pp. 15901597. Libro clásico
es el de G. Lercaro, Metodi di orazione mentale. Milano, 1957.
moradas» descritas en su obra del Castillo interior o las moradas, las tres primeras son
activas, y las tres últimas, pasivas. Las cuartas, son de transición.

La alegoría continuada de los cuatro modos de regar el huerto ilustran sensorialmente


la profunda idea teológica de la santa. En ella, el esfuerzo humano va disminuyendo en la
medida en que aumenta el don de Dios. En primer lugar, sacar el agua del pozo: mucho
esfuerzo del orante y poco fruto de piedad y devoción. El segundo paso consiste en sacar el
agua con noria: disminuye el esfuerzo personal y crece la madurez de la oración. El tercero
es el riego con agua de río, la inundación del huerto abriendo las compuertas: casi ningún
esfuerzo y muy elevada oración. Finalmente, el riego por lluvia: ningún esfuerzo del orante
y sentirse anegada en la experiencia de la presencia divina34.

Otro dato a tener en cuenta para la comprensión de la doctrina teresiana sobre la


oración, es la secuencia o superposición de tres elementos: gracia, forma de oración y efectos
morales. La gracia particular de Dios precede .a la oración e induce una forma o modo de
orar y, según el grado de perfección produce frutos morales y espirituales. Este ritmo
simultaneado entre gracia y grado de oración marca la madurez espiritual del orante35.

Con estas premisas, ya podemos acceder a los grados de oración siguiendo la


nomenclatura teresiana.

- Oración vocal:

Es la recitación de oraciones hechas o personales. Para ella no basta la recitación


material de las palabras sin poner atención a lo que significan. Así plantea ella el problema
no moral (se cumple con la sola recitación), sino espiritual (eso no basta). Ella tuvo que
defender la dignidad de la oración vocal contra los que la rechazaban (alumbrados,
erasmistas), y la oración mental contra los que la tenían por peligrosa (algunos teólogos e
inquisidores). En ese contexto polémico la Santa niega la diferencia entre oración vocal bien
hecha y la mental36.

- Meditación discursiva:

34
Cf. en Vida 11, 7-9 y desarrollo en caps. 11-21. El mismo sentido tiene la doctrina que expone con la
imagen de los dos pilones, uno que mana agua en la misma fuente, y otro que viene de lejos. Cf. Moradas IV,
2, 2-3.
35
Este proceso lo describí en mi obra Dinámica de la oración, cf. cap. VII: «Los grados de oración según
Santa Teresa», pp. 199-245.
36
Exposición y debate en Camino de perfección, caps. 24-26. Sobre el ambiente orante del siglo XVI y
reacción de Santa Teresa, en mi obra Dinámica de la oración, pp. 112-120.
Es la acepción más común de la «oración mental», la reflexión amorosa que hacemos
de los misterios de Dios, del mundo y del hombre para llegar a convencimientos más
profundos de la fe y a compromisos más reales. Es la puerta del castillo interior en el que se
maduran el conocimiento y el afecto de los dos grandes temas de meditación: Dios, Cristo,
el propio yo. Y después, todas las grandes verdades de la religión que afectan al presente y
al futuro del hombre37.

- Recogimiento activo:

La meditación simple o reflexión sobre verdades a veces puede utilizar el método


llamado del «recogimiento» y viene a ser una forma de orar muy aconsejado por la maestra
Teresa y algunos espirituales de su tiempo hasta formar un verdadero movimiento orante
grupal extendido en las dos Castillas y Andalucía. Psicológicamente equivale a una
interiorización o ensimismamiento hacia el centro del yo; un control de la dispersión sensorial
externa e interna y aplicación de todas las facultades a reflexionar sobre un objeto de interés
religioso. Santa Teresa tuvo una debilidad especial por concentrar su potencial anímico sobre
su Amado Cristo. En el escenario de su corazón revivía no sólo cognoscitivamente, sino
afectivamente la vida, muerte y pasión del Señor. La propia experiencia le llevó a apreciar el
método del recogimiento, todavía en la fase activa, y a aconsejarlo a los que no podían
meditar sin distraerse38.

- Recogimiento pasivo y oración de quietud:

Son dos formas psicológicamente equivalentes: existe un ensimismamiento o


interiorización de los sentidos exteriores e interiores. Pero aquí la situación anímica no
depende del orante, sino que es una llamada a la interioridad provocada por Dios. El alma
tiene un sentimiento de la presencia de Dios, como cuando el pastor llama al redil a su rebaño,
explica la santa con un símil tosco pero realista. El proceso reflexivo o meditativo se hace
cada vez más penoso, porque Dios ciega los caminos del discurso, de la imaginación e
infunde una «noticia amorosa», como dice San Juan de la Cruz. Es el indicador de que el
alma debe pasar de la meditación a la contemplación. La Escuela mística carmelitana
introdujo en este momento de la oración la contemplación adquirida, como paso previo a la
contemplación mística o infusa. Es en estos niveles donde la oración adquiere su tonalidad
eminentemente afectiva, sobre todo en la oración de quietud39.

37
Cf. Santa Teresa, Vida, caps. 11-13; Camino, 22-25 y passim; Moradas VI, 7,10. Dinámica de la
oración, pp. 201-210.
38
Cf. Camino, caps. 26-29. Textos dispersos: Vida 4, 6-8; 9, 4.6; 13, 22. Estudio, en Dinámica de la
oración, pp. 210-217. Sobre el «recogimiento» como movimiento orante en el siglo XVI, cf. M. Andrés
(Dir.), Los recogidos. Madrid, FUE, 1976.
39
Santa Teresa, Vida, caps. 14-15; Camino, caps. 30-31; Moradas IV, caps. 2-3. Cf. Dinámica de la
oración, pp. 216-221. San Juan de la Cruz, Subida II, 12, 8; 14, 6; 15, 5; Noche 10,4; Llama 3, 33.35.65.
- Sueño de potencias:

Nomenclatura curiosa que utiliza la santa en Vida y no en las Moradas. La coloca entre
la oración de quietud y el desposorio o arrobamiento. Es el arroyo de Dios que inunda el alma
como la acequia la tierra reseca y perturba el funcionamiento normal de los sentidos, la
imaginaria, el discurso mental y sólo queda despierto el amor consciente de la visitación
divina. «Quiere el Señor aquí ayudar al hortelano de manera que casi Él es el hortelano y el
que lo hace todo» (Vida 16, 1). Pero ni ésta ni otras formas superiores de contemplación
extática alienan a la persona para que no se pueda preocupar de negocios mundanos y
temporales40.

- Oración de unión:

Es el supremo grado de oración mística previsto por Santa Teresa. La «unión con Dios»
es la meta de la vida espiritual, como vimos en una de las «configuraciones» (cap. VI, 1), y
al presentar la «dimensión trinitaria» de la santidad (cap. III, 2, B).

La santa ha descrito tres grados: la unión simple, el desposorio y el matrimonio, con


ricas descripciones más que definiciones, como corresponde a la experiencia mística. Sería
prolijo sintetizar todo el proceso descrito por la santa o por los místicos. Pero algo tenemos
que decir aquí.

Durante los tres momentos de oración, la psicología humana entra en crisis, como si
sufriese un colapso, como el gusano de seda que muere para transformarse en mariposa. «De
verdad parece se aparta el alma de él (el cuerpo) para mejor estar con Dios», dice la santa
(Moradas V, 1, 4). Las potencias del alma, memoria, entendimiento y voluntad, se trasponen
en una actividad superior. Dios inunda el alma como una lluvia mansa, según la expresión de
la santa (cuarto modo de regar el huerto). La unión se realiza en la esencia del alma y su
quehacer durante la unión es sobre todo amar. Los efectos son claros: el orante adquiere un
conocimiento experiencial de Dios, y la vida moral crece hasta los más altos límites del
heroísmo y del servicio.

El segundo grado de unión es el desposorio, acompañado generalmente, al menos en


su caso que ella universaliza, de «fenómenos místicos», como arrobamientos», visiones,
locuciones, etc. Y también de pruebas o noches purificadoras. Los efectos son claros:
«Conocimiento de la grandeza de Dios ... propio conocimiento y humildad ... y tener en muy
poco todas las cosas de la tierra» (Moradas VI, 5, 10).

El tercer grado es el matrimonio, que consiste en una inserción total del orante en Dios.
«Queda el alma, digo el espíritu de esta alma, hecho una cosa con Dios» (Moradas VII, 2,
40
Cf. Vida, caps. 16-17. Cuentas de conciencia 5.
4). La persona que llega a esas alturas de unión «está segura de su salvación y de tornar a
caer» (ib., 2, 12). Aludo a dos componentes de alto significado teológico. El primero es que
el matrimonio se realiza en «una visión imaginaria de su sacratísima Humanidad» (de Cristo)
(Moradas VII, 2, 4). Es el eterno retorno de lo humano de Jesús y su valoración espiritual. Y
el segundo, es la dimensión trinitaria: «Se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres
personas ... Notoriamente ve que están en lo interior de su alma, en lo muy interior; en una
cosa muy honda -que no sabe decir cómo es, porque no tiene letras- siente en sí esta divina
compañía» (ib., VII, 1,7-8)41.

El desarrollo de la vida de fe no se agota con lo dicho, ni tiene por objeto sólo la


relación con Dios. La fe del hombre espiritual tiene que llenar toda su existencia, y no hacerla
consistir en un sometimiento a unas verdades que se nos imponen desde fuera. La fe se
resuelve en una nueva forma de amar, es decir, en una nueva forma de encarar la vida. Éste
es el modelo existencial de personajes «creyentes» que nos presenta la Escritura en el A.
Testamento: patriarcas, profetas, reyes, pueblo fiel. Todos prefiguran a Cristo. «Creer
significa optar por una forma de existencia ya realizada en Jesús de Nazaret»42. Eso mismo
escribió San Agustín: «¿Qué significa creer en Cristo? Amarle, estar a la escucha de su
palabra, ir hacia Él e incorporarse a sus miembros» (In Joan. Ev., Tract. 29).

El problema de la vida de fe no puede olvidar, y lo mismo podemos decir de las otras


dos virtudes teologales, los problemas que plantea la civilización presente a los creyentes en
Dios y en Cristo. Es decir, cómo contagiar la fe vivida a los increyentes, que no sólo es
problema pastoral, sino existencial, Los interrogantes son muchos y no se resuelven desde
una cátedra de espiritualidad o un manual de teología espiritual43.

3. VIDA DE ESPERANZA (RELACIÓN CON EL MUNDO)

El «hombre espiritual» no agota su quehacer en una relación con Dios, como hemos
visto. La confrontación con otras dos realidades servirán de prueba de su madurez cristiana:
el mundo y los hombres. En este apartado estudiamos sus relaciones con el mundo.

Para un hombre espiritual la palabra «mundo» es confusa por la poli valencia de


significados en las distintas épocas históricas. En los catecismos clásicos, equivalía a «los
hombres malos y perversos». En la actualidad, algunos piensan que puede ser el lugar
teofánico donde se desarrolla el Reino de Dios, y, en consecuencia, el lugar donde el cristiano

41
Panorámica global, en Santa Teresa, Moradas V-VII. Vida, caps. 18-21. Estudio, en Dinámica de la
oración, pp. 224-245.
42
J. Espeja, La espiritualidad cristiana, p. 203.
43
Cf. J. Espeja, l. c., pp. 210-218. Buenas síntesis sobre la oración, en F. Ruiz, Caminos del Espíritu,
Madrid, EDE, 19782, cap. 8, pp. 286-337. J. Rivera J. M. Iraburu, Espiritualidad católica, Madrid, CETE,
1982, cap. 19, pp. 727-810. Da importancia a los «grados» de oración siguiendo el esquema teresiano (pp.
750-786). Resumen general y bibliografía última, en S. Gamarra, Teología espiritual, Madrid, BAC, 1994,
cap. VI, pp. 149-175. Y A. Guerra, Oración cristiana, l. c., pp. 127-178.
se hace santo. De todo ello se deduce la necesidad de profundizar en el tema desde la
Escritura, la praxis histórica, los autores espirituales y los teólogos. Y lo vamos a hacer en
conexión con el ejercicio de la esperanza teologal.

