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LUIS PEREZ A G U IRR E

LA O P C I O N
ENTRAÑABLE
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LA OPCION
ENTRAÑABLE
© Luis Pérez Aguirre
© Ediciones Trilce 1989
Misiones 1408
Montevideo - Uruguay
Luis Pérez Aguirre

La opción
entrañable

TRUCE
EDICIONES
Mientras exista alguien que sufra,
la rosa no podrá ser bella.
Mientras exista alguien que mire
el pan con hambre,
el trigo no podrá dormir.
Mientras llueva sobre el pecho
de un solo mendigo,
mi corazón no sonreirá.
Poetas, matad la tristeza.
No hagáis versos al arco iris.
Hay asuntos más importantes
que llorar por ciertos amores perdidos.-
¡El rumor de un pueblo que se despierta
es más hermoso que el rocío!
¡El metal resplandeciente de su fuerza
es más bello que la espuma!
¡Un hombre libre
es más puro que el diamante!
Manuel Scorza
Prefacio

Al comenzar nuestro contacto con el lector nos


invade una suerte de sentimiento difícil de traducir en
palabras. Por un lado no queremos defraudar a quien
pretende acompañamos en este itinerario y por el otro
la tarea parece una misión imposible. Nunca redacté un
libro empezando por establecer su título, porque
condensar en dos o tres palabras su contenido me
resultaba lo más arduo. Siempre dejé los títulos para el
final, y a veces he pedido a los editores que los inven­
taran. Pero en este caso no fue así. Comencé por tener
claro el título, aún antes de ordenar y planificar los
contenidos que aquí entrego al lector. Esto ha sido
posible, creo yo, porque se trata de comunicar por
escrito una experiencia y no una doctrina o una nueva
teoría. Iremos desentrañando lo que está contenido en
el título que me vino a la mente cuando me propusie­
ron escribir este libro. Pero allí está justamente lo difícil
de mi propósito. Porque una experiencia es algo que
no se deja aprisionar ni codificar sin pagar un alto
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precio. Por ser experiencia tiene un carácter polifacé­


tico y su riqueza es siempre traicionada al pretender
traducirla en palabras y conceptos. Pero he considera­
do que igual vale la pena correr todos los riesgos en
este caso, porque la experiencia, si se comunica y
comparte, deja de ser un valor privado para convertirse
en patrimonio de muchos.
Esta experiencia es en tomo al trabajo por la promo­
ción y defensa de los derechos humanos. Ese “trabajo”
en realidad es una militancia, una vocación, y por ello
se enfrenta con dificultades que procuraremos analizar
aquí. ¿Por qué tantas veces hemos estado tentados a
bajar los brazos y abandonar la tarea? ¿Por qué tantos
compañeros de ruta nos han abandonado en algún
momento de la lucha? ¿Qué es lo que nos motiva a
actuar en este campo? ¿Qué es lo que sostiene nuestro
compromiso con los derechos humanos? ¿Cómo se
explica que algunos dediquen y organicen sus vidas en
tomo a la opción por los derechos humanos mientras
otros pasan indiferentes ante sus violaciones?
Tendremos que remitirnos al corazón de nuestra
experiencia cristiana. Tendremos que descodificarla y
transmitirla. Y apostamos a que esa experiencia es
inteligible y compartible por todo hombre y toda mujer
de buena voluntad que se asome a ella sin prejuicios.
Estoy convencido de que en esa experiencia es posible
encontramos, es posible identificamos hermanados
por encima de los prejuicios, las ideologías y la fe o el
ateísmo que podamos profesar cada uno. Porque esta­
remos palpando algo que nos fusiona en una solidari­
dad insospechada.
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Por eso hablaremos de la sensibilidad y de la solida­


ridad, de los derechos humanos y de la opción funda­
mental, del sufrimiento y de la esperanza... en definiti­
va, hablaremos del hombre y de la mujer nuevos,
paridos en la experiencia primordial del ser humano
que se precie de tal. Con Pablo Nueruda podemos decir
que también nosotros escogimos “el difícil camino de
una responsabilidad compartida y, antes que reiterar la
adoración hacia un individuo como sol central del
sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a un
considerable ejército que a trechos puede equivocarse,
pero que camina sin descanso y avanza cada día
enfrentándose tanto a los anacrónicos recalcitrantes
como a los infatuados impacientes. Porque creo que
mis deberes de poeta no sólo me indicaban la fraterni­
dad con la prosa y la simetría, con el exaltado amor y
con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas
tareas humanas que incorporé a mi poesía”.
Y escribo sobre una experiencia, sobre una vida
que trata de adecuarse a las convicciones que aquí
compartiré. No digo que no pueda equivocarme, no
digo que tenga toda la verdad. Pero digo, sí, con mi
hermano y amigo nicaragüense Fernando Cardenal
que “no pierdo el derecho que tenemos los cristianos
a equivocarnos alguna vez en favor de los pobres. La
Iglesia siempre se ha equivocado a favor de los ricos.
Yo sé que nosotros podemos equivocarnos... Pero
exigimos que tenemos el derecho de que nos equivo­
quemos a favor de los pobres”.
Es la óptica de los derechos de los pobres la que nos
descubre nuevamente la fuerza y la buena noticia que
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encierran los Evangelios. Pero también en ese lugar del
pobre nos encontramos con la experiencia común de
tantos hombres y mujeres buenos, de todas las ideolo­
gías y creencias o ateísmos, con quienes nos hermana­
mos para crecer como seres humanos, en sensibilidad
y solidaridad, hacia una nueva humanidad.

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Prim era Parte

Derechos Humanos:
Una cuestión de sensibilidad

Yo me interrogo ahora
¿por qué no be amado sólo
las rosas repentinas,
las mareas de junio,
las lunas sobre el mar?
¿Por qué he debido amar
la rosa y la justicia,
el mar y la justicia,
la justicia y la luz?
Juan Gonzalo Rose (nicaragüense)
Carta a su hermana María Teresa

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OO OO oo o0> oo oo oo

T o d o empieza por u n grito

Si tenemos que remontamos al origen de la opción


por la promoción y la defensa de los derechos huma­
nos nos encontramos con que ella se inicia, como
cuando se da a luz la vida humana, en un grito. Un grito
escuchado y sentido como en carne propia. Y en este
sentido descubrimos que ese origen, si bien está corro­
borado por la revelación cristiana, es perfectamente
compartible por los no creyentes o por quienes no se
identifican con la fe cristiana.
La opción por los derechos humanos no nace de
una teoría ni de una doctrina en particular. La misma
Declaración Universal es producto de una larga y
compleja madeja de gritos y “ayes” de millones de
personas a lo largo y ancho del Planeta y de la Historia.
Es respuesta a esos gritos. La legislación, la codifica­
ción, la concreción en Pactos y Protocolos es posterior
a esa instancia primordial del “escuchar" y “sentir” el
grito de quien se ha convertido en víctima, de quien ha
sido despojado de su dignidad o de sus derechos. Por

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eso será siempre un camino errado acercarse a esta


lucha por la vigencia de los derechos humanos desde
una teoría o desde una doctrina. Para que el compro­
miso con esas víctimas sea estable y duradero, para que
no se desoriente o se pierda por el camino (largo y
riesgoso), deberá partir no de una teoría, sino de
una experiencia, de un dolor ajeno sentido como
propio.
Si tenemos que buscar una expresión que sea ante­
rior y que permita trascender toda posición religiosa,
“neutral” o ideológica, una expresión que permita que
la exterioridad irrumpa en nuestro mundo íntimo y nos
movilice hacia una opción por la justicia y los derechos
humanos, nos tenemos que remitir a “la proto-palabra,
la exclamación o interjección de dolor, consecuencia
inmediata del traumatismo sentido. El ‘ay!’ del grito de
dolor producido por un golpe, una herida, un acciden­
te, (que) indica de manera inmediata no algo sino a
alguien. El que escucha el grito de dolor queda sobre­
cogido porque irrumpe en su mundo cotidiano e inte­
grado el signo, el sonido, el ruido casi que permite
vislumbrar la presencia ausente de alguien en el do-
lor”(l).
Al escuchar ese grito todavía no sabemos loque dice
ni el porqué, por eso es inquietante y movilizador de
nuestra atención y de nuestra sensibilidad. En ese grito
de dolor no nos viene una doctrina, o una expresión
teórica, sino la persona misma que lo emite. Nos llama
(“voca”) desde la exterioridad, llama al auxilio, a la
acción. Es la ocasión para una vocación nueva, para
una respuesta, para una opción. Allí puede arrancar

n
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genuinamente la opción por la lucha y la defensa de los


derechos humanos.
Pero es necesario detenerse ante el impacto del
grito, de la exclamación. Para garantizar esa vocación
por los derechos humanos debemos ser muy atentos a
ese “llamado” que nos llega desde el otro. No debemos
apurarnos a detectar el “contenido implícito” del grito.
“El lo que dicho grito dice es secundario; lo fundamen­
tal es el decir mismo, el que alguien dice algo. En el grito
de dolor no se avanza lo dicho sino un decir...
Exclamar:‘Socorro!’ es ya una palabra de un lenguaje,
de una cultura. El grito, antes que la palabra de auxilio,
es quizá el signo más lejano de lo ideológico: 'He
escuchado el clamor que le arranca su opresión (al
pueblo)’ (Exodo 3,8); ‘...y lanzando un gran grito,
expiró’ (Marcos 15,37). Es el límite de la revelación
humana, y divina, que situándose fuera del sistema lo
pone en cuestión”(2).
Este momento lo podemos caracterizar como el de
la irrupción del grito de los pobres. Escuchar ese grito
es crucial para el comienzo de la vocación por los
derechos humanos, que en América Latina se expre­
san, dada la densidad cualitativa y numérica de los
desposeídos, no como genéricos derechos humanos,
sino como “derechos del pobre”. Hace ya diez años los
obispos latinoamericanos nombraban acertadamente
esta realidad diciendo en la reunión de Puebla (1979)
que “desde el seno de los diversos países del continen­
te está subiendo hasta el cielo un clamor cada vez más
tumultuoso e impresionante. Es el grito de un pueblo
que sufre y que demanda justicia, libertad, respeto a los
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derechos fundamentales del hombre y de los pueblos.
La Conferencia de Medellín apuntaba ya, hace poco
más de diez años, la comprobación de este hecho: ‘Un
sordo clamor brota de millones de hombres, pidiendo
a sus pastores una liberación que no les llega de
ninguna parte’(Doc. Pobreza de la Iglesia, 2). El clamor
pudo haber parecido sordo en ese entonces. Ahora es
claro, creciente, impetuoso y, en ocasiones, amena-
zante”(3).
Estamos ante el dolor que es producido por la
injusticia o la dominación de unos seres humanos
sobre otros (pecado para el cristiano), que es aquello
tan bien expresado en el libro de Job y que nos obliga
a replantear nuestras seguridades y nuestros puntos de
partida para las opciones vitales. “El grito de dolor
como el Tengo hambre!’ exige una perentoria res­
puesta. La respuesta que obliga a la responsabilidad:
ser responsable o tomar a cargo al que clama y a su
dolor. En esta responsabilidad estriba la auténtica reli­
gión y culto, y el traumatismo que sufre el que se juega
por Otro que clama es en el sistema la Gloría del
Infinito. ‘T engo hambre’es la revelación de que el jugo
gástrico molesta o sensibiliza las paredes internas del
estómago. Ese ácido que produce dolor es el apetito; el
deseo del Reino de los Cielos en su más real significa­
ción: es la insatisfacción que exige ser saciada. Cuando
es hambre de un pueblo, habitual, el de la pobreza, es
el desde donde surge la palabra no ideológica. Este es
el carnalismo o adecuado materialismo que Jesús colo­
ca como criterio supremo del Juicio: ‘T uve hambre y
me dieron de comer’ (Mateo 25,35)” (4).
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D el grito a la compasión

Toda la tradición bíblica empata con los más genui-


nos testimonios de la historia extrabíblica en lo que
consideramos esencial para la salvación (del pobre, de
la humanidad, del creyente y del no creyente). Y eso
“esencial” tiene que ver con la reacción que tengamos
una vez escuchado el grito que viene de la víctima de
la violación de sus derechos humanos. Pero lo más
trágico es anterior al escuchar, es la situación de aque­
llos que se han alienado (alienus - otro, extraño,
ajeno), que se han enajenado de tal manera que ya no
son capaces de oír el grito del herido. Se han ensorde­
cido de tal modo que ya no son capaces de salvar ni de
salvarse. La tarea en ese caso será procurar “sacudirles”
la sordera, liberarlos de su cerrazón ante el grito de las
víctimas. Pero quien escucha, quien no está sordo,
puede tener dos actitudes: responder al llamado (voca­
ción-responsabilidad) o negarse y huir (distraerse-
justificarse) ante la interpelación que viene desde el
Otro. Y lo que separa a uno del otro es la compasión,
la capacidad de padecer-con el que sufre la violación
de sus derechos elementales.
En esa capacidad de compadecerse está la clave
Interpretativa de quien lucha por los derechos huma­
nos. Es también, para el creyente, la clave de discerni­
miento entre los ídolos y el Dios que se revela en la
Biblia. Un Dios que se desinteresa del hambre, que
permanece impasible ante el analfabetismo, la tortura,
los genocidios y que se preocupa por el contrario de la

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religiosidad, de la regularidad del culto y de la pureza


legal es imposible que exista, es un ídolo, es un abomi­
nable fetiche. Sólo cabe desembarazamos de él.
Cuando nos enfrentamos al gran ideal de la lucha
por la dignidad humana y por garantizar los derechos
de los oprimidos, cuando nos proponemos luchar por
la emancipación del hombre, por dar a luz el hombre
y la mujer nuevos, brota en nosotros una pregunta
sobrecogedora, la pregunta por el fundamento que
asegure ese objetivo, que le dé un suelo firme y fértil
donde eche raíces fuertes, para que, como los ombúes,
no sea fácil arrancarlo de la tierra de los corazones. Y
es clave hacerse esta pregunta, porque en el fondo del
planteo, en el desgaste de la lucha, no pocos se pregun­
tan si todo no será más que un simpático arranque de
quijotes, una aventura loca, fruto de un fácil error de
perspectiva.
No es asunto menor el planteamos la pregunta o
escamotear su respuesta. Demasiadas tragedias en la
historia de la humanidad están dando razón de esta
preocupación. No pocas respuestas “sin suelo”, sin
fundamento, han sido una virtual desautorización de la
lucha por los derechos humanos y la dignidad de la
persona.
Todo lo que digamos aquí será un intento de res­
puesta, pero podemos adelantar que un elemento
básico de su contenido, una primera razón de esa
lucha, de ese compromiso por los derechos humanos,
por la liberación del oprimido, es tan sencillo y eviden­
te que no necesita apelar a otra respuesta: esa opción
por la dignidad humana se fundamenta en la trágica
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realidad de la esclavitud y en el dolor del ser humano.
Quien sufre de algún mal o padece alguna enfermedad
procura por todos los medios liberarse de eso, curarse.
El mal que le hace sufrir, la enfermedad que lo postra
no necesitan para él o ella de una fundamentación
teórica, son una evidencia por sí mismos. Luchará por­
que quiere eso (la vida y la salud), no porque haya
venido alguien a darle una razón teórica para movilizar
sus energías.
Pero podemos avanzar un poco más en la respuesta
aunque lo dicho ya sea suficiente. Un amigo que había
arriesgado su vida y todos sus bienes en la lucha por la
liberación de su pueblo, que había pasado por los
tormentos más terribles que podamos imaginar y que
quedó vivo para contarlo, me decía: “Yo no sé si la
liberación y la Paz es posible en nuestro pueblo y en el
mundo este, no sé si es una realidad que hay que
esperar para ‘otra vida’como dicen algunos curas, pero
estoy convencido de algo esencial para mí: que tene­
mos que vivir en coherencia con lo que somos y
creemos; que somos hermanos y libres”. ¿Qué quería
decirme, qué estaba tratando de balbucear sin ninguna
pretensión teórica o doctrinal? Simplemente que todo
aquello que es genuinamente humano y digno tiene un
valor en sí mismo, que no tiene ninguna necesidad de
una justificación exterior a su valor intrínseco. Es una
intuición que se afirma por sí misma. Que amar vale
más que no amar; que el bien se justifica y se paga por
sí mismo; que vivir como ser humano justo y fraterno,
con los hombres y las mujeres y para ellos, es la mayor
aspiración y exigencia de la persona humana.
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Desde la fe y como cristiano puedo refrendar las
palabras de José I. González Faus cuando dice-, “Yo sé
que la libertad y la fraternidad (que constituyen nuestra
verdad humana) no son la realidad actual de nuestra
naturaleza. Son una llamada que es, a la vez, un regalo.
Y ¿quién es el autor de esa llamada y de ese don? El
Padre de Jesucristo de quien toda libertad nace y de
quien toda fraternidad toma nombre”(5). Pero esta
afirmación no me aleja de los hermanos y hermanas no
creyentes en Jesús de Nazaret. Es en la experiencia
primordial de la libertad y la fraternidad, que seguire­
mos analizando y que identifico junto a ellos y ellas,
como me descubro compañero de ruta.
Pero queda algo que debe ser explicado, aquello
que decía ese amigo que afirmaban algunos curas..., de
que la fraternidad y la justicia definitiva vendrían des­
pués de la muerte, en la otra vida. Ante esa afirmación
ambigua, ante el significado aniquilador de la muerte,
cabe tener en cuenta que el cristiano afirma una vida
tras la muerte fundamentada en la idea que tiene de
Dios y la justicia. Pero el cristiano no anuncia cualquier
vida luego de la muerte, sino precisamente la vida de
Dios, verlo, estar con El. Y porque para el cristiano el
nombre de Dios es la justicia, “la esperanza en la
resurrección no es esperanza de una felicidad humana,
sino que lo que expresa es la expectación de la justicia
divina”, como bien afirma Ernst Bloch con mayor agu­
deza que muchos teólogos (6).
Esta convicción, esta esperanza de que la justicia se
realizará se fundamenta en la tradición bíblica más
genuina, tan bellamente expresada en el libro de Job y
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oe> oe> o» o» oe> oo o»

los profetas. Es la experiencia de la sed de justicia que


arranca desde los orígenes mismos de la humanidad
organizada en sociedad, por más primitiva que fuese.
Y en la cultura bíblica la experiencia de la sed no era
algo trivial sino algo terrible. Quien experimentó la sed
en el desierto sabe que no hay prueba más atroz para
el ser humano. El sediento no puede detenerse ni
distraer su atención mientras no satisfaga esa necesi­
dad extrema. Todo su organismo, hasta sus últimas
células se convierten en una insoportable tensión que
sólo puede ser satisfecha por el agua. Y la alternativa
será entre el agua o la muerte. Podemos entonces
entender lo que la Biblia nos quiere expresar cuando
nos habla de sed de justicia.
Quizás J. Moltmann, comentando la frase de E.
Bloch que arriba citamos, entendió esto mejor que
muchos teóricos de la religión cuando afirma:
“Mirándola desde lo hondo, la cuestión de la histo­
ria del mundo es la cuestión de la justicia y tal cuestión
desemboca en la trascendencia. La cuestión de si hay
Dios o no, es algo insustancialmente especulativo,
comparada con el grito de los asesinados y matados en
las cámaras de gas, con el grito de los muertos de
hambre y de los oprimidos pidiendo a voces justicia.
Toda interpretación y exposición de la historia mundial
se halla en el horizonte de la pregunta por la justicia: ¿o
es que van a acabar los verdugos triunfando sobre las
víctimas inocentes?”(7).
Todo nos indica que no se trata de trasplantar a la
"otra vida” aquella justicia que nosotros podemos
hacer en ésta. “Se trata de aquella justicia que los
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hombres ya nunca podremos hacer; porque a muchos


cuyos nombres y apellidos pueden citarse aún, ya
nadie les devolverá la vida que injustamente se les
quitó, y nos queda a nosotros la obligación de no
olvidarnos de ellos... Pues bien: esa justicia imposible
y esa visión de Dios que también es imposible cons­
tituyen el meollo del anuncio cristiano de la otra vi­
da" (8).
Si el “ver a Dios”, en “la otra vida”, son expresiones
burdas de una realidad prácticamente inexpresable, se
entienden bien cuando aceptando nuestra limitación
humana frente al anhelo más genuino, como es el de la
justicia y la vigencia de los derechos humanos y de los
pueblos, no renunciamos a ese anhelo. Así, cuanto más
la persona se humaniza, más cercana se hace de Dios
y su deseo de verle se vuelve, como la sed, intolerable.
Por eso también podemos afirmar que aquella discu­
sión entre cristianos y marxistas, que giraba alrededor
de si el ateísmo es o no intrínseco al marxismo, es
interesada y conservadora. El verdadero desafio para
ambos, cristianos y marxistas, está en construir la frater­
nidad, hacer la justicia y la liberación de los oprimidos
auténticamente y hasta donde podamos ambos. Luego
podremos ver, comprobar, si una vez realizada la
justicia Dios está más cerca nuestro o ha desaparecido.
Mi convicción, por supuesto, es que Dios estará más
vivo y presente que nunca. Quizás algo así quiso decir
Ernesto Cardenal cuando se preguntaba por la trascen­
dencia: “¿En cuanto a la trascendencia? Recuerdo lo
que el poeta Coronel me había dicho no hacía mu­
cho en Solentiname: ‘La fe cristiana consiste en creer
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oo oc> oo> <x> oo oc> oe>

que la Revolución no acaba en este mundo’' (9).


Una teoría, una doctrina, la misma Declaración
Universal de los Derechos Humanos, difícilmente
podrán ser origen y canal de una actuación sostenida y
desinteresada en favor del sufriente y del oprimido. Lo
que pro-voca (pro: adelante, vocare: llamar, es decir:
llama desde adelante) a la movilización de nuestras
energías amorosas, a la com-pasión, no es la teoría, ni
la reflexión, sino la capacidad de oír el grito del sufrien­
te y tener la sensibilidad para responder a él. Parafra­
seando a San Pablo podríamos decir, aunque suene un
poco provocativo, que si hago la revolución y no tengo
amor, no me sirve de nada. Y San Pablo sabía que ese
amor es parte constitutiva del Amor que es Dios. Así el
amor de Dios se convierte en punto de referencia para
el amor revolucionario y está incluido en lo afirmado
por alguien que nadie duda que encama al revolucio­
nario, el Che Guevara, quien le decía a Carlos Quijano
cuando le hablaba del Hombre Nuevo: “Déjeme decir­
le, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario
verdadero está guiado por grandes sentimientos de
amor. Es imposible pensar en un revolucionario autén­
tico sin esta cualidad”(9). Para nosotros cristianos, el
referente último de esta afirmación es la de Jesús, que
le antecede en dos mil años: 'como yo os he amado”.
Por eso, el amor puesto en la lucha será siempre un
anticipo de la realidad de Dios y la actitud para con sus
hijos. Así el cristiano, ni en medio del fragor de la lucha
y sus terribles riesgos, podrá perder el optimismo del
final, de la paz preanunciada, no vivirá esa lucha con
desesperación, ni siquiera con ese voluntarismo
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oí> o{> <X> <X> oe> oe> oo

angustioso de quien cree que todo depende exclusiva­


mente de él.
El cristiano tendrá la convicción de que en esa lucha
por los derechos humanos hay siempre Alguien que
lucha junto a él, que sufre, triunfa, fracasa y comparte
con él los avatares de la lucha. El cristiano sabe que el
sentido final de la encamación y de la muerte de Dios
en Jesús de Nazaret crucificado no es el de un Dios-
solución de los problemas, sino el de un Dios com­
paciente. La explicación más impactante de esta reali­
dad la dio Elie Wiesel, superviviente de Auschwitz y
premio Nobel de la Paz: “Dos hombres judíos y un niño
fueron ahorcados adrede, en Auschwitz, en presencia
de todos los presos. Los hombres murieron en seguida.
Los tormentos del niño duraban largo rato. Entonces
gritó alguien detrás de mí: ¿dónde está Dios?, ¿dónde
está? Y una voz dentro de mí respondió: ¿dónde está
Dios? Está allí colgado en la horca”(10). Quien conside­
re esta respuesta de Wiesel como una piadosa respues­
ta escapista al problema planteado, entonces todavía
no es cristiano. Porque aquí está condensado el “a mí
me lo hicieron” de Jesús (Mateo 25) que identifica al
Dios crucificado con todos los crucificados y humilla­
dos de la Tierra, haciendo depender de esa convicción
la salvación.
De aquí se sigue para nosotros una experiencia
decisiva. Nada menos que la identificación entre la
experiencia de la lucha por los Derechos Humanos y la
del Dios de jesús actuando en esa tarea liberadora. Más
aún, la experiencia de que esa lucha es camino hacia
Dios. “Jesús es para mí la imagen veraz, perfecta, de esa
28
<X> <X> <X> 0{> OO OÍ> OC>
forma de ser Dios, por sus conflictos con la religión
establecida y por sus ojos puestos en los publicanos,
samaritanos, pecadores y ‘turbas’. Jesús expulsado del
judaismo por haber quebrantado el precepto
sabático ...(Le 13,14), por haber declarado que el día
santo estaba sometido al hombre y no al revés (Me
2, 27), por haber inculcado esta actitud a los suyos (Me
2, 23), por haber enseñado que los excomulgados y los
proscritos por motivos religiosos podían ser más gratos
a Dios que las jerarquías de su iglesia (Le 10,15 ss).., por
haber declarado que es posible quebrantar la voluntad
de Dios por obedecer a las tradiciones de los mayores
(Mt 15, 3), por haber llamado ‘zorro’ públicamente a la
autoridad civil (Le 13, 32), por haber denunciado públi­
camente a los ricos (Me 24-25), por haber pretendido
que la Ley de Moisés pactaba con situaciones dadas en
lugar de responder a la idea de Dios sobre el hombre
(Me 10,5-8), por haber hablado públicamente contra
sus superiores religiosos tachándoles de hipócritas, de
opresores y de incumplidores de lo que mandaban (Mt
23.1 ss), por haberles negado el trato debido (Mt 23, 8-
9), por haberles acusado en público de eliminar a los
profetas (Mt 23,2 ss). Por todas esas cosas que hoy
provocarían también las presiones aliadas de los pon­
tífices máximos, los partidos en el poder y las ortodo­
xias interesadas”(ll).
Es en esta experiencia sostenida de lucha a muerte
por la vida, por la vigencia de los Derechos Huma­
nos y por la dignidad de la persona humana, que el cris-
tiano se introduce en el auténtico misticismo. Esta es
la experiencia espiritual genuina, en la que esa
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misma acción o práctica es sostén y vehículo del “amor
de Dios derramado en nuestros corazones”. Dios y su
Espíritu se hacen presentes en la misma lucha y la
sostienen. El Dios de Jesús no sólo es meta de esa lucha,
sino que se involucra en ella.
Esta experiencia mística que expresamos por ese
luchar y estar “con los de abajo”, con los que sufren,
nunca será fácil ni cómoda. Y la misma incomodidad de
la opción será garantía de su autenticidad. La lucha por
los Derechos Humanos nunca podrá ser cómoda,
porque no se adaptará bien a la política imperante ni
del poder económico-social ni del poder religioso. En
ese sentido es muy incómodo ser cristiano en esa lucha
y supone volver a dar vueltas por el desierto cada vez
que uno había creído vislumbrar la tierra prometida
(Núm. 14, 26ss). Supone que “no tenemos aquí una
sociedad definitiva, sino que siempre estamos buscan­
do la futura” (Heb 13,14), porque ninguna realización
histórica puede considerarse como un fin último...
Brecht decía que hay que cambiar el mundo y que
después habría que cambiar ese mundo cambiado.
Esto explica por qué los cristianos y la Iglesia
pecamos cuando identificamos cualquier “Pax Roma­
na” con la paz de Cristo. La Iglesia y los cristianos
tendremos que estar siempre allí donde haya un
hombre o una mujer maltratados. Y quienes se escan­
dalicen de que debamos estar siempre junto al pisotea­
do y gritar al de arriba deberían pensar si su escándalo
y su enojo (que generalmente revestirán de religiosi­
dad, como hacían los fariseos) no tiene nada que ver
con el que causaba a los poderosos de su época la
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simpatía irresistible de Jesús por los desheredados y
olvidados de la sociedad de Judea.
No podemos ignorar que Jesús hizo de su opción
por los marginados y los oprimidos el signo clave de su
misión. Así lo proclama en la respuesta que da al
Bautista y que nos rescata Mateo (11,5) poniendo
claramente el acento no en lo espectacular de los
milagros enumerados, sino en los destinatarios de
esas acciones o prácticas milagrosas: los sin-esperanza
y los pobres como dueños de la buena noticia, del
evangelio. Y también lo proclama así el discurso pro­
gramático en la sinagoga (Le 4,17-19), donde los con­
tritos de corazón, los pobres y los cautivos son los
destinatarios del evangelio, rematando el mensaje con
el anuncio del “año de gracia de Yahvé” que recoge y
resume toda la lucha de Israel por la justicia social. Para
Jesús aquí está de manera indiscutible la revelación del
Padre. Además, todas las parábolas que se llaman de la
misericordia nacieron como respuesta de Jesús a las
críticas de la “gente bien” de aquella sociedad, que le
acusaban y se disgustaban porque trataba con la
“gentuza”y los marginados (pecadores) (cf. Le 15, lss).
Y la respuesta de Jesús para explicar esa preferencia, su
opción y su lucha a quienes le acusaban, simplemente
era la referencia al amor de Dios: Dios es así y por eso
yo actúo así. De ahí que el anuncio de Jesús nunca fue
la genérica proclamación adventista de “la salvación ha
llegado”, sino más bien: “¡la salvación ha llegado a los
pobres!".

