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De Sarmiento a Dios
Niágara y estadísticas
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“Después de haber recorrido las primeras naciones del mundo cristiano, estoy
convencido de que los norteamericanos son el único pueblo culto que existe en la tierra, el último
reducto de la civilización moderna”.
Por eso empieza a apelar a las estadísticas para lograr tranquilizarse. Si las matemáticas
prometían estabilidad, a la naturaleza había que traducirla en números, el Niágara representaba la
abrumadora proliferación, pero era posible controlarla ensalmando su vertiginosa fascinación:
“Esta cascada vale millones”. Las estadísticas empiezan a ser las plegarias del burgués
conquistador a mediados del siglo XIX; Manchester, hacia 1830, fue pionera en su utilización para
descifrar su numerosa complejidad. Sarmiento se va instalando exactamente en ese alvéolo
coyuntural. The right man in the right place. Un intelectual ambicioso y con carencias, proveniente
de un suburbio del mundo, que se superpone en el nicho histórico de una doctrina triunfante en
tensión universal; y que se desplaza de una lectura metafórica a una lectura científica.
Por las ecuaciones que logra formular se va convirtiendo en el programador más eficaz en
el eje de la serie argentina de postulaciones de modernización. Argirópolis, que alude en su telón de
fondo a una ciudad “inventada” como Washington, no sólo implica el ímpetu por abarcar lo
múltiple de su viaje, sino que al prescindir de lo superfluo apuesta a lo compacto cuantificable en
rechazo de una Argentina tan heterogénea “como un archipiélago”. Alguien hubiera postulado: “Su
obra es el tango esencial de la colección completa de El alma que canta del romanticismo liberal”:
“El agua cae desde 165 pies”. Así va traduciendo. “El espesor de la masa de agua es de 21 pies”. La
seductora e inquietante plétora empieza a controlarse. “La diferencia de nivel entre uno y otro lago
es de 300 pies”. Es el conjuro de la tentación romántica que puede llevar a identificarse, excesivo,
con “la naturaleza indómita”. Si la naturaleza loca es la barbarie el exorcismo estadístico se
convierte en ciencia.
Nada mejor que una cita oportuna y tranquilizadora para ponerla de su parte: “Según el
geólogo Ryell, como sólo un pie retrocede por año, ha necesitado 39.000”. Y así prosigue. Al
seductor infinito romántico se lo va controlando. “Las buenas maneras” presuponen moderación.
Medir es “saber medirse”. Alguien que aspira a ser un respetable victoriano; aún en medio del
fervor; es un caballero medido. Cuyo código primordial, hacia 1850, se verifica en los horarios, el
reloj, la puntualidad. Y nada de gestos que, además de llamativos, aluden a lo dilapidado.
Sarmiento va aprendiendo prolijamente frugalidad en los Estados Unidos; sobre todo en los bancos,
en las estaciones de ferrocarril, en las fábricas o en los recreos de las escuelas públicas. Por eso,
también traduce la temporalidad a lo cuantitativo; es la fórmula norteamericana para controlar la
naturalidad del devenir: Time is money. “Notorio”. Y cuando episódicamente Santiago Arcos le
altera esa liturgia horaria, presiente que se retrotrae a las magnitudes seductoramente abrumadoras
de la naturaleza sudamericana.
Sarmiento lo anota: las reservas, en su sentido más lato, empiezan con sus amigos.
Aunque la intimidad, ese plus o yapa, deba eliminarse. La propina en los Estados Unidos era
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recibida como una injuria. El episodio del Niágara, por lo mismo que lo “excita” convocando a
“sensaciones largo tiempo esperadas”, reiteradamente lo condiciona a insistir en las estadísticas que
son el self-control de los Estados Unidos. Numerándola se domestica a la locura. Y si la naturaleza
se mantiene, es resignificada bajo supervisión. Pero, sobre todo, convertida en productiva. Y
Sarmiento pedagógicamente continúa enunciando números: “853 millas miden los canales”; “la
diligencia que lleva diariamente la correspondencia por toda la Unión recorre 142.295 kilómetros”.
Y si el hombre norteamericano se intercala, también lo hace productivamente: “El yanqui husmea
los lugares que han de ser fecundos en riqueza”; “Morse, norteamericano, hizo sus ensayos
mediante los 30.000 dolares”. “Hace un año, tenía 30.000 habitantes, y contará hoy 50.000”. Y lo
explicita: “La estadística comparativa de los caminos de hierro” es la clave. Y compara: “16 en
Francia, 222 en los Estados Unidos “, “Donde 2.000 periódicos satisfacen la curiosidad pública en
los Estados Unidos”.
El conjuro se ha logrado; la tentación mística frente al Niágara se va transformando en
plegaria científica; la gran emoción se ha trocado en interminable balance. Y si empezó siendo un
breve rezo, se va prolongando en rosario: “El depósito de aguas tiene 250 pies de largo, 70 de
ancho y contiene 500 millones de galones de agua”. La oración se alarga en discurso: “Las rentas
para la educación pública son 650.000 pesos”. El cuerpo de Sarmiento se balancea al compás de esa
salmodia. “En Massachusetts hay 67 colegios, con 3.700 estudiantes”. Su escritura adquiere el
ritmo de una melopea. “1.091 colegios particulares con 24.318 discípulos, los cuales pagan 277.690
pesos”. Las estadísticas en conjuro de lo inconmensurable de la naturaleza resultan el pasaje de la
oralidad a la escritura, insinuando una moral aritmética que en otros profetas argentinos llegará
hasta el sistema. Bien estaban Pocahontas y Pathfinder, pero Sarmiento iba prefiriendo a
Franklin y a Morse. Frente a las fascinantes “brusquedades” del rayo o la proliferante abundancia
de palabras, una economía metálica. Tampoco las locuras despilfarradoras de Facundo; mejores
eran Washington y Jefferson, héroes moderados, medidos, sin demasiado brillo, pero que sabían
traducir la naturaleza en cifras, en cálculos y en proporciones. El Niágara se iba domesticando en
Monticello.
