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MIL DÍAS DE RETROCESO ECONÓMICO

Reflexiones desde la óptica coetánea a la guerra

Hoy y siempre los colombianos hemos morado en una nación arremetida por la violencia en
todas sus formas. Sea el día presente, ayer, o hace ciento diez años, la sociedad de nuestra
patria se ha visto directamente afectada por la desestabilización que genera esta embarazosa
calamidad, que, al parecer, es inherente a Colombia y a la América latina en general.

Dicha violencia no sólo se refleja patentemente en los episodios de masacres y desórdenes


públicos, sino también en la inestabilidad e incompetencia del Estado colombiano como
ente que impone, ejecuta y hace cumplir leyes; en la gran problemática de índole social en
temas fundamentales como la educación y la salud; y, en últimas, en el paupérrimo
desempeño económico que ha caracterizado al país a través de los siglos.

Este último elemento es quizá el efecto más devastador para nuestra comunidad, en tanto
que es el factor que obstaculiza vehementemente el emerger de Colombia como estado
próspero y justo. Es en demasía inmensa la sarta de hechos violentos que, a través de la
historia, han acrecentado la degradación general de la hacienda nacional, bien sea por la
desatención de la que es víctima el proceso económico, o por los gastos y daños
exorbitantes que generan los enfrentamientos bélicos, costeados habitualmente por el erario
o por los principales agentes de la economía.

Uno de los mayores atropellos a las finanzas del país ocurrió en pleno cambio de siglo,
desde el 24 de octubre de 1899, con la Batalla de los Obispos en el río Magdalena, hasta el
21 de noviembre de 1902, fecha del tratado celebrado en el acorazado Wisconsin: la Guerra
de los Mil Días. Este conflicto fue, en síntesis, una guerra civil que asoló a la República de
Colombia durante más de tres años, cuyo principal casus belli fue la inestabilidad política
que generaba la dicotomía partidista en Colombia, socavada por el resentimiento del
Liberalismo ante la Constitución de 1886. “El desorden monetario y fiscal vivido por el
país como consecuencia de esta guerra civil, lo enfrentó a la inflación más grande de su
historia (398,9%), a devaluaciones nominales nunca vistas y a grandes fluctuaciones en la
tasa de cambio”1.

Es inconsecuente, empero, considerar que estos mil ciento treinta días de conflagración
política causaron, sin antecedente alguno, la desmedida crisis fiscal que se vivió en la
época. Después de la hegemonía de los liberales radicales durante veintitrés años y la
implantación de una nueva y longeva preeminencia conservadora, el sistema económico
colombiano, ya bastante maltrecho a causa del fracaso del federalismo, no recibió por parte
del nuevo gobierno la atención y el cuidado que merecía. El cambio de régimen no
prometía ser de gran mejora para la situación general de la nación, hecho que se comprobó
con la desatención a la coyuntura económica desfavorable, y a “la oposición de los
exportadores e importadores debido a los impuestos del comercio, y a la de los banqueros,
que habían perdido el monopolio del crédito con el cambio del patrón oro por el papel
moneda”2. La depresión se agravó en tiempos cercanos a la guerra, cuando el precio
mundial del café se fue al piso, y el gobierno siguió cobrando los desmesurados impuestos
a las exportaciones cafeteras, causando así el descenso del presupuesto fiscal y el deterioro
de las condiciones de vida en el eje cafetero, región que tenía por motor económico
preponderante esta semilla. Todos estos factores constituyeron un variado cóctel que sirvió
de sólida base para la subsecuente catástrofe en materia de hacienda.

Manifiesta ya la guerra entre los partidos, se suscitaron varios factores de talante


económico que posibilitaron el increíble debilitamiento monetario. En el país circulaba la
moneda oficial, para uso conservador, y monedas de gobiernos foráneos de corte liberal,
primordialmente, para el partido homónimo (sin contar una única serie de su propia
moneda, cuya emisión fue con fines más propagandísticos que económicos). “Al concluir la
contienda a fines de 1902, la mayor parte del territorio nacional estaba plagado de billetes,

