LA CRISIS DEL
CATOLICISMO
Iglesia y Sociedad
a fines de la Edad Media
DERECHOS RESERVADOS
INSCRIPCIÓN N°: 2020-A-2619
ISBN: 978-956-9275-84-5
ISBN digital: 978-956-9275-89-0
DIAGRAMACIÓN Y DISEÑO
PAULA RIFFO FRAGA
IMPRESO
TRAMA IMPRESORES
AV.COLON 8731, FONO 41-2433535
TALCAHUANO-CHILE
IMPRESO EN CHILE - PRINTED EN CHILE
PRIMERA EDICIÓN: JULIO 2020
EDICIONES UBB
REPRESENTANTE LEGAL
MAURICIO CATALDO MONSALVES
UNIVERSIDAD DEL BÍO-BÍO
Este libro fue posible elaborarlo gracias a una investigación de tres
años financiada por el Fondo de Desarrollo Científico y Tecnológico
(FONDECYT), entre 2013 y 2015, titulada “La idea de Iglesia en autores
bajo-medievales. Siglos XIV y XV” (n° 1130476). Agradezco muy sentida-
mente este valioso e imprescindible apoyo del Estado de Chile.
También agradezco a la Universidad del Bío-Bío, a través de su editorial,
que acoge esta obra para su publicación.
Por último no puedo dejar de agradecer a Paula Riffo Fraga por el atracti-
vo diseño que creó para este libro.
A Orie, por su fidelidad
indice
ÍNDICE
Prólogo.................................................................................................................................. 14
Palabras previas................................................................................................................ 18
Introducción........................................................................................................................ 22
La Iglesia, objeto de estudio................................................................................. 26
Urgente reforma........................................................................................................ 30
Hacia la autonomía del poder político............................................................. 36
Primera Parte
EUROPA EN EL SIGLO XIV
Segunda parte
LA GRAN CRISIS
Tercera parte
LA IGLESIA CONVULSIONADA
Cuarta parte
EL PODER DE LOS PAPAS
Quinta parte
TEORÍAS POLÍTICAS MEDIEVALES
ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA...............................................................................540
Prólogo
14
fin de la Edad Media, que ha prevalecido durante tanto tiempo en la his-
toriografía y en la mentalidad común. Las convulsiones que agitaron en-
tonces a Europa fueron el precio que tuvo que pagar para la génesis de un
mundo nuevo: aquel de los Estados nacionales, de las burguesías urbanas
y de la expansión europea en los nuevos mundos, inaugurado por Marco
Polo y por las misiones franciscanas que alcanzaron Pekín a comienzos
del siglo XIV. En el cuadro que surge en medio del dolor, un valor original
se impuso: el individualismo con sus aspectos buenos y malos, desde el
egoísmo exacerbado de los ricos y poderosos hasta la interiorización de
la fe, que impulsó a algunos cristianos de este tiempo a cuestionar ciertas
prácticas religiosas exteriores, que se consideraban supersticiosas.
La misma Iglesia no escapó al cuestionamiento profundo de sus es-
tructuras, como lo testimonian las personalidades de los santos y santas
que vivieron en esa época: entre los hombres que entonces se beneficia-
ron de una reputación de santidad, pocos habían pertenecido alguna vez
a la jerarquía eclesiástica o habían pasado sus vidas en monasterios. Por
otro lado, los ermitaños, los predicadores populares y los visionarios o
profetisas despertaron el entusiasmo de las multitudes, ávidos de pala-
bras inspiradas y ejemplos verdaderos de vivencia de la pobreza. Así, en
el mismo momento en que las instituciones eclesiásticas, y en particular
el Papado, fueron desafiados por diversos movimientos heréticos y sacu-
didos por una serie de crisis, la principal de las cuales fue el Gran Cisma
de Occidente (1378-1417), el poder carismático, a menudo encarnado
por mujeres como Santa Brígida de Suecia (†1373), Santa Catalina de Sie-
na (†1380) y Santa Coleta (†1447), contribuyó a restablecer el prestigio
de la Iglesia ante las multitudes, y abrió perspectivas de renovación para
las principales Ordenes religiosas en el marco del movimiento de la Ob-
servancia.
Es necesario agradecer a Luis Rojas Donat haber delineado con preci-
sión los grandes trazos de la historia religiosa, extremadamente compleja
y convulsionada, de la Europa occidental en los últimos siglos de la Edad
15
Media. En efecto, esta cristiandad, con sus cualidades y defectos, consti-
tuye el origen de la conquista y colonización de América del Sur, y fueron
los cristianos de esta época ―conquistadores, comerciantes y misione-
ros― quienes se encontraron con las poblaciones amerindias. No se pue-
de comprender la historia de América latina si no se conoce la mentalidad
y las aspiraciones espirituales de hombres y mujeres de fines del siglo
XV, y hay que alegrarse con la publicación de este libro que será, no tengo
dudas, muy útil para los lectores que yo deseo numerosos.
André Vauchez
Profesor emérito de la Universidad de Paris-Nanterre
Miembro del Instituto de Francia.
16
Palabras previas
18
No quisiera decir que todo este cúmulo de sentimientos que invaden
actualmente el alma del Occidente sean los mismos que vivieron los cris-
tianos del siglo XIV, es decir, que sean similares, sino que me siento mo-
vido a pensar que entre ambas realidades, las del Medievo y las nuestras,
hay analogías que merecen una reflexión, un análisis. A fines de la Edad
Media todas estas preocupaciones se vivieron como tales, pero agravadas
por una crisis social, económica y política nunca vista.
En realidad, los momentos críticos son los que más atraen al historia-
dor, porque en ellos se revelan todos los niveles del acontecer histórico.
Los acontecimientos catastróficos exponen el día a día de los seres huma-
nos y ponen al descubierto sus preocupaciones cotidianas que les ago-
bian, les consumen, les matan. En este nivel, la crisis aparece en toda su
dolorosa dimensión, exponiendo las miserias y las bondades de las per-
sonas, demostrando cuán frágil y endeble es el género humano. Obser-
vados estos episodios con una mirada de conjunto ―digamos por sobre
ellos― y analizados en perspectiva, muestran al estudioso la oscuridad
que envuelve a los individuos, los estrechos senderos por donde cami-
nan, el agobiante presente que consume todas sus energías, los procesos
complejos que viven las sociedades en su devenir. En ellos se manifiestan
las tendencias de mediano plazo, se observan los mecanismos de adapta-
ción, incluso de supervivencia, que los seres humanos aplican sin siquiera
tener conciencia de ello. Al prestar atención a estos oleajes más o menos
profundos que mueven a la comunidad, se descubren, como un gran telón
de fondo, las estructuras fundamentales del acontecer histórico, lo que
alguna vez se llamó mentalidades, y que ahora se denominan sistemas de
valores.
Sé que alcanzar a percibir los tres niveles del devenir histórico ―el
episodio, el proceso y la mentalidad― es una tarea que excede mis capa-
cidades. Con todo, he querido hurgar en ellos, a riesgo de la crítica que
acompañará siempre la publicación de un libro de historia.
19
En este texto los historiadores advertirán muchas explicaciones cono-
cidas y quizás innecesarias para las exigencias del gremio. Sin embargo,
quiero llegar con el tema a un público más amplio que merece que los
estudiosos de la historia compartan con él su aprendizaje, porque el hom-
bre común no solamente desea sentirse parte de la cultura en que vive,
sino también anhela participar de la memoria colectiva y ser un sujeto
histórico.
No quisiera dejar de agradecer a algunas personas: a Flocel Sabaté,
de la Universitat de Lleida, con cuya amistad me honro. Sus sabios conse-
jos guiaron mi trabajo y han sido determinantes en una síntesis de esta
envergadura; a André Vauchez, del Instituto de Francia, durante años sus
sugerencias sobre diversos temas iluminaron mi modesta comprensión;
a José Marín Riveros, de la Pontificia Universidad Católica de Valparaí-
so, junto a nuestra vieja amistad ha aportado muy significativamente al
haber sufrido la lectura del texto preliminar; a Diego Mundaca, amigo y
medievalista profundo, también hizo comentarios y sugerencias valiosas;
a Vicente Ángel Álvarez Palenzuela, de la Universidad Autónoma de Ma-
drid, que me animó a incursionar en estas materias tan estudiadas con-
fiado en mis capacidades.
20
Introducción
22
Por su parte, el emperador Valentiniano III brindó más tarde, en 445,
el más importante apoyo a la posición primada del obispo de Roma. El
emperador manifestaba en su edicto el interés de la autoridad política de
respetar al papa, como sucesor de Pedro, en su tarea de cautelar la recta
comprensión y vivencia del cristianismo, atajando cualquier desviación
herética. El apoyo estatal a las decisiones del pontífice quedó, pues, esta-
blecida, y la Iglesia, convertida en otra institución más del Estado romano,
se confundió en las estructuras imperiales.
El segundo proceso fue el posterior desmoronamiento de toda la com-
pleja organización política romana en todo el Occidente, en la segunda
mitad del siglo V. Es sorprendente que la Iglesia, habiéndose integrado
en las estructuras políticas romanas, no haya desaparecido junto con el
colapso del poder imperial. ¿Era o no parte del Imperio romano? Difícil
respuesta. Si bien el cristianismo había nacido entre los judíos, fue el
apóstol Pablo el que, sacándolo de una pequeñísima área geográfica en la
que se había desenvuelto, lo llevó a otras naciones insuflándole una vo-
cación “universal”, que la lengua griega denominó “católica” (katholikós).
La Iglesia, pues, sobrevivió a la muerte de su Estado protector, y lo hizo
como única institución, e igualmente al papa como único líder del orbe
cristiano.
Todos los derechos del obispo de Roma y los derechos y obligaciones
que se derivaban a los príncipes seculares*, conformaron la primera teo-
ría política desarrollada en el Occidente medieval elaborada por la Iglesia.
La cultura romana, especialmente la recia herencia jurídica, sin la cual
nadie podía entender la realidad de entonces, se instituyó en el marco in-
telectual que dio consistencia conceptual a la teoría dominante durante la
Edad Media. La dimensión política que adquirió la Iglesia, y el papa como
* Secular tiene más de un sentido: el primero, que en este libro se usará con frecuencia, es sinónimo
de político, temporal o laico. La autoridad civil o política se le denomina “secular”, o bien laica, que
son los reyes y sus delegados. El segundo sentido, que se da en el catolicismo, es la división entre el
clero regular (recluido en conventos y sometido a una regla, es decir, las Ordenes religiosas) y el clero
secular, que son los prelados que viven junto al pueblo, también llamado diocesano.
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su conductor, es una de las características más distintivas de la historia de
la cultura de Occidente.
∗ ∗ ∗
Acerquémonos al momento histórico que nos interesa presentar, esto
es, el tránsito entre el siglo XIII y el siglo XV. Con desfases cronológicos de
acuerdo a las regiones, este transcurso muestra los síntomas de un pro-
gresivo proceso de emancipación de algunos reyes respecto de la tutela
de la Iglesia, liberación que marca en el Occidente el fin de la Edad Media.
Se trata de una transformación decisiva de las estructuras fundamentales
de la civilización occidental, puesto que lo que mutaba no era cualquier
cosa, sino un sistema de referencias religiosas y políticas que permaneció
más o menos inalterable durante mucho tiempo. Con él, los europeos ha-
bían podido observar y comprender el mundo. Esta disolución, necesaria-
mente, provocaría desasosiego, y es también parte de la crisis multiforme
de fines del Medievo.
Todo ello era un campo fecundo para estimular la capacidad de en-
tendimiento de los únicos intelectuales de la época, es decir, algunos
eclesiásticos, especialmente los monjes, quienes reaccionaron de mane-
ra muy diversa, lo que explica la extraordinaria abundancia de escritos
sobre la Iglesia y la sociedad que caracteriza a la literatura denominada
eclesiológica* en los últimos siglos de la Edad Media. Las soluciones que
se pensaron intentaban cubrir casi todo el arco político, pues algunos que
sintonizaban con la evolución de los acontecimientos en curso, proponían
tener en cuenta el reconocimiento de la autonomía del poder temporal o
político. Otros planteaban la necesidad de equilibrar el poder del sobe-
rano pontífice con el poder de otros cuerpos colegiados al interior de la
* En términos gruesos, la eclesiología es una parte de la teología cristiana que se dedica al estudio
de la Iglesia como entidad orgánica, a su papel espiritual, su destino y su liderazgo en la sociedad.
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Iglesia, como el colegio de cardenales o el conjunto de obispos reunidos
en el Concilio. Ciertos intelectuales invadidos de aires nostálgicos pensa-
ban que la única manera de frenar la crisis era, precisamente, reconocer
que la llave maestra de toda la organización eclesiástica era realmente el
papa, de tal manera que había que aumentar todavía más la autoridad del
pontífice en la Iglesia. Algunos más radicales, sacudiendo los fundamen-
tos mismos de la tradición eclesiástica medieval, proyectaban la necesi-
dad de someter la Iglesia a la sociedad civil encarnada por el príncipe, la
nobleza y el pueblo.
Esta rica literatura no encuentra explicación satisfactoria sin tener en
consideración la influencia ejercida por algunas importantes mutaciones
intelectuales. Veamos. Desde el punto de vista filosófico, el redescubri-
miento del pensamiento de Aristóteles entregó argumentos muy sólidos
a muchas visiones de la sociedad, esto es, concebirla políticamente. Esto
quiere decir que la sociedad o polis, según Aristóteles, era la unión de
personas con una organización política. Al concebirla así, digamos de una
manera laica, aquellos que deseaban limitar severamente la influencia de
la Iglesia en la comunidad, encontraban en este gran filósofo las razones
para su sustracción. Los reformadores, en cambio, poniendo acento en
la noción de representación, que estaba en la base de la teoría conciliar,
proponían reducir la autoridad del papa en el seno de la institución ecle-
siástica.
Como ha sido siempre, el pensamiento aristotélico no circulaba en
toda la sociedad sino en un reducidísimo número de intelectuales. Espe-
cial presencia tenía en las universidades, las cuales vivían un momento
de apogeo con su gran influencia. En sus ambientes académicos era cos-
tumbre el gusto por los duelos oratorios y las controversias, en las que
se formulaban preguntas de manera abstracta y teórica. Fuera de este
ambiente, a nivel público, los canonistas* y los teólogos fueron los prin-
* Los canonistas son los expertos en el derecho interno de la Iglesia o derecho canónico. Éste se llama
así porque canon en griego significa “ley”. En la Edad Media, éstos estudiaban simultáneamente el
derecho canónico y el derecho civil romano, y eran, en su mayoría, clérigos.
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cipales intérpretes de opinión, y muy pronto se convirtieron en un poder
político tan importante como el que detentaban la jerarquía eclesiástica y
los príncipes temporales. En los debates desatados sobre diversos aspec-
tos de la Iglesia y la sociedad, su aporte fue importante porque facilitó la
solución de los conflictos, los cuales se multiplicarían en el seno de la ins-
titución eclesiástica en el curso de este período tan agitado de su historia.
26
particulares y la autoridad política fueron reemplazados por relaciones
entre particulares, generándose la total privatización de todas las relacio-
nes sociales, y el sometimiento indiscutido de toda la comunidad a una
pequeñísima casta de ricos, los cuales monopolizaron la única riqueza
posible de la época, la tierra. Se trata, pues, de una organización que los
historiadores han llamado Feudalismo.
Ante el vacío de poder producido, ninguno de los reinos germánicos
que surgieron en Occidente, con sus precarias estructuras administrati-
vas, reunía las características de una organización estatal propiamente
tal, debido a que los monarcas de la época nunca lograron concentrar
plenamente el poder político, encontrándose éste, por el contrario, di-
seminado en manos de los llamados “grandes” del reino. Entre aquellos
grandes se encontraban las más altas dignidades eclesiásticas ―obispos
y abades―, las cuales junto a su cometido religioso, eran grandes terra-
tenientes en cuyos dominios vivían sometidos muchísimos campesinos,
y ello explica que en esta oligarquía residiera una parte importante del
poder público. Puede ya vislumbrarse que la Iglesia en la Edad Media,
con toda su organización supranacional, dirigida por un órgano central en
cuyo centro dominaba el papa, era la única institución con una apariencia
formal, diríase, cuasi “estatal”. Era, pues, un actor político importantísimo.
Hecha la anterior precisión, nos interesa presentar y explicar la ma-
yor crisis que ha vivido la civilización europea, y al interior de ella la más
grave crisis que ha tenido la Iglesia Católica de Occidente. Sin embargo,
hacerlo excede las posibilidades de una sola persona y las dimensiones de
este libro, razón por la cual he querido concentrar mi atención en algunos
aspectos de la crisis, como es el surgimiento en el corazón mismo de la
sociedad de ciertas ideas relativas a la Iglesia, una suerte de imaginario
que no fue estático sino que evolucionó con las mismas vicisitudes sufri-
das. Para el historiador, ellas se convierten en imágenes que dan cuenta
de lo que históricamente se esperaba de la institución eclesiástica, una
concepción de ella, es decir, una eclesiología.
27
Nos parece que esta mirada no debe considerarse un asunto estricta-
mente interno de la Iglesia ―en definitiva, eclesiológico―, puesto que la
idea que la sociedad occidental se formó de la Iglesia da cuenta de un sis-
tema de valores vigente. La mayor crisis que ha vivido el pontificado en
su historia y el impacto que produjo en toda la institución y en la religio-
sidad popular, creemos, nos permite comprender la sociedad europea en
un momento extremadamente crítico. Con ello, colaboramos a entender
un poco mejor la cultura de Occidente.
Buscando explicar esta coyuntura crítica y acotado el campo de es-
tudio de las dificultades, en primer lugar, debe destacarse la pérdida de
confianza que se apoderó de la población cristiana respecto de la auto-
ridad de la Iglesia, aspecto extraordinariamente grave en tanto se tenga
en cuenta que ella era la institución más importante de la época, acaso la
única. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, la identidad
de ella misma fue objeto de nuevas y peligrosas interrogantes, las cuales
condujeron a un análisis crítico de sus relaciones con el mundo secular
o político.
En relación con la pureza y rectitud de las creencias ―ortodoxia―,
André Vauchez ha explicado que la crisis se aprecia de manera cada vez
más sensible en la duda, extraordinariamente corrosiva, que se insinúa
así subrepticia como abiertamente a lo largo de los siglos XIV y XV en am-
plios sectores de la sociedad laica. No era menos delicado el clima den-
tro de la clerecía, cuya frágil unidad se perdió al sumergirse en ásperas
controversias que tocaron al menos dos aspectos fundamentales: de una
parte, había que interrogarse acerca de la naturaleza de la institución, y
por otro lado, el complejísimo funcionamiento de sus estructuras.
Envueltos en un ambiente de angustia, algunos de estos revisionis-
mos, impulsados a veces por individuos como también, en otros casos, a
cargo de grupos más o menos organizados, se vieron irremediablemente
arrastrados a las posiciones limítrofes de la herejía, acaso como una res-
puesta a las acciones represivas que el Papado empleó para contenerlos.
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Es cierto que los temas que inquietaban habían sido objeto de polémicas
a lo largo de toda la historia de la Iglesia. Sin embargo, a fines del Medievo,
este debate adquirió gran importancia histórica, debido a que la crisis no
quedaba reducida a un problema meramente dogmático que solamente
un grupo de sabios podía comprender, sino que tocaba aspectos trascen-
dentes de la religiosidad popular y la sociabilidad. En fin, estaban com-
prometidos los fundamentos de aquella sociedad.
La Iglesia, pues, se convirtió en objeto de estudio, y esta reflexión
habría de resultar peligrosa, puesto que la crítica apuntaba a las bases
religiosas sobre las cuales se había construido la civilización del Occiden-
te medieval. Lo que más llama la atención del historiador es que, desde
comienzos del siglo XIV, se redactaron numerosos tratados donde se es-
tudiaba acuciosamente a la Iglesia. Se trata de una copiosa literatura de
naturaleza eclesiológica relativa a la grave crisis provocada por el Gran
Cisma* y la sentida necesidad de una reforma de la Iglesia. Algunos de es-
tos textos se propagaron con gran prontitud, en cambio, otros quedaron
en el olvido como simples manuscritos sin conocer difusión en la socie-
dad.
Frente a la emergencia de problemas nuevos eran necesarias solu-
ciones desconocidas hasta entonces, cuya formulación requería, asimis-
mo, de un conjunto de definiciones de carácter teórico que era preciso
establecer. Anteriormente, los canonistas habían consagrado sus obras
a explicar y comprender diversos aspectos de la Iglesia desde un punto
de vista jurídico, es decir, soluciones legales que permitían sortear satis-
factoriamente situaciones complejas usando de modo exclusivo la razón
jurídica. Lo notable es que el tema no había sido objeto de un tratamiento
específico de parte de los teólogos. La intempestiva aparición de esta re-
flexión eclesiológica que se prolongó en el tiempo, da cuenta de un males-
* El Gran Cisma o “división”, es el gravísimo acontecimiento ocurrido durante el siglo XIV en que la
Iglesia tuvo dos papas, uno en Roma y el otro en Aviñón, cada uno de los cuales reclamaba para sí la
legitimidad de ser el sucesor de Cristo. Este episodio será abordado más adelante.
29
tar que no fue epidérmico sino muy de fondo, el cual se confundió con un
deseo ferviente de definiciones claras ligadas a la irrupción de problemas
nuevos.
Cabría preguntarse hoy ¿Por qué estudiar la eclesiología? Considera-
mos que en la condición intrínsecamente histórica de la Iglesia va impre-
sa la historicidad de toda eclesiología, porque la historia de la Iglesia es,
en verdad, el meollo central de la eclesiología. Como ninguna otra época
de la historia de la Iglesia, los siglos XIV y XV nos parecen un período es-
pecialmente importante como aporte a la comprensión de una parte de
la historia de la cultura cristiana-occidental. Mucho de lo que allí ocurrió
todavía tiene consecuencias en nuestro presente, como veremos a lo lar-
go de este libro.
Urgente reforma
Desde su creación, puede decirse que la Iglesia ha vivido en un eter-
no juego de tensiones opuestas, alimentado por su conservadurismo y su
reformismo intrínsecos, la conocida dialéctica entre tradición y cambio.
Casi habría que afirmar que la reforma es un tema permanente al interior
de ella hasta nuestros días. Después de esos papas que, durante la pri-
mera mitad del siglo XIII, afianzaron con vigor la fisonomía monárquica
y centralizada de la Iglesia, a fines de esa centuria afloraron por aquí y
por allá vehementes deseos de reformar la institución, preocupación que
incluso superó los límites del mundo de los clérigos. Como ha estudiado
con diligencia Gerhart Ladner, impulsaban dichos anhelos un conjunto de
problemas poco definidos ligados a las bases de las estructuras que co-
menzaban a manifestar evidentes signos de esclerosis. La administración
de la Iglesia, cada vez más grande, dispersa, muy compleja y muchas ve-
ces misteriosa, había conducido, a juicio de muchos, a perder de vista los
objetivos espirituales que le había asignado su fundador.
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No había novedad en el tema. Se había abordado antes bajo ropajes
diversos, como aquel de la ferviente espera del cumplimiento de una pro-
fecía que hablaba de las tres edades en la vida de la Iglesia: la del Padre, la
del Hijo y la “tercera Edad” guiada por el Espíritu Santo, momento en que
se produciría su tan deseada renovación. Textos de variada procedencia
vieron la luz anunciando la pronta transformación, de entre los cuales el
más famoso fue el compuesto por Joaquín de Fiore (que más adelante ana-
lizo), cuyas ideas calaron muy hondamente en personajes muy diversos
entre sí, como el poeta Dante Alighieri y los teólogos Arnaldo de Vilanova,
Raimundo Lulio o Pedro Juan Olivi. Quizás debido a la influencia que éstos
mismos pudieron haber ejercido en su entorno eclesiástico y también al
interior de su propia feligresía, lo cierto es que esta expectativa referida
a la salvación al final de los tiempos se la encuentra, desde mediados del
siglo XIII, en los países mediterráneos. Allí las masas populares se vieron
cogidas por tensiones escatológicas* que exacerbaron su inquietud a la
espera del fin de dicho siglo.
Tratando de sintonizar con esta atmósfera expectante, el papa Boni-
facio VIII se esforzó por aportar una respuesta a estas inquietudes insti-
tuyendo el primer año santo en 1300, iniciativa que exhortaba a todos los
peregrinos para que visitaran Roma durante ese año. De paso conseguían
el perdón de sus pecados o indulgencia plenaria de Jubileo, privilegio re-
servado hasta entonces a los cruzados y a los peregrinos que iban a Tierra
Santa. Aun cuando esta iniciativa tuvo un gran éxito intentando presentar
a Roma como la “nueva Jerusalén”, no fue suficiente depuración frente a
la imagen corrupta que la gran ciudad proyectaba en la población. Esto
no debe inducirnos a pensar hoy que la corrupción denunciada se trate
de desórdenes, digamos, administrativos al interior del inmenso apara-
to burocrático eclesiástico. Ciertamente lo fueron, pero eran problemas
* La Escatología es una rama de la teología que se ocupa de las “cosas finales” (éskhatos), es decir,
el final de los tiempos. En todas las religiones existe esta preocupación, pero en el cristianismo este
asunto está en el centro de su esencia, pues Cristo anunció que volvería en un momento impreciso en
que la historia humana llegaría a su fin, y los seres humanos alcanzarían finalmente la felicidad plena.
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gravísimos que debilitaban las estructuras valóricas del Occidente, como
trataremos de explicar en este texto.
Desde los últimos decenios del siglo XIII, en vísperas del Concilio de
Lyon II de 1274, algunos miembros del clero y de la jerarquía habían to-
mado conciencia del riesgo que al interior de la Iglesia implicaba la pro-
liferación sin control de organizaciones e instituciones, la multiplicación
excesiva de toda clase de procedimientos, disposiciones jurídicas y regla-
mentos, los cuales provocaban numerosos abusos a causa de un meticu-
loso ritualismo, en fin, las debilidades de un clero más preocupado de no
ver mermados sus ingresos que de elevar el nivel moral y religioso del
pueblo cristiano. Pero, en dicha reunión de padres conciliares no hubo
sensibilidad para percibir el riesgo de los peligros que se avecinaban y
nada se hizo por subsanar la situación, porque el debate sobre la ―para
ellos― incómoda reforma de la Iglesia se postergó.
Como lo concibieron grandes espíritus, en particular en Italia, pero
especialmente entre los franciscanos, para que la renovación fluyera des-
de la cabeza misma del cuerpo eclesiástico, era manifiesto que la inicia-
tiva debía venir desde el interior de la Iglesia romana. Dichas esperanzas
de un cambio interno muy profundo provenientes del Vicario de Cristo, se
encendieron cuando el viejo eremita y además con fama de santidad, Pie-
tro da Murrone, fue elegido papa en julio de 1294, adoptando el nombre
de Celestino V. Toda esta ansiedad reformadora quedó en nada cuando
al cabo de unos meses el pontífice recién electo, aceptando su ineptitud
para el gobierno, abdicó en diciembre de ese año. La decepción invadió
todos los rincones de la Iglesia, defraudando en particular a todos aque-
llos ―especialmente “espirituales” y joaquinitas― que habían cifrado en
ese “papa angélico” sus esperanzas de que asumiera, con decidida volun-
tad, los cambios que devolvieran a la Iglesia su verdadera imagen. Con la
nueva elección se desataban nuevamente los conflictos de poder entre las
familias romanas y la tan esperada reforma quedaba de nuevo postergada
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para otra ocasión, la cual debía darse en el siguiente concilio que habría
de celebrarse en Vienne (1311-12).
Durante el período preparatorio a este Concilio fue el momento para
que apareciesen los graves problemas internos de la Iglesia, especialmen-
te los abusos de la Curia* que se apropiaba de la colación** de un gran
número de beneficios, al tiempo que manipulaba con los procedimientos
de apelación, minando la autoridad de los obispos en sus diócesis. Con
ello les impedía desempeñar el rol de pastores frente a su clero y ante los
fieles. Problema, sin duda, gravísimo, de cuya importancia la Curia ma-
nifestaba un irresponsable desdén. Así las cosas, asumida la corrupción
como un procedimiento normal, la inmoralidad alcanzaba niveles críticos
que desangraban las fuerzas de la comunidad.
Aun con todo este desajuste, es notable que la autoridad del papa, el
primer responsable del estado de cosas, todavía suscitara el respeto del
estamento episcopal. Sin embargo, algunos obispos iniciaron ciertas re-
clamaciones recordando que el pontífice, aun con la plenitud del poder,
no obstante tenía límites. Respecto de estas limitaciones había consenso
entre los canonistas ―muchos de ellos obispos― que el pontífice no podía
contravenir la ley natural ni la ley divina, y que su autoridad en proceso
de decadencia podía recuperarse si en la toma de decisiones hacía partici-
par más a sus colegas obispos, que decidir en virtud de su sola autoridad.
Además, se decía que la Santa Sede, lejos de generar obstáculos para su
rehabilitación, debía apoyarse para ello en el Concilio, con el cual el pon-
tífice todavía podía contar como su aliado. El gran capital “político” ―por
así decirlo― de la sede apostólica radicaba en que todos los Concilios del
siglo XIII, convocados y dirigidos por el pontífice, habían sido precisa-
mente eso: concilios del papa.
