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El Dodecafonismo

Por Jaime Andrés García

Índice
1. Introducción
2. Dodecafonismo y serialismo
3. Compositores destacados
   

1. Introducción

El siglo XX fue el siglo de la nueva música. Aunque hubo también nueva música en otros
períodos, la ruptura con la tradición histórica no fue nunca tan radical, debido
fundamentalmente al rechazo de la tonalidad (Schönberg), hasta llegar al completo abandono
del concepto tradicional de música (Cage), si bien al mismo tiempo gran parte de esta ruptura
quedó inalterada (música ligera, Neoclasicismo, tradición de la ópera y los conciertos). El siglo
XX cultivó una variedad de estilos en la música mucho mayor que la de cualquier otro período
anterior. Se puede justificar éste fenómeno en el afán de los compositores por buscar nuevos
lenguajes, nuevas formas de expresar su arte, y es aquí donde Schönberg emerge como gran
innovador. Las reacciones por parte del público fueron las mismas que se dan cada vez que
alguien desafía la tradición y los órdenes imperantes. Reacciones de total rechazo debido a la
incomprensión de su obra, pero que al pasar de los años, se iría aceptando paulatinamente por
un círculo creciente de académicos.

 2. Dodecafonismo y Serialismo

En la armonía clásica tradicional, una composición tiene un centro tonal, una nota prefijada (el
tono en que está escrita) que hace de centro, y respecto a la cual las demás notas de la escala
cumplen determinadas relaciones armónicas. Estás relaciones se determinan, desde el punto
de vista físico, por relaciones aritméticas sencillas entre las frecuencias de vibración de esas
notas, y, de una manera intuitiva, en unos acordes simples enlazados de manera "natural",
aquella que prima casi absolutamente en la música ligera, que ha permanecido al margen de la
complicación progresiva de la música denominada culta. Hay precedentes, y antiguos, de las
posibilidades de desarrollo de la armonía tonal, concretamente en las últimas obras de
Beethoven, en Chopin, en Liszt, en Berlioz; pero sobre todo en Wagner y en Mahler.
A partir de Pierrot lunaire, y ya antes, Schönberg practica (y después lo enuncia teóricamente)
la libertad de cada nota a ser utilizada sin subordinación a otra. Los doce tonos de la escala
temperada tienen igual importancia para él. Y empieza la lucha por poner eso de manifiesto,
que se traduce en la huida de la consonancia, de lo que a oídos normales "suena bien". Se
comprende que la tonalidad es una opción, pero no es lo corriente: prima la cacofonía, abunda
la disonancia en el sentido clásico. El concepto de la música dodecafónica es en principio muy
simple: ninguna nota posee superioridad tonal o armónica sobre otra. El estilo de composición
dodecafónico sigue unas rígidas reglas e instrucciones, las cuales se tornarían más y más
estrictas a medida que el siglo avanzó.
Como ejemplo, un compositor dodecafonista puede empezar organizando una secuencia con
las doce notas de la escala cromática en un orden predefinido: C, Ab, A, Gb, F, B, Bb, D, Eb,
Db, G, E
Esa línea de doce notas es el material musical para toda la pieza. Esta serie original (P) puede
ser Retrogradada (R - la misma sucesión de las notas, pero tocadas desde el final hasta el
comienzo) e Invertida (I - la dirección de los intervalos (ascendente o descendente) es
invertida), la cual a su vez puede ser Retrogradada (IR), para su uso en la pieza. Además, cada
una de esas permutaciones puede ser transpuesta, creando un total de 48 versiones posibles
de la serie inicial (12 versiones de la serie original transpuestas, 12 inversiones, 12
retrogradaciones y 12 inversiones de las retrogradaciones).

Las dos reglas más importantes en la composición dodecafónica son:


 La serie original debe ser seguida con exactitud, y no puede ser repetida hasta que
cada nota haya sido tocada.
 Se debe evitar cualquier combinación o secuencia de notas que impliquen tonalidad
(intervalos perfectos, tríadas, séptimas disminuidas, etc).

En la práctica, estas serie pueden ser presentadas linealmente (melódicamente) o en forma de


acordes (armónicamente). Veamos ahora de una manera un poco más detallada las
operaciones mencionadas unas líneas hace. Primaria (P): Es la sucesión original a partir de la
cual se generarán las demás series. Se usa un sistema aritmético para las operaciones sobre
esta serie original. Para ello, se numera cada nota de acuerdo a su orden posicional, partiendo
de desde la nota C (0) hasta B o Cb (11 o su abreviatura e). Con esto, podemos asignar a la
serie del ejemplo anterior su correspondiente en notación de orden posicional:
08965et23174

A este serie primara se le denota P0. Transposición: Nueva serie en la que el orden de los
intervalos continúa siendo el mismo que en la primaria, pero es transpuesta trasladando las
notas n semitonos hacia arriba (Pn).

Por ejemplo, P1 sería Db, A, Bb, G, Gb, C, B, Eb, E, D, Ab, F

O numéricamente:

19t760e34285

Para hallar Pn sólo tiene que realizar una operación aritmética sencilla (n + i) mod 12, siendo i
el número de orden posicional de cada nota. Inversión (I): Como se había dicho antes, consiste
en invertir la dirección del intervalo. Por ejemplo, E – B forman un intervalo 5ta perfecta
ascendente. Si cambiamos la dirección del intervalo a 5ta descendente, la segunda nota sería
A, quedando entonces el intervalo E - A. De manera matemática, se reemplaza cada intervalo
con su complemento mod 12:

De este modo, I1 sería: Db, F, E, G, Ab, D, Eb, B, Bb, C, Gb, A

O numéricamente: 1 5 4 7 8 2 3 e t 0 6 9

Retrogradación (R): Consiste en reversar el orden de la serie primaria. 