A) Interpretación teológica del mundo

La visión bíblica del mundo y las sucesivas interpretaciones históricas nos sirven de
fundamento para comprender esa realidad llena de vaguedades para el hombre espiritual.

1) Visión bíblica del mundo. Carácter escatológico

a) El A. Testamento

El relato del Génesis llama al conjunto de lo existente fuera de Dios «el cielo y la tierra»
(1, 1). El término «mundo» (cosµos) procede de la cultura helenística y era desconocido
para los autores de los textos bíblicos. Según los primeros relatos de la creación en el libro
del Génesis, el mundo (cielo y tierra), es decir, todo lo creado, está cometido al hombre, su
señor (1, 28-30): pero ni el hombre ni el mundo tienen autonomía, porque ambos dependen
de Dios Creador. La afirmación de que el mundo es «muy bueno» (Gn 1, 31) no es una
alabanza del mundo (el hombre y todo lo creado) en sí mismo, sino como obra de Dios que
está por encima de ellos. La buena relación de hermandad entre el hombre y el mundo se
rompe con el pecado de los primeros habitantes de la tierra por los que vino la maldición y
la muerte (Gn 3, 14-19).

b) Epístolas de San Pablo

Pablo comenta este último texto tomándolo en sentido histórico (Rm 5, 12). A partir
de estas afirmaciones, el destino del hombre y del mundo son comunes; el hombre es
solidario con el mundo como el lugar de la vida y de la muerte, pero también de redención y
de vida.

Esa visión optimista del mundo la destaca Pablo, a la espera de la redención del mundo
material en la apocatástasis final (Rm 8, 18-23). Mientras tanto, el mundo «gime hasta el
presente y sufre dolores de parto» (Rm 8, 22). Él es también testigo de la ambivalencia del
mundo, bueno en sí mismo, pero hecho malo por el pecado del hombre y, en cuanto tal, es
culpable (Rm 5, 12 ss.; 3, 19). Pero Dios ha enviado a su Hijo al mundo para que se reconcilie
con Él (2 Cr 5, 19 ss.). Después de la venida de Cristo, en el tiempo intermedio, el cristiano
está en el mundo, vive en él, pero no como sirviéndose de él, porque «la apariencia de este
mundo pasa» (1 Cr 7, 29-31), dice Pablo a la espera de la parusía próxima. Por eso, el
cristiano no puede «acomodarse» al mundo presente (Rm 12, 2).
c) El evangelista Juan

El juicio que da Juan es mucho más severo, como si estuviera ya contagiado de ideas
gnóstico-maniqueas. Es el autor que más usa el término cosµos; (unas 100 veces) indicando,
la mayor parte de las veces, no el mundo material, sino el género humano que es perverso. A
este mundo vino el Hijo de Dios y no le recibió, porque los hombres eligen las tinieblas en
lugar de la luz (Jn 1, 10), lo que significa su propia condenación (Jn 3, 19). Este mundo tiene
un «señor», que es Satanás (1 Jn 5, 18), pero ha sido condenado (Jn 16, 11) Y es echado fuera
por Cristo (Jn 12, 31). Cristo ha vencido al mundo (Jn 16, 32) Y los discípulos «están» en el
mundo, pero «no son del mundo», como Cristo tampoco lo es (Jn 17, 11.14.16). En la oración
sacerdotal no pide al Padre que los saque del mundo, sino que los preserve del mal (Jn 17,
15). Allí permanecerán para guardar los mandamientos, especialmente el del amor (Jn 15, 9-
10), aunque serán odiados por el mundo (Jn 15, 18-19). En el mundo no hay más que
«concupiscencia de la carne, soberbia de la vida y codicia de las riquezas» (1 Jn 2, 16). A
este mundo al que vino el Verbo son enviados los discípulos de Cristo (Jn 17, 18), quienes
vencerán al mundo por la fe en el Hijo de Dios (1 Jn 5, 4).

Estas sencillas referencias bíblicas indican, por una parte, que existe un orden
ontológico, que es el mundo con relación a Dios y como tal es «bueno». y un orden histórico,
el del hombre y el mundo que encierran en sí una aparente contradicción: el mundo sometido
al pecado, es malo, digno de condenación; pero como redimido por Cristo es un lugar de
salvación. La tarea del cristiano es rescatar, con la ayuda de Cristo resucitado, al mundo del
pecado y conducirlo a la redención. En el tiempo intermedio, entre la creación-redención y
la parusía, actúa el «hombre nuevo», el «hombre espiritual». El mundo será, por lo tanto,
indiferente para el cristiano, y es él quien lo hace bueno o malo, dependiendo del uso que de
él haga. Esta ambivalencia del mundo es la que pesará en la espiritualidad y suscitará
reacciones diferentes en los espirituales. Para unos es el habitáculo del hombre donde se hace
santo; para otros tiene un sentido peyorativo y maligno.

2) El cristiano en el mundo. Visión histórica

¿Cómo se desarrolló la relación del cristiano con el mundo o las así llamadas las
realidades temporales? Del análisis histórico, aun en un resumen muy apretado, se pueden
establecer algunas conclusiones.

a) Ambigüedad permanente

En la historia de la espiritualidad no hay un paradigma único de relaciones del cristiano


con el mundo. La Escritura, por ejemplo, no fundamenta, si no es en casos excepcionales, lo
que después se llamó la fuga mundi. Sí que se encuentra en ella una espiritualidad del
desarraigo y la segregación de los bienes temporales, favorecidos por las experiencias del
pueblo de Israel peregrino en el desierto; por el destierro en Babilonia y la repetidas
situaciones de la diáspora. Tampoco la vida de Jesús puede ser modelo de ermitaños
perpetuos, ni de peregrinos harapientos, ni de ascetas rigurosos. Se ha comportado como un
hombre creyente «normal». Las exigencias del Reino imponen a los discípulos no sacralizar
lo temporal y estar dispuestos a renunciar a algunos bienes si ello impide el seguimiento de
Jesús. Entre los esenios se institucionalizó la huida del mundo como protesta y para evitar el
peligro de apostasía. Serán modelos lejanos de los cristianos que se retiraron a los desiertos.
Pero ni Jesús ni los discípulos fueron esenios.

En los comienzos de la vida de la Iglesia en su confrontación con la civilización


grecorromana, se comprueban actitudes divergentes. Se puede establecer como criterio
general, pero no unánime, que cuando la cultura, la civilización, las realidades mundanas
(filosofía, teatro, arte, oficios, etc.) no ponen en peligro la fe cristiana, es decir, no suponen
una confesión explícita o implícita de politeísmo, el cristiano se mantendrá neutral. En caso
contrario, las rechazará y sufrirá hasta dar la vida por defender la fe.

Personajes importantes en ese primer debate de la Iglesia son, entre otros, Taciano
(Discurso contra los griegos) y Teófilo de Antioquía (A Autólico), apologistas de la religión
cristiana y adversarios de la filosofía pagana. Por el contrario, el mártir San Justino
(Apologías) descubre cristianos anónimos entre los paganos porque también ellos tenían
encarnada «la semilla del Verbo» (logos sperµaticoz). Tertuliano inició un camino de
rigor rechazando muchas profesiones (comercio, carpintería, albañilería, pintura, orfebrería,
escultura, profesorado) porque podían favorecer la idolatría, la ambición, la avaricia.
Además, condena la asistencia a los espectáculos públicos, los afeites en las mujeres, el uso
de alhajas, anillos, regula el uso de los vestidos, etc. Aun en el mejor de los casos, a un
observador pagano, la vida cotidiana de los cristianos le daría la sensación de un cierto
«extrañamiento» o segregación del mundo. En casos extremos descubriría lo que Séneca
llamó la displicencia sui, o sea, un resentimiento contra la vida y la propia persona. Y todavía
más extremoso fue la libido moriendi de algunos que voluntariamente se entregaban a los
perseguidores para sufrir el martirio44.

Existe en la literatura un texto de autor anónimo que describe la vida cotidiana de un


cristiano del siglo II que transparenta el equilibrio entre la huida del mundo y la encarnación
en el mismo, entre lo temporal y lo eterno, entre la vida y la muerte, lo cristiano y lo pagano.
La huida del mundo vendrá después, en el siglo IV. Así, por una parte:

«los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni por su habla
ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una
lengua extraña, ni llevan género de vida aparte de los demás ... sino que, habitando
ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en
vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan

44
Cf. en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 39-46.
muestras de un tenor peculiar y admirable conducta, y, por confesión de todos
sorprendente».

Pero, por otra,

«habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como
ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria,
y toda patria, tierra extraña. Se casan como todos; como todos engendran hijos, pero
no exponen los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne,
pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en el tierra, pero tienen su ciudadanía en
el cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes».

Concluye su alegato el anónimo apologista haciendo una síntesis de lo que tiene que
ser un cristiano en el mundo:

«Lo que el alma es en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo»45.

Pero no todos se mantuvieron en esa armonía prevista por el viejo apologista. Poco a
poco hay un deslizamiento del cristiano a la «fuga mundi» y al «contemptus mundi»,
terminología acuñada ya por Tertuliano (De Spectaculis, 29). El mismo Orígenes favorece la
huida del mundo, al menos afectivamente como medio para conseguir la perfección. «Cuando
el alma ha caminado a través de todas las virtudes y ha alcanzado la cima de la perfección,
sale de este siglo mundano» (Hom. in Num., 27, 12. SC 29, 554. También, Hom. in Ex., 3, 3.
SC 16, 108). Iba a ser el gran Alejandrino quien, como en otros aspectos de la vida espiritual,
impusiera una praxis de tanta transcendencia en la espiritualidad cristiana de Oriente y
Occidente.

La historia de la fuga mundi y del contemptus mundi con sus motivaciones es muy
conocida y es uno de los tópicos frecuentes. Motivos cristológicos y escatológicos subyacen
en la elección del desierto como forma permanente de vida. Cristo como valor supremo,
como único absoluto, es 10 que puede explicar la renuncia al «mundo» considerado como
malo. Y la vida eterna como paradigma de la verdadera y definitiva vida. Pero resulta difícil
admitir que las motivaciones de esa elección del desierto no se funden también en ideas
gnóstico-maniqueas. De hecho, la separación del mundo suponía una renuncia a la vida
sacramental de la Iglesia. Era esa Iglesia, parte del Estado teocrático, lo que muchos de los
ermitaños rechazaban. Estas actitudes -más o menos evidentes o larvadas- han lastrado la

45
Discurso a Diogneto, V, 1-2.4-10; VI, 1. En Daniel Ruiz Bueno, Padres apostólicos, Madrid, BAC,
1965, pp. 850-851.
espiritualidad de todas las épocas casi hasta nuestros días, lo cual supone una infravaloración
del mundo y sus realidades46.

b) El descubrimiento de las realidades terrenas

Que la mentalidad de «huida» y segregación de 10 «temporal» y «mundano» todavía


continuaba, como residuo medieval y una diluida mentalidad jansenista, se comprueba con
el hecho de que una obra monumental como es el Dictionnaire de Théologie Catholique,
iniciado en 1930, excluyera, por no considerado de interés teológico, y vital, se supone, los
términos siguientes: oficio, trabajo, familia, mujer, amistad, sexo, política, belleza, historia,
tierra, mundo, etc.47.

