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CAPITULO LVIII - ENCARNACIÓN MÍSTICA

“Voy a hablar ahora de ese amor divino de paternidad que me enajena,


que me subyuga, que me hace estremecer aun en mi ser de Hombre-
Dios y que hace la eterna felicidad del Verbo: ¡el amor de mi Padre!
Esa fibra de ese amor, ese reflejo del amor del Padre al Verbo, ese
germen santo de su fecundidad que ha puesto en el alma de las
encarnaciones místicas, me atrae, me enamora, y en la tierra causa mis
más especiales delicias.
Claro está que como Dios nado en el mar sin fondo del amor
incomprensible del Espíritu Santo, y que soy feliz, infinitamente feliz en
ese amor que une y que contiene todas las delicias de la Trinidad. Claro
está también que no necesito, como Verbo, más amor, que el amor
eterno, que el amor increado, que el infinito seno de mi Padre en donde
todas las venturas existen.
Pero no solo soy Dios, la segunda Persona de la Trinidad, sino que soy
Hombre-Dios; y como Hombre quiero y necesito caricias humanas,
ternuras humanas, aunque divinizadas; y ninguna más sobrenaturales
que las de las almas que reciben la insigne gracia de la encarnación
mística; ningunas más puras y legítimas y santas que las nacidas en el
reflejo de la fecundidad del Padre, que comunican al alma el matiz y
colorido, y algo, en cierto sentido, del amor mismo del Padre.
Sólo por esto me complace ese amor, aun en María, por lo que lleva de
mi Padre, por lo divino de que ese santo amor está impregnado, por lo
tierno, por lo puro, por lo santo, aunque nacido en el corazón humano y
con todo el reflejo humano.
Yo soy amor, y sin embargo, busco amor. Yo no puedo producir más que
amor, y toda mi vida en la tierra no fue más que un acto de amor
continuado, de amor en diversas formas.
Y todavía en el esplendor de la gloria me gozo en mi naturaleza
humana, en mí ser de Hombre-Dios, complaciéndome como Hombre en
el amor y en las delicadezas del hombre.
Toda la Trinidad en sus relaciones personales y en su acción creadora y
efusiva en todas las cosas, no pueden ser sino amor, amor uno en
donde se encierran las causas y las cosas. Y el Padre es amor, y Yo soy
amor, y el Espíritu Santo es amor, y en mi humanidad sacratísima soy
amor. Y el desequilibrio del hombre solo consiste en apartarse de esa
unidad de amor.
Y por eso puse en el mundo a mi Iglesia, toda amor, para que abarque a
todas las almas del mundo en su seno amoroso, con el concurso de los
sacerdotes que forman y que deben ser todo amor.
Pero no quiero apartarme del punto con que comencé, del amor que se
deriva de las encarnaciones místicas que mis Obispos y sacerdotes
deben tener en más o menos grados.
Cierto que con mis sacerdotes tengo una fraternidad especial por ese
vínculo en María y por tener un mismo Padre que está en los cielos;
pero en razón del sacerdocio conferido y afirmado por el Espíritu Santo,
reciben el poder como de concebir, en cierto sentido, al Verbo hecho
carne, en la Misa, en donde se renueva mi Encarnación, mi Pasión y
muerte. Por esto mismo y por la gracia insigne que reciben (en este
mismo misterio del Altar) de la fecundación del Padre, tienen –en cierto
sentido también- el derecho como de maternidad con Jesús, porque lo
hacen presente en el Altar, no solo místico, sino real y verdadero en
cada Misa, en cada hostia consagrada, por las palabras creadoras y
operadoras de la consagración, que traen consigo la fecundidad del
Padre, por la que se efectúa el milagro palpitante y real de la
transubstanciación.
Cada Obispo, cada sacerdote participa en cierto grado y sentido de la
maternidad de María, de la maternidad de María, de la paternidad del
Padre, del asombroso prodigio obrado por el amor, solo por el amor, del
Espíritu Santo, concurso indispensable para este fin.
Así es que todo sacerdote que reproduce a Cristo lleva el reflejo de
María más marcado que nadie; y por tanto, debe ser como un trasunto
de María, la criatura de la tierra más transformada, puede recibir
ampliamente la encarnación mística en su Corazón; y el sacerdote está
obligado, por esta circunstancia más, a transformarse en Mí, si tiene que
ser María, si quiere acariciarme con la ternura y el amor y pasión divina
y humana de María.
Y en esto no piensan mis sacerdotes; es un secreto más para obligarlos
a su transformación en Mí y a que busquen con ardor la perfección por
su unión con María, por la unión inefable y pura e indisoluble con el
Verbo, por su amor inmenso al Padre, ofreciéndose y ofreciéndome en
sus manos puras, como María en la Presentación, como María en el
Calvario, como María en todos los pasos de mi vida, especialmente en
éstos que he señalado por ser pasos o elevaciones sacerdotales.
¡Oh, si mis Obispos y mis sacerdotes reflexionaran en estas verdades
que los envuelven, en estos esplendores que los alumbran y en estos
misterios que los penetran, cómo ensancharían sus almas y recibirían
humillados y agradecidos el don de Dios!
Cierto que el germen de esta gracia insigne la tienen todos los
sacerdotes, la llevan en su sangre, por decirlo así, al recibir la
ordenación, el Soplo fecundo del Espíritu Santo; porque ese Soplo
siempre produce o comunica al Verbo, única cosa que Dios puede
producir, y en el Verbo a todas las cosas. Pero este germen se
desarrollará más y más por las gracias especiales y gratuitas del Espíritu
Santo. Llevan los sacerdotes el germen; pero el desarrollo de esta
gracia solo efectúa el Espíritu Santo, y exige del alma ciertas
condiciones, y extiende su realización, plena y su eficacia como don
regalado al alma escogida a quien place darlo.

Pero a pesar de esto, todos los sacerdotes tienen obligación de cooperar


al desarrollo del germen de esta gracia en sus almas para su propia
santificación y bien de otras muchas almas.
Que mis sacerdotes se empapen de estas verdades íntimas, que las
mediten despacio en el interior de sus corazones para agradecerlas
primero, y después para utilizarlas; y que dilaten sus almas para su
transformación en Mí, para complacencia del Padre y para gloria de la
Trinidad”.

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