31
OÍ> oe> OÍ> oó ot> oí> oe>
La religión del cor azón compasivo
No creo alejarme del centro de mi fe cristiana, y de
la experiencia humana básica, si digo y afirmo que lo
esencial no pasa por conocimientos teóricos, ni por
elaboraciones doctrinales o por teorías científicas, sino
por la sensibilidad. Es decir, lo esencial pasa por una
“materialidad” que implica corporalidad, la carne, la
vida y la muerte del pobre, el sufrimiento, lágrimas,
hambre, desnudez o frío... Es la corporalidad, la “car­
ne” la que siente, sufre, duele, goza, Y esa dignidad de
la carne tiene un lugar central en nuestra concepción
cristiana.
Es esa materialidad de la realidad que cada día
descubrimos en las “noticias" de las periódicos, la radio
o la televisión: la violencia sobre los cuerpos hambrien­
tos de nuestros hermanos en Etiopia o en el Nordeste
de Brasil; las mutilaciones de interminables guerras; de
terrorismos; los torturados en regímenes represivos; la
pobreza insoportable a los ojos en los cinturones de
miseria alrededor de Montevideo, Caracas o Nueva
Delhi... Y leemos en el Evangelio: “Vengan, benditos
de mi Padre, hereden el Reino preparado para ustedes
desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y
me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber,
estaba sin casa y me hospedaron, enfermo y me visita­
ron, estuve en la cárcel y fueron a verme..."(Mateo
25:34-35).
Es absolutamente necesario tener en cuenta esta
“materialidad”, esta “sensibilidad” de la que venimos

32
oe> oe> oe> oí> o» <x> o»

hablando, porque se trata nada menos que del criterio


primero de la ética cristiana, y entiendo que de toda
ética de liberación. Es el criterio que juzga las acciones
humanas, las decisiones de bondad o maldad de toda
praxis.
Es necesario afirmar este principio de La sensibili­
dad porque venimos, desde hace siglos, embarazados
de una nefasta triple influencia en el cristianismo, y en
la cultura occidental, que nos desvió calamitosamente
del corazón del mensaje bíblico. Desde los primeros
días del cristianismo tres corrientes culturales despre­
ciaron la corporalidad y la sensibilidad como malos: el
Helenismo, la Gnosis y el Maniqueísmo. En el pensa­
miento indoeropeo, y en especial los griegos, pensa­
ron que el origen del mal estaba en el “cuerpo”. Ya lo
entendían así los presocráticos, pero sus principales
ideólogos fueron Platón y Plotino que entendía que “la
materia es el pecado original”, porque pone todo tipo
de limitaciones, determina y parcializa el “alma” (la mía
y la del universo), inclinándola por sus pasiones y
deseos a las cosas bajas, intrascendentes y egoístas.
Algo parecido también nos afectó desde el pensamien­
to hindú o el budista.
Todos estos enfoques buscaron la “liberación del
cuerpo” para acceder a la contemplación de las cosas
divinas (que sólo una aristocracia podía realizar). Este
dualismo penetró muy hondo en el cristianismo de los
primeros siglos y se asentó en la Escuela de Alejandría.
Orígenes es un ejemplo típico, siendo Metodio de
Olimpia su primer crítico. De allí pasó a los gnósticos,
que llegaron a sostener que el “cuerpo” había sido
33
<X> oC> oC> c>C> oC> oC> oC>
causado por el pecado del eón Sofia (una sustancia
eterna). Los maniqueos (sucesores de Mani: zoroástico
del siglo III) corrigieron este enfoque pero agravando
las consecuencias. Ellos peasaban que la materia era
un principio eterno, como Dios, pero que ella era el
origen del mal que, por ejemplo, encadenaba el alma
al cuerpo. Un primitivo texto maniqueo afirma: “Maldi­
tos los que han formado mi cuerpo, los que han
encadenado mi alma”.
En cambio, el genuino pensamiento hebreo y cris­
tiano afirma la unidad del ser humano como “carne”.
Aun cuando a veces usa la palabra “cuerpo" (soma)en
griego, lo hace pensando en “carne" (basar; en hebreo)
que quiere decir todo el ser humano, el orden humano,
la historia y la sociedad de los seres humanos. El “alma”
(néfesh, en hebreo) es la “vida” de la carne, pero nunca
un co-principio como lo era para los indoeuropeos. En
el pensamiento bíblico la “persona”, carne, rostro, es
siempre alguien indiviso. El dualismo “cuerpo/alma”
no cabe en el profundo pensar de la tradición profètica.
La “carne” y la “carne” del otro, su rostro (persona) es
lo único santo entre las realidades creadas, tiene una
dignidad suprema derivada de la de Dios. Por eso, todo
lo que está ligado a la “carne" (la sexualidad, la sensi­
bilidad, el gozo, etc.) es siempre bueno, tiene dignidad,
es positivo y no se le rechaza nunca -salvo cuando esa
carne se totaliza idolátricamente en el pecado- (12).
De aquí rescatamos algo central para nuestra refle­
xión: el valor de la piel en el entorno de la sensibilidad.
No nos estamos refiriendo ahora a la sensibilidad
como capacidad sensible cognoscitiva (el sentido de la
34
<x> oo oe> oí> oe> oí> oc>

vista, o del olfato, o del oído...), como medios para


construir el “sentido” o significado intuitivo de lo que
aparece en el mundo. Nos referimos a la sensibilidad
como el “sentir” dolor o gozo, hambre o satisfacción,
frío... Nuestra subjetividad es afectada en su intimidad
más profunda cuando algo lacera nuestra piel, cuando
nuestra carnalidad es herida o atacada en su constitu­
ción real por algún traumatismo exterior. Nos referi­
mos a la “sensibilidad” como la resonancia, el impacto
en nuestra capacidad de “contento", de padecimiento,
de alegría o de tristeza. Y que produce una reacción
que organiza y moviliza todas nuestras facultades en
función de ello. “Todos los seres vivos, aun el unicelu­
lar (como la ameba), tienen una última frontera que
unifica la estructura viva y la separa del ‘medio’, de lo
de ‘afuera’: es una membrana. Esa membrana (que
puede tener muy diversas constituciones) en el ser
humano es la ‘piel’ (pero interiormente puede ser
mucosa, o externamente la córnea del ojo, o el tímpano
del oído, o las papilas gustativas de la lengua, etc.).
‘Sentimos’entonces lo que proviene del exterior como
gozo, gusto, satisfacción, o como dolor, disgusto o
traumatismo sufriente”(13).
Es patente la diferencia entre nuestra posición y la
de los estoicos, epicúreos y hasta budistas. Ellos se
pronunciaron y hablaron a favor o en contra del “pla­
cer”. Nosotros no nos estamos refiriendo al “placer”
sino a la “sensibilidad", que es algo muy diferente, pero
la del otro. Nos estamos refiriendo a su hambre, a su
sed, frío, enfermedad, dolor en la tortura, falta de
vivienda... Es aquí donde ponemos la negatividad del
35
oe> o» o{> oe> <x> oo oe>
pecado, que aparece como dominación, agresión y
despojo del derecho o de la dignidad e integridad de la
vida del otro. Su fruto es el dolor y la pobreza del otro.
“La pobreza es un concepto amplio para indicar la
negatividad de su sensibilidad: es su hambre, sed,
frío..., todo ello es su pobreza como fruto del pecado
(que desposesionó al otro de su comida, bebida, casa,
vestido, salud...). Porque la ‘carne’ es positiva, digna,
buena; el hambre, la sed, la falta de vivienda, el frío...
son malos; pero no sólo un mal ‘físico’; son un mal
ético, político, comunitario. Son ‘mal’ como fruto del
pecado, de la injusticia.
“El sufrimiento del hambriento (que ha sido roba­
do) o del torturado (como Jesús entre los soldados ro­
manos o pendiendo de la cruz por haberse comprome­
tido en la evangelización del los pobres) se experimen­
ta en la ‘piel’, en la mucosa estomacal. La ‘carne’ grita,
sufre, padece. Es la ‘sensibilidad’ la que notifica en el
oprimido-justo (como Job) la realidad del pecado (de
la otra subjetividad como dominadora, ladrona, tortu­
radora). El pecado, praxis del dominador (y satisfac­
ción para él, ya que su sensibilidad goza del bien aje­
no), aparece así como dolor (en la subjetividad sensible
del oprimido). Por ello este dolor de la carne, en su
sensibilidad, es el ‘juicio final’ de toda praxis humana.
‘Tuve hambre’ es la sensibilización en el oprimido del
sentido de la praxis del dominador o del justo” (14).
Ahora cabe entonces preguntarnos por el funda­
mento último de la existencia humana. Ya no podemos
esquivar ese interrogante que tarde o temprano debe
plantearse toda persona honesta. Vimos que en los
36
oe> oe> o» <x> oe> oe> o»
comienzos de nuestra cultura se puso el Logos griego
como origen y en los albores de la modernidad, agre­
gamos ahora, el cogito cartesiano. Pero hoy ya nadie
sostiene que la razón explique y abarque todo. Ya la
razón dejó de ser el primer y el último momento de la
existencia humana. La existencia humana está abierta
hacia arriba y hacia abajo de la razón. Existe lo
a-rracional y lo irracional. Abajo existe algo más anti­
guo, profundo, elemental y primitivo que la razón: la
sensibilidad. Hacia arriba, se abre la experiencia espi­
ritual, la totalidad del yo dimensionado hacia la totali­
dad. Por detrás de lo real, no hay únicamente estructu­
ras, sino sentido gratificante o castigante, simpatía,
afectividad y ternura.
“La experiencia-base es el sentimiento. No es el
cogito, ergo sum (pienso, luego existo), sino el sentio,
ergo sum (siento, luego existo); no es el Logos sino el
Pathos, la capacidad de ser afectado y de afectar: la
afectividad... La base ontológica de la psicología pro­
funda (Freud, Jung, Adler y sus discípulos) reside en
esta convicción. La estructura última de la vida es sen­
timiento, es afectividad y son las expresiones que de
ellos se derivan: el Eros, la pasión, la ternura, la solici­
tud, la compasión, el amor... Sin embargo, debemos
entender correctamente el sentimiento no sólo como
moción de la psique, sino como ‘cualidad existencial’,
como estructuración óntica del ser humano, que es
todo él (y no sólo la psique humana) afectividad como
modo de ser”(15).
El sentimiento (Pathos) y la “sensibilidad” no se
oponen al Logos (comprensión racional) sino que son
37
o{> of> oe> o í> oe> oe> o{>
también una forma de conocimiento mucho más abar­
cante y profundo que la razón porque la incluyen y la
desbordan. Esto lo expresó maravillosamente Pascal,
pensador a quien nadie le puede achacar el desprecio
de la razón, que fue uno de los creadores del cálculo de
probabilidades y constructor de la máquina de calcu­
lar. Pascal llegó a afirmar que los primeros axiomas del
pensamiento son intuidos por el corazón y que es el
corazón el que pone las premisas de todo posible
conocimiento de lo real. Nos dice que el conocimiento
por la vía del sentimiento (del Pathos) se asienta en la
simpatía (el sentir-con la realidad) y se canaliza por la
empatia (sentir-en, dentro de, identificado con la rea­
lidad sentida).
Estamos afirmando que en el origen no está la
razón, sino la pasión (Pathos y Eros). La misma razón
actúa movida, impulsada, por el Eros que la habita.
Pathos no es mera afectividad, mera pasividad que se
siente afectada por la existencia propia o ajena; es
principalmente una actividad, un tomar la iniciativa de
sentir e identificarse con esa realidad sentida. Y el Eros
no supone un mero sentir, sino un con-sentír. No es
una mera pasión, sino una com-pasión. No es un mero
vivir, sino un con-vivir, sim-patizar y entrar en co­
munión. Y hacerlo con entusiasmo, con ardor, con
creatividad que se sorprende, se maravilla y se abre a
lo fascinante de lo nuevo que surge en esa fusión. Lo
propio de la razón es dar claridad, ordenar y disciplinar
la dirección del Eros. Pero no está sobre él. La trampa
en que cayó nuestra cultura es la de haber cedido la
primacía al Logos sobre el Eros desembocando en mil
38
oc> <x> oe> oe> o£> <x> oc>

cercenamientos de la creatividad y gestando mil formas


represivas de vida. La consecuencia es que se sospeche
profundamente del placer y del sentimiento, de las
“razones” del corazón. Y entonces campea la frialdad
de la “lógica”, la falta de entusiasmo por cultivar y
defender la vida, la muerte de la ternura. No en vano el
Che Guevara llegó a afirmar que “hay que endurecerse,
pero sin perder la ternura”!
Sin temor a parecer ridículos tenemos que defender
y entender al ser como ternura. Porque el ser humano
se caracteriza por ser capaz de amar, pero la ternura nos
zafa de la trampa del lenguaje. Porque la palabra
“amor” está desprestigiada, tiene demasiados sentidos
que rayan en la contradicción. El dictador puede amar
a sus secuaces y el demonio a sus ángeles. El avaro ama
a su dinero... Pero al hablar de la ternura nos estamos
refiriendo al agapé. En la historia del pensamiento
occidental con raíces en la cultura helénica encontra­
mos una contraposición clásica entre dos palabras
griegas que significan igualmente amor: eros (la más
común) y agapé (que usa san Juan en su Evangelio).
La relación con otra persona puede ser perfecta­
mente de “amor egoísta”, puedo estar buscándome a
mí mismo en la otra persona. Eros era considerado por
los cristianos de las primeras épocas como signo de co­
locar al otro como “mediación” para mi proyecto. Es el
caso de la amistad de tipo hedónico o placentera, en la
que el otro es un medio para mi satisfacción. Los
cristianos usaban entonces la palabra filia para desig­
nar el amor a los iguales. Recordemos que, tanto para
los griegos como para los romanos, el amor sólo se
39
oo oe> oc< o» oe> oe> oe>

podía concebir hada los “iguales”. Es curioso para


nosotros hoy, pero amar al pobre, al miserable, en esas
culturas era un tanto despreciable y segregaba a quien
actuaba de esa manera.
Para Jesús, por el contrario (Le 11,42; Jn 13,35; Mt
24,12) o para san Pablo (1 Cor 13,1-13) el agapées un
amor con características muy espedales. Nunca es
amor a sí mismo, sino que es un amor al otro como otro,
por él o ella misma y no por mí. Con un total “respeto
de justicia” hacia su persona porque es sagrada, es
santa. Por eso, los cristianos entendieron desde el
principio el amor como una auténtica relación entre
personas como personas, un amor de Justicia o agapé.
Por eso es siempre un amor exigente, pide, reclama y
exige la realización del otro, aunque yo mismo no
saque ningún provecho. Por eso puede induso exigir
dar la vida por la persona amada (Mt 20,28; 25,40).
El amor al otro entonces tiene como un encanto,
una belleza, una bondad y una santidad propias del
puro regalo, del puro don (Jaris indica justamente esto
en el griego del Nuevo Testamento, desde Le 1,30 a Jn
1,14). Por eso, porque el don es algo que sale de mí y
se entrega, sin retomo, al otro: “No hay mayor amor
que el que da su vida por el amigo"( Jn 15,13).
En los escritos griegos normalmente aparece eros
como la referenda principal al amor, mientras que en
los breves escritos evangélicos la proporción se invier­
te totalmente, y el agapées ese1término mayoritariamen-
te empleado. ¿Por qué esta extraña mutación?
Simplificando mucho podemos dedr que el ero ses
ese amor que quiere al otro por lo que recibe de él, es
40
oe> oi> ot> oe> oe> oe> <x>

un amor necesariamente posesivo. Quien mejor lo


describe es Platón en su célebre mito como “hijo de la
necesidad”. Pero el agapé, contrariamente al eros, no
ama al otro por lo que le pueda dar, sino aunque no
pueda esperar nada de él. Su alegría no está puesta en
lo que pueda recibir del otro, sino en lo que le da al otro,
y en la realidad (existencia) del otro mismo. Por eso no
es un amor posesivo.
El Dios revelado en Jesús es un Dios agapé, un Dios
ternura. Esta es la sencilla y contundente conclusión a
la que llegó el evangelista Juan (o el autor que redactó
la carta que lleva su nombre) tras profunda meditación
sobre el acontecimiento de Jesús. “Dios es solidaridad:
lo que ha aparecido en Jesús (dice también el Nuevo
Testamento), es la benignidad y el amor a los hombres
de Dios (Tit 3,4). Y ello permite afirmar que Dios es tal
que, en él, el puro dar implica más riqueza ontológica
que el recibir (cf.Hech 20,35). A esa conclusión de Juan
la precedieron dos experiencias: la de la persona de
Jesús y la de sus hechos”(l6).
Y si vamos directo al problema del corazón, en el
que nos introdujo Pascal, es importante advertir que
ternura y solicitud deben ser muy cuidadosamente
distinguidas del craso “sentimentalismo”. La actitud del
sentimentalista es centrarse en la subjetividad, auto-
centrarse en su propio sentimiento que termina por ce­
lebrarse a sí mismo. Para el sentimentalista todo empie­
za y termina en su sentimiento. Por el contrario, la
ternura y la solicitud suponen el claro descentramien-
to de la persona respecto a sí misma y se concentran en
el objeto de su relación. Por eso la persona puede
41
cx> oe> oe> <x> <x> oe> oí>

sentir a la otra persona como otra, la puede amar, se


puede dejar fascinar por ella, puede movilizar todas sus
energías, hasta dar la vida, por salvar a la otra persona.
Al lado de esto, es justo reconocerlo, está la expe­
riencia de mi propia maldad, de esa íntima ley de la
gravedad hacia el mal que descubro en mí en tantas
ocasiones, hacia lo fácil, lo inmediato y menos costoso.
Está mi propia solidaridad con el mal, que no se
presenta como tal, sino como una incapacidad de amar
como quisiera. Está ese corazón “retorcido hacia mí
mismo” como decía Lutero (cor curvum in se). Es la
experiencia que Pablo expresaba al decir que “no hago
el bien que quisiera sino el mal que no quiero". Y de
aquí salen mil “justificaciones" y “autojustificaciones”
que también hacían clamar a Pablo: “¿quién me librará
de la bajeza de mi yo?”.
La Biblia emplea el término corazón de manera rica
y compleja. Ciertamente no lo hace como lo entende­
mos nosotros hoy día. “Corazón" para la Biblia es el
centro de lo personal. Se refiere tanto al “yo” como a la
conciencia, a la libertad y al sentimiento. En la tradición
bíblica es una metáfora que designa, entre otras cosas,
la sede de los criterios y de las decisiones humanas.
Incluye la inteligencia, la sensibilidad, el afecto... Es lo
que aparece en Proverbios 4,23: “Vela sobre tu cora­
zón; de él brotan las fuentes de la vida". Por eso
también, para sorpresa de los judíos de su tiempo, Jesús
podía declarar puras todas las cosas y afirmaba que:
“Del corazón del hombre es de donde salen los malos
proyectos: las fornicaciones, los robos, los homicidios,
los adulterios, las ambiciones, las malicias, los en­
42
<X> o$> of> o{> oC> ofc>
gaños, la impureza, la envidia, la difamación, el orgu­
llo, la locura. Todas esas cosas malas salen del hombre
y manchan al hombre”(Mc 7,21-23). Jesús está así criti­
cándola concepción externa del pecado y la impureza.
Dice-. “Oigan y entiéndanme todos: nada hay fuera del
hombre que al entrar en él lo pueda contaminar; lo que
sale del hombre es lo que le contamina”(Mc 7,14).Se
puede imaginar uno el impacto que causó en su
momento esta nueva manera de entender la moral, la
pureza y la impureza. Hasta hoy día tenemos dificultad
en aceptarlo al poner el pecado y la pureza en leyes,
mandatos y cosas “exteriores" a la persona.
La contraposición entre la religión sacral-ritual
(falsa) y la religión del corazón (verdadera), de la
actitud misericordiosa hacia el que sufre, aparece más
clara aún en el evangelio de Mateo (12,5) cuando se
afirma que los sacerdotes (las personas sagradas) en
realidad profanan el carácter sagrado del sábado (el
tiempo sagrado). Jesús niega el valor tradicional de lo
sagrado, porque “sagrado”es lo que de ninguna mane­
ra puede ser violado o profanado. Y para que no pue­
dan quedar dudas sobre este crucial asunto, el evange­
lio añade la sentencia de Oseas 6,6: “Misericordia
quiero y no sacrificios". Al traer este testimonio, Mateo
quiere advertir que Dios rechaza las ofrendas sagradas
de los sacerdotes y prefiere los actos de misericordia
(etimológicamente es poner el corazón junto al "mi-
ser", al pobre).
Jesús en realidad se está orientando hacia un recha­
zo de “lo sagrado” como categoría fundamental para el
encuentro del ser humano con Dios. Y ese comporta­
43
<x> oe> oe> oe> oe> oc> <x>

miento absolutamente negativo en cuanto a lo que se


entendía como “lo sagrado” se despliega en las actitu­
des que permanentemente adopta ante el sábado
(tiempo sagrado), el templo (espacio sagrado) y ante
las abluciones, los ayunos, etc. (prácticas rituales).
Cuando el evangelio de Mateo trae a colación la cita
de Oseas 6,6 nos está diciendo que es la clave de cómo
debe entenderse en el Nuevo Testamento la hesed, la
compasión interhumana. El estricto paralelismo sino­
nímico en Oseas entre compasión y conocer-a-Dios, y
la oposición a los sacrificios y holocaustos, demuestran
claramente el significado de la relación interhumana
que tiene por sobreentendido el conocimiento de
Dios. Tal como la definición explícita de Jeremías
22,16: “Defendió la causa del pobre y del indigente. ¿No
es eso conocerme? Oráculo de Yavé”. Además, en la
Biblia hebrea hesed aparece ligado con la justicia (seda-
qah) y el derecho (mispat) mediante claros paralelis­
mos en numerosísimos textos. Se trata de una compa­
sión estrechamente ligada al sentido de justicia.
Y esto nos lleva a la otra clave (negativa) de la Biblia,
que es la actitud de dureza de corazón. “Circunciden,
pues, el prepucio de vuestro corazón y no endurezcan
más la cerviz, porque Yavé vuestro Dios es el Dios de
los dioses y el Señor de los señores, el Dios grande,
poderoso y temible, que no hace acepción de personas
y no admite soborno; que hace justicia al huérfano y a
la viuda, y ama al forastero, a quien da pan y
vestido"(Dt 10:16-19). La dureza de corazón es esa
mala fe que usa la religión como instrumento de justi­
ficación para no asumir los riesgos de la sensibilidad y
44
<x> ot> oe> <x> oe> oo> oe>
del amor. Esta actitud de los escribas y fariseos suscita
la “ira” y la “tristeza” de Jesús porque es una mentira
práctica, una manera torcida y amañada de esquivar la
realidad patente ante los ojos. Juan en su evangelio
expresa lo mismo al decir que “si alguno que posee
bienes de la tierra ve a su hermano padecer necesidad
y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él
el amor de Dios? Si alguno dice ‘amo a Dios’ y no ama
a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su
hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no
ve” (ljn 3,17; 4,20).
Es pertinente al respecto recordar aquella frase de
Engels (que ya es casi un refrán popular) de que “no se
piensa lo mismo desde una choza que desde un pala­
cio”. Así de simple la afirmación, no dudamos en que
es una de las conquistas más profundas e importantes
del pensamiento contemporáneo. Lo que está afirman­
do Engels con su “perogrullada” es que aunque la
verdad sea absoluta, no lo es nuestro acceso a ella. Es
decir, que aunque sea posible para el hombre un
cierto acceso real a la verdad, ese acceso estará
siempre condicionado por la misma realidad y será
por ello relativo. Nunca ese acceso será absolutamen­
te “neutro" e incondicionado. Nosotros deberíamos
completar el “efecto” de la afirmación de Engels, di­
ciendo que “no se siente (se ve o se experimenta) la
realidad lo mismo desde una choza que desde un
palacio”.
Todo esto es de capital importancia para lo que
venimos planteando. Aun supuesta la mejor intención,
la mejor buena voluntad y los mejores talentos intelec-
45
oo oe> oe> o» oe> o» oe>

tuales, hay sitios desde donde simplemente no se ve, no


se siente la realidad que nos abre al amor y a la
solidaridad. Nadie puede pretender mirar o sentir los
problemas humanos, el dolor y el sufrimiento de los
otros desde una posición “neutra”, absoluta, inmuta­
ble, cuya óptica garantizaría total imparcialidad y obje­
tividad. Semejante pretensión será siempre una masa­
cre de la única vía de acceso a la realidad del otro, y por
tanto a la de Dios a quien, como dice san Juan, “no
vemos”.
Desde estas premisas entendemos mejor la actitud
profética de Jesús. Ella entronca con la de la revelación
de su Padre, que por compasión para con los esclavi­
zados arremete “con mano alzada y brazo extendido”
contra los opresores (Dt 4,34; 5,15; etc.). Esta actitud
puede chocar a muchos “religiosos” y aparecer como
poco “edificante” para quienes pretenden acceder al
Dios de Jesús desde un lugar “neutro” e “imparcial”.
Jesús de Nazaret, según Mateo (cap. 23), siete veces
insulta a los escribas y fariseos con el título de “¡Hipó­
critas!”, cinco veces con el de “¡Ciegos!” y una con el de
“¡Estúpidos!”(v. 17) sin perjuicio de inculcar ahí mismo
(v. 23) “la justicia, la compasión y la bondad”. Y es que
no puede existir un auténtico compadecerse del opri­
mido sin que al mismo tiempo surja la indignación
contra el opresor. La “dureza de corazón” está en
paralelo con la “capacidad de indignación” que debe­
mos tener y salvaguardar siempre. Lamentablemente,
por un largo y tortuoso proceso de nuestra cultura, se
han separado y construido como dos categorías distin­
tas: el amor y la justicia.
46
oe> oi> <x> oe> <x> <x> <x>

