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Apodíctica y dialéctica

Enrico Berti(*)

La ciencia apodíctica

[3] La forma de racionalidad de la cual Aristóteles es tradicionalmente considerado


el primer teórico –y, además, aquella que muchos, desde Zabarella y Bacon en adelante,
consideran la única, o la única verdadera, forma de racionalidad por él teorizada- es
indudablemente la ciencia apodíctica, esto es, demostrativa. Esta expresión podría parecer
pleonástica -dado que Aristóteles define, sin lugar a dudas, la ciencia (epistéme) como
“hábito demostrativo” (hexis apodeiktiké) (Ética a Nicómaco VI, 3, 1139b 31-32)- si él
mismo no indicara también la existencia de una “ciencia no-demostrativa” (epistéme
anapódeiktos) (Segundos Analíticos I, 3, 72b 18-20), de la cual nos ocuparemos más
adelante.
A la teorización de la ciencia apodíctica ha dedicado Aristóteles todo un tratado
celebérrimo, los Segundos Analíticos, en el que nos ofrece, para empezar, su definición de
ciencia: “Creemos tener ciencia de cualquier cosa en sentido propio –vale decir, [4] no de un

(*)
Se reproduce aquí el primer capítulo del libro de Enrico Berti Le ragioni di Aristotele (Gius.
Laterza & Figli, 1989). La presente versión en español no se hace, sin embargo, de su original en
italiano, sino de la traducción al portugués del libro mencionado. La referencia completa del texto en
portugués es la siguiente: BERTI, Enrico: As razões de Aristóteles, São Paulo, Edições Loyola, 1998.

En la presente traducción se han suprimido las notas de pie de página del texto original, pues, aparte
de algunas referencias eruditas, no ofrecen elementos importantes para la comprensión del texto
por parte de los estudiantes.
Para facilitar la citación del texto, se indican (en negrilla y entre corchetes) las páginas de esta
versión portuguesa del texto.
La traducción del portugués es de Diego Antonio Pineda R., Profesor Asociado de la Facultad de
Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana y es exclusivamente para el uso de sus alumnos de la
cátedra de Aristóteles.
Este material está protegido por las leyes de derechos de autor. Dicha ley permite hacer uso
de él para fines exclusivamente académicos y de carácter personal. No se debe reproducir por
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modo sofístico, esto es, por accidente- cuando creemos conocer la causa por la cual la cosa
es [aquello que es], que ella es causa de aquella cosa y que no es posible que sea de otra
manera” (I, 2, 71b 9-12). Son dos, por tanto, las características de la ciencia que resultan
de tal definición: (1) el conocimiento de la causa, que debe ser entendida en sentido amplio,
es decir, como la razón o la explicación de un hecho, de un comportamiento o de una
propiedad (para Aristóteles, como es sabido, hay cuatro tipos de causa: material, formal,
eficiente y final); y (2) la necesidad de sus conclusiones, esto es, la imposibilidad de que,
cuando se tiene ciencia de un cierto estado de cosas, las cosas sean de otro modo que como
se sabe que son.
Tener ciencia –es decir, saber- significa, en síntesis, conocer no solamente el “qué”,
sino también el “porqué” de cierto estado de cosas; y saber que no es un simple estado de
hecho, sino una verdadera necesidad. Naturalmente, esas dos características están
vinculadas entre sí, pues la necesidad del efecto depende de la existencia de la causa, por lo
cual el estado de cosas de que se tiene ciencia no es necesario por sí mismo, sino solamente
si subsiste una causa suficiente de dicho estado de cosas, precisamente aquella cuyo
conocimiento constituye su ciencia. Como se ve, estamos ante un concepto de ciencia
profundamente diferente del moderno, caracterizado principalmente por su carácter
hipotético y por la probabilidad.
El carácter de necesidad de la ciencia en sentido específicamente aristotélico es
frecuentemente indicado por el propio Aristóteles mediante la afirmación de que la ciencia
es conocimiento de cosas que existen “siempre”. Eso no significa que todos los objetos de la
ciencia sean sustancias eternas –como lo eran, para Platón, los objetos de la matemática y,
para Aristóteles, los astros y sus motores-, sino que son eternos los nexos entre ciertos
objetos y ciertas propiedades suyas de las cuales se tiene ciencia. Por ejemplo, [5] existe
un nexo entre el triángulo y la propiedad de que la suma de sus ángulos internos es igual a
dos ángulos rectos; por tanto, el triángulo tiene “siempre” dicha propiedad, es decir,
cualquier triángulo en cualquier condición la tiene. Aristóteles admite, sin embargo, también
una atenuación de ese carácter de necesidad que no va en perjuicio de la naturaleza de la
ciencia, atenuación que expresa mediante la afirmación de que es posible tener ciencia no
sólo de las cosas que existen siempre, sino también de aquellas que existen “casi siempre”
(hos epí to poly) (I, 30, 87b 19-22). Posteriormente veremos lo que eso significa.
En el caso de la ciencia apodíctica, las dos características hace poco mencionadas –es
decir, el conocimiento de la causa y la necesidad- son establecidas por la “demostración”
(apódeixis), que por eso llama Aristóteles “silogismo científico”. Al “silogismo” (que
literalmente significa conjunto de discursos, esto es, concatenación, secuencia y, por tanto,
raciocinio, argumentación y, más propiamente, deducción) le dedicó Aristóteles el tratado
que precede a los Segundos Analíticos; a saber, los Primeros Analíticos. Éstos tratan, en
efecto, del silogismo en general, mientras que aquéllos se ocupan de un silogismo particular:
del silogismo científico o demostrativo. El silogismo en general es definido por Aristóteles
como un discurso, esto es, un raciocinio, una argumentación en la cual, puestas algunas
“premisas” (al menos dos, denominadas respectivamente “la mayor” y “la menor”), resulta
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necesariamente de ellas alguna cosa diversa (denominada “conclusión”) solamente por el


hecho de que ellas existen (Primeros Analíticos I, 1, 24b 18-20). Las premisas, por tanto,
son la causa necesaria, y al mismo tiempo suficiente, de la conclusión; por eso la conclusión
resulta necesariamente de ellas.
La demostración –es decir, el silogismo científico- tiene lugar cuando las premisas
son “verdaderas, primeras, inmediatas, más conocidas, anteriores y causas de la conclusión”.
Las premisas deben ser verdaderas, es decir, deben expresar cómo efectivamente son las
cosas, pues no es posible hacer ciencia de un estado de cosas que [6] no existe; deben ser
primeras e inmediatas, esto es, indemostrables, o al menos deben derivarse de premisas que
a su vez son indemostrables en la medida en que, si las premisas debiesen ser siempre
demostradas –es decir, se derivasen siempre de otras, hasta el infinito-, no habría nunca
ciencia; deben ser causas de la conclusión, porque tener ciencia significa, como vimos,
conocer la causa; deben ser anteriores, para poder ser causa de la conclusión; deben, en fin,
ser más conocidas que ésta, dado que deben ser conocidas anteriormente a ella, o
independientemente de ella.
Ahora bien, la expresión “más conocidas” –observa Aristóteles- puede ser entendida
en dos sentidos, a saber: como más conocidas para nosotros (y en ese caso se trata de
realidades próximas a la sensación, es decir, de premisas particulares), o como más
conocidas por naturaleza (y en ese caso se trata de realidades distantes de la sensación, es
decir, de premisas universales) (Segundos Analíticos I, 2, 71b 19-72a 5). La demostración,
entendida en su sentido más propio, es aquella que procede desde premisas universales
hacia conclusiones particulares, es decir, la deducción. Ella es, por tanto, la que confiere a
la ciencia el carácter de conocimiento de la causa y el carácter de conocimiento dotado de
necesidad.
Las premisas que cumplen todos esos requisitos son denominadas también “principios
propios”, es decir, principios que es necesario poseer para poder tener cierta ciencia, pero
que son necesarios solamente para ella y no para otras. Estos principios pueden ser de dos
tipos: pueden ser “definiciones” (o sea, discursos que dicen “lo que es” cierta cosa, que
expresan su esencia), o pueden ser “presuposiciones” (hypóthesis, dice Aristóteles) y, por
tanto, discursos que dicen si una cosa es o no es, o sea, que asumen la existencia o no
existencia de cierta cosa, o de cierto nexo entre sujeto y predicado. Un ejemplo de
definición, en el caso de la aritmética, es la definición de la unidad como lo que es indivisible
según la cantidad; un ejemplo de [7] presuposición es la aprehensión de que se tienen dos
unidades (I, 2, 72a 14-24). Como se ve, los principios propios son premisas que deben ser
puestas explícitamente y son precisamente aquello a partir de lo cual se deduce, es decir,
se extrae la conclusión. Eso es evidente sobre todo en el caso de la geometría, en el que las
demostraciones –es decir, lo que Euclides denominará luego los teoremas- derivan
precisamente de la aprehensión de ciertas figuras y de su definición.
Si los principios propios son aquello a partir de lo que se demuestra, aquello que, al
contrario, propiamente se demuestra son las propiedades universales y necesarias, es decir,
lo que “de por sí” pertenece a los objetos a los cuales se refieren los principios (I, 4-6). Por
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ejemplo, si el objeto es un triángulo, lo que se demuestra es su propiedad de que la suma de