* La Curia romana o también llamada pontificia es el conjunto de congregaciones, tribunales y oficios
que trabajan con el papa en el gobierno de la totalidad de la Iglesia.
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Pero, otra vez en Vienne no hubo ambiente para acoger estos llama-
dos a impulsar la reforma. Volvieron a acaparar la preocupación de la
clerecía conciliar los apremiantes problemas políticos de la cristiandad,
especialmente el doloroso proceso contra la Orden de los Caballeros Tem-
plarios, inmensamente rica y muy respetada. Con un procedimiento lleno
de perversidades y de malicia, el rey de Francia les acusó injustamente
de crímenes alevosos sin más pruebas que las confesiones de sus líderes,
todas ellas arrancadas con torturas muy crueles. Dado el prestigio indis-
cutido y la reconocida probidad de los monjes laicos, este acontecimiento
impactó con gravedad el corazón de todo el orbe cristiano.
La reforma también falló por el terco rechazo que manifestó el papa
Clemente V a que los padres conciliares abordaran cuestiones eclesiásti-
cas candentes, ya que estaba convencido que, envueltos en un ambiente
convulsionado, los análisis críticos tendrían más un efecto corrosivo que
la búsqueda de soluciones. No hubo ambiente que permitiera poner en el
tapete los problemas de fondo, especialmente los que el historiador Yves
Congar denominó con acierto la “hipertrofia de la prelatura y lo canónico”,
esto es, el autoritarismo de la jerarquía eclesiástica basada en el uso pre-
dominante de los recursos jurídicos por sobre los argumentos teológicos.
En toda su cruel realidad el alto clero hacía visible su incapacidad para
poner fin a los abusos más escandalosos y se perdía otra ocasión para
corregir los errores. Después de esta experiencia decepcionante ningún
Concilio se reuniría durante un siglo, quedando depositada en el Papado
la responsabilidad de la reforma que, salvo algunos intentos tímidos e in-
eficaces bajo Benedicto XII y Urbano V, no logró tomar cuerpo.
Esta desidia y el desprestigio que le acompañó crearon las condicio-
nes para que un número de clérigos y de laicos, sin romper directamente
con la Iglesia como lo hacían los herejes, se sintieran estimulados a pen-
sar que ella fallaba en su cometido y que la misión encargada por Cristo
no lograría llevarse a cabo mientras no se procediera a una reforma. Ésta
debía consistir en una depuración cuya puesta en práctica implicaba, ne-
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cesariamente, que la Iglesia había de regresar a su forma primitiva, es
decir, a la norma ideal o modelo que constituía la primera comunidad
apostólica de Jerusalén, la de Cristo y sus apóstoles. Desde luego, el tema
de la “vida apostólica” no era nuevo en la Iglesia medieval, pero frente a la
corrupción se revitalizó la vieja aspiración de un regreso a la Edad Dorada
de la Iglesia primitiva, sueño que conoció una gran difusión durante el
siglo XIV, particularmente durante el período en que el Papado se radicó
en la ciudad de Aviñón, como explicaremos más adelante.
Fue entonces que, en un marco de progresivo desasosiego, aparece
en la cristiandad la expresión que se hará famosa en el curso de los 150
años siguientes relativa a la urgencia de proceder a la reforma de toda
la Iglesia, “tanto en la cabeza como en los miembros” (reformatio tam in
capite quam in membris). Sin embargo, la significación concreta de esta
expresión de carácter reformador permaneció siempre ambigua, porque
para aquellos nostálgicos de esa Iglesia apostólica, simple, pobre y sin
poder, la anterior al emperador Constantino, el retorno a los orígenes im-
plicaba, ante todo, que la institución tuviera como referencia constante
las palabras y las acciones de Cristo, y aceptara someterse al juicio de la
Sagrada Escritura erigido como criterio absoluto. Numerosos ejemplos
de estas actitudes pueden verse en los escritos de Marsilio de Padua, John
Wyclif, Jan Hus y también en algunos de los movimientos heterodoxos de
los siglos XIV y XV, como cumplidamente los ha estudiado Gordon Leff.
Por su parte, otros intelectuales, como el francés Jean Gerson, vieron
que en el pequeño grupo unido en torno a los apóstoles había una es-
tructura que contenía ya en germen a la Iglesia jerárquica posterior. Atri-
buía los males de la Iglesia a la preponderancia excesiva de los canonistas
sobre los teólogos, y a la pérdida del sentido espiritual de la Iglesia de
parte de los cardenales. Pero la recurrencia a este modelo ideal, lejos de
aportar un remedio a los males que se quería combatir, no hizo más que
enturbiar la situación, puesto que revestía contenidos distintos según los
individuos y los momentos.
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Del lado de los fieles, escandalizados por los abusos que cometía de
arriba abajo toda la jerarquía, y más tarde desorientados por la impac-
tante división interna o Gran Cisma, ¿Qué respuesta podían esperar a
la pregunta fundamental que les preocupaba? ¿Dónde estaba la verda-
dera Iglesia? ¿En Roma o en Aviñón? Si prelados que no respetaban el
celibato o clérigos corruptos habían existido siempre ¿Acaso podía ella
identificarse con los adeptos de la pobreza, los llamados fraticelli, si eran
perseguidos y quemados por la Inquisición? ¿O tal vez con ese grupo de
Amigos de Dios que buscaban, lejos de la agitación del mundo, establecer
una relación directa e íntima con lo divino mediante la oración y la medi-
tación? A pesar de las formulaciones a veces muy abstractas que han dado
los grandes teólogos para referirse a la Iglesia, la interrogación acerca de
ella y el papel que le cabe en la Salvación, revela que entonces había una
real intensidad existencial. Esta preocupación tan sentida nos parece que
constituye un rasgo importante de la crisis de fines del Medievo.
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Ciertamente, en la práctica esta tutela mantenida por el papa no
siempre fue posible ejercerla, razón por la cual los conflictos entre el
emperador y el papa fueron muy frecuentes. Pero, después de la muerte
del emperador Federico II Hohenstaufen (1220-1250), se inicia una etapa
denominada interregno (1250-1273) caracterizada por el debilitamiento
de la autoridad imperial y el fortalecimiento de los principados alemanes,
que afectó tanto a Alemania como a Italia. Estando el trono virtualmente
vacante a causa de varios nombramientos puramente nominales, el Impe-
rio dejó de ser una preocupación para el Papado y el riesgo de enfrenta-
mientos desapareció, como era de esperar.
En cambio, afirma André Vauchez, las dificultades vinieron de los
países donde se habían desarrollado poderosas monarquías nacionales,
en particular Francia e Inglaterra, que buscaban implementar un progra-
ma de reformas de enorme alcance. Este plan contemplaba restringir los
privilegios de los clérigos en el plano jurídico y judicial; imponerles la
obligación de contribuir mucho más con las cargas impositivas comunes;
y compartir con el Papado la colación de los beneficios mayores y la de-
signación de los prelados. Por cierto, sería incorrecto pensar que todas
estas reivindicaciones constituyeran un programa ideológico o político
coherente pensado previamente para su ejecución. En los hechos, el his-
toriador descubre una suerte de proyecto de largo alcance, cuyo éxito en
su cumplimiento fue muy variado según los países y las circunstancias.
Pero, desgraciadamente, el imprudente papa Bonifacio VIII actuó con
arrogancia ante el también altivo rey de Francia, Felipe el Hermoso, pri-
mero en 1296 por un asunto financiero y después en 1301 al nombrar
obispo en la nueva silla de Pamiers a Bernard Saisset, que no había sido
acordado con el monarca. Bonifacio VIII actuaba así por personalidad y
por convicción, dado que se había propuesto reafirmar el derecho del Pa-
pado de intervenir en caso de necesidad en los asuntos del reino. Este
intervencionismo estaba fundado en el principio de que los príncipes se-
culares debían someterse a la autoridad pontifical, puesto que ésta decía
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tener bajo su amparo todas las cuestiones morales y religiosas (ratione
peccati). Este fue el tenor de las bulas* Ausculta filii y Unam Sanctam, de
noviembre de 1302.
El rey Felipe, que no aceptaría la actitud desconsiderada del pontífice,
inició una agitada campaña para concitar la adhesión de la opinión públi-
ca apoyándose no solamente en el clero y la nobleza, sino también en los
representantes de las ciudades con la finalidad de defender la dignidad y
la autonomía de la monarquía francesa en los asuntos del reino. Asesora-
do por los juristas de su consejo, Felipe respondió rápida y brutalmente
a las bulas que le condenaban, anticipándose a una excomunión que lo
habría puesto en una situación difícil**. Se planeó contra Bonifacio VIII
un decisivo golpe de fuerza en el que Guillaume de Nogaret y el italiano
Giacomo Colonna, acompañados de unas tropas, el 7 de septiembre de
1303 asaltaron Anagni, la ciudad natal del pontífice, donde éste se había
refugiado de los peligros que padecía en Roma.
Durante el secuestro uno de los consejeros del rey francés, probable-
mente Nogaret, encargado por el monarca de defender los derechos del
rey, habría sostenido una áspera conversación con el pontífice. Evidente-
mente, Bonifacio fue humillado y al parecer golpeado con violencia en el
rostro por Giacomo Colonna. Se dice que el papa le habría dicho que en su
persona residían los dos poderes: el temporal sobre el rey y sobre su rei-
no, y el espiritual sobre toda la población francesa. A lo cual se le habría
respondido: “vuestro poder es verbal, el nuestro es real”.
* Bula es un documento sellado, emanado de la Cancillería Apostólica que versa sobre asuntos de
importancia dentro de la administración de la Iglesia, e incluso sobre asuntos civiles. El concepto se
refiere al sello con plomo que se unía al documento con una cinta roja o amarilla, y que posterior-
mente designó al documento mismo. Aun cuando no es preciso desde el punto de vista del derecho
canónico, se usa decreto o decretal como sinónimo de bula.
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Aun cuando el prisionero fue dejado en libertad, esta humillación sin
precedentes y las supuestas agresiones físicas sufridas por el anciano de
68 años de manos de sus captores, probablemente explican su muerte
unas semanas más tarde. Como ha reflexionado André Vauchez, las conse-
cuencias de esta acción son incalculables: en primer lugar, la monarquía
francesa arruinaba las pretensiones del jefe de la Iglesia a la dominación
de toda la cristiandad; en segundo lugar, ponía en cuestionamiento el con-
junto de las relaciones entre el Estado y la Iglesia, es decir, lo temporal y
lo espiritual, como la seguidilla de acontecimientos posteriores habrían
de mostrarlo.
Nada habría de ser como antes, y el mismo traslado del Papado a Avi-
ñón se debe, entre otras razones, a la necesidad de restablecer las bue-
nas relaciones con la monarquía francesa, como veremos más adelante.
Pero esta focalización de las relaciones internacionales provocaría una
despreocupación de los lazos diplomáticos entre el Papado y el Imperio
alemán, con el largo y doloroso conflicto que opusiera a los papas Juan
XXII, Benedicto XII y Clemente V con el emperador germano Luis de Ba-
viera, por la nominación y coronación de éste. La crisis llegaría a su fin
más tarde, cuando el emperador Carlos IV promulgara en 1356 la llamada
bulla aurea, que reservó a siete príncipes electores el privilegio de desig-
nar al emperador, “escogido por Dios y elegido por los príncipes”. Con este
procedimiento la coronación por el papa no habría de ser más que una ce-
remonia accesoria*. Si antes el emperador alemán había tenido un lugar
destacado en la cristiandad, desde entonces su figura y su importancia se
fue diluyendo hasta quedar más en los espíritus que en la realidad.
* bulla aurea: se trata de un conjunto de reglas para elegir un emperador hecha por los príncipes
electores (Kurfürsten), los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia, el conde del Palatinado, el
duque de Sajonia, el margrave de Brandeburgo y el rey de Bohemia, los que fijaban el número de
candidatos, la forma de elección y la manera cómo debía votarse. Tras la muerte de Otón III en 1002,
se impuso por primera vez la Bula de Oro o bulla aurea, aunque ésta entró en vigor en el año 1356 por
orden de Carlos IV, tras ser aprobada en las dietas de Nürembeg y Metz.
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CAPÍTULO 1
Entre los historiadores que estudian el siglo XIV ha existido una ten-
dencia a focalizar la mirada tanto en las dificultades como en los desajus-
tes de la sociedad medieval. Es fácil dejarse llevar por las pruebas y los
testimonios deplorables que afectaron a la cima de las estructuras políti-
co-religiosas. Sin embargo, al mirar la inmensa base de la comunidad, el
pueblo llano, el cuadro que se muestra ante nuestros ojos es muy distinto,
más matizado, diverso, en definitiva, más real. Desde luego, en los estu-
dios históricos siempre es posible mostrar la realidad pasada desde un
punto de vista que apoya nuestra convicción. Pero es imprescindible es-
tar atento a las pruebas en contrario, ya que las circunstancias de enton-
ces no tienen un solo color sino tonalidades diversas. Veamos las miradas.
El período anterior al que nos ocupa, esto es, la primera mitad del si-
glo XIII (1216-1250), ha sido considerado por los estudiosos como la eta-
pa de expansión de la cristiandad en diferentes aspectos. Se trata de una
sociedad que crecía, producía, creaba y pensaba. La fase inmediatamente
siguiente (1250-1274) fue puesta bajo el signo de las dificultades de la
unidad romana que se cierra con el Concilio ecuménico de Lyon II. Pare-
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ce difícil definir el ciclo posterior que surca el paso del siglo XIII al XIV
(1280-1310), marcado por los signos de agotamiento del sistema produc-
tivo que anuncia la imposibilidad de alimentar a la población existente.
En medio de estos síntomas, paulatinamente, aparecen las dificultades
de entendimiento entre el Papado y la monarquía francesa. Italia en su
totalidad era presa de las ambiciones territoriales de las casas dinásticas
europeas, haciendo difícil y hasta peligrosa la vida de los pontífices en
Roma. Violentas agitaciones crearon un insoportable clima de inseguri-
dad que invadió a la ciudad de los papas y obligó al Papado a tomar la
decisión, nunca antes vista, de abandonar Roma para radicarse en el sur
de Francia, en Aviñón (1307).
Siendo cierto todo ello, parece necesario ampliar la mirada y observar
algunos acontecimientos que afectaron a la gran mayoría de la población,
a la cristiandad en general, cuya solidez impresiona al historiador. Desde
el punto de vista económico y social, a fines del siglo XIII asistimos, sin
duda, a un verdadero apogeo, pero acompañado de síntomas muy claros
de extenuación. Cabría, sin duda, preguntarse, como lo hace Hervé Mar-
tin, si esta etapa acaso no coincide también con un fuerte encuadramiento
de la sociedad y de un florecimiento de la enseñanza religiosa, caracteri-
zada por una preocupación del individuo y de la sociedad. Veamos si las
pruebas corroboran la hipótesis anterior de la crisis.
Diversidad de la Cristiandad
A comienzos del siglo XIV el Occidente europeo parecía, efectivamen-
te, como lo han retratado los historiadores demógrafos, un “mundo lleno”.
De acuerdo con la documentación que se dispone se ha podido concordar
en algunas cifras: toda la cristiandad estaba organizada sobre la base de
una inmensa red de parroquias que alcanzaban un número estimado de
120.000 a 130.000. Por ejemplo: 42.000 en Francia, 10.000 en Gran Bre-
taña. Las estructuras religiosas tuvieron que adaptarse a las realidades
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* En términos generales, capítulo es una reunión de canónigos, es decir, clérigos adscritos a una
catedral.
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* Los procedimientos ordálicos se refieren a la ordalía, que era un medio de prueba físico que se usa-
ba en algunos procesos judiciales para demostrar la culpabilidad o inocencia de un acusado: ordalía
del agua fría, del agua caliente, del fierro candente, etc.
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que los hacían parecerse a los antiguos trovadores y juglares celtas, tales
como llevar el pelo largo, vociferar un lenguaje violento y el gusto por
beber, que les hacía libar con demasiada frecuencia. De esta manera, en
aras de la conversión, los curas iban asimilándose muy bien a un pueblo
imbuido por la oniromancia (interpretación de los sueños) y por la adi-
vinación. Precisamente, por las prohibiciones sabemos que en la diócesis
de Maguncia eran frecuentes los ataques a los correos eclesiásticos en-
cargados de llevar las excomuniones, las citaciones ante los oficiales y las
noticias para toda la comunidad.
Con la intención de mejorar el conocimiento de la religión cristiana,
en diversas partes de la cristiandad se dispusieron algunas medidas con
las cuales el historiador percibe el estado de la cuestión: cada tres meses
los curas explicarían de modo simple al pueblo los 14 artículos de fe (o
listado de creencias), los 10 mandamientos, las 7 obras de misericordia,
los 7 pecados capitales, las 7 virtudes y los 7 sacramentos; los clérigos ha-
brían de recordar y explicar todos los domingos los fundamentos del ca-
tolicismo; suma importancia había de tener la enseñanza del rezo en los
niños. A los curas no residentes les fue instruido alojar a los predicadores,
en particular los que visitasen aquellas parroquias que no tenían una ade-
cuada atención o estaban muy retiradas en la profundidad de la campiña.
Todas estas disposiciones, en general, no eran cumplidas en Gales.
En cambio, en Alemania e Italia, donde la preocupación estaba puesta en
detener el avance de la herejía protegida durante mucho tiempo por las
autoridades urbanas, se dispuso que en las reuniones y discursos públi-
cos no se aludiera a los herejes. Asimismo, se ordenó a los prelados que
multiplicaran los resguardos contra diversos grupos sospechosos, como
los llamados “estudiantes viajeros” que buscaban mejores profesores en
otras universidades, pero que se mostraban insumisos con sus rebeldias
intelectuales y causaban escándalos con sus fiestas y borracheras; contra
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los begardos y beguinas* que deambulaban sin arraigo; contra los deno-
minados “hermanos apostólicos”, los cuales se presumía tenían reunio-
nes secretas, hacían de predicadores y ―se decía― engañaban al pueblo.
Otras medidas represivas tuvieron que ver con los judíos, perseguidos en
todas partes durante los dos últimos siglos de la Edad Media, a los cuales
se les obligó a usar ropas e insignias distintivas para separarlos de los
cristianos, es decir, de la sociedad. La Iglesia medieval intentaba ejercer
un estricto “control social” sobre toda la comunidad.
* Los begardos y las beguinas eran comunidades de laicos no afiliados a ninguna Orden religiosa,
que se caracterizaban por un profundo espíritu religioso. Practicaban una especial preocupación por
los pobres y los enfermos. Eran sospechosos porque su actuación se hacía al margen de la política
asistencial de la Iglesia, y no ocultaban su desprecio por los curas y los obispos, a quienes acusaban
de ser codiciosos.
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Como puede apreciarse las razones son bastante obvias, pues se con-
sagran prioritariamente a las poblaciones citadinas y al interior de ellas
a los artesanos, mercaderes, magistrados, letrados, etc. Lo hacían en esas
regiones debido a que vivían esencialmente de la limosna monetaria y
del trigo donado. Entre franciscanos y dominicos se fueron repartiendo
y coincidiendo en las ciudades grandes y pequeñas en razón de que allí,
como había dicho San Buenaventura, se hallaban las provisiones y la se-
guridad. Es evidente que al momento de conquistar las poblaciones ciu-
dadanas el criterio demográfico no fue el único escogido por los religio-
sos, sino también el económico y el social.
La conquista del mundo urbano alcanzó Francia, Inglaterra, Italia, Ale-
mania, España, Polonia, etc. Entretanto, este gran movimiento contras-
ta con una suerte de parálisis progresiva de la presencia de las Ordenes
tradicionales. Los benedictinos de Cluny, tan importantes en los siglos X
y XI, perdieron todo dinamismo después de 1150, por efecto de la com-
petencia de los cistercienses, los cartujos y los premonstratenses*. Este
retroceso se aprecia en muchas partes del Occidente medieval. Los cis-
tercienses tuvieron una evolución más material que pastoral, debido a
que sus posesiones en diversos lugares de la cristiandad gozaban de una
riqueza inigualable.
Durante el siglo XIII se presenta una verdadera revolución en el arte
de predicar promovida por los frailes mendicantes bajo el signo de un
retorno al Evangelio sentido y vivido. A comienzos del siglo XIV este im-
pulso inicial se canalizó y se ajustó a procedimientos estrictamente defi-
nidos. En cada convento dos maestros teólogos, hábiles en el arte de pre-
* La Orden del Cister ―cistercienses― es una Orden monástica creada en 1098 por Robert de Moles-
mes. Iniciada con la fundación de la Abadía de Cister, próxima a Dijon, Francia, promovía el ascetismo,
el rigor litúrgico, la actividad intelectual y el trabajo manual. La Orden de los cartujos es una orden
contemplativa, fundada por San Bruno en 1084, en el valle selvático de Cartuja (Chartreuse), norte de
Grenoble, Francia, el que dará su nombre. Su dedicación: la contemplación y la oración. La Orden de
los premonstratenses es una Orden creada por San Norberto en 1120, en el momento de la fundación
de la Abadía de Prémontré, en la región del mismo nombre en Francia, dedicada al culto eucarístico,
la penitencia y el fervor evangelizador.
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respetaba por algunos oradores díscolos que, llevados por sus inclinacio-
nes intelectuales, se rehusaban a predicar los ejemplos y los milagros de
los santos, porque estimaban que así pensados eran buenas herramientas
para evangelizar a los niños pero no a los adultos.
Los esquemas que nos han dejado algunos predicadores permiten co-
nocer los temas tratados pero no podemos apreciar su viva voz, su parti-
cular improvisación y su entusiasmo, nutridos de alusiones al tiempo, la
referencia a los dichos populares y los mensajes proverbiales. Podemos
saber también la presentación de analogías adaptadas, como el rey ro-
deado de sus bailíos* con Dios asistido por los clérigos. El conjunto de
autoridades citadas o el comentario de un pasaje de la Sagrada Escritu-
ra solían ser interrumpidos por alguna historieta, aparentemente banal
pero pertinente para confirmar ideas o nociones. La frecuencia en el uso
de refranes muy conocidos por el pueblo revela la intención del predica-
dor de establecer una cierta complicidad con su público.
He aquí el género llamado exemplum, que consistía en un cuento o
fábula relatada con intención moralizante o para explicar la doctrina, ha-
bitualmente incorporado al sermón. Este particular tipo de género lite-
rario al servicio de la tarea misional fue cumplidamente estudiado por
Jacques Le Goff. Con estas anécdotas relatadas con ánimo moralizador, los
predicadores comenzaron a disponer de colecciones de buenas historias
de uso fácil, como el Alphabetum narrationum del dominico Arnoldo de
Lieja. Redactado entre 1297 y 1308, este texto contiene alrededor de 800
exempla clasificados en 555 rúbricas de A a Z. En su especial ductilidad
un mismo cuento podía servir tanto para reprobar el adulterio como para
destacar la castidad y la confesión.
De aquí en adelante esta palabra sagrada se multiplicará por los rin-
cones de las poblaciones urbanas con escrupulosa regularidad, especial-
* El bailío o baile era un agente de la administración real o señorial en un territorio determinado
donde impartía justicia en nombre del rey o del señor. Las tierras bajo su jurisdicción se llamaban
bailía, bailiaje o bailiazgo.
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aspectos su vida: por ejemplo, “a esa edad cometí esta fornicación, este
adulterio, esta muerte, este perjurio”, etc. Se pensaba que al cometer este
error se corría el riesgo de que el feligrés se engañase a sí mismo, y con
ello engañara también al confesor. El cuestionario seguido por el párroco
tenía el mérito de facilitar la determinación de la falta, si es que el cléri-
go no la detectaba antes. Se establecía el qué (quid), el dónde (ubi), con
qué ayuda (quibus auxiliis), de qué manera (quomodo), cuándo (quando),
cuántas veces (quotiens). Con este sistema casuístico muy puntilloso el
penitente acudía a pronunciar su palabra ―desde luego obligada― sobre
su conducta, la cual debía ajustarse a un código impuesto al interior de
un marco de obediencia, una sumisión más bien impuesta que consenti-
da, bordeando la humillación. Es preciso declarar que a este precio moral
muy elevado habría que decir, nace la conciencia religiosa del Occidente
moderno.
Hubo una evolución en el tratamiento de los remedios del alma colec-
tiva, puesto que nuevamente los canonistas prevalecieron con sus conse-
jos jurídicos. Predominante hasta 1250, el tema de la medicación del alma
se reemplazó por una representación inspirada en las prácticas judiciales,
esto es, que el sacramento de la confesión tendió a concebirse como un
tribunal y al penitente como sospechoso. Esta transposición se eviden-
cia en la impactante expresión del teólogo Duns Scoto cuando habla del
sacramentum judiciale. También podemos tomar otra referencia en otro
teólogo, Marsilio de Padua, para quien el cura era un médico del alma que
hacía las veces de un juez, arrogándose un poder de coerción que ―según
él― no le correspondía. He aquí que la confesión auricular se convirtió en
la pieza matriz de un sofisticado sistema de control moral y social, el cual
se reforzó por la presión de la misma comunidad que comenzó a buscar
explicaciones a las calamidades, y al no encontrarlas hurgó en el interior
del alma humana.
Este prolijo análisis moral llevaría consigo la generación de una minu-
ciosa casuística de las faltas, descritas una por una y con preciso detalle,
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veneraban las fuentes, los árboles y las piedras. Este testimonio se haya
corroborado por los descubrimientos de los arqueólogos, cuyos resulta-
dos dan cuenta de la persistencia de los cultos paganos a través de diver-
sos objetos encontrados en las excavaciones: amuletos, urnas funerarias,
sonajeros, huevos pintados, etc. Estas prácticas paganas coexistieron sin
conflicto con el cristianismo durante siglos, pero fueron perdiendo terre-
no durante los siglos XIII y XIV, debido a la puesta en práctica de la exten-
sa red de parroquias y el intenso trabajo evangelizador de la clerecía.
Pero, cabría preguntarse si el cristianismo hubo de convivir con anti-
guas creencias todavía vigentes, arcaísmos de un pasado muy profundo
y antiguo, quizás proveniente de la prehistoria. Siguiendo la opinión de
Alexander Gieysztor la realidad fue muy matizada, pues los estudios me-
dievales muestran la coexistencia de dos sistemas de creencias, uno paga-
no y otro cristiano. Entrelazados ambos en una sola estructura engloban-
te, la religión cristiana vivida y enseñada convivía sin abierta resistencia
con un fondo folclórico de antigua data. Lejos de eliminar la práctica de
la magia o los sistemas oraculares, a cargo de supuestas personas viden-
tes, el cristianismo habría impuesto sus creencias y sus ritos entregados
por los misioneros, siendo recibido por las poblaciones e incorporado a
su sistema creencias. En realidad, lo que ocurrió fue un sincretismo, es
decir, una mezcla de devociones, una integración, probablemente una
aculturación. La comunidad percibió al cristianismo como un conjunto
de prácticas mágicas o magismo de una calidad superior al antiguo por
ellos practicado. Algunos ejemplos de ritos nos orientarán en esta idea:
organizar procesiones para quitar al diablo de un lago; ejecución de or-
dalías recurriendo a Dios para descubrir a algún culpable; prácticas de
curaciones hechas frotando las reliquias; retener en la boca las hostias
para esparcirla después en la tierra y así bendecir la cosecha, etc.
Aun cuando la sociedad adoptara una terminología cristiana en las
formas y permaneciera apenas en la superficie de los dogmas cristianos,
no obstante, persistiría en el fuero interno de la comunidad la creencia
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los difuntos; comidas rituales eran preparadas por los parientes para ser
consumidas en honor a los muertos dejándoles a éstos su parte, como si
fuera una suerte de viático para la existencia subterránea.
Estos y otros ejemplos revelan la persistencia de estructuras menta-
les primitivas, las cuales tenían la capacidad de amalgamar el culto a los
muertos y los ritos de fertilidad con las concepciones cristianas arcaicas,
como aquellas relativas a la muerte-dormir y el bienestar procurado a los
difuntos a la espera del Juicio. Podría uno preguntarse si en un ambiente
así, acaso no sería un terreno fácil para el surgimiento de, por ejemplo, las
ideas de los herejes cátaros que hablaban de la eternidad del mundo y la
reencarnación*.
Después de haber tolerado durante mucho tiempo estas prácticas,
la Iglesia cayó en la cuenta de que tales ideas eran perjudiciales para el
afianzamiento del cristianismo y confundían a la población. Los concilios
del siglo XIII tomaron la decisión de combatir sus ideas denunciando los
eventos de las comidas y los bailes que solían realizarse en los cemente-
rios. Algunos sitios o fosas fueron destruidos y se cerraron los accesos a
los refugios subterráneos donde se reunían los heréticos.