En la Biblia el verdadero amor está contenido en el


sentido agudo de la justicia, porque precisamente es
capaz de sentir compasión, simpatía, padecer con,
hacer suyo el sufrimiento del otro. Es capaz de salirse
de uno mismo y ubicar el propio corazón en el del otro,
pensar y sentir desde la situación sufriente del otro. Así
el amor se torna en grito, en clamor por la justicia frente
a cualquier tipo de opresión o sufrimiento infligido al
inocente. Por eso los obispos latinoamericanos en
Medellín advirtieron sobre "una insensibilidad lamen-
tablede los sectores más favorecidos frente a la miseria
de los secotres marginados” (Doc. Paz, n. 5) y citaban al
papa Pablo VI cuando reclamaba a los dirigentes “que
vuestro oído y vuestro corazón sean sensibles a las
voces de quienes piden pan, interés, justicia”. Y correc­
tamente el Concilio Vaticano II abría su Constitución
Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual
diciendo que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y
las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre
todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez
gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípu­
los de Cristo” (n.l).
Se trata de una compasión plenamente ligada al
sentido de justicia. La compasión bíblica no es -ya lo
dijimos- condescendencia, sensiblería; es solidaridad
irrestricta con las causas y las luchas de los oprimidos,
de los débiles, de los despojados de su dignidad y
derechos. Responde a un derecho de éstos, se identifi­
ca con el sentido absoluto del amor-justicia-libertad.
Porque no existe ninguna de esas tres realidades por
separado. Si falta una, las otras no son. Y en el caso de
47
oo (X> oe> Oí- oo oo oc­
la libertad es necesario aclarar que no es sólo la posibi­
lidad de elegir entre varias posibilidades. Antes que
ello es el poder tener al menos la posibilidad de elegir.
Antes que la libertad de elegir entre ésta o aquella
posibilidad, es necesaria la justicia que permite tener
algo que elegir (esa justicia que posibilita que los más
olvidados y débiles puedan comer, vestir, leer, deci­
dir...). Y en este caso la libertad humana fundamental
es nada menos que la de poder vivir, mucho antes que
el decidir vivir de esta u otra manera.
Sólo desde el corazón sensible y solidario se puede
hablar sin insolencia del dolor, porque sólo al que no
está sufriendo le queda espacio y voz para hablar y
reflexionar sobre el sufrimiento, y porque lo único que
cabe hacer ante el dolor es tratar de eliminarlo. “Por
eso, toda pretensión de una palabra doctrinal sobre el
dolor está condenada de antemano a ser el discurso
pecaminoso de los amigos de Job, o a quebrarse y caer
sobre sí misma cuando afronta la prueba de los hechos,
como le ocurre al jesuíta de Camus en La pestd' (17). La
tragedia de los hombres y las mujeres de hoy es que han
buscado eliminar el dolor no desde el corazón sensible
que encuentra los medios adecuados, sino desde otras
“razones” que lo único eficaz que han encontrado es
anestesiar la lucidez y profundidad del corazón para no
sentirlo. Y terminan por quedarse sin corazón. Es lo
que A. Machado expresó en la copla: “En el corazón
tenía/ la espina de una pasión/ logré arrancármela un
día/ ya no siento el corazón”!... Las personas de las
clases privilegiadas en las sociedades modernas pre­
tenden sufrir menos haciéndose menos sensibles. Se
48
o£> oe> oe> oí> ot> oe> oe>
han “enmorfinado”, narcotizado para esquivar el dolor.
Pero lo hicieron por el peor camino, el que les “arrancó
el corazón” y les ha convertido en incapaces de enten­
der y superar el dolor.
Desembocamos así en una especie de paradoja: la
de la compasión. Lo que Jesús estaba dispuesto a
destruir realmente era el dolor y el sufrimiento: el
sufrimiento de los oprimidos, de los despojados, de los
enfermos, de los pobres. Pero sabía que la única
manera de destruir el sufrimiento consiste en renunciar
a todas las seguridades y valores “mundanos” y asumir
las consecuencias de esa renuncia. Sólo si se está
dispuesto a sufrir se puede vencer el sufrimiento exis­
tente en los demás. La compasión puede aniquilar al
sufrimiento a base de sufrir con y en nombre de los que
sufren. Por el contrario, la simpatía para con el pobre
y el que sufre de quien no está dispuesto a compartir
esos sufrimientos no pasa de ser una mera emoción, un
sentimentalismo inútil. De aquí el enigma y la paradoja
de aquellas palabras de Jesús: “quien quiera salvar su
vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la
salvará” (Lc 9,24). Y en ese “por mí” debemos poner a
aquellos con quienes Jesús se identifica: los que pade­
cen hambre, los enfermos, los encarcelados, los sin
techo...

49
o(> <X> oC> ot> <X> ot> <X>
(1) Enrique DUSSEL, H ipótesis p a r a u n a historia de la
teología en A m érica Latina, Indo-American Press Service,
Bogotá, 1986, p.10.
(2 ) Ibid.
G) Conf. de Puebla, n.87-89.
(4) Enrique DUSSEL, op.cit., p. 11.
(5) Este es el H om bre , Sal Terrae, Santander, 1980, p.104.
(6) Citado por J. MOLTMANN en El D ios cru cificado,
Salamanca, 1975, p-243.
(7) Ibid, id.
(8 ) José I. GONZALEZ FAUS, op. ciL, p.115.
(9) En Cuba, Edic. Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1972,
p.135.
(9) Semanario M archa, Montevideo, marzo de 1965.
(10) Cf. Selecciones d e Teología, vol.XU, n. 45 (1973), p.6.
(11) José 1. GONZALEZ FAUS, op.cit., p.124.
(12) Ver Enrique DUSSEL, Etica C om unitaria, Edic.
Paulinas, Madrid, 1986, pp.71-75.
(13) Ibid.
(14) Ibid., pp.74-75.
(15) Leonardo BOFF, S an F rancisco d e Asís, Sal Terrae,
Santander. 1982, p. 25-26.
(16) José I. GONZALEZ FAUS, A cceso a Jesús, Edic.
Sígueme, Salamanca, 1980, p.174.
(17) José I. GONZALEZ FAUS, ibid., p. 95.

50
<X> OO <x> <x> <x> O0> oí>

Segunda Parte

La opción entañable
en forma de parábola

La definición de San Juan: Dios es amor, es la


ecuación fundamental. Como la célebre fórmula de
Einstein, E=mc2, constituye, según parece, la llave
del universo; estas tres palabras proporcionan a mis
ojos la única solución al enigma de la humanidad.
Gilbert Cesbron

51
o» o£> <X> <>C> oí> oc> oe>

L a parábola clave

Existe un pasaje en el Evangelio que nos define cla­


ramente qué es lo que hemos denominado “la opción
entrañable”. Un pasaje que nos dará la clave tan busca­
da para explicar con claridad la razón del actuar pecu­
liar del cristiano y de tantas personas de buena volun­
tad que luchan por los derechos de los olvidados, de los
empobrecidos y de los aplastados por los poderosos.
Se trata de la parábola del Buen Samaritano. En ella
Jesús define de manera impactante y concreta cuál
debe ser la actitud del cristiano: un servicio a todos
aquellos que, como el hombre de la parábola, están
caídos y medio muertos al borde del camino de la
sociedad o de la historia (cf. Lc 10,30). También esa fue
la misión de Jesús: liberar a los oprimidos (Lc 4,17-21;
7,23; Mt. 9,35; Me 7,37; Hech 10,38), sanar a los que
están enfermos (Lc 5,26) y perdonar a los pecadores
(Mt. 9,13). En pocas palabras, Jesús vino a servir
(Mt. 20,28) y a luchar para que el ser humano tuviera
vida y la tuviese en abundancia (Jn 10,10). El cristiano,

53
<x> oe> oe> o{> <x> ot> <x>
seguidor de los pasos de Jesús, impregnado de su
Espíritu, encuentra el sentido de su existencia en pro­
longar esas mismas actitudes y conductas de Jesús.
El Maestro no nos dejó una doctrina sistemática, ni
un catecismo en el que encontramos las pautas para
actuar. Su vida, su práctica fueron la referencia para
quienes lo siguieron, ellas fueron la gran enseñanza.
Pero también explicó en muchas ocasiones qué le
movía a actuar así, a comportarse de esa manera. Y lo
hizo con un medio pedagógico privilegiado: el de las
parábolas. Ellas abundan en los Evangelios y son una
manera excelente de acceder al pensamiento de Jesús.
Joachim Jeremías, el gran exegeta de las parábolas, nos
dice que “cuando leemos las parábolas, estamos en la
proximidad inmediata de Jesús”, y que “todas las pará­
bolas de Jesús obligan a los oyentes a tomar posición
sobre su persona y sobre su misión" (1).
Estas afirmaciones son de particular importancia y
las tendremos en cuenta al analizar la parábola del
Buen Samaritano, que hemos considerado como “la
clave" de la opción entrañable por los derechos de la
persona y de los pueblos. La parábola es la siguiente:
Se levantó un maestro de la Ley, y para ponerlo en
apuros le dijo: "Maestro, ¿qué debo hacer para conse­
guir la vida eterna?". Jesús le dijo: "¡Qué dice la Biblia,
qué lees en ella?". Contestó: "Amarás al Señor, tu Dios,
con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu
fuerza y con todo tu espíritu; y a tu prójimo como a ti
mismo" (Lev. 19,18). Jesús le dijo: "Tu respuesta es
exacta; haz eso y vivirás".
Pero él quiso dar el motivo de su pregunta y
54
oc> oe> oe> oí> oe> oo> oí>

dijo a Jesús: "¿Quién es mi prójimo?".


Jesús empezó a decir. "Bajaba un hombre de Jeru-
salén a Jericó y cayó en manos de bandidos, que
después de haberl o despojado de todo y de haberío
molido a golpes, se fueron, dejándolo medio muerto.
Por casualidad bajaba por ese camino un sacerdote,
quien al verlo dio un rodeo, pasó por el otro lado de la
carretera y siguió de largo. Lo mismo hizo un levita al
llegar a ese lugar lo vio, tomó el otro lado del camino
y pasó de largo.
Pero llegó cerca de él un samaritano que iba de
viaje, lo vio y se compadeció. Se le acercó, curó sus
heridas con aceitey vino y se las vendó. Después lopuso
en el mismo animal que él montaba, lo condujo a un
hotel y se encargó de cuidarle. Al día siguiente, sacó
dos monedas y se las dio al hotelero, diciéndole:
‘Cuídalo. Lo que gastes de más, yo te lo pagaré a mi
vuelta'
Jesús entonces preguntó: "Según tu parecer, ¿cuál
de estos tres seportó como prójimo del hombre que cayó
en manos de los salteadores?" El contestó: "El que se
mostró compasivo con él".
YJesús le dijo: "Vetey haz tú lo mismo". (Le 10,25-
37; cf. Mt 22,34-40; Me 12,28-31).
La importancia capital de esta parábola está en que
Jesús responde con ella al crucial interrogante del
doctor de la ley: “¿Qué debo hacer para obtener la vida
eterna?". Es la pregunta por el sentido definitivo de
nuestra existencia. El mismo Jesús subraya este aspecto
esencial al responder “haz esto y vivirás”. Y la respues­
55
oo oc> oo oo oe> oe> oo
ta, por simple y vital, es casi desconcertante. Jesús no
acude a códigos, a misterios o tradiciones, sino simple­
mente al amor de Dios y del prójimo. Y es en este
momento que debemos desentrañar la clave que está
aportando Jesús. Porque si nos quedamos en el simple
doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo no
estaríamos ante ninguna novedad. La prueba es que el
mismo Jesús remitió al doctor de la ley al Antiguo
Testamento. Es cierto que la Torah tenía 248 manda­
mientos y 365 prohibiciones. Quizás podríamos afir­
mar que la originalidad de Jesús estaba en que unificó
los preceptos y destacó la unidad solidaria entre el
amor a Dios y el amor al prójimo, junto con la “reduc­
ción” de toda la ley a ese único precepto fundamental:
“De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los
Profetas” (Mt 22,40).
En el evangelio de Juan (15,12) vemos que el nuevo
mandamiento del amor contiene toda la verdad del
Nuevo Testamento. La unidad indisoluble entre el
amor a Dios y al prójimo es siempre recalcada y
privilegiada por Juan. En su primera carta dice rotunda­
mente: “Todo el que aborrece a su hermano es un
asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna
permanente en El. En esto hemos conocido lo que es
amor: en que El dio su vida por nosotros. También
nosotros debemos dar la vida por los hermanos. Si
alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano
padecer necesidad y le cierra sus entrañas, ¿cómo
puede permanecer en él el amor de Dios?” (1 Jn. 3,15-
17). Y también dice: “Amémosnos unos a otros, ya que
el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios
56
oc> oe> oc> oí> oo oe> oe>

y conoce a Dios. Quien no ama, no ha conocido a Dios,


porque Dios es Amor. (...) Si nos amamos unos a otros,
Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en
nosotros a su plenitud. (...) Dios es Amor y quien per­
manece en el amor permanece en Dios y Dios en él. (...)
Nosotros amemos, porque El nos amó primero. Si al­
guno dice:‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un
mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien
ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos
recibido de El este mandamiento: quien ama a Dios,
ame también a su hermano”(l Jn 4,1-8,12,16,19-21).
Y Pablo afirmaba correctamente que si no se tiene
amor, aunque se tenga todo lo demás, de nada sirve (I
Co 13,1-3). Con el amor fraterno, servicial, se alcanzan
todas las virtudes y se corrigen todos los vicios, dice
también Pablo (I Co 13,4-8). Por eso “el que ama al
prójimo, ha cumplido la ley... La caridad es, por tanto,
la ley en su plenitud” (Rom 13,8-10; ver también
Gal 5,14).
Vemos que frente a una vertiente “dualista” del
precepto del amor: amor a Dios por un lado y al
prójimo por el otro, existe también una vertiente
“monista” del precepto del amor. Pablo la enunció
diciendo que “toda la Ley alcanza su plenitud en este
solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti
mismo” (Gál. 5,14). Y la mejor elaboración que hace de
esta visión del precepto único aparece en el pasaje
citado arriba de la Carta a los Romanos: “Con nadie
tengas otra deuda que la del mutuo amor, pues el que
ama al otro vive la aspiración y la plenitud de la Ley.
Pues aquello de: no adulterarás, no robarás, no codi­
57
oe> oe> oe> oe> oe> o» o»
ciarás, y todos los demás preceptos, tienen su máxima
expresión en: 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El
amor no hace daño al prójimo. Por lo tanto, el amor es
la plenitud de la Ley’ ” (13, 8-10).
Esta interpretación paulina, junto a la de Juan que
ya mencionamos, tiene como significado mínimo que
sólo se puede amar a Dios cumpliendo con el manda­
miento del amor al prójimo. Y que el precepto del amor
al prójimo está por encima de toda religiosidad forma­
lista. Es la conclusión que saca el escriba del diálogo
con Jesús: la práctica de este mandamiento vale más
que todos los holocaustos y sacrificios. Es decir, en
nuestro lenguaje contemporáneo: vale más que la
liturgia y el rito (Me 12:33). Paulo entiende que en la
práctica del amor al prójimo está también el verdadero
culto en espíritu y en verdad (Rom 12:1-3, en el contex­
to de lo que inmediatamente explicaremos). Pero si nos
quedamos aquí en el análisis de la parábola, pasaría­
mos al lado de algo esencial e indudablemente original
en el mensaje de Jesús.

¿Q uién es mi prójimo?

En un momento de la escena evangélica, el doctor


de la ley hace a Jesús la pregunta que normalmente
esquivamos cuando decimos que lo que salva es el
amor a Dios y al prójimo: “¿Quién es mi prójimo?”.
Generalmente en el concepto de prójimo metemos a
“todo el mundo”. Hay que amar a todo el mundo. Y así
hacemos del amor algo completamente abstracto,

58
oO> <X> oC> oC> oe> of> cí>
porque es evidente que no se puede amar a todo el
mundo. Jesús nunca da una definición teórica del
concepto de “prójimo”, ni exige -no podría hacerlo-
como los griegos, un amor abstracto y universal a la
humanidad. El concepto que nos llega desde los euro­
peos y occidentales de “prójimo” es, en contra del
cristianismo y a pesar del mismo, de carácter griego y
se reduce simplemente a su noción o definición. Sus
orígenes están en la traducción de los LXX (en tiempos
de Ptolomeo II Filadelfo, 250 a.C.), que traducen del
hebreo re por plesion. Y así entienden que plesion es la
base de nuestro término “prójimo” para designar sen­
cillamente al otro, sea quien sea. Por ejemplo, en esta
concepción, cuando dos se encuentran, uno es próji­
mo del otro, independientemente de las relaciones o
de lo que piense o sienta el uno del otro. De este modo
nuestro concepto de “prójimo” pertenece al lenguaje
formal que señala los términos de las relaciones huma­
nas en general y parte de la noción de humanidad. En
esta concepción el prójimo no es más que una ilusión.
“A distancia, el prójimo no es más que una sombra que
flota imaginariamente ante el pensamiento de cada
hombre”, decía S. Kierkegaard. En el Evangelio, en
cambio, el prójimo tiene un significado totalmente
diferente.
Por eso la pregunta por el prójimo es pertinente y
fundamental aquí. De la respuesta que le demos de­
penderá haber entendido por dónde pasa la salva­
ción. Y desde ya debemos entender que no cual­
quiera es prójimo de alguien. Jesús pregunta: “¿Cuál
de los tres fue prójimo?”, con lo que está dan-
59
oe> oo <x> o» oí> oe> <x>
un momento dado, mientras que los representantes del
templo y de la ortodoxia no son prójimos a pesar de la
sublime doctrina que puedan profesar. Con este tras-
fondo contextual nos salta a la vista el novedoso con­
tenido y su casi escandaloso significado expuesto por
Jesús a sus oyentes. Significado que era reforzado por
la conducta de Jesús, que provocaba a menudo el
escándalo por aceptar la compañía de los discrimina­
dos -de aquellos que por un motivo u otro no podían
o no cumpían con la Ley- la compañía de los samarita-
nos, publícanos, prostitutas y vagabundos. Era justa­
mente eso lo que le echaban de modo permanente en
cara los escribas y fariseos y otros grupos de “justos” o
“puros”.
Así, a la luz de este relato genial de Jesús, en el que
los ministros no cumplen con el mandamiento princi­
pal por motivos rituales y culturales mientras que el
mestizo despreciable encarna la perfección del amor,
queda ilustrado el sentido y la meta del mandamiento
absoluto.
A la pregunta inicial del doctor de la Ley: “¿Quién es
mi prójimo?", Jesús contesta con otra pregunta: “Según
tu parecer, ¿quién de los tres se constituyó en prójimo
del que cayó en manos de los salteadores?”. Y la
respuesta no puede ser otra que la expresada clara­
mente por el interpelante: “El que usó con él de mise­
ricordia".
La parábola del Buen Samaritano nos muestra des­
de dónde debemos optar y vivir. No desde la Iglesia, o
desde una doctrina o unos mandamientos, sino desde
el “otro” que me interpela en su necesidad. En la

62
<x> cj> oe> oe> oc> <x> <x>

terminología de la parábola: desde el despojado (Lc


10,30). Si pretendemos definir nuestra opción partien­
do de nosotros mismos, entonces configuramos la
misma actitud del fariseo. Este pregunta: “¿Quién es mi
prójimo?” (Lc 10,29). Es decir: ¿a quién voy a amar y a
quién no? La opción significa, en esta posición, una
extensión de sí mismo; no realiza la experiencia
abrahámica de salida de sí mismo en dirección al otro
en cuanto que me interpela desde su ser otro. Por eso
Jesús invierte todo el planteo: define la opción partien­
do del herido medio muerto. Y pregunta: “¿Quién es el
prójimo del hombre que está caído en el camino?” (Lc
10,37). Es todo el que se aproxima a él y usa de
“misericordia para con él". Por lo tanto, prójimo es el
que rompe el círculo de sí mismo y se inclina sobre el
abandonado al margen del camino.
Más aún, es importantísimno entender el punto de
vista en el que se sitúa esta parábola del samaritano.
Podría haber sido el del sacerdote o el del levita y hasta
el del samaritano. Pero lo sorprendente de la parábola
es que empieza presentando al pobre que ha caído en
manos de los maleantes y nos obliga a ponemos en el
lugar de ¡a víctima del asalto. El relato se identifica con
él y ve a los dos primeros viajeros que se acercan y
pasan de largo. Todos sabemos que a la víctima poco
le puede importar en ese momento que los transeúntes
tengan quizá buenos y razonables motivos para pasar
de largo apurados y disculparse... Y desde “el lugar” (o
el pellejo) del herido, el oyente de la parábola también
ve que se acerca el samaritano. Y como todos los judíos
de la época él también sabe que el caído no puede
63
ot> oc> oo o í> <x> oe> oe>

un momento dado, mientras que los representantes del


templo y de la ortodoxia no son prójimos a pesar de la
sublime doctrina que puedan profesar. Con este tras­
fondo contextual nos salta a la vista el novedoso con­
tenido y su casi escandaloso significado expuesto por
Jesús a sus oyentes. Significado que era reforzado por
la conducta de Jesús, que provocaba a menudo el
escándalo por aceptar la compañía de los discrimina­
dos -de aquellos que por un motivo u otro no podían
o no cumplían con la Ley- la compañía de los samarita-
nos, publicanos, prostitutas y vagabundos. Era justa­
mente eso lo que le echaban de modo permanente en
cara los escribas y fariseos y otros grupos de “justos” o
“puros”.
Así, a la luz de este relato genial de Jesús, en el que
los ministros no cumplen con el mandamiento princi­
pal por motivos rituales y culturales mientras que el
mestizo despreciable encarna la perfección del amor,
queda ilustrado el sentido y la meta del mandamiento
absoluto.
A la pregunta inicial del doctor de la Ley: “¿Quién es
mi prójimo?", Jesús contesta con otra pregunta: “Según
tu parecer, ¿quién de los tres se constituyó en prójimo
del que cayó en manos de los salteadores?”. Y la
respuesta no puede ser otra que la expresada clara­
mente por el interpelante: “El que usó con él de mise­
ricordia”.
La parábola del Buen Samaritano nos muestra des­
de dónde debemos optar y vivir. No desde la Iglesia, o
desde una doctrina o unos mandamientos, sino desde
el “otro” que me interpela en su necesidad. En la

