Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Apodíctica y dialéctica
Enrico Berti(*)
La ciencia apodíctica
(*)
Se reproduce aquí el primer capítulo del libro de Enrico Berti Le ragioni di Aristotele (Gius.
Laterza & Figli, 1989). La presente versión en español no se hace, sin embargo, de su original en
italiano, sino de la traducción al portugués del libro mencionado. La referencia completa del texto en
portugués es la siguiente: BERTI, Enrico: As razões de Aristóteles, São Paulo, Edições Loyola, 1998.
En la presente traducción se han suprimido las notas de pie de página del texto original, pues, aparte
de algunas referencias eruditas, no ofrecen elementos importantes para la comprensión del texto
por parte de los estudiantes.
Para facilitar la citación del texto, se indican (en negrilla y entre corchetes) las páginas de esta
versión portuguesa del texto.
La traducción del portugués es de Diego Antonio Pineda R., Profesor Asociado de la Facultad de
Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana y es exclusivamente para el uso de sus alumnos de la
cátedra de Aristóteles.
Este material está protegido por las leyes de derechos de autor. Dicha ley permite hacer uso
de él para fines exclusivamente académicos y de carácter personal. No se debe reproducir por
ningún medio electrónico o mecánico, para ser distribuido con fines comerciales. Es un material
de estudio personal. Si quiere, puede imprimirlo para su uso exclusivo, pero en ningún caso
hacerle modificaciones. Si usted desea citarlo, debe confrontar el texto original de donde fue
tomado. Toda reproducción de él con fines de más amplia difusión (libros, revistas, manuales
universitarios, etc.) debe hacerse con autorización, por escrito, de los titulares de los
derechos correspondientes.
2
modo sofístico, esto es, por accidente- cuando creemos conocer la causa por la cual la cosa
es [aquello que es], que ella es causa de aquella cosa y que no es posible que sea de otra
manera” (I, 2, 71b 9-12). Son dos, por tanto, las características de la ciencia que resultan
de tal definición: (1) el conocimiento de la causa, que debe ser entendida en sentido amplio,
es decir, como la razón o la explicación de un hecho, de un comportamiento o de una
propiedad (para Aristóteles, como es sabido, hay cuatro tipos de causa: material, formal,
eficiente y final); y (2) la necesidad de sus conclusiones, esto es, la imposibilidad de que,
cuando se tiene ciencia de un cierto estado de cosas, las cosas sean de otro modo que como
se sabe que son.
Tener ciencia –es decir, saber- significa, en síntesis, conocer no solamente el “qué”,
sino también el “porqué” de cierto estado de cosas; y saber que no es un simple estado de
hecho, sino una verdadera necesidad. Naturalmente, esas dos características están
vinculadas entre sí, pues la necesidad del efecto depende de la existencia de la causa, por lo
cual el estado de cosas de que se tiene ciencia no es necesario por sí mismo, sino solamente
si subsiste una causa suficiente de dicho estado de cosas, precisamente aquella cuyo
conocimiento constituye su ciencia. Como se ve, estamos ante un concepto de ciencia
profundamente diferente del moderno, caracterizado principalmente por su carácter
hipotético y por la probabilidad.
El carácter de necesidad de la ciencia en sentido específicamente aristotélico es
frecuentemente indicado por el propio Aristóteles mediante la afirmación de que la ciencia
es conocimiento de cosas que existen “siempre”. Eso no significa que todos los objetos de la
ciencia sean sustancias eternas –como lo eran, para Platón, los objetos de la matemática y,
para Aristóteles, los astros y sus motores-, sino que son eternos los nexos entre ciertos
objetos y ciertas propiedades suyas de las cuales se tiene ciencia. Por ejemplo, [5] existe
un nexo entre el triángulo y la propiedad de que la suma de sus ángulos internos es igual a
dos ángulos rectos; por tanto, el triángulo tiene “siempre” dicha propiedad, es decir,
cualquier triángulo en cualquier condición la tiene. Aristóteles admite, sin embargo, también
una atenuación de ese carácter de necesidad que no va en perjuicio de la naturaleza de la
ciencia, atenuación que expresa mediante la afirmación de que es posible tener ciencia no
sólo de las cosas que existen siempre, sino también de aquellas que existen “casi siempre”
(hos epí to poly) (I, 30, 87b 19-22). Posteriormente veremos lo que eso significa.