Y no es que Sarmiento resuelva sin más esta propuesta: el tironeo entre el romántico de
1840 y el positivista del '80, entre el despilfarro y las estadísticas, entre el Sturmer sanjuanino y el
futuro estadista, será una tensión que recorra la totalidad de su viaje norteamericano. Es lo que va
de sus museulosas tiradas a lo Whitman a su prolijo Diario de gastos: “Hotel en Buffalo, 75
eentavos”; “Vapor hasta Albani, 1 dólar”; “Limpieza de botas, 0,60”, “Un pañuelo, 1 dólar”. Su
ascética contabilidad, se altera apenas con los repetidos “cigarros y frutas”, como si su boca,
excéntrica, renegara de su aprendizaje de austeridad. Módico consumidor inaugural que también
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trata de traducir sus deseos más cotidianos en números; y que al encolumnarlos aplicadamente se
manifiesta no sólo como un inmediato consumidor, sino como solapado plagiario.
Quizá su mapa de Estados Unidos resulte la cifra más ecuánime de esa ecuación: la
grandeur natural transportada a una página cuadriculada; el Niágara definitivamente fijado en un
dibujo veloz. Los Estados Unidos condensados al alcance de la mano y para una rápida mirada. Por
algo su biógrafo norteamerieano insinúa que no ya al Niágara, sino a todo el país, Sarmiento
pretendía poseerlo concienzudamente metiéndoselo en el bolsillo mediante el Appleton's New and
Complete United States Guide Book for Travelers, publicado en Nueva York en 1847. El viaje “al
país de los yankees”, en esta perspectiva, es uno de los últimos e ineludibles caminos de la
ocupación del mundo inaugurada empíricamente hacia el 1500; pero que en el siglo XIX, al
pretender científicamente anexar “lo salvaje” , recapitula un saber análogo a la concentración del
capital. El proyecto implícito e ideal de Sarmiento al concluir su viaje hubiera sido lograr un
diccionario abreviado de los Estados Unidos. O quizá, en sus momentos más ansiosos o alucinados,
alguna cifra parecida a una ecuación económica, compulsiva y eficiente. Algo así como “In God we
trust” o Si iste et iste, ¿cur non ego?. El avance del Este norteamericano como su expansionismo y
su poder financiero preanuncian según comenta; su propio recorrido hacia el Far-West y en
dirección a los estados sureños, más parecidos por su arcaísmo a México y a “la inmovilizada Sud
América”.
Fechas de México, mapas de Polk
“Bajo el pretexto de que Texas, nación independiente como México mismo, creyó
conveniente unir sus destinos con nosotros, México ha aparentado que le habíamos arrebatado su
propio territorio”.
James Polk, Sobre la guerra con México, mayo 11 de 1846
“Apenas se tiró el primer cañonazo en la frontera mexicana, la Unión fue inundada por
millones de mapas de México, en los cuales el yanqui traza los movimientos del ejército, da
batallas, avanza, toma a la capital y se estaciona allí, hasta que las nuevas noticias venidas por el
telégrafo lo orientan sobre la verdadera posición de los ejércitos...”
D. F. Sarmiento, Viaje a los Estados Unidos, noviembre 12 de 1847
Junto a los otros hispanoamericanos y al lado de los argelinos de Abd-El-Kader se van
situando los mexicanos en la geografía mental de Sarmiento. El mapa como imagen de posesión
veloz y condensada vuelve a aparecer con frecuencia a lo largo de su viaje a Estados Unidos. El
viajero más eficiente es el que se convierte en topógrafo; el turista victoriano más autocomplacido
es aquel que salda su raid con un plano o con un libro de viajes. Son formas de capitalizarse; el
complemento simétrico y reintegrable de su diario de gastos. Y si los comentarios de la ruta se
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publican con una cartografía, son premiados en las exposiciones universal es a la moda como
ocurrirá en Leipzig con esa culminación representada por Los ranqueles. Al exotismo de los otros
se sumará la expropiación de la tierra. Y en este aspecto, Sarmiento también es un pionero. Porque,
en el caso de México en su guerra con Estados Unidos, funciona subrayando el contraste entre las
estadísticas triunfales sobre los aumentos de “cuatro millones de dólares” o en torno a las “8.000
sociedades de templanza con un millón y medio de miembros”. Como ese gran mercado tiene dos
capitales, en la cartografía simbólica México se va transformando en una digresión, en una
referencia fugaz o en una neutralizada alusión (en compañía del Canadá) a la posibilidad de ser
anexado por parte de los Estados Unidos. Hacia 1850, el exotismo apenas si podía ser descifrado
con estadísticas o alegorías.