sus ángulos internos es igual a dos ángulos rectos. Es evidente que ella se demuestra a
partir de la definición de triángulo, de ángulo recto, etc.; y de la aprehensión de las figuras
necesarias para la demostración (por ejemplo, el prolongamiento de un lado), lo que, según
Aristóteles, es una presuposición.
Ahora bien, además de los principios propios, para tener ciencia es necesario poseer
también otros principios, que no son necesarios solamente para una ciencia particular, sino
también para otras ciencias e incluso para todas, y que por eso se denominan “principios
comunes”, o también, con un término matemático, “axiomas” (que significa literalmente “algo
que posee dignidad” y que se refiere, por tanto, a aquellas proposiciones dignas de ser
admitidas a causa de su evidencia intrínseca). Como ejemplo de principios comunes
solamente a algunas ciencias, Aristóteles cita la proposición “sustrayendo iguales de iguales
se obtienen iguales”, proposición que es común a todas las ciencias matemáticas (aritmética,
geometría, etc.). Como ejemplos, por el contrario, de principios comunes a todas las
ciencias, cita el principio de no contradicción (“es imposible simultáneamente afirmar y
negar un mismo predicado de un mismo sujeto”) y el principio del tercero excluido (“es
necesario o afirmar o negar cierto predicado de cierto sujeto”) (I, 11, 77a 30-31). Éstas no
son propiamente premisas de las cuales se deduzca, esto es, se extraiga una conclusión, sino
que son, [8] más bien, reglas generales, leyes que deben ser observadas si se quiere
asegurar la corrección de la demostración.
Lo que más nos interesa, y que Aristóteles nunca deja de enfatizar, es que la
necesidad de principios propios implica una rigurosa distinción entre las ciencias
demostrativas y una absoluta independencia de cada una de ellas en relación con las otras.
Toda ciencia, en efecto, tiene necesidad de principios propios, que no pueden ser inferidos
de las otras ciencias; y no puede, a su vez, demostrar los principios propios de las otras
ciencias; o, mejor, el hecho de que los principios propios de cierta ciencia pertenezcan a
ella, y sólo a ella –es decir, que expresen solamente las definiciones y aprehensiones de los
objetos propios de ella-, implica que ninguna demostración puede pasar de cierto género de
objetos, propios de cierta ciencia, a otro género de objetos, propios de una ciencia diversa.
En suma, está prohibido en la demostración el “pasaje a otro género” (metábasis eis allo
genos) (I, 7, 75b 8-14). La única excepción admitida por Aristóteles a esa regla es la de las
matemáticas aplicadas (astronomía, óptica, música) que, sin embargo, no son ciencias
independientes, sino subalternas de las verdaderas matemáticas (la óptica de la geometría,
la música de la aritmética, etc.) (75b 14-17). Eso implica la imposibilidad de una ciencia
universal a partir de la cual se puedan demostrar los principios propios de todas las otras
ciencias (I, 9, 76a 16-25), como también la imposibilidad de una ciencia capaz de demostrar
los principios comunes a todas las [9] otras (I, 11, 77a 26-35). En efecto, ni los principios
propios ni los comunes, en cuanto principios, son demostrables. Las ciencias demostrativas
son todas, por tanto, siempre y solamente ciencias particulares.
Una ciencia demostrativa universal fue probablemente algo que se deseó en la
Academia platónica por parte de los primeros discípulos de Platón (sobre todo por
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Jenócrates), y tal vez por el propio Platón en sus famosas “doctrinas no escritas”;
Aristóteles, sin embargo, rechazó con claridad tal designio, precisamente sobre la base de
la propia teoría de la demostración, y afirmó con vigor la multiplicidad y la autonomía de las
diversas ciencias, inclusive en relación con la metafísica. A tal reacción se refiere
probablemente un fragmento muy bello del tratado perdido Del bien, en el cual impugnaba y
criticaba la doctrina platónico-académica de la derivación de todas las cosas de dos
principios opuestos, el Uno-Bien y la Diada indefinida; y, por tanto, el ideal de una ciencia
única capaz de demostrarlo todo: “Se debe recordar que es hombre no sólo el que tiene la
fortuna consigo, sino también aquel que se dedica a las demostraciones”. Se sabe que el
llamado a la conciencia de [10] que eran hombres significaba, para los griegos, una invitación
a no sobreestimarse, es decir, a que no creyeran ser dioses, tentación a la cual podría estar
expuesto quien creyese poseer una ciencia capaz de demostrarlo todo. Aristóteles, por
tanto, era bien consciente de los límites de la ciencia demostrativa, mucho más habiendo
sido su primer teórico.
Por otra parte, el lector de los Segundos Analíticos, en donde se teoriza sobre este
tipo de ciencia, notará que la mayor parte de los ejemplos y términos de los que Aristóteles
se sirve han sido extraídos de la geometría, lo que significa que el modelo de ese tipo de
ciencia es la geometría, la primera ciencia descubierta por los griegos y también la única que
alcanzó, en tiempos de Aristóteles, aquello que hoy llamaríamos un estatuto epistemológico
casi definitivo gracias al impulso que recibiera, sobre todo en el seno de la Academia
platónica, a través de la obra de matemáticos como Eudoxo, Teeteto y el propio Platón. Más
aún: Aristóteles ni siquiera la describe en su proceso de constitución –es decir, en sus
procesos de invención, o constructivos- sino que la considera en su estructura ya
constituida, elaborada con un objetivo esencialmente didáctico; él, en suma, apenas describe
el estatuto epistemológico de la geometría griega. Además de eso, no es casual que la
realización plena de las indicaciones contenidas en los Segundos Analíticos se encuentre en
los Elementos de Euclides; y ello no porque Euclides dependa de Aristóteles, al que es
posterior en algunos años, sino porque también [11] él solamente sistematiza una geometría
ya existente en tiempos de Aristóteles y elaborada, en gran parte, por Eudoxo.
La situación concreta en la cual piensa Aristóteles al teorizar sobre la ciencia
apodíctica es la de un científico (por ejemplo, un cultor de la geometría) que, estando ya en
posesión de la ciencia en cuestión, se propone exponerla a otros, es decir, enseñarla. El
discurso de tal científico es, en esencia, un monólogo, aunque se voltee hacia sus oyentes,
porque estos últimos no tienen nada que decir y deben solamente aprender, esto es, deben
ser ayudados para que vean con claridad lo que todavía les resulta oscuro, por ejemplo la
verdad de un determinado teorema. Demostrar significa, en efecto, esencialmente mostrar
la verdad de una cosa a quien la ignora, a partir de la premisa según la cual la verdad es, al
contrario, ya conocida por quien la escucha; esto es, demostrar significa enseñar en el
sentido más riguroso del término.
En conclusión, la primera forma de racionalidad descrita por Aristóteles, aquella que
hoy podríamos considerar la más “fuerte” -es decir, la más convincente desde el punto de
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vista epistemológico- es justamente la racionalidad de la geometría, una racionalidad que él


encontraba ya realizada ante sí, que no puso mucho en práctica y a la que no contribuyó de
ningún modo a desarrollar, pero hacia la cual debía sentir un gran respeto –como, en general,
ocurre con aquello sobre lo que no se es muy competente- y de la cual percibía también
claramente los límites, límites inherentes a la finitud de la propia demostración. Como luego
veremos, en efecto, él procuró fundar tal forma de racionalidad sobre una base diversa,
sobre otra forma de conocimiento, ya no demostrativa; a saber: la “inteligencia”.