En el caso de la ciencia apodíctica, las dos características hace poco mencionadas –es
decir, el conocimiento de la causa y la necesidad- son establecidas por la “demostración”
(apódeixis), que por eso llama Aristóteles “silogismo científico”. Al “silogismo” (que
literalmente significa conjunto de discursos, esto es, concatenación, secuencia y, por tanto,
raciocinio, argumentación y, más propiamente, deducción) le dedicó Aristóteles el tratado
que precede a los Segundos Analíticos; a saber, los Primeros Analíticos. Éstos tratan, en
efecto, del silogismo en general, mientras que aquéllos se ocupan de un silogismo particular:
del silogismo científico o demostrativo. El silogismo en general es definido por Aristóteles
como un discurso, esto es, un raciocinio, una argumentación en la cual, puestas algunas
“premisas” (al menos dos, denominadas respectivamente “la mayor” y “la menor”), resulta
3
Jenócrates), y tal vez por el propio Platón en sus famosas “doctrinas no escritas”;
Aristóteles, sin embargo, rechazó con claridad tal designio, precisamente sobre la base de
la propia teoría de la demostración, y afirmó con vigor la multiplicidad y la autonomía de las
diversas ciencias, inclusive en relación con la metafísica. A tal reacción se refiere
probablemente un fragmento muy bello del tratado perdido Del bien, en el cual impugnaba y
criticaba la doctrina platónico-académica de la derivación de todas las cosas de dos
principios opuestos, el Uno-Bien y la Diada indefinida; y, por tanto, el ideal de una ciencia
única capaz de demostrarlo todo: “Se debe recordar que es hombre no sólo el que tiene la
fortuna consigo, sino también aquel que se dedica a las demostraciones”. Se sabe que el
llamado a la conciencia de [10] que eran hombres significaba, para los griegos, una invitación
a no sobreestimarse, es decir, a que no creyeran ser dioses, tentación a la cual podría estar
expuesto quien creyese poseer una ciencia capaz de demostrarlo todo. Aristóteles, por
tanto, era bien consciente de los límites de la ciencia demostrativa, mucho más habiendo
sido su primer teórico.
Por otra parte, el lector de los Segundos Analíticos, en donde se teoriza sobre este
tipo de ciencia, notará que la mayor parte de los ejemplos y términos de los que Aristóteles
se sirve han sido extraídos de la geometría, lo que significa que el modelo de ese tipo de
ciencia es la geometría, la primera ciencia descubierta por los griegos y también la única que
alcanzó, en tiempos de Aristóteles, aquello que hoy llamaríamos un estatuto epistemológico
casi definitivo gracias al impulso que recibiera, sobre todo en el seno de la Academia
platónica, a través de la obra de matemáticos como Eudoxo, Teeteto y el propio Platón. Más
aún: Aristóteles ni siquiera la describe en su proceso de constitución –es decir, en sus
procesos de invención, o constructivos- sino que la considera en su estructura ya
constituida, elaborada con un objetivo esencialmente didáctico; él, en suma, apenas describe
el estatuto epistemológico de la geometría griega. Además de eso, no es casual que la
realización plena de las indicaciones contenidas en los Segundos Analíticos se encuentre en
los Elementos de Euclides; y ello no porque Euclides dependa de Aristóteles, al que es
posterior en algunos años, sino porque también [11] él solamente sistematiza una geometría
ya existente en tiempos de Aristóteles y elaborada, en gran parte, por Eudoxo.
La situación concreta en la cual piensa Aristóteles al teorizar sobre la ciencia
apodíctica es la de un científico (por ejemplo, un cultor de la geometría) que, estando ya en
posesión de la ciencia en cuestión, se propone exponerla a otros, es decir, enseñarla. El
discurso de tal científico es, en esencia, un monólogo, aunque se voltee hacia sus oyentes,
porque estos últimos no tienen nada que decir y deben solamente aprender, esto es, deben
ser ayudados para que vean con claridad lo que todavía les resulta oscuro, por ejemplo la
verdad de un determinado teorema. Demostrar significa, en efecto, esencialmente mostrar
la verdad de una cosa a quien la ignora, a partir de la premisa según la cual la verdad es, al
contrario, ya conocida por quien la escucha; esto es, demostrar significa enseñar en el
sentido más riguroso del término.