62
<x> oe> oe> oe> <x> oo oe>

terminología de la parábola: desde el despojado (Le


10,30). Si pretendemos definir nuestra opción partien­
do de nosotros mismos, entonces configuramos la
misma actitud del fariseo. Este pregunta: “¿Quién es mi
prójimo?” (Le 10,29). Es decir: ¿a quién voy a amar y a
quién no? La opción significa, en esta posición, una
extensión de sí mismo; no realiza la experiencia
abrahámica de salida de sí mismo en dirección al otro
en cuanto que me interpela desde su ser otro. Por eso
Jesús invierte todo el planteo: define la opción partien­
do del herido medio muerto. Y pregunta: “¿Quién es el
prójimo del hombre que está caído en el camino?” (Le
10,37). Es todo el que se aproxima a él y usa de
“misericordia para con él”. Por lo tanto, prójimo es el
que rompe el círculo de sí mismo y se inclina sobre el
abandonado al margen del camino.
Más aún, es importantísimno entender el punto de
vista en el que se sitúa esta parábola del samaritano.
Podría haber sido el del sacerdote o el del levita y hasta
el del samaritano. Pero lo sorprendente de la parábola
es que empieza presentando al pobre que ha caído en
manos de los maleantes y nos obliga a ponemos en el
lugar de la víctima del asalto. El relato se identifica con
él y ve a los dos primeros viajeros que se acercan y
pasan de largo. Todos sabemos que a la víctima poco
le puede importar en ese momento que los transeúntes
tengan quizá buenos y razonables motivos para pasar
de largo apurados y disculparse... Y desde “el lugar” (o
el pellejo) del herido, el oyente de la parábola también
ve que se acerca el samaritano. Y como todos los judíos
de la época él también sabe que el caído no puede
63
o£> oC> oí> <X> oe> O0> oO
esperar mucho de un extranjero. Y aquí sucede lo
sorprendente del relato. Es justamente el extranjero el
que se apiada de él y se dispone a socorrerle. Así la
pregunta sobre el prójimo se devuelve a quien la había
formulado y de una manera totalmente nueva: “Enton­
ces, ¿quién de los que han pasado por el camino ha sido
el prójimo de la víctima de los maleantes?". Es decir, a
la pregunta por “¿Quién es mi prójimo?” se la ha
sustituido por otra pregunta: “¿De quién soy yo el pró­
jimo?”. Ahora el que preguntaba queda obligado a
hacer suya la situación del otro y, más aún, se ve
remitido a sí mismo y aprende lo que significa amar al
prójimo. Queda demostrado así que la pregunta clási­
ca, que Jesús pone en boca del escriba: “¿Quién es mi
prójimo?” es en el fondo una pregunta imposible de
responder si se la formula de esa manera. Pero el
escriba la hacía así precisamente para “justificarse”, o
sea, para afirmarse a sí mismo frente al mandamiento.
Intentaba transformar en problema algo que de ningu­
na manera, para Jesús, puede convertirse en un debate
teórico. Jesús captó inmediatamente la trampa para
encontrar una escapatoria ante la exigencia que se le
planteaba al escriba.
Ante la pregunta de ¿quién es mi prójimo? o ¿quién
es el objeto de mi obligación de amar? Jesús trastroca
esa óptica y llega a una posición de tal realismo que
parece casi materialista cuando se trata del amor. El
prójimo es ese a quien yo “aproximo”, meto en mi vida.
Se parte de un acercamiento, de una proximidad. Jesús
sabe que no es posible el amor de verdad a quien no se
conoce o “no se ve”. El amor real, ese “de obra y de
64
oe> oo oe> oe> oe> oc> os>

verdad" (1 Jn 3,18), tiene que originarse no en una


voluntad teórica o intelectual, sino de un afecto concre­
to, de uno de esos impulsos que brotan del corazón
-como veremos más adelante- que se “quiebra" cuando
los ojos ven algo conmovedor... Y para ese “ver” se
necesita la proximidad a fin de poner todas nuestras
energías interiores en movimiento y que se traduzcan
en movimientos de las manos para limpiar las heridas
del golpeado, dar pan al que desfallece de hambre...,
en movimiento de los pies para ir a visitar al que está
solo y enfermo, al que está preso...
No es inteligible la revelación de Jesús sobre lo
definitivo, sobre el “Juicio final”, sobre lo que “salva” o
“condena” a una persona, sobre lo que permite el
acceso a la plenitud y lo definitivo (el Reino, en pala­
bras evangélicas) sin entender lo dicho arriba. Por eso
no es fortuito que en el momento del “Juicio” a las
personas y los pueblos no se les preguntará qué reli­
gión tenía cada uno o qué filosofía profesaba o cuál era
su raza o el color de su piel. Sino que se dirá a los que
salieran bien del Juicio: “Vengan, benditos de mi Padre,
y reciban en herencia el Reino..., porque tuve hambre
y ustedes me dieron de comer; tuve sed y me dieron de
beber; fui forastero y me recogieron; estuve desnudo y
me vistieron; estuve enfermo y me cuidaron; estuve en
la cárcel y me vinieron a ver” (Mt 25,31-46). Es decir,
realizaron actos de amor, que suponen haberse com­
padecido de quienes estaban en algún tipo de necesi­
dad y a quienes uno “se aproximó” para responder a
esa interpelación.
El Juez no pone como norma de salvación el cono­

65
oe> o» oe> oo o» oí> <x>
cimiento esotérico de secretos o misterios. No mencio­
na claves secretas ni privilegios. La gente se salva
únicamente porque han prestado ayuda. En efecto, los
justos preguntarán asombrados al conocer la senten­
cia: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de
comer?, ¿cuándo te vimos sediento y te dimos de
beber?, ¿cuándo te vimos como forastero y te recogi­
mos?, ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y te
visitamos?”. Y el Rey les contestará y dirá: “Les aseguro
que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de
mis hermanos, lo hicieron conmigo”.
Volviendo a la parábola, a la pregunta genérica y
abstracta de ¿quién es mi prójimo?, Jesús responde
claramente: no existe el prójimo en sí. El prójimo ya
hecho. El tener o ser prójimo dependerá de mi capaci­
dad de “aproximarme” como el samaritano, de hacer­
me “prójimo de él”, entrando en su vida y condicionan­
do la mía a la suya, mi tiempo, mis intereses, mi
camino... Y, además, el criterio para esta aproximación
no es la cercanía en sí, sino la necesidad del otro. No
son unos particulares derechos, sino el amor que salta
toda barrera y distancia.
Entender esto es clave porque nuestra fidelidad al
gran mandamiento de Jesús no se juega con respecto a
las personas con las que me liga una proximidad
“impuesta”, sino en la aceptación o el rechazo de las
innumerables oportunidades en las que puedo iniciar
esas relaciones en la sociedad y el tiempo en que vivo.
Y decimos que es clave entenderlo porque la tragedia
está en que normalmente estamos usando mecanismos
para alejar, para no aproximarnos a los demás. Me
66
o0> oe> <x> oe> oc> ot> ob

permito citar aquí extensamente una reflexión de Juan


Luis Segundo al respecto que considero muy ilumina­
dora:
“...¿Cuál es el mecanismo para ‘alejar’, esto es, para
no ‘aproximar’ a quienes están cerca de nuestro mun­
do habitual? Sociológicamente, la respuesta no es difí­
cil: alejarlos significa concretamente etiquetarlos, cata­
logarlos.
Una vez que hemos catalogado a alguien por su
función de panadero, podremos pasar junto a él varias
veces por día y durante años enteros sin sentirnos
próximos a su historia, a su núcleo irreductiblemente
personal.
En realidad este procedimiento nos es conocido
por los párrafos anteriores: consiste en reducir a lo
‘natural’el conocimiento de una ‘persona’. Y el resulta­
do será siempre la reducción de la libertad de otro a una
f unción de nuestro sistema y la negación a percibir lo
que sólo puede provenir de una historia surgida de su
libertad. ... Y es sintomático que, en la medida en que
alejamos así lo personal y lo histórico, el ser en cuestión
se vuelve susceptible de ser relativizado, manejado,
utilizado...
La etiqueta ‘natural’ o ‘funcional’ puede variar. La
persona puede desdibujarse, alejarse, ya sea convir­
tiéndose en su función social: panadero, presidente,
obrero, policía...; o en el caso particular de un rasgo
psíquico: un resentido, un megalomaníaco, un es­
nob...; o en una ideología viviente: el comunista, el
conservador, el pre o postconciliar...
En realidad, cada vez que una de esas palabras
67
oí> oe> <x> oe> oi> oo> oe>

claves se pronuncia, externa o internamente, la


persona se aleja, su historia es reemplazada por su
utilidad... y el herido sigue agonizante al borde del
camino...
Y ¡qué fácil igualmente hacerla experiencia opues­
ta! Basta el primer síntoma de enamoramiento para que
desaparezca el panadero, el resentido, el comunista, y
aparezca una persona maravillosamente real, con
padre y madre y familia e historia y fracasos y afec­
tos”(2).
Atendiendo a la importancia de estos “mecanis­
mos” que todos tenemos para “alejar” al otro de nues­
tras vidas, para evitar “aproximarnos” a la historia y la
vida de alguien, tendremos que dar un paso más en el
análisis de la clave de la parábola. Lo que entendemos
absolutamente central en ella y que generalmente pasa
desapercibido. ¿Qué es lo que nos permite acercarnos
al herido del camino? ¿Qué es lo que nos permitirá
neutralizar esos mecanismos que todos usamos para
alejarnos del otro y evitar tener prójimos? Estas pregun­
tas no las hizo el doctor de la ley, pero están supuestas
en el relato de Jesús y nosotros debemos responderlas
con honestidad. Creo que en la respuesta a estas
interrogantes está la clave para entender la opción a
que nos referimos en esta reflexión.
La compasión com o clave

La descripción de la acción de “hacerse prójimo”


que hace Jesús en la parábola no se define por la

68
oc> o» oo o» oe> oe> oe>

cercanía o la presencia de alguien (el sacerdote y el


levita estuvieron presentes y cerca), sino por la capaci­
dad que tuvieron o no de compadecerse (padecer con)
frente a la necesidad del otro que precisamente les
indujo a “acercarse” a la víctima. Solamente aquel que
“se compadeció” es señalado como quien “se portó
como prójimo”.
El samaritano se acercó al herido medio muerto que
estaba al borde del camino no por un frío cumplimien­
to de un mandamiento, o de una obligación religiosa,
sino simplemente porque se le revuelven las entrañas
(eso es lo que significa literalmente el verbo splankh-
nizeín usado en Lc 10,33; cf. Le 1,78; 7,13; 15,20). Aquí
está el meollo de la respuesta. Los otros personajes, el
sacerdote y el levita, estaban regidos por “el deber”. No
amaron realmente con amor humano, como hombres
de carne y hueso. Porque no se les removieron las
entrañas. Les importaba más la obligación religiosa que
el hombre concreto a quien debía haberse dirigido la
atención y la sensibilidad. Esa indiferencia que de­
muestran, esa frialdad, es reveladora: la obligación
religiosa es ajena al amor humano, es desencarnada,
lejana, y por eso no salva a nadie (recordemos que la
pregunta inicial del maestro de la ley era por la salva­
ción).
La “perfección” que Jesús exige de sus discípulos
(según Mateo 5,48) está definida por Lucas (6,36) en el
deber de ser misericordiosos “como vuestro Padre es
misericordioso". Es una condición esencial para entrar
en el Reino de los cielos (Mt 5,7).

69
oC> oo* <X> oO> <X> oí> oo>

Jesús se caracterizó por esa “perfección” que revis­


te al ser compasivo. “Le dio compasión de la gente y se
puso a curar a los enfermos”(Mt 14,14). “Sintió compa­
sión porque andaban maltrechos y derrengados como
ovejas sin pastor” (Mt 9,36; compárese con Mc 6,34).
También sintió compasión por la situación y las lágri­
mas de la viuda de Naín (Lc 7,13). Expresamente el
Evangelio nos dice que sintió compasión por un lepro­
so (Mc 1,41), por dos ciegos (Mt 20,34) y por quienes
no tenían nada para comer (Mc 8,2). A lo largo y ancho
de los evangelios podemos palpar, aunque no se
emplee la palabra, ese movimiento interior de compa­
sión. Jesús permanentemente está diciendo a quienes
le rodean: “No lloren”, “No se inquieten”, “No tengan
miedo”... No le conmovía el esplendor y la grandeza
del Templo de Jerusalén, sino una pobre viuda que
echó unas monedas en el cepillo del Templo (Mc 12,41-
44). Mientras todos se quedaban paralizados y pasma­
dos ante el “milagro” de la hija de Jairo, él se preocupa­
ba por que le dieran a la niña algo de comer (Mc 5,42-
43).
Nos habla de su Padre como teniendo un exceso de
compasión. Jesús sintió permanentemente una ilimita­
da compasión por los pobres y oprimidos.
Los evangelistas, en síntesis, nos dicen que Jesús
fue motivado por la compasión. Por lo menos en cinco
ocasiones concretas nos dicen que fue “movido a
misericordia”: alimentó a las multitudes, sanó a un
ciego y a un leproso, y resucitó a un muerto motivado
puramente por la compasión (ver Mt 9,36; 14,14; 15,32;
20,34; Me 1,41; 6,34; 8,2; Le 7,13). En el caso del
70
oc> oe> oe> oe> oe> oc> oe>

muchacho que estaba endemoniado, fueron sus seres


queridos quienes acudieron a la bien conocida capaci­
dad compasiva de Jesús para que actuase (Me 9,22).
Tres de las clásicas parábolas de Jesús enseñan la
compasión divina y señalan su presencia o ausencia en
aquellos que pretenden pertenecer al pueblo de Dios:
la que estamos analizando del buen samaritano, la del
hijo pródigo (Le 15,20) y la del siervo sin compasión (Mt
18,27).
No podemos reconstruir la psicología de Jesús con
los datos históricos que tenemos, pero es indudable
que en el centro de la personalidad de Jesús anidaba
una experiencia única e intransferible de intimidad
divina: la experiencia del Abba (Papá) del Cielo. El
mismo término que él elige para referirse a Dios, era el
empleado por los niños para dirigirse con toda confian­
za y familiaridad a sus papás en la vida cotidiana. Ello
está indicando el vuelco escandaloso y trascendental
en la relación con Dios que hace Jesús dentro de la
mentalidad de la época, que mantenía infinitas distan­
cias con Dios, y hasta no osaba ni siquiera nombrarlo...
Si no podemos especular sobre la psicología de
Jesús, podemos sin embargo afirmar que hablaba así y
se movía por una profunda experiencia de compasión.
Y la experiencia del Abba era una experiencia de Dios
como Padre sensible y compasivo con sus hijos. No
sólo poseía el conocimiento de Dios, sino que estaba
lleno hasta el tope de los propios sentimientos y
emociones de Dios. El sentimiento divino de la compa­
sión le poseía y le colmaba. Todas sus convicciones, su
fe y su esperanza eran expresiones de esta experiencia
71
o£> Oí> OC> oe> o£> OC> <X>
fundamental (según el gran exégeta Von Rad). Si Dios
es compasivo entonces podemos esperar lo imposible,
el bien triunfará sobre el mal, hay un futuro abierto para
la humanidad. La fe y la esperanza se constituyen en el
soporte que afirma la compasión como emoción divi­
na. Bien dice Alberto Nolan en su análisis a este
respecto que “la compasión es el fundamento de la
verdad. La experiencia de sufrir o sentir con alguien.
Sufrir o sentir con el hombre, con la naturaleza y con
Dios significa estar en sintonía con los ritmos e impul­
sos de la vida. Esta es también la experiencia de la
solidaridad con el hombre, con la naturaleza y con
Dios, que excluye toda forma de alienación y falsedad,
haciendo que la persona sea una sola cosa con la
realidad y, consiguientemente, sea verdadera y autén­
tica en sí misma" (3).
Pero el término “compasión” no traduce bien la
emoción que movía a Jesús. Compasión significa algo
así como “sentir-con", comunica y brinda solidaridad.
Compasión y misericordia en estos pasajes que citamos
arriba traducen un vocablo griego difícil de interpretar,
que proviene, como dijimos arriba, de la raíz splajnom,
es decir, “entrañas", o “seno materno”. En el koiné del
Nuevo Testamento, el término es sinónimo de “cora­
zón”, o sea, del centro del sentimiento y de las motiva­
ciones más profundas y nobles que puede tener el ser
humano. Cuando el Nuevo Testamento se refiere a “las
entrañas”, está indicando el lugar, la fuente y la profun­
didad del sentimiento humano que inclina a la ac­
ción de piedad: la compasión. El verbo griego
esplagjnizomai usado en todos estos textos, deriva del
72
oO oí> oC> oe> o0> oí> oo
sustantivo esplagjnom que significa vientre, intestinos,
entrañas, corazón, es decir, las partes profundas, inter­
nas, de donde parecen surgir las emociones profundas.
El verbo griego nos está indicando un movimiento, un
dinamismo o impulso fuerte que fluye de las propias
entrañas, una reacción visceral. Es algo mucho más
concreto y movilizador que la “compasión”. Se ha
recurrido a otras expresiones para decir eso en castella­
no, y los traductores hablan de que “se sintió movido de
compasión o lástima”, “sintió pena” o “su corazón se
derramó hacia ellos”. Pero ninguna de estas expresio­
nes captan las evidentes y profundas connotaciones
físicas y emocionales de la expresión griega para refe­
rirse a esa compasión.
Lo esencial es esta capacidad de sentir hasta en las
entrañas la situación del otro que me interpela desde su
necesidad. Lo esencial es cultivar esta sensibilidad, es
destruir los “blindajes” que permanentemente cons­
truimos para protegernos de los demás. Lo esencial es
hacemos “vulnerables” a la situación de los otros que
me necesitan de alguna manera. Porque ya hemos visto
lo fácil que es disparar los mecanismos para “alejar”,
“desaproximar” a los demás. Y lo esencial pasa por esa
capacidad de sentir al otro en mis tripas y que me hace
acercarme a él o ella, meterlos en mi vida y renunciar
a que mi vida, de allí en adelante, sea la misma o la que
yo pretendía. Y en esto va la salvación o la condena­
ción. Porque en esto va la aparición apasionante del
amor o la muerte en el ensimismamiento egoísta.
La inversión del reino del mal, de la opresión y la
dominación, comienza desde la ruptura que con ese
73
o£> <x> OC> oí> <X> Oí> OC>

reino realiza aquel que puede “sentir” la situación “del


otro”, escuchar su voz. ¿Por qué el samaritano se
compadeció y los otros no? ¿De dónde viene que “al
verlo le dio lástima” ? (Le 10,33). Precisamente de esa
capacidad de compadecerse, de sentir en las entrañas
el sufrimiento del otro. Por eso Jesús nunca se resignará
ante la opresión y la dominación. Busca llegar a la
causa fundamental de ellas: la falta de compasión por
los que sufren. Si el pueblo de Israel no crecía en
compasión, ¿acaso el derrocamiento de los romanos
iba a hacerlo más libre? Si los judíos seguían dando
culto a los valores mundanos del dinero, el prestigio, la
solidaridad de grupo y el poder, ¿no se encaminaban a
sustituir la opresión romana por una opresión judía
igualmente insoportable? Por eso iba más a la raíz del
problema que los mismos zelotes, que buscaban un
simple cambio de gobierno: de un gobierno romano a
uno judío. Jesús, por el contrario, se jugó por un cambio
que debía afectar a todos y cada uno de los aspectos de
la vida. Debía afectar radicalmente los fundamentos
mismos de la sociedad, tanto de los romanos como los
judíos. Deseaba un mundo cualitativamente distinto
que llamó “el reino de Dios”. El verdadero problema
era la opresión en sí, no el opresor de turno. Y la causa
fundamental de la opresión es esa falta de compasión
en quien sufre.
El sistema práctico de dominación se constituye
cuando negamos la situación de indigencia del otro,
cuando nos blindamos contra el otro que nos interpela,
cuando nos constituimos como señores del otro. José
Martí decía con toda contundencia que “presenciar un
74
oe> oo oe> oe> oe> o» oe>

crimen y no hacer nada es cometerlo”. La destrucción


del reino del mal comienza cuando alguien reconstitu­
ye la relación o establece una nueva con el otro. Es lo
que hizo el samaritano: constituyó al pobre medio
muerto, asaltado y tirado en el camino, de un posible
peligro (y por esto quizás también egoístamente el
sacerdote y el levita lo evitaron), en persona, en lo
digno de ser servido, en prójimo.
Claro que para poder hacerse prójimo de él, de esa
mera “cosa” sangrante y tirada en el camino, era nece­
sario antes “oír la voz del otro” que clamaba: “¡Ayúda­
me!”, “¡Tengo hambre!”. Y para eso se necesita una
particular sensibilidad, entrañas que se remuevan, un
corazón que se sienta afectado por el grito del otro. Esta
actitud nunca puede nacer de una teoría, de un manda­
miento o de una doctrina. Esa pretensión siempre
terminaría, tarde o temprano, en las actitudes del fari­
seo y del levita. Sólo la actitud entrañable nos salva de
la perdición y nos abre al otro. Es el otro en su grito, en
su clamor, en su dolor, quien nos pro-voca (nos llama
desde delante), nos con-voca (nos llama hacia él en su
ayuda), nos interpela. Es así como de pronto se nos
aparece como quien tiene derechos y nos los reclama.
Jesús termina la parábola despidiendo al maestro
de la ley, que había respondido bien, con un “Vete y
haz tú lo mismo”, es decir, hazte “próximo” de los que
encuentres en tu camino y que te necesiten. Compadé­
cete (padece-junto-con) de los que sufran alguna dis­
minución de su humanidad o pérdida de sus derechos.
Cultiva tu sensibilidad, tu capacidad de sentir con el
otro, de atender a sus necesidades. Jesús terminó

75
invirtiendo la pregunta inicial. En lugar de responder
quién es mi prójimo según la ley, responde de quién
debo hacerme prójimo antes de consultar la doctrina o
la ley. Y se acierta, dice Jesús no sin gran dosis de
asombro y escándalo por parte de los doctores, no por
conocer la ley, sino por la compasión hacia el necesi­
tado. Sólo desde esa actitud se puede finalmente ir a la
ley y entender lo que significa.

M ás allá de la parábola :
MI PRÓJIMO-LAS MASAS EMPOBRECIDAS

Hoy, veinte siglos después de que la parábola del


buen samaritano fue narrada, no seríamos consecuen­
tes si no destacamos que la visión personalista de la fe
se desnaturaliza si nos reducimos al “micro-proceso del
encuentro interpersonal”. Jesús no tuvo otra posibili­
dad que la de expresarse en categorías que no llegaban
a la verdadera socialidad del proceso histórico. Pero
hoy día, el avance de la conciencia a caballo de las
nuevas ciencias sociales, económicas y antropológicas
exige superar la mera relación “yo-tú” en que fue
narrada la parábola. Debemos evitar una caridad
“individualista” porque el prójimo ya no es para noso­
tros sólo la persona tomada individualmente. Es ella
considerada en la urdimbre de sus relaciones sociales,
ubicada en sus coordenadas económicas, sociales,
culturales, sexuales y raciales.
El relato evangélico expresa la fe en una historici­
dad inicial, pero no tiene en cuenta el encuentro

76
oe> oe> <x> oe> oe> oo> 00

interhumano en el contexto de la amplia lucha libera­


dora. La fe, si no la trasladamos a nuestras categorías
actuales, tiene el peligro de permanecer como algo
“privatizado” al privilegiarse los momentos del en­
cuentro entre dos personas. Se hace fácilmente reduci­
ble al diálogo entre individuos o de una pareja y
generalmente en las horas de ocio y meditación. No
negamos la importancia de la fe en este nivel de
relación, pero decimos que nos faltan todavía a los
cristianos modelos de experiencia de fe que tengan
como punto de referencia “los muchos hermanos”, que
importa ayudar a liberar. Es por ello que las categorías
en que se expresa generalmente la “espiritualidad
cristiana”, están lejos de responder a la experiencia
humana contemporánea, representada por el acto
eminentemente social de amor contenido en la práctica
liberadora.
Nuestra teología de amor al prójimo debe ser revi­
sada en contraste con el macro-proceso que se da a
nivel social. No puede ignorar los procesos de sociali­
zación característicos de las sociedades modernas. Aun
la parábola del buen samaritano puede fácilmente
convertirse en pura ideología, en su sentido más peyo­
rativo, si el “samaritano” de hoy no se pregunta jamás
por el “porqué” de la existencia de los ladrones y
asesinos.
“El prójimo no es meramente el individuo en su
dignidad personal. Sólo estaré amando al individuo si
lo tomo en serio en su amplio contexto histórico. Por
esto surge hoy en la teología el tema “masas humanas
- mi prójimo” (por ejemplo en M. D. Chenu). Sobre
77
<x> <x> oo <x> oo> oe> <x>
todo en el contexto del proceso de liberación de
nuestros pueblos dominados, el contexto del macro-
proceso histórico es indispensable para plantear las im­
plicaciones realistas del amor al prójimo”(4).
El P. Chenu decía que “las masas son también
nuestro prójimo. Esta nueva óptica nos aleja del len­
guaje privatizante primitivo del encuentro yo-tú. Pío
XII ya nos advertía que la caridad es, hoy, una “caridad
política”. Por eso, dar de comer o de beber, o visitar al
preso en nuestros días es un acto eminentemente
político: “significa la transformación de una sociedad
estructurada en beneficio de unos pocos que se apro­
pian de la plus-valía del trabajo de los más. Transforma­
ción que debe por lo tanto ir hasta cambiar radicalmen­
te el basamento de esa sociedad: la propiedad privada
de los medios de producción" (5).
Vemos que el relato del evangelio si algo pretende
evitar es “espiritualizar” las situaciones. La pregunta
sobre cómo vivir el amor emerge de la experiencia
sentida del pobre. Y hoy día, el “pobre de espíritu”
extiende esa experiencia a la de la clase de los explo­
tados. Si reducimos el “amar al prójimo” a la mera
relación yo-tú nos enfrentamos a una inadecuación e
ineficacia ante el reto que significa amar en una socie­
dad que está dividida en clases antagónicas. Nuestro
amor al que está discriminado y marginado hoy implica
“compadecernos” de la clase social a la que pertenece.
Ya no se puede eludir el problema, situado en el
corazón mismo del cristianismo, de ¿cómo vivir el amor
al prójimo hoy? Porque amar al pobre y desde el pobre
es comprometerse con él, pero no en abstracto, sino en
78
oe> oe> oe> o» o» oc> o{>

la situación concreta social y de clase en que se encuen­


tra.
El pobre para nosotros no es una mera realidad
estadística. Tampoco cabe aquí hacer una considera­
ción teórica sobre “la pobreza". En el contexto de la
parábola del buen samaritano debemos poner hoy los
rostros bien concretos de niños, jóvenes, de indígenas,
de campesinos, de obreros, de subempleados y desem­
pleados, de marginados y ancianos (Doc. de Puebla, n.
31-39). Son esos pobres con los que nos encontramos
a diario en las calles, en los caminos del campo, en las
comunidades populares, en las periferias de las ciuda­
des, en los buses, en los “cantegriles”-“favelas”-“villas-
miseria”... Los pobres son una realidad compacta,
impresionante. Son las grandes mayorías, masas in­
mensas, multitudes incalculables. Se han convertido en
un fenómeno social escandaloso, desafiante e inesqui-
vable. Es un dato colectivo y fundamental de la existen­
cia cotidiana. Millones de pobres en nuestra América
Latina se convierten en una realidad que golpea nues­
tras conciencias. Depende de nuestra “sensibilidad”
que superemos una visión fatalista y falsamente provi -
dencialista del fenómeno de la existencia de los po­
bres, para alcanzar las causas estructurales, económi­
cas y sociales de su existencia. No se trata de un dato de
la naturaleza y mucho menos de la “voluntad de Dios",
sino que son producto de decisiones políticas de los
grupos de poder (económico, social y político). Antaño
la pobreza se concebía como una desgracia que podía
acontecer sin culpa de los hombres, como un terremo­
to o una enfermedad. Por eso se la podía remediar con
79
oc> <x> oe> oc> oe> oe> oc>
la beneficencia. Pero hoy, con nuestra nueva concien­
cia, ya no es posible concebirla así: sólo puede ser
concebida esa pobreza como consecuencia de decisio­
nes de los hombres. Por eso, hoy, pobreza equivale a
opresión.
Frente a este “pobre-masa”se juega la actitud de los
samaritanos de hoy. La caridad, el amor al prójimo, ha
dejado de ser sólo “microcaridad” para pasar a ser
necesariamente, también “macrocaridad”. Así lo for­
mulaba J. Comblin (6) explicando el cambio que las
ciencias y la filosofía contemporáneas han operado en
nuestra actual imagen del mundo y de la vida. Para
nosotros la experiencia actual del pobre como revela­
ción de Dios se convierte en experiencia de toda una
clase, como rostro de Dios. Y por eso nuestro amor a
ese “prójimo-clase” tiene que ir también más allá del
amor a personas aisladas. Está necesariamente llamado
a terminar en estructuras, convirtiéndose por ello en
un amor más universal y así más divino.
Ese amor universal sólo abandona el terreno de la
abstracción y se hace concreto y efectivo cuando se
encarna en la lucha por la liberación de los que son
oprimidos. Por eso vivir el amor al prójimo hoy día, en
el contexto de la parábola del buen samaritano, revela
el alcance sociopolítico del mismo. Y lejos de empe­
queñecer el mensaje de la parábola, recuerda su alcan­
ce y dimensión universal.
En este nivel social no se destruye el calor humano
del amor y su carga afectiva y entrañable. Pero se
redefine. El calor vital del sentimiento humano se
redefine al situarlo en el pobre con su entorno real y sus
80
oc> oo> oe> oe> <x> oe> oc>