La ciencia no apodíctica, o la inteligencia

Ya en los Segundos Analíticos, inmediatamente después de haber delineado las


características de la ciencia apodíctica, Aristóteles observa que [12] no es posible ofrecer
una demostración de los principios, pues demostrar significa mostrar la necesidad de una
conclusión a partir de algunos principios; y, si esos principios fuesen también demostrables,
entonces ya no serían principios, sino que, en seguida, exigirían otros principios a partir de
los cuales pudiesen ser demostrados, produciéndose de este modo un proceso al infinito que
jamás llevaría a los auténticos principios y, por eso, destruiría toda demostración posible.
Por lo tanto, se debe admitir que, si la ciencia existe, es decir, si existen las
demostraciones, debe haber un saber de los principios, un saber que no es de tipo
demostrativo sino –como dice Aristóteles explícitamente- una “ciencia an-apodíctica”; o,
más propiamente, un “principio de la ciencia” que tiene por objeto los principios
indemostrables, en particular las definiciones (I, 3, 72b 18-25).
Algunos creían, ya en tiempos de Aristóteles, que también era posible demostrar los
principios no mediante un regreso al infinito en busca de otros principios, sino por una
especie de demostración circular, es decir, una demostración que se haría a partir de las
conclusiones a las cuales llega la demostración. Pero Aristóteles rechaza tal posibilidad, que
claramente daría lugar a un círculo vicioso, recordando que los principios de la demostración
deben ser anteriores a las conclusiones y que, por eso, no tiene sentido buscar demostrar
los principios partiendo de las conclusiones. Tampoco vale aducir a este propósito un tipo
particular de demostración, del cual también Aristóteles admite la posibilidad: aquella que
se desarrolla a partir de los principios más conocidos, no por naturaleza, sino para nosotros;
o sea, obtenidos por el conocimiento sensible. A propósito de ella, Aristóteles observa, sin
embargo, que eso no es una demostración en sentido propio, es decir, una demostración del
“porqué”, de la causa, sino una demostración solamente del “qué”, esto es, de un hecho (I, 3,
72a 25-36).
El conocimiento de los principios de la ciencia –es decir, esencialmente de las
definiciones- ni siquiera puede ser llamado, en rigor, ciencia, dado que –dice Aristóteles-
toda ciencia [13] va acompañada de razonamiento, o sea, de demostración, al tiempo que,
como vimos, los principios no son demostrables. Ese conocimiento, por tanto, es llamado por
Aristóteles noús, término casi intraducible, dado que su correspondiente latino –usado a
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partir de Boecio-, a saber, intellectus, fue traducido al alemán por el monje benedictino
Notker (que vivió en la abadía de Saint Gall entre los siglos X y XI) como Vernunft, término
que, al contrario, a partir de Kant –o, mejor, de Baumgarten-, fue usado para traducir el
latín ratio y que, por tanto, a causa de la enorme influencia que tuvo en la filosofía alemana,
de Kant en adelante, ha sido normalmente traducido por razón. A fin de evitar todos los
equívocos que puedan surgir a propósito de la relación entre razón e intelecto –dado que
hasta Spinoza el intelecto se consideraba la facultad más elevada, mientras que a partir de
Kant, y sobre todo de Hegel, la facultad más elevada se considera la razón- adoptamos para
traducir el griego nous el término “inteligencia”, sin que entendamos ese término en el
sentido preciso que tiene en la psicología experimental y en la disciplina denominada
“inteligencia artificial”.
[14] Lo que más nos interesa, sin embargo, más allá de toda consideración
terminológica, es el significado del nous aristotélico. Éste fue frecuentemente confundido
con una especie de intuición, es decir, con un conocimiento inmediato, no discursivo, al estilo
de la intuición bergsoniana o de la visión eidética husserliana. Tal interpretación surge, para
dar solamente dos ejemplos ilustres, en un neoescolástico como Maritain, notoriamente
influenciado por Bergson, y también –y, tal vez, no por casualidad- en un profundo conocedor
de Aristóteles como fue Heidegger, discípulo de Husserl pero también muy familiarizado
con la escolástica. Para limitarnos solamente a este último autor –hoy tan en boga, después
de la publicación de muchos de sus cursos inéditos- es interesante anotar que el texto al
que él continuamente se refiere a propósito del nous es el capítulo 10 del libro IX de la
Metafísica, en el cual Aristóteles compara el acto del nous con el “percibir” (thigéin o
thingánein), el cual se sustrae a la alternativa verdadero/falso, sino que solamente puede
ocurrir o no; si ocurre, es siempre verdadero; y, si no ocurre, no se puede decir que se esté
en un error, sino solamente que se está en estado de ignorancia (1051 b 17-1052a 2).
Se debe recordar, además, que en ese capítulo Aristóteles declara, en efecto, que
“en relación con las cosas que son, que son exactamente alguna cosa, que son en acto [esto
es, las esencias], no es posible engañarse, sino que sólo es posible aprehenderlas o no
aprehenderlas (noéin e me)”; y específica a continuación: “pero lo que es [la definición] es el
objeto de investigación en torno a ellas; si éstas son así o no lo son [este es el objeto de la
investigación] (allá to ti esti zetéitai perí autón, [15] ei toiáuta estin e me). Lo que esto
significa es que la definición de la esencia –a saber, el principio de la ciencia en que consiste
propiamente el noús- es el resultado de una investigación, vale decir, de un proceso
caracterizado por la alternativa entre cierta determinación y su negación.
¿Cómo se concilian estas dos afirmaciones? Probablemente suponiendo que la
aprehensión inmediata de los principios –que tiene como única alternativa la ignorancia- sea
aquella que tiene lugar en una situación de enseñanza, en la cual el docente ofrece a sus
discípulos una definición ya hecha y éstos simplemente deben “entenderla”; si la entienden,
están en lo verdadero; y, si no, ignoran la verdad. Esa inmediatez de la aprehensión no
excluye, sin embargo, que el docente, para dar la definición, haya investigado anteriormente
por medio de un proceso que no es, en absoluto, una aprehensión inmediata.
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Lo anterior se ve confirmado por lo que dice Aristóteles con respecto al noús en los
Segundos Analíticos, la obra dedicada a exponer, como vimos, la ciencia que se enseña. Allí
él presenta el noús como resultado de una epagogé -es decir, de un proceso que significa no
sólo “inducción”, como generalmente se la entiende, sino también como “guía para alguna
cosa” (de ago, conducir, guiar; y epí, para o en la dirección de)-, o sea, de una “introducción”.
Se trata del proceso por el cual el docente guía, o conduce, a los discípulos a la aprehensión
de los principios. Éste se mueve, como se sabe, de la sensación –por ejemplo, de la visión de
una figura dibujada- al recuerdo –esto es, a su fijación en la mente-; y, por la experiencia –o
sea, por la repetición de este último acto- llega a lo universal, es decir, a la definición de la
figura en general, de la cual la figura dibujada es solamente un caso particular (II, 19).
[16] Que también a propósito de los principios Aristóteles piense en una situación de
enseñanza es confirmado por el hecho de que, al lado de los principios verdaderos
(definiciones, presuposiciones y axiomas), frecuentemente enumera, entre las premisas de
las demostraciones, también a los “postulados” (aitémata), término que significa
literalmente “pedidos” (de aitéo, pedir), dado que el docente debe pedir a los discípulos que
los admitan para proceder a la demostración. Al contrario de los principios –que, en efecto,
son necesarios, es decir, evidentes-, los postulados no lo son (II, 13, 97a 21-23).
De todo esto se sigue, me parece a mí, que el noús, excepto en la enseñanza, no es
una intuición inmediata -esto es, una especie de iluminación gratuita, o algo debido a la
habilidad del docente-, sino el fruto de un proceso que puede ser también largo y laborioso;
es decir, de una investigación, aunque dicho fruto nunca se vea asegurado por el propio
proceso; y aunque su fruto no sea una conclusión necesaria, como lo es la conclusión de la
demostración científica; ello puede ocurrir o no ocurrir, porque, cuando se investiga, nunca
se está seguro de encontrarlo y sólo al fin de la investigación se puede saber si se encontró
o no lo que se buscaba. Solamente el noús divino, especifica Aristóteles, está ya desde
siempre en la condición en la cual el noús humano se encuentra sólo en cierto momento, esto
es, al final del proceso, cuando abraza todas las etapas en una sola mirada y en el todo
encuentra su condición óptima; el noús divino, efectivamente, no tiene necesidad de buscar,
pues ya está desde siempre todo en acto (Metafísica XII, 9, 1075a 5-10). En ese sentido, el
noús, el humano, es una forma de racionalidad; o, mejor, la más elevada al alcance del
hombre. Veremos mejor a continuación qué tipo de proceso conduce a esa cumbre.
Evidentemente el noús que pasa, de ese modo, a hacer parte de la filosofía
propiamente dicha no es el que está en la base de cada ciencia particular, o sea el
conocimiento de los principios propios de cada una de ellas (por ejemplo, de la definición de
punto, [17] línea, triángulo, etc.). La filosofía primera, en verdad, no tiene por objeto las
realidades que son objeto de las ciencias particulares; por eso no sabe lo que ha hacer con
su definición. Ella tiene por objeto, dice Aristóteles, el ser en cuanto ser, es decir, el ser
en su totalidad; y es de él, y solamente de él, que ella busca los principios; o sea, lo “que es”
(pues lo que es se percibe mediante el noús) es algo que se constituye, por así decirlo, desde
dentro, con lo cual se hace de la filosofía primera no una simple ciencia, sino la verdadera
sabiduría. A la filosofía, en suma, no le interesan las esencias de los objetos particulares –
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que son el objeto de cada ciencia-, sino solamente las esencias más generales, esto es, los
múltiples significados del ser y sus propiedades universales.
A ese noús constitutivo de la filosofía primera alude Aristóteles en el libro VI de la
Metafísica, cuando, después de haber definido la filosofía primera como ciencia del ser en
cuanto ser, afirma que ella debe buscar sus principios, esto es, lo “que es” –o sea, la
esencia-; y el “si es” –o sea, la existencia-. Evidentemente, ya que el ser, para Aristóteles,
se dice en muchos sentidos, se trata de descubrir cuáles son éstos y cuál es el primero
entre ellos –esto es, la sustancia-, para ver en seguida lo que es esta última en general y
cuántos y cuáles tipos de sustancia existen (si solamente la sensible, o también la
suprasensible). Pues bien, todas estas operaciones, dice Aristóteles, no pueden ser
realizadas por medio de las aprehensiones y de las demostraciones propias de las otras
ciencias, sino que exigen “otro tipo de clarificación (tis allos tropos tes delóseos), porque es
propio de la forma propia de la racionalidad [así creo que es legítimo traducir tes autés
dianóias] hacer claro tanto lo que es como si es” (1025b 14-18). Que se trata del noús –
quiero decir, del conocimiento de los principios- no cabe duda, porque “lo que es” y el “si es”
son principios; pero también es indudable que no se trata de una intuición, sino de un
proceso, de una clarificación, y no de una demostración en sentido estricto; sino, más bien,
por así decirlo, de una “mostración” (este es, en lo que resta, el significado de délosis), esto
es, de una exposición progresiva.
[18] Probablemente Aristóteles alude al mismo proceso al final del libro VII
(también de la Metafísica), o sea en la conclusión de la indagación sobre la sustancia en
general, en la cual dice que sobre las sustancias simples –esto es, sobre las formas (que no
son el verdadero “que es” de la sustancia)- no es posible la investigación en el sentido de
enseñanza, de demostración verdadera –la cual, como vimos, tiene una función
esencialmente didáctica-, sino que es necesario “un tipo de investigación diferente (héteros
tropos zetéseos)” (VII, 17, 1041b 9-11). Sobre todo esto volveremos luego, cuando
hablemos del método de la metafísica.