1
LÓPEZ MEJÍA, Alejandro. Capítulo IV “La estabilización de la economía colombiana después de la
Guerra de los Mil Días y el período de transición monetaria comprendido entre 1903 y 1923”: Las
consecuencias monetarias de la Guerra de los mil días y el período de estabilización de precios. Tomado el 6
de junio de 2010 de la Biblioteca virtual del Banco de la República:
http://www.lablaa.org/blaavirtual/economia/banrep1/hbrep22.htm
2
Universidad de la Sabana. ‘Sab@net’. La Guerra de los Mil Días. Tomado el 7 de junio de 2010 de:
sabanet.unisabana.edu.co/comunicacion/nuestracarrera/downloads/2006-1/2006-1_sem2_historia-
colombia_guerra1000dias.pdf
en múltiples denominaciones y de variadas proveniencias, con un poder adquisitivo no muy
superior al valor del papel en que estaban impresos”3. Además de esto, el gobierno
conservador ordenaba excesivas emisiones de papel moneda al Banco Nacional, con el
objetivo de costear la guerra contra los liberales alzados en armas. La conjugación de estos
dos factores, principalmente, originó la enorme tasa de inflación descrita anteriormente,
demostrada en las mayúsculas fluctuaciones de la tasa de cambio nominal, llegando así en
1900, 1901 y 1902 a índices de devaluación de 142.5, 158 y 165.8, respectivamente. Por
otro lado, es precisamente por los grandes gastos que generaba la campaña contra liberales
que se presentó un descomunal déficit fiscal, alcanzando éste su tope en 1902, con un
déficit nominal de $280.280.000.oo. Dicho déficit fiscal fue el mayor de su época, superado
únicamente por el de 1905 ($315.412.000.oo), siendo este último mayor, únicamente, a
causa de un empréstito por $300.000.000.oo, garantizado con el Ferrocarril de la Sabana4.

Hasta aquí, un análisis básico desde la perspectiva económica nos permite manifestar
abiertamente que la Guerra de los Mil días fue el conflicto civil con mayores agravios a las
finanzas nacionales, dejando como efecto una economía terriblemente exhausta.

Pero, vistas ya las implicaciones monetarias del enfrentamiento en términos técnicos, nos
quedan ciertos interrogantes por resolver: ¿Cómo se vio afectada la población del común?
¿Hasta dónde penetró la confrontación ideológica en los civiles? ¿Qué efecto verdadero
tuvieron las secuelas económicas de la guerra en los colombianos? ¿Cómo fue la vida
corriente en aquella época?

Nos transportamos a finales del siglo XIX. Corría el año de 1898 en la ciudad de Neiva, en
el departamento del Tolima. Es aquí donde vivía Concepción Robledo Velásquez, o
‘Conchita’, una tierna jovencita oriunda de tierras panameñas. Su padre, el señor José
Vicente Robledo Casas, trabajaba como mensajero en la alcaldía de la ciudad, mientras su

3
HENAO J, Ignacio Alberto. Cien años de los mil días. Billetes en tiempos de guerra. Bogotá: Revista
Credencial Historia, Agosto de 2000, ed. No. 128. Tomado el 12 de junio de 2010 de la Biblioteca virtual del
Banco de la República: http://www.lablaa.org/blaavirtual/revistas/credencial/agosto2000/128lassenas.htm
4
Las tres ideas finales se basan en las tablas del texto, anteriormente citado, de Alejandro LÓPEZ MEJÍA.
madre, la señora Emilia Velásquez Zuleta, como la mayoría de mujeres de ese entonces, se
dedicaba a los oficios caseros y a la crianza de los hijos.

Conchita vivía en una humilde morada en las afueras de la ciudad. El sueldo de su padre no
les alcanzaba para sobrevivir, así que los hermanos mayores de Conchita trabajaban en la
plaza de mercado desde muy jóvenes, mientras sus hermanas ayudaban en la casa para que
la madre pudiera tejer prendas que a menudo le encargaban.

El Sr. Robledo profesaba, desde muy joven, ideales liberales. Esta condición, empero,
siempre se había mantenido oculta, puesto que el alcalde de Neiva, y todo el cuerpo
ejecutivo colombiano en general, era conservador. Sin embargo, en la casa enseñaba a sus
hijos varones los fundamentos ideológicos del Liberalismo, y los instaba a formar parte de
dicho movimiento cuando fueran ya hombres independientes. A las féminas no se les tenía
en cuenta en la época, y el hogar de los Robledo tampoco era la excepción. El padre no
consideraba que las muchachas pudieran entender el tema del que hablaba, y por ende se
dirigía exclusivamente a los hombres. Es por esto que Conchita era ignorante en cuanto a
corrientes políticas, y el medio en el que habitaba tampoco la ayudaba a empaparse del
tema.

Lo que más le gustaba hacer a Conchita era ir caminando hasta la plaza y comprarle un
masato al vendedor ambulante que siempre circulaba los alrededores. Ella, tan pícara como
era, escudriñaba en los cajones de su madre buscando unos pesos para comprarlo, y siempre
se las ingeniaba para salir sin que su madre se diera cuenta. La Sra. Velásquez era bastante
torpe, por lo que siempre asumía que era ella misma la que perdía el dinero.