relaciones sociales sin las cuales el pobre y el oprimido


quedarían siendo un abstracto, un ente irreal. Se trata
ahora de saber sentir por su causa, saber compartir
todas las lágrimas y las alegrías de esa gran masa
humana. El amor se redefine en el sentir toda la angus­
tia y las tristezas ante la fuerza aterradora del mal.Y
también en alegrarse en las pequeñas victorias -que las
hay- sobre él. Esta experiencia es la nueva manera de
vivir la caridad evangélica. Por un proceso de “conver­
sión" a la dimensión social del individuo, se redefinen
las dimensiones de las relaciones personales del amor.
A este respecto es bien ilustrativa la regla de vida de “los
compañeros de Emaús” elaborada por el Abbé Fierre
en Francia luego de la última guerra mundial: “Ante
cualquier sufrimiento humano empléate, según pue­
das, no solamente en aliviarlo sin tardanza, sino tam­
bién en destruir sus causas. Empléate no solamente en
destruir sus causas, sino también en aliviarlo sin tardan­
za. Nadie es seriamente ni bueno, ni justo, mientras no
esté resuelto, según sus medios, a consagrarse, con un
corazón igual, con todo su ser, a una como a otra de
estas dos tareas. No pueden separarse sin renegarse”.
El amor de amistad, el cariño y el amor familiar, se
amplían y se sitúan en su verdadera dimensión socio-
política del amor, que se hace cada vez más consciente
de las estructuras sociales y más universal, pero no por
ello menos real. Será así el “nuevo modo” de amar a
Dios y al prójimo. Es la nueva manera de vivir el amor
instaurada en una nueva dinámica generada por Jesús
de Nazaret, que sorprendió a las personas de su tiem­
po.
81
oe> Of> oe> oo o» oe> oe>
“Los hombres son la mediación necesaria de nues­
tro encuentro con el Señor, sobre todo aquellos a
quienes la opresión, el despojo y la alienación han
desfigurado el rostro humano y no tienen ni “aparien­
cia ni presencia”, y son “desecho de hombres” (Is 53,2-
3). Aquellos que, marginados, han forjado una verda­
dera cultura, en cuyos valores hay que entrar si se
quiere llegar a estos hombres. Por ellos pasa la salva­
ción de la humanidad, ellos son los portadores del
sentido de la historia y “los herederos del Reino”
(Santiago 2,5). Nuestra actitud hacia ellos, o mejor,
nuestro compromiso con ellos dirá si orientamos nues­
tra existencia en conformidad con la voluntad del
Padre. Esto es lo que Cristo nos revela identificándose
con el pobre en el texto de Mateo. Sobre esta base
habría que construir esa teología del prójimo que nos
falta todavía”(7).
Cabe citar aquí aquella conocida poesía de León
Felipe, que le gustaba tanto al Che Guevara y que en su
momento se le atribuyó erróneamente porque se la
encontró recopiada entre sus papeles personales:
“Cristo te amo
no porque bajaste de una estrella
sino porque me descubriste
que el hombre tiene sangre
lágrimas
congojas
llaves
herramientas
para abrir las puertas cerradas de la luz
82
oi> oi> o(> <x> <X> oe> ofc

¡sí! tú nos enseñaste que el hombre es Dios...


un pobre Dios crucificado como tú
y aquel que está a tu izquierda en el Gólgota
el mal ladrón
¡también es Dios! ”
No se trata entonces de repetir con exactitud lo que
Jesús dijo e hizo en su tiempo, sino que debemos
comenzar a analizar nuestros tiempos y actuar en
consecuencia con el mismo espíritu con el que Jesús
analizó los suyos. Y debemos partir siempre, como lo
hacía Jesús en todo momento, de la compasión: hoy
día, hacia los millones de seres humanos que desfalle­
cen de hambre, que son humillados y discriminados;
compasión hacia los millones de seres humanos que
padecen las consecuencias de nuestra actual forma de
estructurar la sociedad. Sólo cuando, como el buen
samaritano, descubramos y sintamos en las entrañas
nuestra común humanidad, comenzaremos a sentir y
experimentar lo mismo que experimentó Jesús. Sólo
aquellos que sienten y valoran por encima de todo la
dignidad de la persona en cuanto tal, están en conso­
nancia con el Dios de Jesús, que creó al ser humano a
su imagen y semejanza y que “no hace acepción de
personas” (Hech 10,34).
El sufrimiento de los pobres y oprimidos causaba
un enorme efecto en las emociones y entrañas de Jesús.
Los evangelistas y la Iglesia primitiva lo captaron de tal
manera que ni sintieron necesidad de dar razones
apologéticas de ello. La actividad y el modo de pensar
de Jesús, y el impacto que producía en la gente, no se
83
<x> ©t> oe> oc> oe> oo> oí>

pueden entender si descartamos esa capacidad de


compasión extraordinaria. El sufrimiento de los opri­
midos y la perspectiva de un sufrimiento mucho mayor
que se daría en el futuro, causaba un efecto desgarra­
dor en Jesús. Cuando previó la inminente catástrofe
que sumiría a tanta gente en un baño de sangre y
produciría atroces sufrimientos, tuvo que sacudir pro­
fundamente a un hombre tan sensible y compasivo
como Jesús. “¡Ay de las que estén encinta o amaman­
tando aquellos días!”(Lc 21,23). “Te arrasarán con tus
hijos dentro” (Lc 19,44). Y la compasión es siempre una
respuesta inmediata al sufrimiento. Es el primer paso
para enfrentarlo. Luego vendrá la organización y la
movilización de las energías para luchar contra él.
Habiendo explicado la dificultad de Jesús para
expresarse en categorías sociales modernas, no es
difí cil probar que nunca se redujo el objeto de su
compasión a la mera relación individual. Es clara la
compasión de Jesús por las masas, por el pueblo que
estaba fatigado y decaído. La multitud estaba como
caída por el suelo, postrada y violentada por la opre­
sión de sus líderes religiosos -falsos pastores- que final­
mente matarían también al Buen Pastor (cf. Mc 14,27).
La palabra “muchedumbre” (oxlos) transmite la idea de
gentío, masa desorientada... Es el pueblo por el cual
Jesús siente una entrañable compasión.
La muchedumbre por la que Jesús estaba movido a
compasión andaba desparramada como ovejas sin
pastor (en el lenguaje y la cultura pastoril esto era bien
inteligible por todos), “cada cual desparramada por su
camino”.Esta percepción de Jesús respecto de las
84
oc> oo> oe> oo- <x> oc> oc>

multitudes lo remite de inmediato a la rica tradición


bíblica de la pastoral. Está repitiendo textualmente la
milenaria preocupación de Yavé por su pueblo desde
los tiempos de Moisés (Núm. 27,17), del profeta Mi-
queas (I Re. 22,17), de Ezequiel (c. 34). A medida que
los pastores entran en la vida del pueblo, van partici­
pando de sus opresiones y de la represión por parte de
los poderes de turno contra los movimientos de libera­
ción y de cambio social. Tuvieron la misma experiencia
de Jesús: Misereor super turbas (Mc 8,2), (tengo com­
pasión de las multitudes). Los profetas de hoy y los
verdaderos pastores redescubren auténticamente a las
muchedumbres de los pobres como “los hermanos
menores de Jesús” (Mt 25,40).
La opción preferencial y solidaria para con los
pobres lleva a esos nuevos pastores a dar prioridad a
los derechos humanos. Y en primer lugar procuran
salvaguardar los derechos de las grandes mayorías que
son los pobres en el mundo de hoy. Por eso el compro­
miso con los derechos de las personas debe comenzar
por los derechos de los empobrecidos. Especialmente
el derecho a la vida y a los medios de vida como la
salud, la vivienda, el trabajo, la educación. En América
Latina se habla cada vez más no sólo de los derechos de
la persona, sino también de los derechos de los pue­
blos. Y especialmente de los derechos de ios pobres,
expresión recogida por el documento de los obispos
en la reunión de Puebla (n.1217; 1119; 711; 324; 320).
Se encara la dignidad humana a partir de los caídos en
el borde del camino, recuperando así la perspectiva
bíblica que equipara los derechos de los pobres con
85
oo oe> oe> oo> oe> oe> oe>

los derechos de Dios: “Quien oprime al débil ultraja a


su Creador, pero quien se apiada del pobre, le da
gloria” (Pr 14, 31; 17,5); “Dios hace justicia al huérfano
y a la viuda, ama al extranjero y le da pan y vestido” (Dt
10,18; cf. Jr 22,16). Si hicieron esto a los pobres, “fue a
mí a quien lo hicieron... a mí lo dejaron de hacer...",
dice el Señor (Mt 25,40.45).
La lucha de quienes se han organizado para, junto
con los humildes, hacerse samaritanos para levantar a
los caídos, afrontando todo tipo de amenazas, peligros,
persecuciones y aun la tortura y la muerte, ponen en
práctica lo que nos enseña el Sínodo de Obispos de
1974: “La promoción de los derechos humanos es una
exigencia del Evangelio y debe ocupar lugar central en
el ministerio de la Iglesia”.
El entregar la vida en este contexto confiere un
sentido nuevo y pleno a la cruz y a la muerte. Ellas se
asumen por solidaridad, compasión y amor a los cruci­
ficados de nuestra historia. En profunda actitud de
vicarios, porque no se está perseguido ni amenazado
de muerte mientras no se sale a defender la vida de los
otros, esas personas unen su destino y dan refugio a los
oprimidos, a los perseguidos y a los amenazados de
muerte. En la América Latina de hoy son millares los
cristianos y un sinnúmero las personas que asumen las
cruces, es decir, toda suerte de riesgos y sacrificios por
solidarizarse e identificarse con sus hermanos perse­
guidos. Alguien que no tenía por qué, que no era
pobre, deja su condición y su bienestar para luchar
solidariamente por los oprimidos. Enfrenta sufrimien­
tos y horrores de todo tipo en las montañas y las selvas,
86
oe> <x> oo oe> oe> oo oe>

se sumerge en lo inhumano de los tugurios, se interna


en los leprosarios y en los cotolengos, se va a vivir en
medio de la prostitución... y en razón de esas opciones
solidarias pasa todo tipo de penurias, hambre, enfer­
medades que acortan su vida, y mueren antes de
tiempo.
Y esto no se hace por masoquismo, nadie “aguan­
taría” estar en ese tipo de opciones sin una verdadera
y profunda actitud de solidaridad. En el caso de los
cristianos, se hacen pobres con los pobres para identi­
ficarse con ellos y con El en ellos a fin de superar la
pobreza y buscar la justicia y la fraternidad. Es lo que
hizo el Siervo Sufriente: “tomó sobre sí nuestros dolo­
res” (Is 53,4) y “cargó con nuestras iniquidades” (Is
53,11). Dios mismo, por la Alianza, se hace patético, es
decir, asume el Pathos (sufrimiento, padecimiento) de
su pueblo a quien ama. Y esa empatia y simpatía de
Dios para con los crucificados y los ofendidos de
nuestro tiempo continúa. El Juez supremo se sigue
haciendo hambriento con los hambrientos, desnudo
con los desnudos, oprimido con los oprimidos y prisio­
nero con los prisioneros (cf. Mt 25,31-46).

C u a n d o la vida se convierte en parábola :


LOS DESAPARECIDOS

Es el momento de hacer una experiencia a partir de


todo lo que venimos diciendo. Para ello nos valemos
de una de las experiencias más dramáticas vividas por
nuestros pueblos. Se trata de la violación a los derechos

87
oe> oe> oe> <x> o» oe> oo

humanos que podemos tipificar como paradigmática


de todas las demás: la situación de los desapa­
recidos.
Lo común es denunciar la situación, analizar sus
causas, reflexionar sobre su terrible y desvastador
efecto en las conciencias de nuestra gente. La técnica
de la desaparición forzada se aplicó en America Latina
de manera masiva y sistemática. Lo propio de los foros
internacionales sobre esta realidad es presentar el
hecho combinando la denuncia con la reflexión teóri­
ca. Nosotros podríamos intentarlo mismo aquí. Podría­
mos decir sin alejarnos en lo más mínimo de la verdad
que hoy día es una osadía creer en la vigencia de los
derechos humanos en nuestros países porque el desa­
parecido sigue siendo un caso límite, paradigmático y
ejemplar. Porque es considerado como un no ser. En el
esquema del “enemigo permanente” que presenta la
ideología de la Seguridad Nacional, el desaparecido no
es considerado ni siquiera como delincuente (que en
toda sociedad democrática sigue siendo persona),
porque no tiene derecho a ser juzgado, a tener defensa,
ni siquiera a ser condenado; a tener públicamente la
condición de “preso”; a conocer su sentencia... La
condición de los desaparecidos es un caso extremo de
“alteridad”: la sociedad les quitó toda cualidad huma­
na. ¡Se les negó su condición humana! Se trató de
suprimir el último lazo que tenían con la sociedad: se
les niega hasta el derecho de estaren un lugar y fecha,
es decir, en el espacio y el tiempo...
Se creó así una categoría de personas tratadas como
parias, como enemigos totales y como puros peligros y
88
oc> oe> o{> <x> oe> oe> oe>

amenazas a la seguridad nacional: se encontraron de


un día para el otro privados de todos los derechos de
participación en la convivencia nacional. Muchos de
ellos no fueron tratados siquiera como delincuentes
porque no tuvieron derecho al derecho... Su caso tiene
valor simbólico y de ejemplo. Son como los esclavos de
hoy, los hombres y mujeres que no son hombres y
mujeres, en los que la sociedad no quiere reconocer el
carácter humano, y debemos incluir en la lista el caso
de numerosísimos niños.
Todo esto explica por qué la lucha por la defensa de
los derechos humanos en estas sociedades se ha vuelto
como el eje en tomo al cual gira cualquier posible salida
futura. Y la lucha por la defensa de los detenidos
desaparecidos se ha transformado en el símbolo de la
lucha por los derechos elementales: es la lucha para
que sea reconocida por lo menos la existencia del
hombre y de la mujer arrebatados, vencidos, sospecha­
dos, abandonados en la cuneta del camino de la histo­
ria...
Es en este contexto bien concreto y dramático
donde se sitúa la acción por la defensa de los derechos
humanos. Hablamos desde la propia experiencia de
todos estos años en nuestros países de América Latina.
No hacemos un discurso aséptico y anodino. Habla­
mos desde las imborrables heridas de todo orden
provocadas por esa experiencia en la que nos debati­
mos muchas veces en plena soledad.
Pero todo este discurso tiene el peligro de perma­
necer sólo en la inteligencia del lector y no bajar a su
corazón, a sus entrañas. Por eso es necesario cambiar

89
<X> <X> oo <X> o» o» o»

de registro. No sirven aquí las disquisiciones teóricas


por más verdaderas que sean. Es necesario ir al plano
en el que se afecta nuestra sensibilidad para movilizar
nuestra voluntad y energías en la lucha por la defensa
y promoción de los derechos humanos.
Para lograr este propósito en el marco tan limitado
del lenguaje escrito, no tenemos más remedio, como
Jesús, que recurrir al género de la parábola. Porque en
este caso la vida misma de los desaparecidos es una
inmensa parábola de la que cada uno puede sacar sus
propias conclusiones.
Yo había hablado muchas veces de la tragedia de
los desaparecidos en foros internacionales. Hace po­
cos años, en el VI Congreso Latinoamericano de Fami­
liares de Detenidos Desaparecidos, me pidieron una
vez más que hablara del tema. Aquí va lo que expresé
en dicha ocasión:
“Me han pedido que exponga en esta
ocasión el tema ‘D esaparición Forzada y Seguri­
dad Nacional’. Pero no me sale nada. No me
salen las palabras. Mejor, se me agolpan todas
empujando a la vez en la garganta. Y pienso que
en este tema está todo dicho, que no vale la
rutina del requisito de una conferencia más. Y
me niego. No quiero hablar más de esto. Lo hice
ya tantas veces... Pero me piden que lo haga
otra vez. Y me voy a vengar. Quiero que mi voz
y mi espacio los ocupe el que los tiene pro­
hibidos. Quiero que le aguanten la voz, que
le aguanten la presencia los que pensaron que
90
oe> oe> oe> oe> oe> oe> oo

no volvería, que no podía volver más.


Aquí está, viene, desde la noche de la
ignominia, aquí, oigan... Aquí está mi hermano
desaparecido, aquí aparece con su voz recupe­
rada en un primer supremo acto de justicia
-antes que todos los otros actos que vendrán, sí,
vendrán- y después vendrán sus ojos, y vendrán
sus manos, y vendrán todos los besos que no
pudo dar -suprema venganza bañada en el dul­
zor amante de quien ya está más allá de la bajeza
del rencor y la revancha-.
-En un lugar, estoy, sí estoy... entre Ar­
gentina y Guatemala cierro los ojos y ya la
ficción no se me confunde más con la realidad.
Tengo siete años, perdí todas mis cosas cuando
me sacaron aquella noche con papá y mamá y la
beba, que iba en brazos de mamá. Ya no extraño
aquellos juguetes, ahora tengo otras cosas.
-Cierro los ojos y estoy en un lugar. Estoy.
Sí. Me toco y estoy. Porque ando por lugares. Las
cosas y las personas me acompañan... a veces. A
veces se van. Se van de mi memoria. De noche
son de verdad, de día desaparecen. ¿Es la noche
más verdad que el día? ¿Es el día este la noche de
la realidad?, ¿o es la noche cuando capto mi
realidad?
-Cuando me separé de mamá no traía esta
ropa. No me queda nada de esa noche... Soné la
nariz sucia en su pañuelo, pero ella se lo quedó.
Se quedó con algo mío pero yo no me quedé con
algo de ella. No me dejaron nada. Pero mi
91
ot> oe> oe> oc> oí> oc> oe>
memoria se guardó muchas cosas... Ella sabe de
mí más que todos, más que yo incluso. Ella no
pierde nada; le quise sacar cosas, le quisieron
sacar cosas pero no pudieron porque se le
pegaron más fuerte. Me vino como fiebre y se le
pegaron para adentro. A veces alcanzo esas
cosas de mi memoria y a veces no. De día me
cuesta más, de noche o en el silencio es más
fácil. Esas cosas son hijas de la noche, por eso se
esconden de día.
-A papá lo tirotearon cuando estaban
revisando el cuarto de baño, entraron unos
hombres como locos, a los gritos, nerviosos, él
se movió y me paralizó el sabor amargo que se
me subió de las tripas a la garganta cuando el
estampido de la metralla. Fue un segundo de
una hora... El portafolios que papá tenía en la
mano desapareció con el camión a cuerda que
yo tenía en la mano también. Además se lleva­
ron la pecera con agua y todo.
-Si dicen que la foto de papá apareció
porque le apuntó a uno y lo mataron en el
enfrentamiento, no les crean porque él tenía un
portafolios en la mano. Mamá se abrazó a la
beba pero no gritó. Yo lloraba a gritos. A la beba
cuando subimos en una camioneta azul se la
sacaron de los brazos, pero yo estaba agarrado
de su mano y me dejaron. A papá lo sacaron
envuelto en la frazada a cuadros entre cuatro. A
mamá le pusieron una venda en la cabeza pero
no estaba lastimada. Esa venda siempre se la

92
<x> oe> o» oe> oo o» oe>

dejaron después. Pero yo podía verla y podía ver


todo. Pero no era como cuando veía de día, con
los ojos míos de siempre, porque ahora veía
oscuro, como de noche siempre... Temí que
estuviera convirtiéndome en gato porque un
amigo me dijo que los gatos ven de noche. Yo
veía en la noche.
-Ahora lo cuento de día y la gente dice
que es mentira, que no diga esas cosas, dice que
estoy enfermo, que tengo fiebre. Pero yo veía en
la noche y ahora hablo de día porque no me
gusta la noche esa.
-Llegamos a un lugar en que había
mucha gente apiñada. Todos apretados en un
cuarto, el aire pegajoso... una sensación de asfi­
xia... Las paredes estaban despintadas. En el
piso había pis, yo vi caca en un rincón. El olor...
el olor también está en un lugar de mi memoria.
No era como de transpiración, ni de caca, ni de
pis, ni de comida, era como de todo eso licua­
do... A mamá le hicieron cosas para que yo viera.
Ella no hablaba y le gritaban preguntas y pala­
brotas. No sé si tenía los ojos abiertos porque
estaba tapada, pero ella me miraba con los ojos
que tiene en el corazón, porque esos ojos no se
los taparon, no se pueden tapar... Con los de mi
corazón cruzábamos miradas que nadie podía
ver. Y eso me consolaba porque yo no lloraba,
del susto que tenía sólo me salían lágrimas de los
otros ojos, los de la cara, pero me daba cuenta
que lloraba porque el agua de los ojos me

93
mojaba los labios. Había gente tirada allí, pero
estaban tapados, sólo oían los ruidos y las pala­
brotas.
-Después me sacaron de allí. En un auto
fuimos a una casa como de hospital, y me
dijeron que unos señores me iban a llevar de
vacaciones. Todavía duran esas vacaciones. Yo
tengo más cantidad de años ahora. Son siglos.
Ya no tengo siete años, tengo setenta veces
siete.
-Me dijeron que a mamá no la vieron más.
Una vez mis nuevos padres me dijeron que ella
se había enfermado y que ellos me cuidarían
hasta que se pusiera buena. Que no tenía que
temer nada porque ellos, no ves, me dan todo y
no me falta nada. Hasta cariño. Otro año me
dijeron que no sabían nada de mamá, pero que
se habría muerto porque si no les hubieran avi­
sado para ir a verla. Pero que no me tenía que
preocupar porque ellos harían todo lo posible
para averiguar.
-“Ahora tenés nuevos amigos, y en la es­
cuela la maestra nos dijo que te portás muy bien,
que hacés todos los deberes siempre. Pero que
tendrías que jugar más con todos, ser más
comunicativo”...
-El año pasado quise llorar. Las lágrimas
del lloro sin llanto que aprendí cuando tenía
siete años mojaron otra vez mis labios. Tenía
diecisiete años recién cumplidos en invierno,
porque cuando era chico yo me acuerdo que en
94
o£> <X> o£> o{> o(> oe> OC>
mis cumpleaños hada calor, debían de ser en
verano... ¿Por qué desde hace años son en in­
vierno? Ese día, con furia contenida y mal com­
prendida, fui quemando mis cosas, mis papeles,
un diario que había escrito, unas fotos que tenía
y los dibujos de la escuela. Porque no quiero
otro rastro de mí. La memoria, esa del principio,
que me acompaña siempre, que sabe todo, es mi
única mochila en esta vida. La radio está encen­
dida, la canción de Milton Nascimento otra vez,
machaconamente:
Descobri que minha arma é
o que a memoria guarda...
-Miro por la ventana abierta, primavera
en los plátanos de la calle, me extraña no oír el
ulular de algunas sirenas de vehículos polida-
les. ¿Cuánto vale la vida en esto que llaman
guerra interna, guerra permanente... Vale lo que
nuestro peso que se devalúa sin remedio, por­
que para asegurar la Seguridad Nadonal opta­
ron por lo seguro: el premio Nobel de economía
Milton Friedman. El resultado son más numeri-
tos agregados en la lista de haberes del Citybank
y más nombres tachados con rojo en las listas del
registro civil.
-Ayer leía en un librito de Galeano: “El
que así se llamaba, ¿dónde amanece? Te amor­
dazan, te atan las manos, te suben al Falcon.-
escuchás los sonidos de la ciudad que se aleja y
95
<X> oc> o{> oc> o£> o{> of>
decís adiós o lo pensás porque tenés una venda
en la boca:
-No, no. Esperen. Así no. De frente no,
que no merece. Por la espalda.
Un hombre advierte que lo siguen. Corre
por las calles, se mete en una cabina de teléfo­
nos. Todos los números dan ocupados o no con­
testan. A través del vidrio él ve a los asesinos que
lo están esperando...”.
-Viene el informativo: escucho sin ganas
porque te dicen sólo lo que se puede decir. Pero
aun lo que se puede siempre duele a uno.
Hablan de unos legisladores uruguayos que
aparecieron muertos en Buenos Aires. Declara
el ministro de Defensa argentino: “Se trata de
una operación uruguaya. Todavía no sé si oficial
o no”.
Ginebra: “El embajador uruguayo decla­
ró ante la Comisión de Derechos Humanos
que, en cuanto a las vinculaciones entre la
Argentina y el Uruguay, por cierto que exi­
sten. Nos sentimos orgullosos de ellas.
Estamos hermanados por la historia y la cultu­
ra”.
San Pablo: El jefe de seguridad pública de
San Pablo declaró: “Esta es una guerra cruda,
una guerra desnuda, y es una guerra en que
nosotros tenemos que usar las mismas técnicas
de nuestros enemigos, si no queremos ser derro­
tados. Vamos a almorzarlos antes de que ellos
nos cenen”(8).
96
<X> oe> o£> c£> <X> c£> oc>
Montevideo: El coronel Silva Ledesma
dijo: “tenemos 1500 problemas porque no tene­
mos 1500 muertos...”
-El cronista mezcla los últimos datos
deportivos con curiosidades científicas recien­
temente descubiertas. Se comprueba un distan-
ciamiento tecnológico progresivo entre los paí­
ses industrializados y América Latina... Apago la
radio. Aquí la universidad no tiene recursos, yo
me tengo que sentar en el pretil de la ventala del
aula, pero los laboratorios militares compiten en
imaginación creadora para el uso de los nume­
rosos recursos asignados en tecnologías “de
punta”, del terror, que le dicen. Mejorar las
técnicas para hacer desaparecer, para matar sin
rastros, para torturar, sembrar el miedo y asesi­
nar las ideas. Los manuales tecnológicos "made
in USA" enseñan que lo primero es la eficacia.
Hay que preparar al torturador para que sea
eficaz. Prueba de capacitación: Distinga, Señor
Oficial, cuál es el individuo más eficaz: ¿el sádi­
co, el drogadicto, el alcohólico, el que pasa por
honesto ciudadano? Tache el que no sirve.
La tortura debe ser eficaz. ¿Para qué sirve?
Vea el capítulo “tortura”en el manual: sirve para
arrancar información vital, para quebrar las
conciencias, para desmovilizar al pueblo por el
terror... Si no obtiene eso: mejorar los mé­
todos, está mal aplicada. Revise la máquina,
altere el orden, reitere la secuencia: capucha,
plantón -interrogatorio liviano-, submarino,
97
oe> oe> oe> <x> oo oe> oo
caballete, interrogatorio pesado con picana,
cepo, "pau de arara" (así le dicen en Brasil y
ahora también en todos los países, porque se
exporta lenguaje en esta materia). De vez en
cuando el “teléfono". Golpes a discreción. El
torturador no debe perder la disciplina. La
máquina exige mucha disciplina. Hay algunos
tan naturalmente dotados para la tarea que al
final la hacen con facilidad y placer. Verdaderos
profesionales, altamente calificados. Se gra­
dúan recién cuando llegan a cumplir sus accio­
nes aberrantes sin mala conciencia. A ello con­
tribuye el hecho de que efectúa sus labores co­
tidianas en forma habitual y remunerada por un
servicio público prestado. Su financiamiento
procede de las arcas fiscales y lo pagamos todos
con los impuestos y otros gravámenes. Además
está plenamente justificado ideológica y políti­
camente por la “doctrina de la Seguridad Nacio­
nal”.
-Este pensamiento me enferma. Me des­
compone, ¿cómo mantenerme sano en este sis­
tema enfermo? Busco dentro de mí, parece que
alguien dictó la orden de estar triste. Dentro
encuentro que estoy condenado a ser un delin­
cuente en el sistema porque la alegría, la vida, la
libertad son delitos de alta traición a la Seguri­
dad Nacional.
-Yo estoy solo, pero me pregunto: ¿esa
parte prohibida de mí, de la alegría en mí, tendrá
que estar condenada a convivir con la otra parte?
98
o{> oc> o t> oc> ot> <X> oi>