La dialéctica

Aparte de la ciencia apodíctica, a la cual Aristóteles dedicó en el Órganon una


exposición explícita (los Segundos Analíticos, en dos libros), y de la inteligencia, a la cual
dedicó solamente unas cuantas observaciones, la otra gran forma de racionalidad
explícitamente teorizada por Aristóteles en sus obras de lógica, con una amplitud mucho
mayor que la de la propia ciencia apodíctica, es la dialéctica, a la cual dedica los ocho libros
de los Tópicos y el libro Refutaciones sofísticas, que constituye la continuación natural de
los primeros y, por eso, ha sido también considerado como el libro IX de los Tópicos. El
mejor testimonio de la importancia que el filósofo griego le atribuía es, además de su
amplitud, el orgullo con el cual, al final de las Refutaciones sofísticas, afirma haber sido el
primero en realizar tarea similar, afirmación que probablemente se refiere a todo el
10

complejo Analíticos-Tópicos, pero que, en todo caso, también comprende la segunda parte
del conjunto. Allí, en efecto, declara que, si bien existían ya, para otras disciplinas (por
ejemplo la retórica), unos tratados más o menos válidos que se remontaban a autores
precedentes, para la silogística –es decir, para el arte de argumentar en general, sea éste la
apodíctica o la dialéctica- no existía absolutamente nada; aunque no en el sentido de que
nunca hubiese sido practicada (Aristóteles [19] considera que el ejercicio de la dialéctica
se remonta al menos hasta Zenón de Elea), sino en el sentido de que nadie antes había
teorizado sobre ella.
La primera caracterización, extremadamente densa en significado, que nos ofrece
Aristóteles de la dialéctica se encuentra precisamente en el exordio de los Tópicos:
El propósito de este estudio es encontrar un método (méthodos) de investigación
gracias al cual podamos razonar, partiendo de opiniones generalmente aceptadas
(éndoxa), sobre cualquier problema que nos sea propuesto; y seamos también capaces,
cuando replicamos a algún argumento, de evitar decir alguna cosa que nos cause
dificultades (I, 1, 100a 18-21).
En estas pocas frases se hace referencia ante todo a una situación concreta de
diálogo, o de discusión, entre al menos dos interlocutores, uno de los cuales defiende una
cierta tesis, mientras que el otro la ataca. Dialéctica viene, en efecto, de dialégesthai,
dialogar, aunque no en el sentido de conversar (por ejemplo, para el entretenimiento
recíproco o simplemente para pasar el tiempo), sino en el sentido de discutir, con
intervenciones de ambas partes y en contraste la una con la otra. Esta es una primera
diferencia fundamental entre la apodíctica y la dialéctica: que la primera se refiere a un
monólogo, el de la enseñanza, mientras que la segunda se refiere a un diálogo. Obviamente
se trata de una práxis tan antigua como la condición humana –o, mejor, de la más típica
práxis humana- que aquí, por tanto, se quiere someter a disciplina, aunque no en el sentido
de que deba ser ejercida de un modo técnico –es decir, siguiendo reglas-, sino más bien en
el sentido de teorizar sobre tales reglas. A ello es a lo que [20] alude la expresión
méthodos, que, en griego, indica ante todo la vía que de hecho se recorre –es decir, al
procedimiento que se sigue-, pero también la exposición teórica –esto es, científica- que de
ella se realiza.
El instrumento que se utiliza en tal práxis es la argumentación –o silogismo, o
deducción-, es decir, la inferencia de conclusiones a partir de premisas que ya encontramos
a propósito de la demostración propiamente científica. El objeto al que tal demostración se
aplica es, al contrario, el problema, que Aristóteles, en el curso del tratado, define
técnicamente como una alternativa de tipo interrogativo entre dos proposiciones
(concernientes, por ejemplo, a una definición) de las cuales la una es negación de la otra. El
ejemplo de problema que ofrece es el siguiente: “¿es o no la definición de hombre la de
animal bípedo terrestre?” (I, 4, 101b 32-34). Nótese cómo la alternativa está construida de
tal modo que agote por completo toda otra posibilidad, o sea, es una alternativa entre
proposiciones que son contradictorias entre sí (una afirmación y su negación). Ya en los
Segundos Analíticos, hablando de la demostración, Aristóteles, en efecto, consideraba
11

típico de la dialéctica la contradicción (antíphasis), formada precisamente por la oposición


entre una afirmación (katáphasis) y una negación (apóphasis), y caracterizada por el hecho
de no admitir entre ellas ninguna posibilidad intermedia (I, 2, 72a 8-14).
La discusión comienza con la formulación del problema (de cualquier problema, como
dice el texto citado; por eso la característica de la dialéctica es la universalidad, a
diferencia de la particularidad de las ciencias apodícticas); es decir, de una pregunta –la
típica pregunta dialéctica-, en la cual se discute sobre la esencia de alguna cosa (en el
ejemplo citado, el hombre) y que está abierta a la posibilidad de dos respuestas
contradictorias entre sí. Nótese cómo tal pregunta no delimita mínimamente el ámbito de
investigación, porque no excluye ninguna posibilidad; prácticamente equivale a las preguntas
simples por la esencia, por ejemplo “¿qué es el hombre?”, y todavía más a la presentación de
una posibilidad [21] determinada, es decir, de una hipótesis, a fin de suscitar la discusión.
Es claro que, en el caso de esa posibilidad, en el transcurso de la discusión, dicha hipótesis
pueda verse eliminada y se tome en consideración alguna otra; y así de allí en adelante. En
todo caso, la discusión sólo será posible a propósito de posibilidades, es decir, de hipótesis
determinadas.
A la pregunta inicial uno de los dos interlocutores, que se presume debe saber –
llamémoslo el interlocutor A-, ofrecerá una respuesta, con lo que, de ese modo, se dispone a
sustentar una tesis, por ejemplo que “animal terrestre bípedo” es la definición de hombre.
En este punto, el interlocutor B, el cual no presume saber, buscará reaccionar a la
respuesta dada, y lo hará proponiendo al primero una serie de preguntas, de tal modo que se
obtengan otras tantas respuestas, cuyo tenor es, en general, bastante previsible, aunque
nunca sea del todo seguro. ¿Por qué hacer esas otras preguntas? Para obtener del
interlocutor A las premisas con las cuales está de acuerdo y procurar deducir de ellas una
conclusión sustentada en lo primero, esto es, para poder llevar al interlocutor A a una
contradicción consigo mismo. Es claro que, si aquel que pregunta –es decir, aquel que no
presume saber- consigue inducir a su interlocutor a la contradicción consigo mismo, la tesis
sustentada por éste deberá ser abandonada; si, por el contrario, aquel que responde, esto
es, aquel que presume saber, logra evitar el ser inducido a la contradicción consigo mismo no
habrá motivo para que la tesis sustentada por él deba ser abandonada.
Como se ve, en esta práxis diversos elementos desempeñan un papel fundamental.
Ante todo, el preguntar, sea ésta la pregunta inicial –que es la pregunta por la esencia y
también puede tener un fin cognitivo-, sean las preguntas sucesivas, que son hechas
únicamente para obtener de ellas premisas con las cuales argumentar, y que por eso tienen
un fin atinente exclusivamente a la discusión, es decir, dialéctico. A continuación de ello, el
argumentar, que es un verdadero deducir conclusiones de premisas, o sea, un hacer
silogismos de acuerdo con las reglas teorizadas en los Primeros Analíticos. Y, finalmente,
[22] la contradicción, que es la consecuencia a la cual uno de los dos interlocutores busca
conducir al otro y que ese otro procura evitar. La argumentación que concluye en una
contradicción es denominada por Aristóteles con un término de uso común en la lengua
griega, élenkhos, es decir, refutación, o, más extrañamente, apórema; el primero es
12

definido por él simplemente como “silogismo de contradicción” (por ejemplo, en Primeros


Analíticos II, 20, 66b 11; y en Refutaciones sofísticas I, 165a 2-3); el segundo como
“silogismo dialéctico de contradicción” (Tópicos VIII, 11, 162a 17-18). Para decir la verdad,
élenkhos, antes incluso que refutación, significa examen, puesta a prueba, como el inglés
test, y es equivalente a términos como péira y exétasis. Sin embargo, las dos cosas están
estrechamente ligadas, porque el modo más seguro de examinar una tesis –es decir, de
ponerla a prueba para ensayar su “capacidad”- es intentar refutarla; si ella resiste a la
refutación, eso significa que “es capaz”, que puede ser mantenida; si, al contrario, sucumbe
–es decir, se deja refutar- debe ser abandonada.
¿Cómo hace aquel que pregunta para refutar y aquel que responde para evitar ser
refutado? El primero, obviamente, hace preguntas que induzcan al interlocutor a dar
respuestas de las cuales se pueda deducir una contradicción con la tesis por él defendida; y
el segundo evita dar tales respuestas. Pero, si todo se redujera a eso, correríamos el riesgo
de que la discusión ni siquiera llegara a nacer, porque los dos nunca estarían de acuerdo
sobre nada; y, por eso, nunca lograrían argumentar conjuntamente. Hay, por el contrario,
una regla que ambos deben respetar (además, naturalmente, aquella de considerar la
contradicción como signo de falsedad o, de cualquier modo, de insustentabilidad de una
tesis), la cual los obliga a estar de acuerdo sobre algunas premisas; por lo tanto, al
consentir ellos en argumentar conjuntamente se abre la posibilidad de una discusión
efectiva que está más allá de la simple y estéril contraposición de dos posiciones opuestas.
Esa regla es aquella que introduce Aristóteles haciendo referencia a las “premisas que son
conocidas” (éndoxa); ambos [23] interlocutores deben, en efecto, respetarlas; es decir, no
pueden no concederlas, pues aquel de los dos que no las concediese –o que sostuviera algo
que esté en contradicción con ellas- haría el ridículo ante los oyentes y, por tanto, tendría
perdida la partida ya desde el comienzo.
La discusión dialéctica supone, por tanto, que los dos interlocutores discutan en
presencia de un público (de oyentes, aunque hoy hablaríamos de lectores), el cual, en cierto
sentido, hace las veces de árbitro y decide cuál de los dos tiene éxito, es decir, consigue
refutar al otro o no dejarse refutar por el otro. Las premisas conocidas –que, de ahora en
adelante, llamaremos, en aras de la brevedad, con el término griego éndoxa- son
compartidas por todos los oyentes, y por eso sirven como punto de referencia común para la
discusión. Del mismo modo, también es compartida por los oyentes la regla según la cual la
contradicción es signo de la falsedad de una tesis y, por tanto, el que incurra en ella debe
ser considerado perdedor. Aquel que pregunta, por consiguiente, en caso de que quiera
obtener de su interlocutor cierta respuesta que le permita refutarlo, deberá formular su
pregunta de un modo tal que el otro se vea casi obligado a darle cierta respuesta; y eso
sucederá si la respuesta fuese conforme a alguna cosa conocida, esto es, éndoxon. La
habilidad de cada uno consistirá en llegar al resultado deseado por él, y temido por el otro,
ateniéndose siempre a los éndoxa, es decir, no poniéndose en contradicción con el público,
que es el árbitro. Para el público, en efecto, lo que es éndoxon debe ser aceptado, mientras
que lo que es contradictorio debe ser refutado.
13