En conclusión, la primera forma de racionalidad descrita por Aristóteles, aquella que
hoy podríamos considerar la más “fuerte” -es decir, la más convincente desde el punto de
6
partir de Boecio-, a saber, intellectus, fue traducido al alemán por el monje benedictino
Notker (que vivió en la abadía de Saint Gall entre los siglos X y XI) como Vernunft, término
que, al contrario, a partir de Kant –o, mejor, de Baumgarten-, fue usado para traducir el
latín ratio y que, por tanto, a causa de la enorme influencia que tuvo en la filosofía alemana,
de Kant en adelante, ha sido normalmente traducido por razón. A fin de evitar todos los
equívocos que puedan surgir a propósito de la relación entre razón e intelecto –dado que
hasta Spinoza el intelecto se consideraba la facultad más elevada, mientras que a partir de
Kant, y sobre todo de Hegel, la facultad más elevada se considera la razón- adoptamos para
traducir el griego nous el término “inteligencia”, sin que entendamos ese término en el
sentido preciso que tiene en la psicología experimental y en la disciplina denominada
“inteligencia artificial”.
[14] Lo que más nos interesa, sin embargo, más allá de toda consideración
terminológica, es el significado del nous aristotélico. Éste fue frecuentemente confundido
con una especie de intuición, es decir, con un conocimiento inmediato, no discursivo, al estilo
de la intuición bergsoniana o de la visión eidética husserliana. Tal interpretación surge, para
dar solamente dos ejemplos ilustres, en un neoescolástico como Maritain, notoriamente
influenciado por Bergson, y también –y, tal vez, no por casualidad- en un profundo conocedor
de Aristóteles como fue Heidegger, discípulo de Husserl pero también muy familiarizado
con la escolástica. Para limitarnos solamente a este último autor –hoy tan en boga, después
de la publicación de muchos de sus cursos inéditos- es interesante anotar que el texto al
que él continuamente se refiere a propósito del nous es el capítulo 10 del libro IX de la
Metafísica, en el cual Aristóteles compara el acto del nous con el “percibir” (thigéin o
thingánein), el cual se sustrae a la alternativa verdadero/falso, sino que solamente puede
ocurrir o no; si ocurre, es siempre verdadero; y, si no ocurre, no se puede decir que se esté
en un error, sino solamente que se está en estado de ignorancia (1051 b 17-1052a 2).
Se debe recordar, además, que en ese capítulo Aristóteles declara, en efecto, que
“en relación con las cosas que son, que son exactamente alguna cosa, que son en acto [esto
es, las esencias], no es posible engañarse, sino que sólo es posible aprehenderlas o no
aprehenderlas (noéin e me)”; y específica a continuación: “pero lo que es [la definición] es el
objeto de investigación en torno a ellas; si éstas son así o no lo son [este es el objeto de la
investigación] (allá to ti esti zetéitai perí autón, [15] ei toiáuta estin e me). Lo que esto
significa es que la definición de la esencia –a saber, el principio de la ciencia en que consiste
propiamente el noús- es el resultado de una investigación, vale decir, de un proceso
caracterizado por la alternativa entre cierta determinación y su negación.
¿Cómo se concilian estas dos afirmaciones? Probablemente suponiendo que la
aprehensión inmediata de los principios –que tiene como única alternativa la ignorancia- sea
aquella que tiene lugar en una situación de enseñanza, en la cual el docente ofrece a sus
discípulos una definición ya hecha y éstos simplemente deben “entenderla”; si la entienden,
están en lo verdadero; y, si no, ignoran la verdad. Esa inmediatez de la aprehensión no
excluye, sin embargo, que el docente, para dar la definición, haya investigado anteriormente
por medio de un proceso que no es, en absoluto, una aprehensión inmediata.
8
Lo anterior se ve confirmado por lo que dice Aristóteles con respecto al noús en los
Segundos Analíticos, la obra dedicada a exponer, como vimos, la ciencia que se enseña. Allí
él presenta el noús como resultado de una epagogé -es decir, de un proceso que significa no
sólo “inducción”, como generalmente se la entiende, sino también como “guía para alguna
cosa” (de ago, conducir, guiar; y epí, para o en la dirección de)-, o sea, de una “introducción”.
Se trata del proceso por el cual el docente guía, o conduce, a los discípulos a la aprehensión
de los principios. Éste se mueve, como se sabe, de la sensación –por ejemplo, de la visión de
una figura dibujada- al recuerdo –esto es, a su fijación en la mente-; y, por la experiencia –o
sea, por la repetición de este último acto- llega a lo universal, es decir, a la definición de la
figura en general, de la cual la figura dibujada es solamente un caso particular (II, 19).
[16] Que también a propósito de los principios Aristóteles piense en una situación de
enseñanza es confirmado por el hecho de que, al lado de los principios verdaderos
(definiciones, presuposiciones y axiomas), frecuentemente enumera, entre las premisas de
las demostraciones, también a los “postulados” (aitémata), término que significa
literalmente “pedidos” (de aitéo, pedir), dado que el docente debe pedir a los discípulos que
los admitan para proceder a la demostración. Al contrario de los principios –que, en efecto,
son necesarios, es decir, evidentes-, los postulados no lo son (II, 13, 97a 21-23).