Un caso realmente impresionante que la documentación nos ha re-
velado es lo acontecido en Montaillou, la pequeña aldea de la región de
Sault, en la Ariège, casi en la frontera de Francia con Cataluña, en la que
250 habitantes fueron largamente interrogados, entre 1319 y 1324, por
el inquisidor Jacques Fournier, el futuro papa Benedicto XII. El sistema de
creencias que surge de la inmensa documentación que nos ha dejado fue
magistralmente analizado por Emmanuel Le Roy-Ladurie. Los campesi-
nos de la aldea, sumidos en situación de aislamiento, vivían aparte de las
nuevas corrientes religiosas y debían contentarse con un encuadramien-
* El catarismo fue una doctrina desarrollada por los cátaros o albigenses (habitantes de Albi, ciudad
del sur de Francia), consistente en un dualismo (Dios-Satanás), desprecio por el mundo material,
obra del demonio, y predicaban la vida intimista (ascetismo). El catolicismo condenó varios de sus
fundamentos y los declaró heréticos. Perseguido con dureza, sus restos permanecieron en la clan-
destinidad.
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Esta curva ascendente corre en paralelo con otro proceso, cual es la ins-
talación de las Ordenes mendicantes, aun cuando no siempre se observen
lazos directos entre los conventos y dichas asociaciones.
En otro plano, la Iglesia no dudó en poner su mirada en los medios ur-
banos para escoger allí figuras ejemplares. Los santos canonizados desde
fines del siglo XII y durante el XIII fueron en efecto personajes citadinos,
laicos, y preferentemente italianos, los cuales representando la caridad y el
trabajo de su época combatieron los males de entonces. Más que personas
comprometidas, se trata de ascetas y de penitentes que solían pertenecer
a la Orden terciaria de los mendicantes, esto es, aquellos que llevaban un
estado intermedio entre el claustro y el mundo. He aquí a Raimundo de Pia-
cenza, que se encargó de la pobreza; Facio de Cremona, que vigiló la herejía;
Pedro Pettinario, oriundo de Siena, que luchó contra el lucro y los pecados
profesionales.
Por su parte, la santidad laica femenina, tal como de aquí en adelante
habían de concebirla los frailes, se delinea por entonces en las figuras de
Margarita de Cortona (†1297) y Ángela de Foligno (†1309), ambas francis-
canas terciarias. Con todo, otras manifestaciones religiosas se harán poco
conciliables con la inserción activa en la vida urbana, como la reclusión vo-
luntaria, la virginidad, el ascetismo, los impulsos místicos y los dones pro-
féticos.
Los frailes mendicantes se apoderaron del espacio urbano abarcando
todos los ámbitos de la vida: animaron a las Ordenes terciarias en benefi-
cio de los pobres; protegían las hermandades donde los menesterosos en-
contraban acogida; se convirtieron en los confesores de las elites sociales
y también de las espirituales; fueron predicadores muy eficaces y de gran
influencia; reconocidos como inquisidores muy agudos; brillantes maes-
tros de escuela; por su sólida formación intelectual se desempeñaron como
embajadores o tribunos; por la misma razón, escribieron varias vidas de
santos y compusieron crónicas describiendo los hechos que vivían. Como
cabía esperar, con frecuencia algunos de ellos tras su muerte pasaron a ser
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* El éxtasis es un estado de unión mística del alma con Dios caracterizado por un sentimiento muy
intenso de felicidad y gozo interior, vivido exteriormente por una suspensión parcial o total del uso
de los sentidos. Se trata de un estado de plenitud máxima asociado a una admiración que embarga
al alma, y que suele acompañarse de una sensación de ser transportado fuera del mundo sensible,
permaneciendo insconciente la persona mientras contempla algún objeto extraordinario o vive una
experiencia supranormal.
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¿La Iglesia en crisis?
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¿La Iglesia en crisis?
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Primera Parte
Consideraciones previas
Marc Bloch, el insigne historiador francés de comienzos del siglo XX,
que todo medievalista debe saludar ante su tarea, señaló que el historia-
dor, en cierto modo representando a la sociedad, tiene la obligación de
estudiar los hechos del pasado y otorgarles una significación que le dé
sentido a la sociedad de su tiempo. Y para hacerlo, siguiendo su mismo
testimonio, tiempo después Fernand Braudel señalaba la necesidad de
concebir siempre esos acontecimientos dentro de las estructuras que
sostienen a toda sociedad. Por cierto, sin éstas los acontecimientos no re-
presentan para el estudioso más que un mero relato en estado puro, epi-
sodios o anécdotas ―epifenómenos, como se les denomina― que por sí
mismos carecen de significación. Es el historiador el que coge los hechos y
los ordena en una secuencia comprensible, asignándole a cada uno un sig-
nificado, digamos, le otorga una importancia. Desde luego, todo este tra-
bajo interpretativo en que se procede a asignarle valor a ciertos sucesos,
se realiza siempre teniendo conciencia de que los hechos seleccionados
deben ubicarse al interior de un proceso que los explica adecuadamente.
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* La Historiografía es el registro escrito de la historia, la memoria fijada por los estudiosos con la
escritura y explicación del pasado. En términos gruesos, es la historia escrita por los historiadores.
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El clima
Al no saber con precisión por qué creció la Europa medieval, los his-
toriadores intentan encontrar las causas y explicarlas. Se ha propuesto
una acción externa proveniente de un cambio climático a nivel planetario,
consistente en una variación de 0,5 grados de las temperaturas medias,
cuyos indicios se han encontrado en el análisis químico del polen depo-
sitado en los sedimentos que los arqueólogos encuentran extrayendo
muestras subterráneas. Asimismo, los anillos interiores de los árboles
han dado ciertas señales interesantes sobre el clima y la humedad de cier-
tas épocas. Toda esta información ha permitido sospechar que se habrían
generado condiciones favorables (y también desfavorables, como vere-
mos), influyendo en la capacidad de producción agrícola de la sociedad
medieval.
Sin embargo, para algunos especialistas esta explicación ha resul-
tado insatisfactoria, puesto que implica el conocimiento de la sociedad
previa al despegue, lo cual está lejos de la realidad historiográfica actual.
En otros términos, si no es posible medir en su conjunto cuánto crecía la
sociedad medieval anterior al siglo X, tampoco se puede cuantificar ade-
cuadamente su crecimiento posterior. No hay puntos de referencia confia-
bles, razón por la cual no se puede cuantificar el crecimiento. A causa de
la información parcial que revelan las fuentes y la extrema diversidad de
las realidades europeas, no hay seguridad de las especificidades de dicha
sociedad, porque definirla en función del feudo es irrisorio, debido a que
los propietarios feudales alcanzaban apenas el 2% de la población.
Un poco más real sería comenzar por considerar la originalidad del sis-
tema social iniciado a partir del siglo XI en base al régimen señorial y la ser-
vidumbre o esclavitud. Si a esta imprecisión se agrega la confusión en cuan-
to a la cronología de la aparición de estas estructuras, la verdad es que todo
ello parece un laberinto. Lo único que se evidencia con seguridad es una
excepcional movilización del heterogéneo campesinado, movimiento que
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La demografía
Se ha intentado explicar el crecimiento partiendo de un punto rela-
tivamente cómodo pero también real, cual es recurrir al argumento de-
mográfico. Desde luego, es un factor esencial ―pero no único― del cre-
cimiento de las sociedades medievales que debe concebirse ligado a la
variable económica. No pudiendo funcionar uno sin el otro, demografía y
economía se desarrollan recíprocamente sin que pueda asegurarse si uno
precede al otro, o viceversa. En otros términos, equivale a afirmar que al
crecer el número de personas, aumentó también la producción de alimen-
tos; o al revés, si aumentó la cantidad de alimentos, ello habría permitido
nutrir a más personas, y éstas habrían producido más comestibles ¿Cuál
es el origen? ¿Qué va primero?
Aún con las críticas, la demografía es para el historiador un buen in-
dicador, ya que todo cuanto ocurre en lo económico o social, sin duda
repercute en el número de personas y su distribución en el espacio. A
pesar de todos los esfuerzos desplegados por los especialistas, es imposi-
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Con todo, este crecimiento fue, sin duda, desigual. La densidad pobla-
cional se hizo crítica en algunos lugares, como el Norte de Italia, la cuenca
de Paris, el Sur de Inglaterra, pero la periferia europea evolucionó mucho
más lentamente. Lo interesante es que los mapas de la actividad económi-
ca coinciden con estos datos de concentración demográfica, corroboran-
do la correlación de ambos fenómenos.
El crecimiento urbano se mostró más vigoroso que el crecimiento ru-
ral, tanto que el medievalista Jacques Le Goff lo ha calificado como “urba-
nización salvaje”. En el interior citadino crecieron los barrios de las viejas
ciudades episcopales; por doquier nuevas aglomeraciones de chozas sur-
gían en los confines de los espacios de labranza; en puntos geopolíticos
emergían también metrópolis dominantes, cuya influencia se extendió
sobre grandes espacios geográficos.
Entonces, continuando con la explicación teórica, el desarrollo y cre-
cimiento de la sociedad medieval no puede explicarse exclusivamente en
base al empuje demográfico, aun cuando ―de hecho― éste haya sido fuer-
te y de larga duración. La evolución del número de personas no parece ser
por sí mismo un factor determinante del crecimiento de una sociedad, si
bien tenga ello una incidencia dentro del conjunto. Algunos historiadores
creen que la economía no precede al aumento de la población; otros, en
cambio, consideran que le sigue; y hay también quienes creen que am-
bos factores interactúan recíprocamente. Pero todos coinciden en que las
frecuentes hambrunas y las epidemias, tan frecuentes en las sociedades
preindustriales, se encargarán de imponer, de modo dramático, las regu-
laciones necesarias que permitan mantener los equilibrios entre uno y
otro aspecto del crecimiento. En palabras muy simples, no puede haber
más bocas que las raciones de alimento disponibles.
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La colonización
La colonización agraria es otro factor que debe atenderse. Según Marc
Bloch, el gran historiador francés, esta fue una aventura extraordinaria
que las comunidades rurales emprendieron por sí mismas, cortando mu-
chos arboles y con ello desplazando la frontera de los bosques. De este
modo se incorporaron inmensos territorios nuevos como tierras cultiva-
bles, aumentando considerablemente las áreas productivas. Así descrito,
es un proceso único en la historia de Occidente. Los actuales historiadores
del bosque, con estudios arqueológicos muy sofisticados, han corrobora-
do este proceso transformador: la inmensa ampliación de los campos de
cultivo en desmedro del bosque.
No es posible aquí hacerse cargo de las diferentes modalidades de
este proceso, por lo demás muchas veces descrito. Sin embargo, una bre-
ve alusión desde el punto de vista social ayudará a comprender que, al
comienzo, la aristocracia no participó en esta colonización, pero sí des-
pués, cuando las tierras habían sido roturadas por campesinos indepen-
dientes. De hecho, muchas Ordenes religiosas se instalaron en tierras ya
transformadas por campesinos que, habitualmente, después las donaban
a esos monasterios. Ello induce a pensar con bastante precisión que la
gran propiedad rural no predominó en el horizonte medieval, sino que
Europa hubo de convertirse en un mundo de pequeños productores, cuya
unidad básica fue la célula familiar.
No obstante, no debe creerse que estos campesinos fueran entera-
mente libres. La mayoría de ellos estaban fuertemente encuadrados,
tanto por las comunidades rurales de antigua data, como también por el
señorío rural ―la gran propiedad de un aristócrata―, la cual creció y se
afianzó en el transcurso del siglo XI. Tampoco puede comprenderse este
impulso aisladamente, porque el entorno de las condiciones ambientales
ayuda a entender el éxito de sus esfuerzos: caminos, fuertes, seguridad
armada, todo un contexto que el señorío aportó a la epopeya de las rotu-
raciones de las que también se benefició.
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* En términos muy simples, el sistema de rotación bienal fue una forma de cultivo que dividía la
tierra cultivable en dos hojas, una para trigo y la otra para barbecho o descanso. El segundo año se in-
vertía el orden. Desde la Antigüedad hasta mediados de la Edad Media fue la forma como se organizó
la producción en el campo. El avance medieval consistió en dividir el área en tres hojas: trigo, avena
y barbecho. La rotación de este sistema llevaba tres años, y al incorporar un segundo cereal permitía
alimentar simultáneamente a los humanos y a los animales de tiro. Las mejoras fueron incalculables.
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CAPITULO 3
Inicios de la crisis
De la manera más llana posible hemos intentado presentar el creci-
miento de la sociedad medieval según lo han explicado los historiadores
medievalistas dedicados a la economía. Ahora corresponde exponer las
dificultades que irrumpieron en el sistema y lo quebraron.
Para comprender la crisis del siglo XIV es interesante realizar un ejer-
cicio comparativo con el crecimiento vivido por Europa en el siglo XVIII.
La industrialización dieciochesca abrió una serie de revoluciones en ca-
dena, sucesión de progresos técnicos y cambios sociales que se supera-
ban unos tras otros. Ello nos advierte claramente la diferencia radical en-
tre el crecimiento medieval y el provocado por la revolución industrial del
siglo XVIII: éste no tuvo límites, y la advertencia catastrófica de Thomas
Malthus en 1798, acerca de que la población crecía más rápido que los ali-
mentos disponibles, no generó finalmente la catástrofe anunciada, dado
que los adelantos técnicos lograron multiplicar los víveres y la crisis no se
consumó. En cambio, el crecimiento medieval había de alcanzar su límite
máximo, en razón de que no hubo suficientes mejoras en los progresos
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La guerra
Los castillos, los caballeros y los torneos han dado a la Edad Media la
imagen de una sociedad impregnada de valores marciales, donde la vida
cotidiana habría respirado por todos lados el aire de la guerra. Es curioso
que esta impresión surgida de los recuerdos de la famosa “guerra de los
cien años” se haya consolidado en la opinión popular, sin pensar que en el
período anterior ―el bello siglo XIII― también hubo enfrentamientos mi-
litares entre las potencias europeas. Sin embargo, aquellas gestas bélicas
no tuvieron una portada tan amplia en las fuentes de la época, como en
efecto la tuvieron los diferentes focos guerreros acontecidos en los siglos
XIV y XV. Éstos crearon la sensación de que la guerra azotaba todos los
rincones europeos, junto al surgimiento social de los llamados “hombres
de la guerra”.
Aun con todos los matices, es necesario decir que la guerra ha mar-
cado a todas las sociedades humanas a lo largo de toda su historia. Si
ninguna civilización se ha salvado de esta lacra, sin duda, ella marcó pro-
fundamente la sociedad de fines del Medievo, al punto de cambiar ciertos
valores y la concepción del mundo.
La guerra del último período de la Edad Media no puede analizarse
de modo aislado, puesto que va asociada a la peste y al hambre. Respecto
del papel jugado por estos tres azotes ―el hambre, la guerra y la peste―
como factores primarios de la crisis, los historiadores han optado por la
explicación fácil y, por ello, han exagerado en su apreciación. Negarlo es,
desde luego, absurdo. Justamente, el hambre, la guerra y la peste fueron
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XXII haya muerto por ella en 1334. Igualmente, la viruela fue muy letal,
debido a su fácil contagio: 6.000 muertos en 4 meses en Inglaterra en
1462. La gripe también llevó su colaboración en la mortalidad medieval,
debido a las complicaciones pulmonares y cardíacas. Imposibilitados de
comprender la enfermedad, los sangrados y las purgas empleados como
tratamientos empeoraban la enfermedad.
La lepra ha sido casi un símbolo de los tiempos medievales, aunque
es justo decir que ha cohabitado con los seres humanos desde los albores
de la humanidad hasta el siglo XX. Su espeluznante y lenta sintomatología
(20 a 30 años) permite explicar su fama pavorosa. En su variante tuber-
culoide o pulmonar infiltraba los nervios hasta provocar la parálisis y la
atrofia, y lo peor, el desprendimiento de dedos y manos. En su versión le-
promatosa, cuyo contagio se producía a través de la picadura de la pulga,
se caracterizaba por el surgimiento de nódulos en la piel (lepromas) que
producían extensas lesiones y deformaciones, como la destrucción del
cartílago nasal y orejas. Todo ello daba a la fisonomía un aspecto carac-
terístico que se conoce como “cara de león” (facies leonina). Los ganglios
se ennegrecían hasta provocar convulsiones y vómitos. Al cabo de 3 a 4
semanas, el 75% de los enfermos moría.
Mucho más rápida que la tuberculoide que acabamos de explicar, la
muerte causada por la lepra lepromatosa sobrevenía al cabo de 2 a 5
años. En verdad, el porcentaje de los contagiados no fue muy significati-
vo, pero fueron estigmatizados cruelmente encerrándolos en leprosarios
alejados de la población o quemados, como ocurrió en 1320-1, tras haber
sido acusados de envenenar el agua de los pozos.
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guedoc) y se infiltró por el valle del Ródano para llegar, finalmente, a to-
dos los rincones de Europa: Paris en junio de 1348, Alemania, Escocia y
Escandinavia en 1349.
Los historiadores de la demografía medieval saben que los contem-
poráneos de los hechos solían aumentar las cifras, razón por la cual so-
lamente se puede estimar la enorme mortalidad, ya que no han llegado
hasta nosotros fuentes precisas para medirla. No obstante, en base a esti-
maciones indirectas, los estudiosos están de acuerdo en que la mortandad
fue pavorosa, alcanzando entre el 30 y el 40% entre 1348-9. En términos
absolutos, según los cálculos muy moderados de Josiah Cox Russell, la po-
blación europea habría pasado de 73,5 millones en 1340 a la cifra de 50
millones en 1450. La comunidad científica cree que fue más importante
el descenso, en torno a un promedio de mortandad de un 40% por efecto
de la peste.
Al primer golpe de vista es difícil concebir este porcentaje de morta-
lidad. Más arduo es aquilatar el impacto psicológico y cultural que esta
mortandad haya provocado en la sociedad europea medieval. Es necesa-
rio decirlo, ¡Casi la mitad de la población europea desapareció! ¡Pueblos
enteros quedaron sin habitantes! ¡Barrios vacíos en las ciudades! ¡Mo-
nasterios sin un solo monje! ¡No había suficientes vivos para sepultar a
los muertos! como atestiguan los cronistas. En 50 años, la población de
Inglaterra se redujo de 3 millones de habitantes en 1340 a 2 millones en
1400. Alemania habría perdido el 25% de sus habitantes en igual período.
El tercio de los franceses murió. En la ciudad de Bremen falleció el 70%
de la población, y Toulouse perdió el 50% de la misma. Según Bernard
Guillemain, la población de Aviñón, que la presencia de los papas había
multiplicado por 6 en 30 años, se redujo a causa de la peste en un año
aproximadamente a la mitad, esto es, de unos 30 o 40 mil habitantes a
más o menos 15 o 20 mil.
Puede concebirse tanto más terrorífica la peste cuanto que los contem-
poráneos no podían explicar sus causas, ya que no estaban en condicio-
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Esta prosperidad da tal fuerza que los genoveses en el siglo XIV, y todavía
más los portugueses en el XV, se lanzaron a la conquista de los mares.
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Paul Hazard para describir el siglo XVIII: durante el siglo XIV, se generó en
la cristiandad una crisis de conciencia.
A esta altura, el lector ya sabe que ante la escena de la peste negra, la
incapacidad de la medicina se mostró en todo su dramatismo, ya que no
podía luchar contra la epidemia, imprevisible, universal, fulminantemen-
te letal. Una exasperante frustración ante la dura realidad anegó el alma
popular e impulsó a la población a buscar ayudas en las fuerzas ocultas,
en la influencia astral, en la magia blanca y negra, en el más allá cualquie-
ra fuera, en la naturaleza misma, en el esoterismo. Sobrevino un arrebato
desesperado en favor de las prácticas supersticiosas anhelando algún re-
medio. Cundieron supersticiones por doquier, como aquella de las virtu-
des sanadoras de las piedras preciosas, las cuales adquirieron una gran
reputación. Sin embargo, dado que esta creencia solamente podía favore-
cer a los pocos ricos que las tenían, el resto de la población, mayoritaria-
mente en claro estado de pobreza e incapaz de adquirir zafiros o esmeral-
das, recurrían a las pepitas de limones o un mendrugo untado en vinagre
como sucedáneos. También se pensó que la única salida sería huir muy
lejos de la tierra infectada en busca de mejores aires para respirar. Nadie
sabía cómo escapar a las desgracias. El pánico generalizado dominó las
voluntades de las personas, horrorizadas de ver cómo la teoría médica,
incapaz de comprender los males, no estaba en condiciones de prescribir
tratamientos eficientes para combatirlos.
Las consecuencias de la Peste Negra en la sociedad europea fueron
importantes y marcaron una nueva era. Todo lo que hasta entonces se
concebía más o menos seguro, a partir de esta catástrofe sin precedentes
quedó en cuestionamiento: las instituciones, las autoridades, los santos,
los valores morales y la vida misma. Los lazos entre los vivos y los muer-
tos habían de sufrir modificaciones de enormes secuelas, ya que los miles
de moribundos abandonados a su suerte morían sin su último sacramen-
to… su salvación estaba comprometida. Los rezos por sus almas ―sufra-
gios― se convertían en la única ayuda angustiosa de los vivos. Lo mismo
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Segunda parte
LA GRAN CRISIS
CAPITULO 4
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Antecedentes
Pocos acontecimientos se prestan a interpretaciones tan disímiles
como el exilio del Papado a los bordes del río Ródano: Francesco Petrar-
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lítica? ¿Cómo hacerlo también con la Italia del norte, muy hostil al papa,
dominada por la facción partidaria del emperador alemán, Luis IV de Ba-
viera, los denominados gibelinos?
Frente a la desorganización de Italia, difícil no dejarse atraer por los
intereses franceses. Difícil también no descubrir las evidentes ventajas
de la nueva residencia de Aviñón, “centro armónico de la Cristiandad” ―
según la expresión de Ives Renouard―, situada a distancias más o menos
similares en la Europa occidental, entre 1200 y 1450 kms de Otrante, Lis-
boa, Cracovia o Edimburgo.
Todavía más, agreguemos otros argumentos para entender la elec-
ción del sitio. Aunque situada en el área de influencia francesa, Aviñón
no estaba sujeta directamente a la jurisdicción del rey francés. Digamos
que en esas circunstancias el Papado podía disponer de la necesaria in-
dependencia para desenvolverse, pero también disfrutar de la protección
militar que Francia podía prestar en caso de peligro, no padeciendo este
reino la anarquía de la península italiana.
Aviñón también disponía de una llanura suficiente para prever la
extensión de la ciudad, ubicada a los pies del peñón de los Doms, don-
de destacaban el castillo, la catedral y el palacio episcopal, es decir, una
ciudad con dignidad. Asimismo, en los alrededores surgían lugares muy
seductores, como la orilla izquierda del Ródano, controlada por la monar-
quía francesa, a la que se accedía a través del puente de Saint-Bénézet ―o
puente de Aviñón―, magnífica construcción en piedra que la posteridad
haría famosa. Cruzando el puente se extendía una pradera propicia para
el cultivo de la vid como igualmente del trigo, entretejida por numerosos
canales que alimentaban un sinnúmero de molinos y talleres, todo lo cual
permitía alimentar a una población numerosa. Puede, pues, comprender-
se que, situado en una región exuberante y laboriosa, el sitio de Aviñón
era magnífico.
A las bondades de la nueva residencia es necesario oponer dos gra-
ves problemas que afligían el desvelo de los pontífices: en primer lugar,
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* La Occitania medieval corresponde, más o menos, al sur Francia. La que integran actualmente cinco
provincias francesas al sur del río Loira (Limousin, Auvergne, Gascogne, Languedoc y Provence), con
una superficie de 200 mil kms2 (un tercio de todo el territorio francés), 13 millones de habitantes que
hablan varios dialectos que integran el occitano o lengua de Oc. La cultura de esta región fue influida
fuertemente por la civilización romana.
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* Nepotismo, del latín nepotis, “sobrino”, es la desmedida preferencia que se da a los parientes para
la concesión de empleos sin tener en cuenta otros méritos. Fue una práctica corriente en los papas de
fines de la Edad Media, y especialmente durante el Renacimiento.
** La canonjía es una prebenda, dignidad o renta que la Iglesia da a un canónigo perteneciente al
cabildo o colegio de sacerdotes de una catedral. Jurídicamente se trata de un asesor del obispo gra-
duado en derecho canónico.
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La burocracia
Todos los reyes del Occidente medieval tenían burocracias más o me-
nos eficientes, pero no cabe duda que la mejor burocracia existente en-
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cuya fortuna solía ser consecuencia del favoritismo y las presiones polí-
ticas arriba referidas, se comportaban mansamente, dando curso con su
venia a la política del pontífice: dirigían la cancillería y la penitenciaría,
perseguían la herejía y otras desviaciones, instruían los procesos de cano-
nización, ejecutaban las misiones diplomáticas, conducían verdaderas ex-
pediciones militares, aconsejaban a los papas en los consistorios secretos
que se convocaban ante circunstancias graves, etc. También estos funcio-
narios se convertían en una suerte de “apoderados” de los príncipes ante
la Santa Sede, ya fuera del monarca francés, del aragonés o de los señores
italianos, para cumplir fines estrictamente políticos o político-religiosos.
Los recursos que disponían estas altas dignidades eclesiásticas
estaban acordes con las responsabilidades que tenían. Después de 1289,
la mitad de los ingresos de la Iglesia iban a cubrir los gastos de la cámara
constituida por 20 cardenales. A éstos, con frecuencia, les eran asignados
más de un obispado u otros beneficios a los que no podían atender
personalmente, dado que debían estar junto al pontífice gobernando
la Iglesia. Agreguemos los lujosos palacios cardenalicios, razón por la
cual se convertían en príncipes de la Iglesia, denominación con la que se
conocía a los cardenales. Con tal cantidad de recursos a su disposición, sus
estilos de vida eran suntuosos, rodeados de una numerosa servidumbre
que alcanzaba a 500 clérigos y 300 laicos. También les acompañaban sus
amantes, situación que, sin duda, sorprende al lector actual, pero que por
entonces no generaba escándalo público, puesto que era una costumbre
arraigada. Su mesa estaba abierta a muchas personas, creaban capillas,
acogían a poetas y pintores, mantenían fundaciones piadosas y hacían
donaciones a los pobres. Ante esta realidad, el poeta Francesco Petrarca
expresó indignado: En lugar de los apóstoles que iban descalzos, vemos
ahora a sátrapas* montados en caballos revestidos de oro, con bridas de
oro, y hasta sus cascos irán pronto enfundados de oro, si Dios no limita su
* Sátrapa: Gobernador poderoso y opulento de una provincia de la antigua y rica Persia. Sinónimo
de hombre muy rico.
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arrogante riqueza; podrían pasar por reyes de los persas o de los partos,
que exigen ser adorados, y ante su presencia ningún hombre puede acudir
con las manos vacías. Esta referencia, aunque cargada de resentimiento,
es concordante con otros testimonios de la época.
Enseguida debemos referirnos a la Curia pontifical donde surgieron
los llamados curialistas o técnicos administrativos de la Curia. Durante el
pontificado de Bonifacio VIII, en el siglo anterior, hubo 350, pero durante
el apogeo de la monarquía aviñonesa, con Clemente VI, llegarán a ser 650.
Más o menos la mitad de todos los administrativos eran burócratas pro-
piamente tales, y el resto del personal estaba constituido por los guardias
y servidores. Con tanto favoritismo de parte de los papas, el 70 % de los
curialistas eran franceses, mientras que los italianos representaban alre-
dedor del 23 %. El resto, españoles, ingleses y alemanes.
Como estudió hace ya varios años el erudito Guillaume Mollat, el cri-
terio que emplearon los papas para tal distribución parece ser este: para
el buen gobierno, recurrieron a italianos y occitanos; para responder a
los múltiples compromisos de diversa índole, reclutaban a parientes, a
compatriotas, y desde luego, a los protegidos del rey de Francia. Si hoy es
del todo evidente el abierto favoritismo en la concesión de los cargos en
beneficio de quercineses y lemosinos, no obstante, es necesario decir que
las designaciones estaban condicionadas a garantizar la efectiva compe-
tencia en el ejercicio de las funciones. En efecto, los escogidos debían ser
inofensivos, no amenazar el buen funcionamiento de los servicios, y por
ello los franceses ocupaban el 80% de las capellanías y los servicios do-
mésticos. Con todo, no constituían más del 60% de la burocracia.
Aun cuando en la organización de toda esta estructura se observa el
rol muy determinante de los lazos de sangre, los compromisos con la re-
gión y con la amistad, sin embargo, las competencias seguían teniendo
un peso importante. Los incontestables progresos administrativos que
caracterizan al Papado aviñonés no parecen explicarse de otro modo. El
nepotismo tuvo, pues, algunos límites.
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La fiscalidad
Mantener la disciplina de toda esta inmensa y eficiente burocracia
necesitaba de muchos recursos que venían de toda la cristiandad.
