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Decía Charles Dickens que «hay grandes hombres que hacen a todos los demás sentirse
pequeños. Pero la verdadera grandeza consiste en hacer que todos se sientan grandes».
El padre Isaac pertenece a este segundo grupo. Y digo pertenece porque, aunque desde
hace unas horas ya no se encuentre físicamente entre nosotros, su legado continúa
hablando de él y por él, y permanecerá para siempre.
Aunque a nadie escapa que una de las razones por las que Isaac García Guerrero
permanece y permanecerá en la memoria de todos los que le conocimos y apreciamos es
por su aportación al mundo del teatro. Una faceta en la que se erigió como un auténtico
maestro y en la que un servidor tuvo la suerte de conocerlo rayando la adolescencia.
Época complicada para cualquier ser humano en la que es necesaria una mano amiga
que sepa guiarte por el buen camino, al tiempo que ofrecerte apoyo y alternativas. En
ese sentido, nunca podré agradecerle lo suficiente lo que Isaac me aportó, cuánto
aprendí a su lado encima de un escenario y cómo me cambió la vida al abrirme las
puertas de «su teatro».
Quédense con este título, «su teatro», porque el remozado espacio de los Padres Blancos
donde se representan conciertos, festivales y espectáculos de toda índole bajo el nombre
«de Los Remedios», siempre será el del padre Isaac. ¿Quién si no descubrió entre sus
cuatro paredes a la reconocida Paz Vega? ¿Quién logró que Manolo Caro se convirtiese
en un actor de raza, Antonio Dechent fuese un valor seguro del cine español o Ana Ruiz
irrumpiese en la televisión? Sólo él fue el responsable de esto, amén de poner en marcha
doscientas obras, dar a luz el Belén Viviente «indoor» más grande de España y que la
congregación de los Sagrados Corazones fuese reconocida y admirada allá por donde se
representaban sus extraordinarios montajes.
Pero eso es lo menos. Ya que el verdadero logro de García Guerrero fue conseguir que
todos se sintiesen grandes, como apuntaba Dickens, independientemente de su edad,
aptitud o procedencia: desde el joven que montaba los focos a la maquilladora; del
atrezista al encargado de vestuario; del figurante al que vendía las entradas. Para todos
tenía una buena palabra —recia y castellana, como él mismo, pero siempre profunda y
sabia—; a todos les daba su sitio; para cada uno tenía una ocupación, una encomienda.
Esa era su manera de evangelizar, como un apóstol del teatro que supo apostar por todos
sin dejar fuera a nadie.