El significado preciso de los éndoxa es aclarado por Aristóteles poco después de dar
la definición de dialéctica, cuando distingue el silogismo dialéctico del científico, esto es,
del demostrativo. Vale la pena citar todo el pasaje, aunque en él se repita lo que ya vimos a
propósito de la demostración (lo que muestra lo que tienen en común, y simultáneamente lo
que tienen de diferente, las dos formas de racionalidad: la apodíctica y la dialéctica).
[24] El razonamiento es una “demostración” cuando las premisas de las que parte son
verdaderas y primeras, o cuando el conocimiento que de ellas tenemos proviene
originariamente de premisas primeras y verdaderas; por otra parte, el razonamiento
es “dialéctico” cuando parte de opiniones generalmente aceptadas (éndoxa). Son
“verdaderas” y “primeras” aquellas cosas en las cuales creemos (pistin) en virtud de
ellas mismas, y no de otras cosas; pues, en lo que se refiere a los principios de la
ciencia, carece de propósito buscar más allá el por qué y las razones de los mismos;
cada uno de los primeros principios debe imponer la convicción de su verdad en sí
mismo y por sí mismo. Son, por otra parte, opiniones “generalmente aceptadas”
(éndoxa) aquellas que todo el mundo admite (ta dokoúnta), o la mayoría de las
personas, o los filósofos; en otras palabras, todos, o la mayoría, o los más notables y
eminentes (éndoxoi) (100a 27-b 23).
Nótese que la diferencia entre premisas verdaderas y premisas éndoxa, de acuerdo
con este pasaje, consiste total y solamente en el hecho de que las primeras valen por fuerza
de sí mismas, esto es, independientemente de cualquier reconocimiento exterior, por
ejemplo del consenso del auditorio (el cual, en la enseñanza, no tiene derecho a la
interlocución porque no está en el mismo nivel de quien enseña, y debe solamente aprender),
mientras que las segundas valen por la fuerza del reconocimiento que les es atribuida por
parte de todos, o de la mayoría, o de los sabios. No se trata, por eso, de una diferencia de
grado –como hacen pensar aquellos que traducen éndoxa por “premisas probables”, dando la
impresión de que se trata de una aproximación a la verdad de tipo estadístico, es decir, de
premisas con un grado de verdad superior al 50%-, ni se trata de la diferencia entre
realidad y apariencia –como hacen pensar los que traducen éndoxa por “premisas
verosímiles”, dando la impresión de que no son [25] verdaderas (Aristóteles admite también,
como veremos, las éndoxa aparentes como diversas de las éndoxa auténticas, lo que, en el
caso de que fuese válida la identificación de éndoxon con “verosímil” –es decir, con
“apariencias”- daría lugar a la distinción absurda entre aparentes aparentes y aparentes no-
aparentes).
En el adjetivo éndoxos hay ciertamente una referencia a dóxa (éndoxos, de hecho,
es lo que es “en dóxa”), pero entendida no en el sentido de una opinión cualquiera, como
contrapuesta a verdad, sino en el sentido de “fama”, de “reputación”, de “gloria”, como se
prueba por el hecho de que, en el mismo pasaje en que Aristóteles usa ese adjetivo para
caracterizar las premisas del silogismo dialéctico, lo usa también para caracterizar los
sabios más notables y “eminentes”. Las éndoxa son, por tanto, premisas o –si así se quiere-
opiniones, pero autorizadas, importantes, a las cuales se debe, en todo caso, dar crédito y
de las cuales uno no se puede apartar. Ciertamente Aristóteles creía que también eran
14

verdaderas, pero quería hacer notar que, para los fines de la dialéctica, lo que cuenta no es
que las premisas sean verdaderas, sino que sean compartidas, reconocidas y aceptadas por
todos; y, por tanto, también por el público-árbitro y por ambos interlocutores. En efecto, no
serviría de nada, en una discusión, remitirse a una premisa verdadera pero no reconocida
por el público y por el propio interlocutor; la verdad es que ella no sería aceptada y, por
tanto, no podría cumplir las funciones de premisa en ninguna refutación. El hecho de partir
de las éndoxa, entonces, no significa, para la dialéctica, renunciar a la verdad o contentarse
con un grado de verdad inferior al de la ciencia, porque la dialéctica simplemente no se
preocupa de la verdad, sino sólo de la discusión, es decir, de la refutación y, por tanto, del
consenso que a ésta le es indispensable. En realidad, ningún interlocutor admitiría nunca
haber sido refutado si aquel que quiere refutarlo argumentara a partir de premisas que él
mismo no ha concedido, independientemente del hecho de que sean verdaderas o falsas. Y
es evidente que el modo más [26] seguro, de parte de quien quiere refutar, para que se haga
conceder de parte del interlocutor ciertas premisas, es pedirle respuestas conforme a las
éndoxa, porque este último no podrá negarse a aceptarlas, para no quedar en ridículo ante el
auditorio.
La distinción entre éndoxa auténticas –es decir, reales, efectivas- y éndoxa
aparentes es introducida por Aristóteles poco después, con la mención de un tercer tipo de
silogismo, diferente tanto del apodíctico como del dialéctico: el silogismo erístico, definido
como el silogismo que se desarrolla precisamente a partir de éndoxa solamente aparentes
(phainómena), esto es, no reales (onta), o como el silogismo que, partiendo de éndoxa reales
o aparentes, es un silogismo solamente aparente, es decir, el silogismo que no es un
auténtico silogismo. Sobre la diferencia entre éndoxa reales y éndoxa aparentes,
Aristóteles insiste diciendo:
Pues no toda opinión que parece ser generalmente aceptada (éndoxon) lo es en
realidad. En efecto, en ninguna de las opiniones que llamamos generalmente aceptadas
(éndoxa) la ilusión es claramente visible, como ocurre con los principios de los
argumentos contenciosos, en los cuales la naturaleza de la falacia es de una evidencia
inmediata, y ello incluso para las personas de poco entendimiento (100b 26-101a 1).
Aquí, como se ve, Aristóteles considera que todos cuantos están dotados de un
mínimo de perspicacia se dan cuenta pronto del carácter solamente aparente de las
premisas del silogismo erístico y no vacilan en calificar ese carácter de apariencia como algo
que tiene “la naturaleza de lo falso”, revelando con ello implícitamente que considera los
éndoxa reales como dotados de verdad. El silogismo erístico, por tanto, es sólo una vil
imitación, una simulación del silogismo dialéctico; y, en general, la erística –es decir, la
práctica del puro contestar (de eris, contestación, litigio)- no es una verdadera forma de
racionalidad, sino, más bien, una deformación de la forma [27] auténtica de racionalidad que
es la dialéctica. Ésta, en efecto, no tiene por objetivo el examen crítico de una tesis, sino
sólo el éxito en la discusión obtenido de cualquier modo, incluso el más desleal, el engaño
(dado que es la tentativa de hacer pasar por realidad la apariencia, lo falso).
15