Verificar las cuentas de los diferentes servicios de la corte pontificia y
supervisar los asuntos financieros del Papado, era función específica de
la Cámara Apostólica dirigida por el camarlengo (camerarius). Fiscalizaba
éste la gestión de los recaudadores, llamados colectores apostólicos,
repartidos en toda la cristiandad. Dicha Cámara estaba asistida por una
suerte de elite de funcionarios encargados de variadas funciones: los
tesoreros eran los responsables de la caja pontificia; un grupo de tres a
cuatro clérigos contadores de la Cámara tenían en sus manos la misión de
auditar las cuentas, proceder a la redacción de los contratos y las cartas
camerales para que los escribanos las transcribieran en los pergaminos;
una cincuentena de correos eran los encargados de llevar las cartas y las
citaciones a quien correspondía. El desarrollo de la Cámara Apostólica fue
una consecuencia de dos procesos que tuvieron lugar simultáneamente:
de un lado, el notable incremento de los gastos, y por otro lado, la aparición
de nuevas fuentes de ingresos.
Clemente V y Juan XXII llevaron la fiscalidad aviñonesa a una per-
fección que ha sido descrita como un verdadero arte refinado de sacar
provecho de los recursos disponibles. Se lo hacía con aquellos eclesiás-
ticos que disfrutaban de algún beneficio concedido por los pontífices,
como también servirse adecuadamente de la jurisdicción espiritual de la
Santa Sede. Aun cuando está claro para los especialistas que han estu-
diado la economía del Papado, como Daniel Williman, que lo esencial de
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Ideología aviñonesa
Ha sido un tema controvertido entre los medievalistas calificar la re-
ligión cristiana como una ideología. Desde luego, este concepto abarca
situaciones tan diversas entre sí que es difícil aglutinarlas en un solo vo-
cablo. Si concebimos que por ideología haya que entender una cosmovi-
sión, esto es, una visión total y totalizadora de la realidad, quizás no lo se-
ría. Sin embargo, el historiador Hervé Martin cree que si entendemos por
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sos milenaristas. Muchos de ellos, como Pedro Juan Olivi, Bernard Dé-
licieux y otros como Ubertino de Casale, denunciaban que las Ordenes
mendicantes, con la riqueza acumulada y las comodidades que de ella se
originaban, habían traicionado el espíritu de pobreza instituido por San
Francisco.
Esta disidencia desplegada con tanto carácter no podía sino provocar
la ira del papa Juan XXII sobre los espirituales. Enterado el pontífice de
la protesta que éstos llevaron a cabo por la ―a su juicio― atenuación del
rigor de la regla franciscana de la pobreza, no dudó en llevarlos delante
de la Inquisición. El problema se reducía a la pregunta ¿Acaso Cristo y
los apóstoles realmente eran propietarios de los bienes que usaban? A
primera vista aparece como una querella trivial, pero tenía efectos muy
importantes y peligrosos, puesto que ponía en cuestionamiento los fun-
damentos mismos de la propiedad eclesiástica. Esta peliaguda cuestión la
zanjó Juan XXII en las bulas Ad conditionem canonum (1322) y Cum inter
nonnullos (1323), en las que calificó de heréticos a aquellos que afirma-
ban que Cristo y sus apóstoles no fueron propietarios de los bienes que
usaban. Como cabía esperar, la intransigencia de este pontífice provocaría
la respuesta iracunda de toda la Orden franciscana que veía cómo su ideal
religioso se deslegitimaba con la interpretación que imponía el pontífice.
Las diferencias internas que afectaban al franciscanismo entre espiritua-
les y conventuales por el seguimiento de la pobreza se superaron ante la
violencia pontificia. La Orden se uniría en contra del papa aviñonés si-
guiendo al antipapa Nicolás V, que había sido elevado a tal cargo en Roma,
en 1328, por el emperador Luis de Baviera, furioso opositor de Juan XXII.
Si los franciscanos espirituales no pudieron escapar a la dura repre-
sión, menos podían hacerlo las comunidades semi-monásticas de lai-
cos pobres, las llamadas beguinas y los begardos, que se hallaban muy
próximos a ellos por el ideal de pobreza. Si nos hacemos cargo de la in-
formación proporcionada por el inquisidor Bernardo Gui, en el Mediodía
francés la persecución para éstos fue particularmente feroz. Las beguinas
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CAPITULO 5
El Cisma de Occidente
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algunos meses antes; por su duración, puesto que movilizó durante una
cuarentena de años al menos dos generaciones de prelados, de intelec-
tuales y hombres de poder; por su importancia política, justamente en
un momento en que se producía el afianzamiento de los grandes reinos,
separando a la cristiandad en dos obediencias de fuerzas más o menos
equivalentes; por último, por su resolución, que se produce con la deposi-
ción de diferentes competidores por parte de un concilio que declaró ser
superior al papa y su potestad.
Pido paciencia al lector para seguir los episodios que describiremos
a continuación y así formarnos una idea de la gravedad de este aconteci-
miento.
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que estaba Roma y la Italia central, con las luchas fratricidas entre las
ciudades y los bandos familiares, impresionaron gravemente al pontífice
obligándolo a regresar a Aviñón. A pesar de los peligros, fue finalmente la
firme voluntad de Gregorio XI la que logró el ansiado retorno, no sin cho-
car con varias dificultades entre las cuales podemos precisar: las fuertes
presiones ejercidas por la monarquía francesa por diluir la voluntad del
papa; las reticencias manifestadas por los cardenales, mayoritariamente
de origen francés, que se sentían a gusto y seguros en Aviñón; y la situa-
ción política de Italia con la negativa de Florencia a que el Papado, insta-
lado en Roma, expandiera su soberanía sobre el centro de la península,
cercada como estaba al norte por Milán y sus aliados.
En efecto, en 1375 surge una liga formada por Florencia, Milán, Nápo-
les y otras ciudades contra las tropas franco-pontificias que protegían a
los legados papales, a los gobernadores del llamado “Patrimonio de San
Pedro” (Patrimonium Petri, esto es, la ciudad de Roma y cinco ciudades
al norte de ella) y otros vasallos. En poco tiempo dominaron Espoleto,
Asís, Áscoli, Forli, Ravena, Ancona y finalmente Bolonia. Sin duda, esta
manifestación de fuerza tenía la finalidad de amedrentar al papa con su
idea de regresar a Italia. Evidentemente, su regreso echaba por tierra la
posibilidad de que esta liga de Estados urbanos dominara el centro y sur
de la península, como era su objetivo. La guerra surgida entre las tropas
del Papado con las fuerzas de la liga florentina había provocado la insu-
rrección de las comunidades que habitaban los dominios del Papado en el
centro de Italia. La Santa Sede corría el riesgo de perder sus propiedades,
razón suficiente para entender los motivos que impulsaron a Gregorio XI
a regresar a Roma.
Contrariamente a lo que se quería lograr, el pontífice reaccionó de pri-
sa excomulgando a los líderes de Florencia y las ciudades aliadas. Junto
a ello, trajo tropas francesas de Gascuña y Bretaña con las cuales logró
mantener un equilibrio de fuerzas, cuyo resultado fue que ninguno de los
dos bandos pudiera vencer decisivamente.
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* * Simonía es la compra y venta de lo espiritual mediante bienes materiales, esto es, la compra y
venta de los cargos de cura, obispo, abad, cardenal.
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El estallido de 1378
Ante la paralización de las obligaciones que producía esta desunión
con la cabeza del Papado, los cardenales tomaron la decisión de reunirse
en la ciudad de Anagni, en julio de 1378, para analizar el conjunto de cues-
tiones jurídicas y políticas suscitadas por las condiciones en las cuales se
había desarrollado la elección. Admitiendo que el personaje no tenía los
méritos para asumir dignamente la función a la que ellos le habían lleva-
do, conscientes de que era capaz de dañar tanto a la Iglesia como a ellos
mismos, y finalmente convencidos de la fragilidad jurídica de su elección,
quisieron examinar los medios, según ellos numerosos y variados, que
les permitían corregir el gobierno de la Iglesia universal. Mientras todos
los cardenales presentes discutían los instrumentos para ponerle fin a un
pontificado que ellos consideraban usurpado, los tres italianos buscaban
desesperadamente obtener una mediación con el colérico papa.
Sin embargo, el problema jurídico no era tan sencillo sino más bien
muy complejo. Efectivamente, el derecho canónico indicaba que si los car-
denales elegían al papa, después no tenían en ningún caso el poder para
deponerlo, puesto que desde el momento en que había sido elevado a la
silla de Pedro, su status era otro. Canónicamente dejaba de ser un igual, y
en cierto sentido ya no era parte del colegio cardenalicio, porque recaía
sobre él “todo el poder” (plenitudo potestatis). Estaba, pues, en una situa-
ción de superioridad incontrastable.
Atrapados en los fundamentos inamovibles de la Iglesia, la única solu-
ción que surgió del conciliábulo consistió en declarar nula la elección de 8
de abril, apoyados en el argumento jurídico del “vicio del consentimiento”,
esto es, que habían actuado bajo la amenaza de los romanos y que en ese
momento de deliberación sintieron temor por sus vidas, razón por la cual
su consentimiento estaba viciado. Tales argumentos los afirmaron solem-
nemente en un texto que fue publicado el 9 de agosto. El terreno se había
preparado algunos días antes, el 2 de agosto, con un largo manifiesto dirigi-
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do contra Urbano VI, firmado por los doce cardenales no italianos presen-
tes durante el cónclave, y también por Pedro de Cros. En este documento se
declaraba vacante la silla pontifical, con lo cual los cardenales podían pre-
parar la convocatoria de un nuevo cónclave. Éste se llevaría a cabo el 20 de
septiembre de 1378 en el condado de Fondi, adonde los rebeldes acudieron
sintiéndose protegidos al amparo del conde Onorato Caetani.
Reunidos allí, todos los cardenales integraron el cónclave y todos, salvo
los tres italianos, votaron por Roberto de Ginebra para el trono pontificio,
el que tomó el nombre de Clemente VII (1378-1394). Pariente de la familia
real francesa, el nuevo hombre tenía un prestigio y un poder incontestable,
ya que estaba a su cargo la gobernación de los Estados de la Iglesia, por
lo cual disponía de un gran ejército a su mando. Como ha dicho Bernard
Guillemain, decisión asombrosa y sin precedentes en la Iglesia, que el mis-
mo colegio cardenalicio haya procedido sucesivamente, con seis meses de
intervalo, a la elección de dos papas. La división de la Iglesia, el llamado
cisma, estaba declarado.
Por su parte, Urbano VI, aislado, no pudiendo entrar a Roma en razón
de que el castillo de Sant’Angelo estaba todavía bajo el control de los carde-
nales, se veía obligado a nombrar una nueva promoción de cardenales en
reemplazo de todos los rebeldes.
Parece evidente decir que la situación producida, realmente gravísi-
ma, no puede atribuirse exclusivamente al mal carácter del papa elegido,
ni tampoco a la actitud en cierto sentido altanera de los cardenales. Lo que
parece manifestarse en estos acontecimientos es una tensión de fondo en
el corazón de la cristiandad: se trata de los exabruptos de una administra-
ción pontificia fortísimamente centralizada, cuyo poder se había extendido
abusivamente y con gran arrogancia desde el ámbito espiritual al temporal.
Esta realidad, necesariamente, había de enfrentarse con un proceso de evo-
lución política en el que habían entrado las monarquías europeas, esto es,
que propendían hacia una centralización y afianzamiento del poder del rey
en su reino.
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dos obispos nombrados por cada uno de los pontífices. Las disputas por
este doble nombramiento fueron frecuentes. Igualmente, el desvarío se
producía cuando un monasterio reconocía como papa canónico a una
persona diferente de aquel escogido por el obispo, etc. Sin duda, en este
momento los cristianos percibieron muy claramente la gravedad de la cri-
sis que golpeaba a la cabeza de la Iglesia, y desde allí a toda la sociedad.
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cias, la cual decidiría por una mayoría de dos tercios quien quedaría con la
tiara. Si por este camino tampoco había acuerdo, aceptaba cualquier otro
procedimiento, siempre que fuera conforme a la justicia. Sin poder avan-
zar un paso más, el 8 de julio las conversaciones quedaron agotadas, y en
agosto la embajada regresaba a Paris sin haber podido conseguir nada más
que el apoyo de la mayoría de los cardenales, todos ellos irritados por la
intransigencia de Pedro de Luna.
En un ambiente de mutuas desconfianzas las mentes de la universidad
entraron en las soluciones más radicales, las cuales en todo caso estaban en
el ambiente desde hacía tiempo. Ya no solamente importaba encontrar una
salida al cisma, sino también había que hacerse cargo de la ansiada reforma
de la Iglesia, esa consigna que rondaba desde el siglo anterior. La Univer-
sidad de Paris inició gestiones para ver si los colegas ingleses de Oxford
coincidían con ella en las soluciones a la profunda crisis. Encontrándose
dentro de la órbita de obediencia urbanista, Oxford emitió un informe en
marzo de 1396 en el que rechazó tanto la cesión como el compromiso, y se
pronunció por exigir una única solución: el inmediato reconocimiento uni-
versal del papa romano Bonifacio IX. Con todo, dejó abierta la puerta para
una solución que se consideró extrema, que era la vía conciliar. Estos argu-
mentos estaban alineados con la conducta que el mismo Bonifacio IX había
tenido con respecto a las numerosas iniciativas negociadoras ofrecidas por
Benedicto XIII, a las que respondió siempre con una negativa, reclamando
lisa y llanamente su reconocimiento como legítimo pontífice.
Como no podía ser de otro modo, la actitud obcecada de Benedicto
XIII creó una tensión entre él y la corte de Francia. Después de dos nuevas
asambleas del clero, en 1396 y en 1398, junto a un ultimatum enviado al
pontífice, el rey de Francia promulgó el 28 de julio de 1398 una decisión
sorprendente, murmurada por los prelados más virulentos, por los uni-
versitarios y por el duque de Borgoña: la sustracción de la obediencia. Sin
cuestionar la legitimidad del papa de Aviñón y menos aliarse con el bando
contrario, Francia escogía no reconocer la autoridad de Benedicto XIII ya
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La solución conciliar
Recién iniciándose el siguiente siglo aparece un profundo pesar por
la pérdida de la esperanza. Este síntoma, hay que decirlo, era gravísimo, y
es para el historiador un signo evidente de la crisis. El cisma llevaba más
de veinte años y no surgían en el horizonte visos de solución. Desilusio-
nado como tantos otros, el poeta Eustache Deschamps veía esta realidad
como un horrible monstruo de dos cabezas, el cual evocaba la bestia que
el apóstol Juan había descrito en el Apocalipsis. Para muchos teólogos, y
también para los predicadores como Vicente Ferrer, la solución requería
de una profunda reforma en el alma de la Iglesia, en los espíritus de los
hombres, en el corazón de la sociedad… y desde luego, la misericordia de
Dios. La crisis era muy profunda.
Encontrándose en una situación forzosa, Benedicto XIII era, sin duda,
hostil a la vía de la cesión, puesto que implicada su dimisión. En cambio,
se mostraba partidario de explorar la vía de un acuerdo (via conventionis)
con su adversario. Pero ni Bonifacio IX, que muere en 1404 tras una breve
enfermedad, ni su efímero sucesor Inocencio VII (1404-1406), tuvieron la
más mínima intención de dialogar.
Elegido otro sucesor en la persona del veneciano Angelo Correr, que
tomó el nombre de Gregorio XII (1406-1415), el empecinado Benedicto
XIII, confiado en que con este anciano pontífice con más de 70 años ha-
bría mejor voluntad para dialogar, encargó a sus embajadores concertar
una entrevista que habría de celebrarse en la ciudad de Savona, en el nor-
te de Italia, en 1407. Más flexible que sus antecesores y carente de toda
ambición, Gregorio XII estaba dispuesto a abdicar si su rival hacía lo pro-
pio. Fue él quien llevaría ahora las gestiones para lograr una reunión con
su rival. En marzo de 1407 comenzaron las negociaciones para definir
la fecha y el lugar para la entrevista de ambos papas. Sin embargo, aun
cuando se regularon muy escrupulosamente todos los asuntos relativos a
la seguridad, los séquitos, las garantías, el orden público, los alojamientos
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El Concilio de Pisa
Mientras se mantenía la crisis muchas ideas circulaban en el Occi-
dente medieval, algunas de ellas surgidas en el siglo anterior. El jurista
Baldo, siguiendo a su colega Huguccio, había ya admitido que el papa
podía ser depuesto por un concilio convocado por los cardenales. Ci-
tando a Aristóteles, el cardenal Francesco Zabarella agregaba que de la
misma manera que el gobierno de la ciudad pertenece a los ciudadanos,
el gobierno de la Iglesia, en caso de vacancia del Papado, pertenece a los
fieles reunidos en concilio. Al interior de la Iglesia, el papa no era más
que el “ministro principal”, un mandatario que la comunidad de creyen-
tes podía revocar si era infiel.
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franceses y al rechazo que manifestaban a las tesis galicanas, esto es, a las
propuestas dirigidas a conseguir ciertas libertades para la Iglesia france-
sa. Por su parte, Alemania, Hungría y Nápoles seguían apoyando a Gre-
gorio XII, mientras que Benedicto XIII contaba con la adhesión incondi-
cional de Aragón y de Escocia, y mantenía fieles en Castilla, en Aviñón, en
Sicilia, y aun en el Mediodía francés. Si a las condenaciones pronunciadas
en su contra el aragonés respondió a todas con la excomunión, Gregorio
XII, en cambio, errando por Italia terminó refugiado en Rímini.
Por todos lados las cuestiones financieras creaban conflictos. A pesar
de las promesas hechas, el Papado no podía renunciar ni a las annatas ni a
las reservas*. Para honrar el compromiso hecho en Pisa, Juan XXIII convo-
có un nuevo Concilio en Roma. Los prelados que asistieron fueron favore-
cidos con prebendas y con ello se olvidaron rápidamente de las reformas
que debían pedir. Acusado por otros de simoniaco y escandaloso, Juan
XXIII contestó con promesas vagas y concluyó la asamblea sin resolver
nada. Sin hacer cambios radicales comprometedores, quizás el pontífice
ponderaba que el tiempo podía jugarle a su favor.
Como ha dicho Paul Ourliac, jamás fue tan deplorable la situación
de la Iglesia. El concilio se oponía al papa y cada uno escogía el partido
que servía mejor a sus intereses. La autoridad en la Iglesia la ocuparían
de aquí en adelante los príncipes seculares, y Jean de Montreuil, repre-
sentando al rey de Francia, podía decirle al papa ¡Atención! Que de tanto
preocuparse del Cielo, no sea que Ud pierda de vista la tierra. El irónico
consejo representaba bien el ambiente de suma decadencia que se vivía,
pues los padres conciliares consideraban que el rol prioritario de la Igle-
sia era gobernar a la sociedad y gobernarla bien, después evangelizarla
o enseñarle. Para muchos fieles, como también para los curas y monjes,
* Recuérdese: las annatas eran todas las ganancias generadas en el primer año de disfrute de un
beneficio otorgado (obispado, abadía), las cuales debían ser pagadas al papa. La reserva pontifical era
el derecho que se le reconocía al papa de conferir un beneficio episcopal y abacial, después de recibir
una “compensación” económica de parte del beneficiario.
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El Concilio de Constanza
Si el cisma había pasado de bicéfalo a tricéfalo, la solución vendrá con
un nuevo concilio de mayor amplitud y concurrencia que el de Pisa. Esta
reunión conciliar fue obra de la iniciativa de un actor algo olvidado en el
juego de los poderes, el futuro emperador Segismundo de Luxemburgo
(1410-1437). Muchos problemas quería resolver este monarca: en pri-
mer lugar, consideraba que la amenaza del imperio turco que se desple-
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vuelto a analizar éste y otros concilios con una mirada moderna y des-
prejuiciada.
Especialmente los decretos antes citados invitan a pensar que en ese
ambiente predominó una corriente que deseaba disminuir a la mínima
expresión la figura del sumo pontífice. Con todo, pueden también ser leí-
dos e interpretados desde otra perspectiva, la cual entiende que el papa,
al igual que el Concilio, también recibe inmediatamente su potestad de
Cristo, y no se concibe al pontífice como un mero ejecutor ciego de las de-
cisiones conciliares. La posición del Concilio parece situarse en otro nivel,
que no debería coincidir con el nivel del papa, pero que en cierto sentido
estaría en una situación de protección aunque no de inferioridad. Si las
disposiciones pueden considerarse sostenidas por el conciliarismo, éste
ha de concebirse ortodoxo, puesto que los padres conciliares coincidieron
en esta manera de concebir la Iglesia, conciliarmente, en un momento en
extremo catastrófico en que ella se hallaba. Ante las evidentes muestras
de corrupción, el llamado “estado conciliar” de la Iglesia se forjó como un
ideal con el que se creyó poder superar el cisma, emprender la reforma y
vivir la fe sin desviarse de ella.
El Concilio de Constanza había respondido a las esperanzas de la cris-
tiandad al elegir a un papa universalmente aceptado. Sin embargo, los
contemporáneos no pudieron olvidar los desórdenes y las violencias pro-
ducidas en las sesiones, señala Paul Ourliac, cuyo corolario se resume en
las rivalidades entre franceses e ingleses y entre armañacs y borgoñones,
las cuales ocuparon más sesiones que la reforma de la Iglesia. En otros
términos, un muy buen resultado pero peligroso, debido a las presiones
que había hecho sentir el emperador Segismundo, y con él los prelados
que le secundaban, a ingleses, alemanes y a numerosos dignatarios fran-
ceses. En efecto, el emperador no pensaba más que en Alemania y busca-
ba que el Concilio sirviera a su política.
Si la división en naciones respondía a una necesidad, la verdad fue que
puso al descubierto de manera muy dramática la división de la Iglesia. El
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con mucha claridad por los canonistas de los siglos anteriores, y varios
teólogos intervinientes en el Concilio la conocían bien.
Siguiendo el análisis, de Vooght afirma que la Iglesia no fue confiada
por Jesucristo a un gobierno de asamblea. Ciertamente, no debe haber
duda de que el papa puede tomar por sí mismo una decisión dogmáti-
ca, ya que permanece siempre como jefe supremo. Sin embargo, había
acuerdo de que su poder no podía ejercerse de manera tiránica, dado que,
como había advertido Graciano, la Iglesia debía oponerse al papa cuando
éste se desviaba de la fe. Este parece ser el sentido original de los de-
cretos de Constanza, los cuales estaban destinados a tranquilizar a los
padres que, luego de la huida de Juan XXIII, dudaban en permanecer re-
unidos en asamblea. Ni siquiera el mismo Concilio parece haberle dado
mayor cobertura a dichos decretos, ni Jean Gerson vio en ellos más que
una medida de circunstancia que no cambiaba nada el status de la Iglesia.
El mismo teólogo dirá todavía que el Concilio tiene poder finaliter, es de-
cir, en última instancia; en cambio, el papa tiene poder formaliter, esto es,
directamente.
De todo ello, quedan pendientes muchas otras cuestiones sobre la
competencia del papa, de los cardenales y de los obispos, temas que des-
de entonces nunca han desaparecido de las reflexiones internas de la Igle-
sia Católica en Occidente.
Por último, lejos de toda consideración de tiempo y lugar, la tesis de
la superioridad del Concilio no fue admitida sino en la Universidad de
Paris. Sus enviados la habían sostenido en Constanza, y orgullosos del rol
que habían tenido, a su retorno la desarrollaron poniendo como garantes
a Pierre D’Ailly y Jean Gerson. La confirmación habría de venir de parte
de Carlos VII y de los primeros decretos del siguiente Concilio de Basi-
lea. Para todos, los decretos galicanos Haec sancta y Frequens serían los
primeros fundamentos de las libertades que en materia religiosa tendría
Francia, la doctrina llamada galicanismo.
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El Concilio de Pavía-Siena
A pesar de la obstinación de Benedicto XIII, la unión de la Iglesia es-
taba hecha. Pero, aunque de la reforma se había hablado mucho y desde
hacía largo tiempo, jamás se había llegado a un acuerdo más o menos pre-
ciso sobre qué y cómo entender y abordar este peliagudo tema. El Conci-
lio de Constanza se convirtió en un espacio de encuentro donde se habían
expresado y confrontado diversas opiniones y variadas tradiciones, todas
ellas fuertemente diferentes sobre la idea de Iglesia, cuya característica
no era precisamente la unanimidad sino realmente la variedad más ex-
tensa.
A fines de la Edad Media la civilización del Occidente era muy diversa
y cada nación deseaba obtener algún beneficio del nuevo estado de cosas
en la Iglesia. Las realidades eran diferentes: los ingleses habían logrado
cohesionarse bajo la monarquía, y con ello crearon una Iglesia con iden-
tidad nacional; por su parte, comandados por las oligarquías locales los
alemanes las emprendían contra la Curia, y sus críticas estaban animadas
por un verdadero odio anti-romano; los franceses concentraban su crítica
en el ámbito tributario, es decir, en la fiscalidad y en sus libertades; los
italianos manifestaban su gran preocupación por la dilapidación del pa-
trimonio de la Iglesia.
En otros aspectos todos coincidían en diversos temas preocupantes,
como la inmoralidad de las costumbres, el ausentismo de los obispos en
sus diócesis, el lujo excesivo de los cardenales y muchos otros temas.
Pero, de tanto repetirlos en muchísimos tratados parece que se habían
desgastado y con ello perdido su urgencia y su importancia. Como dijo tan
certeramente el historiador Lucien Febvre, de algún modo, las reformas
se convirtieron en una queja ritual. Sin embargo, la profunda crisis no
podía sino provocar reacciones, ya que la frustración largamente sufrida
desembocaría en varios lugares en revueltas contra el orden establecido,
y por todos lados las agitaciones sociales iban acompañadas de la herejía.
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El Concilio de Basilea
Martín V murió el 20 de febrero de 1431 y el cónclave eligió el 3 de
marzo al cardenal italiano Gabriele Condulmer que adoptó el nombre de
Eugenio IV. Era un hombre valiente pero obstinado, y su gran defecto,
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disolución del Concilio. La iracundia del papa crecería, ya que las sesiones
seguirían su curso en la ciudad de Basilea, justamente donde él no quería.
Con la finalidad de que al Papado le quedara muy claro que los tiem-
pos de la hierocracia habían pasado, el Concilio expresó su poder cons-
tituyente y soberano con lenguaje directo: El pontífice, que es el primero
que debe estar dispuesto a trabajar en la viña del Señor, y de animar a los
otros con su ejemplo a proceder del mismo modo, debe estar presente en los
concilios generales… asimismo, todos y cada uno de los eclesiásticos tienen
el deber, en derecho o por costumbre, de asistir a los concilios generales es-
tando obligados a acudir personalmente. Si el pontífice romano o las otras
personas arriba nombradas rechazan proceder así, si al cabo de cuatro me-
ses no muestran arrepentimiento, que el pontífice romano sea «ipso facto»
suspendido de su dignidad papal, y a los otros de sus dignidades respectivas,
y esta administración papal será «ipso iure» devuelta al santo concilio.
La situación en Italia era desesperada para el papa. Abandonado por
todos debió encontrar refugio y apoyo en sus peores enemigos, es decir,
en Segismundo, el monarca alemán y ferviente partidario del Concilio, al
que decidió coronar emperador el 31 de mayo de 1433. Lo mismo haría
con el duque de Milán, al que otorgó un cargo gubernativo en los Estados
eclesiásticos como gonfaloniero de la Iglesia*.
En Roma, un mercenario temido como era el condotiero Niccolò For-
tebraccio, que decía ser capitán del Concilio, se hizo del poder con la
adhesión manifiesta de la familia Colonna, enemiga del papa. A fines de
mayo de 1434 los romanos se sublevaron y proclamaron la república de
la ciudad, es decir, desconocieron el gobierno papal y procedieron a in-
corporarla como tal a las sesiones de Concilio. La violencia multitudinaria
que se desató en Roma había de llegar hasta el mismo Eugenio IV, el que
huyó a caballo hasta el rio Tiber. Allí, en medio de una lluvia de flechas y
* Gonfaloniero o confaloniero, nombre con que en la Italia medieval se designaba a un cargo munici-
pal muy honorífico, encargado de ciudar y de llevar en las ceremonias públicas el confalón o estan-
darte de la ciudad.
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piedras, logró salvar ileso hasta llegar al puerto de Ostia, donde le espera-
ba una barca de un pirata que le llevó a Civitavecchia.
Por su parte, el Concilio, exaltado por su triunfo, intervino en el go-
bierno de la Iglesia como era previsible. Se tomaron muchas decisiones
que antes habían sido atribución exclusiva del pontífice: como muestra
de empoderamiento, los padres conciliares destituyeron a los presidentes
de las diputaciones nombrados por el papa; contra toda la tradición y el
derecho canónico, procedieron al nombramiento de obispos; concedie-
ron indulgencias y dispensas; instruyeron un proceso de canonización y
resolvieron en otras materias de carácter dogmático.
Hacia 1433 la asamblea se hizo multitudinaria abriendo sus puertas
a toda clase de personas, como estudiantes, monjes y curas, los cuales se
incorporaron a las sesiones. Un cronista comentó que en el día los coci-
neros y cocheros se sentaban en el Concilio, pero en la noche dejaban sus
hábitos respetables para venir a servir a sus maestros. Por su parte, un
cardenal escribió al emperador Segismundo para lamentarse diciéndole
que la palabra de un cocinero tenía más autoridad que la de un obispo,
y así todo lo que decidía este “populacho furioso” se atribuía al Espíritu
Santo.