De todo esto se sigue, me parece a mí, que el noús, excepto en la enseñanza, no es
una intuición inmediata -esto es, una especie de iluminación gratuita, o algo debido a la
habilidad del docente-, sino el fruto de un proceso que puede ser también largo y laborioso;
es decir, de una investigación, aunque dicho fruto nunca se vea asegurado por el propio
proceso; y aunque su fruto no sea una conclusión necesaria, como lo es la conclusión de la
demostración científica; ello puede ocurrir o no ocurrir, porque, cuando se investiga, nunca
se está seguro de encontrarlo y sólo al fin de la investigación se puede saber si se encontró
o no lo que se buscaba. Solamente el noús divino, especifica Aristóteles, está ya desde
siempre en la condición en la cual el noús humano se encuentra sólo en cierto momento, esto
es, al final del proceso, cuando abraza todas las etapas en una sola mirada y en el todo
encuentra su condición óptima; el noús divino, efectivamente, no tiene necesidad de buscar,
pues ya está desde siempre todo en acto (Metafísica XII, 9, 1075a 5-10). En ese sentido, el
noús, el humano, es una forma de racionalidad; o, mejor, la más elevada al alcance del
hombre. Veremos mejor a continuación qué tipo de proceso conduce a esa cumbre.
Evidentemente el noús que pasa, de ese modo, a hacer parte de la filosofía
propiamente dicha no es el que está en la base de cada ciencia particular, o sea el
conocimiento de los principios propios de cada una de ellas (por ejemplo, de la definición de
punto, [17] línea, triángulo, etc.). La filosofía primera, en verdad, no tiene por objeto las
realidades que son objeto de las ciencias particulares; por eso no sabe lo que ha hacer con
su definición. Ella tiene por objeto, dice Aristóteles, el ser en cuanto ser, es decir, el ser
en su totalidad; y es de él, y solamente de él, que ella busca los principios; o sea, lo “que es”
(pues lo que es se percibe mediante el noús) es algo que se constituye, por así decirlo, desde
dentro, con lo cual se hace de la filosofía primera no una simple ciencia, sino la verdadera
sabiduría. A la filosofía, en suma, no le interesan las esencias de los objetos particulares –
9
que son el objeto de cada ciencia-, sino solamente las esencias más generales, esto es, los
múltiples significados del ser y sus propiedades universales.
A ese noús constitutivo de la filosofía primera alude Aristóteles en el libro VI de la
Metafísica, cuando, después de haber definido la filosofía primera como ciencia del ser en
cuanto ser, afirma que ella debe buscar sus principios, esto es, lo “que es” –o sea, la
esencia-; y el “si es” –o sea, la existencia-. Evidentemente, ya que el ser, para Aristóteles,
se dice en muchos sentidos, se trata de descubrir cuáles son éstos y cuál es el primero
entre ellos –esto es, la sustancia-, para ver en seguida lo que es esta última en general y
cuántos y cuáles tipos de sustancia existen (si solamente la sensible, o también la
suprasensible). Pues bien, todas estas operaciones, dice Aristóteles, no pueden ser
realizadas por medio de las aprehensiones y de las demostraciones propias de las otras
ciencias, sino que exigen “otro tipo de clarificación (tis allos tropos tes delóseos), porque es
propio de la forma propia de la racionalidad [así creo que es legítimo traducir tes autés
dianóias] hacer claro tanto lo que es como si es” (1025b 14-18). Que se trata del noús –
quiero decir, del conocimiento de los principios- no cabe duda, porque “lo que es” y el “si es”
son principios; pero también es indudable que no se trata de una intuición, sino de un
proceso, de una clarificación, y no de una demostración en sentido estricto; sino, más bien,
por así decirlo, de una “mostración” (este es, en lo que resta, el significado de délosis), esto
es, de una exposición progresiva.
[18] Probablemente Aristóteles alude al mismo proceso al final del libro VII
(también de la Metafísica), o sea en la conclusión de la indagación sobre la sustancia en
general, en la cual dice que sobre las sustancias simples –esto es, sobre las formas (que no
son el verdadero “que es” de la sustancia)- no es posible la investigación en el sentido de
enseñanza, de demostración verdadera –la cual, como vimos, tiene una función
esencialmente didáctica-, sino que es necesario “un tipo de investigación diferente (héteros
tropos zetéseos)” (VII, 17, 1041b 9-11). Sobre todo esto volveremos luego, cuando
hablemos del método de la metafísica.
