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–Una pinche alberca de tiburones, para quien quisiera meter los pies– esa
fue la frase del pescador, antes de que todo se jodiera. Se reía y lo miraba
muy fijo, como aguardando su reacción. Le dijo que los del pueblo se
espantaron al principio, pero luego se pusieron a cazarlos. Se subían en
las lanchas o se metían en la orilla, y los arponeaban. Hubo heridos y
mordidos, pero ahí siguieron hasta que se los acabaron. El mar era un
caldo de espuma y de sangre. Dicen que el tiburón más grande ya tenía
cicatrices de arponazos de antes, que era el que más peleaba y también el
que más aguantó.