Como ha dicho Paul Ourliac, en Basilea todo el mundo votaba y la mul-
titud importaba más. El partido popular tenía un jefe, el cardenal Luis
Aleman, y sus oradores preferidos eran el teólogo español Juan de Sego-
via, el obispo de Lyon Amadeo de Talaru, y el célebre canonista Antonio
Beccadelli. En ese ambiente la voz de un simple graduado valía más que
aquella de un obispo o de un cardenal, puesto que se decía que aquél te-
nía más interés en la reforma de la Iglesia que éstos. Había convicción de
que, como dice el dicho, a menudo Dios revela a los pequeños lo que ha
ocultado a los grandes.
Habría que decir que la doctrina que imperó en esta asamblea fue una
suerte de omnipotencia de la mayoría. Siguiendo la tradición, los votos
se concebían como obra del Espíritu Santo, razón por la cual la voluntad
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del Concilio debía, necesariamente, ser unánime. Con tal manera de pen-
sar, la confrontación de opiniones se constituía en un escándalo, ya que
los padres conciliares habían tenido que prestar juramento de creer en
el Concilio. Quienes se oponían y criticaban a éste y sus decisiones, se
arriesgaban a ser perseguidos como perturbadores (turbatores concilii),
y podían rápidamente ser sospechosos de herejía. El respeto a las decisio-
nes adoptadas era obligatorio.
Después de su incorporación, a todos los participantes registrados les
estaba prohibido abandonar la ciudad de Basilea. La sospecha se apoderó
de los dirigentes, puesto que la correspondencia era revisada, como tam-
bién eran vigilados los comportamientos de cada uno. En el seno del Con-
cilio se formaron verdaderos grupos de presión, los cuales procuraban
hacer prevalecer los intereses de los príncipes a los que representaban.
La acusación más grave que circuló en los ambientes de Basilea contra los
padres reunidos fue que hacían dinero de todo, como recibir subsidios
de los príncipes y sueldos de requirentes y litigadores que tramitaban
alguna causa.
Pocas veces como en este momento ha sido vista tan impúdicamente
la politización de la religión. Como cabía esperar, las sesiones dedicadas a
las causas de la paz y la fe no tuvieron más interesados que algunos prela-
dos. En cambio, el tema de la reforma interna concitó la atención de toda
la muchedumbre clerical. En esta atmósfera de asambleísmo vociferante
no se actuó con la debida prudencia, porque no hubo real comprensión
de los problemas, ni tampoco capacidad para establecer las prioridades.
Las discusiones se envenenaron con recriminaciones cruzadas, a las que
se agregaron presiones y amenazas para que cada cual se definiera drás-
ticamente tomando posiciones. La polarización corrompió los espíritus:
había que definirse por la continuidad o promover el cambio.
La crisis de la época se percibe con gran nitidez en los temas abor-
dados en las múltiples sesiones del Concilio, las cuales se convirtieron
en un espacio para el lamento de quejas, dolencias, envidias y celos. La
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tema de voto por “estados”, es decir, aquel de los obispos, el de los abades
y religiosos, y el de los doctores. Cada “estado” debía aprobar con la mayo-
ría de dos tercios las medidas propuestas antes de que fueran sometidas
a la asamblea general. De este modo, el papa se procuraba un espacio de
maniobra muy a su favor para conseguir la consecución de sus objetivos.
Si la elección de Ferrara había sido un gesto diplomático para el acce-
so de la legación griega, dada su cercanía a las costas del mar Adriático,
la cuestión de la unión con la Iglesia griega será la gran preocupación del
papa. Con la arremetida guerrera de los turcos el problema se agigantaba.
Muy desesperada era la situación del Imperio bizantino, cuyo monarca, el
basileus Juan VIII Paleólogo, no tenía más defensa que aquella que Occi-
dente podía darle. Pero, la ayuda armada dependía de la solución que se
encontrara para destrabar los desacuerdos teológicos, y a ese propósito
se abocaron los teólogos de ambas partes: se concordó en la antigua cues-
tión dogmática del filioque, que significa “y del Hijo”, y que el cristianismo
occidental mantenía en el Credo católico-romano. La discrepancia se re-
fería a que el Espíritu procede del Padre, como lo sostenían los griegos, y
también del Hijo como lo admitían los latinos. Los griegos aceptaron que
la incorporación del filioque en el Credo no era un error dogmático, sino
más bien una explicitación de la fe. Con ello se dejaban atrás siglos de
desavenencias.
El 5 de julio de 1439 el decreto de unión sellaba el esperado acuerdo,
y al día siguiente la bula laetentur coeli, en latín y en griego, fue suscrita
por los dignatarios presentes. Se proclamaba que el Espíritu Santo proce-
de eternamente del Padre y del Hijo; que el Hijo como el Padre, es causa,
según los griegos, principio, según los latinos, de la subsistencia del Espí-
ritu Santo; se reconocía que el cuerpo de Cristo, siguiendo la costumbre
de cada Iglesia, podía ser consagrado con pan de trigo sin levadura (ázi-
mo), como era costumbre en Occidente, y fermentado como practicaban
los griegos; en lo que respecta al purgatorio, se definía su real existencia
y se proclamaba el valor de las oraciones de los vivos para los que están
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A esta declaración le siguió otra muy importante, la bula Etsi non dubi-
temus, enviada a los universitarios, en donde el pontífice señalaba que los
concilios siempre habían recibido la autoridad plenaria de la Sede apos-
tólica, y sin ella no tenían ninguna fuerza y ningún valor. Los decretos del
Concilio de Constanza, seguía el documento, promulgados por una mul-
titud vociferadora en la época del Cisma, con la anuencia de los padres
obedientes a Juan XXIII, no podían contener la verdad, ya que no estaban
acordes con los Evangelios, los santos doctores y los concilios.
Para consumar este nuevo cisma y hacer más extenuante las calami-
dades, al Concilio solamente le quedaba elegir un nuevo papa. En efecto,
en una suerte de parodia de cónclave, Aleman escogió al duque de Saboya,
Amadeo VIII, quien ascendió al pontificado como Félix V el 5 de noviem-
bre de 1439. Aliado de todos los príncipes, Amadeo estaba emparentado
con toda la nobleza de la época. Aunque avaro y astuto, el hombre no era
mediocre y supo defender su dignidad ante la arrogancia de Aleman. Sin
embargo, no obtuvo reconocimiento internacional, salvo el duque de Mi-
lán que era su yerno, y Alfonso V de Aragón que no pensaba precisamente
en el nuevo papa, sino en sus intereses expansionistas sobre Nápoles.
Mientras tanto, habiendo ganado Italia y logrado pacificarla, Eugenio
IV recuperó la ciudad de Roma. Con la finalidad de mantener una suerte
de ficción del Concilio, el papa lo trasladó a la ciudad que le daba toda su
autoridad: Roma. Allí, el 23 de febrero de 1447, moría el pontífice de los
tiempos tormentosos. Murió teniendo la certeza de que la crisis que había
debido soportar se resolvería favorablemente con su sucesor, que lo fue
en un joven cardenal, Tomás Parentucelli, que tomó el nombre de Nicolás
V. La tenacidad de Eugenio IV por asegurar la victoria del Papado tendría
sus frutos tardíos que los recibiría su sucesor.
Como era de esperar, Milán y Aragón viendo que el centro de gravedad
iba ubicándose en Roma optaron por desentenderse de Basilea, lo cual
ocasionó la partida de los clérigos. Seguidamente, el emperador se some-
tió en febrero de 1447 y obligó al Concilio a dejar Basilea para encontrar
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Tercera parte
LA IGLESIA CONVULSIONADA
CAPITULO 6
San Francisco
De manera paralela a la difusión que alcanzaron los movimientos re-
formistas radicales, se suscitó entre los teólogos un interés doctrinal muy
sentido sobre la vivencia de la pobreza, entendida como un ideal general
que debía encarnar la vida al interior de la Iglesia. Francisco de Asís (“el
ángel del sexto sello del Apocalipsis”, el poverello “pobrecillo”), hijo de un
mercader rico, había vivido la opulencia. Sin embargo, renunciaría volun-
tariamente a toda posesión hasta llegar a la desnudez, con la finalidad de
hacer el camino hacia la salvación.
La Orden de los Hermanos Menores por él fundada, siguiendo su ejem-
plo en el espíritu de renuncia a toda posesión hasta llegar a la pobreza,
convirtió este ideal en un voto u obligación particular. Así, la pobreza ha-
bía de ser el signo más importante del ideal del cristiano: la imitación
de la vida de Cristo y sus apóstoles. Por esta senda la vida había de con-
ducirse a la práctica de la mendicidad, ideal que compartiría el español
Domingo de Guzmán al fundar poco después la Orden de Predicadores
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* * *
Organizar una Orden después de la muerte de Francisco no era tarea
fácil para los sucesores del fundador, porque las múltiples interrogantes
que surgían de las nuevas realidades no tenían respuestas concretas ni en
la Regla ni en el Testamento del santo. Fundada por unos pocos hermanos,
en muy poco tiempo la Orden pasó a tener varios cientos repartidos por
toda Europa. Sin la presencia de Francisco había que mantener un espíri-
tu, el más fiel posible al ideal de perfección evangélica por él propuesto.
La tarea apostólica se agrandaba a dimensiones nunca previstas, la vida
de las comunidades requería de regulación que no existía, y había que
ocuparse con realismo del sostenimiento y la residencia de tantos frailes.
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Guillaume de Saint-Amour
Por otra parte, al interior de la Universidad de Paris comenzó a gene-
rarse un conflicto de poder entre los clérigos seculares y los frailes men-
dicantes que fue aumentando progresivamente. Lo que incrementó la
pugna fue el nacimiento de la corporación de los maestros universitarios,
los cuales se habían convertido en un gremio y en una categoría social,
cuyo prestigio se basaba en el racionalismo con que analizaban las cues-
tiones temporales y filosóficas, como también las religiosas o dogmáticas.
Aun cuando todos ellos eran clérigos, esta actitud de anteponer la razón
a la fe y considerarse más filósofos que teólogos, había de causar sospe-
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Gerard de Abbeville
Más o menos en la misma línea los profesores seculares de la Uni-
versidad de Paris, liderados ahora por Gerardo de Abbeville (1225-1272)
con su obra “Contra los adversarios de la perfección cristiana” (Contra
adversarium perfectionis christianae), arremetieron contra las Ordenes
mendicantes recién nacidas. El autor afirmaba que el orden de los religio-
sos no fue instituido por Cristo, sino que su institución fue una creación
muy posterior, por lo cual reivindicó el oficio pastoral de la predicación,
la confesión y el culto como obligaciones propias del clero secular bajo el
amparo del obispo.
Además, se mostró en desacuerdo con el precepto franciscano de que
la extrema pobreza fuera un ideal de perfección en sí mismo, y la conside-
ró no solamente contraria a la doctrina aristotélica del justo medio, sino
también como un ataque velado, soberbio y peligroso a la legitimidad de
las posesiones eclesiásticas, incluso a la necesidad de ellas.
Respecto a la pobreza franciscana, Gerardo de Abbeville fue quizás el
primero en señalar las dificultades jurídicas que surgían cuando se quería
distinguir entre, por un lado, dominio y propiedad (dominium y proprie-
tas), y por otro lado, el uso de los bienes (usus). En este sentido, acusó a
los franciscanos de no entender la naturaleza de la propiedad eclesiástica
distinta de la propiedad secular, pues en ésta el término proprietas signi-
ficaba directamente propiedad. Por tal razón utilizó dominium como sinó-
nimo de proprietas, cuya definición se correspondía con las leyes civiles
involucradas en los derechos de propiedad de su época.
Siguiendo la tradición del derecho romano, expuso que no se pue-
de establecer usufructo ni derecho de uso en bienes consumibles como
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ron durante los 80 años que duraron estas controversias. Ellos permane-
cieron casi intactos, y muchos autores que más tarde terciaron en estas
polémicas utilizaron dichos argumentos para defender o atacar el ideal
del franciscanismo.
Tomás de Aquino
Ciertamente, estas ideas no podían quedar sin una respuesta de otros
teólogos. Antes de que le fueran condenadas algunas de sus doctrinas por
la Universidad de Paris, Tomás de Aquino escribió, en 1256, un peque-
ño texto titulado “Contra los que impugnan el culto de Dios y la religión”
(Liber contra impugnantes Dei cultum et religionem) para responder a las
ideas de Guillermo de Saint-Amour. Allí, el Aquinate (nombre por el que
también se le conoce a Santo Tomás) defendió el derecho de los religiosos
a enseñar, a pertenecer al claustro de maestros de la Universidad de Pa-
ris, a predicar, a oír confesiones y a vivir de las limosnas. Al fin y al cabo,
Tomás de Aquino era también un mendicante de la Orden de los predica-
dores, es decir, dominico.
Más tarde, en 1269, de regreso en Paris después de una larga ausencia,
se encontró con un ambiente nuevamente convulsionado por las disputas
entre el clero regular y el clero secular. Los maestros seculares seguido-
res de Gerardo de Abbeville se oponían tenazmente a la presencia de los
frailes mendicantes en la Universidad. Recién llegado, decidió discutir las
ideas de su colega Gerardo de Abbeville en un trabajo cuyo título es “De
la perfección de la vida espiritual” (De perfectione vitae spiritualis). Si en
1256 Tomás de Aquino había respondido a Guillermo de Saint-Amour,
ahora, en 1269, impugnaba las ideas de Gerardo de Abbeville haciéndolo
como teólogo, y no como canonista, y es la razón por la cual su tono es
muy distinto al resto de los polemistas. Sus ideas pueden entenderse me-
jor si las apreciamos incluyendo las llamadas “cuestiones” que abordó en
su monumental obra “Suma teológica” (Summa Theologiae), escrita entre
1261 y 1264.
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Buenaventura de Bagnoregio
Elegido en 1257 ministro general de la Orden franciscana, Buena-
ventura de Bagnoregio (1218-1274) fue un personaje importante, ya
que en él se resumían una vocación sincera por la pobreza junto a un
espíritu moderado. También se vio forzado a participar en las contro-
versias sobre la pobreza planteando su defensa de los franciscanos en
contra de las críticas de los maestros seculares. Buenaventura escribió
diversas quaestiones, digamos lecciones, en torno a la mendicancia de
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cia estaba en que el “uso simple” de los frailes no llevaba implícito el lu-
cro, sino simplemente sustento. En cambio, sí lo había en la propiedad de
los bienes temporales civiles, lucro que acrecentaba la riqueza.
La novedad de Buenaventura consistía en una base de principios ori-
ginados de la tradición jurídica romana, por medio de los cuales defendía
su idea del “uso simple” distinguiéndolo de dominium. Para aclarar esta
distinción y probar que se puede usar de un bien sin ser dueño del mismo,
procedió a comparar a los frailes con los niños, o incluso con personas
interdictas, como aquellas con problemas mentales. A éstas el derecho ro-
mano denominaba alieni iuris, es decir, las personas que estaban “bajo el
derecho de otro”, en situación de dependencia o bajo el control de un su-
perior. Por tanto, la situación de los franciscanos podía asimilarse a aque-
lla de los hijos que voluntariamente no estaban todavía manumitidos o
liberados. En otros términos, la situación de los frailes era comparable a
la de los hijos menores que usan los bienes de la casa sin ser dueños de
ellos. Entonces, incluidas las cosas fungibles (aquellas que se consumen
con su uso), todo lo que usaban los frailes era propiedad de la Iglesia, que
actuaba aquí como un padre, en realidad, como un patriarca romano con
su familia (pater familias).
Siendo, pues, incapaces de ser dueños o poseer una propiedad, seña-
laba Buenaventura, los frailes se hallaban en una condición de dependen-
cia respecto del papa, situación muy distinta al resto de la clerecía que
vivía en posesiones comunes, siendo dueños de ellas e independientes
del control papal.
Buenaventura también hizo uso de otro principio para defender su
distinción, al sostener que, desde un punto de vista jurídico, los frailes
no tenían la intención de poseer algo como propio, el llamado animus o
voluntad de poseer. Asumiendo este fundamento, en lo sucesivo ellos no
podían hacer acuerdos legales, enajenar o permutar la propiedad de la
cual hacían uso. Para mayor abundamiento, hizo referencia al peculium
del derecho romano, que en términos generales significa el conjunto de
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bienes que el padre entrega al hijo para que los administre. Por lo tanto, si
el hijo de un empleado o de un esclavo podía usar los bienes de su padre o
de su amo como peculium sin ser su propietario o dueño legal, asimismo
los frailes podían hacer uso de las propiedades pertenecientes al Papado
sin ser dueños. Buenaventura concluyó que si era posible establecer el
peculium de los bienes consumibles para su uso, por tanto, el caso de los
franciscanos era admisible en las leyes. Haciendo la distinción entre “do-
minio” (dominium), que ha de equivalerse a “derecho” (ius), y “uso sim-
ple” (simplex usus), Buenaventura creía quitar el fundamento de las ideas
de Gerardo de Abbeville.
Por otra parte, el líder del franciscanismo definió la distinción entre
dominium y usus no solamente a través de fundamentos jurídicos, sino
también con argumentos teológicos. En este sentido, puso énfasis en el
voto de pobreza como un acto voluntario, el cual implicaba sacrificar
el deseo o la voluntad de disponer de bienes propios y someterse al
dominium de Dios, lo que tenía gran importancia en la búsqueda de la
perfección evangélica franciscana. Esta dimensión teológica parecía
consistente con la visión jurídica que había pensado al definir a los frailes
como “personas sometidas al dominio de otro”, es decir, como alieni iuris.
Buenaventura adoptó la doctrina de la propiedad común que el de-
recho natural dicta. De esta manera, en uno de sus primeros trabajos, el
Comentario sobre las sentencias, sostuvo que las personas tienen un domi-
nium naturale o “propiedad natural” entregado por Dios sobre las cosas
de este mundo. Este dominium natural era, sin embargo, sólo un poder
para usar los bienes de todos de forma temporal. La propiedad común
fue natural solamente en el estado paradisíaco, antes de la caída de Adán
y Eva. Después de la expulsión fue, en cambio, natural que alguna cosa
pudiera convertirse en un bien privado, por cuanto así se disipaban las
disputas y discusiones.
Sin embargo, su terminología cambió en sus últimos trabajos relacio-
nados con la defensa de la pobreza franciscana. En el antes citado Apolo-
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John Peckham
Con relativa cercanía con las opiniones de Buenaventura, se hizo
visible en el horizonte intelectual el franciscano inglés John Peckham
(1220[5]-1290), discípulo del anterior, con varias obras en defensa del
ideal de pobreza: “Tratado sobre la pobreza” (Tractatus de paupertate),
“El canto del pobre” (Canticum pauperis) y “La defensa de los herma-
nos mendicantes” (Defensio fratrum mendicantium). El primer texto,
el Tractatus, será de gran utilidad en la etapa siguiente de la polémica,
ya que en ella el autor compiló, de manera ordenada, los textos bíblicos y
las opiniones de muchas autoridades religiosas con las cuales podía de-
fenderse la ortodoxia de la pobreza franciscana. Peckham sostenía que la
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que Olivi había hecho de un pasaje del Apocalipsis, Ubertino veía en estos
abusos la acción desatada del Anticristo. Sus ideas fueron más lejos de lo
oportuno del momento. El rechazo fue inmediato.
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Juan XXII
A partir de 1316, el gobierno de los franciscanos quedó en manos de
Miguel de Cesena (1270-1342), como ministro general, teólogo muy pre-
parado y un intelelectual de gran nivel. Tomó la decisión de convocar un
Capítulo o reunión general en Asís. Para recuperar la senda de obediencia
creó una comisión para reformar los estatutos de la Orden, adoptando
el espíritu de las dos últimas bulas pertinentes: la Exiit qui seminat de
Nicolás III, y la Exivi de paradiso de Clemente V. Junto a esta disposición,
Miguel de Cesena envió una carta a todos los provinciales cuya finalidad
era reclamar un sometimiento más riguroso a la Regla contenidos en los
estatutos. No debía darse espacio a la relajación en el cumplimiento del
espíritu franciscano. Demandaba el ministro una observación más evi-
dente de la modestia (vilitas) en el hábito que vestían los frailes, esta-
bleciendo colores y medidas que debían cumplirse. El lujo debía despre-
ciarse. La misma modestia requería para los edificios, los cuales debían
mostrar siempre una imagen de austeridad. Por último, en las comidas
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* La Inquisición era un tribunal eclesiástico que no tenía atribución para condenar a la pena capital,
razón por la cual se procedía a la llamada relajación, que era la entrega a los tribunales reales o brazo
secular de los condenados a muerte. Se llegaba a estas penas porque la herejía se consideraba un
crimen gravísimo contra Dios, similar al de lesa majestad contra el rey, castigado con la muerte. Los
agentes reales eran los encargados de pronunciar la sentencia y trasladar a los culpables al lugar
donde serían ajusticiados.
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ciscanos. Para sorpresa del papa, los dos cardenales se manifestaron a favor
de la doctrina predicada por el acusado.
Con esta opinión el iracundo pontífice había de perder la paciencia. Sin
duda venía ya estudiando el problema y las acciones a seguir estaban pen-
sadas. Sabía que los franciscanos se apoyaban en la bula Exiit qui seminat
de Nicolás III que les era favorable al marcar los límites del asunto. Nadie
podía oponerse a ella bajo pena de excomunión. Sin embargo, viendo que
el problema se complicaba al analizarlo teológicamente, y apelando a su
formación de jurista más que de teólogo, Juan XXII recurrió a argumentos
estrictamente canónicos para despejar la cuestión de una manera legal
y no teológica: el problema, pues, era determinar el rango canónico de
la bula Exiit qui seminat. Si se trataba de un documento administrativo,
nada impedía que un sucesor de Nicolás III pudiese tomar medidas con-
trarias a lo determinado en dicho texto. Pero si se consideraba un libelo
con autoridad dogmática ¿Podía cambiarse? No es fácil expresar una opi-
nión actual sobre el asunto, pues podría afirmarse que, formalmente, la
bula carece del peso imprescindible para ser considerada intangible, pero
también es cierto que la intención del pontífice parecía firme. Nicolás III
había procedido con espíritu teológico más que jurídico.
Con todo, intransigente ante las oposiciones y deseando dar señales
claras de su autoridad, Juan XXII tomó una decisión arbitraria y sin prece-
dentes. En la bula Quia nonnunquam de 26 de marzo de 1322, haciéndose
patentes sus convicciones autocráticas, señaló que un papa puede alte-
rar los decretos emitidos por sus predecesores. En consecuencia, derogó
las penas que Nicolás III había impuesto a quienes sostuvieran doctrinas
erróneas sobre la cuestión de la pobreza, decisión insólita que ponía en
una situación muy incómoda al franciscanismo. La sentencia, ciertamen-
te, daría espacio a interpretaciones discordantes, pues podía favorecer a
los franciscanos al volver a abrir la discusión sobre la pobreza con la fi-
nalidad de escuchar nuevamente a los teólogos (prohibida por Nicolás III,
como ya se dijo). Sin embargo, el objetivo de Juan XXII era muy distinto,
como veremos a continuación.
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de 1322, en el que intentó probar que los frailes menores sólo gozaban del
simple uso (simplex usus facti) de las cosas necesarias para la vida, pero no
de la posesión sobre ellas. Bonagracia siguió principalmente la línea de los
comentarios sobre la pobreza de Buenaventura. A diferencia de las prime-
ras interpretaciones franciscanas, definió el término usus facti como el acto
de usar una cosa pero no teniendo sobre ella ningún derecho. Además,
el acto de hacer uso involucraba una condición temporal, esto es, que si
un franciscano comía una manzana, no tenía ni siquiera por un momento
“dominio” (dominium), “propiedad” (proprietas) ni “derecho de uso” (ius
utendi).
La parte más innovadora de la respuesta de Bonagracia hacia las críti-
cas de Juan XXII, fue su idea de que una cosa es tener derechos naturales
y otra es someterse a los derechos positivos o ley secular. La debilidad en
los argumentos del papa radicaba en que no estableció ninguna distin-
ción entre los derechos positivos y los naturales. Bonagracia señaló que
los derechos positivos regulaban una forma de vida especial, es decir, en
la que se hallan los seres humanos cuya existencia era consecuencia del
pecado.
También quisieron entregar su opinión sobre el tema el Capítulo Ge-
neral de la Orden, con Miguel de Cesena que lo presidió. A fines de mayo
de 1322, el Capítulo reunido en Perusa emitió una declaración de suma
importancia histórica. En ella se señalaba que Cristo había mostrado el
camino de perfección para sus seguidores. Siguiendo esa senda, los após-
toles se habrían convertido en un ejemplo para todos aquellos que desea-
ban encaminarse a una vida perfecta. Por cierto, la perfección constituía
la convicción de que Cristo y los apóstoles no poseyeron nada, es decir,
cada uno o en común, o por derecho de posesión y propiedad, o por de-
recho personal. Corporativamente y por unanimidad, los frailes menores
declaraban que la anterior aseveración no era herética sino verdadera y
católica. Para fundamentarla, le seguía un extenso documento con todas
las pruebas basadas en la Escritura, la Patrística, decretos y bulas, incluso
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los documentos emitidos por el propio Juan XXII, como la bula Quorundam
exigit. La declaración fue también aprobada por 46 teólogos del francisca-
nismo en Paris y en Inglaterra.
Sin embargo, decidido a arremeter contra los que, a su juicio, debilitaban
su autoridad plena como pontífice y ponían en peligro la estabilidad de la
Iglesia, el 2 de diciembre de 1322, Juan XXII publicó la bula Ad conditorem
canonum, en la cual modificaba sustancialmente la doctrina de su prede-
cesor. Para entender a cabalidad esta bula, es necesario recordar que Ni-
colás III, en la bula Exiit qui seminat, atribuía el uso de los bienes muebles
e inmuebles a los frailes menores, pero otorgaba su propiedad a la Santa
Sede. Juan XXII, desafiando las disposiciones precedentes, declaraba que
a nombre de la Iglesia procedía a renunciar a toda propiedad sobre los
bienes de los cuales los franciscanos se servían. A renglón seguido, abolía
la función de procurador que sobre dichos bienes le había sido asignada
al papa, puesto que la consideraba una carga nociva.
Se preguntaba Juan XXII ¿De qué le sirve a la Iglesia una propiedad
cuyo uso es imposible y no genera ningún beneficio temporal para ella?
La separación del uso respecto de la propiedad, decía el papa, es una fic-
ción perversa que no permite a la Iglesia obtener ningún disfrute y no
colabora en nada con los franciscanos en su vocación de perfección.
Sin duda, el tono de la bula era agresivo, pues señalaba que la propie-
dad de la Iglesia, en este caso, era imaginaria y los frailes fingían carecer
de intereses. Juan XXII irritó a los franciscanos al declarar que la perfec-
ción evangélica no estaba ligada intrínsecamente con la pobreza, sino con
la caridad. Todavía más, insistió en que la opción por la pobreza podía
convertirse en un obstáculo para la caridad, pues la carencia de bienes no
implicaba ausencia de preocupaciones, sino todo lo contrario. Por último,
sancionó que el uso era inseparable de la propiedad, cuestión que en las
cosas fungibles o consumibles era evidente. En las cosas que no son con-
sumibles, el uso conlleva al menos un cierto derecho, un usus iuris, y quien
tiene derecho, es propietario.
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Con esta intervención muy poco delicada, el papa declaraba una con-
cepción de la pobreza evangélica que nadie antes se había atrevido a pro-
clamar. Con ella, los fundamentos mismos de la Orden franciscana estaban
en peligro. La pobreza evangélica, decía el papa, reside principalmente en
la caridad y no en la abstención de toda propiedad y de todo imperio so-
bre las cosas temporales. La renuncia a todo derecho es esencialmente in-
útil, ya que la preocupación por las cosas materiales no desaparece, sino
que permanece igual, y podría, todavía más, acrecentarse. Por lo tanto, la
abdicación a la propiedad que hicieron los frailes menores no los hizo ni
los hace más pobres, puesto que la Iglesia continua detentando sus bienes
dejándoles aprovechar su uso.
El papa insistía en sus argumentos: en lo que concierne a los objetos
consumibles (por ejemplo, una manzana, una cebolla, etc.), la tesis según
la cual el uso de hecho puede ser separado de la propiedad es contraria al
derecho y a la razón. Para todo lo que es consumible el uso es siempre un
uso de derecho fundado en la propiedad y no simplemente de hecho. De
este modo, si una persona se sirve de una cosa sobre la cual no posee un
derecho viola las reglas de la justicia. Cualquiera usa de una cosa en uso
con un derecho, y aquel que usa de una cosa con un derecho es propieta-
rio de la cosa en cuestión.
Como se ve, el papa redujo la diferencia entre el uso y la propiedad de
los bienes consumibles, de modo que no podía sostenerse, como decían
los franciscanos, que haya una distinción entre el simple uso de las cosas
y el derecho de uso que implica una propiedad formal. Consecuente con
esta manera de razonar, Juan XXII era de opinión que la diferenciación
que los frailes sostenían entre el derecho de uso y el derecho de propie-
dad no era más que una sutileza meramente verbal. Por ende, proclamó
que, en adelante, la Iglesia no tendría la propiedad de las cosas que los
franciscanos usaban de hecho.