La dialéctica
complejo Analíticos-Tópicos, pero que, en todo caso, también comprende la segunda parte
del conjunto. Allí, en efecto, declara que, si bien existían ya, para otras disciplinas (por
ejemplo la retórica), unos tratados más o menos válidos que se remontaban a autores
precedentes, para la silogística –es decir, para el arte de argumentar en general, sea éste la
apodíctica o la dialéctica- no existía absolutamente nada; aunque no en el sentido de que
nunca hubiese sido practicada (Aristóteles [19] considera que el ejercicio de la dialéctica
se remonta al menos hasta Zenón de Elea), sino en el sentido de que nadie antes había
teorizado sobre ella.
La primera caracterización, extremadamente densa en significado, que nos ofrece
Aristóteles de la dialéctica se encuentra precisamente en el exordio de los Tópicos:
El propósito de este estudio es encontrar un método (méthodos) de investigación
gracias al cual podamos razonar, partiendo de opiniones generalmente aceptadas
(éndoxa), sobre cualquier problema que nos sea propuesto; y seamos también capaces,
cuando replicamos a algún argumento, de evitar decir alguna cosa que nos cause
dificultades (I, 1, 100a 18-21).
En estas pocas frases se hace referencia ante todo a una situación concreta de
diálogo, o de discusión, entre al menos dos interlocutores, uno de los cuales defiende una
cierta tesis, mientras que el otro la ataca. Dialéctica viene, en efecto, de dialégesthai,
dialogar, aunque no en el sentido de conversar (por ejemplo, para el entretenimiento
recíproco o simplemente para pasar el tiempo), sino en el sentido de discutir, con
intervenciones de ambas partes y en contraste la una con la otra. Esta es una primera
diferencia fundamental entre la apodíctica y la dialéctica: que la primera se refiere a un
monólogo, el de la enseñanza, mientras que la segunda se refiere a un diálogo. Obviamente
se trata de una práxis tan antigua como la condición humana –o, mejor, de la más típica
práxis humana- que aquí, por tanto, se quiere someter a disciplina, aunque no en el sentido
de que deba ser ejercida de un modo técnico –es decir, siguiendo reglas-, sino más bien en
el sentido de teorizar sobre tales reglas. A ello es a lo que [20] alude la expresión
méthodos, que, en griego, indica ante todo la vía que de hecho se recorre –es decir, al
procedimiento que se sigue-, pero también la exposición teórica –esto es, científica- que de
ella se realiza.
El instrumento que se utiliza en tal práxis es la argumentación –o silogismo, o
deducción-, es decir, la inferencia de conclusiones a partir de premisas que ya encontramos
a propósito de la demostración propiamente científica. El objeto al que tal demostración se
aplica es, al contrario, el problema, que Aristóteles, en el curso del tratado, define
técnicamente como una alternativa de tipo interrogativo entre dos proposiciones
(concernientes, por ejemplo, a una definición) de las cuales la una es negación de la otra. El
ejemplo de problema que ofrece es el siguiente: “¿es o no la definición de hombre la de
animal bípedo terrestre?” (I, 4, 101b 32-34). Nótese cómo la alternativa está construida de
tal modo que agote por completo toda otra posibilidad, o sea, es una alternativa entre
proposiciones que son contradictorias entre sí (una afirmación y su negación). Ya en los
Segundos Analíticos, hablando de la demostración, Aristóteles, en efecto, consideraba
11
El significado preciso de los éndoxa es aclarado por Aristóteles poco después de dar
la definición de dialéctica, cuando distingue el silogismo dialéctico del científico, esto es,
del demostrativo. Vale la pena citar todo el pasaje, aunque en él se repita lo que ya vimos a
propósito de la demostración (lo que muestra lo que tienen en común, y simultáneamente lo
que tienen de diferente, las dos formas de racionalidad: la apodíctica y la dialéctica).
[24] El razonamiento es una “demostración” cuando las premisas de las que parte son
verdaderas y primeras, o cuando el conocimiento que de ellas tenemos proviene
originariamente de premisas primeras y verdaderas; por otra parte, el razonamiento
es “dialéctico” cuando parte de opiniones generalmente aceptadas (éndoxa). Son
“verdaderas” y “primeras” aquellas cosas en las cuales creemos (pistin) en virtud de
ellas mismas, y no de otras cosas; pues, en lo que se refiere a los principios de la
ciencia, carece de propósito buscar más allá el por qué y las razones de los mismos;
cada uno de los primeros principios debe imponer la convicción de su verdad en sí
mismo y por sí mismo. Son, por otra parte, opiniones “generalmente aceptadas”
(éndoxa) aquellas que todo el mundo admite (ta dokoúnta), o la mayoría de las
personas, o los filósofos; en otras palabras, todos, o la mayoría, o los más notables y
eminentes (éndoxoi) (100a 27-b 23).