Un pionero del descubrimiento de las realidades temporales con significación religiosa


y espiritual fue Teilhard de Chardin, con sus dos obras El fenómeno humano y El medio
divino. Fiel a la tierra y al hombre, no olvidó que el destino de todo lo creado es Cristo, Alfa
y Omega del universo. También el P. M. D. Chenu, con sus estudios sobre la Espiritualidad
del trabajo, Espiritualidad de la materia, Espiritualidad y sociología, etc., y otros muchos,
que fueron preparando la mentalidad del Concilio Vaticano II48.

Para no alargar demasiado el tema, hacemos breves alusiones al Vaticano II, verdadera
plataforma de lanzamiento de la nueva mentalidad terrenal y mundana. Un matiz no
secundario es que se habla no sólo de los cristianos, sino de la Iglesia que tiene que
enfrentarse con el mundo y, a través de ella, los grupos cualificados dentro de la misma:
sacerdotes, religiosos, laicos. Es sobre todo la Constitución pastoral Gaudium et Spes, la que
desarrolla las relaciones de la Iglesia con el mundo contemporáneo. y ¿qué es el mundo para
los documentos conciliares? La GS lo define así:

«La entera familia humana y todas las realidades con la que ésta vive. El mundo
es el escenario de la historia de la humanidad, con sus afanes, sus fracasos y victorias.
Los cristianos creen que el mundo ha sido creado y conservado por el amor del Creador,
esclavizado por el pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado,
destruyendo la potestad del maligno, para que se vaya transformando y llegue a la
plenitud según el proyecto divino» (GS 2).

Aunque parece que no hace otra cosa sino resumir la teología de la creación y la
redención, late en esas afirmaciones una visión positiva del mundo. Ya no equivale a «los

46
Abundante información en Z. Alszeghy, «Fuite du monde», en Dict. Spir. V, 1575-1605. Resumen en
mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 51-65; 81-87; 159-166; 150-155.
47
Alusión al tema y referencia bibliográfica, en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 358-362.
48
De Chenu, cf. selección de trabajos suyos en El Evangelio en el tiempo, Barcelona, 1966. Sobre un tema
escabroso como el sexo, cf. AA.VV., Le fruit défendu. Les chrétiens et la sexualité de l'antiquité a nos jours,
Paris, Centurion, 1985.
hombres malos y perversos», sino al hombre, a su historia, sus instituciones, sus actividades.
La visión cristiana del mundo está bien explicitada: no está condenado, sino salvado. Éste es
el primer cambio sustancial.

Las «realidades» mundanas a las que se refiere el n. 2 de la GS creo que pueden


identificarse con «el orden temporal», aludido por el Decreto sobre el apostolado de los
laicos. Son

«los bienes de la vida y de la familia, la cultura, la economía, las artes y las profesiones,
las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales y otras
realidades semejantes, así como la evolución y progreso» (AA 7).

Estas realidades «mundanas» tienen su propia autonomía, lo cual no significa que estén
des vinculadas de Dios (GS 36).

El mundo no será, pues, algo a desechar, sino un lugar donde el cristiano desarrolla su
dinamismo espiritual. El «hombre espiritual» tiene que realizar su plenitud en el mundo y
para el mundo. El cristiano no sólo está en el mundo, sino que es mundo, porque participa
de los gozos y esperanzas de la humanidad. A este mundo real, de las alegrías y las tristezas,
de la vida y la muerte, son enviados los espirituales con la misión de poner remedio, porque
«son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» (GS 1).

No se puede hablar ya de una actividad del cristiano que es «profana» y otra


«espiritual», porque la unidad de la persona exige la unidad de acción. Una espiritualidad de
«encarnación» exige la dignificación de lo «mundano» porque es «humano», y lo humano
está espiritual izado por la presencia del Resucitado Jesús. Esto significa que el cristiano se
santifica no sólo no obstante el mundo, sino por medio del mundo, es decir, realizando las
tareas mundanas. El mundo, antes huido y negado, es ahora el «medio de santificación». Así
lo ha afirmado el Concilio en repetidas ocasiones cuando se refiere a los bienes temporales.
«No son -dice- solamente medios para el fin último del hombre, sino que tienen, además, un
valor propio puesto por Dios en ellos» (AA 7). Pero para eso hay que evitar «la idolatría de
los bienes temporales, convirtiéndose (los cristianos) en siervos más bien que en señores de
ellos» (AA 7). Un caso típico, por ejemplo, es el trabajo, elevado en la doctrina conciliar a
una altísima valoración, por encima de su significación social y económica: tiene un valor
cristológico y teologal, al ser «servicio» a los hombres y, mediante él, los cristianos «se
asocian a la propia obra redentora de Jesucristo» (GS 67. Cf. n. 57). No solamente es ejercicio
de caridad, sino también de fe (cf. GS 43).

No obstante esta visión universal, el Concilio restringió las tareas «temporales» a los
«laicos», que «viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones
del mundo», y así «contribuyen a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de
fomento» (LG 31). Creo que esta división entre seglares, religiosos y sacerdotes se resiente
todavía de una visión tradicional de los «estados de vida» y que coloca fuera del mundo, en
un gueto particular a los que están «consagrados» al servicio divino. El tema puede ser
discutible.

De los documentos posconciliares hay que recordar la encíclica Ecclesiam Suam, de


Pablo VI (6 agosto 1964), cuya tercera parte está dedicada a la confrontación con el mundo
moderno, al diálogo. En ella se desarrolla la nueva singladura de la espiritualidad
«mundana». El Papa insiste en que la Iglesia no es el mundo, pero

«esta diferencia no es separación. Mejor aún, no es indiferencia, no es temor, no es


desprecio. Cuando la Iglesia se distingue de la humanidad, no se opone a ella, antes
bien se le une» (n. 25).

La Iglesia debe mantener una relación dialógica con el mundo.

«La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia
se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio» (n. 27).

B) Ejercicio de la esperanza teologal

Es en el contexto de una visión optimista del mundo y las realidades temporales, donde
procede el ejercicio de la esperanza teologal, que debe equilibrar la tensión dialéctica entre
los valores intramundanos y los bienes prometidos a la esperanza escatológica; entre
promesa, posesión y deseo, o lo que es lo mismo, entre pasado, presente y futuro.

Vale la pena recordar el proyecto esperanza concebido por un clásico de la vida


teologal y de la vida en esperanza: San Juan de la Cruz. En realidad, él concibe la esperanza
en secuencia lógica con la vida de fe, como lo está la memoria en relación con el
entendimiento (Subida III, caps. 1-15). Así como para purificar el entendimiento de
conceptos erróneos sobre Dios introduce la virtud teologal de la fe; utiliza la esperanza
teologal para limpiar de toda posesión intramundana a la memoria, una zona oscura de la
psique adherida al conocer-entender. En el sistema teologal del santo tiene menos relieve que
la fe y la caridad, aunque mucho de lo que dice en general de las virtudes teologales es
aplicable a la esperanza (Subida I,1).

San Juan de la Cruz parte de un hecho de experiencia: el hombre tiende a ser posesivo
de lo inmediato, de lo cercano a él, pasado o presente, y a ello se aferra como mediación para
realizarse como hombre. El problema espiritual está en que el proyecto hombre pasa por la
posesión de Dios y si el hombre «posee» criaturas no podrá poseer a Dios, porque son
desemejantes, según los principios generales de la Subida (I, caps. 4-5, passim). La memoria
humana, como facultad posesiva, genera confianza en el hombre por lo ya poseído, presente
o pasado, y se sacia, generalmente, con los bienes inmanente s al mundo. y esa actitud rompe
la tensión escatológica y transcendente de la vida cristiana. Al rememorar el pasado o al
proyectar y desear el futuro puede el hombre fundarse en cosas, personas, sentimientos,
emociones, etc., que no son compatibles con la sola confianza y esperanza en Dios. Pasado
y futuro «humanos» y la esperanza que generan tienen que ser moderados por la esperanza
teologal.

La funcionalidad de la esperanza teologal la ha condensado San Juan de la Cruz en


pocas palabras: «La esperanza hace en la memoria vacío de toda posesión» (Subida II, 6, 2).
La esperanza «humana» tiene que ser purificada con la esperanza teologal que deja un vacío
inicial para ser colmado con la plenitud de Dios.

«Lo que se espera -escribe- es de lo que no se posee, y cuanto menos se posee de


otras cosas, más capacidad hay y más habilidad para esperar lo que se espera y
consiguientemente más esperanza, y cuantas más cosas se poseen, menos capacidad y
habilidad hay para esperar, y consiguientemente menos esperanza» (Subida III, 15, 1).
«De donde -escribe también- cuanto más la memoria se desposee, tanto más tiene de
esperanza, y cuanto más de esperanza tiene, tanto más tiene de unión con Dios. Porque
acerca de Dios, cuanto más espera el alma, más alcanza. Y entonces espera más cuando
se desposee más; y cuando se hubiere desposeído perfectamente quedará con la
posesión de Dios en unión divina» (ib., III, 7, 2).

El proyecto esperanza sanjuanista, inicialmente pensado para la purificación de la


persona (sentido interiorizado), puede ser extrapolado a lo social y colectivo, como programa
cristiano en el mundo, si bien la transformación del mundo le fue asignado siempre a la
caridad teologal. Si los principios sanjuanistas se aplican a un proyecto comunitario y social,
su teología apoyaría la moderna teología de la esperanza (Moltmann), la teología política
(Metz) o la teología de la liberación (G. Gutiérrez)49.

También el Concilio Vaticano II ha hablado de la dimensión temporal y social de la


esperanza, de la tensión dialéctica entre la esperanza escatológica y la posesión de la tierra;
entre la espera de los cielos nuevos, la tierra nueva, y la construcción, aquí y ahora, del mundo
nuevo. Por eso afirma que la esperanza escatológica «no debe amortiguar, sino más bien
avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra» (GS 39; cf. GS 57).

Uno de los creadores de la así llamada «teología de la esperanza», Jürgen Moltmann,


reconoce que esos dos proyectos, el del más acá y el más allá, no se excluyen, sino que se

49
Una aproximación al tema, en A. Guerra, «Ventura y tormento de la esperanza»; Revista de
Espiritualidad 35 (1976) 401-430.
integran, porque el proyecto esperanza no es más que el ejercicio de la fe y la caridad
teologales:

«La esperanza en la fe -escribe- se convertirá en fuente inagotable de la fantasía


creadora e inventiva del amor ... Así, pues, suscitará constantemente la "pasión de lo
posible", la capacidad inventiva y la elasticidad en el cambiarse a sí mismo, en el salir
de 10 antiguo e instalarse en lo nuevo. En ese sentido, la esperanza cristiana ha tenido
siempre una actuación revolucionaria dentro de la historia intelectual de las sociedades
afectadas por ella»50.

Volviendo a San Juan de la Cruz, su aparente camino de rigor, de renuncia al mundo


es sólo temporal, no definitivo. El alma enamorada del Cántico Espiritual comenzó
renunciando a todo lo creado, como canta mientras busca al Amado Cristo: «Buscando mis
amores / iré por esos montes y riberas /, ni cogeré las flores / ni temeré las fieras / y pasaré
los fuertes y fronteras» (Poema, canción 3).