En otros términos, con esta declaración ―hay que decirlo, en extremo
imprudente y de inusitado radicalismo― el papa quiso poner en eviden-
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cia la actitud, a su juicio, digamos, hipócrita de los frailes que decían vi-
vir en la pobreza, pero disfrutando del derecho de uso sobre numerosos
bienes como si fuesen reales propietarios. Convencido de lo absurdo de
la situación decidió ponerle fin, y de un solo golpe convirtió a los francis-
canos en propietarios de todos los bienes que usaban, contrariando tanto
el espíritu de los votos de la Orden como el de su predecesor.
Si acaso esta declaración no hubiese sido bastante, el empecinado
pontífice, un año más tarde, volvió más perentoriamente sobre el asunto
con la bula Cum inter nonnullus, de 12 de noviembre de 1323. Esta vez
declaraba heréticos los fundamentos de la proposición franciscana sobre
la pobreza evangélica. El papa ahora pasaba al plano dogmático dejando
fuera de la ortodoxia la doctrina fundacional del franciscanismo. Como
hemos sostenido, los frailes negaban que Cristo y los apóstoles hayan te-
nido el completo derecho de uso y de posesión sobre las cosas de las que
se servían, y afirmaban que esa primera comunidad no tuvo nada propio
ni en común. Siguiendo el argumento presentado en la anterior bula, el
papa sostuvo ahora que negar que Cristo y los apóstoles hayan poseído lo
que sea, significaba negar también que hubiesen tenido el derecho a usar
cualquiera cosa. Siendo la segunda proposición claramente imposible, ya
que contradice la Sagrada Escritura, se sigue que la primera debe ser re-
chazada y condenada como herética.
Es preciso señalar que Juan XXII, convencido de que en los Evange-
lios se apreciaba claramente que Jesús poseyó bienes y confió la bolsa de
dinero a Judas, reprochaba vehementemente a los franciscanos el hecho
de “pisotear” las pruebas de la Escritura, negando con artificios interpre-
tativos los hechos en los que se fundaban los artículos o dogmas de la
fe. La afirmación ―decía Juan XXII― según la cual Cristo y los apóstoles
no poseyeron nada, ni en común ni individualmente, consideramos por un
decreto perpetuo, y siguiendo el consejo de nuestros hermanos que, cuan-
do es repetida con obstinación, debe ser tenida por errónea y herética, ya
que como contradice expresamente la Escritura sagrada, que en muchos
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lugares afirma que ellos tuvieron alguna posesión, implica que los Evan-
gelios sagrados, por los cuales se prueban los artículos de la fe ortodoxa,
contienen abiertamente sobre este asunto el germen de una mentira, y que,
como tal, arranca toda confianza en la Escritura, y hace recaer sobre la fe
católica la duda y la inseguridad, suprimiendo su fuerza probatoria.
Juan XXII hizo ver a los franciscanos, especialmente a los espirituales,
que al imaginar a Cristo y los apóstoles practicando un uso de hecho sin
ninguna apropiación jurídica, construían una ficción que no encontra-
ba ninguna solvencia, ninguna verificación en la naturaleza de las cosas,
donde el consumo de los bienes reposa, necesariamente, ya sea sobre un
derecho o bien sobre un delito. El modo con que empleaban la expresión
“uso de hecho” alteraba el orden natural del mundo. De esta manera, los
franciscanos se convertían en herejes, primero por rechazar los hechos
evangélicos, y segundo, por reconstruir sus propios hechos gracias a su
potente ideología y a su identidad colectiva.
Si el tono hasta aquí usado puede tenerse por violento, una tercera
bula, Quia quorumdam, de 10 de noviembre de 1324, fue francamente in-
sultante para los franciscanos. Con fuerte implicación personal y críticas
sin matiz alguno contra sus enemigos, el papa inicia su planteamiento
con argumentos estrictamente jurídicos: criticaba la postura jurídica de
los franciscanos que distinguían dos aspectos: en primer lugar, lo que
afirma un papa dogmáticamente, esto es, lo que en el derecho canónico
se denomina ex cathedra o infalible. En segundo lugar, lo que el pontífice
dice potestativamente, es decir, cuando se refiere a cuestiones adminis-
trativas, donde ciertamente su decisión podría ser falible. Con ello, Juan
XXII pretendía enunciar que lo declarado por él, en tanto papa, era una
verdad inmutable.
A continuación, lanzó la tesis de la existencia de una propiedad común
entre Cristo y los apóstoles, de tal manera que habrían poseído algunos
bienes colectivamente, ya que constituían una corporación (collegium).
Con todo, ello no podía ser obstáculo para negar su pobreza. Estas impe-
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Sostenía el papa que Jesucristo fue, desde siempre, rey y señor de todo
y de todos los bienes materiales que hay en el universo, puesto que en esa
condición su realeza y señorío son atemporales. En cuanto hombre, desde
su concepción fue adquiriendo de a poco y sucesivamente ciertos bienes
materiales, y no podía renunciar a su realeza y dominio sobre los mismos
y nunca lo hizo, puesto que si lo hubiese hecho habría contrariado la vo-
luntad y la disposición eterna del Padre. Por eso ejerció ese señorío con-
forme a las circunstancias del momento y el lugar. En verdad, fue pobre
por haber renunciado a gozar de los derechos y bienes materiales que tal
situación le debía proporcionar, habiendo obrado como si fuese un gran
monarca de una poderosa nación que, habiéndose ausentado de su reino
y dominios, retornó de incógnito y vino a ser acogido y sustentado en su
propia corte como un mendigo.
Reafirmaba el papa que, aunque sea propio de su competencia refor-
mar las decisiones de sus antecesores no obstante sus posturas no en-
traban en contradicción con las de ellos. No le parecía que la pobreza de
Cristo y de los apóstoles fuera una cuestión de fe, pero que ciertamente
el Señor tuvo derecho a todo bien pero distinguiéndole como hombre y
como Dios. Entonces, la pobreza de Cristo consistió en elegir no disfru-
tar de los bienes, en cambio los apóstoles sí tuvieron cosas en propiedad
particular o común. Por último, al definir la pobreza como ausencia de
“deseo de poseer” y no ausencia de riquezas, Juan XXII afirmaba que la
perfección cristiana debía alcanzarse viviendo en la caridad pero no en
la pobreza.
Los planteamientos del papa resultan muy sorprendentes cuando se
los pone en relación con las opiniones de diversos intelectuales francisca-
nos, que más arriba hemos presentado. Especialmente los espirituales no
pretendían argumentar con razones jurídicas sobre el uso y el dominio,
como lamentablemente los empujó el papa a responder, sino que desea-
ban fundamentar su vivencia de la pobreza desde el punto de vista teoló-
gico con un claro propósito evangelizador.
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CAPITULO 7
La Iglesia cuestionada
Con la finalidad de apreciar en su real dimensión el cuestionamien-
to que surgió desde el interior del Occidente sobre el papel que jugaba
la Iglesia en aquella sociedad, es necesario recordar que durante el siglo
XIII ―el siglo anterior a la crisis―, ella había sido reconocida como la en-
carnación del Reino proclamado por Cristo. Sin duda, el mismo prestigio
podría también atribuirse al Papado monárquico, cuyo máximo privilegio
era proclamar legítimamente los requisitos para acceder a dicho reino,
como también enseñar los impedimentos que provocaban la exclusión.
Sin embargo, desde 1300 en adelante se hicieron cada vez más viru-
lentos los ataques emprendidos contra la institución eclesiástica, los cua-
les provenían de una corriente espiritual que postulaba un verdadero “ex-
tremismo escatológico”, oponiendo su propia espiritualidad, fuertemente
interiorizada, a la religiosidad “formal” de la Iglesia, cuya representación
era el espíritu mundano de la jerarquía. Integrada esta corriente por cris-
tianos mejor formados que antes y en mayor número, invitaban a confiar
en la espera de una nueva edad o época que renovaría todo.
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* Recuérdese: en términos generales, el clero regular es el conjunto de sacerdotes que viven en con-
ventos y se rigen por unas reglas (regula) emanadas de una Orden religiosa (dominicos, franciscanos,
agustinos, etc), cuyo superior es un abad. En cambio, el clero secular o diocesano vive en medio de la
sociedad sometido a la dirección de un obispo a cargo de una diócesis.
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* * *
Hay una diferencia importante entre las antiguas herejías de comien-
zos de la Edad Media y las que nos interesan aquí. Después del asenta-
miento del cristianismo católico en Occidente, las primeras herejías tu-
vieron como motivación aspectos puramente doctrinales que solamente
podían entender y discutir hombres sabios, en verdad, teólogos. Sin em-
bargo, entre el siglo XII y el XIV, una primera ola de herejías calificadas
de “populares” emerge en la Cristiandad latina para más tarde declinar
hasta su extinción casi completa. En realidad, estas herejías no eran pro-
piamente populares, en el sentido que hoy usamos la expresión, querien-
do ver implicados en ellas a los más humildes, sino que se convirtieron
en movimientos minoritarios y con frecuencia marginales. Pero, en estos
grupos había una novedad que no era menor, esto es, que captaban la
atención de una parte de la comunidad laica, la cual se entregaba gustosa
a cultivar prácticas religiosas disidentes.
Este fenómeno puede explicarse teniendo presente dos cambios es-
tructurales ocurridos en la Europa medieval en el marco del crecimiento
económico experimentado a partir del segundo milenio: en primer lugar,
la aparición de estratos sociales intermedios, representados en una pe-
queña nobleza y, especialmente, artesanos y comerciantes mayoritaria-
mente urbanos. En segundo lugar, la transformación de la Iglesia a par-
tir de la reforma gregoriana de fines del siglo XI que la convirtió en una
institución radicalmente separada del resto de la sociedad y dotada de
importantes poderes.
Esta última transformación provocó un efecto de suma importancia.
Se trata de una segregación entre los laicos y la clerecía, cuya finalidad era
que los eclesiásticos cumplieran efectivamente sus obligaciones y fueran
un estamento digno y ejemplar. Habría que decir que una parte importan-
te del laicado quizás habría podido estar en condiciones de ocuparse de
sus responsabilidades religiosas, pero lamentablemente se encontraba
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* La hidra es una culebra acuática con tentáculos, pero que aquí el pontífice toma prestada de la mito-
logía griega la figura de un monstruo despiadado y de aliento venenoso que tenía varias cabezas, cada
una de las cuales se regeneraba después de cortarlas.
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tico consistía en negar y ocultar por todos los medios posibles dos rasgos
esenciales que, en efecto, compartían todos los movimientos disidentes:
uno, el evangelismo, es decir, el estricto apego a las palabras de Cristo; y
dos, el anticlericalismo, la actitud hostil a la jerarquía. Todas las herejías
de fines de la Edad Media rechazaban el autoritarismo institucional, di-
gamos, el orden político-eclesiástico desde sus bases, pero lo hacían de
variadas formas.
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* Se les llamaba concubinarios a los clérigos que mantenían concubinas junto a ellos.
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* La inmunidad es un privilegio o excepción de alguna carga, obligación o tributo. Se distinguen dos
tipos de inmunidades eclesiásticas: una personal, inherente a la persona por su estado y profesión;
otra real, que dice relación a los bienes de la Iglesia. La inmunidad representaba en la realidad, el no
pago de tributos o impuestos a que estaba obligado el resto de la sociedad.
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* La Orden de Grandmont fue una comunidad religiosa eremítica o de retiro fundada en Limoges
(Francia) por Esteban de Muret (†1124) en 1076 y disuelta en 1772. Se caracterizó por la pobreza
más estricta y el retiro riguroso del mundo.
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A partir de fines del siglo XIII, momento en que la herejía de los hom-
bres buenos iba desapareciendo, otra herejía, la de los beguinos y begui-
nas tomó el relevo en las ciudades del Languedoc mediterráneo. Su pre-
sencia provocó el inmediato malestar religioso de las elites citadinas, para
las cuales la dimensión mística tan acentuada que tenía el beguinismo,
especialmente entre las mujeres, había de incomodar a los eclesiásticos,
ya que la comunidad, inevitablemente, establecía comparaciones entre
las elevadas exigencias morales y disciplinarias del movimiento beguino
y las conductas bastante relajadas de los clérigos.
En 1288, en Narbona, ciudad-puerto del sur de Francia, fue juzgada
una mujer de nombre Rixende, viuda del cónsul de la ciudad. Esta buena
mujer, como solía ser llamada por sus adeptos, era objeto de un verdade-
ro culto en el círculo de mujeres narbonesas ricas, ya que le reconocían
ciertas capacidades sobrenaturales, como que solía experimentar éxtasis
y escuchaba voces celestes que le comunicaban la necesidad de llevar una
buena vida cristiana. Asimismo, insinuaba que su hijo había nacido sin
haber tenido relaciones sexuales, es decir, era fruto de una concepción
inmaculada, y que había sanado a un joven ciego gracias a su profunda
fe. Con su fuerte carisma había logrado que las mujeres que la veneraban
conservaran como reliquias algunos anillos que ella había tocado con sus
dedos.
Esta mística que impresionaba al pueblo fue considerada peligrosa
por la Iglesia, pues permitía a ciertas mujeres comunicarse con el Cielo
sin la intermediación de los clérigos, los cuales trataban de mantener el
fenómeno dentro de límites dogmáticamente aceptables, pues no estaban
seguros de estar frente a una santa o una perturbada. En realidad, en mu-
chos lugares del Occidente la participación femenina en las disidencias,
con la existencia de estas buenas mujeres, está atestiguada junto a los
hombres en el Languedoc desde comienzos del siglo XIII.
Hay un contexto más amplio que es necesario tener en cuenta al mo-
mento de analizar el beguinismo languedociano. Dicho movimiento está
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en directa relación con la difusión de las obras del teólogo Pedro Juan Oli-
vi, cuya muerte en Narbona, en 1298, generó un culto espontáneo hacia
su persona. En sus escritos no solamente había teorizado sobre la licitud
del préstamo a interés bajo ciertas condiciones, sino especialmente había
desarrollado una escatología muy intensa que anunciaba una nueva edad,
la cual estaría marcada por la transformación de la Iglesia terrestre, la Ba-
bilonia ―la madre de la fornicación―, como también por el advenimiento
de los hombres espirituales.
Del mismo modo, el desarrollo del beguinismo tuvo relación con la
rebelión desatada por los franciscanos espirituales contra el Papado. La
persecución emprendida por el papa Juan XXII se debió a la persistencia
de aquellos en la aplicación literal de la enseñanza sobre la pobreza en-
tregada por San Francisco. Por esta razón, el movimiento beguino tenía al
jefe de la Iglesia por hereje y lo asociaba a la figura del anticristo descrito
por Pedro Juan Olivi. Como era de esperar, su disidencia se hizo irreduc-
tible al rechazar la autoridad absoluta de la Santa Sede en materia de fe,
razón por la cual su oposición tomó un cariz directamente político.
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* Joaquín de Fiore, nacido en Calabria, realizó un peregrinaje a Oriente entre 1156 y 1157, el cual
representó el episodio central de su vida que lo condujo al monaquismo, y en ese ambiente tuvo en-
tonces sus primeras visiones. De regreso en Occidente, después de experiencias eremíticas, fundó la
abadía de San Giovanni in Fiore, cuyos estatutos fueron reconocidos por el Papado. El papa Clemente
III aprobó sus escritos exegéticos, pero su interpretación de la Trinidad fue condenada por el IV Con-
cilio de Letrán de 1215.
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Encuadramiento de la herejía
En otra parte de este libro hemos intentado explicar la pastoral inte-
gradora puesta en obra con gran éxito a fines del siglo XIII y comienzos
del XIV (1280-1310), resultado extraordinario de una ordenada planifi-
cación diseñada por el Concilio de Lyon II en los decenios anteriores. Esta
política eclesiástica globalizante había de ocupar todos los espacios de la
sociedad, dejándole a las corrientes heréticas y contestatarias un lugar
más bien marginal dentro del conjunto.
A comienzos del siglo XIII el Papado tomó la decisión de poner lími-
tes a la disidencia religiosa, creando una instancia de investigación que
recibió el nombre de Inquisición. Nacida con ánimo persuasivo con miras
a la rehabilitación de los desobedientes, sin embargo su actividad se fue
endureciendo de modo progresivo. En el siglo y medio que va desde fines
del XIII hasta mediados del XV, los tribunales de la Inquisición desplega-
ron una intensa actividad que se ve atestiguada por los numerosísimos
procesos iniciados para desterrar la herejía.
En este ambiente aparece uno de los perseguidores más encarnizados
de la herejía, el dominico Bernardo Gui (1261-1331), inquisidor de la re-
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La Iglesia convulsionada
gión de Toulouse, en el sur de Francia, entre los años 1307 y 1323, el cual
había tenido importantes ocupaciones dentro de la política papal. Com-
puso un célebre Manual del Inquisidor o Práctica de la Inquisición sobre la
base de los registros de la Inquisición de Toulouse y de una memoria ita-
liana de 1316. En dicho texto se describe a la secta herética denominada
los Pseudo-apóstoles, consignando también observaciones personales,
especialmente de las beguinas.
El historiador se regocija con la ingente información que dejaron los
inquisidores en sus pesquisas, habida cuenta de que buena parte de la
documentación reunida por estos tribunales, actas valiosísimas desde el
punto de vista histórico, ha tenido la fortuna de sobrevivir a los tiempos
en los archivos. Sin embargo, pudiendo formar una imagen del pasado
los documentos pueden también deformarla. En efecto, si solamente po-
nemos atención a las continuas quejas de los papas y los análisis más o
menos sintéticos que algunos inquisidores hicieron al redactar sus ma-
nuales, se nos forma la imagen de una Cristiandad intensamente ame-
nazada, tanto por numerosos individuos como por movimientos más o
menos organizados. Todo ello ponía en cuestionamiento las estructuras
institucionales de la Iglesia, pero también lanzaban un manto de duda so-
bre sus creencias fundamentales. Además, corroboraban el temor las con-
tinuas llamadas de atención que muchos clérigos hicieron llegar a Roma
respecto a la existencia de estos peligros.
No obstante, el escenario que ve el historiador es más complejo y,
como siempre, más matizado de lo que los contemporáneos solían perci-
bir. De hecho, hasta 1400 la Iglesia latina no conoció ningún peligro com-
parable a aquel que tuvo lugar entre 1180 y 1230 con el surgimiento del
catarismo, porque después de él no se desarrolló en Occidente ningún
movimiento herético verdaderamente importante desde el punto de vista
cuantitativo. Aun cuando después de la represión se conozcan algunos
pequeños focos heréticos, ya a fines del siglo XIII los valdenses estaban
en verdad en proceso de extinción. Incluso, si todavía seguían siendo
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más sutiles y variadas. Casi todas ellas fueron concebidas por la Iglesia
como herejías y en cuanto tales habían de ser perseguidas. Precisamente,
la tipología que surge de esta variedad da cuenta del puntillismo cuasi
neurótico a que se llegó en la búsqueda y contención de la disidencia. Hay
casos en los que cabría usar la expresión “herejía de opinión”, acusación
que recaía tanto en aquellos que criticaban a la Inquisición y sus procedi-
mientos como en los clérigos que cometían el error de mal interpretar un
pasaje de las Sagradas Escrituras.
También podemos observar la existencia de una, digamos, “herejía de
oficio” que era perseguida como tal de inmediato (ex officio), en la cual
deben incluirse las variadas formas de incredulidad, como aquellas que
sostenían personas simplemente excépticas, como también individuos de
personalidad fuerte poco dispuestos a ser convencidos. Asimismo, y si-
tuándonos dentro del sistema de valores de la Edad Media, quedan aquí
contenidas diversas expresiones de la inmoralidad, como el adulterio y la
homosexualidad. Por último, debe señalarse que estaban expresamente
perseguidos por su intrínseca gravedad los blasfemadores* obstinados,
incluso, en algunos casos, como sostiene Mariano d’Alatri, es posible
hablar de herejías “inquisitoriales”, es decir, las “creadas” sin duda por
la Inquisición en su esfuerzo por clasificar las creencias desviadas que
debía combatir. A este tipo de herejía corresponde la famosa “herejía de
los hermanos y hermanas del Libre Espíritu”, cuya verdadera realidad es
bastante dudosa. El hecho de que en algunos laicos existieran tendencias
místicas sospechosas se infería la existencia de una secta cubriendo con
sus ramificaciones toda la Europa, lo cual en la realidad nunca existió sino
en la imaginación de los inquisidores.
Durante el siglo XIII la Iglesia tendió a ampliar la noción de herejía
(heretica pravitas) a toda desobediencia, no solamente en el plano espi-
ritual, es decir, al interior de la institución, sino también en el dominio
* Blasfemia es cualquier dicho injurioso que denigra o ultraja el nombre de Dios o las cosas sagradas.
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* El gibelinismo designa el pensamiento y la actitud de los gibelinos que eran los partidarios de la
independencia total del emperador alemán respecto de la tuición que demandaba el papa. Defendían
que el poder del emperador, al ser recibido directamente de Dios sin mediación del pontífice, era in-
dependiente y, por lo tanto, sólo Dios podía juzgarle o deponerle en caso de herejía. En otras palabras,
era la independencia del poder político.
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La represión
Frente al avance de las herejías ocurrido entre el siglo XII y el XIII,
los obispos se mostraron poco dispuestos a asumir el rol de detección y
posterior represión a que estaban obligados, y por tal razón su cometido
fue poco eficaz. Las razones saltan a la vista. Era muy frecuente que los
prelados fueran oriundos de las comunidades locales, razón por la cual
ponían muy poca energía en perseguir a sus compatriotas que, en nume-
rosos casos, estaban ligados más o menos estrechamente a ellos o bien les
eran conocidos desde antaño.
Asimismo, con frecuencia los obispos eran desacreditados delante de
la feligresía por los líderes heréticos o los sospechosos, que solían de-
nunciarlos como traidores a las prescripciones evangélicas habida cuenta
de su modo de vida en medio de la riqueza y el poder. Estas escenas des-
honrosas eran especialmente infamantes cuando se producían disputas
públicas, como la ocurrida en 1165 en Lombers, cerca de Albi, en el sur
de Francia, donde participaron católicos y cátaros delante de la nobleza
y la población del lugar. Evitando hábilmente las cuestiones doctrinales,
los cátaros lanzaron allí, delante de un público curioso, sus críticas a la
vida de los obispos calificándolos de hipócritas y seductores, contrarios al
Evangelio, ataques que encontraron gran acogida en el pueblo.
En el Languedoc, los monjes cistercienses emprendieron campañas
de predicación que no conocieron gran éxito. Pero, en 1181, la empresa
misional del abad del Cister y legado pontificio, Henri de Marcy, se con-
virtió en una cruzada, es decir, una guerra contra los herejes. De esta ma-
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* Decretal, epístola papal en respuesta a una consulta, la cual adquiere carácter de ley y sirve de regla
para otros caso semejantes. Su nombre obedece a las primeras expresiones en lengua latina.
** Los Estados pontificios fueron aquellos territorios circundantes de la ciudad de Roma, que los
papas consideraron suyos desde tiempos muy antiguos hasta 1870: Rímini, Pesaro, Farro, Sinigaglia
y Ancona. Estos dominios, más el Ducado de Roma, constituyeron el Patrimonio de San Pedro.
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La Inquisición
Esta institución fue el instrumento para llevar adelante la política de
represión contra la herejía. Aun cuando se encuentran ciertos anteceden-
tes anteriores a fines del siglo XII con la llamada “Inquisición episcopal”,
esta obligación de perseguir los brotes heréticos la centralizó el papa
Gregorio IX en el Papado, entre 1231 y 1233, al instituir la Inquisición de
la depravación herética. Constituidos por dominicos y franciscanos, los
nuevos tribunales actuaban con plena independencia de las jurisdiccio-
nes locales ―el obispo y los señores―, porque sus titulares no se encon-
traban sometidos más que a la autoridad del papa. Una vez pronunciadas
las sentencias inquisitoriales no tenían apelación posible, aun cuando el
derecho canónico permitiese en teoría este recurso. El procedimiento era
una versión radicalizada ―sumaria― del “modo inquisitorial” instituido
por Inocencio III en el Concilio de Letrán IV, en 1215, para la persecución
de los crímenes ordinarios.
La Inquisición fue, por tanto, una “jurisdicción” que no cesó de ex-
tender su influencia en la población, y durante todo el siglo que le vio
nacer habría de perfeccionar muchísimo sus métodos de pesquisa para
encontrar y castigar a los herejes y sus cómplices. Desde entonces, bajo
el control directo del papa la Inquisición estuvo a cargo de las Ordenes
mendicantes, frecuentemente en manos de dominicos, pero a veces, como
en Italia y en la Provenza, de franciscanos. Debe situarse hacia mediados
del siglo XIV el momento de apogeo de esta institución. Pero incluso a
la sazón, no ha de pensarse que haya alcanzado a tener una red comple-
ta de tribunales que cubrieran el conjunto del Occidente, puesto que en
aquellos lugares donde había muy pocos herejes la persecución de ellos
estuvo a cargo de los obispos. Su instalación en la península ibérica cu-
briéndola íntegramente fue bastante tardía, pero en Francia la situación
fue otra, pues la Inquisición pasó por diferentes crisis y sus tribunales no
tenían un carácter permanente, salvo en el Condado de Toulouse y en el
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asumir los inquisidores era definir con precisión a qué herejía se remitían
las declaraciones de los sospechosos.
Este fue el origen de la redacción, a partir del siglo XIII, de numerosos
tratados cada vez más sistemáticos donde se buscaba evidenciar las here-
jías, es decir, hacerlas visibles con la descripción muy precisa de sus com-
ponentes doctrinales, lo mismo analizar las prácticas morales o culturales
propias de cada secta. Las más célebres obras escritas en el siglo XIV fue-
ron la Practica inquisitionis del dominico francés Bernardo Gui (1323) y el
Directorium inquisitorium de su colega catalán Nicolás Eymerich (1376).
La Inquisición alemana no se quedó atrás en el siglo XV, especialmente
la de Bohemia, con los nombres de Nicholas Jacquier(activo en Praga en
1405), Heinrich Kalteisen v.1430 y de Johannes Nider, autor del célebre
Formicarius.
La persecución se fue haciendo cada vez más sofisticada y puntillosa
incluyendo a la brujería entre las fuerzas de desviación, la cual fue con-
cebida como una forma de idolatría y de devoción satánica. En efecto,
casi al terminar la Edad Media surge un tratado para perseguir la bruje-
ría titulado “El martillo de las brujas” (Malleus Maleficarum), compuesto
en 1487 por los dominicos alemanes Heinrich Kramer y Jacob Sprenger,
donde puede conocerse lo que se ha llamado el “concepto acumulativo”
de la bruja, esto es, una imagen sintética construida intelectualmente con
la suma de referencias recogidas por la Inquisición sobre este personaje
y sus actividades.
Contra toda la propaganda anti-eclesiástica que ha divulgado la poste-
ridad, hay que decirlo, la Inquisición fue creada con el objetivo de lograr
la inclusión y el arrepentimiento de las “ovejas negras” para su reintegro
en el redil de los fieles sanos. Todas las campañas comenzaban con un
tiempo de “gracia”, en el transcurso del cual cada implicado en la herejía
podía beneficiarse de una inmunidad, siempre que procediera a confe-
sar sus faltas y denunciar a todos los culpables que conociera. De este
modo, inducida a la traición, la misma comunidad facilitaba la represión.
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Los dolcinitas
Con todo, la secta de “los apóstoles” no desapareció, sino que en el
transcurso de los años 1295-1300 se radicalizó en la clandestinidad bajo
la dirección de un laico que se hacía llamar Fra Dolcino de Novara, quien
enviará desde su refugio de Dalmacia muchas misivas a sus discípulos
que permanecían en Italia.
Se conocen bastante bien sus posiciones doctrinales gracias a tres
cartas suyas que el inquisidor Bernardo Gui publicó en su Manual del In-
quisidor. Dolcino retomó, aunque modificándolo, el esquema joaquinita
de la evolución de la Iglesia a través de la historia. Para él, la segunda
edad ―aquella de los santos que viene después de los patriarcas― se ha-
bía acabado en la época del emperador romano Constantino y del papa
Silvestre I. La época siguiente ―que se extiende desde San Benito hasta
San Francisco― se caracterizaba por la preponderancia de los monjes, de
los clérigos y de la Iglesia jerárquica, quienes habían traicionado el ideal
evangélico. La cuarta edad ya iniciada debía estar marcada por un retorno
a la Iglesia primitiva de los apóstoles, la cual se distinguía por la vivencia
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Los flagelantes
En 1260 aparece en Italia, en la ciudad de Perusa, un movimiento de
flagelantes denominados disciplinati o battuti, dirigidos por un penitente
de nombre Rainier Fasani. Aun cuando no parece haber salido de los lí-
mites de la ortodoxia, se trata de un fenómeno que, durante el siglo XIV,
conoció un gran éxito popular en diferentes lugares del Occidente, sal-
vo en Inglaterra y en la Francia del Norte. Desde sus orígenes desató la
sospecha y la atención de las Ordenes mendicantes, las cuales intentaron
integrarlo a su espiritualidad y a su acción evangelizadora.