Además del silogismo apodíctico, dialéctico y erístico (que es realmente un silogismo


solamente cuando conserva al menos la estructura correcta), Aristóteles menciona también
–siempre al inicio de los Tópicos- el paralogismo: un razonamiento incorrecto (y, por tanto,
no un silogismo auténtico), pero todavía basado en los principios propios de una ciencia
particular; por ejemplo, en el caso de la geometría, un paralogismo puede nacer de un error
en la construcción de una figura. En tal caso, por tanto, no hay ningún tipo de relación con la
erística –es decir, con el engaño-, sino con el error; por eso no tiene caso hablar aquí de
simulación o de deformación de la racionalidad.
En cuanto a la diferencia entre filosofía y dialéctica, no debemos dejarnos engañar
por un famoso pasaje del inicio de los Tópicos en el cual Aristóteles afirma que “para los
fines de la filosofía, debemos tratar de esas cosas conforme a la verdad, mientras que,
para la dialéctica, basta con que tengamos en cuenta la opinión general” (I, 14, 105b 30-31).
Aquí realmente él no dice que la opinión –y, por tanto, la dialéctica- sea lo opuesto a la
verdad, sino que, en el caso de que se quiera hacer dialéctica, discutir con otros, es
necesario preocuparse no tanto de que las premisas sean verdaderas, sino de que se trate
de algo efectivamente opinado, es decir, que se trate de premisas que son compartidas y
aceptadas (lo que no excluye, naturalmente, que puedan ser verdaderas). Eso queda claro
por ejemplos dados algunas líneas antes, cuando se mencionan como interesantes para la
dialéctica las premisas que son efectivamente opiniones de alguien que es famoso, como
Empédocles.
La misma diferencia se encuentra ilustrada, de modo tal vez más claro, al inicio del
libro VIII, donde Aristóteles afirma:
[28] Ahora bien, en lo que se refiere a la escogencia del terreno (tópos) y el punto de
apoyo, el problema es el mismo para el filósofo y el dialéctico; pero la manera de
estructurar sus argumentos y formular sus preguntas pertenece exclusivamente al
dialéctico, pues en todo problema de esa clase está implicada una referencia a otra
persona. Con el filósofo y el hombre que investiga por sí mismo la cosa es diferente:
las premisas de su razonamiento, aunque sean verdaderas y familiares, pueden ser
rebatidas por el que responde porque están demasiado próximas de la afirmación
originaria, de modo que el otro prevé lo que se seguiría de admitirlas; pero eso le es
indiferente al filósofo (VIII, 1, 155b 7-12).
Como se ve, no se trata de una diferencia entre verdad y no verdad, o entre diversos
grados de verdad, sino de intenciones diversas: una, la del filósofo –es decir, la del
científico-, despreocupada del otro, aunque con eventuales interlocutores; y la otra, la del
dialéctico, dirigida esencialmente a la discusión con otro.
Hacia el fin de la obra, Aristóteles retoma la clasificación entre varios tipos de
silogismo y propone llamar “filosofema” al silogismo apodíctico, “epiquerema” (discusión
dirigida en contra de otro) al silogismo dialéctico (en general, sea que se concluya o no en
una contradicción), “sofisma” al silogismo erístico y “aporema” al silogismo dialéctico que
concluye en una contradicción, la refutación (VIII, 11, 162a 12-18). De ello resulta una
primera distinción entre filosofía, dialéctica y sofística, sobre la cual tendremos la ocasión
16

de volver; y la identificación de la erística, antes presentada como simulación de la


dialéctica, con la sofística, que en seguida será presentada como la simulación de la
filosofía.
La diferencia entre silogismo dialéctico en general y silogismo erístico –como vimos,
una diferencia fundamentalmente entre [29] realidad y apariencia-, sean en términos de
premisas o de estructura, se vuelve a proponer a propósito de aquel tipo particular de
silogismo dialéctico que es la refutación (élenkhos), es decir, el silogismo que lleva a la
contradicción. También ésta puede ser refutación real –y en ese caso es dialéctica- o
refutación no real, sino aparente, y en ese caso es sofística (Refutaciones sofísticas, I,
164a 20-165a 4). A las refutaciones sofísticas les dedica precisamente Aristóteles el
último libro de los Tópicos, es decir, las Refutaciones sofísticas. En él define la sofística no
sólo como una vil imitación de la dialéctica, sino también como imitación vil de la filosofía; o
mejor, también, de la sabiduría:
La sofística, en efecto, es sabiduría aparente (phainoméne sophía), una sabiduría que
parece tal, pero que no lo es; y el sofista es aquel que se lucra de una sabiduría que
parece tal, pero no lo es (165a 21-23).
Por eso la clasificación general de los silogismos puede ser reexpuesta del siguiente
modo:
Hay cuatro géneros de argumentos que se usan en las discusiones: los didácticos, los
dialécticos, los críticos (peirastikoí; literalmente “tentativos”) y los erísticos. Son
didácticos aquellos que argumentan a partir de los principios propios de cada disciplina
y no a partir de opiniones de aquel que responde (pues es necesario, en efecto, que
aquel que aprende tenga confianza); son dialécticos aquellos en que se argumenta en
orden a producir la contradicción a partir de cosas plausibles (éndoxa); son críticos
aquellos que argumentan a partir de las opiniones de aquel que responde y que es
necesario que conozca quien pretenda tener ciencia (de qué modo ya lo he definido en
otra parte); son erísticos aquellos que argumentan a partir de cosas que parecen
plausibles (éndoxa), pero no lo son; y que, por tanto no prueban, aunque parezca que
prueban (165b 38-b 8).
Aquí se obtienen algunas importantes confirmaciones y algunas novedades
interesantes. Ante todo se afirma el carácter [30] didascálico –es decir, esencialmente
didáctico- de los silogismos apodícticos, los cuales, incluso cuando se ponen en una situación
de posible diálogo -como ocurre precisamente en al enseñanza- constituyen esencialmente
un monólogo, pues el alumno debe confiar en el docente. En seguida introduce esa
interesante categoría de argumentos críticos (peirastikoí), es decir, de carácter
examinatorio, dirigidos contra quien presume saber y que se desarrollan esencialmente a
partir de premisas conocidas por éstos; se trata de un caso particular de argumentos
dialécticos: de aquellos históricamente practicados por Sócrates. Su característica
consiste en someter a examen las opiniones de algunos que son famosos (que no se deben
confundir con las éndoxa, que nunca son sometidas a examen) con el objetivo de poner a
17

prueba su validez deduciendo sus consecuencias y buscando ponerlas en contradicción con


algún éndoxon.
El mismo concepto es retomado más adelante, cuando Aristóteles dice:
La crítica (peirástika) es una especie de dialéctica, e indaga no al que sabe, sino aquel
que es ignorante y presume saber. Aquel, por tanto, que estudia los lugares comunes
según la realidad (katá to pragma) es un dialéctico, mientras que el que lo hace de una
manera sólo aparente es un sofista. Y razonamiento erístico y sofístico es aquel que
parece argumentar sobre las cosas de las cuales la dialéctica es crítica (171b 49).
Ahora se confirma que la crítica –es decir, la técnica que consiste en examinar
(péira), en poner a prueba, en determinar la validez- es una parte de la dialéctica; y que la
sofística y la erística, de nuevo identificadas, son la vil imitación la una de la otra. Sin
embargo, un poco más adelante Aristóteles introduce también una diferencia entre erística
y sofística, afirmando que la primera tiene por fin solamente la victoria en la discusión,
mientras que la sofística tiene por finalidad el provecho que se deriva de tener fama de
sabio. Por eso, mientras que la primera es una imitación de la dialéctica, la segunda es, más
[31] propiamente, una imitación de la sabiduría (171b 22-34). Finalmente, concluye
especificando que ni la dialéctica ni la crítica son propiamente ciencias –es decir, no hacen
verdaderas demostraciones-, pues se ocupan de todo y proceden por medio de preguntas, y
ambas cosas son incompatibles con la demostración (172a 11-b 1); constituyen, por tanto,
una forma de racionalidad específica, en todo independiente de aquella constituida por la
ciencia apodíctica (lo que justifica la larga exposición que le dedica). Eso no excluye todavía,
como pronto veremos, que la dialéctica pueda ser usada también por la ciencia, lo que la
hace particularmente interesante desde el punto de vista filosófico.

Los diversos usos de la dialéctica

En el capítulo 2 del libro I de los Tópicos, poco después de haber definido la


dialéctica y de haber distinguido el silogismo empleado por ella de los otros tipos de
silogismo (el apodíctico y el erístico), y también del paralogismo, Aristóteles,
probablemente de acuerdo con una costumbre de la tratadística de la época (seguida por él
mismo, como veremos, también al inicio de la Retórica), indica “en relación a cuántas y a
cuáles cosas es útil la exposición [de la dialéctica]”; se refiere, pues, a lo que podríamos
llamar las “utilidades” o los “usos” de la exposición de la dialéctica, de su estudio. Dicho
estudio, en efecto, es útil: (1) en relación con el ejercicio (pros gymnasían), es decir, en
orden a la preparación de la propia práxis dialéctica; (2) en relación con los encuentros
(pros tas entéuxeis), o sea, las discusiones que habrán de venir con otros; y (3) en relación
con las ciencias propiamente dichas, pues, para Aristóteles, “ciencia” y filosofía” son
sinónimos. Veremos separadamente cada uno de estos tres usos y examinaremos paso a paso
todo el capítulo -el cual, aunque es citado con mucha frecuencia, no ha sido todavía
adecuadamente comprendido- en la medida en que contiene la clave para entender la
18

verdadera relación entre dialéctica y filosofía; y, por ello mismo, la verdadera naturaleza de
la dialéctica de Aristóteles.