«Es como si dijera -comenta el santo-; ni pondré mi corazón en las riquezas y


bienes que ofrece el mundo, ni admitiré los contentamientos y deleites de mi carne ...
Por cuanto para buscar a Dios se requiere un corazón desnudo y fuerte, libre de todos
los bienes que puramente no son Dios» (ib., 3, 5-6).

Después de la purificación teologal, el cristiano recupera íntegro el gozo sensual de los


sentidos y del mundo, como lo describe el santo, curiosamente, al final del Cántico:

«Y la caballería / a vista de las aguas descendía». La «caballería» -dice él- son


«los sentidos corporales de la parte sensitiva ... Los cuales en este estado dice aquí la
esposa que descienden "a la vista de las aguas" espirituales, porque de tal manera está
ya ... en alguna manera espiritual izada la parte sensitiva inferior del alma, que ella
con sus potencias sensitivas naturales se recogen a participar y gozar en su manera de
las grandezas espirituales que Dios está comunicando al alma en lo interior del espíritu»
(ib., 40, 5).

C) Confrontación con el mundo: la ascesis cristiana

Un tema clásico, el de la ascesis, encaja en este capítulo de la relación del cristiano con
el mundo. La ascesis sugiere una serie de «ejercicios» con incidencia en el cuerpo o en el

50
Teología de la esperanza, Salamanca, Sígueme, 1968, p. 43. Moltmann profundizó posteriormente el
tema, llegando a la conclusión que en la edad media «la teología y la vida sacramental aparecían polarizadas
por la sobrenatural realidad de la caridad»; a partir de la Reforma, todo se polarizó en tomo a la fe y la
comunidad. «Parece que fue -concluye- al iniciarse la edad moderna cuando la primacía de la esperanza
suplantó a la de la fe y la caridad». En realidad, más que suplantarlas la esperanza, las integra (cf. El
experimento esperanza, Salamanca, Sígueme, 1977, pp. 10-11).
espíritu. De por sí es un valor antropológico, que puede tener reflejos religiosos, y en el
cristianismo tiene connotaciones teológicas La ascesis cristiana comporta dos elementos: a)
una acción hecha con esfuerzo. renuncia, abnegación; b) que se hace con una finalidad
específica, como es conseguir la perfección cristiana, no sólo racional intelectual, ni siquiera
moral, sino «espiritual», o sea, la plenitud de la vida en el Espíritu, a unión con Dios
Absoluto.

K. Rahner ha descrito tres tipos de ascesis: moral ,cultual y mística. La moral es una
lucha, una renuncia para controlar los instintos bajos y así permitir el desarrollo del hombre
espiritual «con la colaboración de la gracia divina». La cultual es «para sacar el hombre de
la esfera profana y ponerlo en unión con un poder transcendente», como preparación al culto
religioso. La mística es para provocar la experiencia mística: «continencia sexual, ayunos,
mortificaciones corporales, determinados ejercicios de respiración, abstinencias,
vegetarianismo, vestiduras de penitencia, técnicas de oración ... ». Ninguna de ellas es
específicamente cristiana si prescinden de la gracia elevante y están desvinculadas de lo
cristológico51.

1) Fundamentación filosófico-teológica

a) El Nuevo Testamento

En el N. Testamento el ejercicio ascético aparece de muchas maneras: como austeridad


de vida (el Bautista: Mt 11, 7-11; Mc 1, 6); como renuncia: las exhortaciones al «negarse a
sí mismo», tomar la cruz y seguir a Jesús (Mt 16, 24); como violencia exigida por el Reino
de los cielos (Mt 11, 12), a veces hasta exponer la propia vida y entregarla por la causa (Mc
8, 35 y paralelos); como lucha o entrenamiento (como los atletas, los soldados, imágenes
usadas con frecuencia por Pablo: 1 Cr 9, 24-27; Fl 3, 13-14)52.

b) La categoría de la «pasión»

El P. Rahner, ya citado, explica la ascesis desde la categoría de la «pasión», o sea, lo


que acontece en el hombre y es por él recibido con plena libertad, como «dolor físico,
sufrimiento, preocupación, angustia, muerte, etc.», y lo experimenta como persona.

«Toda pasión -escribe- es además un momento del sometimiento a la muerte, y


esta muerte, que pertenece al necesario tener-que-ser del hombre en cuanto persona,
pone totalmente en cuestión a esta persona en su totalidad». Pues bien -sigue Rahner
«cuando el hombre se enfrenta cara a cara con su situación mortal, cuando (por la razón

51
Cf. K. Rahner, «Pasión y ascesis. Sobre la fundamentación filosófica de la ascesis cristiana», en Escritos
de teología III, Madrid, Taurus, 1961, pp. 74, 80-81. Todo el tema, pp. 74-101.
52
Cf. más textos y expresiones, en J. Weismayer, Vita cristiana in pienezza, Bologna, EDB, 1989, pp.
166-170.
que sea) dice sí a ese destino y realiza existencialmente ese sí, anticipando ese morir
que se realiza parcialmente a lo largo de toda la vida; y cuando se asegura además de
la seriedad existencial y de la íntima veracidad de ese estar dispuesto a morir,
apoderándose de un plus de pasión ... sobre lo obligado por el destino ... el hombre hace
de veras ascesis en sentido auténtico de la palabra. La ascesis no es, pues, más que un
abrazar desde sí mismo personal y libre, el propio tener-que-ser necesariamente para la
muerte»53.

En esta exposición se tocan las raíces metafísicas de la existencia ascética del hombre
como ser y existente, pero no como «hombre cristiano». Por eso las reflexiones de Rahner
concluyen con la unión de toda ascesis con la muerte «cristiana», de la que es como una
«anticipación» (ib., p. 91); y con la fe, mediante la cual el hombre reconoce a Dios como
«más que el mundo» (ib., p. 93) y puede practicar la «fuga saeculi» por exigencia de una
confesión de Cristo. «Muerte, ascesis y huida del mundo son imitación y seguimiento del
crucificado» (ib., p. 97). «La ascesis cristiana-dice para concluir- es un sí a la cruz y a la
muerte. Por tanto, queda dicho con esto que la ascética cristiana es una nueva realización de
la pasión de Cristo, en cuanto acto de fe en el acontecimiento realizado definitivamente en la
cruz para reconciliación del mundo con Dios»(ib., pp. 98-99).

Esta larga, difícil y hermosa construcción de Rahner, aunque ha sido impugnada por su
insistencia en la «pasión» de la vida cristiana que también es «acción», y por reducir
demasiado la vida de Cristo a su pasión-muerte, cuando es también obediencia al Padre y una
entrega a los demás, creo que encaja en el mecanismo de las «noches» de San Juan de la
Cruz, siendo la principal la noche pasiva, puro ejercicio de teologalidad que incluye el sí al
dolor presente en la propia vida. Las noches «activas», propias de la clásica ascesis, son
superadas en las noches «pasivas». De hecho, el Santo habla a veces de las grandes
penitencias que pueden ser «penitencias de bestias»54.

c) Creaturalidad y pecado

La condición de creaturalidad, y, en consecuencia, de la radical deficiencia del homo


creatus es la que induce en él la condición del homo peccator, como indicador de la radical
debilidad para autotranscenderse. Radicalmente pecador, necesita autodominio para
controlar sus instintos de «hombre viejo» .•y así llegar a ser un «hombre nuevo». Además, la
ley de la compensación pecado-penitencia, sin que queramos establecer un estricto
paralelismo entre la justicia humana y la divina, postula también la necesidad del elemento
penitencial de la vida cristiana. Esa idea del control de los instintos nos puede llevar a una
ascética puramente «moral» que puede no ser cristiana. Ese ejercicio debe proceder de la

53
Cf. l. c., pp. 84, 88 y 89, respectivamente.
54
Cf. la crítica a Rahner en S. Arzubialde, Theologla spiritualis I, Madrid, UPC, 1989, pp. 155-159.
gracia de Cristo y de su poder redentor y estar unido al valor redentor de la cruz de Cristo,
como veíamos.

d) Todo-nada

No sólo la noción de creaturalidad, sino la condición del homo scatologicus y el


carácter inmanente y relativo de todo lo creado, exige una actuación ascética del «hombre
espiritual». La vida ascética es la resultante de una afirmación de Dios como Absoluto (Todo)
y de todo lo demás como relativo, incluyendo los valores del mundo y de la propia persona.
La renuncia no tiene razón de ser en sí misma, sino que es «mediación» para un fin. Es el
principio de la totalidad la que predomina en el ejercicio de la ascesis cristiana. Una
aproximación a ese principio lo condensa San Juan de la Cruz en su conocido: «Todo-nada».
La nada no es la ausencia de algo, sino la «posesión» de todo lo que no es Dios; el Todo es
la plenitud absoluta en la que se recupera todo lo dejado con la ascesis. Sólo en una vivencia
de la escatología del «ya sí» realizada parcialmente en la posesión de Dios, se entiende la
renuncia ascética.

e) Don y obras

La santidad como donación del padre en el Hijo por el Espíritu Santo exige romper el
hipotético nexo entre el ejercicio ascético y santidad y mucho más entre ascética y mística.
La vida ascética no es causa de la perfección cristiana; puede y debe ser una colaboración
humana a la gracia sanante previniente y elevante. Mucho menos se puede hablar de la
proporcionalidad entre ascética y santidad. Sería una afirmación del pelagianismo.
Solamente en una época de exaltación de las «obras» humanas como causa necesaria de los
méritos y de la salvación; o en una propuesta de la santidad cristiana como «voluntarismo
ascético», contra los protestantes o alumbrados, se pudo llegar a esa conclusión. La teología
de las «manos vacías», de la «confianza», del «caminito espiritual», fundado en la vida de
fe, esperanza y amor, propuesto por Santa Teresita del Niño Jesús, está más cercana a una
verdadera concepción de la ascesis cristiana.

f) El paradigma de Cristo crucificado

La razón teológica más honda está en el paradigma de Cristo. En Él se encuentran los


dos polos del desarrollo espiritual, el negativo (crucifixión-muerte) y el positivo
(resurrección).El cristiano debe asimilar en su vida las dos «situaciones» de la vida de Jesús
en un «seguimiento» radical del Cristo real. La situación pecadora del hombre y su liberación
se resuelve en la aceptación de esa economía de salvación objetiva. El inicio está en el
bautismo; y el proceso es un retorno constante a esa realidad originante de la santidad
cristiana. Lo expresa con suma precisión la beata Isabel de la Trinidad, dos años antes de
morir († 1906) en una oración a la Ssma. Trinidad: «¡Oh, fuego consumidor, Espíritu de
amor?, descended a mí para que se haga en mí alma como una encarnación del Verbo. Que
yo sea para Él una humanidad complementaria»55.

g) La razón eclesiológica

Existe también la «razón» eclesiológica a la que aludía Pablo: además de muchos


peligros sufridos por defender su vocación de misionero de Cristo, alega también su
«preocupación por todas las Iglesias» (2 Cr 11, 28). Por esa Iglesia une sus «padecimientos»
a los de Cristo completando «en su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo en favor
de su cuerpo que es la Iglesia»(Col 1, 24). No falta nada al valor redentor de la cruz de Cristo,
pero queda mucho por hacer para ultimar su «misión» en el mundo a través de la Iglesia. Las
«tribulaciones» de Cristo entroncan con su función mesiánica: son apostólicas y misionera.

h) El amor martirial

La ascesis fundamental del cristiano es la que impone la vida de fe, esperanza y amor.
El gran maestro de la teologalidad que es San Juan de la Cruz así lo ha intuido y explicado.
El supremo acto de vida ascética es la entrega de la vida por los demás renunciando a ella, si
es necesario en los casos límite, mediante el martirio. Lo mismo se diga de otras renuncias a
realizaciones propias, como el poder, el dinero, el prestigio social en un desclasamiento para
el servicio, el matrimonio y la paternidad, si son carisma y don, la entrega del propio tiempo,
de las facultades mentales y afectivas, etc. Estas acciones sólo se realizan con una fuerte
carga de vida teologal.

