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Raul Courel
Psicoanalisis en el campo del goce
páginas: 144
medidas: 14 x 20 cm
precio: $14,30
ISBN: 9509515876
peso: 180 grs
Colección: Los ensayos
Disponible
Este libro recoge trabajos sobre uno de los temas que más ocupan
las reflexiones de los psicoanalistas en nuestro tiempo.
Efectivamente, en la actualidad, las relaciones del sujeto con el
saber y el goce han adquirido particularidades que plantean nuevos
problemas conceptuales al psicoanálisis. En los diferentes capítulos
se analizan temas como el del analista en el campo del goce, la
responsabilidad subjetiva en la práctica psicoanalítica en
instituciones asistenciales públicas, la transferencia en sus vertientes
del amor y la pulsión, así como la autorización del psicoanalista y su
inscripción en las instituciones psicoanalíticas. En el último capítulo
se puntúa el desarrollo conceptual del campo del goce en Lacan.
Raúl Courel
PSICOANALISIS EN EL CAMPO DEL GOCE
A mis padres,
de quienes aprendí a no claudicar.
INDICE
Presentación
1. El psicoanálisis en su época.
2. Desde el comienzo: el goce.
3. El discurso introduce al goce.
4. En los límites del saber.
5. No al goce del silencio.
6. Para intervenir en la cura hace falta el deseo.
7. Un caso clínico.
8. El objeto "a" afecta al padre.
9. Más allá del amor al padre: el "accidente”.
Gratuidad y goce.
Explicar y justificar.
Responsabilidad y cálculo.
¿Quién "asume"?
Gozar y ser culpable.
Padre ideal y protección.
La responsabilidad de Ulises.
¿Una nueva iatrogenia?
Responsabilidad y coartadas.
Josefina.
Ni benefactor ni libertario.
¿Psicoanálisis en instituciones públicas?
Precio y deseo.
Este libro recoge trabajos sobre algunos de los temas que ocupan las reflexiones de los
psicoanalistas en nuestro tiempo. En la actualidad, las relaciones del sujeto con el saber y el goce
han adquirido particularidades que abren en el psicoanálisis nuevos problemas conceptuales.
El primer capítulo sitúa al analista en el campo del goce, abordando aspectos del alcance del
saber en la clínica y temas conexos. La segunda toma como eje aspectos de la responsabilidad
subjetiva que se destacan en el terreno de la práctica del psicoanálisis en las instituciones
asistenciales públicas. El tercero se ocupa, a propósito de un caso, de las relaciones entre el
goce, el padre y el deseo del analista.
La transferencia es encarada en el cuarto capítulo en las vertientes del amor y de la pulsión,
para atender especialmente a la función que adquiere en la cura el goce de la presencia del
analista. En el quinto es explorado el papel del analista frente a la angustia y la libertad,
perspectiva en la que se hace necesario aclarar diferencias y articulaciones entre los conceptos
de castración y de culpabilidad.
La problemática de la autorización del analista, considerada aquí como crucial en la
inscripción del psicoanálisis en el mundo, es tema del capítulo sexto. El siguiente -el séptimo-
atiende a asuntos de actualidad que conciernen a las agrupaciones de analistas. Los capítulos
octavo y noveno discurren sobre la función del contador uno y sobre el liderazgo político el otro.
El último capítulo puntúa pasos en el desarrollo conceptual del campo del goce en Lacan.
En esa tarea, las funciones del matema, el mito, el metalenguaje, el fantasma y el nudo son
consideradas con el propósito de dilucidar el carácter de la consistencia subjetiva y del hacer con
el goce que el psicoanálisis implica.
I.
EL PSICOANALISTA ANTE EL GOCE
1. El psicoanálisis en su época.
¿En qué consiste en la clínica la realidad del sujeto?. Sin extendernos, recordemos que el
encuentro con un psicoanalista de alguien que sufre no responde, en esencia, a la motivación de
investigar o aumentar saber alguno, sino al requerimiento de eliminar un padecimiento. Dicho
de otro modo: el punto donde el psicoanálisis se depara con el sujeto es el mismo en el que hay
sufrimiento involucrado. Así se perfila en la clínica la realidad del sujeto. Partimos de aquí.
Notemos también que cada cosa que sucede entre el analista y el consultante o eventual
analizante, se encuentra teñida de satisfacción o de insatisfacción. Cada uno de ellos
experimenta de maneras particulares satisfacciones e insatisfacciones diversas. Como puede
reconocerse, estamos en el terreno que muy pertinentemente Lacan llamó "campo del goce".
El goce no es ajeno al discurso, al punto que -conforme se presentan las cosas al analista- es
su primer efecto. Es preciso subrayar, por lo tanto, que esta dimensión es específica de los
humanos. Lacan se refirió con ironía a la posibilidad de pensar un goce de las plantas. Es
frecuente la inclinación a imaginar un más allá del lenguaje donde encontraríamos el goce que
nos falta. Queremos creerlo, sin embargo, en la misma medida en que no logramos salir del
campo del lenguaje ni eliminar completamente el padecimiento subjetivo. No carece de sentido,
en consecuencia, la predisposición a buscar más allá del lenguaje un goce -ese "grato y vivo
movimiento del ánimo" (2)- que sería "como se debe".
Percibámoslo en una observación de psicología de la vida cotidiana a propósito de la referida
ironía de Lacan: el sentimiento de pena por el supuesto "dolor de las plantas". Imposibilitadas de
moverse, incapaces de quejarse o llorar, inhabilitadas para pedir ayuda y condenadas a soportar
en completo aislamiento cada herida en su naturaleza, ¿cómo no habrían de padecer las plantas
un sufrimiento infinito?.
Del sufrimiento -señalemos- no podría predicarse infinitud. Por el contrario, si nos atenemos a
una rigurosa lectura clínica, notaremos que su función es hacer él mismo de límite al bienestar
del yo. Nos gusta destacar en el dolor el matiz de lo ilimitado. De todas maneras, el estímulo del
dolor en sí mismo no es otra cosa que un límite a la extensión, que indudablemente queremos
universal e ilimitada, del bienestar del yo.
De hecho, llamamos también "sufrimiento" al límite que encuentra el narcisismo del yo, que
no quiere otra cosa que un pleno sí mismo infinitamente satisfecho. Si estudiamos con
detenimiento al concepto freudiano de yo, entendiéndolo como objeto narcisístico, percibiremos
que su rasgo esencial es precisamente el goce de la infinitud, al punto que la idea misma de un
universo infinito puede concebirse arraigada allí. El psicoanálisis nos ha permitido incluso
pensar que es inherente al narcicismo del yo la concepción de un universo en el cual toda
alteridad resulta asimilable a él.
La consistencia del yo, que fue pensada por Freud como narcicismo y por Lacan en
términos de registro imaginario, nos remite al mantenimiento constante de su "unidad de
satisfacción", defendida de toda perturbación. Esa consistencia esta hecha de "amor" e, igual que
éste, padece -como enseñó Freud- los embates de las pulsiones, siempre parciales, que se
satisfacen en el recorrido de sus propios circuitos, completamente ajenos a las exigencias
unificantes y universalizantes del narcicismo.
La cura psicoanalítica, enseña Lacan, lidia con lo real mediante lo simbólico. No hay otros
medios. La incidencia del análisis sobre el analizante supone un acto -inscripto en lo simbólico-
que interviene en el campo de sus goces. El psicoanalista tercia allí y no hay silencio que lo
excuse de eso. Es cada vez más patente que el analista interviene activamente, resultando
notorio cuando no lo hace.
La acción del analista se diferencia de cualquier forma de imposición incluyendo a la
sugestión. Entretanto, la polaridad entre actividad y neutralidad analítica parece haber perdido
interés conceptual. Las conceptualizaciones de Lacan en torno a los cuatro discursos ofrecen
algunas de las últimas dilucidaciones sobre esta cuestión. El discurso analítico se diferencia allí
del discurso del amo, posibilitando de un modo estructural que una función activa no sea
confundida con una imperativa (3). De este modo, que la práctica analítica suponga el carácter
activo que le es propio, puede llegar hoy a configurar una condición para el reconocimiento del
analista en el mercado profesional.
Se trata para los analistas, además, de reflexionar sobre los especiales impasses que la cura
encuentra en el mundo que nos toca vivir. Evidentemente, las particularidades de los discursos
que dominan hoy las opiniones colectivas no son ajenas a que el analista sea puesto más
rápidamente ante la dimensión descarnada de sus acciones. Por otra parte, debido a la naturaleza
misma de su experiencia, él mismo está en situación de explorar hasta sus extremos las
incidencias de lo simbólico sobre el sujeto.
Es útil considerar que Lacan produjo y formalizó el concepto de objeto "a" teniendo en cuenta
este contexto. Partiendo del pensamiento de que lo simbólico no constituye un universo
consistente y completo, pudo avanzar en la conceptualización de un modo de incidencia clínica
que no respondía al propósito de hacer valer o imponer idea alguna, sea esta nueva o antigua. La
atención a la función esencialmente activa del objeto "a", en el otro polo de la del significante
del Ideal, desplazó el eje de las elaboraciones acerca del acto analítico.
Insistamos en que la dimensión ética del análisis requiere que la intervención del analista sobre
el analizante -esa realidad- no se inscriba en una perspectiva idealizante. En su seminario sobre
los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Lacan formulaba que el analista debía
mantener siempre distancia entre el objeto "a" y el Ideal. Posteriormente, cuando el objeto "a"
fue definido por él en términos de goce, este requerimiento se expresó de otro modo. Se trataba
ahora de mantener al goce a distancia del ideal.
Estas formulaciones hacen al modo en que el registro de lo real entra en consideración en el
psicoanálisis. Sabemos, desde Freud, que las neurosis son maneras de evitar la angustia de
castración y de engañarnos respecto del deseo. También aprendimos, con él, que en esa misma
realidad se anudan las dificultades de la cura. Desde un comienzo fue preciso que los analistas
nos ingeniáramos para lidiar con aquello.
Notemos que una vez demostrado que el Ideal refuerza la neurosis, resultó claro que la
posición del analista debía formularse en términos no de mandatos ni de sugestión sino de deseo.
Con esa perspectiva, Lacan destaca la función que denominó "deseo del analista", como único
sostén posible de una experiencia que se quiere capaz de actuar sobre el "corazón del ser" (4).
Tal vez la condición de deseante hoy no se muestre, como en otras épocas, excesivamente
distante de lo común y llano. Es por eso, quizás, que un analista puede ser reconocido, antes que
en la estatura de algún "gran hombre", a partir de los agujeros que un hombre cualquiera, bien
plantado en su deseo, no se desvive por esconder. De allí también que, con frecuencia, un estilo
franco y corriente invite a un consultante a contar con soltura "qué le sucede".
7. Un caso clínico.
Rita, muy angustiada a partir del abandono de su novio, recurre por primera vez a un
psicoanalista. Con veintisiete años, profesional exitosa, ha dejado a su familia en el interior
buscando más elevados horizontes en la capital. Sin embargo, a un año del traslado -según sus
propias palabras- permanece sin "despegar" y excesivamente absorbida por una relación de
pareja a la que nunca atribuyó buen futuro.
Una primera serie de entrevistas la conduce al punto donde reordena sus circunstancias
retomando sus iniciales proyectos y avanzando en el consuelo por la pérdida sufrida. La angustia
pasa y Rita se encuentra de repente sin nada más que decir.
Agreguemos que no siendo mujer de pocas aspiraciones a la vez que de ágil inteligencia, se
preguntó rápidamente con qué objeto continuaría sus consultas con el analista. Los motivos de la
primera han desaparecido, se siente en posesión de todos sus recursos anímicos y el costo
económico de las sesiones le merece ahora un nuevo balance.
No está de más informar que durante las entrevistas habidas no faltó el recorrido de diferentes
momentos de su existencia, así como algunos detenidos exámenes de aspectos a nuestro parecer
claves de la vida familiar. Experiencias de las que había sabido sacar enseñanzas y un espíritu
penetrante, respaldado por una constelación edípica poco dañina, permitían admitir que eso
llegaba a un punto aceptable de conclusión.
Sin embargo, al describir la "meseta" a la que interpreta haber llegado, Rita agrega que no
siente deseos de suspender sus sesiones. ¿Qué habría de llevarla más allá?. En lo que a su vida
concierne, ella se percibe llena de ideas y posibilidades. No diríamos que le faltan deseos ni que
carece de condiciones para asumir sus responsabilidades al respecto. Pero, en lo que al
psicoanálisis concierne, ¿qué podría esperar de él?.
Un psicoanálisis es lo que sostiene un psicoanalista, enseña Lacan. Cuando Rita expresa sus
conclusiones parece otorgar la palabra al analista. Siendo así, a él le cabe mostrar, entonces, el
calibre de su deseo. Por eso da fin a una sesión clave tras preguntarle si ella ha considerado la
posibilidad de que, en realidad, cuente en sí misma con más recursos que los que aprovecha. Esa
interpretación, en un aspecto, no deja de convocarla desde sus ideales familiares. Sin embargo,
en la economía del momento, se trata de que el analista no se extravíe entre las cosas que son de
primer orden.
En la sesión siguiente Rita retorna sobre aquel reciente amor aún poco olvidado con la
esperanza de un reencuentro. Informemos del referido galán que a los ojos de cualquier vecino
-además de los de ella misma- no estaba a la altura de las circunstancias. Siendo ella para él sólo
una más en una serie de mujeres, se consuela reconociendo sus mediocres aptitudes. Sin
ambiciones y -a su criterio- de gustos vulgares, su único atractivo -según manifiesta- reside en
su "facha". Ello había sido ocasión de una sesión concluida en la reflexión de que correr atrás de
la belleza era ir tras un espejismo en el que sólo podría encontrarse ..."nada".
Ahora ella se repite, lamenta "la debilidad de su carne" para actuar como sabe que debe y las
dudas la acosan cuando piensa en él. Eso se extiende sin ofrecer salidas. ¿Las tendrá el analista?.
No eran aclaraciones, guías ni esclarecimentos, sin embargo, lo que era solicitado, tampoco
nuevas preguntas para aclarar los tantos. Se trataba de recortar los términos de sus opciones en el
preciso nivel en que permanecía atada al objeto de un fantasma. ¿Cómo hacerlo?.
No bastaba con recurrir a explicaciones, incluso eso podría haber echado todo a perder. Es que
el sujeto próximo a decidir sus actos no parece ya muy inclinado a incrementar lo que sabe. Por
eso, en lo que en tales circunstancias proviene del Otro -que aquí encarna el analista- suele
destacarse lo que hay de más descarnado, esto es: el costo real que se vuelve ineludible cuando
se da el paso de un acto cabal.
En efecto, cuando el precio real es puesto en la cuenta, las palabras adquieren un nuevo peso.
Ahora parecen tomar su valor a partir de lo que involucran del sujeto propiamente dicho. Esa
sesión concluyó en que no hay forma de llenarse las manos con las mejores flores sin dejar caer
las que no lo son.
Una sesión analítica que se precia toma consistencia de lo real. Sin duda el analista interviene.
