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Acerca de escribir

Lelia Guerriero

-No disfruto –dice la chica, entre la sonrisa sicótica y la desesperación–. Cuando escribo: no

disfruto. Lo paso mal, me trabo, no sé para dónde ir.

–¿Y por qué pensás que tendrías que disfrutar? –le pregunto.

–Bueno, la gente que escribe dice que lo pasa bien.

Hay, con la escritura, un equívoco inexplicable: la idea de que es –o debería ser– una

experiencia fabulosa. Quizás porque las herramientas para hacerlo –las palabras– están más o

menos al alcance de todos, escribir parece mucho más fácil que tocar la trompeta. La frase «Yo,

con mi vida, tendría que escribir un libro», no encuentra su correlato en otras artes: «Yo, con mi

vida, tendría que componer un madrigal». La escritura parece fácil (y, en algún sentido, lo es: sólo

se trata de elegir palabras y de combinarlas para producir un efecto inconfundible) y, como parece

fácil, se supone que es algo que deberíamos disfrutar (como tomar helados o tendernos al sol). Por

eso, cuando un periodista se sienta por primera vez a escribir un artículo de varias páginas –con

un clima, una voz propia, una mirada: eso que llamamos periodismo narrativo– y descubre que

tiene ochenta veces más material del que puede usar y cinco estructuras posibles allí donde sólo

tendrá fuerzas para llevar adelante una, se desbarranca por la pendiente de la desesperación y

comprende que ha sido estafado hasta las rótulas. Que todas esas películas en las que los periodistas

teclean el artículo de la portada del domingo en la media hora que les queda libre entre un martini

y un revolcón son la más abyecta mentira. La realidad es bastante más mediocre: la primavera

agita sus alas ahí afuera y, adentro, sumergido en dos metros de papeles, el periodista es arrojado

al vértigo primero, el pánico después, al aburrimiento más tarde y, de allí, al parque más cercano
donde, golpeándose el pecho, preguntará al sol, al cielo y a las nubes: «¿Por qué, por qué, por qué

no disfruto?».

Pasarlo mal cuando se escribe no es la regla (mucha gente siente enorme placer al hacerlo

y lo hace rápido y asquerosamente bien) pero, en todo caso, sucede, y no estaría de más dedicar

algún tiempo a hablar del asunto para desactivar toda expectativa acerca de que escribir buen

periodismo sea el arte de combinar una Mac Air con un par de horas libres. En todo caso, pasarlo

mal no es la regla, pero pasarlo bien tampoco: cada quien debería encontrar su método, el punto

justo de presión, encierro, asfixia o ausencia de todas esas cosas en el que la producción fluya

mejor. Pero, yendo más allá, el punto es que no importa. Disfrutar o no disfrutar: no importa.

Disfrutar no debería ser la aspiración de alguien que escribe. Uno escribe para ordenar el mundo,

o para desordenarlo, o para entenderlo, o porque si no lo hace le da tos, o porque, como decía

Fogwill, «es más fácil que evitar la sensación de sinsentido de no hacerlo». Pero no escribe para

disfrutar. Disfrutar es un verbo que se lleva mejor con otras actividades. A mí, lo dije muchas

veces, no me gusta escribir. Me gusta, a veces, el resultado. El periodista colombiano Alberto

Salcedo Ramos acaba de publicar, con enorme éxito en su país, un libro fabuloso llamado La

eterna parranda (Aguilar), que recopila algunas de sus mejores crónicas. Una de ellas es la que da

título a la antología: un extenso perfil del cantante de vallenatos Diomedes Díaz, que le tomó años

investigar y semanas escribir. Después del encierro salvaje que se impuso para terminar ese texto,

Alberto Salcedo Ramos, respondiendo a una consulta por otra cuestión, me escribió un mail

espeluznante –no porque contara nada espeluznante, sino por el espeluznante sentimiento de

identificación que provocaba al leerlo– dándome algunos detalles muy discretos acerca de cómo

había transcurrido ese encierro. El mail terminaba así: «Ahora me siento feliz de haberlo hecho,

pero hace tres días me consumía la angustia. Por eso siempre cito esta frase de una escritora
venezolana cuyo nombre no recuerdo ahora: odio escribir, pero amo haber escrito». Otro

periodista, el peruano Daniel Titinger, autor de un libro llamado Dios es peruano (Planeta, 2006),

respondiendo a una pregunta acerca de cómo armaba la estructura de sus textos, me decía, entre

otras cosas, esto: «Luego de investigar tengo (...) que pasarlo al papel. Y aquí empiezan los

problemas, porque te confieso que no me gusta escribir. Odio escribir. Siento que escribir es como

correr una maratón: se sufre demasiado mientras se corre, pero llegar a la meta es lo más hermoso

que hay en la vida. Escribo, entonces, para terminar de escribir».

En enero de 2011 la revista dominical del diario El País, de España, convocó a varios

escritores para que respondieran a la pregunta «Por qué escribo». «Escribo –respondió el español

Juan José Millás– por las mismas razones que leo, porque no me encuentro bien». Pocas veces una

respuesta ha sido más salvaje, más honesta, más noble, más sincera.

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