Transcurrían los meses, y Conchita se hacía cada vez más astuta y perspicaz. Sus viajes a
comprar masato eran más frecuentes, ya que su madre, a medida que envejecía, se hacía
más fácil de engañar. No obstante, un día de 1899 la vieja se dio cuenta, y, con cinturón
cual látigo, y a modo de reprensión, flageló a Conchita durante una media hora. A ella, por
obvias razones, no le quedaron más ganas de asistir en búsqueda de su amada bebida, y,
para hacer más difícil dicha empresa, la Sra. Emilia compró un candado para cajones a un
mercader turco que había llegado hacía poco a la zona.
Así pasaron los meses y, a mediados de noviembre de ese año, cuando su madre ya había
bajado la guardia, Conchita decidió que ya era hora de ir en busca de su masato. Rebuscó
en los cajones de su progenitora, cuyo candado se había roto, aparentemente, debido a la
mala fabricación. Al fin halló el pequeño fajo de billetes, y sacó la misma cantidad que
siempre había sustraído. Salió a hurtadillas de la casa y emprendió camino a la plaza,
apreciando todo a su alrededor. Al llegar ahí y pedir su masato, el vendedor le contestó que
el masato valía ahora el doble. Conchita, anonadada completamente por la duplicación del
valor de su bebida favorita, preguntó al comerciante la razón del aumento. Éste le respondió
que ahora el azúcar, la harina y la canela valían el doble, y que no podía continuar
vendiendo el masato al mismo precio. Conchita, en medio de su curiosidad, comenzó a
relacionar éste hecho con el empobrecimiento progresivo que se venía dando en su familia.
Al llegar a su casa y esconder el billete en el cajón, se sentó en la puerta a esperar a que su
padre llegara. Cuando éste arribó, Conchita solicitóle el favor de tener una breve charla. El
Sr. Robledo accedió y se llevó a la niña al patio para dialogar con ella. Ésta le preguntó por
qué habían subido tanto los precios de las cosas, y si eso tenía alguna relación con la
decadencia económica de su hogar. Él, que recibió algunas orientaciones en materia de
economía cuando se encontraba en su formación liberal, contestóle que, a veces, los precios
de las cosas subían porque el dinero perdía valor. Ella le preguntó por qué, entonces, no le
subían su salario, y él le respondió que eso se debía a que los conservadores eran unos
‘incompetentes’ en cuanto al manejo del estado. Conchita, por su falta de instrucción
política, no entendió a su padre, y optó por retirarse a su recámara.

Los meses se sucedían uno tras otro, hasta que llegó la mitad de 1900, y el padre de
Conchita maldecía una y otra vez al estado por no subirle el sueldo. Conchita, quién
últimamente presenciaba, a diferencia de sus hermanas, las charlas políticas de su padre,
entendió por fin la dualidad partidista colombiana y terminó por relacionar el miserable
sueldo que le otorgaban a su padre con la guerra entre liberales y conservadores. Ella
pensaba que, debido a que la guerra costaba mucho dinero, el gobierno descuidaba los
sueldos de quienes trabajaban para él, como su papá. La verdad es que la situación se
tornaba bastante precaria: a su padre no le aumentaban el sueldo, la alcaldía se atrasaba en
los pagos, y los precios estaban disparados cual cohetes. Por este motivo, Conchita se vio
obligada a comenzar a trabajar, lo que era preocupante también, pues se estaba viendo en la
ciudad demasiado movimiento de dinero y de comerciantes de dudosa reputación, quienes,
al parecer, traficaban y vendían armas.

En 1901, su padre, hastiado de las injusticias del gobierno para con él y su familia, decidió
alzarse en armas, adhiriéndose a las guerrillas liberales. Para infortunio de los Robledo, la
noticia llegó a oídos del comandante de la Policía, quien envió un escuadrón a arrestar a
José Vicente por ‘traición a la patria’. El Sr. Robledo fue juzgado culpable y fusilado ese
mismo día, dejando a su familia enteramente desamparada. Para empeoramiento del asunto,
los Robledo recibieron amenazas de muerte en caso de no abandonar la ciudad. Ante el
ultimátum, dejaron ipso facto su vivienda y se dispusieron a trasladarse a Ibagué, en aras de
formar una nueva vida, lejos de la violencia que había tocado a sus puertas.

Deambularon varios días por los caminos que conducían al norte, hasta que una tropa del
ejército los acribilló, creyendo que podía tratarse de un escuadrón insurgente. Fue así como
terminó la existencia de Conchita y de su familia, almas inocentes y víctimas desgraciadas
de un conflicto que no les pertenecía.

Miles de casos como el anterior se habrán presentado durante la Guerra de los Mil Días.
Situaciones caracterizadas por una clara injusticia, inocentes que sufren las secuelas
monetarias de un conflicto de las élites políticas por la consecución del poder. ¿Cómo fue la
vida en aquellos tiempos? Claramente, ardua. Factores como la manipulación ideológica, el
sometimiento a los poderosos, la desatención a temas sustanciales, el nimio valor del peso y
los constantes episodios de violencia, profundizados por la falta de organización, generaron
una inusual mezcla que configuró la dificultad de subsistencia característica de la época.

Ernesto Navarro Martínez

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