Incluso en las propias enunciaciones antagónicas de Sarmiento México resulta apenas una
mención muy por debajo de la eficacia contrastada entre las “colosales” editoriales de Nueva York
y las de París “en repliegue”.
Estas dos ciudades, si aparecen como los términos de comparación, que recuperan un
desplazamiento ya elegido, siempre favorecen cuantitativamente a los Estados Unidos, así como a
México lo convierten una y otra vez en un rumor desvanecido que ni siquiera gime a “la altura
de los trópicos”. En realidad, para los viajeros victorianos, la alteridad era una enfermedad sin voz.
Los eventuales relieves del “exotismo” mexicano se disuelven así en una otredad
insípida destinada a la pasividad del objeto de una pedagogía enérgicamente postulada “con el dedo
apoyado en el mapa”. Aquí y “así” viene a decirnos Sarmiento. México, espacialmente, no es más
que una plaza a conquistar con una estrategia instantánea, ineludible y de bajos costos.
“Un buen negocio edificante”. Y si aparecen algunas entonaciones paternalistas, sirven en
este caso para atenuar la prepotencia conquistadora. El pedagogismo operaba como justificación de
la violencia militar cuando se trataba de un país definido por su barbarie. Es decir, que no sólo “no
encajaba” dentro de la racionalidad del vencedor sino que se caracterizaba por no practicar los
valores “indiscutiblemente positivos” que, en el siglo XIX, empezaban a llamarse democráticos:
“Los mejicanos”; concluye Sarmiento en uno de los recodos de su discurso; “pueden ir a recibir
lecciones de los leñadores yanquis sobre la topografía, producciones y ventajas del país que sin
conocer habitan”.
Semejante pedagogía civilizadora, implacablemente consignada a través de la metálica
economía del telégrafo, es justificada en Sarmiento por la impaciencia que le provocan las demoras
en la deseada modernización que, a la vez, representan las postergaciones en su acariciado
protagonismo. Los “saberes” debían ser anteriores a la posesión y al legítimo patrimonio, así como
la obligada aculturación requería prescindir de las previas identidades. Al contemplar el mapa de
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México con una mirada olímpica, las diferencias señaladas por el río Bravo no eran más que los
pliegues de algún paño, y Chihuahua o Tenochtitlán, palabras impronunciables, increíbles,
inexistentes.
Pero el uso exaltado del mapa de México no sólo va insinuando lo que se convertirá en
el emblema privilegiado de la civilización victoriana, un cuadro de sumaria posesión geográfica,
con países y continentes dominados imaginaria y velozmente por e] burgués conquistador, sino que
la campaña militar norteamericana de 1847 preanuncia la marcha aliada de 1852. La seducción por
la entrada de Winfield Scott en México prefigura la de Urquiza en Buenos Aires (además de la de
Grant en Washington). Implica la culminación conquistadora de las ciudades, así como los amplios
paisajes le provocan a Sarmiento un placer panorámico y un fervor análogo al que siente por los
grandes ejércitos. Sobre todo si los contempla desde alguna altitud que le permite el vuelo de
pájaro, esa renovada y sintética “posesión óptica” que caracteriza al narrador del siglo XIX. En la
Argentina ya había condicionado, por lo menos, dos modelos: el rápido y privilegiado sobrevuelo
de El matadero, y el de Alberdi desde las alturas del Aconquija. Perspectiva que, hacia finales del
siglo, se irá transformando en las miradas panópticas de águilas y cóndores que, pasando por
Andrade, se posarán agresivamente en las doradas montañas de Lugones. Fervores que en los
Estados Unidos también involucran a los generales decorados con uniformes, medallas, títulos y
charreteras que tanto lo entusiasmaban a Sarmiento: Zachary Taylor, “el héroe de México”, el Old
Zac que llegará a la presidencia al final de la clásica carrera del militar vencedor (que en los
Estados Unidos, en su propio itinerario, involucrará a Grant y a Eisenhower), así como Winfield
Scott, “el viejo y glorioso” jefe norteamericano en la guerra de 1812. “Personalidades castrenses”
de 1847, a las que exalta, y que nuevamente reenvían al Urquiza previo a Caseros. La
ornamentación del cuerpo victoriano culminaba en el pecho; no sólo era considerado un
tabernáculo, sino que funcionaba como fachada que, a la vez, se decoraba y blindaba implicando
metalización y permanencia, la dureza y lo trascendente. En el viaje de Sarmiento, ese
recubrimiento ornamentado lo lleva a aludir a los objetos de culto materializados en templos,
estatuas y héroes con cuya excepcionalidad se identifica.
Los antecedentes de la guerra por Texas aluden a la rebelión de 1836, que les ofreció a
los sudistas la oportunidad que esperaban. A pesar de haber sido colonizada por pioneros de origen
norteamericano, Texas era una provincia mexicana, pero una secuencia de conflictos con las
autoridades centrales de México condicionó a los tejanos a declarar la independencia que
consiguieron después de duros enfrentamientos. Sarmiento, en su descubrimiento de los Estados
Unidos, privilegia intensamente el presente.