2) Formas históricas de ascesis

La historia enseña una ley universal: aun manteniendo los principios filosóficos y
teológicos, no siempre coincidentes, no se puede hablar unívocamente de ascesis, sino de
distintas «formas» que dependen de muchos factores, creando lo que se puede llamar una
«ascética diferencial». La Iglesia ha impuesto pocos actos como obligatorios, dejando que el
ejercicio ascético se desarrolle libremente. Han sido los «espirituales» (maestros de vida y
doctrina), los que han vivido o sugerido las distintas formas de ascetismo.

Por ser un tema conocido y secundario en la totalidad de la vida espiritual, no hago más
que sugerir algunas de las más llamativas. De la oración y el ayuno, de la vida en el desierto,
la itinerancia como seguimiento de Jesús, la pobreza como compartición de bienes, el trabajo
apostólico, etc., hablan los textos del N. Testamento.

La Iglesia primitiva propuso, como ya veíamos, el martirio, la virginidad y la


continencia como imitación o seguimiento de Cristo (cf. cap. VI, 2, A, 2), a-b). La Iglesia
55
Obras completas, Madrid, EDE, 1986, p. 281.
constantiniana inició la experiencia anacorética y cenobítica, y es en esa forma de vida donde
encontramos una profusión de ejercicios ascéticos desde los más comunes a los más
excéntricos. El mismo retiro del mundo, la peregrinación o itinerancia, el exilio de la patria,
el eremitismo, pueden ser considerados como formas eminentes de ascesis propia de los
monjes de la antigüedad y de la edad media. La vida misma del monje: trabajo sin finalidad
lucrativa para ayudar al prójimo, la obediencia, la oración, la lectura de la Sda. Escritura, los
ayunos y abstinencias, el servicio caritativo, etc., es una verdadera ascesis. Algunos
practicaron penitencias más llamativas y «anormales», como «vivir en tiendas o cabañas ...
en cavernas o grutas», a la intemperie del viento, el calor o el frío; otros «se mantienen
constantemente en pie ... recluidos dentro de un muro». Otros «no tienen domicilio fijo, ni
comen pan u otras vituallas, ni beben vino, sino que, morando en los montes, dan culto
perpetuo a Dios ... a la hora de comer, cada uno con su hoz sale al monte y come hierba como
las ovejas»56.

Seguirán en edad media otras formas, entre los monjes renovados y los frailes
mendicantes recién aparecidos, como la larguísima liturgia (cluniacenses), la vivencia de la
pobreza, el eremitismo, la vida de los reclusos y emparedados (siglos XI-XIII), la flagelación
(san Pedro Damiani con los camaldulenses), y la caterva de disciplinantes callejeros en el
otoño de la edad media (siglo XIV). Por fin, el ascetismo radical (jansenismo del siglo XVII),
la expiación reparadora imitando la pasión de Cristo, la adoración nocturna al Santísimo
Sacramento, con su caracterización penitencial (siglo XIX), etc. De estas y otras formas ha
vivido el hombre espiritual durante siglos, aunque no es más que una mera alusión a esa
historia de la ascética cristiana todavía por hacer en su globalidad y su interpretación.

En medio de tan variadas formas penitenciales, generalmente rigurosas, vale la pena


recordar que los grandes místicos, como Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz,
y otros autores del siglo XVI español, no han insistido demasiado en las «penitencias
corporales» o exteriores, y sí en penitencias «interiores», como la compunción o dolor de los
pecados, la humildad como «vivir en la verdad», la obediencia como despojo y abandono del
propio yo, la renuncia al egoísmo, la «anihilación» y el conocimiento propio, la indiferencia
o sumisión a la voluntad de Dios, la aceptación de las «noches pasivas», etc.

De todo ello se deriva que la dimensión penitencial o ascética es esencial a la vida del
cristiano, como dejan en claro los «fundamentos» de la vida ascética. Y que las «formas» son
indicativas y variables no preceptivas. Además, en la vida de los santos encontramos algunas
formas «personales» e intransferibles, a veces extravagantes y dependientes de un carisma
especial. Intentar copiarlas materialmente, aunque sea un fundador o fundadora, va contra
toda la lógica del crecimiento espiritual que tiene en cuenta al sujeto tan variable por sus

56
Cf. Teodoreto de Ciro, Historia religiosa 27, 1. En SC 257, pp. 218-219. Sozomeno, Historia
Eeclesiastiea VI, 33. PG 67, p. 1394. He recogido más testimonios, ensayando varias lecturas de los hechos,
en mi estudio: «El "hombre espiritual" y la naturaleza a través de la historia», l. c., pp. 53-81.
muchas circunstancias; y contra las leyes de la historia que muestra la variedad infinita de
«formas ascéticas».

3) Vida ascética para nuestro tiempo

El planteamiento es necesario, pero la toma de posición es comprometida, porque sobre


el tema no hay muchos acuerdos de principios y menos de praxis. Como mera aproximación
al tema, pueden servir las siguientes pautas.

La ascesis no puede ser presentada como algo meramente negativo, de renuncia,


privación, etc. Tampoco como un valor en sí misma, sino medio para conseguir un fin, que
es teologal: la madurez humano-cristiana en la unión con Dios y los hermanos. Cuando la
ascesis es pura represión es peligrosa para la salud física y mental. Algunas exageraciones
en la penitencia pueden ser fruto algún desequilibrio mental, como dice San Juan de la Cruz,
al hablar de las «penitencias de bestias». Es uno de los «apetitos» que «ciegan» al alma
(Subida 1, 8, 4; Noche 6, 2). La misma psicología pone objeciones a este sistema represivo
cuando se trata de nuestros sentidos o «necesidades» biológicas: comer, beber, dormir, vestir,
provocar el dolor, etc. Además de que lo «corporal» también puede ser medio de encuentro
con Dios, la frustración a que se someten los sentidos puede alterar el equilibrio psíquico57.

Por lo tanto, la ascesis tiene que integrarse como valor positivo en el fieri de la
maduración humana y espiritual de la persona. Esto puede compaginarse con las privaciones
o renuncias de las que hablábamos en el punto anterior, o cuando se asumen los sucesos
negativos que acontecen en la vida: dolores, fracasos, incomprensiones, etc. La aceptación
de estos acontecimientos con espíritu teologal es lo que crea propiamente la ascesis creadora.
En este sentido la mortificación del cuerpo continúa teniendo valor, si bien es difícil
determinar el cuánto y el cómo. Aquí se recuerda sólo el principio universal.

Quiero referirme a dos formas de vivir el cuerpo y el mundo. Existe, por una parte, una
especie de suicidio corporal, al que nos referíamos hace poco practicado por los antiguos
eremitas. En algunos textos vigorosos de Santa Teresa, escritos en el fervor inicial de la
Reforma carmelitana, parece que quedan residuos mentales de las viejas prácticas; pero esas
arengas a la penitencia corporal tienen que ser leídas a la luz de todas sus enseñanzas y dentro
de la maduración de su propia vida.

«Lo primero que hemos de procurar -escribe- es quitar de nosotras el amor de


este cuerpo ... Algunas monjas no parece que venimos a otra cosa al monasterio sino a
procurar no morirnos». «Determinaos, hermanas, que venís a morir por Cristo y no a
regalaros por Cristo» (Camino de perfección 10, 5) . «Este cuerpo -escribe también-
tiene una falta, que mientras más le regalan, más necesidades descubre» (ib., 11, 2).

57
Referencias bibliográficas, en Ch. A. Bernard, «Ascesis», en NDE, p. 97.
«Quien de veras comienza a servir al Señor, lo menos que le puede ofrecer es la vida»
(ib., 12, 2).

Desde estas arengas para la muerte, hasta la idolatría del cuerpo en nuestra civilización
actual, corre una franja de prudencia ascética que es la practicable. Cuando se habla del
«cuerpo», nos referimos también a los vestidos y de los aderezos, al comer y al beber
inmoderadamente, a la búsqueda de los placeres, del confort y del consumo por encima de
toda consideración ética. Lo mismo nos que decir de las «mortificaciones» que impone la
idolatría del «tipo». Una educación ascética en este campo no vendría mal, y hecha desde la
primera infancia. Todo ello pertenece a la educación del mundo de lo sensible.

Por último, a las razones clásicas para evitar lo que hemos llamado la «sociedad de
consumo», propongo las razones ecológicas, que tienen su fundamento en la solidaridad con
la humanidad actual y la del futuro. La educación en la austeridad es un compromiso con los
más necesitados y con la salvación de la tierra. Y también un proceso para «desintoxicarnos»
de las «necesidades artificiales» creadas por la sociedad de consumo. Es claro que estas
razones de ecología, de humanismo, o razones más profundas como son las filosóficas o
teológicas ya analizadas, sirven para controlar los bajos instintos, para evitar pecados, para
hacer oración con paz, etc. Y todo esto es tan moderno como antiguo58.

4. VIDA DE CARIDAD (RELACIÓN CON LOS DEMÁS)

Entre las realizaciones de la vida espiritual la primacía la tiene la caridad. Pero la


caridad no es autónoma ni se sostiene sin la fe y la esperanza. En este último apartado
trataremos del ejercicio de la caridad teologal o del amor cristiano. Muchas de las ideas
expuestas anteriormente iluminan el tema de la caridad-amor: vida trinitaria, seguimiento de
Cristo, vida en el Espíritu, integración en el mundo, etc. Por eso, para no alargar demasiado
el discurso, vamos a ceñirnos a lo esencial.

A) Identidad del amor cristiano

Se trata, precisamente, del amor «cristiano», no del amor «humano», .porque, aunque
la estructura psicológica del acto de amar sea idéntica en ambos casos, no lo son los motivos
ni los objetos del amor.

58
Un breve ensayo de espiritualidad ecologista desde la práctica de la ascesis, en mi artículo citado: «El
"hombre espiritual" y la naturaleza ... », l. c., pp. 77-81. Y en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp.
382-386. Sobre la ascesis moderna en «inculturación neobehaviorista», «fenomenológica», «psicoanalítica» y
«técnicas ascéticas nuevas», cf. T. Goffi, La experiencia espiritual, hoy, 102-107. Sobre el sufrimiento con
significación ascética, cf. J. Weismayer, La vida cristiana in pienezza, pp. 177-186. También, J. F. Kavanagh,
Following Christ in a Consumer Society: The Spirituality of Cultural Resistence, Maryknall, N.Y., Orbis,
1991.
1) Fundamentos escriturísticos

No se trata de llenar páginas con textos bíblicos sobre el amor que Dios tiene a la
humanidad; ni siquiera de definir teóricamente qué es el amor y otras cuestiones que pueden
ser objeto de reflexión desde la fe.

a) Dios ama al hombre en Cristo

Para un cristiano el fundamento último de la vida de caridad está en el amor que reside
en Dios como en su fuente y se lo comunica al hombre como don o gracia en Jesucristo. Ésta
es la síntesis de cuanto vamos a exponer.