Los flagelantes estaban motivados por varios temas, pero tres pare-
cen sintetizar su preocupación: la paz, la penitencia colectiva y la venida
del fin de los tiempos. Según las descripciones que los cronistas nos han
dejado, se trataba de grupos de laicos de diversos segmentos sociales, a
menudo dirigidos por clérigos, que se desplazaban de ciudad en ciudad
cantando y mortificándose durante un ciclo de 33 días y medio, en refe-
rencia a la duración de la vida terrestre de Cristo. La espectacularidad de
la práctica de la autoflagelación les llevó a extremos preocupantes, hasta
ver la sangre, como insisten los numerosos testimonios conservados.
Estos castigos violentos tenían como objetivo reproducir los sufri-
mientos de la Pasión de Jesús y con ello llamar a la conversión individual.
Dichas acciones impresionaban la sensibilidad religiosa y emocional de la
comunidad, pero también llevaban los sentimientos a un punto limítrofe
que preocupó a las autoridades religiosas y políticas. Para éstas, todas
las actuaciones eran claramente subversivas, ya que con ellas los laicos
se apropiaban del hábito de imponerse un disciplinamiento corporal,
costumbre que siempre había estado, en principio, reservada sólo a los
clérigos, y más exactamente al claustro de los monjes. De esta manera, se
sacaba una práctica íntima de los religiosos para exponerla burdamente
en la plaza pública.
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CAPITULO 8
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* El nicodemismo es la práctica de la disimulación religiosa. Acuñado por el reformador Calvino, con
él designó a los protestantes que, para evitar la persecución religiosa, simulaban un estricto catolicis-
mo público. Proviene de Nicodemo, un fariseo citado en el Evangelio de Juan (3, 1-21) que acudía es-
condido por las noches a escuchar a Jesús, pero simulaba respetar los preceptos judíos durante el día.
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* Celestino: perteneciente a la Orden de los Celestinos, institución católica de clausura monástica fun-
dada por Pietro de Murrone en 1254. Su nombre de debe a su fundador que llegará a ser papa con el
nombre de Celestino V. Originalmente llamada “hermanos del Espíritu Santo”, su regla fue aprobada
por el papa Urbano IV en 1263 e incorporada a la Orden de San Benito.
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Hay una distinción muy clara entre las anteriores herejías y las nuevas:
en las primeras, su mentor o sus mentores eran personas culturalmente muy
básicas y sin formación académica. En cambio, en las segundas, su líder fue
un hombre estudioso y erudito. En efecto, lejos de destacarse al modo de los
maestros o barbas valdenses, los cuales con su estilo simple y sus visitas mi-
lagrosas compensaban su ignorancia, los líderes de las nuevas disidencias
fueron universitarios de grandes conocimientos, versados en discutir sobre
teología. En este sentido, es realmente sorprendente que los llamados studia
generalia o “universidades”, que habían recibido del Papado la especial misión
de vigilar la pureza de la fe ―ortodoxia―, se hayan convertido en un nido aco-
gedor de la herejía.
Para explicar tal situación es necesario hacer memoria que entre los pri-
vilegios que gozaban los universitarios desde la fundación por el Papado de
las primeras universidades, era estar fuera de la jurisdicción del ordinario ―el
obispo― como también de la Inquisición. Evidentemente, esta inmunidad les
permitía pensar y actuar con plena autonomía en un auténtico espacio de dis-
cusión, sin temor a la sanción, donde se sometían a debate cuestiones de todo
tipo.
Habiendo, pues, libertad para discutir y analizar, los partidarios de las
ideas de John Wyclif (wyclifismo o movimiento lolardo) y las de Jan Hus (hu-
sismo), que a continuación presentaremos, utilizaron muy a gusto esta posi-
bilidad, ya que ni sus colegas ortodoxos ni la misma institución universitaria
les impidieron ejercer la libertad de pensar. En realidad, hay que decirlo, lo
que se aprovechó fue la libertad de discrepar. Ciertamente, ha de agregarse
que los disidentes también aprovecharon intensamente el aparecimiento de
la imprenta para llegar con sus ideas a un público más amplio. Por último,
la predicación al interior de las iglesias, favorecido por el auge de la oratoria
misionera en el siglo XIII con los llamados “maestros de la palabra”, llegó a ser
un formidable recurso pedagógico ante los fieles “rústicos”.
Además, dentro de un contexto de desarrollo de la práctica escrita,
florecieron nuevas técnicas para editar textos, cuya eficacia impresionó
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* El conciliarismo se analiza ampliamente en otra parte de este libro. Con todo, adelantemos dicien-
do que se trata de una doctrina que considera al Concilio, y no al Papado, la autoridad máxima de la
Iglesia.
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* El Nominalismo es una doctrina filosófica según la cual los nombres que damos a las cosas son sólo
palabras generales que no representan a los objetos existentes, es decir, que no existen los universa-
les, que son conceptos o representaciones mentales generales por medio de los cuales representa-
mos las cosas particulares de la realidad. En cambio, los partidarios del Realismo siguen la tendencia
de ver y representar las cosas como “verdaderamente” son, esto es, que afirman que los universales
existen fuera de la mente y no son puramente abstractos.
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de Dios, superior a todas las leyes humanas. Por todos estos razonamien-
tos era tan necesario reformar la Iglesia corrigiendo el deseo inmoral del
clero por los honores y los cargos, castigando la simonía* y quitándoles
la autoridad temporal. Los prelados habrían de vivir apostólicamente, lo
cual quiere decir que lo harían del diezmo y las limosnas ofrecidas por los
fieles, y no de las riquezas de la Iglesia.
Este proyecto reformista, afirma Janet Coleman, contenía un
radicalismo teológico, político y popular que ejerció un gran atractivo
al interior de los círculos universitarios, al igual que en el conjunto de
sus partidarios, los llamados lolardos, quienes explicitaron en lengua
vulgar la exposición culta de sus reclamos contra el orden establecido en
la Iglesia y en el Estado. En efecto, difundieron sus concepciones en un
envoltorio, en cierto sentido, más simplificado, pero también mucho más
abordable para los laicos, estamento en cuyo seno aumentaba cada vez
más la presencia de personas instruidas.
Muy a pesar de sus deseos, Wyclif vería que la monarquía inglesa no
habría de decidirse a llevar adelante la política de reforma de la Iglesia por
él propuesta, motivo por el cual, apoyándose en una red de simpatizantes
―los poor priests o curas pobres―, se esforzó por crear conciencia en la
opinión pública acerca de las ideas que, hasta entonces, habían quedado
circunscritas solamente a los cenáculos universitarios. Aunque algunos
lolardos llevaron dichas ideas más allá de lo que Wyclif había querido,
con todo ellas dieron el impulso al surgimiento de otras derivaciones, las
cuales veían la necesidad de instruir a los laicos de la naturaleza de la
reforma de la sociedad que proponían. Sus ideas en torno a la propiedad
y la pobreza no quedaron confinadas en una comunidad pequeña, sino
que desbordaron los grupos instruidos, razón suficiente para que fueran
consideradas peligrosas, ya que incitaban a los laicos a reexaminar su
condición y su piedad. En realidad, eran muy peligrosas.
* Simonía es la compra y venta de lo espiritual mediante bienes materiales, esto es, la compra y venta
de los cargos de cura, obispo y abad.
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Los lolardos
Puede el lector comprender que la sociedad tenía mezcladas muchas
aspiraciones acompañadas de rencores intensamente dolorosos. El teó-
logo y reformador inglés John Wyclif en buena medida logró integrar y
canalizar dichos anhelos y enconos en su ideario político-religioso. Sus
seguidores surgieron primero del ambiente académico de la Universidad
de Oxford, en Inglaterra, pero su círculo más cercano se fue ampliando
cada vez con mayor fervor en una sociedad que esperaba cambios refor-
madores en la Iglesia. La represión no perdonó a los que siguieron las
enseñanzas de Wyclif, los cuales recibieron el nombre de lolardos, deno-
minación que no tiene etimología segura: quizás del neerlandés lollaerd,
“murmurador”; tal vez de Walter Lollard, un predicador inglés, probable-
mente valdense, que fue martirizado en Colonia.
No es seguro que haya existido filiación directa o liderazgo entre el
reformador Wyclif y este grupo de disidentes ingleses de Oxford, ya que
no participó directamente en la organización de este movimiento. Sin em-
bargo, es cierto que tampoco permaneció encerrado en su hogar. Sus últi-
mas obras testimonian el interés que sintió por los “curas pobres” que sus
discípulos más cercanos comenzaron a reclutar fuera de la universidad.
Con todo, si alguna vez Kenneth B. Mac Farlane redujo el lolardismo a un
áspero conjunto de reivindicaciones socio-económicas algo disfrazadas
de ropaje teológico, los estudios de Anne Hudson sobre los escritos lolar-
dos permiten decir con más seguridad la procedencia universitaria de las
ideas de los manuscritos. Por su estructura y argumentación la paterni-
dad de la doctrina de dichos escritos no podría atribuirse sino al maestro
de Oxford, dada su contundencia intelectual y su erudición.
Si durante el primer tiempo el éxito de Wyclif se circunscribió al círcu-
lo de la Universidad de Oxford, el triunfo del lolardismo en un sector más
amplio de la sociedad inglesa se debe, primero, a que sus ideas cautiva-
ron a un grupo más o menos heterogéneo de personas que se les conoce
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prédicas influidas por las ideas heréticas de Wyclif, en 1408 retiró a Hus
el mandato de predicador. Apoyado por el clamor popular y seguro de
seguir las ideas cristianas, habida cuenta de su extraordinaria formación
intelectual, el checo rechazó someterse a la decisión episcopal. Probable-
mente, Zbynek presentía que así respondería, razón por cual, sin esperar
más, lo excomulgó e hizo quemar públicamente los libros de Wyclif. Acu-
sado de herejía, fue condenado a la hoguera por el Concilio de Constanza
y ejecutado el 6 de julio de 1415. Los pormenores de su proceso revelan
el grado superlativo de la crisis, y constituyen un capítulo muy doloroso y
también muy deshonroso de la historia de la Iglesia católica de Occidente.
Más que determinar si Jan Hus fue efectivamente un hereje, se pre-
gunta el gran estudioso actual de Hus, Matthew Spinka, la cuestión que se
presenta al historiador de hoy es más bien situar sus tesis eclesiológicas
con relación a aquellas de Wyclif. Para conocerlas, es necesario apoyarse
en su tratado De ecclesia, compuesto en 1412-3, que le valió ser condena-
do en el Concilio de Constanza. Concordando con Wyclif, para él también
la Iglesia se definía, ante todo, como la comunión de los predestinados,
cuyo único líder es Cristo. Igualmente, la obediencia de los fieles a los clé-
rigos sólo era posible en tanto éstos se mostraran virtuosos y santos. Sin
embargo, era de opinión que la mayoría de los eclesiásticos sacaban pro-
vecho de los sacramentos y organizaban ceremonias suntuosas destina-
das, sobre todo, a halagar el orgullo de los ricos. Profundamente ascético
y pietista, fundado en una lectura personal de la Escritura, Hus aspiraba
a un cristianismo evangélico intensamente cristocéntrico. La predicación
de la palabra de Dios le parecía más importante que la liturgia, toda vez
que la Biblia constituía para él, antes que nada, un código de comporta-
miento cristiano desde el punto de vista moral.
André Vauchez considera que el reformador se mostró en cierto sen-
tido moderado, puesto que no aseveraba que todo aquello que no se en-
contrara en la Escritura debía ser rechazado, sino solamente que era ne-
cesario eliminar de la Iglesia todo lo que no estuviera en concordancia
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con aquella. En este campo, como en otros, parece innegable que Jan Hus
fue permeable a la influencia de Wyclif, pero en estos puntos aparece más
conservador y, probablemente, más ortodoxo como veremos. Un ejemplo
de este principio es que admitió la creencia de la Asunción de María que
se entronca con la tradición de la Iglesia católica, pero que no tiene ba-
ses en la Biblia*. En la misma línea aceptó la noción de intercesión de los
santos y no objetó su culto popular, aunque haya presentado razonables
reparos a ciertas prácticas que consideraba desviaciones supersticiosas.
Sorprendentemente, respecto de uno de los puntos fundamentales del
cristianismo occidental, esto es, los sacramentos, impugnó las concepcio-
nes de Wyclif sobre la eucaristía considerándolas, al igual que el Papado,
heréticas. Tampoco se opuso a la doctrina de las buenas obras, las cuales
juzgó indispensables para la salvación. Todavía más, fue de opinión que
era legítima la jurisdicción de los prelados y los sacerdotes, quienes inclu-
so en estado de pecado mortal ejercían su ministerio de manera válida y
además útil para los fieles.
Entonces ¿A qué puede deberse, se pregunta André Vauchez, que Hus
haya terminado sus días en la hoguera, y Wyclif lo haya hecho en su le-
cho de muerte? Sin aludir al contexto político-religioso que envolvió su
condenación por los padres conciliares en el Concilio de Constanza, hay
que decir que el checo pagó con su vida los atrevimientos de su maestro,
y que para desterrar definitivamente sus ideas el Concilio quiso “hacer
justicia” a través de él. Pero, también es necesario señalar que Hus agravó
su caso al adoptar una posición ambigua en el tema de la primacía del
papa: negaba el origen divino de su poder. No es que Hus haya sido, como
Wyclif, un adversario feroz del Papado, pero evidentemente no le recono-
cía al pontífice más que una cierta preeminencia en las iglesias cristianas,
* * En la Edad Media la Asunción de la Virgen fue una creencia piadosa pero no dogmática. Tan sólo el
1 de noviembre de 1950, el papa Pío XII declaró dogma de fe la Asunción de la Virgen María, basado
en los testimonios de la Patrística, la creencia de los fieles, los testimonios de la liturgia y el consenso
del episcopado del mundo.
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Los husitas
De manera imprevista, fue en Bohemia, en la actual República checa,
donde el wyclifismo tuvo una posteridad fecunda, pues los manuscritos
filosóficos de Wyclif llegaron a esta región hacia 1390 por causas fortui-
tas. La influencia de los lollard knights en las regiones checas se produjo
después de los sucesos del Gran Cisma, cuando los checos establecieron
una alianza estratégica con Inglaterra. Éstos tenían razones para abrazar
con fervor las teorías de Wyclif, pues su ultra-realismo daba argumentos
a aquellos que, ansiosos de certezas, buscaban superar el escepticismo
demoledor del filósofo inglés Guillermo de Ockham. Los universitarios se-
culares reconocían en Wyclif un inspirador en su lucha contra los frailes
mendicantes, pero también la lectura de sus obras era muy oportuna para
justificar el acercamiento que venía produciéndose entre los universita-
rios y la corte real. Todos estos factores explican que hacia 1400 la adop-
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ción del wyclifismo diera existencia a una nueva generación que creció
con el Cisma y deseaba intensamente soluciones radicales.
Es realmente sorprendente la evolución del wyclifismo bohemio. Aun
cuando fue censurado por la Universidad en 1403, se enfrentó a esta hos-
tilidad con entereza y tesón llegando a convertirse en breve tiempo en un
movimiento de masas. Cabría preguntarse, como lo hace Olivier Marin, a
quien sigo, ¿a qué se debería este destino diferente al que padeció el lo-
lardismo en Inglaterra? Nuevamente, la situación política nos presenta el
marco explicativo, pues el rey de Bohemia, Wenceslao IV, con sus reitera-
dos conflictos con la nobleza, había cedido su poder en varias ocasiones,
apremiado por las presiones que las revueltas nobiliarias habían ejercido
ante sí. Incapaz de hacer frente a la situación, finalmente perdió su dig-
nidad de emperador. No habiéndose recuperado jamás de esta agonía y
siendo un monarca débil, no tuvo los medios para imponer el wyclifismo,
precisamente en el momento en que al interior de este movimiento había
una mayoría que le era favorable. Pero, después, tampoco tuvo la volun-
tad de erradicarlo cuando desechó esta alianza coyuntural.
En esos tiempos revueltos el arzobispo Ernest de Pardubice patroci-
naba un ambicioso programa de reforma pastoral, cuya aplicación depen-
día de la colaboración del emperador Carlos IV, como también del apoyo
de los maestros de la universidad de Praga. A comienzos del siglo XV se
sucedieron en la silla episcopal checa figuras efímeras, con frecuencia
mediocres, incapaces de levantar una alternativa creíble frente al wycli-
fismo. En otras palabras, las dos instituciones que habrían podido tener
suficiente legitimidad para canalizar la herejía, por indolencia, se encon-
traban paralizadas.
Como puede advertirse, todo parece indicar que este suceso del wycli-
fismo en tierras euro-orientales fue obra de las circunstancias, sostenido
por poderosas corrientes de fondo, las cuales a su vez aumentaron los
efectos. Las regiones checas estaban habitadas por una poderosa nobleza
alemana, numéricamente minoritaria, pero cuya presencia hegemónica
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* Los adamitas fueron una secta del cristianismo nacida en el siglo II, partidarios de volver a los
orígenes cuando el Hombre no había pecado. Mediante la práctica del nudismo deseaban recuperar
la inocencia primigenia de Adán cuando estaba junto a Eva en el Edén. Aquí la designación se refiere
a los taboritas bohemios que fueron acusados de varios excesos, razón por la cual Juan Zizka y Ulrich
von Neuhaus les exterminaron en octubre de 1421.
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CAPÍTULO 9
La brujería medieval
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* Según la creencia popular, el sabbat o aquelarre es la reunión de las brujas y brujos para realizar ri-
tuales en honor al Diablo. No debe confundirse con el 7° día de la semana judía, considerado sagrado,
que recibe también el nombre de Sabbat.
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ser probada. Por eso, en este tema, es necesario prevenir al lector, ya que
sobre la brujería hay que preguntarse primero si en la Edad Media habrá
sido efectivamente una realidad o bien tan sólo un mito. El historiador
Franck Mercier opina que es una verdad probada por los investigado-
res actuales que la gran caza de brujas conoció su máxima actividad en
la época posterior a la Edad Media, es decir, en la Época Moderna. Sin
embargo, es necesario decir que este fenómeno persecutorio de las bru-
jas y brujos no fue completamente desconocido en la Edad Media, pero
también hay que señalar que esta experiencia represora no se constituyó
en una realidad cotidiana durante los diez siglos que duró el Medievo.
En realidad, los inicios de la persecución se hallan a finales del período
medieval, motivado por algunas circunstancias bastante precisas, como
queremos explicar a continuación.
En verdad, determinar algún momento preciso donde concebir el ini-
cio de las persecuciones masivas y sistemáticas contra las brujas y los
brujos no ha sido fácil. En el siglo XIX se pensó que las primeras perse-
cuciones se habían producido en los primeros años del siglo XIV, con los
célebres procesos llevados a cabo en las ciudades francesas de Toulouse y
Carcassonne, relatados por Étienne-Léon de Lamothe-Langon en su His-
toire de l’Inquisition en France, que vio la luz en 1829. Esta obra fue punto
de referencia durante muchos años, aunque sin hacerle crítica alguna.
Sin embargo, a mediados de los años setenta, el gran medievalista in-
glés Norman Cohn, junto con demostrar los gruesos errores y falsificacio-
nes que Lamothe-Langon había cometido, procedió a corregir la verdad
de aquellos procesos, y en general estableció una historia científica de la
persecución de las brujas en base a una documentación segura. Después
de Cohn, la historiografía reciente ha concordado en reconocer que el na-
cimiento de la persecución de la brujería hay que postergarlo casi un si-
glo, es decir, a comienzos del siglo XV. Ya no cabe duda. No antes de 1400,
sino más específicamente en el segundo decenio de ese siglo, se consolida
el imaginario de la reunión de brujas durante la noche, lo que se llamó sa-
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las ideas que la sostenían, doctrina que corroboró ser valdense y a la que
caracterizó como muy radical, es decir, donatista* y anticlerical.
Por su parte, en el proceso de Pinerolo y Turín (1387-88) la inves-
tigación no se ocupó solamente de las herejías, sino que extendió sus
preocupaciones al campo de las prácticas supersticiosas. Se trata de
un proceso que se lleva a cabo durante el siglo XIV que se caracteriza
por la formación en los jueces de una convicción muy precisa: el cam-
po de la herejía no podía quedar circunscrito solamente a los herejes,
sino que su contaminación debía considerarse todavía más peligrosa,
puesto que cubría también otras actividades muy perversas concebidas
muy próximas, como la magia y la brujería demoníaca. Ello explica que
estos delitos primeramente investigados por el obispo hayan quedado
finalmente bajo la jurisdicción de la Inquisición. En dicho proceso, el di-
ligente inquisidor Antonio di Settimo descubrió con mucha rapidez una
“sinagoga” casi completa, en la que se observaron varios elementos po-
tencialmente heréticos, como la predicación, la comida y la orgía sexual.
De acuerdo con la documentación, la reunión habría tenido lugar
cerca de la medianoche, durante la cual se habría distribuido pan ben-
decido, al que se le denominaba consolamentum. Siguiendo la declara-
ción del inculpado, el eclesiástico describe que la luz se mantuvo tenue
durante todo el tiempo que duró la orgía sexual, la cual no habría sido
considerada un “pecado”. El único dogma evocado por el incriminado
fue la convicción de la inexistencia del purgatorio, postura evidente-
mente valdense.
En cambio, algunas variantes expresaba la declaración de los herma-
nos Pruzza. Después de haber sido torturados, confesaron haber parti-
cipado varias veces en una “sinagoga”, la cual se celebraba en la casa de
* El donatismo fue un movimiento herético cristiano iniciado en el siglo IV por Donato, obispo de
Cartago, que afirmaba que solamente aquellos sacerdotes que tuvieran una vida intachable podían
administrar los sacramentos. Se trata de un rigorismo que concibe a la Iglesia compuesta solamente
por justos y santos.
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* Rama de la teología, la demonología es una ciencia que se ocupa de estudiar al demonio o los demo-
nios, sus orígenes, su naturaleza y sus relaciones.
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Como se ve, se trata de una verdadera experiencia judicial tenida por al-
gunos jueces, práctica que parece haber sido conocida por ciertos teólo-
gos, los cuales emprendieron de manera simultánea una sesuda reflexión
sobre el peligro, realmente inconmensurable, que significaba la “supues-
ta” presencia del maligno. Había que fundamentar teológicamente esta
“terrible” realidad, y por ello surge, con mucha prisa, una doctrina que
se aprecia en la redacción de ciertos escritos, a modo de manuales, sobre
cómo proceder en aquellos casos donde al juez investigador le constaba
la presencia de Satanás.
¿Qué fue lo que pasó allí cerca de los Alpes, en la zona de Valais y
en otras? Se dispone de cuatro textos muy esclarecedores: el informe del
cronista Hans Fründ sobre las brujas de la región de Valais (1428); al-
gunos pasajes del tratado titulado Formicarius del dominico Jean Nieder
(1437-8), en el que se describen sectas caníbales y de brujería en el valle
del Simmental y en la diócesis de Lausana, ambas en Suiza; el tratado anó-
nimo titulado Errores Gazariorum (1437); el manual del juez del Delfina-
do, Claude Tholosan, titulado ut magorum et maleficiorum errores (1436);
y el largo poema del preboste de Lausana, Martin Le Franc, Champion des
Dames. Todos estos textos nos conducen a una geografía más o menos
homogénea: El valle de Aosta (noroeste de Italia); la región de Berna, la
diócesis de Lausana, el cantón del Valais (Suiza); los valles del Delfinado
(sur-este de Francia). He aquí las primeras representaciones de la reu-
nión de las brujas, la cual surgió gradualmente en los decenios 1420 y
1430 en los Alpes occidentales. Veamos lo que pasó en esas regiones se-
gún los testimonios de algunos de los documentos antes señalados.
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Hans Fründ
Hacia 1430, Hans Fründ, cronista de Lucerna (Suiza central), relató la
persecución emprendida en el cantón suizo del Valais, en 1428, de unas
mujeres consideradas brujas. Entre ficción y realidad, su relato es de una
increíble riqueza, describiendo lo que los especialistas han llamado el
“imaginario del sabbat” en estos términos: en una suerte de “escuelas”
clandestinas un demonio enseñaba doctrinas contrarias a la fe católica a
un grupo de oyentes, a los cuales les incitaba para que renegaran de Dios
con la finalidad de recibir a cambio riqueza y poder. Además, aprendían
a transformarse en lobos o hacerse invisibles con el proposito de realizar
maleficios contra las personas y los animales, incluso contra las cosechas.
En compañía de espíritus malos estas brujas cabalgaban a través de los
aires montadas sobre unos taburetes untados con un ungüento visitando
algunas cuevas de la región. Allí, brujas y brujos habrían asesinado a sus
propios hijos para asarlos y comerlos en una reunión de asociados. Fründ
aseguraba que esta secta nueva, que contaba con más de 700 personas,
se aprestaba para subvertir la sociedad y el orden establecido con mi-
ras a imponer su propio poder y dotarse de tribunales particulares. Estas
descripciones explican que el cronista haya considerado a la brujería un
peligro gigantesco, lo cual permite al historiador comprender la causa de
que el cantón del Valais se haya iluminado con más de doscientas hogue-
ras en un año y medio.
Debe decirse que este testimonio no es aislado. Algunos años después,
entre 1436 y 1442, otros textos dan cuenta de creencias similares en las
que se describe y se define con precisión el sabbat de las brujas. Durante un
decenio y en un espacio geográfico restringido que cubre los Alpes occiden-
tales, desde el Delfinado al Piamonte, el fantasma del sabbat se hizo reali-
dad en el imaginario europeo, antes de instalarse en el horizonte mental de
la Europa cristiana durante varios siglos de la historia moderna.
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Errores Gazariorum
En el decenio de 1430, en el pequeño valle de Aosta, en el noroeste
de Italia, frontera con Suiza y Francia, aparece un texto muy importante
desde el punto de vista de la brujería demoníaca. Se trata de Errores Ga-
zariorum, probablemente escrito por el franciscano Ponce Feugeyron que
había sido inquisidor en Aviñón años antes. El título en latín Errores ―
errores― nos conecta con una secta que los perseguidores consideraban
herética, y desde luego no fue redactado por un miembro de ella sino por
un adversario. El término gazarii se usaba en el siglo XIV para designar a
los cátaros, es decir, a esa secta herética que se expandió en el siglo XIII
por el sur de Francia y norte de Italia. El subtítulo de la obra, seu illorum
qui scopam vel baculum equitare probantur (“o de aquellos de los que se
dice que cabalgan en una escoba o un palo”), contiene un elemento que no
guarda relación con la herejía sino con las brujas.
El texto comienza relatando la manera con la que un nuevo miembro
era introducido en la secta por otro más antiguo, rito que se hacía igual-
mente en las sectas heréticas reales. El juramento de fidelidad a Satanás
que a continuación se describe no tiene vínculo con los herejes, con ex-
cepción de los conceptos “sociedad” y “secta”, y el hecho que el diablo era
designado como “maestro”. La presencia de éste, que sirve para describir
la relación personal que se establece entre el diablo y sus adeptos, re-
cuerda igualmente a los herejes valdenses entre los cuales había algunas
personas a las que se les llamaba maestros.
En cuanto a la reunión nocturna, la historiadora que seguimos sos-
tiene que es, sin duda, una evocación de la asamblea de los cátaros y los
valdenses que se reunían de noche para evitar la sospecha de la temida
Inquisición. En ellas, los cátaros administraban el consolamentum, que
era una admisión en la secta y también una especie de último sacramento.
Por su parte, los valdenses practicaban la confesión, que junto al consola-
mentum eran los dos sacramentos que ambas sectas solían administrar.
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No era extraño que el consolamentum haya sido seguido por una suerte
de adoración de los maestros cátaros. Lo mismo ha de decirse de la con-
venenza, una especie de pacto con los cátaros que correspondería proba-
blemente a la “adoración” del diablo, y el juramento de fidelidad que se le
prestaba en el imaginario del sabbat.
En cambio, en las reuniones nocturnas que hacían los herejes no se
realizaban orgías incestuosas ni canibalismo de infantes, prácticas éstas
que parecen ser fantasmas de los inquisidores y de los adversarios de los
herejes. Es en el marco de estas reuniones nocturnas que el texto Errores
Gazariorum utiliza el concepto “hereje” y no bruja.
Por último, el texto que nos ocupa destaca la hipocresía de los miem-
bros de la secta, los cuales para evitar ser descubiertos asistían con fre-
cuencia a la misa, la confesión y la comunión cristiana. Esta misma actitud
era atribuida antes a los valdenses que llevaban una doble vida confe-
sándose así con sus maestros como también con los curas católicos. Este
rasgo es una característica inherente a las herejías de la época final de la
Edad Media. Pero la hipocresía de las brujas y los brujos podría tener su
raíz en la actitud anti-judía que envuelve a la cristiandad de estos siglos,
ya que el Errores Gazariorum designa el sabbat con el término “sinagoga”,
encuadrando realidades muy distintas en un mismo espíritu represivo.
Este concepto se hará de uso corriente a partir de mediados del siglo XV,
y reemplazará al de sabbat.