Rita continuó un análisis desde que tuvo claro que su deseo, no siendo liviano, le daba trabajos
que era inútil ahorrarse.
En la clínica cotidiana los psicoanalistas nos deparamos continuamente con el papel del
padre. Destaquemos que el concepto del objeto "a" no dejó de tener peso en la reflexión
lacaniana sobre los términos en que Freud pensaba a la función paterna. Uno de los principales
aportes de Lacan al psicoanálisis residió, precisamente, en la exploración de los alcances y
límites del mito edípico.
Recordemos que el neurótico confiere al padre una importancia evidente. Sea en el amor que
se le dedica de modo expreso, sea en la protesta o el rechazo que se le dirige encubriendo un
amor irrenunciable, el padre aparece siempre situado en un lugar clave. Comprobamos en la
clínica que el odio que suele destinársele se sostiene de un amor excesivo en el que de él todo se
espera y en todas las esferas.
Freud mostró la atadura entre la angustia de castración y el complejo paterno. En su
conceptualización, el amor al padre permite dar cuenta del sentimiento de culpabilidad, del
origen de la ley y de la fraternidad entre los hombres. Lacan, dando una nueva vuelta de tuerca
en el asunto, entendió que el padre no tenía en principio otra consistencia que la de ser un
significante. En tanto tal, debía ser pensado como puro nombre, y la función que le cabía no era
sino la de conferir al ser hablante una posición única entre los hombres. Apoyándose aquí, el
significante del nombre del padre parecerá ofrecerse como base u origen del sujeto en tanto tal.
Teniendo en cuenta estas observaciones, no sorprende que el padre se haga presente como
asidero o fuente de consistencia para un sujeto al que sabemos caracterizado por una muy
precaria solidez. Lacan precisó que el sujeto descubierto por el psicoanálisis es "evanescente" y
"falto de ser". Consecuentemente, el amor al padre, en tanto amor al propio origen, ofrece un
modo bajo el cual el sujeto gana alguna consistencia en el "ser", esto es: el atributo de un ser que
se pretende verdadero. Este amor que identifica al ser y al padre está en la raiz de las
idealizaciones del neurótico, ofreciendo una breve versión de la perspectiva lacaniana sobre el
papel "patógeno" de la función paterna.
Hay que notar que el psicoanálisis ha mostrado que el amor al padre - la idealización del
padre- es también correlativo de un amor a la verdad que toma el carácter de fuente de
padecimientos. Lacan señaló también que, en nuestra época, el amor a la verdad alimenta
exigencias superyoicas a producir ideas capaces de dominar o imponerse sobre todo aquello que
no funciona adecuadamente. De este modo, la función paterna sostiene el padecimiento
neurótico, a saber: el goce del neurótico.
En un nuevo giro sobre Freud, Lacan puso énfasis en destacar que el padre idealizado, que
para aquel era una condición lógica ineludible para explicar el origen de la ley, interviene como
ingrediente en la condición misma del sufrimiento del neurótico, cabe decir: de su goce. Con el
padre ideal el sujeto se engaña respecto del carácter de deseante del padre real. Por eso, a partir
de concebir a la idealización del padre como una operación en la que se encubre su castración y
su deseo, se percibirá la fundamental necesidad de que la posición del analista no ponga
obstáculos al atravesamiento de los fantasmas edípicos que regulan la economía del goce en las
neurosis.
Referencias bibliográficas.
1. Gratuidad y goce.
3. Responsabilidad y cálculo.
Es interesante observar que la dimensión de la deuda supone la del cálculo. En ese sentido,
no hay deuda sin contabilidad.
Por eso mismo, la atribución de inocencia, implicada en la justificación de una acción que fue
nociva para alguien, no elimina la cuenta que sostiene una deuda ni la correlativa exigencia de
responsables. En consecuencia, la responsabilización se sostiene de la dimensión simbólica del
cálculo, de manera tal que cuando no es asumida por aquel en quien originalmente recae es
necesariamente desplazada sobre otros.
A medida que el discurso de la ciencia se desarrolla y afirma, también lo concerniente a las
acciones humanas pasa a ser materia de estudio y explicación. Sabemos que la psicología aspira
a explicar científicamente lo que atañe a la subjetividad, empresa en la que no dejará de
encontrar impasses conceptuales e, incluso, lógicos. No me detendré aquí en ellos, aunque hago
notar el compromiso de dimensiones éticas.
La psicología parece haber contribuido a la justificación e inocentación de los sujetos
respecto a acciones cuya responsabilidad, a falta de esta disciplina, sería difícilmente evitable.
Cabe recordar que el psicoanálisis, por su parte, introdujo la consideración de un límite a la
posibilidad misma de este papel jugado por la psicología. Lacan ha subrayado que lo esencial
del sujeto es afirmarse en actos singulares que escapan a toda previsión, además de no ser
reductibles a la explicación científica. En esta perspectiva, la responsabilidad del sujeto respecto
de sus actos resulta inalienable.
4. ¿Quién asume?.
Sujetas al orden simbólico y, por eso mismo, efectos de lenguaje, las responsabilidades
pueden desplazarse en el cuerpo social, haciéndose atribuibles a entidades colectivas e
instituciones, incluidos los gobiernos. Es el caso, por ejemplo, de las responsabilidades estatales
en materia de justicia, salud y educación, que hoy son presentadas como derechos adquiridos,
correlativos de la responsabilidad que al respecto se adjudica a la sociedad en su conjunto.
Consecuentemente, a la colectividad misma, representada por el estado moderno, puede
suponérsela sujeto de responsabilidades.
No siempre fue del mismo modo. En otras épocas, las tareas a asumir o las culpas a cargar
eran anotadas en la cuenta de fatalidades que el humano singular debía necesariamente soportar,
o bien adjudicar al destino o a Dios. Ahora son consideradas circunstancias cuya responsabilidad
es materia de discusiones siempre renovables. Las cuestiones éticas se plantean en todo aquello
que involucra la relación del estado con el sujeto, sea para justificar la imposición de
obligaciones o el alivio de ellas.
7. La responsabilidad de Ulises.
El examen de la función del Otro como donador resulta fundamental a partir de que se
reconoce la importancia crucial de la función del padre ideal en la cura analítica. Sabemos que la
función del padre ideal es culpabilizante y promotora de padecimiento neurótico. En la medida
en que las instituciones asistenciales se sitúan en ese lugar simbólico, puede considerarse la
posibilidad de su contribución al incremento de malestar antes que a su alivio. Con esta
perspectiva, cabe atender a la presencia eventual de un factor iatrogénico en los dispositivos
asistenciales.
En nuestra época, las exigencias superyoicas de goce toman frecuentemente la forma de un
imperativo a gozar del saber.
El saber, nos muestra Lacan a propósito de las enseñanzas de la experiencia analítica, constituye
un medio de gozar. El goce que exige el superyó "moderno" está íntimamente vinculado a un
amor incansable -y también insaciable- a la verdad. "Goza del saber de que careces", parece
decir hoy el superyó.
Observamos habitualmente que el sujeto llega a la consulta ya tiranizado por el amor a la
verdad. El carácter insaciable de este amor no deja de vincularse en nuestros tiempos al hecho de
que la dominancia del discurso de la ciencia impone dejar a la verdad en irreductible disyunción
respecto del saber. Esta característica del pensamiento moderno, antes que conducir al alivio del
malestar contribuye a su incremento. Consecuentemente, en la medida en que la asistencia se
concibe como "búsqueda de la verdad" -búsqueda que es siempre "a toda costa"- puede ser
pensada también como una contribución al malestar. Allí resulta, por lo tanto, iatrogénica.
9. Responsabilidades y coartadas.
10. Josefina.
Veamos un caso. Josefina tiene 46 años y consulta en un servicio público. Madre de hijos
ya adultos, presenta como motivos de consulta angustias y sentimientos de culpabilidad
vinculados a dos situaciones: la delicada enfermedad renal del marido y el traslado de su madre
al interior para vivir con una hermana mejor dispuesta para asistirla. A ello se agrega la reciente
ruptura con un amante.
Mujer bella y de insinuante simpatía, relatará numerosos episodios de seducción: el vecino
de la amiga, el médico, hombres conocidos en la calle. Las consultas se suceden a razón de una
por semana durante tres meses. Al cabo de otro mes habrá terminado el período de atención que
en la organización del servicio se le ha concedido.
Durante ese tiempo, su joven psicoterapeuta la escucha sin llegar a nada consistente.
Josefina no sólo no mejora sino que, muy angustiada, lo preocupa con la posibilidad de
ocasionarse daños diversos a través de "actuaciones" tales como confesar sus infidelidades a sus
hijos o a su marido. Fantasías de suicidio recurrentes generan la alarma que lleva el caso a
supervisión.
Agreguemos que Josefina acaba de obtener trabajo por primera vez en su vida. Ama de
casa, dedicada a sus hijos y al marido en una situación socioeconómica acomodada, había
tomado la decisión de trabajar con el propósito de introducir un cambio en su vida. Ello le
permitiría alejarse del dolor por la ruptura con el amante, así como de la tentación de otras
aventuras.
Dadas sus circunstancias económicas -pregunta el supervisor- ¿por qué ella consulta en un
servicio público, donde las condiciones de su asistencia tendrán más limitaciones que en el
terreno privado?. El terapeuta la caracterizará como "una niña mimada". Josefina cree ella
misma sufrir de "exceso de atenciones". Todos los hombres de su familia la halagan y despierta
fácilmente atracción en los otros. Sin embargo, reitera constantemente la pregunta acerca de si
gusta de verdad. Evidentemente, seducirlos con facilidad no hace mella en la insatifacción con
ella misma que le ofrece su más penoso testimonio en una frigidez casi absoluta.
"En el fondo, soy decente o soy puta? -interroga- dando lugar a la reflexión de que lo que
no está para nada incluido en su planteo es el dinero. En efecto, lo casquivano nada tiene aquí de
común con alguna forma de negocio. Más aún, ella en verdad no reclama cobrar -interpretamos-
sino pagar. Eso se muestra en la culpa que siente frente a su marido, hijos y madre y que la
empuja a expiar sus "pecados" confesando sus verdades como forma de saldar deudas.
Las cosas hasta aquí no ofrecen un buen panorama. ¿Qué hacer en las escasas semanas que
quedan?. Las opciones son una renovación de la atención individual por otro período breve o la
derivación a un grupo terapéutico dentro de la institución. Se considera, sin embargo, que la
primera alternativa resulta insuficiente en cuanto a los tiempos disponibles, mientras que la
segunda hace temer que sólo ofrezca una escena para seducciones e ilusiones antes que para
atrapar los resortes de su momento. Por otra parte, a ella misma no la entusiasma la posibilidad
de integrar un grupo terapéutico.
Se evalúa el riesgo de que los recursos asistenciales referidos resulten por sí solos
insuficientes para detener sus maniobras, con consecuencias que se anticipan inútilmente
destructivas. Interrogada sobre sus expectativas respecto a su asistencia, Josefina sólo pone de
manifiesto que está "desesperada". Encontrándose en un callejón sin salida, nada bueno espera
de lo que parece aguardarle: de su madre sólo provendrán reclamos, de su marido decrepitud,
insuficiencia sexual y problemas de salud, de sus hijos abandono e incomprensión y de ella
misma envejecimiento, aburrimiento y depresión. No están las cosas para recursos tibios.
Todas las reflexiones conducen a que nada mejor para ella que reconocer las claves del
momento por el que pasa, así como de la conveniencia de prestarle la consideración y atención
necesarias para superarlo. Es cosa de "tomar el toro por las astas". Mujer de buenos recursos
intelectuales y anímicos, deja entrever condiciones para gestar un futuro mejor que el avizorado
hasta ahora. Se considera entonces la posibilidad de indicarle la consulta privada con un analista
con quien pudiera desplegar un análisis sin un tiempo de finalización prefigurado. La cuestión
pone inmediatamente sobre el tapete aspectos de falta de legitimidad que podrían tener tal
opción en el contexto de una institución pública y gratuita.
Destaquemos los principios de moral institucional, comprobables en normas generalmente
explícitas, por las que se prohibe la derivación de pacientes a la consulta privada. Se plantea la
pregunta: ¿no es ello coherente con un ideal de protección que concede al paciente, por el solo
hecho de estar en el mundo, el derecho a recibir beneficios que los profesionales prestatarios
aparentemente poseen y administran?. En tal circunstancia, las responsabilidades parecen
situarse del lado del asistente y eximirse de ellas al asistido.
Las consultas que Josefina realiza en este particular momento son cruciales para su destino,
el suyo propio. No se trata aquí de la responsabilidad por lo que la vida le hizo, sino de la que
padece -aun a pesar suyo- por pretender hacer algo en el porvenir. Ella testimonia en las
entrevistas que se encuentra en déficit con esa tarea. De todas maneras, no se percibe que sus
actos acompañen cabalmente a sus dichos: hacerse verdaderamente cargo de circunstancias
difíciles implica poner en ello todos los recursos y esfuerzos posibles. Bien le valdría a Josefina
no sólo padecer de sus responsabilidades sino además ejercerlas con todos los medios a su
disposición.
Si la moralidad benefactora que impregna la ideología institucional constituye un obstáculo
en el camino de la responsabilidad subjetiva de Josefina, hay allí una función necesariamente
iatrogénica. El punto en el que ella se encuentra es precisamente aquel donde el sentimiento de
culpabilidad podría llevarla a pagar un precio mortífero. Si el Otro, aquí representado por la
figura del terapeuta, lograra sostenerla en posición de deudora, le dejaría la chance de pagar por
su vida el rescate del que es capaz. Para eso sería preciso que él soportara representar lo que ya
representa para ella: la función del acreedor. Ello es inviable en la posición subjetiva del
benefactor.
El psicoterapeuta indicó a Josefina que prestara verdadera atención al momento por el que
pasaba, tomara en serio sus estados de ánimo y consultara privadamente al mejor analista. En
tanto las reglas institucionales tenían que ser respetadas, excluyó completamente la posibilidad
de que esa persona fuera él mismo.
* Este texto es una versión corregida del publicado con el nombre de "El rostro del padre", en
Los rostros de la transferencia, (Buenos Aires, Ed. Manantial, 1994).
1. Gratuidad y falta de regulación. Paula y el padre.
La religión nos enseña que cuando las cosas andan mal se vuelve al padre, es lo más
frecuente. Si el padre hace obstáculo a este recurso podemos encontrarnos, por ejemplo, con
episodios de locura histérica, diferentes de los que se producen en el desencadenamiento de una
psicosis.
En la asistencia en instituciones públicas, el diagnóstico diferencial entre neurosis y psicosis
encuentra una dificultad ad-hoc, entre otras, proveniente del hecho nada raro de que las
implicaciones de la gratuidad de la atención entran insuficientemente en consideración.