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ofreciendo un doble modelo: poderío y actualización. Los ecos de 1848 que recibe durante su
viaje y la potencia expansiva norteamericana son las variables que en esta coyuntura se entrelazan
con la creciente convicción de ser “un fuera de serie”. Cada vez más escribe “Yo” sin excusas ni
malestar. Paralelamente se amplifican sus certezas en su futuro presidencial. Las tácticas
políticas norteamericanas; desconocidas en la Argentina; inciden categóricamente en su
desplazamiento desde el romanticismo de 1840 hacia el positivismo que suele justificar
spencerianamente. “Los opositores siempre son románticos; en el poder, se convierten en
científicos”. Es el tránsito que va de Rimbaud al Goethe instalado en Weimar. Desde la perspectiva
de la Casa Blanca, el 5 de diciembre de 1848, Polk enunciaba a su vez: “En menos de cuatro años
ha quedado consumada la anexión de Texas a la Unión”; iba reseñando con satisfacción; “los
territorios recientemente adquiridos y sobre los cuales se extiende ahora nuestra jurisdicción
exclusiva y nuestro dominio, constituyen una comarca de más de la mitad de la extensión que
poseían los Estados Unidos antes de su adquisición”. E iba cerrando triunfalmente: “El Misisipi,
que anteriormente era la frontera de nuestro país, es ahora solamente el centro. Con el aumento de
las recientes adquisiciones, se calcula que los Estados Unidos han llegado a ser casi tan extensos
como la Europa entera” (cfr. José María Roa Bárcena, Recuerdos de la invasión norteamericana,
1846-48, UNAM, 1982).
Y ése es el Misisipi que Sarmiento; inscribiéndose en un continuo que se origina con la
Oda al Paraná de Labardén en 1801, al superponerle constantemente otros ríos norteamericanos
como el Misuri, el San Lorenzo y el Hudson (“navegados por innumerables barcos que van
desbordando los quietismos coloniales”), lo compara en su doble fervor de paralaje y proyección
con “los grandes ríos en movimiento” que a él le entusiasma contemplar, apostando eufóricamente,
desde las barrancas más altas de Entre Ríos, “esa provincia renovada y con mayor movilidad” hacia
1850.
Mujeres y flirt; la libertad y el olvido
“Fundamentally, there are two types of women in the Facundo: the supposedly civilized
ladies, both married or single, who tend to be figured as the prey of barbarism, and the evil and/or
humble women somehow form a tie with or are part of barbarism itself'. Elizabeth Garrels,
Sarmiento and the Woman Question, 1994”.
Al leer los comentarios sobre “la libertad de la mujer norteamericana”, se presiente que de
acuerdo con los permanentes paralelos que Sarmiento va trazando a lo largo de su Viaje entre
Estados Unidos y la Argentina (“ellos” y “nosotros”, la positividad y las carencias), de lo que
realmente habla es de la falta de libertad entre las mujeres de su propio país. Porque si la mujer,
más que señal prioritaria de civilización o barbarie en cualquier región encarna concretamente “lo
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civilizado” que lo euforiza o lo bárbaro que lo deprime, la exaltación de su discurso frente a las
otras, melancólicamente en su envés, alude a “las propias”.
El maniqueísmo guerrero, que sintetizaba eficazmente un dilema universal difundido
por la burguesia victoriana hacia 1850, en esta franja parecía transformarse en una polémica
educacional. lo largo de su recuento, lo que más enfatiza Sarmiento en la mujer norteamericana es
la posibilidad de “viajar” o “vagar sola”, alejada de cualquier mirada controladora, aclarando que
esa separación la realiza “la mujer de cualquier condición que sea” sin dar explicaciones ni al irse
ni al regresar. Como si ese desenvuelto manejo del espacio mundano al que domestica corroborara
ciertas iniciales destrezas deportivas, el manejo del lenguaje o el aplomo en los modales y en las
opiniones.
Pero además de los reiterados escenarios del ferrocarril, de “los enormes barcos como
hoteles flotantes” o de “las calles” inquietantes a que alude esa característica, es la escena hogareña
que Sarmiento exalta por sentido contrario la que tolera, rodea y hasta protege “los amoríos castos”
de las muchachas norteamericanas. Todo lo contrario desde ya, de lo que define a “los hogares” que
conoció en su infancia Nuevamente resuena aquí el eco de quien, de manera permanente, echa de
menos esas costumbres en su propio país: Argentina bárbara es lo que viene a repetir como en una
desgarrada jaculatoria con la que se empeña en cambiar una colección de datos inertes. Y la inercia
contrapuesta al “viaje” epistolar, muy distante pero confidencial, que le dedica a Valentín
Alsina. O destinada, en realidad, a las mujeres de “la casa del antiguo jefe unitario” que
eventualmente escucharían, por lo menos, la lectura familiar de esta parte de la carta donde se
prescinde de estadísticas y de “monumentos colosales”.
Incluso en la prolongada reflexión que le merece el flirt evaluado como inflexión entre
el “poseer” y las carencias. Se trata de un tema que no sólo se convertirá en lugar común de los
viajes señoriales del 1880 por “su sabrosa picardía que las lectoras porteñas sabrán apreciar”, sino
que le permite a Sarmiento, al analizarlo a partir de flirtear, “verbo norteamericano”, ir pasándolo
por una secuencia de situaciones (desde “la presentación” del novio al cierre del “enlace”, de los
candidatos hasta la elección, y teniendo muy en cuenta que la joven yanqui “se casa con quien
quiera”), donde “la libertad” es insistentemente exaltada al compararla con “la sumisión”, que no
pasa de ser aquí otra variante del inmovilismo que predomina en la Argentina.
