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DOROTEA Y EL GENERAL

Bertha Ramos

El escándalo de golpes que azotaban las ventanas despertó muy temprano a Dorotea.
Se imaginó que el invierno comenzaba nuevamente de improviso, aunque hubiera
preferido que las lluvias se acercaran como llegaba diciembre, suavecito, suavecito.
Humildemente. Porque desde hacía unos meses, cuando sacaron su cama de la alcoba
de sus padres, todo le causaba suspicacia. Especialmente los ruidos. Por eso se quedó
inmóvil y supuso lo mejor. Un aguacero. La negrura de las nubes que invadía la ciudad,
esa multitud de grises que cambiaban los tediosos días soleados por crepúsculos
propicios al placer de recluirse. Claro que a los siete años era casi una presidiaria pues
su infancia transcurría entre los muros de la casa. Sin embargo, Dorotea se entretenía,
se pasaba largas horas contemplando las figuras estampadas sobre las losas del baño.
Eran cuerpos enredados que le daban una rara ofuscación, y que ella cubría de negro
con el lápiz para cejas de su madre. También amaba correr por el gran patio; aunque la
lluvia temprana ya lo habría empantanado y hasta Bandolero, el dálmata, su amigo
incondicional, estaría seguramente condenado a su refugio en el portón. Y pensó en su
General y se cubrió con la almohada la cara de delincuente, y se puso a fantasear y se
destejió la trenza y se alisó la batita por debajo de la sábana. Todavía no clareaba así
que se levantó, se hizo al pie de la ventana y suspiró con deseos de que el agua les cayera
por semanas. Todos estarían en casa.
Escuchó sonar el chorro de la ducha y esperó que oliera a sándalo, y adentrándose en
un trance se dirigió sigilosa hasta la puerta del baño que quedaba en un rincón del
corredor. Él la dejaba entreabierta para ella. Para que ella se asombrara con su cuerpo
así como se asombraba con los cuerpos que adornaban las baldosas. Y cuando estaba
lloviendo como no existían apuros por salir, él ejecutaba un rito que hacía mella en el
candor de Dorotea: se secaba despacioso con la toalla y se excedía pacientemente en el
cuidado de sus manos absolutas, y ella agradecía a las lluvias por haber neutralizado los
relojes, y disponer de más tiempo y más penumbras para ver caer un hombre y
levantarse un General. Venir de menos a más, y para ella. Porque entre ambos había un
vínculo indestructible, sólo ella en la familia se llamaba Dorotea, un nombre sin
diminutivo, un nombre que estaba hecho para ser articulado por la voz de un militar.

Lo vio ponerse con calma su uniforme de etiqueta. La camisa verde claro, el pantalón,
las medias y los zapatos, los guantes y el cinturón. La corbata la ajustó con un nudo
magistral. Lo vio erguirse, extraordinario, al momento de lucir la guerrera verde oliva
con las divisas bordadas de canutillos dorados. Luego se enfundó la gorra tachonada
con estrellas. Y mientras se engrandecía, la miraba jactancioso como esperando un
aplauso, y ella dejaba entrever que lo estaba ovacionando cuando palpaba coqueta la
rosita que adornaba su piyama. Se engalanaba sin duda para ella, porque la lluvia
arreciaba y quedarían recluidos en la casa.

Al terminar de arreglarse, el padre fue terminante con la orden de calzar a Dorotea que
caminaba descalza. Gritó para que atendieran a esa niña resabiada que estaba
adquiriendo el vicio de esconderse tras las puertas de los baños, y de echarse en los
rincones como hacía Bandolero. Y cuando él besó a su madre y se marchó, Dorotea lo
vio borrarse con la lluvia, venirse de más a menos a pesar de que aún llevaba su traje
de General, y que el sol del verano imprimiera una apariencia prestigiosa a las medallas
de lata que ostentaba en su guerrera.

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