La presencia del analista, en tanto oferta de escucha, invita al goce invocante o goce de la
palabra, pero también se presta al goce de su presencia misma. La ausencia de pago puede dejar
al goce de esa presencia sin la regulación que el dinero en tanto valor introduce. En vez de
despliegues verbales en el registro de la demanda, tales déficit de regulaciones -constatamos en
la clínica- pueden alimentar pasajes al acto o acting-out. En estas ocasiones solemos
encontrarnos con cuadros, según señaláramos, de definición diagnóstica complicada.
También existen demandas de atención que no abren dimensiones de interrogación. El
paciente puede presentarse con la actitud de un jugador enfrentado a una mesa de cartas donde
ya todas están mostradas. Nada queda, en tales casos, por descubrir. Así llegó a la consulta en un
servicio público la paciente a la que me referiré.
"Avasalladora", dice el terapeuta que relata el caso. "Tengo mucha fuerza", expresa ella,
agregando que no puede dejar de hablar. En el hospital pocos la toleran: disruptiva, circula por
los espacios sin respetar puertas. Habla de sí con displicencia y su padecer, antes que referido en
lo que dice, parece ser una carta más entre las tantas de los juegos abiertos sobre la mesa.
"Todo a la luz, nada velado", formulemos así un posible fantasma que sostendría escenas
ofrecidas con frecuencia a los presentes en las que desnuda su cuerpo. Bonita, inteligente y de
familia con buenos recursos económicos, nada de lo que opera como valor de cambio involucra
responsabilidad alguna de su parte. "Podría pedirle dinero a papá para tratarme con usted en
privado", manifiesta al terapeuta, "pero no" -ríe- " prefiero quedarme con la plata y venir al
hospital".
Paula -así la llamaremos- describe a su padre como un tirano que coarta toda libertad. Con
veinticuatro años, sólo va a bailar acompañada. El la presiona en todas las formas para que
acepte casarse con un muchacho a quien considera adecuado. Cuando ella resiste, él pasa a
ordenárselo, incluso a cachetadas. Paula recuerda anécdotas que vinculan a su padre con un
pasado delictivo.
Ella tiene la convicción de que la única solución es abandonar su casa, sólo que el mundo
parece extender hasta sus confines el alcance de la presencia paterna. Ese padre, visualizado por
ella como todopoderoso, irrumpe en la sala del hospital horas antes del momento convenido
vociferando: "¡me llevo a la nena!". Sus conductas exigen límites de la institución, similares
-valga la comparación- a los que el personal de enfermería reclama para Paula debido a los
problemas que ella crea en la rutina diaria.
"Mi papá es el que manda", son las palabras que con frecuencia hacen el broche que cierra
un tema, del mismo modo en que una discusión de jugadores suele zanjarse con un "son las
reglas del juego". Paula piensa en escapar. Sus escándalos parecen tentativas fallidas de arrojarse
más allá del padre para abrir en algún lugar un espacio donde afirmar su deseo. Este movimiento
confiere al caso su aspecto de locura. "Siempre fui medio loca" -afirma- para agregar algún
ejemplo nuevo de su captura en un fantasma edípico de sometimiento.
Luego de una furibunda discusión su padre la encierra. Esa noche "tiene visiones", es su
manera de aludir a un sueño: el diablo, bajo la forma de una intensa luz, la acosa. ¿No
encontramos aquí el estatuto de mancha en que el sujeto se sitúa primordialmente en el
espectáculo que es el mundo, según concibe Lacan en su seminario sobre los cuatro conceptos
fundamentales del psicoanlisis? (1). No es fácil escapar del padre si su mirada, hecha luz, no
parece respetar pantallas y reencuentra siempre al sujeto fijándolo en la posición de su objeto.
No es cuestión ligera la de abandonar la cobertura paterna. Freud observó que la mujer
enfrenta la castración entrando en el complejo de Edipo; en cierta forma, siempre se encuentra
entrando en él. A ese nivel, la posición de Paula concluye en impasse. Ella intenta liberar su
deseo respecto de ese Otro que la sujeta arrojándose de él, esto es: eliminando el lugar mismo
donde busca la vía que habría de llevarla más allá del antojo paterno. De ese modo, sin embargo,
también evita la castración del Otro, su ley y, a saber, su deseo.
¿Qué es el deseo del analista?. En esta función se trata, según Lacan, de "cómo debe
preservar el analista para el otro la dimensión imaginaria de su no-dominio, de su necesaria
imperfección, ..." (4). Por lo tanto, su consideración pone en la cuenta la función de la falta, de la
castración, pero esta vez del lado del analista.
Lacan entiende que la función del deseo del analista es esencial para que la cura
psicoanalítica sea viable. Tomada en su propio sentido de deseo, hace posible, entre otras cosas,
que el analista no satisfaga su escucha con lo que oye. Eso es indispensable para conducir al
analizante hacia más allá de lo que sabe. Es ésta una de las vertientes a tener en cuenta en lo que
concierne al deseo del analista e involucra de una manera particular, como veremos, a la
cuestión de la verdad. Trataremos brevemente algunos de sus aspectos.
En "Observaciones sobre el amor de transferencia", Freud se refiere a las diferentes
respuestas posibles al enamoramiento transferencial. La que ofrece el analista -indica- debe
tener en cuenta que "el tratamiento psicoanalítico se funda en una absoluta veracidad" (5). ¿Qué
concepto tiene aquí Freud de la verdad?. Notemos, por una parte, que respecto del amor de
transferencia señala que se trata de auténtico amor. Por otra parte, recordemos que la cura no
apunta a establecer la verdad o la falsedad de lo dicho, sino -según Freud formulaba en ese
texto- al "descubrimiento de la elección infantil de objeto y de las fantasías a ella enlazadas" (6).
Ir en esa dirección es problemático. La clínica enseña a la vez tanto la sed de verdad cuanto
los padecimientos que se producen en esa vía. Freud percibió desde un comienzo que ese
camino era contrario al placer y que producía resistencias. Sin embargo, paradójicamente, el
hombre insiste en buscar alivio en la verdad. Lacan, en su seminario sobre los cuatro discursos,
situará a la verdad como hermana del goce. Sin detenernos ahora en este punto, anticipemos
solamente que todo parece conducir a la idea de que si el sujeto encuentra algún alivio en la
verdad es sólo el alivio de dejar de buscarla.
El mito edípico permite contextuar el problema, a la vez que ilustrar la perspectiva de Freud
sobre el asunto. La tragedia de Edipo muestra un anudamiento entre la verdad, el padre y el
sufrimiento. Lacan, refiriéndose a la verdad en términos de ficción e incluso de "espejismo" (7),
la supedita, como es sabido, a las condiciones del significante. Notemos que, en el psicoanálisis,
la verdad se muestra atada también al padecimiento, esto es: al goce. Anudada a la dimensión
simbólica del padre y al goce, la verdad es efecto en la estructura de la subjetividad. Podemos
decir, incluso, que la verdad es el señuelo del que se vale el masoquismo en la perspectiva del
padre.
¿Va el analista atrás de la verdad?, y si lo hace, ¿hasta qué punto?. Es sabido que no
renuncia al rigor. Notemos, sin embargo, que cuando el analista está muy urgido por concederse
el gusto de entender, arriesga congelar su certeza a mitad de camino. ¿Qué "veracidad" exige
Freud entonces?. Primeramente, se trata de poner en la cuenta una dimensión que se ubica más
allá de lo sabido, tanto por el analizante cuanto por el analista.
Si el deseo hace que el analista no se contente con lo que sabe, en eso comparte con el
científico la exigencia de la razón. No se confunde con el histérico, sin embargo, en el amor al
saber. Efectivamente, el analista no se engaña en la aspiración -llamémosla "hegeliana"- a un
saber pleno. El analista, antes que enamorado del saber, comparte con el científico el goce que
se obtiene en el mero hecho de adquirirlo (8). En eso, sus satisfacciones lo son de parcialidades,
como compete a la pulsión, no al amor.
El histérico hace del amor al saber la médula de sus enredos transferenciales de un modo
singular: él interroga al saber, sin saberlo, desde el lado de la verdad. El analista, por el
contrario, "está en la posición más conveniente para hacer lo que es justo hacer, a saber,
interrogar como saber lo tocante a la verdad" (9).
En el discurso analítico -conforme a la formalización lacaniana de los discursos- el saber se
sitúa en el lugar de la verdad. Sin embargo el analista no se identifica con el saber. Su meollo
-digámoslo así- queda situado en el objeto "a", del que Lacan refiere que es un "punto absoluto
sin saber alguno" (10).
La posición del analista no es, por lo tanto, la del enamorado. Respecto del amor -que
Lacan concebirá como amor al saber- su posición es, en todo caso, la del deseo. El deseo del
analista se corresponde con la disyunción entre el saber y la verdad, pero no en la perspectiva de
un saber siempre a la zaga de su completamiento; esto es: no en pos de la conjunción del saber
con la verdad. Diferentemente, la posición del analista sólo puede perfilarse a partir de que el
saber, reducido a su goce, deja al sujeto en su verdad de goce perdido.
Tengamos en cuenta, además, que el deseo del analista, según afirma Lacan en su
Seminario XI, no es un deseo puro (11). Eso debe aliviarlo al menos de que a la verdad -si bien
destacamos que la interroga- no se supone que la sostenga. Si el deseo del analista sostuviera
verdades su posición sería la del amo. Pero la posición del amo es justamente la que, al fracasar
con la histérica, es diferente de la que hace posible la experiencia del psicoanálisis. La estructura
de la cura analítica, en tanto tal, es incompatible con que incluso el deseo del analista mismo sea
pensado como amo.
¿En qué reside la no pureza del deseo del analista?. Digamos que carece de la pureza de la
inocencia. El deseo del analista no es un deseo inocente en la medida en que, a diferencia de lo
que caracteriza la posición del científico, su práctica no se concibe desvinculada de sus efectos.
Se corresponde con que el estatuto del inconsciente sea ético, no óntico (12).
Retomemos el caso de Paula recordando aquella exitosa maniobra del terapeuta en la que
mostraba "su interés" y a la que podría aplicarse la expresión de Lacan "vacilación calculada de
la neutralidad" (13). Tener en cuenta la función del deseo del analista implica considerar que su
posición subjetiva respecto de su castración tendrá necesariamente consecuencias. No se trata,
sin embargo, de que el analista haga actuar su propia falta procurando o demandando al paciente
al modo de una demanda histérica. En lugar de eso Lacan ubica allí un cálculo.
Se trata de que en función de su propia falta -en tanto falta en el saber- el analista no se
contenta con lo que está dicho y se inclina a dar un paso más allá. Para que eso sea factible es
preciso que pueda trasponer la angustia que lo detendría ante la dimensión del deseo.
El "interés" que el terapeuta muestra a Paula se sostiene de que, en un particular sentido, él
no está sujetado a una posición de "falta". Efectivamente, él allí no se ubica "en falta" en la
acepción de pecado o culpa. Cabe destacar que si la angustia no le impide percibir el alcance del
propio "interés", el analista tiene la chance de hacer algo calculado con eso. Esto es: decidir su
utilización en función de una razón vinculada a los saberes concernientes a ese sujeto.
Si el analista hubiera retrocedido ante la dimensión del deseo para evitar la propia angustia
de castración, Paula hubiera permanecido capturada en esa esfera sin salida del goce del ideal
paterno. Esa intervención, que evidentemente abrió a las cuestiones del deseo -Paula, por
ejemplo, pasará ahora a ocuparse de sus relaciones con los hombres- constituyó una
interpretación. Ello ofrece una buena ilustración del concepto de Lacan de que "el deseo es su
interpretación".
Si a partir de allí la transferencia de Paula comienza a desplegarse es porque el deseo del
analista le ofrece la posibilidad de desarrollar una demanda en la que ella intuye no sucumbirá a
la sugestión del ideal paterno. Eso le permitirá también entender hasta qué punto hace caso a lo
que su padre dice.
Las cuestiones del deseo se perfilan. En "La dirección de la cura ...", Lacan dice que "la
transferencia en sí misma es ya análisis de la sugestión, en la medida en que coloca al sujeto
respecto de su demanda en una posición que no recibe sino de su deseo" (14).
Sin embargo, ¿adónde conducen los pasos de Paula?. Si bien el deseo del analista es
ocasión de libertad respecto de la función superyoica, no es desestimable el peso del dominio
paterno. No por rebelde escapa Paula a ese padre que -ella todavía no lo duda- es quien manda.
Cuando es confrontada con su predisposición a atender los anhelos paternos antes que
cualquiera propio, entristece y, resignada, se abandona diciendo que nada le importa y que nadie
la quiere.
Refiramos de manera resumida la función que Lacan reconoce al padre para sopesar
conceptualmente la importancia que se le atribuye. Sabemos que la estructura del sujeto -tal
como la concibe Lacan- se sostiene del anudamiento de los órdenes imaginario, simbólico y
real. En su seminario "R.S.I.", ofreciendo su propia perspectiva acerca de la concepción
freudiana, dice: "Es por su Nombre-del-Padre, idéntico a lo que él llama realidad psíquica, y que
no es nada más que la realidad religiosa, ... que Freud instaura el lazo de lo simbólico, lo
imaginario y lo real" (15).
A partir de sus elaboraciones con el nudo borromeo, sin embargo, Lacan concebirá la
posibilidad de que esta función del padre -a la que llama "suplementaria"- no sea indispensable
para sostener el anudamiento.
Cabe tener en cuenta, de todas maneras, que eso no lleva a Lacan a perfilar allí un nuevo
ideal, cual sería el de una ordenación subjetiva diferente a la apoyada en el padre. La posibilidad
de que ella exista y, consecuentemente, la importancia central de ponerla en la cuenta en las
operaciones del analista, no lo conduce a sostener un ideal libertario.
En ese mismo seminario afirma también lo siguiente: "no se imaginen -no estaría en mi
estilo- que yo profetizo que, en el análisis como en otra parte, podríamos prescindir del
Nombre-del-Padre para que cada uno de los tres no se vaya por su lado" (16).
Nuestra época nos ofrece un padre más desnudo de grandes poderes que el de antaño, y con
menos autoridad. Nuestra época nos ofrece un padre más desnudo que el de antaño de grandes
poderes y con menos autoridad. Correlativamente, de cada individuo se espera muy
manifiestamente que asuma el mayor número posible de decisiones en todo aquello que
concierne a su propia existencia y destino. Sin embargo, esta responsabilización,
que toma aparentemente el sentido de una liberación, es también fuente de malestar y
culpabilidad, como si ella misma hubiera sustituido al perdido gran padre en la función de
representar el imperativo de encontrar su goce en el ordenamiento del Otro.
Evidentemente, el arraigo al padre se funda en poderosas razones. Cabe recordar que el
apego al Ideal se construye sobre su primigenia función identificatoria. La identificación ofrece
-según indicábamos- un primer arraigo en el ser. Allí reside la adherencia con que el neurótico
se identifica con el padre: en última instancia, él "es" el padre. ¿Qué ser habría de tenerse, en
consecuencia, si se dejara de ser el padre?. Algunos impasses claves en los prolegómenos de la
conclusión de un análisis podrían expresarse en la siguiente pregunta: ¿cómo ser fuera del
padre?.