Nótese que la diferencia entre premisas verdaderas y premisas éndoxa, de acuerdo
con este pasaje, consiste total y solamente en el hecho de que las primeras valen por fuerza
de sí mismas, esto es, independientemente de cualquier reconocimiento exterior, por
ejemplo del consenso del auditorio (el cual, en la enseñanza, no tiene derecho a la
interlocución porque no está en el mismo nivel de quien enseña, y debe solamente aprender),
mientras que las segundas valen por la fuerza del reconocimiento que les es atribuida por
parte de todos, o de la mayoría, o de los sabios. No se trata, por eso, de una diferencia de
grado –como hacen pensar aquellos que traducen éndoxa por “premisas probables”, dando la
impresión de que se trata de una aproximación a la verdad de tipo estadístico, es decir, de
premisas con un grado de verdad superior al 50%-, ni se trata de la diferencia entre
realidad y apariencia –como hacen pensar los que traducen éndoxa por “premisas
verosímiles”, dando la impresión de que no son [25] verdaderas (Aristóteles admite también,
como veremos, las éndoxa aparentes como diversas de las éndoxa auténticas, lo que, en el
caso de que fuese válida la identificación de éndoxon con “verosímil” –es decir, con
“apariencias”- daría lugar a la distinción absurda entre aparentes aparentes y aparentes no-
aparentes).
En el adjetivo éndoxos hay ciertamente una referencia a dóxa (éndoxos, de hecho,
es lo que es “en dóxa”), pero entendida no en el sentido de una opinión cualquiera, como
contrapuesta a verdad, sino en el sentido de “fama”, de “reputación”, de “gloria”, como se
prueba por el hecho de que, en el mismo pasaje en que Aristóteles usa ese adjetivo para
caracterizar las premisas del silogismo dialéctico, lo usa también para caracterizar los
sabios más notables y “eminentes”. Las éndoxa son, por tanto, premisas o –si así se quiere-
opiniones, pero autorizadas, importantes, a las cuales se debe, en todo caso, dar crédito y
de las cuales uno no se puede apartar. Ciertamente Aristóteles creía que también eran
14
verdaderas, pero quería hacer notar que, para los fines de la dialéctica, lo que cuenta no es
que las premisas sean verdaderas, sino que sean compartidas, reconocidas y aceptadas por
todos; y, por tanto, también por el público-árbitro y por ambos interlocutores. En efecto, no
serviría de nada, en una discusión, remitirse a una premisa verdadera pero no reconocida
por el público y por el propio interlocutor; la verdad es que ella no sería aceptada y, por
tanto, no podría cumplir las funciones de premisa en ninguna refutación. El hecho de partir
de las éndoxa, entonces, no significa, para la dialéctica, renunciar a la verdad o contentarse
con un grado de verdad inferior al de la ciencia, porque la dialéctica simplemente no se
preocupa de la verdad, sino sólo de la discusión, es decir, de la refutación y, por tanto, del
consenso que a ésta le es indispensable. En realidad, ningún interlocutor admitiría nunca
haber sido refutado si aquel que quiere refutarlo argumentara a partir de premisas que él
mismo no ha concedido, independientemente del hecho de que sean verdaderas o falsas. Y
es evidente que el modo más [26] seguro, de parte de quien quiere refutar, para que se haga
conceder de parte del interlocutor ciertas premisas, es pedirle respuestas conforme a las
éndoxa, porque este último no podrá negarse a aceptarlas, para no quedar en ridículo ante el
auditorio.
La distinción entre éndoxa auténticas –es decir, reales, efectivas- y éndoxa
aparentes es introducida por Aristóteles poco después, con la mención de un tercer tipo de
silogismo, diferente tanto del apodíctico como del dialéctico: el silogismo erístico, definido
como el silogismo que se desarrolla precisamente a partir de éndoxa solamente aparentes
(phainómena), esto es, no reales (onta), o como el silogismo que, partiendo de éndoxa reales
o aparentes, es un silogismo solamente aparente, es decir, el silogismo que no es un
auténtico silogismo. Sobre la diferencia entre éndoxa reales y éndoxa aparentes,
Aristóteles insiste diciendo:
Pues no toda opinión que parece ser generalmente aceptada (éndoxon) lo es en
realidad. En efecto, en ninguna de las opiniones que llamamos generalmente aceptadas
(éndoxa) la ilusión es claramente visible, como ocurre con los principios de los
argumentos contenciosos, en los cuales la naturaleza de la falacia es de una evidencia
inmediata, y ello incluso para las personas de poco entendimiento (100b 26-101a 1).