Hay un solo “deslizamiento” en esa serie. Si se quiere una “caída” especialmente
significativa. porque si con motivo del viaje de luna de miel, Sarmiento intercala algunos sarcasmos
sobre “los propósitos de casamiento de los más contumaces solterones”, a la descripción de “la
cámara de la novia” la resuelve en un kitsch mediante sus “insinuantes” referencias a “los suaves
colores del iris” y a “los aromas que se queman”. Semejante escenografía y también como
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consecuencia de los permanentes paralelismos alude a los “valores de la mayor intimidad” del
propio Sarmiento (análogos a los del interior de la “garçonniere” del Sin rumbo de Cambaceres que
exhibirán los “signos más ocultos” de un gentleman de 1880).
Pero es en el cierre del “circuito de la novia”, donde aparece el Sarmiento que revolotea
sobre “el fin de la libertad” de la muchacha norteamericana. “Contumaces solterones”/matrimonios
desdichados. En todo enternecimiento victoriano, vibra un disimulo de repulsión. Y Sarmiento se
ensaña con “el cerrado asilo doméstico” y “su penitenciaría perpetua”, con los hijos ruidosos y
exigentes, y especialmente con el “marido inútil, aunque good natured, sudón de día y roncador de
noche, su cómplice y su fantasma”. Y lo que había empezado como exaltación de la libertad de la
mujer norteamericana, a través de su flirteo y de sus diversas conjugaciones, se degrada en una
derrota comentada con una especie de farsa o de elegía. Como Sarmiento pretende ser ecuánime en
su versión de los Estados Unidos, no elude las contradicciones. Al contrario: al destacarlas, logra
una mayor credibilidad. Al fin y al cabo, “los países fuertes no escamotean sus debilidades”.
Ni siquiera elude las zonas rurales donde los “predicadores viajeros” envían “a las
mujeres de un lado y a los hombres de otro” hasta que “ellas entran en delirio, se tuercen y se
revuelcan por el suelo, echando espumarajos”. Ésas son “las habitantes del Far-West”. Más
contradicciones, desde ya. Pero no hay que impacientarse con los Estados Unidos. Porque si los
habitantes “de los antiguos estados del Este se diseminan hacia el Oeste educando a los pueblos sin
pericia ni ciencia”, frente a la barbarie producida por “el aislamiento de los bosques” también se
mejorará la mujer del yanqui más rústico.
Antagónicamente, por fin, en uno de los escenarios definitorios del viaje, una voz de
mujer dice algo “en francés”; Sarmiento le ofrece la mano para que se apoye; ella alude “siempre
en francés” a “las dificultades” que había tenido Sarmiento; excusas de él, “turbación” de ella; y
cuando Sarmiento admite su falta de fondos, esa “dama” le ofrece su casa a cinco leguas más acá de
Nueva Orléans. Y por si hay “alguna sospecha”, ella aclara que “hacía seis semanas que acababa de
perder a su marido”; además, “ella y su hijita de nueve años estaban de luto completo”.
Parece uno de los capítulos más transparentes de la novela de un joven pobre
organizada por Sarmiento. El pícaro del siglo XVII vacilaba entre su colección de oficios y
desconfiaba del origen de su madre; el desheredado del siglo XIX no sólo se empecina, como
trepador, en su trabajo, sino que es un especialista en la idealización de “la mujer que le dio la
vida”.
Empecinadamente probo e inobjetable: el viaje de Sarmiento pretende convertirse, como
remanente de su acumulación simbólica, en una hagiografía laica. Mi defensa y Recuerdos de
provincia redondearán esa imagen. De manera edificante, esa viajera solitaria y norteamericana lo
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remite a “la imagen de la madre” que “le ofrecía a un desconocido que debía también tener madre”.
Idea que al “santificar la oferta” alude a un renovado paralelismo que incorpora una vez más el
recuerdo de doña Paula.
La novela prosigue: “buque”, “cámara”, “levantóse la señora”, “fingió darme la mano”
para “pasarme ocultamente un bolsillo de oro” . La imagen de la mujer norteamericana, por
intermedio de su libertad practicada “a solas”, trasciende la exaltación inicial y se transíorma en
una suerte de beatificación. Ya es la mujer yanqui en general. Otro mito Sarmiento, sagaz, cierra su
relato: “He olvidado su nombre”.
Paralelismo que ya no remite a ciertas mujeres argentinas, sino que prenuncia de
manera inquietante a Ida Wickersham. Como ocurrirá en el segundo viaje de Sarmiento a los
Estados Unidos. No bajo el James Polk de la guerra de 1847, sino con el Lincoln recién asesinado
al final de la guerra civil: “Temo que hace tiempo que me hayas olvidado”. Así le escribirá esa
mujer norteamericana después de haber sido su amante y de haberse divorciado de su marido good
natured.
Sarmiento viaja solo por los Estados Unidos, pero en los episodios en que comenta a las
mujeres yanquis o en los breves encuentros en que habla con ellas, se presiente de manera ambigua
su necesidad de compañía.
Sobre todo para corroborar un eventual duplicado de su posesión del país y para ir
ensayando coloquialmente la confidencia unipersonal resuelta entre silencios, reticencias e
insinuaciones en su carta-balance a Valentín Alsina. Su relato, en realidad, puede ser leído como
una colección entrecortada de revelaciones a mujeres norteamericanas singularmente “civilizadas”.