Notemos, además, que la dimensión de un más allá del padre, concebida en el psicoanálisis
por Lacan, no toma sentido sino a partir de la experiencia analítica misma. Su consideración es
consecuencia obligada de la operación del deseo del analista permitiendo que el analizante
traspase, en las vías del deseo, su sujeción a las condiciones del Ideal.
Puede decirse que el concepto de un más allá del padre nombra también la posibilidad de
una transformación de la posición del sujeto en el fantasma, sostén del deseo. Por eso mismo, no
puede tratarse de un más allá al que sea preciso convocar: en la estructura, la vía del deseo no
puede ser una vía idealizante.
En el caso referido, la cuestión del padre se nos presenta también de otro modo.
Observemos que la posibilidad de gozar gratuitamente del dispositivo de la asistencia pública
sitúa al analista que ahí se desempeña en la posición de un padre protector a través de quien
puede sortearse la castración simbolizada por la falta de dinero.
"El hospital gratuito es mejor porque en los privados te roban, sólo quieren internarte por
años para cobrarte", escucha Paula de su padre. Pero pagar, él no quiere. Si alguna ley debe
poner precio al goce será la suya propia, allí nada lo regula. Por eso, en la medida en que el
dispositivo asistencial excluye las cuentas del toma y daca de dinero, contribuye a la confusión
de la función simbólica reguladora que este padre está en posición de representar con la
arbitrariedad que efectivamente asume.
Entre lo que cabe hacer a un analista en estas instituciones está que sea capaz de sustraerse a
la seducción del ideal de protección paterna. El ideal ofrece coartadas en el camino donde el
sujeto podría asumir la responsabilidad de su análisis, única manera de llevarlo a cabo. Si
podemos decir que el analista no es el padre donador, es precisamente porque la transferencia
condujo al descubrimiento de los atolladeros en que se encuentra el sujeto en las vías del
Nombre-del-Padre, como lo testimonia el análisis de los fantasmas edípicos. Sin necesidad de
concluir, detengámosnos en una frase que encontramos en el Seminario XI a propósito del
atravesamiento del fantasma y el más allá del análisis, dice allí Lacan: "El lazo tiene que ser
recorrido varias veces" (17).
La posición del deseante es correlativa de la función de una falta en el Otro, esto es: de que
el Otro es carente respecto de la posibilidad de garantizarle al sujeto su goce. ¿Qué hacer con
eso?. El descubrimiento del agujero del Otro no es el fin del análisis, es preciso hacer algo a
partir de allí. El trabajo del análisis es, en primer término, el trabajo del inconsciente. A partir
del agujero en el Otro el sujeto se pone a hablar, se trata de que al reencontrarlo sea capaz de
decir -tal vez- algo nuevo de aquello.
Referencias bibliográficas.
1. Cf. J. Lacan, El Seminario, Libro XI, "Los cuatro conceptos fundamentales del
psicoanálisis", (Buenos Aires, Ed. Paidos, l986), p. 113 y ss.
2. J. Lacan, "La dirección de la cura y los principios de su poder", Lectura estructuralista de
Freud, (México, Siglo XXI Ed., 1971), p. 260.
3. J. Lacan, "Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano", Lectura
estructuralista de Freud, op. cit., p.338.
4. Idem., p.336.
5. S. Freud, "Observaciones sobre el amor de transferencia", Obras completas, (Madrid, Ed.
Biblioteca Nueva, l948), Volumen II, p. 353.
6. Idem., p. 354.
7. Cf. J. Lacan, "La cosa freudiana o sentido del retorno a Freud en psicoanálisis", Lectura
estructuralista de Freud, op. cit., p. 151.
8. Cf. J. Lacan, El Seminario, Libro XX, "Aun", (Barcelona-Buenos Aires, Ed. Paidos, 1981),
p. 117.
9. Idem., p. 116.
10. J. Lacan, El Seminario, Libro XI, op. cit., p. 261.
11. Cf. idem., p. 284.
12. Cf. idem., p. 41.
13. J. Lacan, "Subversión del sujeto ...", op. cit., p. 336.
14. J. Lacan, "La dirección de la cura ...", op. cit., p. 267.
15. J.Lacan, El Seminario, Libro XXII, R.S.I., (inédito), ll de febrero de l975.
16. Idem..
17. J. Lacan, El Seminario, Libro XI, op. cit., p. 281.
IV.
CUESTIONES DEL AMOR Y DEL GOCE EN LA TRANSFERENCIA
- Recuerda chico, el amor es como una pizza.
-Vinnie, para tí todo es como una pizza.
-A una filosofía sólo se le exige consistencia, y a una buena pizza también.
Johnny y Vinnie.
El analista está en la posición, respecto de las demandas que se le dirigen, de quien puede
engañarse. Lacan refiere el caso del marido que manifiesta querer salvar su matrimonio pero que
en verdad desea su ruptura (1). De este modo, aquello que en el enunciado es "le digo la
verdad", a nivel de la enunciación resulta un "yo lo engaño". Teniendo en cuenta que la
enunciación encuentra un lugar en el Otro, el analista, situado allí, está en posición de decidir
sobre el sentido del dicho del analizante.
Hay en lo referido una buena ilustración de la fórmula de que el sujeto recibe del Otro su
propio mensaje en una forma invertida. De modo que el analista se engañaría si no captara el
mensaje en forma invertida; hacerlo implica, justamente, situar su sentido a nivel de la
enunciación. Si no lo entendiera así, malograría la apuesta que el sujeto efectúa dirigiéndose a él.
Consideremos con Lacan que "toda enunciación habla del deseo y es animada por él" (2) y
que, por otra parte, el amor de transferencia está en el inicio de la experiencia analítica. Nos
deparamos, además, según Lacan expresa, con que el "objeto de amor puede llegar a
desempeñar un papel análogo al del objeto del deseo" (3). En consecuencia, podemos destacar
que el deseo puede presentarse bajo la forma engañosa de una aspiración a la satisfacción del
amor. Aquí también encontramos al analista en posición de engañarse, en la medida en que le
cabe percatarse del equívoco por el cual eso se hace posible.
Dilucidemos la índole de este equívoco posible puntualizando que el objeto del deseo
-objeto a- "nunca se halla en la posición de ser la mira del deseo" (4), según Lacan señaló en el
seminario sobre los cuatro conceptos fundamentales. El objeto es entonces "objeto causa", no
reductible a representación objetal alguna. Agreguemos que es en este límite de lo aprehensible
por la representación que encontramos al fantasma. En el texto recién citado, Lacan precisa que
el soporte del deseo es el fantasma, no el objeto (5). El equívoco reside entonces en poner el
objeto de amor, narcisista, como señuelo en el lugar del objeto del deseo, posibilitando el engaño
a propósito de lo que se trata a nivel del deseo.
El equívoco del amor de transferencia es requisito, por otra parte, de la instalación del
análisis, con la condición de que el analista no se engañe acerca de la naturaleza de señuelo del
amor. Ello es correlato de la operación de su deseo como un límite en el saber, posibilitando que
permanezca vacío el lugar de la causa de modo que el deseo del Otro entre en la cuenta.
Un señuelo, valga la metáfora, sirve para que el pez se trague el anzuelo sin saberlo.
Hagamos entonces del analista el pez que, ante el señuelo del amor, podría agarrarse del anzuelo
del que, finalmente, está enganchado todo neurótico: su fantasma. En el terreno del amor, en
efecto, el anzuelo que se traga el neurótico es precisamente su propio fantasma puesto que allí él
está fijado. Subrayemos que el engaño del amor no habrá de ahorrarle la presencia de la realidad
sexual del inconsciente, esto es: de la pulsión parcial. De este modo, del campo en el que priman
las reciprocidades del amor se apropian pulsiones que se caracterizan por no ser recíprocas. Si la
pulsión escópica, por ejemplo, conlleva la inexistencia de reciprocidad entre "mirar" y "ser
mirado", su función introduce el límite por el cual "amar" no implica necesariamente "hacerse
amar".
Por la vía de la sexualidad "entran en juego todos los intervalos del deseo" (6), nos recuerda
Lacan, para agregar que "la eterna pregunta que se formula en el diálogo de los amantes es ¿Qué
valor tiene para tí mi deseo?" (7). Si el amor como señuelo conduce al fantasma que sostiene al
deseo, el objeto de amor no alcanza a satisfacer la condición del deseo que se muestra absoluta.
Si alcanzara, "amar" y "ser amado" serían la misma cosa y podríamos encontrarnos,
eventualmente, en la erotomanía. Pero el amor del neurótico, a diferencia de lo que sucede en la
erotomanía, no otorga la certeza de ser amado. Así, el engaño del amor tiene la precariedad de la
creencia.
Señalemos, por lo tanto, que, así como el amor tiene que vérselas -y arreglárselas- con la
sexualidad, también el analista tiene que vérselas en el amor de transferencia con la presencia de
la realidad sexual del inconsciente, aunque para no engañarse respecto a que en el saber hacia el
cual el amor se dirige (8) pueda resolverse el quid del sujeto. El saber no le ofrecerá nada certero
allí donde el sexo esté involucrado.La posibilidad de engaño reedita aquí el que Lacan subraya
en Descartes. Efectivamente, él observa que la certeza que el Sujeto encuentra en pensar -el
"cogito"- no tiene, en rigor, el carácter de un saber primero. Diferentemente, es una indicación
precisa de que la certeza pertenece a la dimensión de un acto liberado del saber, teniendo incluso
por precio la destitución misma del sujeto.
Situaré ahora algunas coordenadas generales, partiendo de la afirmación -que antes que
afirmación es constatación- de que "al comienzo del psicoanálisis está la transferencia" (9).
Tengamos en cuenta que la transferencia, reconocida desde un comienzo bajo la forma del amor,
condujo a Lacan a entender que el amor está finalmente dirigido al saber. Por lo tanto, el amor
de transferencia puede ser pensado, en un sentido amplio, como un efecto inherente a la relación
misma del ser vivo y hablante con el saber.
En la medida en que al saber se le supone un sujeto, el amor dirigido al saber da lugar a la
función del "Sujeto Supuesto Saber" como pivote de la transferencia. Consecuentemente, es
posible situar en esta línea todo aquello que pertenece al orden del amor de transferencia. Esta es
una primera vertiente a considerar.
Subrayemos una segunda vertiente a partir de la observación de Freud de que el analista no
opera "in absentia, in effigie". En esta línea, se observa que el analista, en la medida en que está
allí presente, ofrece al sujeto la posibilidad de que la dimensión del objeto juegue un papel en la
relación con él mismo. De este modo, cuando decimos que el analista está "presente", indicamos
que en el terreno del amor de transferencia él, para su analizante, está allí involucrado como
objeto.
Si observamos cuidadosamente, notaremos que el analista se hace presente en la
transferencia, antes que como persona en un sentido global o total, como parcialidad que
involucra a la pulsión. Recordemos que Lacan destacó, en lo que concierne a la pulsión, el
carácter parcial de su objeto. Es en esa perspectiva que en el seminario sobre los cuatro
conceptos fundamentales del psicoanálisis hace notar que "no basta con que el analista sirva de
soporte a la función de Tiresias, también es preciso...que tenga tetas" (10).
De este modo, en la transferencia, el analizante vislumbra en alguna parcialidad del analista
un lugar de hallazgo eventual de goce. Destacar la situación del analista como soporte de un
objeto de goce, en consecuencia, es correlativo de la definición de la transferencia como la
puesta en acto de la realidad sexual del inconsciente, formulación principal de Lacan en el
seminario mencionado. Precisemos este concepto.
Tengamos en cuenta que la realidad del inconsciente consiste justamente en su carácter
sexual. En el terreno de la sexualidad, reiteramos, en última instancia y tal como lo descubrió
Freud, no encontramos otra cosa que pulsiones parciales. Por lo tanto, afirmar que la
transferencia es la puesta en acto de la realidad sexual del inconsciente supone admitir que en
ella está involucrada la pulsión, que se presenta escondida atrás del amor de transferencia.
Insistamos en que la transferencia muestra la irrupción de la parcialidad de la pulsión en el
ámbito de la cura. Por otra parte, es preciso tener en cuenta que esta parcialidad que caracteriza a
la pulsión no sólo es en sí misma irreductible sino que se presenta sola, esto es: no hace falta que
se la convoque para que en la cura se presenten fenómenos de fractura o fragmentación de los
equilibrios afectivos que se obtuvieran. En tal sentido, puede decirse que se la padece como
consecuencia necesaria de que el saber -campo del significante- en lo que concierne al sexo, deja
siempre una hiancia.
Con estos elementos podemos proponer la siguiente formulación: la transferencia traduce el
padecimiento de la parcialidad de la pulsión -campo de la sexualidad- irreductible al campo del
amor y del saber. Dicho de otro modo: la transferencia es el concepto que da cuenta del punto
donde el despliegue de la demanda de amor y de saber dirigida al analista encuentra un límite
vinculado, precisamente, a la irreductibilidad de la pulsión sexual al orden del amor y del saber.
Esta formulación coincide plenamente con la definición lacaniana de la transferencia como
cierre del inconsciente.
Considerando en la transferencia las vertientes del amor y de la pulsión, cabrá situar las
funciones del Ideal y del objeto "a". Al respecto, recordemos que en el seminario XI Lacan
señala que el analista debe mantener la distancia entre el objeto "a" y el Ideal. Corresponderá
tener en cuenta este concepto en lo que a la transferencia respecta. Observemos que tanto el
Ideal cuanto el objeto "a" tienen en el análisis funciones diferentes, de manera que cuando éstas
se confunden se constituye un lugar donde la cura psicoanalítica se extravía respecto de la
dirección que le es propia.
Subrayaremos, asimismo, que en función de la regla fundamental del análisis -la asociación
libre- es posible asistir al despliegue en el discurso de los automatismos de repetición. Esa vía
conduce, finalmente, a lo que Lacan llama en el seminario XI "el meollo de la repetición". Esto
es: el impasse del significante en relación al sexo, donde se hace presente el orden propio de la
pulsión.
Para ir hacia allí es preciso pasar por los obstáculos de la transferencia. Recordemos, al
respecto, que Lacan diferencia repetición de transferencia. Efectivamente, mientras la repetición
es puro trabajo del inconsciente en torno a su límite, la transferencia -cierre del inconsciente- es
una detención en esa tarea. La transferencia, especifiquemos, surge como una particular
interrupción de las asociaciones del analizante, caracterizada por el hecho de que el analista
toma para él la índole de una presencia. Lacan pudo precisar que esta presentación del analista
se produce cuando el discurso del analizante se aproxima a otra presencia, no la del analista sino
la de la causa de deseo.
Concluyamos este capítulo haciendo notar que es debido a que el analista habla que su
posición resulta problemática. La importancia de la cuestión, sin embargo, no reside
esencialmente en la semántica de sus palabras. Puesto que interesan las consecuencias que todo
ello tiene para el analizante, es conveniente observar que, en rigor, no se trata primordialmente
para este último de lo que el analista "le diga", sino de "que diga".