[32] (1) El uso de la dialéctica “en relación con el ejercicio”


Que [la exposición] es útil en relación con el ejercicio [la propia dialéctica] resulta
claro por sí mismo, puesto que, en cuanto dispongamos de un método, estaremos en
condiciones de argumentar más fácilmente en contra de cualquiera en torno a un
problema propuesto (101a 28-30).
Esta primera utilidad es casi obvia; por eso resulta “de las cosas mismas”. Su mención
por parte de Aristóteles probablemente tenga por objetivo resaltar el carácter “técnico” –
es decir, de método, en el sentido de disciplina, de arte- propio de su exposición de la
dialéctica, y lo que lo inducirá a decir al término de la obra:
[…] todos recusan, puesto que participan sin arte (atékhnos) de eso de lo que la
dialéctica se ocupa con arte (entékhnos), mientras que aquel que examina con la
técnica del razonamiento ése es un dialéctico (Refutaciones sofísticas 11, 172a 34-
36).
Se puede decir que este primer uso de la dialéctica tiene carácter personal, o
privado, es decir, de estudio, de preparación, de adiestramiento en una práctica
ampliamente difundida y, sin embargo, no adecuadamente disciplinada aún, con el fin de que
se la practique con más facilidad y más eficazmente.
Vale la pena anotar a este respecto que Aristóteles caracteriza este uso de la
dialéctica recurriendo al mismo término “ejercicio” (gymnasía) del cual se sirve Platón en el
Parménides para indicar la técnica argumentativa practicada por Zenón de Elea,
precisamente aquel que en seguida el propio Aristóteles considera el “inventor” de la
dialéctica. Así, de hecho, Platón le hacía decir al viejo Parménides al joven Sócrates, que
estaba desorientado por las críticas planteadas por el primero a la doctrina de las ideas:
- Pues ve sabiendo que es bello y divino el entusiasmo con el que te aplicas a estas
discusiones. En tanto seas [33] joven, ejercítate (gymnasía) con cuidado en esas
prácticas consideradas inútiles por el vulgo y que, de éste, recibirían el nombre de
charlatanería. De otra forma, la verdad se te escapará.
- Pero dime, Parménides, en qué consiste semejante ejercicio.
- Precisamente en lo que has escuchado de Zenón (Parménides, 135d).
Es imposible que, en el momento en que se preparaba para ilustrar la utilidad de la
dialéctica, Aristóteles no se acordara de este pasaje, en el cual se defiende la propia
dialéctica contra “la mayoría” que la considera inútil y en donde se la presenta como el
“ejercicio” inaugurado por Zenón. Por lo demás, se concluye por varios indicios que
Aristóteles tenía bien presente el Parménides –a partir de él, por otra parte, llegará al
famoso argumento del “tercer hombre”-; y no podía ignorar, habiéndolo dedicado por
19

primera vez a la dialéctica todo un tratado, el elogio que de ésta hace Platón en este
diálogo, presentándola como la condición indispensable para que “la verdad” no se nos
escape. Ahora bien, si se acordaba de dicho diálogo, no podría siquiera escapársele el hecho
de que aquí el personaje Parménides –esto es, el propio Platón-, le proponía a Sócrates una
dialéctica como la practicada por Zenón, dejando casi sobreentendido que la dialéctica de
Sócrates no era aún suficiente para defender la doctrina de las ideas; y, más bien,
reformulaba él mismo la dialéctica zenoniana en una versión más completa, en la cual no se
limitaba ésta a deducir las consecuencias de una hipótesis, como hiciera Zenón, sino que
hacía la misma operación también en relación con la hipótesis opuesta a la primera (Cf.
Parménides 135e-136a).

[34] (2) El uso de la dialéctica “en relación con los encuentros”


[Esta exposición] es útil, además, en relación con los encuentros porque, una vez
hayamos hecho un inventario de las opiniones de la mayoría, discutiremos con ellos no a
partir de convicciones extrañas, sino de aquellas que les son propias, corrigiéndoles en
aquello que nos parezca que no expresan muy bien (101a 30-34).
Aquí se trata de aquello que podríamos llamar el uso público de la dialéctica, esto es,
en el uso más propio y más natural a ella, aquel en el cual entran, por ejemplo, las
discusiones políticas, desarrolladas en las asambleas deliberativas o consultivas, y los
debates judiciales que se realizan en los tribunales. Se trata, como dirán posteriormente
los escolásticos, de discusiones ad hominem, en donde lo que importa es, sobre todo,
prevalecer sobre el interlocutor, obteniendo el reconocimiento de cuantos asisten a la
discusión. Es evidente, para ese objetivo, la utilidad de la dialéctica, que enseña a
argumentar sobre la base de las opiniones compartidas por muchos, esto es, por los oyentes
y por los propios interlocutores. Al interior de este uso están situadas la mayor parte de las
argumentaciones dialécticas que se practican normalmente; y es esencialmente con respecto
a este uso que Aristóteles piensa que se debe comparar la dialéctica con otras formas de
racionalidad, por ejemplo, la ciencia apodíctica o, como veremos, la retórica.

(3) El uso de la dialéctica “en relación con las ciencias filosóficas”


En cuanto al tercer uso de la dialéctica –aquella que tiene relación con las ciencias en
general y, por eso, también con lo que llamamos filosofía en sentido estricto-, Aristóteles lo
subdivide en dos aspectos, del cual el primero es el siguiente:
[La exposición], finalmente, es útil en relación con las ciencias filosóficas porque, si
nos hacemos capaces de desarrollar [35] las aporías en ambas direcciones,
distinguiremos más fácilmente en cada una lo verdadero de lo falso (101a 34-36).
Para comprender este tercer uso, de valor decisivo y sobre el cual hasta ahora no se
ha reflexionado suficientemente, debe tenerse presente, sobre todo, que éste se sitúa al
interior de una ciencia filosófica, es decir, tiene por fin el conocer; en segundo lugar, que
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tiene que ver con las “aporías” –como dice el propio Aristóteles, con las situaciones de
bloqueo producidos por la “igualdad de razonamientos opuestos” (Tópicos VI, 6, 145b 2)-,
vale decir, con los dilemas en los cuales argumentos igualmente fuertes apuntan a favor de
una y otra solución; y, en tercer lugar, que “desarrollar las aporías en ambas direcciones”
(pros amphótera diaporésai) consiste en deducir a fondo las consecuencias que se derivan
de cada una de las alternativas del dilema para ver a qué conclusiones se llega, esto es, si se
llega o no a conclusiones contradictorias consigo mismas o con otras posiciones previamente
admitidas. Pues bien, según afirma Aristóteles, tal procedimiento permite ver más
fácilmente “en cada una de las dos direcciones” lo verdadero y lo falso, o sea, permite ver
cuál de las dos soluciones es verdadera y cuál es falsa, o cuáles elementos de lo verdadero y
cuáles elementos de lo falso están contenidos en cada una de ellas (frecuentemente, por
otra parte, como veremos en seguida, Aristóteles no escoge solamente una sola de las dos
alternativas del dilema, sino que señala que cada una, bajo ciertos aspectos, dice lo
verdadero y, bajo otros, dice lo falso). Ahora bien, no hay duda de que distinguir lo
verdadero de lo falso es de gran utilidad para las ciencias filosóficas, pues esto es
precisamente lo que ellas se proponen.
[36] La confirmación de la lectura que aquí se ha hecho se encuentra en un pasaje de
los Tópicos en donde Aristóteles declara:
[…] en relación con el conocimiento y la inteligencia filosófica, el poder abarcar,
mediante una mirada de conjunto, las consecuencias que se derivan de cada una de las
hipótesis no es un instrumento (órganon) de poca monta; lo que nos queda es elegir
correctamente una de las hipótesis (VIII, 14, 163b 9-12).
Como ya se señaló, este modo de proceder es precisamente el puesto en práctica por
Platón en la última parte del Parménides, esto es, el “ejercicio” inaugurado por Zenón e
integrado con el despliegue de la hipótesis opuesta a la primera. Lo que, a mi parecer, no ha
sido suficientemente resaltado es que este uso de la dialéctica es “cognitivo”, que permite
conocer lo verdadero y lo falso y, por tanto, hace de la dialéctica un “instrumento”
(órganon); vale decir, un método de la propia filosofía para establecer las innegables
diferencias que existen entre las dos posiciones en juego.
La referencia al Parménides de Platón, por otra parte, es la clave que permite
explicar otro pasaje famoso de Aristóteles sobre la dialéctica que, a mi modo de ver, está
estrechamente ligado al que examinamos hace poco: la indicación de la diferencia que existe
entre la dialéctica practicada por Sócrates y la otra dialéctica, más “fuerte”, contenida en
el libro XIII de la Metafísica. Allí Aristóteles afirma textualmente:
[…] aquél [es decir, Sócrates] buscaba, y con razón, la esencia, puesto que buscaba
razonar con silogismos [científicamente] y el principio de los silogismos [científicos]
es la [37] esencia; pero en aquel tiempo, en efecto, no había todavía una fuerza
dialéctica tal que pudiese investigar los opuestos independientemente de la esencia y
si [es decir, en qué casos] la misma ciencia se ocupa de los opuestos (Metafísica XIII,
4, 1078b 23-27).
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La “fuerza dialéctica” (dialektiké iskhys) aquí mencionada, que no existía todavía en