Claude Tholosan
Veamos ahora el tratado de la brujería de Claude Tholosan, también
de 1436, titulado ut magorum et maleficiorum errores (“para los errores
de los magos y los malhechores”), que presenta asimismo una lista de
errores con el cristianismo. La novedad aquí es que estas desviaciones
no fueron atribuidas a los gazarii o cátaros, sino a los magos que prac-
ticaban la magia culta y a los malhechores que utilizaban la magia po-
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La Iglesia convulsionada
pular. Para Claude Tholosan el diablo era ese ángel caído que la tradición
cristiana interpretaba de ciertos pasajes del Antiguo Testamento, idea
que puede rastrearse en el catarismo. Dicho ángel, de nombre Lucifer,
combatía todo lo que concernía la naturaleza humana de Dios, es decir,
la encarnación de Cristo y su muerte en la cruz; además, incitaba a sus
adeptos a no creer en ese “profeta” que solía ser representado herido en
las estatuas de las iglesias; afirmaba este demonio que él era Dios y que
debía ser adorado por sus seguidores.
Como puede apreciarse, se trata de una contradicción entre Dios y el
diablo que se vincula directamente con el dualismo cátaro*. La encarna-
ción de Cristo fue un importante argumento concebido por la ortodoxia
cristiana contra los últimos cátaros, utilizado especialmente por francis-
canos y dominicos, argumento que llegó a ser decisivo en la lucha contra
las herejías de fines del Medievo.
Por el momento, digamos que, de las cinco primeras descripciones de
la secta de las brujas, los tratados de Claude Tholosan y el Errores Gaza-
riorum son los textos que contienen más elementos heréticos y especial-
mente anti-cátaros.
* El dualismo es un sistema religioso y filosófico que admite la existencia de dos principios diversos
y contrarios entre sí, en eterno conflicto, como el espíritu y la materia, el cuerpo y el alma, el bien y
el mal.
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que solamente más tarde convergieron en las olas de procesos contra las
brujas. Estas precisiones son importantes porque de este modo se esta-
blecen las causas de la represión, pero también se localizan las condicio-
nes que la hicieron posible, o al menos posible de pensarlo.
El historiador Alain Boureau ha planteado un punto de vista intere-
sante que aquí intento sintetizar. Propone dejar por un momento la ex-
plicación que arriba hemos expuesto, la cual habla de unas experiencias
judiciales acompañadas de la creación de una doctrina en la tercera dé-
cada del siglo XV. Apartada del análisis la anterior hipótesis, ha planteado
la idea de observar una gran mutación en el procedimiento judicial, cam-
bio que habría consistido en que al investigar los casos, los jueces fueron
asimilando tanto las invocaciones al demonio como la brujería misma al
crimen de herejía. Este cambio notorio y de grandes consecuencias en
la práctica judicial iría transformando el antiguo y simple pacto con el
diablo, empleado para fines puramente personales, en un amplio complot
del demonio en toda la cristiandad para desintegrar las creencias cris-
tianas. Dicho de otro modo, el pacto con el diablo se colmaría de un con-
tenido de doctrina teológica relativa al demonio ―demonología―, con lo
cual terminaría creando en los jueces la convicción de que Satanás había
emprendido una acción muy peligrosa en el mundo.
Veamos un caso, el de Jeanne Elit, juzgada en 1441 por brujería en
la región del Delfinado, en el sureste de Francia. En el transcurso de su
interrogatorio inquisitorial esta campesina dio cuenta de una visita que
habría hecho tiempo antes a San Guinefort, un santo marginal no reco-
nocido por la Iglesia*. Con la esperanza de sanar a su hijo enfermo, y si-
guiendo los consejos de una sanadora local, Jeanne habría encendido una
* San Guinefort corresponde a un perro, cuya devoción como santo se debe a que salvó a un bebe. La
tradición consignada por el inquisidor Esteban de Borbón hacia 1250, dice que el amo de Guinefort
salió de su castillo dejando junto a él a su bebe en la cuna. Al regresar y ver ensangrentado el hocico
del animal, lo mató pensando que habría atacado a su hijo. Luego, constatando al pequeño con vida, a
su lado vio que había una serpiente muerta por el perro. Arrepentido de su arrebato, enterró al perro
haciéndole una tumba con piedras y plantas. Fue considerado hasta comienzos del siglo XX el santo
protector de los niños.
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Se sabe que desde mediados del siglo XIII el Papado se preocupó del con-
tenido potencialmente diabólico de ciertas prácticas mágicas, las cuales
eran realizadas por personas cultas y también por otras sin educación.
Recordemos que en la decretal Accusatus de 1258, el papa Alejandro
IV precisaba que los delitos mágicos no quedarían bajo la jurisdicción de
la Inquisición, con lo cual se ordenaba a los inquisidores no investigarlos,
salvo cuando en los sortilegios y las adivinaciones los jueces sospecharan
efectivamente la presencia del crimen de herejía. Es realmente muy im-
portante esta calificación, puesto que constituye un primer paso para la
construcción posterior de la demonología y del mismo sabbat, largamen-
te trabajados por la labor de los inquisidores.
El panorama que se forma el historiador al trazar el camino que con-
duce a la progresiva demonización de la magia, esto es, el cambio de la
imagen del mago(a) en un brujo(a), tiene a un protagonista muy signi-
ficativo: el papa Juan XXII. Realmente muy preocupado por el aparente
recrudecimiento de la magia culta al interior y fuera de la Iglesia, este
papa aviñonés se decidió, a comienzos de 1320, a consultar a una comi-
sión integrada por diez teólogos y canonistas. La finalidad era evaluar el
carácter eventualmente herético de ciertas prácticas mágicas, tales como
el bautismo de imágenes, la reiteración del bautismo, el uso profano de
la hostia consagrada, las invocaciones de los demonios, entre otras prác-
ticas que, se decía, realizaban algunas personas con poderes extraños.
Las tres primeras preguntas del cuestionario papal tratan acerca de los
sortilegios, pero no dan cuenta de la demonología. La cuestión cuarta sí
lo hace: ¿Pueden considerarse herejes los que invocan a los demonios, o
los que intencionadamente hacen sacrificios a éstos, con el fin de obligar a
cualquier persona a hacer lo que el sacrificador desea? ¿Son herejes o sim-
plemente autores de sortilegios?
Para sorpresa del hombre actual, algunos de los expertos consultados
se mostraron incrédulos de aceptar el vínculo que el papa sospechaba,
razón por la cual fueron reticentes a extender la noción de herejía y así
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* Teófilo es un personaje legendario de la mitología cristiana. Enemistado con su obispo por acusa-
ciones que consideraba falsas, decidió hacer un pacto con el diablo con la finalidad de que le fuera
devuelto su prestigio y su trabajo. El maligno le habría puesto la condición de que abandonara a Dios
y le entregara su alma. Sin embargo, la Virgen María habría intercedido en su favor para lograr su
redención.
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cuenta que, con algunas dudas, Séguin se había convencido, tras consultar
a personas honestas de la región tolosana, de estar frente a un proceso
por herejía y no simplemente por prácticas mágicas. Este es el cambio del
que venimos explicando.
En efecto, el uso de los tormentos en un tribunal eclesiástico había
sido introducido por el papa Inocencio IV en 1252 con la bula Ad abolen-
dam, y tenía como finalidad entregar una ayuda solamente al trabajo de
los inquisidores, pero no para los jueces episcopales. Sin embargo, tiempo
después, en 1308, cuando se habían creado las comisiones episcopales
para juzgar a los monjes templarios, el papa Clemente V amplió el uso de
la tortura a los oficiales del rey, pero tratándose exclusivamente de impu-
taciones de herejía.
Otra ocasión de observar el vínculo de la invocación de los demonios
con la herejía se conoce por una carta del papa Juan XXII, en julio de 1319,
enviada al obispo de Pamiers, Jacques Fournier. El papa pidió al prelado
perseguir a un clérigo carmelita y una mujer por el cargo de haber fabri-
cado imágenes, realizado encantamientos y consultaciones a los demo-
nios, como también practicado hechizos y maleficios. El pontífice expresó
su deseo que la fe católica, perturbada por los errores arriba indicados,
reencontrara su claridad.
En la bula Super illius specula de 1326, tomándose muy en serio las
pretensiones de las brujas y los invocadores de demonios, este mismo
papa tomó la decisión de romper brutalmente con la antigua tradición
de la Iglesia, la cual consideraba los sortilegios y los hechos de brujería o
de magia como meras ilusiones diabólicas, acciones sin realidad efectiva.
A partir de entonces, aun cuando los hechos incriminados fueran prác-
ticas exclusivamente mágicas, como la fabricación de imágenes y uten-
silios diversos, comenzó a entenderse que derivaban directamente de la
adoración de los demonios. Las brujas, expresaba el papa, entran en aso-
ciación con la muerte y hacen pacto con el infierno, y la invocación de los
demonios y las prácticas conexas habían de ser comparadas o asimiladas
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con los dogmas: que nadie entre ellos intente enseñar o aprender lo que
sea de esos dogmas perversos. Curiosamente, la autoridad designó a estas
colectividades como asociaciones con carácter herético, pero sin aducir
razones objetivas sino tan sólo por presunciones. Los llamados “dogmas”
debían ser castigados con todas las penas que legalmente merecen los he-
rejes, concluía el pontífice.
Como se ve, casi setenta años después este texto rectificaba la bula Ac-
cusatus del papa Alejandro IV, porque el pontífice aviñonés era de opinión
que los demonios, al mezclarse directamente con los cristianos a través
de aquellas artes dudosas, ejercían un rol muy influyente en la vida y la
muerte de los humanos.
La ansiedad del papa iría en aumento. Su atención se concentraría
en la magia culta lo mismo que en la ciencia naturalista, importada ésta
de Oriente o de España. Ella había conocido un largo desarrollo en los
medios sabios después de principios del siglo XIII, pero los saberes al-
quimista y astrológico, aunque dotados de un gran prestigio científico,
comenzaron a caer bajo la sospecha de las autoridades eclesiásticas*. La
desconfianza nacía de la suspicacia de que estos saberes científicos tu-
vieran una posible combinación con la nigromancia** o con las artes de la
magia. La alquimia fue a veces aceptada y otras veces rechazada, y esta
actitud ambivalente de la Iglesia comenzó a cambiar a fines del siglo XIII,
precisamente en el momento en que las conquistas de la ciencia natural
aparecieron peligrosas para la fe. Por su parte, la astrología conservaría
todavía alguna legitimidad a pesar de las sospechas. Hasta entonces, pro-
tegida por los papas que buscaban el elixir de la larga vida, la alquimia
* En términos muy gruesos, la Alquimia es una creencia esotérica de orígenes muy antiguos, una
protociencia que se ocupa de la transmutación de la materia. Los alquimistas buscaban el elixir que
curara todo mal, lo mismo la llamada piedra filosofal para transformar cualquier metal en oro. La As-
trología estudia los astros celestes, su posición y su movimiento, con cuya interpretación se pretende
conocer y pronosticar el destino de los actos humanos y los acontecimientos terrestres.
** La nigromancia es el arte de invocar a los espíritus de los muertos para adivinar el futuro, o con-
jurarlos para causar daño.
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La noción de pacto
Estudiando seriamente estos asuntos, Alain Boureau se propuso reexa-
minar la noción de pacto con el diablo, partiendo por distinguir un pacto débil
que podía renegociarse o ser objeto de una abjuración, y un pacto fuerte que
comprometía completamente al sujeto y comportaba una dimensión sacra-
mental y sobrenatural. Desde luego, esta última dimensión del pacto era el
aspecto más peligroso, puesto que ponía en entredicho el orden divino.
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cias sobrenaturales; tercero, que los hechos mostraban los signos anun-
ciadores de la liberación de los demonios, lo cual encuentra explicación al
interior de un contexto en que las tendencias escatológicas eran muy inten-
sas durante el siglo XIV. Por tal razón, nuevamente comprobamos que un si-
glo antes del aparecimiento de la caza de brujas, este conjunto de demonios
estaba ya preparado para apoderarse de los humanos.
Por cierto, la pregunta sobreviene de inmediato: si la doctrina contra
los magos y las brujas parece ya establecida hacia 1330, ¿Por qué un siglo
más tarde aparecen las primeras sectas de brujas adoradoras del diablo
practicando infanticidios y realizando canibalismo? La hipótesis es que di-
cho retraso se debería a la reticencia del Papado de ver menoscabado su
control sobre la Iglesia, el llamado “absolutismo pontificio”, al delegar su
poder de investigación en la Inquisición. Esta cesión o abandono forzado
se dio después de los concilios de Constanza y Basilea, que emprendieron
las primeras campañas judiciales contra las brujas y los adoradores de de-
monios.
En la segunda mitad del siglo XIV la demonología y la herejía reelabora-
rían la concepción del diablo desarrollada por los teólogos universitarios,
presentando un sabbat de las brujas con algunos cambios. La imagen del
demonio deja de ser tan sólo un espíritu o una fuerza oscura y se convierte
en un ser corpóreo con el que la bruja tiene una relación directa, es decir,
dialoga y copula con él. Asimismo, el demonio familiar que respondía a las
invocaciones de los magos se transforma en el diablo que dirige el sabbat
como un señor o una especie de otro dios, que juzga y domina a los sujetos
sometidos a su obediencia absoluta y unilateral.
Explicaciones multiformes
La caza de brujas ha sido objeto de numerosísimos estudios más o
menos rigurosos desde el punto de vista científico. Desde fines de la déca-
da de los setenta el debate entre los especialistas se centró principalmente
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Conclusión
La descripción del conjunto de creencias elaboradas que hemos que-
rido sintetizar, nos permite recordar un aspecto de suma importancia en
la historia de la persecución de la brujería. La idea que ha sido develada
recientemente por la investigación histórica consiste en que la condena-
ción de la magia sabia o letrada, en tanto se apoyaba en libros y se nutría
fuertemente de la astrología, precedió y preparó la posterior diaboliza-
ción de otras formas más rudimentarias, y sin duda más populares, que
adoptaba la brujería. Con aquella reflexión teológica realizada al más alto
nivel de la Iglesia, se confirma que la magia y la brujería se consideraban
directamente vinculadas a la herejía, tema del cual se hizo cargo el papa
Juan XXII con la bula super illius specula de 1326. Esta asimilación habría
de salpicar con las sospechas a la concepción de la herejía, la cual de sim-
ple opinión desviada o heterodoxa, se convertiría en un crimen vinculado
con los actos que ella provocaba. En consecuencia, el concepto de here-
jía se cargó de un contenido criminal mucho más empírico que antes.
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De esta manera, si la herejía era lo que había sido, esto es, una opinión
extraviada, desde ahora en adelante ella sería también responsable de
los actos concretos de oposición y de rebelión que de ella se deducían.
Toda esta agitación febril en torno a la magia debe situarse en re-
lación con un proceso de toma de conciencia del reforzamiento de los
poderes atribuidos al diablo por la teología. En este campo del saber,
las capacidades de los “ángeles malos” para fastidiar e intervenir en el
mundo de los seres humanos no cesaron de aumentar en las creencias.
Si el diablo no es, propiamente hablando, una invención de la Edad Me-
dia, y si éste ha frecuentado desde hace mucho tiempo el imaginario
colectivo, parece que desde el siglo XIV asume una nueva presencia en
el mundo. Gracias a la intermediación de innumerables demonios me-
nores, el diablo se consideraba visiblemente capaz de intervenir muy
concretamente en la vida cotidiana de los hombres. Es la época en que
comienza a creerse que los demonios pueden concluir pactos con los
humanos sometiendo la voluntad de sus seguidores. Esta creencia re-
forzó la idea, muy difundida, de que había ciertas personas con caracte-
rísticas especiales que invocaban a estos demonios, como ciertos magos
cortesanos que practicaban la nigromancia. Estos magos letrados, se
creía, utilizaban libros y practicaban rituales sofisticados para invocar a
los demonios del más allá, sea para someterse a su servicio o bien para
someterlos a su voluntad.
La tarea de perseguir a las brujas, desde entonces convertidas en
herejes, fue precisamente una misión muy delicada encomendada a la
Inquisición. La formidable maquinaria inquisitorial se apoderó de este
“objeto” con una eficacia como era la suya. A través de una serie de bulas
sucesivas, los papas estimularon con su decidida voluntad a los inquisi-
dores para que procedieran responsablemente a la cacería de aquellas
personas que practicaban la magia demoníaca.
Como nunca antes lo habían hecho, los monjes inquisidores, obliga-
dos como estaban por su función, comenzaron a interesarse muy de prisa
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por las prácticas mágicas. La novedad consistió en que dichos actos los
incluyeron dentro del ámbito de la penitencia y la predicación popular.
Prueba de ello es el capítulo muy específico que el inquisidor Bernard
Gui incluyó en su célebre manual para perseguir a los herejes ―Practica
inquisitionis―, donde se ocupa de las brujas y otros invocadores de demo-
nios. Allí, Gui traslada toda su experiencia personal como inquisidor de la
región de Toulouse, compilando también las acciones de otros tratados
más antiguos. En dicho texto las brujas fueron señaladas como invoca-
doras de los demonios con la expresa finalidad de que los inquisidores,
sirviéndose del manual, tuvieran mucha atención en considerarlas como
una categoría aparte en el vasto campo de la marea herética.
Como ya se advierte, hasta entonces la brujería se consideraba una
forma algo difusa de herejía menor o ilusoria que no concentraba la aten-
ción y la hostilidad de la Inquisición. Pero desde este momento la brujería
comienza a provocar un delineamiento conceptual más o menos preciso y
a concebirse como una verdadera institución. Ciertamente, imaginada su
realidad más que acreditada, la brujería se convirtió en una verídica here-
jía, cuyo ámbito de acción no cesó de ampliarse en la mente de los teólo-
gos. Esta distención conceptual habría de englobar un creciente número
de actividades juzgadas perjudiciales y atentatorias, no solamente contra
la integridad de la fe sino también contra el orden o poder establecido,
cuyo garante era evidentemente el Papado. La brujería, pues, quedando
estrechamente vinculada a la herejía, su rango sería elevado a la categoría
de lo que en el ámbito secular o político era un crimen de lesa majestad,
esto es, la sedición.
En la segunda mitad del siglo XIV las prescripciones pontificias harían
el trabajo de suscitar un aumento significativo de los procesos por magia
y brujería. Este crecimiento de las persecuciones estuvo ligado al hecho
bien constatado de que la Inquisición dejó de ser la única jurisdicción ha-
bilitada para perseguir a los invocadores de demonios, puesto que tam-
bién actuaban en esta cacería la justicia episcopal, las comisiones pontifi-
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cias creadas especialmente para estos casos, y por último, los tribunales
laicos que también se abocaban a reprimir a los servidores del diablo. De
cierto modo, dice Franck Mercier, los grandes procesos políticos de fines
del reinado del rey de Francia Felipe el hermoso, como el proceso contra el
papa Bonifacio VIII y el otro contra los monjes templarios, donde apare-
cieron los reproches de brujería y herejía, revelan la brecha que comenzó
a abrirse en la jurisdicción eclesiástica.
La represión de que hablamos alcanzó en la sociedad medieval una
dimensión verdaderamente colectiva y masiva. Para comprender esta
realidad los medievalistas han descubierto en sus estudios un elemento
que permite explicar esta psicosis colectiva: es la idea de complot. Efec-
tivamente, la investigación histórica ha revelado que en la mente de las
autoridades eclesiásticas y civiles se elaboró la idea de que las brujas y los
brujos formaban un “grupo” más o menos organizado, que los documen-
tos de la época denominan “sociedad” o “secta”. Los miembros de estas
asociaciones tenían estrecha solidaridad entre sí, todos ellos implicados
en una vasta conspiración contra la sociedad cristiana. La idea de la exis-
tencia de una secta de brujas inicia su construcción mental en las bulas de
los papas de fines del siglo XIV, en las cuales se aprecia un acercamiento,
digamos ideológico, entre judíos, magos y brujas.
Pruebas de estas ideas pueden rastrearse en un cierto número de tra-
tados doctrinales especialmente redactados contra los magos. Entonces,
es necesario esperar los comienzos del siglo XV, y más precisamente los
decenios 1420-1430, para observar que todos estos elementos antes des-
critos, es decir, magia, herejía, brujería y secta, convergerán en el pode-
roso estereotipo del sabbat. La originalidad de la creación de la brujería
demoníaca consistió en que en su seno se reunía una multitud de actos
dispersos e individualizados de magia negra y blanca, popular y culta, en
un solo cuadro totalizador e inquietante que era el ―también creado―
complot organizado contra la sociedad cristiana. Históricamente, este
formidable imaginario se elaboró, como hemos visto, en el instante en
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Cuarta parte
ANTECEDENTES TEORICO-POLÍTICOS
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Monismo
En materia política, durante todo el período medieval hubo pocos
consensos más universales que este: existe sólo un poder y viene de
Dios. No hay, pues, discrepancias acerca del origen divino del poder.
Pero, enseguida se abría una división al momento de determinar por
medio de quién venía ese poder a la tierra, es decir, qué órgano u órga-
nos realizan su transmisión humana. Dos vertientes deben considerarse
en el monismo.
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Dualismo
En su gran mayoría los canonistas medievales eran partidarios de la
teoría dualista. Ésta postula que el poder viene de Dios a los hombres
por dos vías u órganos de transmisión: el príncipe secular para el poder
temporal y los jerarcas de la Iglesia para el poder espiritual. Por eso, ante
cualquier problema emergente, en el dualismo se presentaban dos postu-
ras que ahora examinamos.
Teoría dualista eclesiástica o dualismo hierocrático. Esta teoría reco-
noce la autonomía de ambos poderes, el espiritual y el temporal, cada
uno con una esfera de acción diferente. Sin embargo, se considera que
el poder espiritual es superior al temporal, y por ello cuando el poder
temporal viola principios éticos en el ejercicio de su función gubernativa,
prevalece el poder espiritual, incluso dentro del ámbito temporal. Esta
superioridad del poder espiritual sobre el temporal se manifestaba en su
obligación de intervenir en los asuntos temporales o políticos “en razón
del pecado” (ratione peccati). Sin duda, esta fue la corriente mayoritaria
en la canonística medieval desde los primeros canonistas, la cual recibió
más tarde el nombre de teoría del poder indirecto de papa en las cosas
temporales (potestad indirecta), con la finalidad de diferenciarla de la
otra teoría, la del poder directo del papa en las cosas espirituales.
Teoría dualista laica. En esta corriente no se aprecia mayor diferencia
con la anterior doctrina respecto de la independencia de ambas potes-
tades, colaboración mutua y superioridad del poder espiritual sobre el
temporal. Pero en el momento de ver reflejada dicha autonomía en los
hechos, se discrepa precisamente cuando se trata de determinar el objeto,
la extensión y el ejercicio del poder espiritual en relación con el temporal.
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* El Patronato es un conjunto de privilegios y facultades especiales otorgadas por el papa a los reyes
de España y Portugal en sus colonias. El Vicariato regio es un tipo de jurisdicción territorial estable-
cida en territorios misionales todavía en formación, hasta que generaran un número suficiente de
católicos para constituirse en prelatura.
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2.- Cooperación entre ambos poderes, es decir, que los dos poderes
deben colaborar entre sí debido a que su fundamento se encuentra en la
unidad de origen que es Dios. Dicha cooperación se aprecia todavía más
evidente cuando los súbditos son los mismos de ambas potestades. Por
cierto, la excepción son los no-cristianos o infieles (en especial los mu-
sulmanes) que en la Edad Media fueron considerados enemigos para los
dos poderes, ya que, habitualmente, aquellos mantenían guerra contra los
cristianos. Esta es la razón que explica que el hombre medieval identifi-
cara erróneamente infiel y musulmán en una misma persona, lo cual per-
mite entender que los españoles nombraran a los indígenas americanos
como infieles, aunque no eran musulmanes.
3.- Superioridad del poder espiritual sobre el temporal. En efecto,
había unanimidad en considerar una cierta superioridad del poder es-
piritual sobre el temporal, pero sólo en teoría, ya que en la práctica no
se apreciaba siempre esta convicción. Por el contrario, precisamente este
punto fue fuente inagotable de conflictos. La Iglesia consideraba que esta
superioridad le facultaba para intervenir en la esfera del poder temporal
cuando los príncipes atropellaban algún valor ético o espiritual, y por ello
ponían en peligro la salvación de las almas. Como se ha dicho, dentro del
lenguaje canónico esto se llama intervención ratione peccati, es decir, “en
razón del pecado” implícito en la actuación de la autoridad secular. Lo
que faculta al papa para intervenir ratione peccati en los asuntos tempo-
rales son los poderes especiales de que dispone, esto es, el poder de atar
y desatar que Cristo concedió a sus apóstoles. Los canonistas entendieron
este cometido como el poder directo en las cosas espirituales, y secunda-
riamente en los asuntos temporales, cuando los propósitos políticos del
monarca comprometían las cuestiones espirituales.
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dente, porque se entiende que las prerrogativas que Cristo encargó a Pe-
dro y sus apóstoles tenían un sello netamente espiritual. A continuación
intentaremos explicar de la manera más llana el protagonismo político
del Papado.
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La comisión de Pedro
Como hemos tenido ocasión de expresar, la Edad Media no conoció la
institución del Estado como realidad histórica. Dentro de los marcos en
los que se desarrolló la teoría política medieval, el Estado, tal como se ha
concebido en los últimos dos siglos (XIX y XX), no existió. Ni siquiera la
Iglesia con toda su estructura administrativa y su concepción de unión
entre clérigos y laicos puede ser considerada un Estado. Esto se debe a la
constitución misma de la Iglesia, confiada exclusivamente al papa, de lo
cual se desprende que ella no posee derechos autónomos ni autógenos.
Acaso, muy técnicamente, el concepto de Estado sólo pueda aplicarse al
papa mismo. Solamente él es superior, es decir, soberano para usar la no-
menclatura moderna, ya que se hallaba situado por encima de la sociedad
de los fieles que eran sus súbditos, y además porque él mismo no era, en
estricto sentido, miembro de la Iglesia. Estaba sobre ella.
Exactamente así lo definió el papa León I a comienzos de la Edad Me-
dia, cuando señaló que el apóstol Pedro, al ser escogido como cabeza de la
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poral como algo independiente, con un valor y con unos derechos que le
eran propios, como si el ámbito temporal tuviera carácter autónomo. De
este modo se desviaba y tal vez se desconocía el principio de unidad de la
Iglesia, la unidad del pueblo cristiano.
Expresado así, de manera tan genérica y abstracta, el argumento de
la autonomía del ámbito temporal carecía de fortaleza frente al poderoso
fundamento que el Papado tenía con la doctrina del apóstol Pablo en la
primera carta a los corintios: ¿No sabéis que hemos de juzgar aun a los
ángeles? Pues mucho más las cosas de esta vida (6,3). Pocos intelectuales
estuvieron en condiciones de determinar los elementos constitutivos de
lo temporal, particularmente descubrir los límites claros y netos que éste
tenía con lo espiritual. Por lo demás, en una sociedad plenamente cristo-
céntrica plantear estas cuestiones que invitaban a ubicar dentro de mar-
cos humanos el supremo poder de Cristo, resultaban irreverentes, acaso
no fueran más que, en la expresión de Walter Ullmann, simples ejercicios
de gimnasia mental.
Solamente vino a remover este basamento doctrinal la recepción im-
pactante que tuvo en el Occidente el pensamiento de Aristóteles durante
el siglo XIII, recibimiento acompañado de una crisis que perturbó a la teo-
logía y al derecho. En efecto, el estudio de Aristóteles debía permitir, y de
hecho permitió, comprender la relación que debía establecer el Papado
con la esfera de lo temporal. En otros términos, era necesario determinar
los vínculos con la materia y lo corpóreo, porque ello se consideraba que
entraba en el fin último (telos) de la sociedad confiada al sumo pontífice.
Bajo esta perspectiva, careciendo lo temporal de valor autónomo, sola-
mente existía como un medio para obtener un fin: la salvación.
Gobierno y derecho
El Occidente medieval fue una civilización que se construyó sobre
ciertas bases morales que en parte importante fueron producto de la in-
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Principio de idoneidad
Muy antiguo es este principio que indica que para lograr que se haga
realidad adecuadamente el bien común, es necesario que las funciones
que exige un oficio las asuman aquellas personas realmente capaces para
ello. Como la pregunta irrumpe espontáneamente, era menester determi-
nar qué era lo útil y para qué. La respuesta venía inmediatamente de la
concepción teleológica de la Iglesia, según la cual el cuerpo cristiano tenía
una finalidad y en orden a ella se adecuaban las exigencias de cada oficio.
Lo que interesa aquí es la capacidad que disponía el papa de actuar
en el mundo y ordenarlo a tal fin. Ejemplo pertinente a nuestro propósito
es juzgar la idoneidad de los reyes y emperadores en el momento de su
elección o nominación. En el caso del emperador en la Edad Media, que
era el “rey” de Alemania y casi toda Italia, el monarca más importante, el
Papado recordó varias veces su recta competencia para confirmar al pos-
tulante antes de ser coronado, basado en esta prerrogativa de origen pau-
lino, cual es la idoneidad. El papa Gregorio VII, que en muchos de estos
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