¿Qué es, en consecuencia, decir?. No es exactamente hablar, ni callar; es, precisamente,
emergencia del deseo como tal en la palabra. En ese decir, cuya singularidad constituye la
interpretación analítica, interesa situar la función del deseo del analista, esto es: aquello que en
su estructura de elisión puede conducir de la necesidad inherente a la demanda de amor a la
contingencia de un hallazgo cualquiera.
El deseo del analista se dice en su acto, el cual -en su función de deseo del Otro- es causa de
liberación al dejar al sujeto la opción de sustraerse a los imperativos de la Demanda. La
condición metonímica de la interpretación expresa justamente el carácter de deslizamiento antes
que de afirmación del sentido. Por eso no representa sino evoca, no explica sino remite, no
aclara sino rectifica y antes que alentar provoca.
¿Qué encuentra ahí el analizante no tratándose de un "Bien" que habría de enriquecerlo en
virtudes o dineros, y si tampoco es el goce de esa voz lo medular de su encanto?. Hay allí
encuentro de una enunciación en tanto tal, cuya particularidad parece consistir en la producción
de valores agalmáticos sobre los que la transferencia demuestra sostenerse.
En el efecto que Sócrates provoca en Alcibíades la clave no reside en lo que éste denuncia,
sino en lo que sustrae de sí mismo de aquella comedia. Lo irrisorio allí no recae en el amor -al
que Lacan, tanto como Platón, toman en serio- sino en "la sobreestimación narcisística del
sujeto...supuesto en el objeto amado" (20). Por eso, sustrayéndose allí, Sócrates no evita el
terreno del amor -dentro del cual todo indica que está abiertamente involucrado- sino un
"lapsus": no el que haría la confusión de Alcibíades, sino el propio, por el cual cambiaría el
significante en el que puede representarse por un algo que sería para alguien.
Referencias bibliográficas.
1. Cf. J. Lacan, El Seminario - Libro XI - Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis,
(Buenos Aires, Ed. Paidos, 1986), p. 144.
2. Idem., p. 147.
3. Idem., p. 193.
4. Idem., p. 192.
5. Cf. idem.
6. Idem., p. 200.
7. Idem..
8. Cf. J. Lacan, El Seminario - Libro XX - Aun, (Barcelona-Buenos Aires, Ed. Paidos, 1981), p.
83.
9. J. Lacan, "Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la escuela", en
Momentos cruciales de la experiencia analítica,(Buenos Aires, Ed. Manantial, 1987), p. 11.
10. J. Lacan, El Seminario - Libro XI - Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis,
op. cit., p. 278.
11. J. Lacan, El Seminario - Libro XX - Aun, op. cit., p. 20.
12. Cf. idem..
13. J. Lacan, "Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano", Lectura
estructuralista de Freud, (México, Ed. Siglo XXI, 1971), p. 331.
14. Idem., p. 338.
15. J. Lacan, El Seminario - Libro XI - Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis,
op. cit., p. 282.
16. Cf. idem., p. 86.
17. Idem., p. 151.
18. Cf. idem., p.284.
19. Idem., p. 283.
20. J. Lacan, El Seminario - Libro VIII - La transferencia, (inédito), 21 de diciembre de 1960.
V.
EL ANALISTA ENTRE LA ANGUSTIA Y LA LIBERTAD
1. Hacer con la angustia y la libertad.
La angustia es un jalón clave para concebir la posición del analista. Se trata de un concepto
que no es de tratamiento fácil en el psicoanálisis. No lo es no sólo porque la angustia en sí
misma carece de "hilo", cómo indica Lacan en la primera clase del seminario X ("La Angustia"),
en el sentido de que se genera siempre en un lugar donde la articulación significante deja un
vacío, sino porque la misma teorización analítica tiene aquí el problema de dar cuenta de algo
interesado en la misma angustia que se encuentra, propiamente, "más allá de los límites del
saber" (1).
Puede constatarse que Lacan descubrió en el concepto hegeliano de deseo una fuente
importante de reflexiones sobre las que trabajó en su formulación del concepto de deseo como
deseo del Otro. Por otra parte, en el seminario X, hizo notar que es justamente la angustia la que
nos lleva a lo que es medular en el deseo, tal como lo comprobamos en la experiencia analítica.
Tengamos presente que, en el psicoanálisis, el sujeto del deseo no se confunde con el concepto
de un ser consciente de sí, el "selbst-bewusstsein" de Hegel.
La idea de Lacan es que el concepto hegeliano del deseo como deseo del Otro no libera sino
aprisiona al sujeto en el Otro del significante. Es así porque el espíritu es concebido por Hegel
en una dialéctica con el otro que es del orden del saber, en la que para adquirir consistencia debe
pasar por una lucha a muerte entre conciencias. De este modo, la verdad del sujeto en Hegel se
encuentra en la mira del saber como absoluto, y su libertad -la que pudiera caberle- no escapa a
esta esfera.
Por su parte, Kierkegaard, que desconfiaba enormemente de las elucubraciones de los
filósofos -especialmente de Hegel- se había ocupado de profundizar en la naturaleza de la
libertad, reflexionando que la angustia es inherente a la libertad del espíritu. El dice que "La
angustia es la aparición de la libertad en cuanto posibilidad ..." (2). Compara entonces a la
angustia con un "vértigo", caracterizándola como "el vértigo de la libertad" (3). "La libertad"
-expresa- "echa la vista hacia abajo por los derroteros de su propia posibilidad, agarrándose
entonces a la finitud para sostenerse" (4).
Volveremos sobre el último punto, subrayemos ahora solamente que este pensamiento
resulta clave para Lacan. Por eso él afirma que "A la verdad la trae Kierkegaard", indicando que
"No es la verdad de Hegel sino la de la angustia la que nos lleva a nuestras observaciones
relativas al deseo en el sentido analítico" (5).
Antes de detenernos en este tema, nos proponemos considerar una afirmación que nos sitúe
en el campo de la cura, conforme nos interesa. Es la siguiente: teniendo en cuenta lo esencial de
la experiencia analítica, podemos aseverar que lo primero que registra un analista en quien lo
consulta está vinculado a la angustia, ese "afecto". Para dar precisión a esta idea tengamos en
cuenta que el afecto es considerado por Lacan "efecto" de discurso. Diremos, por lo tanto, de
modo resumido, que es específico de la posición del analista situarse a partir del registro de la
angustia respecto de lo que escucha.
Si observamos, por ejemplo, los comienzos del psicoanálisis, notaremos que Freud, a
diferencia de Breuer, fue capaz de no detenerse en su escucha cuando se deparó con la
sexualidad y el deseo en sus pacientes. Este último, por el contrario, allí retrocedió,
obstaculizado ya sea por la angustia o tal vez sólo por su posibilidad. Por lo tanto, contra la idea
bastante común de que la tarea principal del analista consiste en la atención a la textualidad de lo
dicho, podemos decir que el concepto lacaniano de escucha analítica supone que lo
verdaderamente inaugural de su experiencia es la posibilidad de hacer algo con la angustia, no
con el texto. Más todavía, si no fuera éste el caso, un análisis no sólo no podría sostenerse sino,
siquiera, llegar a instalarse. Por eso Lacan indica que en la cura tenemos que sostenernos sobre
el filo de la angustia (6).
En la práctica habitual de los analistas lacanianos suele pensarse, sin demasiada reflexión,
que es básico el entrenamiento en la atención a los juegos del significante. Con esa perspectiva,
se atribuye al lapsus y a la equivocación un marcado privilegio como indicadores de las
operaciones del inconsciente. Subrayemos, sin embargo, que si el analista no sabe reconocer el
papel que juega la angustia -en las primeras entrevistas, por ejemplo- y operar al respecto, ella
acaba por ocasionar -hablando propiamente- la "huida" del paciente.
La referencia a Breuer viene al caso porque muestra que las condiciones del surgimiento de
angustia en la clínica involucran al paciente o al analizante tanto cuanto al analista. De modo
que, si tratamos de situar la función de la angustia en nuestra experiencia, es conveniente saber
que se trata de reconocerla en el terreno del analista "antes" que en el de quien lo consulta. En
esa dirección va Lacan cuando, en el seminario XI, sitúa en el mismo Breuer al deseo de tener
un hijo que era de suponer en el embarazo imaginario de Bertha, su paciente (7).
Se trata de un deseo del mismo Breuer, observa Lacan, mostrando que la posición subjetiva
del analista respecto del deseo es medular en la cura. Se ve lo delicado de la cuestión, porque en
la medida en que hay deseo en juego, es la dimensión del deseo del Otro lo que está presente.
Observemos que la transferencia, tal como Lacan destaca, está esencialmente ligada al
deseo (8). Se ve lo resbaladizo del asunto, porque cuando el analista se encuentra en el
atolladero de la angustia -esto es: en relación al deseo- se produce fácilmente un fallido del acto,
comparable a aquel en que consistió la salida de Breuer. Señalemos que éste se produjo en
ocasión de no percibir -como muestra Lacan en el seminario XI- que la transferencia es la
espontaneidad del inconsciente del paciente, no el deseo del analista (9).
Destaquemos tembién que el planteo ético del psicoanálisis exige ahorrar al analizante la
angustia del analista. Lacan enseña que para poder hacerlo su posición debe ser la de un
"deseante". La posición de deseante -aclaremos- no es la misma que la del sujeto angustiado
ante el deseo. Es necesario que el analista esté en posición de deseante porque "el deseo" -como
afirma Lacan en el seminario VIII- "es un remedio a la angustia" (10). Efectivamente,
haciéndose el sujeto cargo de lo involucrado realmente por su deseo puede la angustia encontrar
un freno.
Este "hacerse cargo" no significa necesariamente que el sujeto se arroje a la acción, puede
tomar solamente la forma de sentimiento de culpa que, en primera instancia, se presenta como el
modo de significación más elemental que se aproxima al deseo. Ello está presente en lo señalado
por Lacan a propósito de la observación de Freud a Breuer, en la que, insistimos, le enseña, en
resumidas cuentas, la importancia de entender que al deseo hay que encararlo a nivel del deseo
del Otro. Allí Lacan dice que de esta manera "no lo desculpabiliza, pero ciertamente lo
desangustia"(11).
La constatación de que poner en la cuenta al deseo desangustia, permite ubicar del lado del
deseo una función de finitud, contraponiéndola con ese particular rasgo de infinitud que suele
adjudicarse a la angustia. ¿Qué tamaño tiene la angustia?. Tomada como padecimiento,
podemos considerar que ella participa de la infinitud del goce, no en el sentido de "inmensidad"
sino de "inconmensurabilidad". Por eso, cuando se habla, fenomenológicamente, de una
"angustia infinita", no se alude exactamente a lo infinitamente grande sino a la dimensión de
imprecisión que la acompaña y que Kierkegaard ha referido, muy lúcidamente, como la
ignorancia de la inocencia antes de haber conocido la culpa (12). Como veremos enseguida con
más detalle, está ya en Kierkegaard la idea de que de la ignorancia inherente a la angustia sólo se
sale en la forma de una conciencia culpable.
Para Kierkegaard, el carácter de infinitud propio de la angustia es coherente con que el
espíritu perciba a las posibilidades de su libertad, antes de cualquier concreción, como un
abismo ilimitado (13). Notemos que esta idea se corresponde con la infinitud de significaciones
que ofrecen las posibilidades de articulaciones del significante en la asociación libre. Esta
infinitud de posibilidades tiene como límite, no la absolutización del saber, en "el espíritu que se
sabe a sí mismo" de Hegel (14), sino la condición absoluta del deseo. Efectivamente,
entendiendo, con Lacan, al término absoluto en el sentido de incontestable, no de acabado (15),
el análisis verifica que lo único incontestable en lo que concierne a la subjetividad es el deseo.
Notemos, por otra parte, que en la angustia no está sólo la nota de infinitud señalada, sino
también lo contrario: la indicación de ese límite del saber que el sujeto no logra atravesar. La
angustia es esencialmente el registro de esta limitación, que aparece en la cercanía del deseo del
Otro y lo que éste implica como liberador del Sujeto respecto de las alienaciones significantes
(16).
Vale la pena tener presente las acepciones de la palabra angustia. El diccionario de la Real
Academia Española le da el sentido de aflicción y congoja, mostrando también que la raiz del
término proviene del latín y es común a "angostura", connotando las significaciones de estrechez
y de dificultad. En la jerga germanesca significa "cárcel", mientras que "angustiado" significa
también "preso". Kierkegaard y Lacan coincidirían en considerar al sujeto angustiado un
prisionero de la infinitud de posibilidades que la libertad ofrece. Lacan, sin embargo, enfatizará
que el registro de posibilidades infinitas lleva a la angustia, no a la libertad. Esta última, por el
contrario, residirá propiamente en el deseo, que es preciso situar en un registro diferente al de la
infinitud de posibilidades del saber.
En esta perspectiva, es posible concebir que si priváramos de significantes -esto es: de
saber- a esa infinitud propia del "sentimiento oceánico" respecto del cual Romain Rolland
escribió a Freud, no restaría otro "océano" que un "océano de angustia". No es casual que Freud
encuentre allí un anhelo de padre que, según Lacan destaca, es el último refugio ante la angustia
de castración. La angustia es así, en cierto modo, el reverso del universo del saber.
Observando el grafo, Diana Rabinovich ubica a la angustia entre el matema del fantasma ($
a) y el del significante del Otro tachado (S (A tachado)), que puede leerse como la
insoportable castración del Otro. Ella subraya que la angustia "se presenta como el punto que
indica el acercamiento del sujeto al deseo del Otro ..." (17), siendo una manera, junto al síntoma
y a la inhibición, de no querer saber nada de ese deseo (18). Por eso decimos que cuando el
despliegue de la demanda se encuentra con la barradura del Otro, con el significante de su falta,
estamos ante una ocasión en que se presenta angustia.
Tengamos ahora en cuenta que llamamos al Otro no barrado (A) Otro de la demanda. Por
otra parte, puesto que podemos definir a la demanda como siendo, en última instancia, demanda
de amor, caractericemos también al "A" como Otro del amor. La angustia, entonces, parece
presentarse en el punto donde el despliegue de la demanda pierde razón de ser como resultado
de la ausencia o falta del Otro no barrado (A), esto es: ante la presencia de la barradura del Otro
que pone en función al objeto "a". Inversamente, con frecuencia comprobamos que cuando el
Otro de la demanda y del amor, no barrado, afirma su consistencia para el sujeto, la angustia
desaparece. Por eso el enamoramiento, en la medida en que constituye un eficaz apaciguador de
la angustia, puede fácilmente prestarse a ser una coartada por medio de la cual el sujeto reafirma
su ignorancia respecto del deseo.
Notemos que el sujeto angustiado parece haber quedado sin posibilidades de demanda. La
consistencia del Otro del amor, enfatizamos, se desdibuja en la medida en que la dimensión del
deseo del Otro entra en función bajo la forma de la falta en el Otro de la Demanda. La angustia
es así un afecto vinculado al descubrimiento de que "no hay Otro". De esta manera, puesto que
el Otro no existe, si bien la angustia no es sin objeto, sí puede decirse que es sin Otro. Por eso, si
la angustia se corresponde con la aproximación a la inexistencia radical del Otro, se entiende que
suela manifestarse en la experiencia cuando el sujeto encuentra limitadas sus posibilidades de
demandar al Otro.