Egocentrismo, telégrafos, grandeur
“¿Maestro de escuela en viaje de exploración por el mundo para examinar el estado de la
enseñanza primaria, y regresar sin haber inspeccionado las escuelas de Massachusetts, las más
adelantadas del mundo?”.
D. F. Sarmiento, Viaje a los Estados Unidos
Un viaje egocéntrico es el que realiza Sarmiento por los Estados Unidos a lo largo de 1847.
porque si bien a la mayoría de los escenarios y de los personajes yanquis intenta tratarlos con una
distancia prudente como si quisiera “enfriarlos” para exhibir cierta objetividad que apela a “las
consabidas ciencias”, la puntualidad del día a día con que va inscribiendo sus notas condiciona un
doble conjuro que subraya un “yo personalmente”: en primer lugar, el cuestionamiento de la figura
del proscripto byroniano a lo Mármol que entona una elegía nostálgica y quejumbrosa por “la
ciudad violada”, y que “erra por errar sin otro fin que soñar”; en un segundo movimiento, el
rechazo del judío errante, típico personaje romántico que se define por un tiempo flotante que lo
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lleva a “las derivas de la errancia”. Si Sarmiento viaja con riesgos, jamás lo hace a la ventura; y
si su mismo discurso opera con desahogos o digresiones, prolijamente elude toda divagación no
sólo por economía sino por producción de interés y en beneficio de su vigoroso “amor propio”.
Y como tampoco aguanta sentirse “fuera de su lengua natal”, no tolera otras versiones
del victimismo: ni las traducciones del que ofrece el sacrificio de sus testimonios, ni al que se
proclama mártir y, mucho menos, al que consigna detalladamente los perjuicios padecidos.
Sarmiento desdeña como blandas concesiones toda restitución o expectativa de reembolso. Por eso,
al ir organizando su explícito proyecto “la verdadera geografía de su patria”, su único anclaje en un
desquite, se convierte en un opositor categórico que sólo puede imaginar su regreso como una
revancha.
En esa bisectriz de su Viaje, Sarmiento va instalando sus mapas, su brújula, incluso su
reloj y, desde ya, su telégrafo (cuyo lenguaje metálico corrobora “al que suscribe”). Son los
instrumentos que, como señales, ratificarán sus convicciones al fortalecer sus avideces que se van
entretejiendo con las divisas del “conquistador” que, típico burgués del siglo XIX, en los Estados
Unidos se ve a sí mismo como un pionero. “El primero en llegar”; “El primero en ver”. Si la
trashumancia, y aun la dromomanía, lo definen en 1847, los acostumbramientos yanquis a la
intemperie, opuesta a todo lo sedentario, lo confirman una vez más en su oposición al inmovilismo
que denuncia en su propio país. “Yo viajo en contra de mi tierra natal”.
Puede inferirse: su egocentrismo, inaugural sobre todo, cuando se desplaza por los
Estados Unidos. Como no puede volver a la Argentina, siempre avanza y “progresa”. Su pilgrim's
progress de maestro primario, en Boston o en Nueva York, se convierte en una novela de
aprendizaje. Pobre, entonces, y aprendiz. Y como su “progreso” fundamentalmente funciona como
acumulación, regresar a su país natal no sólo implicaría ablandarse y abdicar, sino la evaporación
del capital simbólico empeñosamente almacenado. Nada de acantilados épicos, entonces, para
entonar sus desgarramientos por un presunto “paraíso perdido”. Ésa, además, era otra variante del
victimismo que detesta y (lo más inquietante) que puede llegar a englutirlo alterando o corroyendo
su integridad.
Por esas razones, al menos, hasta 1852, Sarmiento sólo se repatría a través de sus
escritos más insolentes y certeros. Años después, con envidia, comentará los privilegios de Tolstoi,
cuyas novelas se telegrafiarán desde Rusia a las editoriales de Nueva York. Y como pionero,
también será un precursor hasta por sentido contrario de los grandes señores de 1880, que viajarán
a los Estados Unidos desde la perspectiva del despilfarro. Herederos y beneficiarios del poder, sus
turismos simbolizarán lo opuesto (aunque se refieran a él con benevolencia) de “las ilusiones
románticas” de Sarmiento. Aún cuando él se empeñe en actuar como un homme sérieux, sus tomas
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de posición serán descalificadas como “anacronismos”. Sus desmesuras les resultarán la negación
de su definitivo sentido de la medida. Como preferirán héroes sin heroísmo, las imprudencias y los
desbordes en el yoísmo en que suele incurrir Sarmiento les parecerán síntomas evidentes de su
locura (“...avec ses gestes fous, Comme les exilés, ridicules et sublimes”). En sus últimos años,
cuando ataca al unicato aún dirigido por “los concuñados” Roca y Juárez Celman como si
continuara enfrentándose al “perverso aparato del tirano Rosas”, irónicamente utiliza la palabra
coterie. Le replican: su “gigantismo” no ha advertido que se trata de una camaraderta desinteresada.