Al hablar del «Dios Santo» (cf. cap. III, 2, A), dijimos que santidad y amor-
misericordia se identifican en Él (cf. Os 11, 9). La afirmación del apóstol Juan: «Dios es
amor» (1 Jn 4, 8.16) ilumina el panorama. El amor es como la esencia de su ser, y la vida
intratrinitaria se puede entender sólo como interrelación y comunión de amor.

Este amor es el que Dios comunica al hombre como don no merecido. Que Dios ama
al hombre, al pueblo elegido, a la Iglesia, ambos paradigmas colectivos bíblicos, es algo que
aparece repetidamente en la Escritura. La donación definitiva de Dios es la entrega del Hijo
(Jn 3, 16). Que Cristo murió «por nosotros» (Rm 5, 8) es uno de los núcleos centrales de la
predicación primitiva y de toda la historia del cristianismo.

La escueta afirmación dogmática Christus passus est pro nobis significa que en
Jesucristo se encarna el amor del Padre hacia la humanidad. Es la manifestación total y
definitiva de su amor al hombre (cf. 1 Jn 4, 9-10). Él es la única y definitiva palabra y parábola
de la misericordia del A. y del N. Testamento. Como Buen Pastor, da la vida por sus ovejas
(Jn 10, 11-15), Y ama a los hombres con el mismo amor y con la misma medida con que le
ama el Padre (Jn 15, 9). Ama especialmente a los pecadores (Lc 7, 36; 19, 7-10; Jn 8, 7-11);
a los niños, a los enfermos, endemoniados, viudas, a las mujeres; ama especialmente a sus
discípulos, a quienes llama «amigos» (Jn 15, 14-15) e «hijos» (Jn 13, 33). Y al final se entrega
a la muerte porque «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn
15, 13).

b) La redamación del hombre a Dios y a los hermanos

Del amor de Dios al hombre, de Cristo como fuente de amor, porque Él vive en el
cristiano, del que nada ni nadie le podrá separar (Rm 8, 35), se pasa a la otra dimensión: la
caridad teologal del hombre en su doble vertiente de amar a Dios y a los hermanos. Es la
redamación del hombre también como don de Dios.
El «amor», desde la ladera del hombre, se expresa en la literatura griega con tres
palabras: eroz, filia y agaph. El primero es el amor-deseo pasional; el segundo es el amor
desinteresado, de amistad; el tercero es el amor de preferencia. En el N. Testamento, el más
específico es el agapé, más bien raro en el lenguaje profano, mientras que eras y filía son
poco usados en el N. Testamento. Se puede decir que agapé es una novedad, si bien no
absoluta, del lenguaje religioso cristiano, en el sentido de identificar el amor del hombre a
Dios y al prójimo59.

Hablando con rigor, el P. C. Spicq, uno de los grandes especialistas, ha indicado que
agapé no debería traducirse por «amor» porque resulta equívoco y sentimental; ni siquiera
por «caridad» (refiriéndose al A. Testamento), demasiado cristianizado, sino por
predilección. Eso es lo que pide Yahvé al pueblo de Israel: amor posesivo, excluyente de
otros amores (a otros dioses, ídolos, etc.). La conclusión del autor es que los «cristianos» (N.
Testamento) deben aplicar esa predilección para amar a Dios y a los hermanos60.

Jesús habló repetidamente de que el amor a Dios y al prójimo condensa la esencia de


los dos Testamentos, la Ley y los Profetas, según la respuesta a un fariseo (Mt 22, 34-40), y
constituye la «novedad» de su Evangelio. Algo parecido respondió a un saduceo que le
preguntó sobre el «primer mandamiento» (Mc 12, 28-34). Y a un jurista, que buscaba el
camino «para heredar la vida eterna», le responde con la parábola del buen Samaritano (Lc
10, 25-37). En los tres casos la base la ofrece el libro del Deuteronomio (6, 5) y el Levítico
(19, 18). La «novedad» está en unir los dos mandamientos de modo indisoluble; en la
transformación de la Ley antigua en la «ley del amor»; y en universalizar el precepto del
amor: hay que amar no sólo a los amigos, sino también a los enemigos (Lc 6, 27-30), porque
Dios no hace distinción entre buenos y malos (Mt 5, 45).

«El mandamiento del amor al prójimo que enseña Jesús (Mt 7, 12) se distingue
del famoso de Hillel solamente en su formulación positiva». Ese precepto suena así:
«No hagas a tu prójimo lo que es odioso para ti; esta es toda la Ley. Lo demás son
precisiones». La «regla de oro» del N. Testamento dice: «Todo cuanto queráis que os
hagan los hombres, hacédselo también vosotros» (Mt 7, 12)61.

Desde las enseñanzas de Jesús, vividas en las comunidades, se crea el primer núcleo
doctrinal sobre el amor a Dios y al prójimo como un único principio elicitivo, aunque tenga
un aparente doble objeto: «el que ama a Dios ama también a su hermano», condensa Juan (1
Jn 4, 21). La unicidad de objetos se descubre en un texto sorprendente y paradójico de Juan:
el amor consiste no en que nosotros hemos amado a Dios, sino que Dios nos amó dándonos
al Hijo. Por eso argumenta: «Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos
amamos unos a otros» (1 Jn 4, 9-11). La coherencia lógica pediría que si Dios nos ama, le

59
Cf. E. Stauffer, «agapaw», en Grande Lessico del Nuovo Testamento (Kittel), I, Brescia, Paideia, pp.
92-146.
60
Agapé. Prolegoméne a une étude de la théologie neotestamentaire, Louvain, p. 210.
61
Cf. E. Stauffer, l. c., p. 118.
respondamos con la redamación, pero en el contexto joánico, en los hermanos está encarnado
Dios.

¿Cómo se puede resolver esta aparente paradoja? En realidad, como explicaban los
Escolásticos, con un único acto de amor amamos la bondad de Dios, que está en Él como en
su fuente y al hombre que la recibe de modo participado. Una sola razón formal para dos
objetos materiales que amar. Hay otra razón teológica de fondo: Cristo y los hombres
(reunidos en la Ecclesia) forman un solo cuerpo; por eso, al amar a la cabeza, amamos al
cuerpo, o a la inversa. El mismo principio vale para el desamor: cuando Pablo condenaba a
los cristianos (la Iglesia naciente), perseguía a Cristo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues»
(He 9, 5). La fraternidad universal no se funda sólo en el principio de la creación de todos
los hombres por Dios, ni en la redención por Cristo, sino en la unicidad de destino, la unión
con Dios.

Es tal la relevancia del amor a los hermanos (la filadelfia), que a veces aparece
como el único horizonte moral del cristiano. Por ejemplo, cuando Pablo dice: «El que ama al
prójimo, ha cumplido la ley». El decálogo se resume en esta fórmula: «amarás a tu prójimo
como a ti mismo... La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13,8-10). Esa misma
caridad es exaltada por Pablo en el conocido himno de 1 Cr 13, 1-13. Y al final de los tiempos
seremos juzgados sobre el amor al prójimo (Mt 25,31-46). Así lo intuyó y condensó San Juan
de la Cruz cuando escribe: «A la tarde te examinarán en el amor»62.

2) Reflexiones teológicas

Como conclusión de este breve recorrido por la Escritura, permítasenos unas


reflexiones y conclusiones al tema.

Para un cristiano el amor esta en Dios como en su fuente. Él es EL AMOR, como es


EL SANTO. Es «santo» porque ama y se ha revelado como Padre «misericordioso». Desde
este summum analogatum normativo debe ser juzgada la dinámica del amor cristiano, que
tiene por objeto a Dios y a los hermanos. Las discordancias y contraposiciones, verdaderas
alternativas a veces que se han dado a niveles doctrinales como prácticos, entre el amor de
Dios y del prójimo, deben ser desechadas en la praxis porque no obedecen a un orden objetivo
del depositum fidei, sino a la imperfección de las interpretaciones humanas.

Es la misma Escritura la que propone la dualidad de objetos (Dios-prójimos) no como


contraposición, sino complementariedad, siendo los dos igualmente necesarios. Ciertas
afirmaciones que parecen inclinar la balanza hacia una de los dos partes tienen que ser leídas
en la totalidad de la Revelación, desde la actuación de Jesucristo y la tradición y praxis de la
Iglesia. Puede ser que la relevancia del amor al prójimo se exalte de tal manera como si fuese

62
Dichos de amor y luz, 64. Una selección suficiente de textos, en A. Pigna, «Carita», en Dizionario
Enciclopedico di Spiritualitá, I, Roma, Cilla Nuova, 1990, pp. 433·449.
el único horizonte moral y espiritual de un cristiano. O también al revés. Acepto como válida
la afirmación de que

«en el lenguaje bíblico, el término "caridad" expresa, en su más alto nivel, el concepto
de "amor" y abarca el de "misericordia", ya se trate de la relación entre Dios y los
hombres, entre los hombres y Dios y de los hombres entre sí»63.

Este amor único con doble objeto es fruto del Espíritu Santo, del cual derivan después
las demás virtudes y valores, según la interpretación exacta del texto de Gálatas, 5,22: «El
fruto del Espíritu Santo es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad ... ». A esa
caridad-amor al prójimo entona Pablo el conocido himno de la Carta a los Corintios (1a,
13,1-3), cuyo significado pleno del término lo tenemos sustituyendo la palabra «caridad» por
el nombre de Jesucristo64.

Para que un acto humano se convierta en caridad teologal debe evidenciar la dimensión
gratuita de la donación divina. No basta una especial estructura afectiva, ni siquiera tener a
Dios como objeto (lo puede tener también un filósofo), sino que el que ama a Dios haya
recibido el agapé, participación del amor de Dios; es decir, «vive» del amor divino
participado; «permanece», como dice San Juan, en ese amor divino; y, en consecuencia, el
acto de amor, en vez de ser un acto «humano» simplemente, es un acto «deiforme», es decir,
un acto . animado y fecundado por el amor que Dios nos tiene. En suma, es un acto de un
«hijo de Dios». Todo esto apenas lo sentimos, pero la diferencia es capital desde una reflexión
de fe sobre el acontecimiento de salvación que recae sobre el hombre. La caridad teologal es
un florecer de la vida divina en nosotros65.

Amar teológicamente al prójimo no es amar «el alma» del prójimo; también pueden y
deben ser amados con caridad teologal los cuerpos, sus dones naturales, intelectuales y
sobrenaturales. Estas fórmulas recuerdan una espiritualidad maniquea, a la que hemos
aludido en varias ocasiones y parece que ya olvidada. Ni propiamente hay que «amar a Dios
en el prójimo». Al menos la fórmula puede resultar ambigua, porque el acto estará hecho
«por Dios», pero no alcanzará al prójimo sino a través de Dios. Parece más correcto afirmar
que amamos teologalmente al prójimo por ser prójimo-hermano, hijo de Dios o enemigo de
Dios. Como afirma Thils, «no es sustituyendo psicológicamente a "Dios" por el "prójimo"
como se hace la caridad formalmente "teologal"» (l. c., p. 402). Lo que especificaría el acto
formalmente como teologal sería la fundamentación en el acto de fe y en la imitación del
amor de Cristo: amamos teologalmente al prójimo cuando somos misericordiosos,

63
M. Sbaffi, «Caridad», en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid, Paulinas, 1983, p. 129. Todo el
tema, pp. 124-136.
64
. Barth, Dogmática, I. Citado por M. Sbaffi, l. c., p. 130.
65
G. Thils, La santidad cristiana, Sígueme, Salamanca 1965, p. 398.
bondadosos, comprensivos, como Dios lo es con nosotros, y porque (significación causal)
Dios lo es con nosotros.