La posición del sujeto en la angustia es comparable a la posición subjetiva del enamorado
que se encuentra con la dimensión de la inexistencia del Otro, esto es: cuando en su relación al
objeto de amor surge, a partir de su falta, la pregunta por el deseo del Otro. La angustia común
del enamorado suele presentarse cuando esta pregunta no encuentra las vías para desplegarse,
punto de suspensión en el saber que corresponde, en última instancia, a la imposibilidad de
articulación del deseo.
El sujeto enamorado se encuentra frecuentemente amenazado por la angustia cuando, al
encontrarse con la falta del Otro que podría ser ocasión de libertad respecto de su demanda, opta
por sostener su consistencia. La ignorancia referida al deseo que ello implica es pagada,
justamente, con angustia. De manera que la angustia viene a ser el medio por el cual el deseo
ignorado se hace oir. Por lo tanto, no es, estrictamente hablando, el efecto de una eventual falta
de amor. Consecuentemente, es preciso diferenciar la soledad de la falta del Otro del amor de la
soledad inherente al acto vinculado al deseo, esta sí liberadora del Otro de la Demanda.
Notemos, entonces, que la angustia enseña el punto donde el sujeto, si bien enfrentado a la
inexistencia del Otro y, por tanto, al objeto "a", no logra desasirse de su Demanda. La idea de
que la falta del otro del amor -que podemos representar con el algoritmo "i (a)"- puede originar
angustia no es estrictamente correcta. Tampoco es exacto concluir que la angustia sea expresión
de un daño narcisístico. En el seminario sobre la transferencia, Lacan hace notar que "la señal de
angustia se produce sin duda en el nivel del moi" (19), pero también aclara: "Yo no digo que sea
la falta de la imagen la que haga surgir la angustia" (20). "Para que la angustia se constituya"
-insiste- "tiene que haber relación a nivel del deseo" (21).
Reafirmando esta perspectiva, Lacan observa que "si la angustia se produce tópicamente en
el lugar definido por i(a), es decir, como Freud lo articula, en el lugar del moi, no hay señal de
angustia sino en la medida en que se refiere a un objeto de deseo, objeto que perturba al yo ideal
-i(a)- que se origina en la imagen especular" (22).
Lacan insiste repetidamente en la relación de la angustia con el objeto de deseo. Cuando se
ocupa de la clásica vinculación que se establece entre la angustia y las situaciones de peligro
enseña que la razón por la cual la angustia no es equivalente al miedo, consiste en que no se
trata, propiamente, de una reacción ante una amenaza al yo. La angustia indica, en efecto, el
desamparo, la falta de recursos, la dificultad, ante el objeto a. Por eso Lacan indica que cuando
por cualquier razón el "i (a)", el objeto investido narcisísticamente, sea el yo o el otro. se
escamotea, falta, la presencia de "La angustia sigue sosteniendo, aún siendo insostenible, esta
relación con el deseo" (23).
El observa también que cuando se hace imposible conservar la consistencia del objeto de
amor la consecuencia primera no es, en rigor, la angustia, sino la huida. Nos recuerda que
Napoleón creía que la huida era la única solución realmente valiente en esos casos (24). No es la
única, otra es la "espera" (erwartung), mediante la cual se mantiene una relación insostenible, en
apariencia, con el objeto de amor, pero referida en verdad al objeto "a". Cuando en el amor la
posición subjetiva es la de una "espera" que no parece tener límite, no se trata de la falta del Otro
con mayúscula, ni del otro como semejante, sino del otro como pequeño a, objeto del deseo, no
del amor.
La situación de "espera" en el amor, entonces, más allá de la esperanza dirigida al Otro, está
en verdad al servicio del mantenimiento del deseo. Esta diferencia es crucial para la dirección de
la cura, porque permite situar de la manera correcta los verdaderos términos de las opciones en
que se encuentra el analizante en tanto deseante.
¿Qué decir de la posición propiamente analítica ante la angustia?. Lacan entiende que la
angustia no es abordable en el psicoanálisis como un déficit de comprensión. Por eso no se
propone encararla a partir del desarrollo de una teoría psicológica general de los afectos (25). La
experiencia del analista se diferencia de la del psicólogo en que pudo constatar que tratar de
comprender a la angustia no lleva a nada, o mejor: lleva, justamente, a "nada", al objeto "a".
Cuando la función del objeto "a" está en juego estamos siempre en situaciones donde la
comprensión necesariamente fracasa.
En este punto Lacan sigue también a Kierkegaard, que al referirse a la angustia como
vértigo ante la libertad, señala que "En este vértigo la libertad cae desmayada", para agregar que
"La psicología ya no puede ir más lejos, ni tampoco lo quiere. En ese momento todo ha
cambiado, y cuando la libertad se incorpora de nuevo, ve que es culpable" (26). Kierkegaard
piensa que la angustia corresponde a un salto cualitativo, a un pasaje, entre esa aparición de la
libertad como un mundo de posibilidades y el sentimiento de culpabilidad. El escribe que "Entre
estos dos momentos hay el salto, que ninguna ciencia ha explicado ni puede explicar. La
culpabilidad del que se hace culpable en medio de la angustia es ambigua hasta más no poder"
(27).
Lacan muestra que es habitual la inclinación a comprender o explicar la angustia apelando a
analogías diversas que se prestan a darle contenidos de significación. Es el caso, por ejemplo, de
identificarla con el miedo, o de considerarla el producto de procesos neurobiológicos. Es
evidente que esta tendencia responde al supuesto de que la manifestación de angustia puede
pensarse como demanda. Sin embargo, como se desprende del recorrido que hacemos, no es ese
el caso: la angustia no constituye una demanda sino, precisamente, su fracaso.
Es también crucial precisar las diferencias entre la angustia y otros afectos. Es frecuente que
aquello que un paciente, consultante o incluso analizante, llama angustia, no sea propiamente tal.
En muchos casos se trata de otros malestares: depresiones histéricas, protestas obsesivas
encubiertas, demandas diversas que se enmascaran bajo la denominación de angustia. De allí
que destaquemos esa ambigüedad esencial, resistente a la comprensión o a la explicación, que
lleva a Kierkegaard a descartar a la psicología y a las ciencias como vías de abordaje de la
angustia que él mismo llama subjetiva.
Kierkegaard, además, encuentra que esta ambigüedad es característica de los
comportamientos que acompañan a la angustia: son ambiguos y "egotistas", según sus propias
palabras (28). Son egotistas -piensa- porque en ellos el sujeto se reserva todas las posibilidades
de la libertad sin concretar ninguna opción. Esa ambigüedad de la angustia -subrayamos- es
propia de un momento de suspensión entre la predisposición primera a la libertad, todavía
"inocente" -según nos dice- y la culpabilidad en la que nace el espíritu como libre.
Ya nos referimos a que Kierkegaard señala un pasaje desde la ignorancia propia de la
inocencia a un saber primero, a una conciencia primordial, que toma la forma de la culpa. Por
eso, la angustia para él tiene inmediata vinculación con su concepto de pecado original. El sujeto
nace culpable y esa es la única significación que cabe dar a la angustia, no las que podrían
ofrecer las ciencias.
Lacan comparte con Kierkegaard la percepción de que la angustia implica un límite no
trasponible por la comprensión ni por las ciencias, pero no la aproxima a la significación de un
pecado original sino a la del fantasma que, como enseña en "Subversión del sujeto...", constituye
la significación absoluta que reduce la infinidad de significaciones posibles en que el sujeto se
aliena a nivel del saber (29). Puesto que el fantasma es el sostén del deseo, Lacan sitúa a la
angustia en esta vertiente, diferenciándola de aquella de la culpabilidad.
Si quisiéramos expresar de modo resumido las diferencias de concepción entre Hegel,
Kierkegaard y Lacan sobre la subjetividad, diríamos que el primero la identifica en el saber
como saber que se sabe a sí mismo (el "selbst-bewusstsein"), que el segundo la encuentra en la
angustia anudada a una culpabilidad original y que el tercero la sitúa en el fantasma.
Para mostrar con claridad la posición propiamente analítica respecto de la angustia en la
cura, es evidentemente necesario precisar las diferencias y articulaciones entre los conceptos de
Otro de la Demanda y de deseo del Otro. En este trabajo es fundamental percibir todo el alcance
de la diferencia entre la angustia como angustia de castración y el sentimiento de culpabilidad.
Vimos ya que Lacan se diferencia de Kierkegaard, discriminando no sólo la angustia de la
culpabilidad sino también la libertad del pecado. El trabajo hecho sobre estos conceptos nos
permite retomar con una perspectiva enriquecida la cuestión de la angustia a partir de donde lo
dejó Freud, para llevarla hasta las conclusiones a las que llega Lacan.
Recordemos que Freud encontró en lo que llamó "la dura roca de la castración" el límite de
la cura analítica. El nos dejó el problema de cómo arreglarnos con este asunto. Lacan produjo
una serie de precisiones en torno a esta cuestión. Se ocupó, por ejemplo, de deslindar con
claridad el complejo de castración -del que los lacanianos decimos que es "estructural"- del
complejo del padre, que Freud concibió apelando a lo que llamamos el mito edípico. Este
trabajo no fue hecho por Freud, quien, según Lacan, no logró escapar a las limitaciones que le
imponía su concepción del complejo de Edipo, al que considera inscripto finalmente en una
perspectiva idealizante y teista.
Destaquemos la insistencia de Lacan en examinar la posición subjetiva del analista. En esa
tarea, comprobable a lo largo de su obra, no cesa de mostrar que no es posible lidiar con los
obstáculos de la cura si el analista no es capaz de operar en un sentido diferente al de las
idealizaciones. Por eso, podemos encontrar, y volver a encontrar, la idea de distanciar la
posición del analista de la función del Ideal. Esta idea, sin duda ya presente en Freud, jalona las
conceptualizaciones de Lacan desde el comienzo al fin de su enseñanza, conduciéndolo a una
revisión radical de la función del mito de Edipo y del padre.
Así llegó, por ejemplo, a diferenciar la función del padre simbólico de la del padre real. El
primero será definido como padre muerto y culpabilizante, el segundo lo será como aquel que
hace las veces de agente de la castración. En pocas palabras: mientras el padre simbólico en
tanto padre muerto es el padre de la ley, el padre real es el padre del deseo. Se ve que aquí se
presenta un nuevo matiz en la relación entre los conceptos psicoanalíticos de ley y de deseo. La
adecuada diferenciación y articulación entre ambas funciones será esencial para los destinos de
la cura analítica.
Evidentemente, estos desarrollos se vuelcan sobre las diferencias entre la angustia y el
sentimiento de culpabilidad. Puede decirse que en esta nueva vuelta de tuerca queda
completamente diferenciada la angustia de castración respecto de la culpa generada en la esfera
del padre simbólico, y también del temor a la pérdida de su amor así como a la desaprobación
por parte del Ideal.
La angustia no puede ser encarada por el analista en la perspectiva del Ideal, que se
manifiesta aquí como ideal de comprensión o explicación. Su correcta ubicación en relación al
deseo, entonces, exige al analista que opere más allá de la función del padre simbólico.
Justamente, mediante el concepto de padre real, Lacan independiza, libera, al deseo de la
función del padre simbólico.
A propósito de la posición del analista respecto de la angustia, notemos que la ética del
psicoanálisis nada recomienda respecto a qué o cuánto un analista debe decir al analizante. Sí se
espera, por lo ya referido, que lo haga desde la posición de deseante, no desde la angustia. Un
analista angustiado en verdad habla de sí mismo, aunque piense que habla de otra cosa, como
interpreta Lacan a propósito de Breuer. En ese caso, su posición no es propiamente la de un
deseante sino la de un demandante.
¿Qué demanda un analista angustiado en posición de demandante?. Diré -abreviando- que
puede encontrarse en la posición de la histérica, en la que buscaría hacerse desear, o bien: ser
deseable. Lacan, en el seminario sobre la transferencia, destaca que el carácter deseante de la
posición del analista excluye "cualquier suposición de ser deseable" (30). "El deseante"
-manifiesta- "en tanto que tal, no puede decir nada de sí mismo sin abolirse como deseante... de
toda tentativa de articularse no sale nada más que síncopa del lenguaje, impotencia de decir,
porque desde que dice, no es nada más que mendigo, pasa al registro de la Demanda" (31).
El inconveniente de esta posición resulta de que el neurótico, en virtud de que el deseo es el
deseo del Otro, hace al analista objeto de la transferencia. Debido que el analista ocupa el lugar
de objeto en la transferencia, su demanda es transformada en objeto de su deseo, esto es: de
objeto en su fantasma. Por eso Lacan hace notar en "Subversión del sujeto ..." que en el
neurótico el fantasma se reduce a la pulsión: $ D (32). Consecuentemente, para que sea
posible que llegue a ser aislado el objeto "a" y pueda perfilarse el fantasma fundamental que fija
al sujeto, es necesario que el analizante no encuentre en el lugar del objeto de su deseo a la
demanda del analista.
Observemos que la ausencia en el analista de un concepto claro de diferenciación entre las
funciones de padre simbólico y de padre real contribuye a que se deje actuar sin saber en que
papel la transferencia habitualmente lo sitúa. Si el neurótico busca hacerse amar por el padre
ideal como modo de lidiar con su angustia, el analista se encuentra de inicio en esa posición. Se
ve la importancia de que perciba de qué manera ella opera respecto del deseo.
Es correlativo de esta confusión pensar a la angustia como un malestar ocasionado por una
falta que necesita ser subsanada, esto es: que habría de resolverse en la medida en que se
encuentre alguna manera de protección o apoyo para defenderse de las inclemencias de la vida.
La atadura con una culpabilidad fundamental está aquí siempre más o menos escondida. Es
también coherente con esta perspectiva que se piense a la angustia concibiéndola como un
déficit de significación. Sobre esas bases, todo inclina a operar en el sentido de esclarecerla o
compensarla, procurándole, de modos más o menos sutiles, comprensión, explicación, o aún
recomendaciones, con miras a su alivio. En estos casos, a pesar de las explícitas intenciones, el
analista asume el rol de agente paterno protector.
El analista puede hacerse psicólogo o pedagogo sin proponérselo. En la medida en que se
inclina a interpretar a la angustia como un efecto inmediato o mediato de la sumisión al padre de
la ley, no podrá evitar la confusión entre su función y la de quien sostiene el sentimiento de
culpa. No será entonces extraño que encare las dificultades del paciente o analizante con espíritu
-diré- libertario. El concepto de que un paciente o analizante es alguien que aún no ha crecido o
madurado lo suficiente tiene un arraigo que va bastante más allá de suponer que nuestras teorías
han dejado atrás a la psicología evolutiva, a la psicología del yo o al análisis kleiniano.