Su voz “aturde”, cuando son tiempos de “cuchichear”. Ya había pasado la época de las guerras que
exiglían un inflacionismo de la subjetividad para que el yo pudiera contrarrestar “el tembladeral
histórico”. La presunta estabilidad no se compaginaba con un autobiografismo desorbitado, sino
que solicitaba nostalgias a lo sumo, pero, sobre todo, panegíricos si se hablaba de la Argentina o
apologías y lisonjas si se trataba del poder.
Mármol era un sobreviviente; Ricardo Gutiérrez y Obligado circulaban con mayor
fluidez. Y si a Sarmiento le adjudicaban el título de loquito, el mismo diminutivo se convertía en
una insidiosa manera de aludir a su “megalomanía”. Para los grandes señores del '80, el
egocentrismo de Sarmiento no era mucho más que la caricatura de alguien que se había construido
la postulación de su propia imagen como una gran aventura frustrada.
Egocentrismo que como si no se hubieran insinuado alternados pero contundentes
indicios a lo largo del Viaje bruscamente se verifica en uno de sus episodios más retumbantes por
los ademanes que se definen por todo lo contrario de cualquier elegía victimista: es el momento en
que el pionero se convierte en profeta, y el cauteloso aprendiz, en tribuno elocuente. Ya no se limita
a contemplar desde alguna altura privilegiada, sino que pretende el descenso sacralizado como
legislador. Baja hacia el Sur, al “infierno latino”, pero portando “los categóricos reglamentos
sajones”. Su Viaje norteamericano se le ha convertido en un capítulo de su “manifiesto destino”; y
a las provincias, al Paraguay y a la Patagonia, entre los '60 y 1879, llegará a considerarlas como
colonias de su imperialismo autobiográfico. Guaraníes, montoneros y araucanos serán para él “los
otros desnudos”. Sarmiento ha pasado a ser algo así como el Niágara, “ensordecedor, inmenso,
abundante”, un émulo del Whitman de Song of Myself que, al privilegiar como nunca la grandeur y
“a mí mismo”, convocará, con el tiempo, al Lugones de Las montañas del oro y de “La
Montaña” gritona para que intente prolongarlo desde las alturas de una perspectiva
“orográficamente andina”.
Profecíasy Utopismo
“Con la mano en la cadera, en pose de orador, como si estuviera dando el prefacio de
1851 como discurso”. Jerome Loving Walt Whitman, 1991
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Se trata de una especie de arenga o de íntimo ensayo de sermón lírico que, al desbaratar
cualquier enfriamiento supuestamente objetivo, convierte los acontecimientos en mito y “lo
egocéntrico” en un exasperado egotismo: “Si Dios me encargara de formar una gran república”, le
escribe a Valentín Alsina en un párrafo condensado y esencial, como si se tratara de una
confidencia fundamental, postergada y previsiblemente intimidatoria para el corresponsal
montevideano, pero que, hasta en su impetuoso enunciado, insinúa el verdadero proyecto del
“modesto maestro de escuela” sanjuanino. Sarmiento se franquea; pero esa franqueza arrolladora se
convierte en el síntoma más intenso de su egocentrismo. Ptolomeico, sólo él y la Tierra podían ser
el centro. “Acumulación”, sugerimos, además. Pero también antecedentes. Buscar su universal: en
Roma, se había arrodillado a los pies de Pío IX. Pero Sarmiento era laico, y esa genuflexión no
pasó de ser una fugaz ceremonia o la solapada artimaña para confrontarse. “Un burgués ilustrado,
minucioso y potente”. El emperador del Brasil, don Pedro II; ése sí que le parece el ideal, aún en su
republicano campo de posibles.
Distancia prudencial entonces, pero, de pronto, el significado prioritario de lo que ha
ido juntando en su “viaje de exploración por el mundo”. Almacenar obstinadamente, sin duda, pero
hasta que ese acopio, indisimulable, reviente, desborde y entre en circulación. “Volcánico”
también es una palabra que usarán en el '80 para describir ese espectáculo de la naturaleza. “Si Dios
me encargara de formar una gran república”, confiesa Sarmiento aludiendo a un tête à tête que
recuerda el escenario privilegiado del Sinaí. “Si Dios me encargara de formar una gran
república” se abre la confidencia fundamental de Sarmiento, “nuestra república a nous, por
ejemplo, no admitiría tan serio encargo, sino a condición de que me diese estas bases por lo
menos”. Y Sarmiento va enunciando sus exigencias, que, si por un lado juegan con cierta ironía
por su desmesura y por la arbitraria cronología utópica, por la otra vertiente aluden al mapa
concreto de los Estados Unidos: “Espacio sin límites conocidos para que se huelguen un día en él
doscientos millones de habitantes” prosigue dibujando unos ademanes muy vastos de escritura
pectoral “ancha exposición a los mares, costas acribilladas de golfos y bahías; superficie variada sin
que se oponga dificultades a los caminos de hierro y canales que habrán de cruzar el Estado en
todas direcciones”.
Proyecta y exige, poniendo condiciones: “Y como no consentiré jamás en suprimir lo de
los ferrocarriles, ha de haber carbón de piedra y tanto hierro, que el año de gracia cuatro mil
setecientos cincuenta y uno se estén explotando aún las minas como el primer día”. Él se ha
transformado en taumaturgo y despliega su mapa egocéntrico, su calendario asombroso: “La
extrema abundancia de madera de construcción sería el único obstáculo que soportaría para el fácil
descuajo de la tierra, encargándome yo personalmente” puntualiza Sarmiento incurriendo en el
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plano de la gesticulación “de dar dirección oportuna a los ríos navegables que habrían de atravesar
el país en todas direcciones, convertirse en lagos donde la perspectiva lo requiriese, desembocar en
todos los mares, ligar entre sí todos los climas , a fin de que las producciones de los polos
viniesen en vía recta a los países tropicales y viceversa”. ¿Taumaturgo? ¿O vidente egolátrico?