Finalmente, viene bien recordar la profunda definición que da Santo Tomás de la


caridad: amicitia quaedam, una especie de amistad (II-II, q. 23, 1). Bella fórmula asumida
como realidad humana cotidiana para entender las relaciones de benevolencia entre Dios y
los hombres y de éstos entre sí. La profundización y la purificación de esa estructura afectiva
humana para convertirse en «caridad teologal» será obra de la gracia que hemos descrito más
arriba. Elredo de Rievaulx († 1167) pudo escribir que «el hombre, mediante el amigo, se
convierte en amigo del hombre Dios» (De spirituali amicitia, PL 195, p. 672).

Concluyo con una nota pastoral apuntada ya en el Concilio VaticanoII: la relación


entre la «caridad teologal» y el apostolado ministerial o laical. Tradicionalmente se había
insistido mucho en que la oración es «el alma de todo apostolado». Sin olvidar esa fórmula,
acuñada más bien en ambientes contemplativos, no se puede desdeñar la otra dimensión de
la «caridad activa» o comprometida en el apostolado de la salvación del mundo.

«El apostolado se ejercita en la fe, en la esperanza y en la caridad que el Espíritu


Santo difunde en el corazón de todos los hijos de la Iglesia» (AA 3). «La caridad es el
alma de todo apostolado» (LG 33; AA 3).

Curiosamente habla de la caridad pastoral, en la que el presbítero «hallará el vínculo


de la perfección sacerdotal que reduzca a unidad su vida y acción» (PO 14). La «ascesis
propia del pastor de almas», que supone a veces «renunciar a sus propios intereses», de la
que habla también el Concilio, es un ejercicio más de la caridad exigida al presbítero (cf. PO
13, final).

B) Desarrollo histórico. La praxis de la caridad

Es un tema demasiado complejo para sintetizarlo en un manual de teología espiritual.


Puede significar varias cosas.

Primera. - El desarrollo doctrinal desde los Padres de la Iglesia hasta los últimos
escritores espirituales. Por ejemplo, la relación entre la caridad y la justicia, uno de los temas
apetecibles hoy; la caridad o amor a Dios y al prójimo, etc. O también la explicación teológica
de la caridad, como hemos hecho al hablar de la «identidad del amor cristiano» en el apartado
anterior.

Segunda. - El desarrollo práctico, es decir, cómo la Iglesia ha organizado práxicamente


el servicio caritativo a los más necesitados, desde la Sede Romana o a través de las
instituciones intermedias, como las órdenes religiosas, las cofradías o hermandades,
fundamentalmente las benéficas, etc. Es la dimensión social y comunitaria de la caridad.

Tercera. - La funcionalidad de la caridad en la maduración del «hombre espiritual»; la


relación de la caridad con las otras virtudes teologales o morales, etc. Me parece más práctico
sugerir pistas para entender el tema en sus dos últimos aspectos.

1) Las primitivas comunidades cristianas

Los Hechos de los Apóstoles, las Cartas de Pablo, las Cartas de Ignacio de Antioquía
y los primeros escritores de la Tradición son fuentes para conocer de primera mano la
actividad caritativa de la Iglesia. Hablar del «ejercicio de la caridad» desarrollada en el
tiempo puede sonar a apología de la institución, pero aquí no se recuerdan los «hechos»
históricos con esa intención, sino para demostrar que el dinamismo de la vida teologal, y en
general de la vida espiritual, lleva inherente, de alguna manera, el servicio al prójimo.

Sabida es la preocupación de Pablo por las Iglesias necesitadas para que hubiese un
buen reparto de bienes entre las comunidades ricas y las pobres. Ignacio de Antioquía († 110)
es otro testigo cualificado de la Iglesia romana, que «preside la caridad» y es «eminente en
la caridad» (Carta a los romanos), que puede tener un significado de servicio caritativo social
organizado.

2) Apuntes sobre la historia sucesiva

Desde el siglo II en adelante, es fácil constatar por documentos históricos, no sólo la


doctrina, sino también los «hechos» de caridad de las distintas Iglesias locales, la ayuda de
los más pudientes a los más necesitados mediante la limosna, el cuidado de los enfermos, las
distintas obras de caridad y de servicio, etc.

Tertuliano ilumina ese período e ilustra cómo vivían los cristianos la caridad fraterna
en el siglo II. Refiriéndose a las reuniones de la comunidad, unida en tomo a la Eucaristía
para compartir la fe, la disciplina eclesiástica y la esperanza, para hacer oración, leer las
Escrituras, corregir los pecados, escribe:

«Aunque tenemos una especie de caja, sus ingresos no provienen de cuotas fijas,
como si con ello se pusiera precio a la religión, sino que cada uno, si quiere o si puede,
aporta una pequeña cantidad el día señalado de cada mes o cuando quiere. En esto no
hay compulsión alguna, sino que las aportaciones son voluntarias y constituyen un
fondo de caridad. En efecto, no se gasta en banquetes, o bebidas, o despilfarros
chabacanos, sino en alimentar, o enterrar a los pobres, o ayudar a los niños y niñas que
han perdido a sus padres y sus fortunas, o a los ancianos confinados en sus casas, a los
náufragos, o a los que trabajan en las minas, o están desterrados en las islas, o prisiones,
o en las cárceles. Éstos reciben su pensión a causa de su confesión, con tal de que sufran
por pertenecer a los seguidores de Dios ... Los que compartimos nuestras mentes y
nuestras vidas, no vacilamos en comunicar todas las cosas. Todas las cosas son
comunes entre nosotros, excepto las mujeres: en esta sola cosa, en que los demás
practican tal consorcio, nosotros renunciamos a todo consorcio»66.

En tiempos de la gran Iglesia, después del siglo IV, las necesidades aumentaron con la
afluencia de los bárbaros al imperio romano y el desastre social que generaron. Es el
momento en que se escuchan las más elocuentes homilías de los grandes Padres de la Iglesia,
criticando a los ricos por sus inmensas riquezas que no utilizan en beneficio de los pobres.
Por ejemplo, San Juan Crisóstomo, el más elocuente de todos ellos, clamaba en sus homilías
y sermones contra el lujo y el despilfarro de los grandes terratenientes, mientras los pobres y
esclavos se morían de hambre a la puerta de sus casas o en los campos de trabajo. Mientras
esas voces se oían en Oriente (Constantinopla), en Occidente, el gran obispo San Ambrosio
clamaba en Milán con los mismos tonos; y San Agustín lo hacía en el norte de África.

Las obras de caridad promovidas por la Iglesia oficial e instituciones en su nombre


son inmensas. El monacato, los obispos, después los frailes mendicantes y muchos ricos y
nobles emplearon sus inmensas riquezas para atender a las necesidades crecientes en la Edad
Media, como la creación de hospitales, escuelas, orfanatorios, hospederías, etc. Las abadías
medievales fueron, además de lugares de oración, de culto y de trabajo, refugio de huérfanos
y peregrinos, de pobres y necesitados, con sus adjuntas hospederías y hospitales. Los frailes
crearon los Montes de Piedad para evitar la usura y ayudar a los empobrecidos ciudadanos,
o atendieron a la redención de cautivos. El Camino de Santiago, como otras rutas de
peregrinación, especialmente Roma y Jerusalén., dan testimonio de esa actividad caritativa
de la Iglesia.

Las obras de las instituciones religiosas y laicales no han cesado. Habría que recordar
un dato elemental y conocido: los cientos de congregaciones religiosas masculinas y muchas
más femeninas que se han fundado en los siglos XVII-XIX para atender a los marginados de
la sociedad, como son los huérfanos, los ancianos, las prostitutas; y a otras necesidades
sociales, especialmente la enseñanza y la salud pública. Es curioso que hasta el siglo XVII
todas las monjas eran de clausura, según los estatutos del Concilio de Trento. A partir de esa
fecha, son muy pocas las fundadas según los viejos cánones, sino abiertas a las necesidades
sociales a las que nos hemos referido. El Espíritu de Dios sopla según las necesidades de
cada momento67.

66
Apologético, 39. Cf. traducción en J. Vives, Los Padres de la Iglesia, Barcelona, Herder, 1971, n. 375,
pp. 411-412.
67
A esta cuestión nos referimos al responder a las «críticas» a la espiritualidad. Cf. cap. I, 2, con suficiente
bibliografía, sobre todo la selección de textos e interpretación teológica de R. Sierra Bravo, El mensaje social
de los Padres de la Iglesia, Madrid, Edice, 1989. J. I. González Faus, Vicarios de Cristo. Los pobres en la
teología y la espiritualidad, Madrid, Trotta, 1991. Cf. nota 28 del cap. 1.
Este mero recuerdo, no recuento de obras caritativas de la Iglesia, demuestra la
injusticia de muchas críticas contra la «espiritualidad» y los «espirituales», como egoístas y
alienados, según dijimos en otras ocasiones [cap. 1, 2; VI, 1, B, 3), c)]. La «unión con Dios»
impulsaba a los verdaderamente místicos a hacer «obras» en beneficio del prójimo. Es verdad
que no siempre estuvo presente la dimensión de la justicia previa a todo acto de caridad. Y
que en ocasiones se convertía en mera «beneficencia» o compasión paternalista. Pero eran
otras las coordenadas sociales y culturales en las que se movían los pensadores, filósofos,
teólogos y espirituales. Hoy nos admira que la Iglesia oficial haya intervenido tan poco en la
abolición de la esclavitud, por ejemplo. O que no se comprometiese en la defensa de la paz,
de los derechos humanos, de la liberación y autodeterminación de los pueblos, de las etnias
minoritarias, la inculturación del patrimonio cristiano en los pueblos evangelizados, etc.
Todo ello no es un problema de espiritualidad, sino de madurez de las mentalidades
colectivas y la persistencia de las aristocracias privilegiadas y de las fuerzas de poder,
presentes también en la Iglesia y resistentes al cambio.

3) La Iglesia de los pobres y la teología de la liberación

La tradición caritativa de la Iglesia ha tenido un espléndido final en tomo al Concilio


Vaticano II. El primer aldabonazo vino del papa Juan XXIII, quien, poco antes de su
inauguración, dijo que la Iglesia sería, a partir de entonces, la «Iglesia de los pobres». Esa
fue una tónica general dentro y fuera del aula conciliar, siguiendo las indicaciones de algunos
de sus documentos. La encíclica de Juan XXIII, Mater et magistra (1961), en plena
celebración del Concilio, es una pieza clave en el desarrollo posterior del servicio caritativo
organizado. Fue seguida germinalmente por el «Decreto sobre el apostolado de los seglares»,
donde se afirma que la Iglesia «reivindica para sí las obras de caridad como deber y derecho
propio que no puede enajenar». Obras que «se han hecho hoy día mucho más urgentes y
universales». Caridad que

«puede y debe abarcar a todos los hombres y a todas las necesidades. Dondequiera que
hay hombres carentes de alimento, vestido, vivienda, medicinas, trabajo, instrucción,
medios necesarios para para llevar una vida verdaderamente humana, o afligidos por la
desgracia, o por falta de salud, o sufriendo destierro o la cárcel, allí debe buscarlos y
encontrarlos la caridad cristiana».