Situarse analíticamente respecto del deseo no es pensar que el analizante es un nene que
necesita afirmarse ante las trampas del amor y la idealización. El atravesamiento del fantasma, si
bien se vincula a las vicisitudes de una salida de la esfera del padre de la culpabilidad, no se
confunde en absoluto con ella. El punto donde esa confusión se mantuviere es exactamente el
mismo punto donde el análisis puede volverse ilimitado.
Referencias bibliográficas.
1. Cf. J. Lacan, El Seminario - Libro X - "La angustia", (inédito), lección del 21-11-1962.
2. S. Kierkegaard, El concepto de la angustia, (Madrid, Ed. Hyspamérica, 1984), p. 21.
3. Idem., p. 88.
4. Idem..
5. J. Lacan, El Seminario - Libro X - "La angustia", loc. cit..
6. Cf. idem., lección del 14-11-1962.
7. Cf. J. Lacan, El Seminario - Libro XI - "Los cuatro conceptos fundamentales del
Psicoanálisis", (Buenos Aires, Ed. Paidos, 1987), p. 164.
8. Cf. idem., p. 239.
9. Cf. idem., p. 164.
10. J. Lacan, El Seminario - Libro VIII - "La transferencia", (publicación interna de la Escuela
Freudiana de Buenos Aires), 2da.parte, p. 281.
11. J. Lacan, El Seminario - Libro XI - "Los cuatro conceptos fundamentales del Psicoanálisis",
op.cit., p. 164.
12. Cf. S. Kierkegaard, ob. cit., p. 89.
13. Cf. idem., p. 89.
14. G.W.F. Hegel, Fenomenología del espíritu, (México, Ed. Fondo de Cultura Económica,
1973), p. 473.
15. Cf. J. Lacan, El Seminario - Libro XVII - "El reverso del psicoanálisis", (Buenos Aires, Ed.
Paidos, 1992), p. 184.
16. Cf. J. Lacan, El Seminario - Libro X - "La angustia", op. cit., lección del 21-11-1962.
17. D. Rabinovich, La angustia y el deseo del Otro, (Buenos Aires, Ed. Manantial, 1993), p. 74.
18. Cf. idem., p. 74.
19. J. Lacan, El Seminario - Libro VIII - "La transferencia", op. cit., 2da.parte, p. 281.
20. Idem., p. 274.
21. Idem..
22. Idem., p. 275.
23. Idem., p. 276.
24. Idem., p. 276.
25. Cf. J. Lacan, El Seminario - Libro X - "La angustia", op. cit., lección del 21-11-1962.
26. S. Kierkegaard, op. cit., p. 88.
27. Idem..
28. Cf. ibid., p. 89.
29. Cf. J. Lacan, "Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano",
Lectura estructuralista de Freud, (México, Siglo XXI Ed., 1971), p. 327.
30. J. Lacan, El Seminario - Libro VIII - "La transferencia", op. cit., 2da. parte, p. 279.
31. Idem., p. 280.
32. Cf.J. Lacan, "Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano", op..
cit., p. 335.
VI.
DE LA ANGUSTIA AL DESEO DEL ANALISTA: EL PROBLEMA DE LA
AUTORIZACION
* Este texto fue presentado en las "Jornadas de Trabajo sobre Clínica de la Angustia", realizadas
en Buenos Aires entre los días 20 y 22 de mayo de 1994.
A partir de destacar algunos aspectos de los conceptos lacanianos de la angustia y del deseo
del analista, nos veremos aquí conducidos a considerar el problema de su autorización. En la
"Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela", Lacan destaca que
"el psicoanalista sólo se autoriza a partir de él mismo", agregando que "esto no excluye que la
Escuela garantice que un psicoanalista surge de su formación" (1).
El hecho de que estos dos conceptos -autorización y garantía- se diferencian pero no se
excluyen, deberá entenderse vinculado a que lo esencial no es aquí la acreditación de un título
profesional. Tengamos en cuenta, efectivamente, que la formación de un analista no puede
concluir en un "ser analista". El psicoanalista sólo puede situarse, según hace notar Lacan, a
nivel de la "falta de ser", no del "ser" (2). Tal es el plano, evidentemente, donde es ubicable el
concepto psicoanalítico de deseo, de manera que las cuestiones de la autorización del analista y
de la garantía de su formación interesarán fundamentalmente al concepto que conocemos como
"deseo del analista".
Estos temas se plantean así de inicio en el campo de la subjetividad, no de burocracia
alguna. La autorización del analista constituye un acto de decisión del deseo de consistencia
ética, no ontológica; no puede, por lo tanto, fundar una entidad pasible de posesión. Lejos de
afirmar un dominio del analista o consolidar al sujeto en el lugar de una insignia, supondrá un
singular modo de destitución de esa posición. En esta perspectiva, como veremos, nuestra
manera de concebir lo implicado en la angustia será crucial, ya que ella jalona el camino hacia el
"deser" que, según Lacan, es donde "se revela lo inesencial del sujeto supuesto al saber" (3).
Partiremos de la idea general de que no podría haber cura analítica sino a partir de la
atención a la angustia. Recordemos que Freud descubrió al deseo en el trasfondo de los síntomas
neuróticos, para constatar finalmente que la estructuración de la neurosis se apoya sobre la
necesidad de evitar la angustia de castración. Tengamos en cuenta que, debido a que eso es lo
más frecuente, es también habitual que la angustia sea confundida con otros malestares o
afectos. Así, por ejemplo, será necesario entender claramente su diferencia respecto de los
dolores del narcisismo.
Lacan observa que si bien "la angustia se produce tópicamente en el lugar definido por i(a),
es decir, como Freud lo articula, en el lugar del moi, no hay señal de angustia sino en la medida
en que se refiere a un objeto de deseo, objeto que perturba al yo ideal i(a), que se origina en la
imagen especular" (4). "Esta señal" -precisa también- "mantiene la relación con el objeto de
deseo" (5).
Notemos que, de esta manera, Lacan subraya la función del objeto, no la del ideal. Esta
apreciación nos permite diferenciar dos maneras de considerar a la angustia. Partiendo de que la
angustia es angustia de castración, podemos tomarla como "señal" de que el deseo está allí
próximo, o podemos producir, imaginarizando la amenaza de castración, una remisión
idealizante a la función del padre. Esto último es más sencillo, porque ofrece una teoría, mítica
pero creible, del origen de la angustia. Aquí será difícil pensar un camino de características no
libertarias para resolver los impasses de la angustia. En esta linea, la posición del analista tiende
a identificarse con la del buen padre, capaz de proteger o compensar al sujeto de lo que ha
debido perder por ser afectado por el lenguaje.
El analista que opera en esta última perspectiva se aproxima a la del estoicismo o, mejor, a
la de la neurosis obsesiva. En efecto, así como para la ética estoica las pasiones son
exageraciones de la razón que nos llevan a cometer errores respecto de lo que es conveniente, la
angustia es aquí pensada como el resultado de algún pensamiento que, ya sea por exceso o por
defecto, resulta inapropiado. El analista se obsesiviza por ocupar imaginariamente la posición
del Otro, en la que al cargar sobre sí la responsabilidad del esclarecimiento, haciendo de padre,
deja al paciente la posición de necesitado, esto es: de falta (A tachado menos phi).
Lo que de aquí surge en términos de interpretaciones difícilmente sea capaz de dar con el
secreto medular de la angustia. En efecto, la posición del analista se especifica teniendo en
cuenta la función de su deseo, que puede operar en la dirección de la cura sólo en la medida en
que no se encuentra capturado en la propia angustia. Evidentemente, un analista angustiado, o
corre el riesgo de extraviarse en la posición histérica, que lo inclina a esperar que el otro lo
desee, o bien se encuentra próximo a salir de ella por una decisión que concierna a su deseo.
La resolución de la propia angustia en las opciones del deseo incide sin duda en el alcance
posible de las interpretaciones. Es así porque el analista mismo es el primer blanco de ellas. Es
sabido que quien tira al blanco, o un golfista, ve sus tiros afectados por pensamientos y afectos,
incluida la angustia. La buena puntería no coincide con la afirmación yoica, a la vez que la
llamada concentración del deportista en sus movimientos es en verdad una disipación completa
del sujeto en pro de un automatismo de las acciones.
Cuando un buen arquero japonés acierta en el blanco apunta a sí mismo, nos enseña E.
Herrigel. En verdad, el tirador se enfrenta a sí mismo, no al blanco, "...para ellos, el
enfrentamiento consiste en que el arquero apunta a sí mismo -y sin embargo no a sí mismo- y
que entonces tal vez haga blanco en sí mismo -y sin embargo no en sí mismo- de modo que será
a un tiempo el que asesta y el que es asestado, el que acierta y el que es acertado" (6).
El blanco de la interpretación bien puede ser el punto en que la angustia del analista no está
ausente para nada del papel de la angustia en el analizante. En cierto modo, en el "arte" del
analista, como en el del arquero, "el arte deja de ser arte, el tiro deja de ser tiro, será un tiro sin
arco ni flecha; el maestro vuelve a ser discípulo; el diestro, principiante; el fin, comienzo; y el
comienzo, consumación" (7). La interpretación que se da demasiado temprano o demasiado
tarde puede ser consecuencia de la vacilación del sujeto ante un deseo que se debate entre la
inocencia y la culpabilidad, en términos de las reflexiones de Kierkegaard.
Esta "puntería", como se ve, opera en un registro diverso a la de la representación de un
sujeto que se dirige a un objeto, La lógica que rige a la interpretación analítica no es la de un
proyectil que se dirige a su objetivo. El blanco y el arquero se hacen uno, ambos objeto de un
agente "Otro" que resuelve, acéfalo de mando maestro. El sujeto se ha arrojado al agujero que es
el objeto, desposeyéndose de una postura de dominio. Nada a señorear, se somete al imperio de
una lógica respecto de la cual nuestra tarea no es otra que la de permitir que ella se destaque. Así
encuentra su perfil la lógica que en lo que atañe al deseo interesa: la lógica del fantasma.
Subrayemos que la relación del arquero con el blanco incluye la dimensión del Otro. Eso se
hace evidente no sólo en una competencia deportiva, sino también en el tiro solitario. El
accionar del sujeto es condicionado por pensamientos conscientes o inconscientes. El orden de
las expectativas e intenciones, incluso las de acertar, perturba la limpieza del tiro. Los fallidos
del acto analítico suelen ser un efecto de primeras o segundas intenciones. Precisamente, un
modo de definir la función del padre ideal, que se quiere amo y señor último, es esta: el que
introduce la dimensión de las segundas intenciones. Por eso también, la posición de padre, si
bien promete un remedio contra la angustia, contra todas las apariencias, no logra concederlo; al
menos no el suficiente.
Señalábamos que la angustia se afirma más allá de especularidad narcísica o falta de
reciprocidad alguna, poniendo al analista en la pista de lo intransferible, de lo que no se
contagia. La angustia encubre la índole esencialmente solitaria del deseo, haciendo de aquello
que medularmente le concierne cosa propiamente incomunicable. Por eso el analista, al
autorizarse de él mismo, está situado en el registro del deseo, no de la demanda.
Agreguemos también que la angustia es efecto de discurso, señal de la inscripción del deseo
en el discurso del Otro. Según vimos, además, en el campo del discurso -orden de los vínculos-
la posición del Sujeto puede inclinarse ya sea a la del deseo, ya sea a la del padre amo. Como se
percibe, no hay deseo del analista sino como posición en el discurso del Otro. De allí que, si bien
la autorización del analista es concebible como resolución de la angustia en las opciones del
deseo, no es solitaria, de donde se anuda indisolublemente a la función de la garantía, como
expectativa jugada en el campo del Otro.
La función de los otros analistas es, a este respecto, clave. Se espera que ellos sean capaces
de decir algo acerca de la posición subjetiva del analista, diferente de lo que podría decir
cualquier otro analizante, lego. El testimonio de que hay psicoanálisis no puede ser sólo cuestión
de legos. Aquello que sucede en la cura bajo transferencia no puede ser apreciado en los
términos que corresponden al psicoanálisis salvo por quienes se encuentran inscriptos en su
discurso. De esta manera, los conjuntos de psicoanalistas, organizados bajo los nombres de
sociedad, escuela u otros, configuran los marcos de ese cabal acontecimiento de discurso que es,
propiamente hablando, su autorización.
En lo que atañe a la inscripción específica que corresponde al psicoanálisis en la cultura, es
evidente que el reconocimiento del analista no puede ser un efecto de mera opinión pública o de
creencias afirmadas en la colectividad. Si así fuera, su función no sería diferente a la del antiguo
shamán. En nuestros días -cabe agregar- no basta la reducción del psicoanalista a las funciones
de una "profesión" capaz de moldearse bajo las condiciones del marketing y las regulaciones del
mercado.
Del mismo modo, la autorización del analista no se confunde con su "establecimiento"
sociolaboral, que es el resultado de una serie de operaciones y factores entre los que se pueden
contar inversiones económicas, realización de estudios recomendables, obtención de
reconocimientos sociales varios, elección de maestros convenientes, desempeños profesionales,
status laborales, simpatías solidarias, gratas escuchas atentas, condiciones ocupacionales,
participaciones en determinadas actividades colectivas, culturales, sociales, de estudio, de
acomodos, de propaganda, políticas, de seducción, de presencia, de escaparate, de enseñanzas,
de ingreso en instituciones claves, etc., etc., etc..
Debido a que la búsqueda de "establecimiento" es fácilmente comprobable en toda entrada
a una agrupación de psicoanalistas, ¿cómo no atender a su delimitación respecto de todo aquello
que concierne a la autorización del analista?. Hay un vacío de reflexión sobre lo que estos
asuntos involucran, ¿se debe tal vez a una falta de psicoanalistas?. Nos inclinamos a suponerlo
cuando notamos que se ha convertido en moneda común en las instituciones psicoanalíticas
lacanianas el recurrir a enseñanzas similares a las universitarias como vía para el establecimiento
de psicoanalistas en el mercado ocupacional, al mismo tiempo que se evita poner sobre el tapete
el tema en sí mismo.
Subrayemos ahora nuevamenta que los destinos de nuestras tareas analíticas descansan en
torno a cómo lidiamos con la angustia de quienes nos demandan, además de la propia. Sabemos
que la angustia es inabordable analíticamente salvo desde la función del deseo del analista,
materialidad medular de su autorización. Nada impide, por lo tanto, formular que la autorización
es la inscripción como hecho de discurso de una particular posición subjetiva -la psicoanalítica-
de un analista entre analistas, frente a la angustia. Dicho más brevemente: la autorización es la
inscripción del deseo del analista en el vínculo social (que es discurso), y sin la cual no puede
haber psicoanálisis en el mundo, esto es: no puede haber psicoanálisis.