¿Qué hacer entonces? La doctrina de la Seguri­


dad Nacional es el último eslabón que inventa­
ron para seguir con el saqueo de esta hermosa
mujer que se llama Latinoamérica. Esa mujer
desnuda y saqueada es nuestra América queri­
da.
-Pienso en el asombro que América pro­
vocó en los ojos del conquistador de tumo.
Carlos V, Teddy Roosevelt, United Fruit, el
Chase Manhattan Bank... todos quedaron pren­
dados de ella.
-No lo esperaba. América era hermosa,
con sus largos cabellos trenzados de un solo
lado, sus grandes ojos de extraña lejanía, el
busto en flor.
-“Ellos me ataron, con las piernas abier­
tas...”
-Hablaba entrecortadamente, casi en voz
baja, dulce, dedicada a indicarme con precisión
en qué lugar de su piel habían pegado los
electrodos; cómo mientras estaba en el suelo,
desnuda, un oficial enloquecido, en medio de
gritos e insultos, le dio picana en la boca, se le
aflojaron los dientes, le aplastó las costillas y los
senos con los tacos de sus botas... y la botella...
empalada y bañada en su sangre...
-“Sientes que todo se balancea, gira... y se
va, se te va todo: los brazos, las piernas, la
sangre, el corazón... Me había desmayado..."
-Ahora el asombro era el mío. Quitó fir­
meza a su hablar. La mirada finalmente más
99
oe> of> oí> <X> o€> oe> o£>

próxima, dijo con casi un grito sordo:


-“No... tú no puedes saber nada... ¡nadie
puede saber!
-Me quedé en silencio. Le ofrecí un ciga­
rrillo. América no fumaba. ¿Un chocolate?...
Amagó a aceptarlo con prisa infantil, pero se
reprimió.
-“Mataron a mi hermano esta mañana.
Tengo las tripas anudadas. Me hace mal".
-América conservaba un pudor extremo
en su relato. Sufría visiblemente cuando me dijo,
esta vez desviando la mirada:
-“No me violaron, pero me pusieron una
botella de Coca Cola. Perdí sangre, estuve des­
mayada mucho tiempo...”.
-Toda la historia del saqueo y las matan­
zas en los ojos de América. ¿Qué somos noso­
tros? ¿Cómplices o testigos impotentes? América
parecía reflexionar en esta pregunta que ella no
formulaba pero que me dirigía, acariciando
suavemente el gran hematoma azulado en su
antebrazo. Después sonrió, aliviada, arreglando
el escote de su blusa blanca.
-Esto debería ser en Argelia, pensé yo.
¿Por qué se llama América? Las realidades se
mezclan en mi cabeza. En Francia estuvieron los
alemanes, entonces no pueden ser los france­
ses... ¿Seguridad Nacional en la Escuela Superior
de Guerra de Santiago? El relato, sin embargo,
tiene el perfume de la vieja tierra argelina sa­
queada por los uniformes de la “civilización”.
100
o£> o{> ot> oe> ot> <X> oC>
Pero el perfume es el de la olorosa naturaleza
guatemalteca... Rockefeller, Documento de
Santa Fe, cadáveres flotando en los ríos del Sur...
Debo tener fiebre. América tiene razón, noso­
tros no podemos saber. Si no hemos hecho
justicia, si no hemos encontrado el rastro de los
90.000... América nos acusa. ¿Por qué bajamos
los brazos?
-Mi novia, anoche, me confesaba:
-“Perdí mi inocencia cuando tenía 13
años. Un sábado, a las siete de la tarde, esperan­
do ver mi telenovela favorita. Encendí el televi­
sor y en su lugar el noticiero me expuso un
despliegue de esqueletos vivientes, tambaleán­
dose grotescamente entre los buses de San
Pablo, revolviendo la basura... Un flash sobre el
éxito de la presentación moda-verano de Pierre
Cardin y enseguida el encorbatado ministro de
Economía detrás de sus cinco micrófonos expli­
cando la relación entre el tipo de cambio y la
política de precios. ¿Por qué ninguna explica­
ción sobre el sentido de nuestras vidas y de
nuestras muertes? Me quedó la pregunta desti­
lando un sabor amargo en la garganta... Y el
miedo, miedo a la vida, a todo... El miedo es la
peor noticia...
-Me quedo paralizado. El miedo. Se te
pega, se contagia.
-¿Será el arma secreta del enemigo? De
golpe estoy otra vez en mi territorio, extraño,
bajo cielos que no eran los de mis raíces, donde
101
oc> <x> oc> o{> oe> oo <x>
se siente, se habla, se actúa de otro modo. Hasta
la memoria queda como desconectada, despo­
blada. No me reconozco. ¿Quién me traerá a la
vida otra vez?
-Estoy soñando. ¿No estoy soñando? Es
un sueño horrible. Pero es real. Mañana, cuan­
do tú me despiertes te lo voy a contar. Quiero
que pronto me despiertes. ¿Todavía no es maña­
na? Quiero que ya sea mañana para que vengas
a despertarme. ¿Qué estás haciendo para que ya
sea mañana? No puedo esperar más, no puedo...
-¿Cuántos hombres, cuántas mujeres,
cuántos niños... va a ser arrancados violenta­
mente esta noche de sus camas, de sus hogares?
¿Cuántos desaparecidos? ¿Cuántos perforados,
quemados y arrojados en oscuras banquinas de
las carreteras o en los basurales de terrenos
baldíos olvidados? ¿Seguirán los hijos de las
tinieblas saliendo puntualmente de las penum­
bras para volver a ellas con su cuota de sangre,
muerte y desesperanza?
-Y ahora, fusilar no sirve más, porque
levanta escándalos en otras partes del mundo.
Es más rentable la desaparición. El beneficio de
la duda evita reacciones incómodas, inespera­
das. Hace menos ofensivo el paso del tiempo. Se
entretiene a los familiares con inútiles peregri­
naciones entre cuarteles, seccionales de policía,
ministerios, prisiones y juzgados... La desapari­
ción forzada tiene grandes ventajas: neutraliza
los reclamos, evita los mártires (al menos por un
102
o» o» o» o» <x> oe> ot>

buen tiempo), niega los crímenes. No se pueden


hacer denuncias, no se necesitan expedientes,
no se necesita dar explicaciones...
-La incertidumbre... Ah, sí, cuando la
incertidumbre se incrusta en los corazones esta­
mos ante el éxito de esta técnica. Decía el oficial
instructor con tono magisterial. “Ahora sólo nos
falta terminar de tejer punto a punto, junto a
políticos y entendidos, un gran manto de olvido.
Después podremos reclinamos en paz y... ¡a
otra cosa!", decía frotándose las manos.
-Quiero quedar desnudo, no preciso más
que la memoria. Camino a la Verdad, sólo ella,
cuando se encuentre con su hermana Justicia
me hará nacer de nuevo, nos resucitará a todos.
Noventa mil otra vez caminando, abrazando... Y
entonces veré los ojos de mamá otra vez, no los
del corazón, que siempre los veo, los de la cara,
esos que me asombraban de niño, esos que ella
tenía, tan grandes y con sus pestañas largas,
como destellos de dulzura atravesando algo
doloroso que le venía de adentro.
-Ella vendrá, con el camisón celeste con
que la sacaron de casa. Vendrá con el cabello
arreglado, a buscamos, a explicamos que todo
esto no es de Dios, que no hay derecho a pensar
que esto es de Dios. Vendrá a vivimos, a decir­
nos que esto es soez mentira de la brigada de
Seguridad Nacional. A decimos que ya no po­
dremos morimos porque todo un pueblo ahora
mira con los ojos del corazón, y no va a dejar que
103
morirnos sea más fuerte que vivirnos. Y nos
traerá a todos, y haremos un pacto, un pacto de
nunca olvidar, de nunca postergar la verdad y la
justicia. En ellas, y sólo en ellas, se purifica el
beso del amor.
Entonces sí, como César Vallejo, volvere­
mos a decir que:
¡Serán dados los besos que no pudisteis
dar!
¡Sólo la muerte morirá!

(1 ) J. JEREMIAS, Las Parábolas de Jesús, Estella:Verbo


Divino, 1984, y E d ., pp.15 y 277.
(2 ) SEGUNDO, Juan Luis, Teología abierta para el laico
adulto, Nuestra idea de Dios, Edic. Carlos Lohlé, Buenos
Aires, 1970, t.3 pp.152-153.
O ) op.cit., p. 204 .
(4 ) ASSMANN, Hugo, Teología desde ¡a praxis de la
liberación, Edic. Sígueme, Salamanca 1973, p.154.
(5 ) GUTIERREZ, Gustavo, Teología de la liberación,
CEP, Lima, 1971, p.252.
(6 ) COMBLIN, J. "Le thème de la libération dans la pensée
chrétienne latinoaméricaine” : La Revue Nouvelle, 28 (1972)
560-574.
CT) GUTIERREZ, G., ibid,. p.252.
(8 ) Estos testimonios han sido citados por Eduardo
GALEANO, en Días y noches de amor y de guerra, Ed.
Arca, Montevideo, 1985, pp.82 y 157. Otras expresiones de
este autor amigo nos ayudaron en la redacción de esta
parábola.

104
Tercera Parte

Derechos Humanos:
una cuestión de solidaridad

Sean siempre capaces de sentir


en lo más hondo
cualquier injusticia
cometida contra cualquiera,
en cualquier parte del mundo.

El "Che” Guevara a sus hijos.

105
oo oe> oe> oe> oe> <x> oo

S olidaridad : el nuevo nombre de la caridad

No es raro que las palabras a menudo padezcan el


mismo fenómeno que el dinero: se devalúan. Pierden
su valor original de uso y por ello deben ser reempla­
zadas por otras que rescaten el valor que se ha perdido.
El paso del tiempo, el desgaste de los significados,
obligan a modificar muchas veces los términos que han
perdido su sentido más original y genuino. Es lo que ha
pasado con la palabra “caridad” luego de haber sobre­
vivido mil peripecias a lo largo de diferentes épocas.
“Sí, porque las palabras no son eternas, ni están quietas,
ni permanecen siempre idénticas a sí mismas. Las
palabras están vivas. Las palabras nacen un día, crecen
durante un tiempo, se reproducen, se enlazan, evolu­
cionan, enferman, se restablecen y a veces también
mueren. Con el paso del tiempo -un tiempo que mueve
y conmueve simultáneamente las palabras, los hom­
bres y la historia toda- las palabras, como un prisma que
ha girado o que es mirado desde un nuevo ángulo, deja
de darnos aquel brillo deslumbrador y pasa a darnos

107
oC> oC> oC> o i> oo oo oe>
una simple luz mortecina. Con el paso del tiempo, con
el giro de la historia, las palabras se cargan de significa­
ción, se hacen densas, fuertes, omnielocuentes o, por
el contrario, se apagan, se callan o incluso enmudecen
definitivamente”(l).
Cada época y cada cultura tiene sus signos, sus
palabras claves. El cristianismo batalló durante siglos
con la riqueza que encerraba el término “caridad”. Hoy
día, en nuestra época, estamos asistiendo a un cambio
importante en este sentido. Existe un gesto, una acti­
tud, que se impone como el nuevo contenido para
reemplazar a la desgastada palabra caridad. Es la “soli­
daridad”. Ella se ha convertido para nosotros en nueva
clave, cargada de un contenido que rescata lo que
otrora la caridad quería significar. La solidaridad hoy
nos evoca un mundo entero de nuevas resonancias,
actitudes y esperanzas.
Antiguamente la caridad era el centro de todo para
el cristiano: expresaba la médula del mensaje de Jesús,
era la referencia para la salvación, la motivación para la
conducta ética, el meollo de la práctica cristiana... En
los mil avatares que padeció la palabra caridad, ha
significado casi todo, lo principal y lo rechazable.
Significó lo máximo del amor radical y también signifi­
có el vergonzante amor paternalista, aquella limosna
que se entrega con mala conciencia para acallar las
exigencias inapelables de la justicia. Parecería que
ahora, en nuestra época, la caridad cede su lugar, su
importancia, ante el advenimiento de la solidaridad.
Hoy ser una “persona caritativa” no suena bien a
nuestros oídos, en el mejor de los casos significa ser una
108
o» oí> oe> o» o» o» o{>

persona “buena” pero ingenua respecto de las impli­


cancias sociales del amor. Hacer un acto de caridad
puede significar hoy algo absolutamente contrario a lo
que verdaderamente debe significar la caridad. “Lógi­
camente, la caridad-caridad, no la palabra, sigue estan­
do ahí, y sigue siendo lo que era, lo que es, lo que será,
imperturbablemente. Pero nosotros tenemos que ha­
bérnoslas con las palabras, no con las realidades mis­
mas. Y para evocar hoy la realidad misma de la caridad
verdadera, la palabra ‘caridad’ puede no ser ya la más
eficaz. Pero las palabras, como buenas hermanas,
también se echan una mano unas a otras... Y cuando
(una) se apaga... otra palabra se carga de significación
y nos viene a decir, con todo su contenido y con nuevo
sabor, todo -y aún más- de lo que ya no sabíamos cómo
decir. La palabra ‘solidaridad’se ha cargado de vida, se
ha encendido de luz, y ha venido a echar una mano a
la desfondada palabra ‘caridad’ ” (2).
Ser solidario, practicar la solidaridad, significa para
nosotros todo lo que antiguamente se expresaba por
“hacer caridad", y mucho más. Porque significa tam­
bién hacerse cargo de los nuevos y exigentes de­
safíos sociopolíticos que la radicalidad del amor evan­
gélico hoy nos redama. Nuestra mentalidad, que es
consdente de las mediaciones sodales, económicas y
políticas, de la realidad expresada en la “macro-cari-
dad”, en “las masas-nuestro prójimo”, se expresa y se
abarca mejor con la actitud de “solidaridad” y no tanto
con lo que entendíamos al decir que debíamos “hacer
caridad”.
Algunos podrán alegar que la palabra misma “soli-
109
oe> oo> oc> <x> oc> oe> oe>

daridad” no siempre es correctamente entendida. ¿Por


qué no hacer un esfuerzo y hablar de caridad, como
siempre se hizo? O quizás de amor simplemente... ¿Por
qué recurrir a una palabra que es relativamente moder­
na en su uso, que es asociada por muchos cristianos a
una tradición anticlerical, del siglo XIX ? Es verdad que
por eso muchos cristianos tienen dificultad en aceptar­
la. Ellos permanecen marcados por una pesada heren­
cia de división entre el campo del laicismo y el del
cristianismo, el clerical y el anticlerical, y se resisten a
usar una palabra que viene del otro campo.
Sin embargo es una palabra y un concepto que
poco a poco ha sido adoptado por la enseñanza de la
Iglesia y recientemente ha sido empleado de manera
abundante por el magisterio del papa Juan Pablo II en
muchos de sus discursos, encíclicas y catequesis. El
Concilio Vaticano II estableció claramente el principio
doctrinal de la solidaridad, como una necesidad histó­
rica surgida con la era industrial, y se fundamenta en
nuestra fraternidad universal en Cristo (Gaudium et
spes, 32). A los laicos les inculca su obligación en este
aspecto: “Es misión del apostolado seglar promover
solícitamente este sentido de solidaridad y convertirlo
en sincero y auténtico afecto de fraternidad" (Apostoli-
cam actuositatem, 14). Desde el comienzo de su
pontificado, Pío XII insistió en el principio de solidari­
dad. Y lo hizo oponiéndolo al totalitarismo de Estado.
Luego fue seguido por Juan XXIII en la encíclica Mater
et Magistra y por Pablo VI en la Populorum progressío.
En la Octogésima adveniens dirá que: “Sin una educa­
ción renovada de la solidaridad, la afirmación de la
110
oe> o» o» oe> oe> oe> o»

igualdad puede dar lugar a un individualismo, por


virtud del cual cada uno reivindique sus derechos sin
querer hacerse responsable del bien común” (n. 23). Y
todo esto encuentra enorme eco en el reciente magis­
terio de Juan Pablo II desde su primera encíclica, la
Redemptor bominís, hasta la Laborem excercens, en la
que dedica a la solidaridad extensas reflexiones. En el
capítulo 20 y referido al trabajo, Juan Pablo II señala el
principio clave de la solidaridad diciendo que: “El tra­
bajo tiene como característica propia que, antes que
nada, une a los hombres y en esto consiste su fuerza
social: la fuerza de construir una comunidad”.
La solidaridad nos habla, como también la caridad,
de la ayuda a los que están en necesidad, de la hospi­
talidad para los “sin techo”, de los vecinos que se
preocupan por los niños que están en la calle, del amor
particular que expresa la madre por su hijo lisiado
frente a los demás hijos... Son situaciones en las que
intuimos las “entrañas de misericordia”, o la herman­
dad entre todos los seres humanos, que se esfuerzan
por mejorar un mundo de desigualdad y de dolor. Pero
la palabra solidaridad expresa también algo más que la
caridad. Ella nos habla de superar la limosna paterna­
lista, la dimensión individual de nuestros actos. Con la
palabra solidaridad se quiere restituir la dimensión
comunitaria y de justicia que hay en el amor fraterno.
“Por eso, si los cristianos volvemos más y más al
centro de nuestra vida cristiana en el hoy más vivo y
palpitante, si queremos volver a decir nuestra palabra
más antigua y más genuina, la más tradicional y más
innovadora, la de siempre y la de hoy, no podremos
111
o{> oC> <x> o£> <X> OC> ©o

menos que hablar de... solidaridad. Porque ésta es ya


“la hora de la solidaridad. Y porque ‘solidaridad’ es el
nuevo nombre de la caridad” (3).
En la cana pastoral del cardenal Silva Enríquez
sobre la “Solidaridad” (1975), se la definía como esa
actitud que hace que uno no pueda ser feliz si no lo son
los demás. La explicaba como una •conciencia de
dependencia y vinculación mutuas. Sentimos y vivir­
nos como iguales en dignidad, en derechos, trabajando
por igualar las oportunidades de vida para todos los
miembros de esta gran familia humana. La solidaridad
hace sentir la situación del prójimo como propia (en­
seña a llorar con los que lloran y reír con los que ríen,
como decía San Pablo). Es un concepto y un sentimien­
to de igualdad fraterna.
La solidaridad nos evoca una fuerte dimensión
liberadora: mira al prójimo como sujeto y agente de su
destino, junto al que buscamos y luchamos por cami­
nos y estructuras que le posibiliten ese destino de
dignidad y no lo marginen o lo opriman como indivi­
duo o como clase social. Por eso podemos hablar de
solidaridad tanto con un niño minusválido o un menor
abandonado, como con una dase social, o con un país
empobreddo... Porque la solidaridad tiene la amplitud
de lo humano. Es soldadura de vida y destino, como las
que tienen las células de un tejido vital, o los órganos
de un cuerpo, de modo que “cuando una parte sufre,
todas las demás sufren también; y si una parte recibe
atendón espedal, todas las demás comparten su ale­
gría”.
Solidaridad significa mucho más que evocar una
112
oe> oo o» oo oe> <x> oo

respuesta inmediata en situaciones de emergencia,


como un terremoto o una inundación. Se trata de
expresar una unión sólida, como la de un piñón fijo en
una rueda, que no puede funcionar por separado. De
ahí proviene la figura jurídica de ser “solidario”: una
obligación contraída in solidum, ya sea activamente
como acreedor solidario o pasivamente como deudor
solidario. En ambos casos la solidaridad implica que no
hay separación, no hay escapatoria... Pero nosotros
aquí vamos más allá del significado jurídico. Sugerimos
una solidaridad voluntaria, sin obligaciones. Ella está
en el origen de una opción libre. Por eso podemos
hablar de una “opción por los pobres”, por los que no
tienen voz, etc. Ello indica que no tengo una previa
relación con ellos. Quien opta por los pobres es porque
no es pobre... En una comunidad de base brasileña
unos miembros de ella decían: “Nosotros no necesita­
mos optar por los pobres porque somos pobres”.
El filósofo polaco Józef Tischner analizó con finura
y profundidad la realidad de la solidaridad y dice que
“si tuviésemos que definir con mayor precisión el
significado de la palabra ‘solidaridad’, tal vez tendría­
mos que recurrir al Evangelio y buscar en él su origen.
Cristo define el sentido de este término: 'Compartid la
carga de los demás, así observaréis la ley de Dios’. ¿Qué
significa ser solidarios? Significa compartir la carga de
los demás. Ningún hombre es una isla. Estamos unidos,
incluso cuando no somos conscientes de esta unidad.
Nos une el paisaje, nos unen la carne y la sangre, nos
unen el trabajo y la lengua que hablamos. Sin embargo,
no siempre nos damos cuenta de estos vínculos. Cuan-
113
<x> cx> oc> oe> <x> oc> oe>
do nace la solidaridad se despierta la conciencia, y
aparecen entonces el lenguaje y la palabra... Y enton­
ces el hombre carga sus espaldas con el peso del otro.
La solidaridad habla, llama, grita, afronta el sacrifi-
cio”(4).
Otro aspecto que enriquece nuestro planteo y que
aquí sólo podemos enunciar, es la relación de la solida­
ridad, en el espado y en el tiempo, con la realidad
abarcada en el concepto cristiano tradicional de comu­
nión de los sanios. Desde hace 1300 años los cristianos
afirman, cada vez que reatan el Símbolo de los Após­
toles, el credo, que aeen en “la comunión de los san­
tos”. Eso significa que los creyentes del siglo V ya tenían
conciencia de una experiencia esencial para su fe: la
solidaridad que une a todos los “justos”. Por eso enten­
demos que no es cuestión de rebelarse contra el térmi­
no “solidaridad" como si fuese ajeno a la experiencia
cristiana. La misma noción de solidaridad está presente
desde el comienzo del cristianismo. Una prueba de ello
podría ser que el famoso Diccionario de teología cató­
lica (1908) usa esa noción a lo largo y ancho de sus
columnas para poder describir la evolución histórica
de la expresión “comunión de los santos”. Esa solida­
ridad es la de los miembros del cuerpo de Cristo entre
ellos, en primera instancia, pero no se agota en ellos,
sino que engloba también a los muertos, a los que se
denomina “los santos”. En ese sentido se extiende más
allá del tiempo y abarca el espacio. Y también se
extiende, en la evolución de la experiencia, a los que
no forman parte de la comunidad de fe. Al res­
pecto santo Tomás, en el siglo XIII, podía afirmar
114
que la política es “la organización de la caridad”.