Aquí, como se ve, Aristóteles considera que todos cuantos están dotados de un
mínimo de perspicacia se dan cuenta pronto del carácter solamente aparente de las
premisas del silogismo erístico y no vacilan en calificar ese carácter de apariencia como algo
que tiene “la naturaleza de lo falso”, revelando con ello implícitamente que considera los
éndoxa reales como dotados de verdad. El silogismo erístico, por tanto, es sólo una vil
imitación, una simulación del silogismo dialéctico; y, en general, la erística –es decir, la
práctica del puro contestar (de eris, contestación, litigio)- no es una verdadera forma de
racionalidad, sino, más bien, una deformación de la forma [27] auténtica de racionalidad que
es la dialéctica. Ésta, en efecto, no tiene por objetivo el examen crítico de una tesis, sino
sólo el éxito en la discusión obtenido de cualquier modo, incluso el más desleal, el engaño
(dado que es la tentativa de hacer pasar por realidad la apariencia, lo falso).
15
verdadera relación entre dialéctica y filosofía; y, por ello mismo, la verdadera naturaleza de
la dialéctica de Aristóteles.
primera vez a la dialéctica todo un tratado, el elogio que de ésta hace Platón en este
diálogo, presentándola como la condición indispensable para que “la verdad” no se nos
escape. Ahora bien, si se acordaba de dicho diálogo, no podría siquiera escapársele el hecho
de que aquí el personaje Parménides –esto es, el propio Platón-, le proponía a Sócrates una
dialéctica como la practicada por Zenón, dejando casi sobreentendido que la dialéctica de
Sócrates no era aún suficiente para defender la doctrina de las ideas; y, más bien,
reformulaba él mismo la dialéctica zenoniana en una versión más completa, en la cual no se
limitaba ésta a deducir las consecuencias de una hipótesis, como hiciera Zenón, sino que
hacía la misma operación también en relación con la hipótesis opuesta a la primera (Cf.
Parménides 135e-136a).
tiene que ver con las “aporías” –como dice el propio Aristóteles, con las situaciones de
bloqueo producidos por la “igualdad de razonamientos opuestos” (Tópicos VI, 6, 145b 2)-,
vale decir, con los dilemas en los cuales argumentos igualmente fuertes apuntan a favor de
una y otra solución; y, en tercer lugar, que “desarrollar las aporías en ambas direcciones”
(pros amphótera diaporésai) consiste en deducir a fondo las consecuencias que se derivan
de cada una de las alternativas del dilema para ver a qué conclusiones se llega, esto es, si se
llega o no a conclusiones contradictorias consigo mismas o con otras posiciones previamente
admitidas. Pues bien, según afirma Aristóteles, tal procedimiento permite ver más
fácilmente “en cada una de las dos direcciones” lo verdadero y lo falso, o sea, permite ver
cuál de las dos soluciones es verdadera y cuál es falsa, o cuáles elementos de lo verdadero y
cuáles elementos de lo falso están contenidos en cada una de ellas (frecuentemente, por
otra parte, como veremos en seguida, Aristóteles no escoge solamente una sola de las dos
alternativas del dilema, sino que señala que cada una, bajo ciertos aspectos, dice lo
verdadero y, bajo otros, dice lo falso). Ahora bien, no hay duda de que distinguir lo
verdadero de lo falso es de gran utilidad para las ciencias filosóficas, pues esto es
precisamente lo que ellas se proponen.
[36] La confirmación de la lectura que aquí se ha hecho se encuentra en un pasaje de
los Tópicos en donde Aristóteles declara:
[…] en relación con el conocimiento y la inteligencia filosófica, el poder abarcar,
mediante una mirada de conjunto, las consecuencias que se derivan de cada una de las
hipótesis no es un instrumento (órganon) de poca monta; lo que nos queda es elegir
correctamente una de las hipótesis (VIII, 14, 163b 9-12).
Como ya se señaló, este modo de proceder es precisamente el puesto en práctica por
Platón en la última parte del Parménides, esto es, el “ejercicio” inaugurado por Zenón e
integrado con el despliegue de la hipótesis opuesta a la primera. Lo que, a mi parecer, no ha
sido suficientemente resaltado es que este uso de la dialéctica es “cognitivo”, que permite
conocer lo verdadero y lo falso y, por tanto, hace de la dialéctica un “instrumento”
(órganon); vale decir, un método de la propia filosofía para establecer las innegables
diferencias que existen entre las dos posiciones en juego.