tiempos de Sócrates y que estaba en condiciones de investigar los opuestos independiente-
mente de la esencia, sólo puede ser la dialéctica practicada por Platón en el Parménides y
retomada posteriormente por Aristóteles en el uso “cognitivo” de su dialéctica. “Investigar
los opuestos” significa, en efecto, establecer el valor, de verdad o de falsedad, de las dos
soluciones opuestas de una misma aporía, lo que Platón hace deduciendo las consecuencias
que se derivan de ambas, para ver cuáles llevan a conclusiones imposibles y cuales, por el
contrario, no conducen allí. Todo eso puede ser hecho “independientemente de la esencia”,
esto es, sin presuponer el conocimiento de los principios, porque no se trata de una
racionalidad apodíctica, sino de una racionalidad dialéctica, aunque se trate de su uso
cognitivo.
En lo que se refiere a investigar “si la ciencia de los opuestos es la misma”, ello no
puede consistir en la simple referencia al lugar común de la Academia platónica según el cual
la ciencia de los contrarios es exactamente la misma, sino que alude a una investigación
capaz de establecer en qué condiciones la ciencia de los opuestos es la misma [38] y en
cuáles no. Una mención clara y explícita de tal investigación se encuentra en un fragmento
del tratado perdido De los opuestos, citado por Simplicio, que dice:
Yo mismo, Aristóteles, en el libro De los opuestos, indagué si alguien, habiendo
rechazado uno de los dos [opuestos], no debería necesariamente acoger el otro, pues
[se pregunta]: ¿hay alguna cosa entre las dos o no hay absolutamente nada? Aquel, en
efecto, que rechazó la opinión verdadera no acoge necesariamente la opinión falsa, ni
aquel [que rechazó] la falsa [acoge] la verdadera; pero en ciertos casos de esta
opinión [esto es, de la falsa] pasa o a no suponer absolutamente nada o a la ciencia; y
entre la opinión verdadera y la falsa no hay nada en medio, sino ignorancia, y no
ciencia.
Los diversos casos aquí distinguidos son, evidentemente, el de la oposición entre
opiniones simplemente contrarias, que pueden ser ambas falsas, y el de la oposición entre
opiniones propiamente contradictorias una en relación con la otra, las cuales, por el principio
del tercero excluido, son necesariamente una verdadera y la otra falsa. Es claro que, en el
primer caso, el conocimiento de la falsedad de una no implica el conocimiento de cuál es la
verdad, mientras que, en el segundo caso, el conocimiento de cuál es la opinión falsa coincide
inmediatamente con el conocimiento de cuál es la verdadera; y, por eso, “la ciencia de los
opuestos es la misma”. En tal caso, la dialéctica es verdaderamente “fuerte”, porque
permite “distinguir más fácilmente en cada una [de las dos opiniones] lo verdadero y lo
falso”.
Pero hay también un segundo motivo por el cual la dialéctica es útil a las ciencias
filosóficas, que Aristóteles ilustra, también en el capítulo 2 de los Tópicos, del siguiente
modo:
[39] Además [la exposición] es útil en relación con las proposiciones primeras
concernientes a cada ciencia. A partir, en efecto, de los principios propios a la ciencia
en cuestión es imposible decir alguna cosa sobre ella, dado que los principios son
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primeros entre todas las proposiciones; pero, al contrario, es necesario proceder a


propósito de éstos por medio de los éndoxa concernientes a cada cosa. Eso es peculiar
a la dialéctica o es, sobre todo, propio de ella, pues, siendo, como en efecto lo es,
interrogativa, ella abre el camino hacia los principios de todas las exposiciones
científicas (101a 36-b 4).
En este pasaje se vuelve a proponer el problema del conocimiento de los principios de
cada ciencia que vimos surgir en la descripción de la ciencia apodíctica; y se confirma, una
vez más, la imposibilidad de demostrarlos, porque la demostración supone que se deriven de
otro, y los principios deben ser primeros por sí mismos; y, en fin, se afirma que sólo queda
un procedimiento aplicable a ellos, el que se sirve de los éndoxa, es decir: la dialéctica. Esta
última, siendo “interrogativa” (exetastiké), examinativa, investigativa (exétasis, como
sabemos, es sinónimo de péira), nos ofrece el camino que conduce a los principios de todas
las disciplinas, o sea: sirve para llegar al conocimiento de éstos. Probablemente aquí
Aristóteles alude al proceso que conduce al conocimiento de los principios, del cual
hablamos ya a propósito de la inteligencia, la ciencia an-apodíctica, el noús. Si eso es
verdadero, se puede decir que la dialéctica es el proceso que se concluye con el noús, esto
es, con el conocimiento de los principios. Ella no es por sí misma tal conocimiento, pero es la
investigación, el camino a recorrer para llegar a dicho conocimiento, el cual está constituido
por el noús.
Se comprende, entonces, cuán grande es la utilidad de la dialéctica para Aristóteles:
ella no le sirve solamente a las ciencias filosóficas para distinguir lo verdadero de lo falso
“independientemente de la esencia” –es decir, allá donde no hay principios, y por eso no se
pueden [40] hacer verdaderas demostraciones-, sino que le sirve también a esas mismas
ciencias para llegar al descubrimiento de sus principios, para instituir aquella forma de
conocimiento superior a la propia ciencia y “principio de la ciencia” que Aristóteles
identifica con la inteligencia. A falta de otros indicios, se debe suponer que el
procedimiento del cual la dialéctica se sirve para llegar al conocimiento de los principios es
el mismo que le permite distinguir más fácilmente lo verdadero y lo falso en las opiniones
opuestas; ella, la dialéctica, se demuestra “fuerte” en relación con las oposiciones no cuando
se trata de simples contrariedades, sino de verdadera contradicción.
Esas afirmaciones no contrastan con la diferencia entre dialéctica y ciencia otras
veces confirmada. La dialéctica, en efecto, no conoce por sí misma, sino que sólo permite
discutir, examinar, criticar. He aquí por qué, cuando ella pretende sustituir la ciencia –por
ejemplo al dar una definición- no tiene ningún valor, y el proceder dialécticamente
(dialektikós) equivale a un hablar “en el vacío” (kenós) (De Anima I, 1, 403a 2), esto es, de
manera puramente verbal (logikós) (Ética a Eudemo I, 8, 1217b 21). Tal vez con esas
expresiones Aristóteles aluda a ciertos usos que de la dialéctica hacían los propios
platónicos, demasiado ligados, para él, a las ideas puras, esto es, a los universales, que, en
todo caso, son solamente palabras vacías (por ejemplo, cuando quieren sustituir las causas
reales, físicas, activas). Ello no excluye, sin embargo, el hecho de que la dialéctica pueda
servir a la ciencia, cuando las críticas que ella hace –y, más precisamente, las refutaciones
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que realiza de cierta tesis, mediante su reducción a la autocontradicción- ocurran al


interior de un dilema, o sea, de una alternativa formada por proposiciones contradictorias
entre sí. Es claro, en efecto, que, en tal caso, la refutación de una proposición –esto es, su
falsación- equivale a la demostración de la proposición a ella opuesta. No siempre, por tanto
–aunque sí en ciertos casos-, la dialéctica puede hacer conocer, esto es, ser instrumento o
método de la ciencia.

[41] El análisis semántico como instrumento de la dialéctica

Más allá de los “usos”, o de las “utilidades”, de la dialéctica para las ciencias, es
importante señalar, finalmente, de qué operaciones hace uso la propia dialéctica, es decir, lo
que es “útil” a ella, porque esas mismas operaciones, por medio de la dialéctica, serán
posteriormente útiles también a la ciencia. La más importante de ellas, como lo afirma el
mismo Aristóteles, sea en los Tópicos o en las Refutaciones sofísticas, es la distinción entre
los diversos significados de una misma palabra, lo que podríamos llamar hoy análisis
semántico, una parte esencial del análisis del lenguaje. En efecto, además de las premisas –
que son proposiciones-, en las argumentaciones son importantes los términos, esto es, las
palabras, que deben ser usadas siempre en el mismo sentido, pues de otro modo darían lugar
a equívocos. Surge de allí la necesidad, para la dialéctica –que quiere argumentar
correctamente y controlar la corrección de las argumentaciones ajenas-, de ver cuántos
significados tiene cada una de las palabras empleadas, o sea, en cuántos sentidos (posakhós)
se dice ella, si sólo en uno (monakhós) o en muchos (pollakhós) (Tópicos I, 15). De allí la
necesidad de examinar las diferencias y semejanzas entre las diversas cosas, para saber si
algunas son especies del mismo género –en cuyo caso no hay diferencia de significado en los
usos del término a éste correspondiente- o si, al contrario, pertenecen a géneros diversos,
en cuyo caso hay diferencia de significado (I, 16-17).
Todo eso es útil –afirma Aristóteles- no sólo para la claridad, sino también para
estar seguro de que se está hablando de cosas, y no simplemente de palabras, y para evitar
cometer paralogismos, o para darse cuenta si los comete otro (I, 18). Pero, sobre todo, el
análisis semántico es útil para desenmascarar las falsas refutaciones –esto es, las
refutaciones sofísticas-, que precisamente se basan en equívocos. El tópos, o esquema de
argumentación, más eficaz que se puede usar contra los sofistas es, en efecto –observa
Aristóteles-, es el que se da a través de los nombres.
[42] Dado que, en efecto, no es posible discutir presentando las cosas mismas, sino
que empleamos sus nombres, como símbolos que toman el lugar de los objetos, creemos
que lo que ocurre con los nombres ocurre también con los objetos, como les ocurre a
los que hacen cálculos sirviéndose de piedrecitas. Pero las dos situaciones no son
idénticas, dado que los nombres y la cantidad de palabras son limitadas, mientras que
las cosas son infinitas en número. Es necesario, por tanto, que la misma palabra y el
nombre único signifiquen la misma cosa. Por lo tanto, al igual que en el caso citado -en
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el que los que no son hábiles a la hora de manejar las piedrecitas son engañados por
aquellos que sí lo son-, en el caso de las palabras, los que no están familiarizados con
los significados de los nombres incurren en paralogismos, tanto si discuten ellos
mismos como si escuchan a otros (Refutaciones sofísticas I, 165a 6-17).
La distinción de los significados de las palabras –esto es, el análisis semántico- es,
por tanto, un instrumento indispensable para la dialéctica. Veremos en los próximos
capítulos cómo se hace ese análisis, bien sea al someter a examen las opiniones ajenas, al
desarrollar las aporías en direcciones opuestas o en todos los procedimientos usados por las
principales ciencias filosóficas.

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