Solida rida d : clave del mensaje bíblico

Además la solidaridad nos entronca con la tradición


bíblica más genuina. El ser humano fue creado, como
atestigua el Génesis, no para ser solitario, sino solida­
rio: “No es bueno que el hombre esté solo”; “¿dónde
está tu hermano?”; “la sangre de tu hermano clama a mí”
(Gén. 2 y 4). El ser humano ha sido creado para con­
vivir, es decir, para vivir en comunidad y no en una isla.
Más aún, el cuerpo de Cristo nos hace a unos miembros
de los otros (ICor 12; Rom 12; Efes 1 y 4; Col 3). Dios
mismo se presenta como el "go-el", el defensor, el
protector solidario con su criatura, especialmente con
“el pobre, el huérfano y la viuda”(Deut 10,18; Ps 146,9).
“Llevó nuestras enfermedades, sufrió nuestros dolo­
res... molido por nuestros pecados” (Is 53). Solidaridad
dice lo que siempre significó el amor: la solidaridad es
el amor de Dios que se solidarizó enteramente con
nosotros en Jesús. “El es la solidaridad de Dios, que se
solidarizó primero. Por eso Dios nos quiere solidarios.
Dios es solidaridad y la solidaridad es Dios.”
La encarnación de Dios en Cristo es el supremo acto
de solidaridad divina.“El Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros” (Jn 1,14). “Dios muestra su amor para
con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo
murió por nosotros”(Rm 5,8). Es el clímax de la solida­
ridad. Aquí lo solidario se hace vicario. Dios ocupa

115
o(> of> oC> <X> oí> cX> oC>

nuestro lugar y asume nuestra condición, nuestro sufrir


y nuestra muerte para liberarnos y darnos vida. No
siendo uno de nosotros, no siendo pobre como noso­
tros, se hace uno de nosotros.
Comprobamos así que la verdadera solidaridad
tiene siempre una dimensión de vicaría. No se nos
escapa la síntesis interesante que se da en un instru­
mento de solidaridad cristiana de enorme gravitación
durante la dictadura de Pinochet en Chile: La Vicaría de
la Solidaridad...
Por otra parte, ya vimos cómo Jesús nos muestra
con la parábola del buen Samaritano que la clave es la
solidaridad, el sentir con el otro, “desde el otro” que
está caído y necesitado. Solidaridad es com-pasión,
sentir-con el otro. Hacerse prójimo. Hacerse una sola
realidad con él, in-solidum. Y aquí la solidaridad se
convierte también en “espiritualidad”. Porque el próji­
mo necesitado es para nosotros el mismo Jesús. “El que
recibe a un niño como este” (un niño cualquiera) “a mi
me recibe”... En Mateo (25,31-46) el prójimo necesita­
do se convierte en sacramento de Cristo: “Por cuanto lo
hicieron a uno de estos mis hermanos más pequeños,
a mí me lo hicieron”. La acción material de dar de
comer, de vestir, de albergar, de liberar al oprimido...
se convierte en el acto espiritual más profundo, solida­
rio y significativo. Esto es pura espiritualidad cristiana.
Quizás algo de eso quiso expresar Berdiaev cuando
afirmaba que: “Mi hambre es un problema material, el
hambre de mi prójimo es mi problema espiritual”.
Así, la solidaridad con los pobres, mejor que cual-
quiér antropología, nos enseña la verdad de lo que
116
oe> o» oe> o» oe> o{> o»
somos y lo que debemos ser: hombres y mujeres que
quieren vivir en solidaridad con ellos, dando lo mejor
que tienen y recibiendo de ellos también lo mejor que
tienen, “Al introducirnos en el mundo de los pobres
recobramos nuestra identidad humana perdida en el
mundo del opresor, que no es más que una anomalía
y no la realidad de la inmensa mayoría de este mundo.
Recobramos la identidad y el gozo de ser en verdad
seres humanos, de pertenecer al género humano;
nuestros sufrimientos recobran la dignidad de partici­
par en los sufrimientos reales de este mundo real, y
nuestras alegrías se convierten en verdaderas alegrías,
no en oasis de bienestar o de placer, lo que sería una
burla en este mundo sufriente. Los pobres... con su
esperanza, su solidaridad y alegría, se convierten en
buena noticia para todos nosotros... Los pobres han
irrumpido y con ello tenemos el privilegio de saber un
poco mejor quién es Dios y quiénes somos nosotros
mismos”(5).
La muerte de monseñor Oscar Romero constituye
sin duda un hito en la solidaridad de un cristiano. Un
mes antes de su asesinato, decía dirigiéndose a los
injustos y poderosos de su país: “No callen, a través de
la violencia, a los que estamos haciendo esta exigencia,
no continúen matando a los que estamos tratando de
conseguir que haya una distribución justa del poder y
las riquezas de nuestro país”. Y añadía con sorprenden­
te serenidad y valentía: “Hablo en primera persona
porque esta semana recibí un aviso de que estoy en la
lista de los que serán eliminados la semana que viene.
Pero que quede constancia de que a la voz de la justicia
117
oe> oe> oe> oe> oe> oc> <x>

nadie la puede matar ya”. Y monseñor Romero sabía


perfectamente lo que esto significaba para él. No se reía
de la muerte; todo lo contrario, la respetaba profunda­
mente. Por eso la esperó para acompañarla, como diría
Javier Heraud, “solidario y solitario”. Con la soledad
propia e inevitable del gesto definitivo, dice Gustavo
Gutiérrez, pero también con la solidaridad que implica
la entrega de la propia vida.
Solidaridad no es una palabra bíblica, no la encon­
tramos tal cual en la Biblia, pero expresa mejor que
cualquier otra palabra el mensaje central que allí se
encierra. La solidaridad traduce bien la noción hebrea
de colectividad. La familia, la tribu o la nación se
consideran en la Biblia como una especie de persona
corporativa, solidaria. Tampoco podríamos entender
la diferencia entre el reino de Satanás y el Reino de Dios
sin la noción de solidaridad. No tanto porque ambos
reinos se puedan considerar como personas corporati­
vas, sino principalmente porque cada uno representa
una actitud diferente respecto a la solidaridad de gru­
po. En tiempos de Jesús, además del prestigio y el
dinero, la fundamental preocupación de la sociedad
era la solidaridad de grupo.
En esa sociedad la unidad familiar era una realidad
corporativa muy fuerte (se incluía a todos los parien­
tes). Los lazos de sangre y de matrimonio eran de una
fuerza que hoy nos es difícil captar con nuestra sensi­
bilidad. Se consideraba a todos los integrantes de la
familia como hermanos, hermanas, madres y padres
unos de otros. Se identificaban profundamente unos
con los otros. Lo que se le hacía a uno repercutía sobre
118
oc> oe> <x> oe> oe> <x> <x>

todos, para bien o para mal. No era extraño que alguien


pudiese decir a un forastero: “Lo que hagas al menor de
mis hermanos me lo haces a mí”, o “cuando recibes a
uno de mis parientes me recibes a mí”. Y a sus propios
parientes: “Quien los recibe a ustedes a mí me re­
cibe; quien se avergüence de ustedes se avergüenza de
mí".
Por el mismo principio, si un pariente había sido
calumniado, injuriado o asesinado, uno se sentía obli­
gado a vengar la afrenta... Pero Jesús amplía y supera
esta concepción de la solidaridad. No tolera que la
fraternidad quede encerrada en vínculos de sangre, de
nacionalidad o de religión. Esa concepción lleva siem­
pre a que la solidaridad para con unos implique la ene­
mistad para con los otros. Jesús lleva la solidaridad
hasta el extremo de abarcar precisamente a los que
están fuera de nuestro círculo de sangre, de raza o de
nación. En la nueva concepción se puede llegar a que
el círculo de los “íntimos”se transforme y los “extraños”
y hasta los enemigos puedan convertirse en parientes
e íntimos.
Jesús supera la solidaridad cerrada del grupo y
enüende que amar o querer al que ya me quiere, eso no
tiene nada de extraordinario, no es ninguna virtud.
También lo hacen los bandidos y los malvados...
“Hagan el bien a los que les odian, bendigan a los que
les maldicen, recen por los que les injurian" (Lc 6,27-
28). “Si quieren a los que los quieren, ¿qué mérito
üenen? Hasta los malos quieren a los que los quieren.
Y si hacen bien a los que les hacen bien, ¿qué mérito
tienen? También los pecadores obran así. Y si prestan
119
oe> oe> o» oe> o» oo <x>

firme y audaz. Forma grupos de apoyo, busca defensas


legales, arriesga su identidad, su persona ante los
organismos represivos de las dictaduras, habla, difun­
de la situación, intenta en todo momento preservar la
vida y recuperar la libertad del detenido desaparecido.
Y este es un ejemplo vinculado a uno solo de los
derechos humanos. Pero es así con todos. Porque los
derechos humanos son profundamente solidarios
(interdependientes) entre sí. Es decir, si se viola uno
solo de ellos se está afectando radicalmente a su con­
junto. La solidaridad implica una disponibilidad y una
atención universal hacia los derechos humanos, de
todos los seres humanos en cuanto humanos y no sólo
de tal familia, de tal ideología, de tal sexo, raza o
religión. Porque los derechos humanos son, por defini­
ción, universales, es decir, de todos y cada uno. Pero en
esta visión universal es imprescindible atender a lo que
hemos explicado arriba respecto de cómo Jesús enten­
día la solidaridad, o el amor, para evitar que el carácter
de “universal” de los derechos implique que finalmen­
te se volatilicen en una pura abstracción.

Solidaridad com o clave


DE LA IDENTIDAD CRISTIANA

Si ser cristiano consiste en seguir los pasos, la


práctica de Jesús, entonces la identidad cristiana impli­
ca responsabilidades en la historia, frente al mundo de
hoy. Ser cristiano es vivir con el espíritu de Jesús y
luchar por el Reino de Dios en la historia que él
122
oC> o(> OO o(> oí> <X> o(>
anunció. La identidad cristiana ya no se define bien por
un ingenuo “hacer actos de caridad”. A una persona
solidaria ya no es posible describirla simplemente
como una “persona caritativa". Muchos “mártires de la
caridad” hoy no habrían hecho los méritos necesarios
para ser llamados “mártires de la solidaridad”, y esto es
así porque a diferencia de lo que pasó con la palabra
“caridad”, la solidaridad todavía no se divorció de la
justicia. “Muchos de los que siguen oprimiendo a “estos
mis hermanos más humildes” (Mt25,31s) siguen patro­
cinando instituciones de caridad, mientras persiguen e
imponen un destino de muerte -semejante al de Jesús-
a instituciones y personas comprometidas a fondo en
la solidaridad"(6).
Como ya hemos explicado, la solidaridad es la
caridad de siempre pero haciéndose cargo de las
implicancias históricas, con todas sus exigencias y
riesgos. La solidaridad impide que la caridad se esfume
en idealismos abstractos e ingenuos, en puros senti­
mientos históricamente ineficaces. La solidaridad nos
habla de una caridad histórica, que se ha bajado del
reino de los dioses del Olimpo para meterse de lleno en
los avatares históricos, donde se revela el Dios de Jesús.
Toda la tradición bíblica es histórica. El Dios bíblico
es un Dios mezclado con la historia. El pueblo de Israel
elaboró un pensamiento eminentemente histórico,
excepcional en su entorno cultural. Aristóteles, por
ejemplo, con toda su sabia elaboración teórica, nunca
llegó a plantearse un pensamiento histórico. No salió
de un planteamiento cíclico del tiempo y por eso no
descubrió la dimensión histórica de la creación y de la
123
o{> <m> oe> oe> oe> <x> oc>

sociedad. En cambio la revelación bíblica y el Dios de


Jesús son eminentemente históricos. Desgraciadamen­
te la posterior influencia del helenismo, y el fenómeno
de trasvase de la experiencia cristiana a la cultura
griega, volvió a “deshistorizar” al cristianismo. Lo idea­
lizó nuevamente y lo “espiritualizó” falsamente. Y esto
podemos catalogarlo como una de las mayores trage­
dias que le sobrevino al cristianismo, de consecuencias
todavía incalculables y que aún hoy, luego de veinte
siglos de historia, nos afectan profundamente: la caída
de la esencia del mensaje evangélico en manos de la
filosofía griega. Ello le quitó todo el “mordiente” y la
eficacia histórica a la fe cristiana. Como bien afirma José
M. Vigil, “el cristianismo, trasladado por la filosofí a
griega a otro plano, abandonó la historia real. Las
almas, lo religioso, lo puramente espiritual, lo sobrena­
tural, la vida eterna, el cielo, la vida de la gracia, las
prácticas religiosas cúlticas y sacramentales... constitu­
yeron su mundo, un mundo alejado de la historia real
diaria y conflictiva”(7).
La solidaridad nos permite mirar la historia siempre
como algo que no es profano. La miramos con los ojos
de la fe. El cristiano reconoce la autonomía de las leyes
de la creación, no la sacraliza y respeta su plena
secularidad. Pero sabe que es en ella donde se da la
salvación. Sabe que no existen “dos historias” separa­
das, la profana y la sagrada. Existe una sola historia en
la que se juegan los intereses de Dios y de la humani­
dad. En ella se juega el ser de la identidad cristiana. Esa
historia es para el cristianismo la mediación de Dios, la
condición para descubrir y encontrarse con Dios. Por
124
oe> oc> oe> oe> oo o» oe>

eso no habla tanto de una “historia de la salvación”,


sino de “salvación de la historia”. Para el cristianismo
no pueden existir lecturas espiritualistas, cúlticas, mo­
ralistas, ahistóricas... de los tiempos. Es leyendo esos
“signos concretos de los tiempos” como se capacita
para luchar por establecer el Reino de Dios en la
Historia.
La solidaridad, a diferencia de como se entendía la
caridad, es política. Reconoce algo que antiguamente
se ocultaba en el cristianismo con consecuencias nefas­
tas. Los cristianos solidarios comienzan a reconocer
que no pueden ser “apolíticos”. Han superado aquella
suerte de mala conciencia que les llevaba a negar la
dimensión política de sus actos. Ya no dicen: “Yo no
hago política, sino actos de caridad”... Porque son
conscientes de la dimensión política de todos los actos
humanos. Entienden la política en el sentido positivo y
amplio, pero concreto y exigente, como lo indica su
etimología (polis: ciudad; política: manera de organizar
las relaciones humanas en la “ciudad”-sociedad). El
campo de lo político es el de la realización del bien
común, el espacio o ámbito donde los seres humanos
construyen (o destruyen) la sociedad. Por eso es una
dimensión y una responsabilidad universal, de todos
los seres humanos.
Han descubierto que la política no es algo “sucio” o
pecaminoso, sino que, como dicen lúcidamente los
obispos en la reunión de Puebla: “es una forma de dar
culto al único Dios” (n. 521; ver también Lumen
Gentium, n. 34). Esta afirmación es fundamental: ¡los
obispos equiparan el hacer política nada menos que a
125
oí> oc> <x> oe> <x> oe> oe>
la acción de dar culto a Dios! Ya no podremos hablar
más de la caridad como apolítica, ni de separar el
campo de lo político (profano) y lo religioso (sagrado).
La solidaridad es política, como la caridad también (así
lo entendía ya Pío XI: “caridad política”). Desde siem­
pre se debió entender como una “macrocaridad", una
caridad liberadora e histórica. Quedan definitivamente
descartadas, por erróneas y obsoletas en la nueva
conciencia del cristianismo, expresiones como las de:
“los cristianos no deben meterse en política”, “la Igle­
sia no debe meterse en política”... Porque, como bien
dijo Leonardo Boff, “todo es político, aunque lo políti­
co no lo es todo”. Nada existe que no tenga significa­
ción o implicancias políticas. Aun el pretender ser apo­
lítico es una posición política, la misma abstención o la
omisión en cualquier circunstancia son opciones polí­
ticas.
Así los cristianos descubrimos, y expresamos mejor
con el término solidaridad, que “manchamos las
manos” en la acción política, histórica, no es un paso
equivocado, pecaminoso, sino todo lo contrario. Es
precisamente la manera de permanecer intachables
ante el juicio del Dios solidario y de la fraternidad
anunciada por Jesús como forma de acceder a Dios. Los
cristianos deben estar en la historia en la primera línea
de lucha, allí donde se construye la humanidad nueva
que anuncia el Evangelio: la buena noticia para los
pobres y oprimidos. Lucharán por los derechos huma­
nos, especialmente los de las mayorías oprimidas, por
la dignidad de todos y cada uno. Lucharán por la vida,
para que ella se imponga definitivamente sobre la
126
oe> oe> oe> oo oc> oo> oc>

muerte. Lucharán por el amor, la justicia, la fraternidad,


la libertad, la paz... única manera de garantizar la
presencia divina y de acceder a ella.
Pero para esta tarea es necesaria una nueva con­
ciencia. Es necesario saber que la liberación, la lucha
por la nueva humanidad no es posible con buenas
intenciones o deseos “caritativos” y abstractos. Es
necesario encarar fórmulas y opciones concretas, con
todas sus implicancias socioeconómicas, políticas e
ideológicas... Y esas fórmulas no se encuentran en el
Evangelio. Hay que elaborarlas desde la secularidad,
usando las mediaciones históricas y colaborando con
todas las personas de buena voluntad que están, por las
motivaciones que puedan tener, en la misma tarea.
En los cristianos esas mediaciones están íntima­
mente ligadas a la fe en el Reino anunciado por Jesús.
Pero no son el Reino en su plenitud, nunca podrán
identificarse plenamente con el Reino. La acción libe­
radora acercará a ese Reino pero habrá que mantener
siempre una distancia crítica, habrá que enjuiciar siem­
pre las mediaciones elegidas a la luz y con los criterios
y prioridades del Evangelio.
La acción solidaria aparece así como liberadora.
Liberación y Solidaridad se hacen casi sinónimas. El
cristianismo en Latinoamérica ha comprendido que
ese mundo que es imposible separar de la visión de fe,
es un campo de batalla. Ya no se ve como una armonía
en la que los individuos podían “pecar”, cometer actos
de consecuencias restringidas a su foro interno, sin
dimensiones sociales y políticas. El mundo no se des­
cribe como un lugar armónico, en el que existen peca­
127
<X> OO OC> €>C> O0> OC> o£>
dores y justos. La visión es mucho más compleja: es una
realidad de contradicciones y enormes conflictos en
que la injusticia golpea el rostro de los pequeños y los
mantiene secularmente en la opresión. Y en medio de
este campo de batalla nadie puede pretender tener las
manos limpias, nadie puede “pasearse con una flor en
la mano”, como decía Giono, en medio de tanta muerte
y oprobio. Lo que cabe es el compromiso histórico para
defender los derechos humanos y de los pueblos. Cabe
la solidaridad que lleva a liberar a los oprimidos y en
ese mismo acto ser una buenísima noticia para los
empobrecidos y los marginados de los beneficios de la
sociedad.
Solidaridad :
UNA NUEVA EXPERIENCIA DE DlOS

No es fortuito que en las comunidades cristianas se


vaya dando una mutación del lenguaje y que expresen
progresivamente con la palabra solidaridad algo muy
profundo que comienzan a experimentar. No es una
nueva teoría, no es una cuestión de “modas" o de
esnobismo. Se debe, nada menos, que a una nueva
manera de expresar la experiencia de Dios que tienen
esos cristianos y cristianas.
No es que cambie la experiencia profunda del
amor, de la caridad-caridad. Ella no cambia en la
medida que es realidad primaria y nuclear de la expe­
riencia de Dios. Dios es eso precisamente: amor (aga-
pé), y Dios no cambia. Pero sí está cambiando nuestra

128
Oi> oe> oí> <x> oo ot> oo
manera de experimentar a Dios. Ese Dios inabarcable,
que percibimos nuevo y misterioso, desbordante de
cualquier elucubración teórica o imaginativa.
La historia, la tradición han ido progresando en ese
descubrir a Dios y transmitirlo a las nuevas generacio­
nes. Con el paso del tiempo es indudable que se ha
enriquecido la captación y la experiencia de Dios en la
Iglesia. Nuevas perspectivas y exigencias de vida se
hacen presentes. Podemos decir que “solidaridad" es la
palabra que hoy nos expresa mejor esa experiencia de
Dios, aunque -forzoso es reconocerlo- siempre de
manera inadecuada e incompleta. La solidaridad es
nuestro lenguaje para expresar las exigencias actuales
de la caridad que emana del Dios-caridad, siempre
mayor y siempre redescubierto en la práctica del amor
solidario.
Desde la experiencia de la solidaridad nos damos
cuenta de que está apareciendo un nuevo rostro de
Dios. Un rostro renovado, despojado de esa capa de
polvo que la historia del cristianismo había ido secular­
mente velando. Nuestro siglo, con el Concilio Vaticano
II, es testigo del surgimiento de una nueva experiencia
de Dios. La teología actual, los aportes de las nuevas
ciencias bíblicas, la práctica de los cristianos, la densi­
dad del martirio latinoamericano, nos acercan, como
nunca, un nuevo rostro del Dios anunciado por Jesús.
Podemos decir que el conocimiento y la experiencia
que tenemos ahora de Dios son nuevos, no habían sido
captados en los veinte siglos anteriores. Y aunque esto

129
oC> of> oí> o£> oC> o£> oO>

no nos hace ni mejores ni peores que nuestros mayo­


res, sí reafirma el Espíritu, “que hace nuevas todas las
cosas”, incluso la experiencia de Dios.
Dios vuelve a entrar en la historia, se abre paso en
ella por la práctica política y solidaria de los cristianos,
camina junto a ellos y llama desde el gemido histórico
de los oprimidos. Se hace presente en cada acto libera­
dor. Lo experimentamos como un Dios “humanizado,
humanísimo, encarnado, solidarizado, en Jesús... la
expresión máxima de la solidaridad humana de Dios.
Jesucristo es la solidaridad histórica de Dios hacia los
hombres... Dios encarnado, que da la buena noticia a
los pobres, hombre conflictivo, acusado, condenado a
muerte, colgado de una cruz, prohibido por los pode­
res imperiales, religiosos y económicos de su tiempo,
nosotros hemos llegado a conocer mejor que nunca el
rostro de Dios, su solidaridad máxima y el llamado que
nos hace a la solidaridad global, histórica, total, como
la de Jesús...”(8).
Los cristianos, que se caracterizan por seguir a Jesús
en su práctica de vida, expresan esta nueva experiencia
de Dios también por medio de una práctica nueva y
diferente a la anterior. Siguen a Jesús y comprenden su
identidad cristiana de una manera completamente
renovada. Se profesan discípulos de ese Jesús de Naza-
ret que luchó por el Reino que anunció. Profeta perse­
guido, temido como subversivo por los poderes de
turno, condenado y ajusticiado, pero vivo en todas las
vidas y prácticas de sus seguidores: identificados con él

130
oo> oí> oc> <x> oí> oe> oe>

y solidarios con los caídos al borde del camino, atentos


a su grito desesperado y fieles a la interpelación histó­
rica que les llega del Dios que se manifestó en Jesús.
Redescubren de ese Jesús un mensaje que no es
tanto una doctrina ni una ética privada, ni una “reli­
gión”, sino una invitación a una práctica solidaria y
liberadora. A jugar la vida desde las exigencias de esa
solidaridad que nace de la sensibilidad ante el grito del
oprimido caído al borde del camino. Los cristianos
redescubren la Causa de Jesús como una tarea vital,
una praxis histórica en la que se juegan la vida y la
entregan generosamente. Saben que Jesús no dio su
vida por una religión, ni por una doctrina, ni por una
nueva moral o por las almas piadosas... sino por los
pobres históricos, los oprimidos por un sistema injusto
(religioso, político y económico). Y en esta experiencia
nueva de Dios la solidaridad expresa cabalmente la
mejor respuesta a la interpelación de Dios desde la
historia de los empobrecidos.
Esta nueva experiencia impulsa a los cristianos a
ponerse también solidariamente del lado de todos
aquellos que luchan generosamente por transformar
este mundo de injusticia en otro más humano, y por eso
más cercano al Reino anunciado por Jesús. No están
para “prácticas piadosas de caridad”, sino para solida­
rizarse con quienes se solidarizó Jesús y asumiendo las
consecuencias políticas y sociales como las asumió
Jesús. La solidaridad para ellos es ahora un concepto
mucho más amplio y englobante que la caridad. Se

131
<x> oe> oc> <x> oe> oe> oe>

puede equiparar a la identidad cristiana, es decir, a


“vivir y luchar por la Causa de Jesús”.
Solidaridad es ponerse del lado de las víctimas

Sin duda, cuando desplazamos el centro de grave­


dad del cristianismo desde la caridad a la solidaridad,
estamos enfrentando una implacable dinámica históri­
ca que entendió mal el “amor al prójimo”. Estamos
también, en consecuencia, violando una fuerte tradi­
ción teológica, que no por ser milenaria deja de ser
falsa.
Nos referimos a una teología que se acomodó al
poder de turno y no fue capaz de guardar distancia
crítica ante los elementos ideológicos de esos poderes.
No captó que las ideas dominantes de la época eran las
ideas del poder dominante. Una teología que mostró
una permanente tendencia a acomodarse a una inter­
pretación de la historia y de las realidades que reflejaba
simplemente ocultos intereses, no precisamente de las
víctimas. Y montó un enorme aparato “científico”
sobre una escolástica sin huesos. Con una lectura
superficial de las sagradas escrituras y atada a una
metafísica pagana de la historia concluyó interpretan­
do el amor al prójimo desde el centro del poder y no
desde la periferia, desde el caído al borde del camino,
desde la víctima del despojo.
Se estableció una teología invertida, que no tenía
como centro a la víctima sino a las leyes de una
sociedad que producía el sacrificio de las víctimas.
132
oe> oe> <x> o£> <x> oe>

Perdió la referenda del Evangelio, en el que la víctima


es siempre el centro del amor. Se casó con una sociedad
y su visión de la historia, que al avanzar hada el paraíso
prometido tiene que producir forzosamente víctimas.
Es momento de enfrentar esa teología, esa manera
de interpretar la realidad y el Evangelio. Es necesario
suplantar esa visión desde el centro por la óptica de la
víctima. Una teología será válida si sus conclusiones no
producen víctimas. La víctima debe ser el criterio de
verdad de cualquier teología. No se puede concebir
una teología asentada en una metafísica de la historia
que vive de sacrificios humanos... Y como ya vimos
daramente, la víctima es el pobre, es el despojado al
que se aproxima el buen samaritano. El Dios que exige
el sacrificio del pobre, sacrificios de víctimas humanas,
es un ídolo abominable.
En nuestro mundo de hoy es imperioso que nos
pongamos de una vez por todas del lado de las vícti­
mas. Y ello sin duda es una cuestión de fe. Pero de una
fe que, por auténticamente evangélica, puede ser
compartida por todos aquellos que tienen la “sensibi­
lidad” necesaria que ya analizamos extensamente. Esta
fe inexorablemente chocará y se opondrá a una tradi­
ción victimaria y sacrifidal que se apoderó y secuestró
el cristianismo, especialmente a partir de la teología
elaborada por Anselmo de Canterbury. Esta manera de
hacer teología tiene una concepdón en la que “el
hombre es sacrificado y con Cristo acepta ser sacrifica­
do. Su perfección está en aceptar que haya víctimas.
Como tal, el cristianismo se ha integrado al ejercicio del
poder. Aparece la visión del poder como fuerza sacri-

133
oo> oe> oe> oe> oc> oc> oí>

ficadora, frente a la cual el cristiano -como Jesús en la


cruz- se deja sacrificar y -como Jesús el último juez-
sacrifica él mismo a los hombres”(9).
El desasosiego y dolor que causa esta posición
teológica quizás no es bien captado por quienes están
alejados de la reflexión cristiana. Porque lo que está en
juego aquí es una tradición de muchos siglos y que
marcó a fuego a los cristianos llevándolos a muchas
luchas absurdas, a muchos sacrificios inútiles y a ser
'victimarios útiles" de oscuros intereses. Esta tradición
teológica es dolorosa y vergonzante para los cristianos
porque 'si Dios es eso, el cristiano no se puede poner
al lado de la víctima, para reclamar el hecho de que
haya víctimas. Puede solamente consolar a la víctima y
darle fuerzas para aguantar y aceptar ser víctima. No
puede hablar en favor de él. No puede reclamar por los
sacrificios humanos que se están realizando. En la
lógica de Anselmo, Dios pide estas víctimas. No darle
las víctimas sería rebelión en contra de Dios” (10).
Es cierto que un Anselmo y un Bernardo de Claraval
han hecho un invalorable aporte a la teología cristiana
en otros campos. Es cierto también que siempre es
injusto juzgarlos desde un momento histórico diferente
y que esta posición teológica no es toda la tradición del
cristianismo, pero desde hace mil años convive con
otras interpretaciones y no se la considera menos
ortodoxa. Algunos en el momento de la reforma
cuestionaron una concepción medieval, pero no llega­
ron a impugnar la ortodoxia de encumbrados defenso­
res de esta teología como Anselmo de Canterbury,
Bernardo de Claraval y el conocido autor de la Imitatio
134
O0 <X> oe> oO <X> o£> <X>