La referencia al Parménides de Platón, por otra parte, es la clave que permite
explicar otro pasaje famoso de Aristóteles sobre la dialéctica que, a mi modo de ver, está
estrechamente ligado al que examinamos hace poco: la indicación de la diferencia que existe
entre la dialéctica practicada por Sócrates y la otra dialéctica, más “fuerte”, contenida en
el libro XIII de la Metafísica. Allí Aristóteles afirma textualmente:
[…] aquél [es decir, Sócrates] buscaba, y con razón, la esencia, puesto que buscaba
razonar con silogismos [científicamente] y el principio de los silogismos [científicos]
es la [37] esencia; pero en aquel tiempo, en efecto, no había todavía una fuerza
dialéctica tal que pudiese investigar los opuestos independientemente de la esencia y
si [es decir, en qué casos] la misma ciencia se ocupa de los opuestos (Metafísica XIII,
4, 1078b 23-27).
21
Más allá de los “usos”, o de las “utilidades”, de la dialéctica para las ciencias, es
importante señalar, finalmente, de qué operaciones hace uso la propia dialéctica, es decir, lo
que es “útil” a ella, porque esas mismas operaciones, por medio de la dialéctica, serán
posteriormente útiles también a la ciencia. La más importante de ellas, como lo afirma el
mismo Aristóteles, sea en los Tópicos o en las Refutaciones sofísticas, es la distinción entre
los diversos significados de una misma palabra, lo que podríamos llamar hoy análisis
semántico, una parte esencial del análisis del lenguaje. En efecto, además de las premisas –
que son proposiciones-, en las argumentaciones son importantes los términos, esto es, las
palabras, que deben ser usadas siempre en el mismo sentido, pues de otro modo darían lugar
a equívocos. Surge de allí la necesidad, para la dialéctica –que quiere argumentar
correctamente y controlar la corrección de las argumentaciones ajenas-, de ver cuántos
significados tiene cada una de las palabras empleadas, o sea, en cuántos sentidos (posakhós)
se dice ella, si sólo en uno (monakhós) o en muchos (pollakhós) (Tópicos I, 15). De allí la
necesidad de examinar las diferencias y semejanzas entre las diversas cosas, para saber si
algunas son especies del mismo género –en cuyo caso no hay diferencia de significado en los
usos del término a éste correspondiente- o si, al contrario, pertenecen a géneros diversos,
en cuyo caso hay diferencia de significado (I, 16-17).
Todo eso es útil –afirma Aristóteles- no sólo para la claridad, sino también para
estar seguro de que se está hablando de cosas, y no simplemente de palabras, y para evitar
cometer paralogismos, o para darse cuenta si los comete otro (I, 18). Pero, sobre todo, el
análisis semántico es útil para desenmascarar las falsas refutaciones –esto es, las
refutaciones sofísticas-, que precisamente se basan en equívocos. El tópos, o esquema de
argumentación, más eficaz que se puede usar contra los sofistas es, en efecto –observa
Aristóteles-, es el que se da a través de los nombres.
[42] Dado que, en efecto, no es posible discutir presentando las cosas mismas, sino
que empleamos sus nombres, como símbolos que toman el lugar de los objetos, creemos
que lo que ocurre con los nombres ocurre también con los objetos, como les ocurre a
los que hacen cálculos sirviéndose de piedrecitas. Pero las dos situaciones no son
idénticas, dado que los nombres y la cantidad de palabras son limitadas, mientras que
las cosas son infinitas en número. Es necesario, por tanto, que la misma palabra y el
nombre único signifiquen la misma cosa. Por lo tanto, al igual que en el caso citado -en
24
el que los que no son hábiles a la hora de manejar las piedrecitas son engañados por
aquellos que sí lo son-, en el caso de las palabras, los que no están familiarizados con
los significados de los nombres incurren en paralogismos, tanto si discuten ellos
mismos como si escuchan a otros (Refutaciones sofísticas I, 165a 6-17).
La distinción de los significados de las palabras –esto es, el análisis semántico- es,
por tanto, un instrumento indispensable para la dialéctica. Veremos en los próximos
capítulos cómo se hace ese análisis, bien sea al someter a examen las opiniones ajenas, al
desarrollar las aporías en direcciones opuestas o en todos los procedimientos usados por las
principales ciencias filosóficas.