Pero la caridad no puede olvidar la justicia, «para no dar como ayuda de caridad lo que
ya se debe por razón de justicia». Por eso hay que suprimir «las causas, y no sólo los efectos
de los males, y organizar los auxilios de tal forma que quienes los reciben se vayan liberando
progresivamente de la dependencia externa y se vayan bastando por sí mismos» (AA 8).

Los primeros balbuceos de una teología y sociología de la caridad se hicieron clamor


teológico y tema obligado en la espiritualidad posconciliar cuando los pobres irrumpieron de
verdad en la Iglesia como reflexión y como provocación de radicalidades cristianas. Sin
olvidar el giro teocéntrico, cristocéntrico y pneumatocéntrico de la espiritualidad, se puede
hablar también de un giro antropocéntrico. El tema fue consagrado oficialmente en el
impresionante discurso de clausura del Concilio, en el que Pablo VI presentó a la Iglesia
como «la sirvienta de la humanidad» (n. 13); y dijo más: «que la parábola del samaritano
había sido la pauta de la espiritualidad del Concilio» (n. 8). Después vendrían las
Conferencias Latinoamericanas del CELAM, la de Medellín (Colombia, 1968), y la de
Puebla (México, 1979) y posteriores reuniones de episcopados enteros en todo el mundo68.

4) Un apunte sobre la espiritualidad de la liberación

En este contexto encaja bien la «Teología de la liberación», una de tantas teologías


posvaticanas que todavía sigue su curso. Como secuela, y para sacudirse el lastre de posibles
versiones sociologizadas, nace, inviscerada a ella, la espiritualidad de la liberación. Negar
la necesaria unión entre ambas es excluir de la «teología» la fuerza de Dios que lleva a la
praxis liberadora. La espiritualidad habla de Dios, de su Espíritu, pero también del hombre,
de su dignidad. La espiritualidad no puede ser una mera antropología, ni el destino del
hombre cristiano la vida y la muerte, sino la «unión con Dios», que lleva a la unión con los
hermanos.

Gustavo Gutiérrez, el creador de la «teología de la liberación», incluyó en su conocida


obra Teología de la liberación unas páginas sobre «una espiritualidad de la liberación»69.
Posteriormente ha seguido ahondando en el tema, indagando en los Padres de la Iglesia (El
alba de la espiritualidad) y en los místicos españoles (El futuro de nuestro pasado). Y un
libro paradigmático de su pensamiento posterior es Beber en su propio pozo (Salamanca,
Sígueme, 1984), estructurado sobre el pensamiento teologal: encuentro con Cristo, caminar
en el Espíritu, la búsqueda de Dios, el mismo esquema seguido en el presente Manual (cap.
VII, aunque el orden es diferente). Para evitar todo equívoco de la «liberación» con sentido
marcadamente político, social o económico, escribió:

«Es un grave error histórico reducir lo que sucede hoy entre nosotros a un
problema social o político; y, en consecuencia, es una falta de perspectiva cristiana
pensar que los desafíos a la espiritualidad se limitan a los provenientes de la relación
entre la fe y lo político, de la defensa de los derechos humanos o de la lucha por la
justicia»70.

Pero el discurso teológico continúa abierto. La solidaridad debe ser la traducción


moderna de la perenne «caridad» del hombre espiritual y de la Iglesia de comunión. Y esa

68
Cf. todo el proceso en mi Historia de la espiritualidad cristiana, pp. 365-37l.
69
Cf. en edición de Sígueme, Salamanca, 19809, pp. 265-273.
70
Teología de la liberación, p. 10. Sobre el tema existe una amplísima bibliografía. Cf. los «Manuales
modernos» de G. Gutiérrez, L. J. González, J. Espeja, N. Jaén, J. Sobrino, J. Casaldaliga J. M. Vigil. A ellos
se pueden añadir: A. Guerra, «Acercamiento a la espiritualidad de la liberación», Teresianum, 36 (1985) 373-
399; Id., «Teología espiritual en clave liberadora», en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Madrid, Paulinas,
19914, pp. 1850-1852; C. Maccise, La espiritualidad y la nueva evangelización. Desafíos y nuevas
perspectivas, México, CTR, 1990. En general, J. J. Tamayo, Presente y futuro de la teología de la liberación,
Madrid, Paulinas, 1994.
solidaridad tiene que abarcar a los más pobres de este mundo, a la defensa del derecho y la
justicia, de la paz contra la guerra, de la vida contra la muerte y hasta la defensa del planeta
tierra apuntándose a una mentalidad ecologista. Debe tender a la inculturación del Evangelio
en las distintas regiones del mundo. Finalmente, debe estar en contra de la coacción de los
derechos humanos por razones raciales, de sexo o condición social. Y llegar al heroísmo de
amar a los enemigos, como Cristo los ha amado71.

C) La caridad teologal, vivencia de lo transcendente e instancia critica de lo inmanente

Al hablar de la caridad teologal, tenemos que recordar de nuevo a San Juan de la Cruz.
Dentro de su proyecto espiritual, la purificación de la voluntad se la encomienda a la caridad,
como había relacionado la fe con el entendimiento y la esperanza con la memoria. Pero, como
ya advertimos, el proyecto es unitario.

El principio general es claro:

«La caridad -escribe- (hace) vacío en la voluntad y desnudez de todo afecto y


gozo de todo lo que no es Dios» (Subida, 11, 6, 2). «La caridad, ni más ni menos, hace
vacío en la voluntad de todas las cosas, pues nos obliga a amar a Dios sobre todas
ellas, lo cual no puede ser sino apartando el afecto de todas ellas, para poner entero en
Dios» (ib. 2, 1).

Es importante indicar que su larga exposición, inconclusa como una sinfonía, arranca
de un texto del A. y del N. Testamento: «Amarás a tu Señor Dios de todo corazón, y de toda
tu ánima, y de toda tu fortaleza» (Dt 6, 5. La traducción es del santo). Sigue explicando cómo
toda la fortaleza del alma son las «potencias, pasiones y apetitos». Solamente cuando toda
esa riqueza de la persona la dirige a Dios, se puede decir que le ama «con toda su fortaleza»
(ib., III, 16, 2).

Imposible seguir todo el proceso que el santo desarrolla en Subida del Monte Carmelo,
III, caps. 16-~5 (quedando truncado el proyecto casi al comienzo). Su intención era purificar
mediante la caridad teologal las cuatro pasiones fundamentales del hombre, según la
nomenclatura de Boecio: gozo, esperanza, temor y dolor (ib., III, 16, 6). Pero sólo desarrolla,
y de modo incompleto, la pasión del gozo, queriéndolo «poner en razón», para que el alma
se goce sólo en Dios. Discurre sobre los «bienes» (valores, diríamos hoy) en los que se puede
«gozar» la voluntad: temporales, naturales, sensuales, morales, sobrenaturales y
espirituales (ib., III, 17, 2). Como se ve, los tres primeros son profanos; los tres últimos,
religiosos. Para San Juan de la Cruz tienen el mismo sentido si se absolutizan. Realmente, el
abanico es completo, y los análisis, agudos, aunque el autor pierde vigor creativo según
avanza en la exposición de los argumentos, descendiendo a los análisis concretos, valiosos

71
Cf. J. Espeja, La espiritualidad cristiana, Estella, Verbo Divino, 1992, pp. 219-255.
hoy para reconstruir parte de la historia religiosa de su tiempo, pero no tan válidos como
principios universales.

Los «bienes» son buenos en sí mismos, son valores, por ejemplo, la belleza, los oficios,
la discreción, como el mismo ejercicio de la virtud y los carismas, la devoción a las imágenes
y oratorias, los ritos y ceremonias, etc. Todo puede amarlo desordenadamente la voluntad y
es necesaria la caridad teologal que ordene sus posibles desviaciones. Sólo absolutizando a
Dios, lo Transcendente (con una elección afectiva y efectiva), todo lo inmanente al mundo
queda relativizado. Al hacer esta elección libremente, el «espiritual» se está sometiendo a la
purificación de la «noche activa del espíritu», la misma que realizan la fe y la esperanza.

Para completar la purificación que la voluntad humana es incapaz de realizar, Dios


inducirá las «noches pasivas», y que afectan tanto al sentido como al espíritu. Ése es el
proyecto descrito en la Noche oscura.
APÉNDICE

LA PASTORAL DE LA ESPIRITUALIDAD

Éste es planteamiento nuevo en un manual de teología espiritual y no se incluye en


ningún esquema hasta ahora. Es posible que, a partir de este momento, haya que insistir con
especial énfasis en su desarrollo y las posibilidades. De esta manera, la espiritualidad y los
manuales o tratados que la contienen, el acceso a la rica tradición viva de la Iglesia conocida
en sus textos originales, la bibliografía actualizada, etc., todo esto pueda servir a los
«pastores» de la Iglesia, a los catequistas y difusores del Reino de Cristo, junto con otros
estudios dogmáticos, morales, bíblicos, históricos y las demás ciencias eclesiásticas. Ése fue
el deseo que manifesté al comienzo de este Manual (cf. el final de la Introducción).

No existe, por otra parte, mucha bibliografía pertinente al caso. El primer libro
complexivo, al que nos atenemos por ser un estudio presentado como tesis doctoral en el
Teresianum, de Roma, es el de Rafael Checa, La pastoral de la espiritualidad cristiana.
Fundamento teológico. Sectores de actuación. Orientación mistagógica, México, Cevhac-
Progreso, 1991, 188 pp.

Me es grato presentar al final de mi Manual el esquema del libro del amigo y viejo
luchador por hacer de la espiritualidad no sólo un «tratado», sino una «vida», y con ello
concluyo mi proyecto.

La indagación avanza progresiva desde el capítulo I: «La pastoral y la teología


pastoral» (pp. 15-38). Ofrece perspectivas diversas, desde la sociológica, la bíblica, las
relaciones de la teología pastoral con otras teologías, la pastoral hoy y sus sectores.

El capítulo II está dedicado a «La vida espiritual y sus dinamismos» (pp. 39-64), donde
expone en síntesis lo que debería ser un tratado de teología espiritual, en la que entra la vida
en Cristo por el Espíritu, lo teologal, la acción en la vida de la Iglesia.

El capítulo III entra en lo específico de la pastoral de la espiritualidad como paso


siguiente a la teología espiritual, demostrando que en la pastoral de la Iglesia debe haber un
campo específico para la difusión de la vida en el Espíritu junto a otras acciones pastoral es
(pp. 65-88).
El capítulo IV, espina dorsal del libro, lo dedica a los «Diferentes sectores de la pastoral
de la espiritualidad» (pp. 89-148). En los seis apartados de que consta desgrana las distintas
«acciones», «agentes» e «instituciones o estructuras» de cada una de ellas: 1) La
investigación y la docencia. 2) La promoción mistagógica después de haberla vivido en la
oración y los sacramentos. 3) La pedagogía, como la ayuda a la formación, el discernimiento
espiritual, el acompañamiento espiritual, la animación espiritual de grupos. 4) Los tiempos
fuertes del Espíritu, como retiros, ejercicios ... 5) La irradiación del mensaje espiritual a
través de los medios de comunicación, etc., y 6) El testimonio personal y colectivo de la vida
espiritual.

En el capítulo V vuelve a la «Pastoral de la espiritualidad como mistagogía» (pp. 149-


167), o sea, la promoción de la espiritualidad, el promotor y a quién se dirige la espiritualidad.

Al final, las «conclusiones generales».

Con esto concluye también este Camino cristiano, que he intentado trazar en un
Manual de teología espiritual.

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