Chrístí, Thomas de Kempis. Y esta “ortodoxia de la


Edad Media" sirvió de encuadre doctrinal para la es­
tructuración de la posterior sociedad burguesa con
resultados cuyas consecuencias hasta hoy padecemos.
Si nos ponemos obstinadamente del lado de las
víctimas es para cuestionar no sólo esa falsa tradición
sacrificial de la fe cristiana, sino también para enfrentar
una dinámica histórica con sus leyes económicas y
sociales que sacrifican en el altar del lucro a millones de
seres humanos. Y reivindicar el derecho de las víctimas
implica no sólo la fe sino también procedimientos,
técnicas y políticas económicas adecuadas. Desde la fe
se debe organizar la economía para que cumpla con los
fines que la justifican como humana: asegurar la vida y
la dignidad de todos los seres humanos por medio del
trabajo honesto y una distribución justa del esfuerzo de
todos.
Como Job, el cristiano se revolverá contra su propia
suerte, la de tener que enfrentar irremediablemente las
situaciones de injusticia desde el sufrimiento de las
víctimas, para no ser irreverente a su existencia, a su
conciencia y a la realidad del Dios en quien cree.
El grito, el ¡ay! de las víctimas, nos afecta a todos.
Pero lo inconcebible en ese afectarnos no es que
también involucre a los verdugos y sus colaboradores,
tampoco la irreverencia del mal en ellos, ni menos ese
insoportable silencio de Dios. Lo inconcebible, mucho
más perturbador, es el silencio de tantos hombres y
mujeres ante el caído: ese silencio de todos los que
miran desde la platea de nuestra historia, esta concreta,
la de nuestro país, de nuestro pueblo, de nuestro
135
barrio, de nuestra familia; o de quienes apartaron la
vista y de ese modo entregaron a las víctimas de la
impunidad a su agonía en soledad indecible.
Abogamos por no ocultar nuestros fallos e infideli­
dades. Se puede sacar muchas enseñanzas de las tristes
abdicaciones históricas, pero sólo a condición de que
no neguemos los descalabros en ella y de que no
adornemos con mil justificaciones los desastres. En
cualquier caso, jamás debemos negar una autoridad
que está por encima de lo episódico o hacerla despre­
ciable: la autoridad de los que sufren.
El sufrimiento humano, sean cuales fueren sus cau­
sas, es siempre una gran pregunta para lodo ser huma­
no de buena voluntad, y en mayor rigor para el cristia­
no. Ya hace unos años, el gran teólogo alemán Juan
Bautista Metz llamaba la atención de la teología con­
temporánea sobre lo que significa hablar de Dios
después de Auschwitz. Esa horrenda orgía de sufri­
miento plantea inevitablemente un desafio a la con­
ciencia cristiana y de toda la humanidad, amén de una
inapelable censura al bochornoso silencio de tantos
frente al espanto. Y por eso Metz se planteaba cómo
hablar de Dios sin referencia a los acontecimientos
históricos concretos. Decía: “Según Soren Kierke­
gaard, para experimentar y comprender lo que signifi­
ca ser cristiano es de todo punto necesario percatarse
de cada situación histórica concreta... La situación
concreta, sin cuyo reconocimiento la teología cristiana
no sabe de qué habla, lleva entre nosotros un nombre
después de Auschwitz”(11).
Llevando más lejos el planteo de Metz, para noso-
136
OÍ> OC> Oi> ob O0> oc> oe>

iros la pregunta no es exactamente ¿cómo hablar de


Dios después de Auschwitz? Porque en nuestro mo­
mento histórico y en nuestros países pobres seguimos
enfrentados al sufrimiento. La violación de los dere­
chos y la dignidad de las personas campea a lo largo y
ancho del continente latinoamericano. La “desapari­
ción forzada de personas”, para mencionar una viola­
ción a los derechos humanos que tiene una densidad
de 90.000 casos en los últimos años, es un delito
continuado, una tortura permanente para las víctimas
y su entorno de familiares y allegados. No hablamos de
un sufrimiento pasado, decimos que es -desgraciada­
mente- un presente desgarrador y cruel que mete a las
víctimas en un túnel tenebroso sin salida a la vista.
Entonces la pregunta correcta no es ¿cómo hablar de
Dios después de lo sucedido en los regímenes de
seguridad nacional y las democracias cojitrancas que
les siguieron?, sino ¿cómo hablar del Dios de la vida
durante e1sufrimiento de las víctimas, de los familiares
de los desaparecidos y de la impunidad de quienes
violaron toda clase de derechos elementales de la
persona? ¿Cómo anunciar el amor de Dios en medio de
tanto desprecio por el dolor de las víctimas? ¿Cómo
proclamar la Resurrección del Señor, el triunfo de la
Vida, allí donde reinan la angustia y el sufrimiento?
Estas son las verdaderas preguntas que deberían hacer­
se todos. Este es nuestro reto.
Job nos señala una pauta a través de su vehemente
protesta, de su compromiso insobornable con el que
sufre injustamente. Y por eso se enfrenta con Dios. “No
frenaré mi lengua, hablará mi espíritu angustiado, se
137
<x> oe> oe> oe> oe> oe> oe>

quejará mi alma entristecida”, decía Job en lo profundo


de su desgracia. Y nos aferramos al anuncio del profeta
Isaías que sigue vigente: “el Señor enjugará las lágrimas
de todos los rostros y alejará de la tierra entera el
oprobio de su pueblo” (25,8). Pero ¡ay de aquellos que
el Señor encuentre con los ojos secos porque no
supieron solidarizarse con los que sufren injustamente!
Sólo desde el silencio respetuoso, y el compromiso
valiente con el que sufre injustamente, se podrá hablar
de su esperanza. Sólo tomando en serio el sufrimiento
injusto podremos evitar que nuestra teología (y nuestra
fe), como decía Job, sean un “discurso vacío” (16,3). La
conducta de Jesús se caracterizó por la gratuidad soli­
daria y amorosa junto a la exigencia de establecer la
justicia. La apuesta de Dios, revelada en Jesús, es que
Isaías tenía razón. Es justamente lo que interpreta el
gran teólogo latinoamericano Gustavo Gutiérrez cuan­
do afirma que “siguiendo las huellas de Jesús los
‘perdedores’ de la historia -como Job- están haciendo
que el Señor gane su apuesta. Los riesgos de hablar
acerca de Dios desde el sufrimiento del inocente son
grandes. Pero, como Job también, no podemos refre­
nar nuestra lengua, con humildad debemos dejar que
resuene en la historia el grito de Jesús en la cruz, y que
él nutra nuestro esfuerzo teológico. Como dice San
Gregorio el Grande en su comentario de Job, el clamor
de Jesús no será oído si nuestra lengua calla lo que
nuestra alma ha creído. Pero para que su grito no sea
ahogado en nosotros ¡que cada uno -según su capaci­
dad- haga conocer a aquellos que tiene cerca el miste­
rio que lo hace vivir! (12).
138
oe> oe> oc> <x> o í> o í> <x>

Y debemos empezar por un silencio, por escuchar


a la víctima. En esto no somos nosotros quienes tene­
mos la primera palabra; no nos toca a nosotros abrir el
diálogo. Es triste que a las victimas no se les ofrezca un
diálogo. Sólo ellas pueden iniciarlo cuando empiezan
a hablar y nosotros a escuchar. Y ese es nuestro actual
deber. Escuchar de una vez por todas lo que las vícti­
mas tienen para decimos de sí mismas y sobre sí
mismas. ¿Estaré muy lejos de la verdad si digo que los
cristianos, y los otros, hablamos demasiado sobre
nuestras ideas, nuestras concepciones políticas y nues­
tros análisis de la realidad, y dejamos a las víctimas con
su palabra atragantada en la boca? No nos encontrare­
mos unos a otros, como cristianos y como seres huma­
nos, mientras no logremos una nueva relación con
quienes sufren injustamente. Ya no podremos avanzar
solos y egoístamente por la historia, sino solamente
junto con las víctimas. Y sólo así -lo insinuamos con
prudencia- podremos avanzar hacia un nuevo tipo de
solidaridad de la confianza mutua entre víctimas su­
frientes y personas dispuestas a no banalizar nunca
más el dolor que queda atenazado por razones de
Estado o en “instituciones civiles salvadas”...
Pero no todo está perdido porque siempre es posi­
ble entrar en un tiempo de solidaridad junto a quien
sufre injustamente, en su lucha por la vida y la fraterni­
dad en la justicia. A lo largo y ancho del Continente va
creciendo un movimiento de solidaridad -de ejercicio
concreto del amor- que da fuerza histórica a las vícti­
mas para forjar la Tierra Nueva, el Hombre y la Mujer
nuevos. Por eso podemos decir que estamos también
139
oe> o» <x> o{> oe> o» oo

en lo que Pablo llama “un tiempo propicio”, un día de


salvaci ón” (2 Cor. 6,2). Un Kairós, es decir, un momen­
to favorable para poder entender esa interpelación que
nos llega desde las vícitmas, una hora de la verdad
histórica, una oportunidad de gracia, como un nuevo
paso de Dios por nuestra historia. La oposición paulina
entre Espíritu y Ley nos indica con exactitud el sentido
del camino. Es la vía de la libertad. Y eso explica
aquella frase que ponía Juan de la Cruz en su croquis de
la subida al monte Carmelo: “por aquí ya no hay
camino, que para el justo no hay ley”. Conforme se va
avanzando de la mano del pobre y de la víctima de la
injusticia, ya no hay camino trazado de antemano. Se
está en el terreno de la libertad, es el dominio del
Espíritu que nos hace libres. Libres de toda coacción
exterior. Pablo dirá que es “vivir según el Espíritu”, es
decir, de acuerdo a la fuerza de la vida, opuesta a la
potencia de la muerte.
La novedad, lo nuevo se va manifestando en que
muchos ofrecen su tiempo, sus desvelos y sus vidas en
la lucha contra la injusticia y la muerte. Y eso es lo que
provoca y fortalece la esperanza de las víctimas, que no
pierden por ello el derecho a la alegría. Una alegría no
fácil pero real. Que no es la risa superficial de la
inconsciencia o la resignación, sino aquella que nace
de la esperanza de que el sufrimiento y la injusticia
serán vencidos. Alegría pascual correspondiente a un
tiempo de martirio (testimonio con derramamiento de
sangre). El lenguaje de la sangre derramada termina
trasmitiendo al pueblo “un mensaje de consuelo y
esperanza”, como decía monseñor Romero.
140
oc> <x> os> oe> ot> oe> oe>
Podemos cambiar las condiciones económicas,
políticas y sociales bajo las que actualmente sufren las
víctimas inocentes. Podemos cambiar y aprender del
sufrimiento, en vez de endurecemos, amargamos y
empeorar. Podemos embrutecemos, insensibilizar­
nos. La única vía para traspasar la frontera de la insoli­
daridad pasa por esforzarnos en activar nuestra sensi­
bilidad y en compartir el dolor de las víctimas, no
dejarlas solas y comprometernos a que su llanto sea
conocido y escuchado por todos.
El reto está en apostar con las víctimas a un pueblo
nuevo que avanza, entre derrotas y frustraciones, hacia
la justicia, movido por el empeño ético de que la Tierra
Nueva es posible. Sin voluntarismos fáciles se debe
enfrentar la “crónica del desencanto”. Ella se incrusta a
nivel político, económico, ético y eclesial, alcanza a los
sectores de intelectuales, a la clase obrera, a la pequeña
burguesía y especialmente a los jóvenes. No nos pon­
dremos a lloriquear quejumbrosos, sino que debemos
interpretar el Kairós, el tiempo actual y propicio, en
clave de “cambio” porque gracias a las víctimas “el
pueblo que andaba en las tinieblas ha visto una gran
luz” (Isaías 9,1). Paradójicamente, y gracias a las vícti­
mas inocentes, el futuro que parecía vedado está abier­
to. El sufrimiento no se justifica ni puede transformarse
en resignación. El sufrimiento está aquí: ciego, tiránico,
absurdo. Desde las víctimas inocentes nos afecta y
luchamos para liberarlas de él. El Dios de Job nos
prueba para acrisolarnos, no para un determinado fin
político, sino para la vida en justicia, para imaginar y
luchar por la tierra sin lágrimas.
141
(1 ) V1GIL, José María, ¿Cóm o h a c er solidaria con A m éri­
ca C en tral a u n a c o m u n id a d cristiana?, Documento CRIE,
año XII (69-70), 1988, p.2.
(2 ) Ibíd.
(3 ) Ibíd.
(4 ) TISCHNER, J, E tica d e la S olidaridad, Edic. Encuen­
tro, Madrid, 1983, p.9. Ver también CODINA, V, R en a c erá la
S olid arid ad, Ed. Sal Terrae, Santander, 1982.
(5 ) SOBRINO, Jon., "Liberación, misericordia y justicia” ,
P á g in a s 9 3 (Oct.), 1988, p. 57.
(6 ) VIGIL, José M, op. cit., p.3.
(7 ) Ibid., p. 4.
(8 ) Ibid., p. 3-4.
(9 ) HINKELAMMERT, FranzJ., E con om ía y Teología: ¡as
leyes d el m erca d o y la fe , Mimeo, San José, 1989, p p .10-11.
(10) Ibíd., p. 11.
(11) “Teología cristiana después de Auschwitz”, en Con-
cilium ,n.195 (setiembre 1985), p.209-
(12) GUTIERREZ, Gustavo, H a b la r d e D ios desde el sufri­
m ien to d el inocente, CEP, Lima, 1986, p.225-

142
oe> <X> <X> OO ©£> O0> oi>

Epílogo
Oir el canto del pueblo

No está todo dicho. Queda por delante la monu­


mental tarea de aprender a construir una sociedad
solidaria y fraternal. Nos queda por hacer el esfuerzo de
escuchar con el corazón al que tiene prohibida la
palabra, el grito sofocado. Nos falta agarrar coraje para
no temer al gemido del que sufre, a la palabra del
pobre.
No está todo dicho porque todavía hay muchos
gemidos, muchas voces y muchos cantos que no se
escuchan. No está todo dicho porque existe la tragedia
del temor a la palabra de la víctima, a su crítica verdad,
a su confrontación. No está todo dicho porque segui­
mos teniendo dificultad para la empatia, para sentir
desde y en el pellejo del otro, desde su sufrimiento y
también, por qué no, desde su esperanzadora alegría.
Y esa actitud insegura y desconfiada nos cierra al
expresar y al escuchar, hace germinar la agresión y la

143
violencia. Y ella se instala en los sistemas, las institucio­
nes y los corazones. Crece como desde una fuente
repugnante con el afán de doblegar y dominar aquello
que el miedo nos impide afrontar.
No está todo dicho porque tiene que surgir el
imperativo del respeto ofrecido a toda persona huma­
na, independientemente de su ideología, de su raza, de
su sexo y de su credo, sabiendo que los conflictos
debemos resolverlos creativamente, solidariamente,
en un marco de derecho elaborado con la participación
de los que han sido eternamente marginados y olvida­
dos.
No está todo dicho porque los derechos humanos
todavía no son el referente primordial de la comunidad
y de la acción educativa en y con el Pueblo. No está
todo dicho porque la auténtica educación para los
derechos humanos debe convertirse en parte integran­
te de la vida del pueblo y no en una preparación para
la vida. La misión de esa acción educativa es que el
pueblo aprenda a aprender. Y la única actitud acepta­
ble es la de solidarizarse con su difícil esfuerzo por
tomar su destino en sus propias manos, para lo cual
debe poder pensar por sí mismo, imaginar, crear,
probar, arriesgarse.
No está todo dicho porque hasta aquí hemos usado
un lenguaje conceptual, con la rigidez de los conceptos
racionales y ello no expresa, no puede expresar ajusta­
damente todo lo que hemos intentado transmitir. Nos
vemos traicionados por el lenguaje. Todo lo valioso de
nuestra lucha, de nuestra experiencia entrañable du­
rante los duros años de dictadura militar, con su carga
144
de sufrimiento, sangre, lágrimas, heroísmos y alegrías,
queda fuera, desconocido, borrado en este horizonte
demasiado abstracto. Queremos, en un intento final,
rescatarlo de alguna manera en toda su riqueza. Pero la
única manera posible es cambiando completamente el
lenguaje, otra vez, como Jesús, y servimos de la fuerza
que tiene la parábola, ayudarnos de toda la riqueza de
ese género expresivo y abierto en la simbología. Este
libro trató de una parábola (“el buen samaritano”),
incluyó otra (los desaparecidos) y quiere terminar con
una más. Quizás así todo él se convierta en una gran
parábola y podamos llegar a decir con claridad lo que
sólo atinamos a balbucear en nuestro pobre lenguaje
conceptual.
Nuestra parábola está inspirada y adaptada de un
texto anónimo brasileño, que llegó a nuestras manos
hace ya muchos años y que me dijo tantas cosas que yo
había querido expresar, como en este libro, y no
encontraba la manera adecuada. Es la parábola de El
pájaro Alegría.
Este pájaro del que hablo no era muy grande.
Sus plumas eran blancas como la alegría de los
niños del pueblo.
Las de su cabeza eran amarillas, como los girasoles
que muestran siempre la cara al sol.
Las alas y la cola, azules, como una pequeña laguna,
transparentes en la claridad de la mañana. Y en el
pecho tenía unas plumitas rojas que parecían una he­
rida.
No era propiamente un pájaro hermoso. Era un
pájaro simpático, juguetón y gracioso.
145
Cantaba bien.
En realidad habían en el monte otros pájaros mucho
más lindos y que cantaban mucho mejor.
Pero el canto del pájaro Alegría, porque así se
llamaba el de la cabeza amarilla hecha girasol, que
siempre muestra la cara, era un canto... popular.
Andaba por todos los rincones del monte. Se junta­
ba con los gorriones y otros pájaros de ese tipo, que no
son tan hermosos ni tienen un canto tan suave como se
dice. Alegría los escuchaba y los escuchaba hasta
aprender el canto de ellos. Después, él mismo lo
cantaba.
Cuando los gorriones y otros pájaros escuchaban su
propio canto interpretado por Alegría, le decían: “Ale­
gría, enséñanos a cantar!".
Entonces, Alegría les enseñaba la misma musiquita
que ellos hacían, sólo que más linda; y hacían unos
coros fantásticos. Pues el canto de todos juntos sonaba
que era una maravilla.
Un día, unos pájaros que se creían muy hermosos y
que cantaban mucho mejor que los demás, se enojaron
con Alegría porque nadie se paraba en los árboles
vecinos para admirarlos y oír su canto.
Dijeron: “Ahora que los gorriones y los otros pájaros
feúchos están aprendiendo a cantar juntos, nadie se
preocupa de nosotros. Y el culpable de todo es Alegría.
Vamos a sacarlo de aquí y pronto”.
Entonces llamaron a un hombre que tenía una jaula
y le entregaron a Alegría para que lo encerrase.
¡Cómo lloraron los gorriones cuando se enteraron!
Ya no pudieron seguir cantando. Se hizo el silencio
146
o» oo oe> oe> <x> oe> oe>

profundo en el bosque. La tristeza se hizo carne en el


corazón del monte. También el miedo. Una enferme­
dad como mortal había herido el corazón de la natura­
leza. El sol parecía opaco; el arroyo estancado; los
colores de las flores, sin brillo; las hojas, mustias.
Pero los pájaros cantores y hermosos ya tampoco
podían vivir. La situación de miedo, tristeza y pesadum­
bre provocada no les permitía cantar.
De pronto, allá lejos, comienza a sentirse un canto.
Alegría, entre rejas, lentamente, como despertando de
un largo sueño, hace brotar desde la prisión una suave
melodía, llena de dolor y de esperanza. Es como de
lágrimas, que se van desgranando sobre la ciudad y el
monte.
Los pájaros bellos y presuntuosos reciben la melo­
día extraña como un puñal que les penetra en sus
pechos. Ya no pueden más. La soledad y la culpa les
destroza el corazón.
Sin soñarlo siquiera, se produce como un milagro.
Las plumas de la cabecita de Alegría quedan más
amarillas; las de alas y la cola, más azules; el cuerpo más
blanco y el pecho rojo, rojo como la sangre, como la
vida, como el amor.
Alegría comienza a cantar mejor. Su gorgojear
comienza bajo, como si estuviera recogiendo el canto
de la tierra, de los ríos, de los grillos, de las raíces, de las
cachimbas profundas y misteriosas.
Luego sube un poco y se junta a la risa de los niños,
al canturrear de las señoras que barren las veredas por
la mañana, que encienden la cocina y el hogar, al llanto
de los que sufren en las prisiones, en los hospitales, en
147
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la pobreza, en los basurales, en la soledad...
Después vibra en las copas de los árboles y ahí
comienzan a cantar todos los gorriones y los otros
pájaros que no son tan bonitos, ni tienen un canto tan
suave como se dice, pero que habían aprendido a
cantar juntos, y eso era lo importante.
¡Todo era una fiesta! Y el canto de Alegría se esca­
paba de la gran jaula, imparable, unido a todos los
demás, y era cada vez más sonoro y armonioso. Nadie
lo podía encerrar ni silenciar.
Y subía por las torres para juntarse al canto de las
campanas. Y trepaba por las altas montañas, y por el
aire para robarles el silencio. Y llegaba hasta el sol,
hasta las estrellas más lejanas.
Y al final subía tanto que llegaba a llenar todo el
Universo y unía todos los cantos del Cosmos.
Así todos los días.
¡Qué increíble fue el canto cuando Alegría, una vez
libre, volvió al monte! Todas las cosas iban naciendo de
nuevo.
La lagunita soltó una sonora risa cuando las alas
azules de Alegría le hicieron cosquillas en las cumbres
de sus pequeñas olitas. Y una perlita de agua brilló
sobre aquel pecho rojo, rojo como la sangre, como la
vida, como el amor.
Los pájaros bellos, y que habían sido presuntuosos,
comprendieron que no podían ser felices en medio del
dolor de los demás, que sólo si era sentido como propio
se reconocían como dignos y que la alegría vivida y
compartida con todos, era la felicidad de cada uno. Y
que para eso tenían que unirse al canto general.
148
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ABREVIATURAS BIBLICAS Y
CONCILIARES UTILIZADAS

D el A n tigu o Testam ento

Libro del Génesis Gen


Libro del Exodo Ex
Libro de los Salmos Ps
Libro de Jeremías Jer
Libro de Isaías Is
Libro de Job Job

D el N uevo Testam ento


Evangelio según san Mateo Mt
Evangelio según san Marcos Me
Evangelio según san Lucas Le
Evangelio según san Juan Jn
Hechos de los Apóstoles He

D e las cartas de P ablo

a los Romanos Ro
la a los Corintios 1 Co
2a a los Corintios 2 Co
a los Gálatas Gài
a los Efesios Ef
a los Fil ¡penses Fil
a los Colosenses Col
a Filemón Filem
la Tesalonicenses 1 Tes
2a Tesalonicenses 2 Tes
la a Timoteo 1 Tim

149
C>£> OÍ> 0 {> OC> 0 {> Oí> OÍ>
2a a Timoteo 2 Tim
a Tito Ti
a los Hebreos Heb

De las cartas católicas


de Santiago Stgo
la de Pedro 1 Pe
2a de Pedro 2 Pe
de Judas Jud
la de Juan 1Jn
2a de Juan 2 Jn
3a de Juan 3 Jn
Apocalipsis Ap

Del Concilio Vaticano II


GS: Constitución Pastoral Gaudium et Spes
LG: Constitución Dogmática Lumen Gentium

¿Cómo leer las referencias bíblicas?


Jn 3,16; quiere decir: Evangelio de Juan, capítulo 3,
verso 16.
1 Jn 4,14; quiere decir: Primera carta de Juan, capítulo 4,
verso 14.
Is 9, 1-6; quiere decir: Libro de Isaías, capítulo 9,
versos 1 al 6.

150
oO
INDICE
Prefacio...................................................... 11
PRIMERA PARTE
Derechos Humanos:
Una cuestión de sensibilidad.................. 15
Todo empieza por un grito
Del grito a la compasión
La religión del corazón compasivo
SEGUNDA PARTE
La opción entrañable
en forma de parábola..............................51
¿Quién es mi prójimo?
La compasión como clave
Más allá de la parábola:
mi prójimo-las masas empobrecidas
Cuando la vida se hace parábola:
los desaparecidos
TERCERA PARTE
Derechos Humanos:
Una cuestión de solidaridad................. 105
Solidaridad: el nuevo nombre de la caridad
Solidaridad: clave del mensaje bíblico
Solidaridad como clave de la identidad cristiana
Solidaridad: una nueva experiencia de Dios
Solidaridad es ponerse del lado de las víctimas
Epílogo
Oir el canto del pueblo.............................. 143
Lista de abreviaturas............................... 149
Luis Pérez Aguirre

¿Qué es lo que motiva al autor


a luchar por los derechos
humanos? ¿Qué lo sostuvo en
medio de la persecución y la
represión? ¿Cómo se explica
que algunos organicen sus
vidas en torno a la opción por
los derechos humanos mientras otros pasan indiferentes ante sus
violaciones? Este libro responde a un grito, escuchado y sentido
com o en carne propia. Descubrimos en él que la opción del autor
por la promoción y defensa de los derechos humanos si bien está
confrontada y corroborada por la revelación cristiana, es
perfectamente compartióle por los no creyentes o per quienes no
se identifican con esa fe. Más que exponer una teoría, Luis Pérez
Aguirre se dedica aquí a la fascinante tarea de desentrañar su
experiencia personal para compartirla en profundidad con el
lector.

Luis P érez A guirre n a ció en M on tevideo en 1941. C ursó estudios


académ icos en varias u n iversida des d e A m érica Latina,
A m élica del N orte y Europa. Se g ra d u ó en filosofía y teología. En
1 9 7 0 fu e ord en a d o sacerdo te jesu íta . P or su tarea en la defensa
d e los Derechos H u m an os recibió varios prem ios, entre ellos el
qu e otorga el gob iern o fra n c é s . "Libertades y D erechos
H um anos". A ctu alm en te in tegra la co ord in ación d e l Servicio
P a z y Ju sticia (SERPAJ) a n ivel latin o am erica n o. Es a u to r d e
num erosos artículos d e p ren sa y d e varios libros, entre ellos
Anticonfesiones de un Cristiano p u b lic a d o p o r Ediciones Trilce.

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