“Luego, para mis miras futuras” continúa con su ensalmo tan dilatado , “pediría con abundancia por
doquier mármoles, granitos, pórfidos y otras piedras de cantería, sin las cuales las naciones no
pueden imprimir a la tierra olvidadiza el rastro eterno de sus plantas”.
Típica expansión de la grandiosidad sarmientina. ¿Obvia? Desde ya que episódicamente
repetida Culminaciones en las que la agresividad verbal de Sarmiento se apoya en una suerte de
metafísica de la palabra como si las palabras, divinizadas, extrajeran su fuerza de su propia esencia:
“la palabra es Dios”; y su retórica, una forma de acción. Categóricamente.
Pero con los matices condicionados por “una linfa subyacente” que recorre todo su
itinerario, y que en este recoveco de 1847 aparece con nitidez coloreado no sólo por el viaje
norteamericano, sino por sus propias expectativas, avideces, codicias y proyectos postergados. Así
como también y de manera flagrante por sus obsesivos paralelos entre los Estados Unidos y la
Argentina.
Alguien comentó por ahí: “Como si Sarmiento temiera, en 1847, que iba a perder el tren
de la historia”. O que ya lo había perdido para siempre. Y de esa manera, retóricamente, intentaba
desquitarse de su fracaso. Incluso cuando en dos inflexiones laterales, agrega: “¿No hay
Providencia? ¡Oh, amigo, Dios es la más fácil solución de todas estas dificultades!”. ¿La
intimidad de la carta lo anima a confesarse así con Alsina? ¿La distancia que disolvía la etiqueta?
¿Un recurso más en la construcción de su imagen?
El descaro de Sarmiento era un tópico que también contribuía a la opinión sobre su
“locura”. El egotismo exasperado parece haber culminado: no ya el Moisés profético, sino el
mismísimo Jehová. Semejante ímpetu parecería solicitar la recuperación de alguna ironía. “Algo de
objetividad”. Pero, no. La grandilocuencia desenfrenada apenas si se atenúa con un “¡País de
cucaña!, diría un francés. ¡La ínsula Barataria!, apuntaría un español”. El propio convencimiento
bordea la egolatría. Su subjetividad llega a dilatarse en “un solo yo”. Y Sarmiento, con cierta
complicidad que parece atenuar sus apelaciones a la grandeur, va aclarando “¡Imbéciles! Son los
Estados Unidos, tal cual los ha formado Dios”. Y como para que no quede ninguna duda, agrega:
“Olvidé pedir para mi república, y lo hago aquí para que conste, que se me dé por vecinos pueblos
de la estirpe española, Méjico por ejemplo, y allá en el horizonte, Cuba, un istmo, etcétera”.
La grandeur profética y egocéntrica implicaba pronósticos, nada menos que el propio
destino manifiesto y hasta una suerte de premonición, hacia 1850, del big stick y de las desmesuras
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del Theodore Roosevelt del siglo XX (Cfr. Ray Ginger, Age of excess: the United States from 1877
to 1914, 1975). Es un párrafo que pertenece a la misma tanda: alrededor del 1900, uno de los
gentlemen más coherentes con el proyecto sarmientino corregido y puesto al día será Carlos
Pellegrini, cuyas actitudes “pragmáticas” no incurrirán en el escepticismo de la elite argentina que
viaja a los Estados Unidos. Mucho más próximo al primer Roosevelt, será capaz de diferenciar su
agresiva política imperial del progresismo interior que lo enfrenta a los grandes trusts. En ningún
momento confunde Cavite con Porth Arthur, ni Lesseps con Armour o Pullmann. Por más de una
razón, sus Cartas norteamericanas publicadas en la prensa porteña actualizarán el ímpetu
programático de Sarmiento. Ni cínico ni incondicional, será el único capaz de actualizar las
profecías y el utopismo de un Sarmiento, pero tan distante de la estatuaria como de la diatriba o la
condescendencia.
Las “colosales” estatuas norteamericanas y los edificios “que en toda la Unión asumen
formas monumentales”, e incluso sus exageradas dimensiones (“dos metros más que la pirámide de
Cheops en Egipto”), en Groussac, en cambio, provocarán sarcasmos despiadados. En Sarmiento
habían estimulado las propias medidas de la imagen que se iba construyendo. Un romántico
plebeyo e impetuoso/un gentleman francés, desabrido y rotundo admirador de Taine y de Renán.
En realidad “el magno proyecto” de Sarmiento y su viaje norteamericano se sobreimprimen, hacia
1850, con su propia representación. “Sarmiento magno viajero”. Mi grandeza nos viene a decir
viaja por un país de grandezas, las contempla, las mide, las envidia, las refleja, las comenta, y
finalmente se deja impregnar por ellas hasta su total identificación: “Me vuelvo yanqui, como usted
ve”, nasaliza definitivamente halagado hacia el entrecierre de la travesía norteamericana que ha
puesto en movimiento.-