De esta manera, bien podemos afirmar que nuestra tarea con la angustia hace al tema de la
autorización crucial e insoslayable. Sin encarar, abierta, plena y cabalmente, las cuestiones de la
autorización y la garantía, no sólo como temática conceptual sino como exigencia ineludible de
la praxis analítica y de su sobrevivencia misma, es difícil vislumbrar un buen futuro en el
psicoanálisis para una agrupación de psicoanalistas. No tenemos aún el ejemplo de ninguna
institución psicoanalítica que haya logrado afirmarse en el tiempo como tal, crecer y proyectarse
hacia el futuro, sin encarar los problemas de la autorización y la garantía y afrontar las
correspondientes responsabilidades.
Notemos que en todo grupo, institución, sociedad, escuela, asociación, etc., que reúne a
psicoanalistas, existe desde el comienzo algún mecanismo formal de ingreso. Por otra parte, en
el acto de acercarse a una agrupación de psicoanalistas para ingresar en ella, el aspirante a
analista, o aquel en posición de autorizarse como tal, da un paso que involucra al campo del
Otro. De modo que, explícita o implícitamente, el problema de la autorización, sea o no
reconocido, es un ingrediente ineliminable del ingreso a una agrupación de psicoanalistas.
En tanto la autorización -tengámoslo presente- no es sin Otro, al ingresar a una institución
psicoanalítica, el analista se hace mirar como tal, objeto para el Otro. Recordemos que el sujeto
de la enunciación -y "el deseo del analista es su enunciación" (8)- "se ve en el espacio del Otro",
tal como observa Lacan en su seminario sobre los cuatro conceptos fundamentales (9). Por eso
también, la autorización que se concede de él mismo no es fuera de vínculo social, esto es: no es
fuera de discurso. De modo que los conceptos lacanianos de autorización y de garantía hacen a
lo real del asunto; no son entelequias de órdenes extrapsicoanalíticos que puedan ser dejadas de
lado sin que ello retorne, precisamente, "en lo real".
Una institución que se quiere psicoanalítica y que desatiende la cuestión de la autorización
de los analistas puede reducirse a un espacio sea de enseñanza "universitaria" de conceptos, sea
de discusión más o menos laxa de experiencias clínicas varias, sea de sociedad de socorros o
apoyos mutuos. Puede de ese modo crearse y sostenerse una interesante sociedad de
intercambios culturales, un foro de sesudas discusiones, una vidriera de personalidades, una feria
de libros o una rica biblioteca, una amigable comunidad de profesionales, una rentable escuela
no oficial que da títulos o no los da, pero no una institución propiamente psicoanalítica.
En la linea de lo expresado, una agrupación de psicoanalistas puede cobijar ignorancias o
mimar desvalidos, puede no atender muchas tareas y carecer de muchas cosas, lo que no puede
dejar de hacer es montar y desarrollar, revisar, corregir y conceptualizar dispositivos para la
escucha e interrogación de sus integrantes en lo que concierne al deseo del analista. Si un
analista se autoriza de sí mismo, aunque no solo, y si la posición del analista del analizante
conviene que se deslinde de la de cualquier jerarquía sobre este último, es función específica de
una institución analítica encarar el problema de la autorización del analista.
Es probable que el futuro de las agrupaciones de psicoanalistas en el mundo que nos toca
vivir ofrezca la comprobación de que el carácter fundamental de estos asuntos en la historia del
psicoanálisis es insoslayable. Si así fuere, asistiremos inexorablemente a los pasos por los cuales
los analistas trataremos, prioritariamente y como un mismo problema, las cuestiones del ingreso
a nuestras agrupaciones, la autorización, la garantía y nuestro humilde papel sobre el planeta.
Referencias bibliográficas.
pulsión malestar
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psicoanálisis cura
Referencias bibliográficas.
X.
EL GOCE ENTRE EL SIGNIFICANTE, EL MATEMA Y EL NUDO
1. Goce y matema.
2. Cálculo y mitificación.
Lacan enseñó que no hay manera de concebir la experiencia analítica sin tener en cuenta el
registro imaginario, el simbólico y el real. ¿Cómo se vinculan entre sí estos tres órdenes?.
Evidentemente, en el terreno imaginario rigen leyes específicas. Las leyes de la óptica, por
ejemplo, permiten formalizar las correspondencias biunívocas entre un objeto y su imagen.
Lacan a hecho referencias a los fenómenos miméticos en el reino animal, no vinculándolos a
finalidad adaptativa alguna sino a la incidencia del espacio y de la imagen en la constitución de
los organismos (15). En el caso del ser hablante, ha mostrado que lo imaginario queda
subsumido en el campo de la palabra y del lenguaje, de manera que sus regulaciones resultan
subordinadas a leyes del orden del símbolo.
Incluiremos entre las leyes de lo simbólico desde las leyes de las alianzas estudiadas por la
etnología hasta las leyes lingüísticas que rigen la producción de significaciones: los tropos, por
ejemplo. Situaremos aquí también a las leyes de gramática, de la lógica y, finalmente, a la
matemática toda. Forma parte del campo del símbolo todo aquello donde el significante opera y
que Lacan refirió, en lineas generales, como orden del saber.
El saber -conforme ya destacamos- es siempre insuficiente en lo que atañe a la realidad
sexual. Al descubrir el psicoanálisis que la sexualidad no se agota en lo que el significante fálico
permite recortar, se hizo necesario estudiar la naturaleza de los límites del saber mismo en lo
concerniente a lo real del sexo. Es en esta perspectiva que Lacan entendió que este "real" no
podía ser recubierto por el significante, viéndose conducido a encarar lo real como imposible
lógico. Lo real quedaba situado así más allá de la ley del significante.
Señalemos ahora que en el Seminario XX Lacan propone: "Sólo la matematización alcanza
un real -y ello es compatible con nuestro discurso, el discurso analítico-..." (16). Esta
formulación merece aclaraciones. No es difícil inclinarse a considerar que el matema nos
mostrará cómo las cosas son realmente. Se espera entonces que enseñe, esta vez con precisión,
la naturaleza del goce. Así creemos que, por fin, aprehenderemos y sabremos la verdadera pasta
de las cosas, entre otras: qué hacer con las mujeres. ¡Todo gracias a la matemática!.
Pero no, Lacan no se ocupa de la matemática con el propósito de que le provea saber alguno
sobre nada. La matematización, en lo que al psicoanálisis atañe, alcanza lo real en un sentido
diferente al de la obtención de un saber cognoscente, objetivo o sólo consistente. Incluso la
aspiración a una idea "clara y distinta", como hubiera querido Descartes, no es lo medular del
recurso lacaniano a la matemática.
Cuando Lacan asevera en el seminario XX que sólo la matemática alcanza un real lo hace a
propósito de la introducción, que acaba de efectuar, del nudo borromeo. En efecto, allí mismo
dice de ese "real" que "es un real que no tiene nada que ver con aquello de lo cual es soporte el
conocimiento tradicional, y que no es lo que éste cree, realidad, sino fantasma" (17).
Conviene destacar que cuando Lacan se refiere a la matemática en el Seminario XX no
piensa solamente en un saber articulado y purificado que posea la forma de textualidad.
Diferentemente, tiene en cuenta la topología y también la teoría de los nudos.
¿Por qué Lacan recurre a la topología y particularmente a los nudos?. Consideraremos
solamente un aspecto de esta cuestión: el de la consistencia ofrecida por la articulación entre los
tres registros. Tengamos en cuenta, como punto de partida, que la experiencia analítica nos lleva
indefectiblemente adonde el saber vacila, esto es: al punto donde el saber se vuelve
inconsistente. En ese lugar, dicho brevemente, no se encuentra otra consistencia que la del
fantasma.
Cabe destacar que la consistencia del fantasma no es el resultado de la suma de las
consistencias particulares del sujeto, del objeto o de la relación entre ambos, sea ésta de
identificación imaginaria, de conocimiento, de significación o, incluso, de goce. Diferentemente,
la consistencia del fantasma es impensable salvo a partir del anudamiento mismo entre lo
imaginario, lo simbólico y lo real, que se articulan a la manera de un nudo borromeo.
Puntualicemos que la consistencia del anudamiento borromeo de varios anillos o redondeles
reside en la característica borromea misma. En virtud de ella, ningún redondel puede mantenerse
unido a ninguno de los demás sino en la medida en que todo el conjunto participa del nudo. La
consistencia del anudamiento entre imaginario, simbólico y real no proviene, entonces, de la
consistencia de ningún registro en particular. En su Seminario XXII ("RSI"), Lacan expresa lo
siguiente: "los tres que están ahí funcionan como pura consistencia. No es sino por sostenerse
entre ellos que consisten - por sostenerse entre ellos realmente" (18). El propósito de Lacan es
allí "aislar la consistencia como tal" (19).
Destaquemos que para hacerlo Lacan no recurre al saber articulado; no se vale de palabras,
tampoco del cuerpo ni del goce. Recurre a una cuerda, haciéndonos observar que la consistencia
de su función no debe identificarse con lo que el espesor de una linea puede representar. La
consistencia que pueda ofrecer una cuerda como sostén reside esencialmente en que esté
anudada. Por lo tanto, es preciso entender la estructura del nudo.
Cabe indicar que no se trata propia o solamente de entender. La experiencia de armar y
desarmar con las propias manos nudos borromeos de tres, cuatro y más redondeles incluye la
dimensión de un "saber hacer" no articulable en significantes. De esta manera, manipulando los
nudos se palpa la cosa con el pensamiento, con el cuerpo (las manos) y también con el goce,
puesto que se lo degusta.
¿Que serían las consistencias imaginaria, simbólica y real consideradas individualmente?.
Dicho brevemente, la consistencia imaginaria reside en la integridad unitaria de la imagen,
caracterizada por la continuidad espacio-temporal de su superficie. La consistencia simbólica
puede ser identificada con la coherencia del discurso en el respeto del principio lógico de no
contradicción. La consistencia en el registro de lo real requiere especial atención. En su
seminario XIX ("Ou pire..."), Lacan señala que "lo real es lo que comanda toda la función de la
significancia" (20). Por consistencia en el registro de lo real podemos entender al goce mismo,
en la medida en que ofrece la más oculta y firme de las consistencias subjetivas. Lacan mostró
que las otras consistencias se apoyan finalmente en la consistencia del goce. Sabemos desde
Freud, por ejemplo, que el goce masoquista del yo se esconde atrás de los embates del fuerte
superyó.
La consistencia del fantasma, habíamos señalado, no es reductible a la imaginaria, ni a la
lógica, ni a la del goce, pero hace nudo con ellas, sosteniéndolas. Esta perspectiva es
fundamental para situar la índole de la intervención analítica, destinada a producir una
transformación que involucra al fantasma. A partir de no confundir la consistencia del fantasma
con la del Sujeto mismo, podemos pensar que si bien un psicoanálisis puede hacer vacilar la
consistencia de un fantasma, ello no implica que el Sujeto se vea llevado a la inconsistencia.
Para pensar la consistencia del sujeto tras el atravesamiento del fantasma que la conclusión de
un análisis involucra es preciso valerse del nudo borromeo.
Un análisis, en verdad, desmonta la consistencia del yo del narcisismo, sin que por eso la
conclusión de la cura suponga que el analizante se haya convertido en nada. Por el contrario,
suponemos que un buen análisis hace factible que el sujeto se afirme como tal. Precisemos
entonces el carácter de la consistencia que puede adquirir un sujeto en el fin de su análisis. No se
tratará, evidentemente, de la consistencia del yo del narcisismo, montada a imagen y semejanza
del cuerpo, que proviene de la integridad de su imagen.
La consistencia del Sujeto en el fin de análisis tampoco podría obtenerse de alguna
significación particular. No se trata allí de ideas enérgicas o coherentes, ni de ningún "ser" que
haya podido afirmarse en lo simbólico. Recordemos que en Lacan la consistencia del "ser" no
tiene otro peso que la consistencia del pensamiento. La cura analítica no coincide tampoco con
la obtención de saberes bien articulados. No se trata, por lo tanto, de consistencia lógica alguna.
Las neurosis, precisamente, revelan las insuficiencias de estas consistencias.
Tampoco puede el fin de análisis conceder al Sujeto el beneficio de encontrar consistencia
en el goce. No es aquí donde esperamos que el psicoanálisis afirme al Sujeto. En efecto, no
conducimos el análisis hacia convertir al neurótico en un perverso o en un idiota sonriente capaz
de disfrutar a pesar de todo.
Hemos encontrado en el nudo borromeo la clave para atender a la consistencia subjetiva.
Valiéndose de la comprobación de que el anudamiento borromeo mínimo incluye solamente tres
anillos, Lacan produjo también una nueva manera de formalizar su diferencia con Freud
respecto al papel del complejo de Edipo en el anudamiento de la subjetividad. Según él, Freud
necesitó del complejo de Edipo, como complejo del padre, para lograr anudar lo imaginario, lo
simbólico y lo real. De este modo -según Lacan- la teoría freudiana se formalizaría mediante un
nudo de cuatro anillos. Lacan piensa que no es necesario ese cuarto término para que los tres
registros se anuden. Si bien no desarrollaremos aquí este punto, su mención apunta a señalar que
la conceptualización lacaniana, que nos había llevado a privilegiar estructuras cuaternarias para
dar cuenta de las operaciones del significante, se inclina ahora en este aspecto hacia las ternarias.
Los modelos cuaternarios tienen su última expresión en los matemas de los cuatro
discursos. De todas maneras, con la atención a los nudos será posible pensar al discurso analítico
mismo como una estructura no cuaternaria, sino ternaria. El nudo borromeo de tres anillos será
suficiente para ceñir la función sobre la que gira la experiencia del análisis: el objeto a.
Señalemos que mientras los cuatro términos son necesarios para dar cuenta de las operaciones
del Otro del significante, los tres del nudo permiten perfilar con mayor precisión el alcance del
psicoanálisis enfatizando la función del objeto a. Ello, por cierto, no significará abandonar la
utilidad de los modelos cuaternarios en el pensamiento de Lacan, aunque sí exigirá reubicarlos.
En sus seminarios XX y XXII ("Aun" y R.S.I.") Lacan enseña que el nudo borromeo es una
escritura. Efectivamente, el nudo está en el origen mismo de la escritura; para comprobarlo basta
observar un tejido, que no es otra cosa que un solo hilo entralazado en un gran nudo. Por eso se
deshace con sólo cortarlo en cualquier punto. Entre las más elementales formas de escritura
puede contarse a la identificación o a la transmisión de un mensaje no hablado mediante la
factura de tejidos. Antiguamente, por ejemplo, las tribus nómadas en el desierto se reconocían
las unas a las otras por los tejidos que vestían.
Lacan hace notar, además, que en la base de la matemática están la cuerda y su nudo. La
idea de la medida, propia de las primeras inquietudes "prácticas" que se encuentran en los
comienzos del pensamiento matemático, no se habría aplicado sin recurrir a la cuerda y al nudo.
De modo que aun los rudimentos de una teoría de los nudos se emparenta con la prehistoria de la
matemática, aunque no sólo con ella. La consistencia del saber mismo, consolidándose para el
sujeto como cuerpo de conocimientos o ideas y adquiriendo en lo real una sustancia de goce, se
sostiene, en última instancia, en la consistencia del nudo.
Referencias bibliográficas.