Así, R1 quedaría así: F, Ab, D, E, Eb, B, C, Gb, G, Bb, A, Db

58243e067t91

En cuanto a aspectos rítmicos, deben evitarse patrones rítmicos en compases consecutivos. En


la música tradicional, la simetría rítmica es la que reina. Los ritmos en las melodías atonales
suelen ser asimétricos y no repetitivos. Las frase consisten en complejos "disparates" rítmicos.
Otro elemento que merece atención aquí es la dinámica, ya que la tensión y la relajación en la
melodía atonal depende en gran medida de las indicaciones de dinámica. El fraseo debe ser
cuidadosamente trabajado con las apropiadas indicaciones de legato, staccato y sforzando
  
 3. Compositores destacados

Arnold Schönberg

Cuando, en 1911, Schönberg terminó los Gurrelieder, nadie hubiera podido adivinar en él al
padre del dodecafonismo. Es curioso que en esta obra de principios de siglo se quiera
simbolizar el espíritu de lo nuevo, cuando constituye más bien la última palabra de lo anterior.
Schönberg era un wagneriano tardío, discípulo de Mahler y luego de Richard Strauss. Ya en
1899 había escrito un sexteto de cuerdas, La noche transfigurada, Op. 4, basado en un poema
de Richard Dehmel; una obra de cámara con espíritu de poema sinfónico. Pero más que el
espíritu de Strauss late aquí el de Wagner, con su tendencia a la melodía infinita y, por tanto, al
atonalismo, pero también con un aire sombrío, hasta cierto punto poético y aun apasionado,
que guarda muchos restos del romanticismo.

Schönberg vio la finalidad del arte y la música en la expresión de la personalidad y la


humanidad: «puesto que el arte es el grito de socorro de quienes experimentan en sí mismos el
destino de la humanidad... interiormente, en ellos está contenido el movimiento del mundo;
hacia afuera se abre paso sólo el eco: la obra de arte» (1910). Esta reflexión explica el
nacimiento del expresionismo con su postura radical, sus contrastes y su pasión, que a menudo
raya en la locura. El radicalismo pertenece desde entonces a la esencia de la nueva música en
general, evitando todo tipo de equilibrio clásico. La estética de Schönberg se dirigía de este
modo contra la sociedad burguesa, su extremada superficialidad y doble moral, la acomodación
y la apariencia agradable, en defensa de una veracidad exigente, una sensibilidad despierta y
una participación incómoda. Schönberg comenzó a componer en el estilo del romanticismo
tardío. De Wagner adoptó el cromatismo de gran expresividad y la técnica de secuencias; de
Brahms, la variedad contrapuntística y la variación desarrollada.
Dio el paso hacia la atonalidad por necesidades de expresión. Al mismo tiempo se produjo la
emancipación de la disonancia: «Depende de la progresiva capacidad de análisis del oído para
familiarizarse también con los armónicos más lejanos» (Tratado de armonía, 1925). Las 3
Piezas para piano, op. 11 (1909) son, por primera vez, totalmente atonales, e incluso, en parte,
absolutamente innovadoras. Los 15 Lieder de Stefan George, op. 15: Das Buch der hängenden
Gärten (1908-09) constituyen el primer ciclo de lieder de la nueva música, de composición
desarrollada, lleno de imágenes de gran inspiración poética, que infringe «como nuevo ideal de
forma y expresión... todas las barreras de una estética superada» (1910). Las 5 Piezas para
orquesta, op. 16 (1909) son cuadros de ambiente de forma libre; la número 3 introduce la
nueva melodía de timbres. El monodrama Erwartung, op. 17 (1909) refleja con gran
expresividad la búsqueda por una mujer de su amante muerto. Pierrot lunaire, op. 21 (1912) es
un ciclo de 21 melodramas para recitadora y piano, flauta/piccolo, clarinete/clarinete bajo,
violín/viola y violonchelo, en algunos de ellos con estructuras establecidas (cánones); el canto
se convierte en declamación y gritos; fue compuesto como una melopea (Sprechstimme) en
pocos días.
El desarrollo de la técnica dodecafónica se produjo por la gran ansia de organización presente
en Schönberg y sus contemporáneos. Como apoyo estructural volvió a introducir grandes obras
instrumentales (sin texto). Después de las series con más o menos 12 notas (Piezas para
piano, op. 23, Serenata, op. 24), la Suite para piano, op. 25 presenta la nueva escritura formal
con toda madurez. La expresión y el carácter son libres. La siguieron como formas mayores las
Variaciones para orquesta, op. 31 (1926-28) y la ópera Moses und Aron (1930-32), con texto
del propio músico, cuyo tercer acto quedó incompleto. Aproximadamente la mitad de sus obras
son tonales, como la Suite para orquesta de cuerda (1934). Son dodecafónicas, entre otras, el
Concierto para violín, op. 36 (1934-36), el Concierto para piano, op. 42 (1942), el Trío de
cuerda, op. 45 (1946) y la cantata A survivor from Warsaw, op. 46 (1947).
Schönberg alcanzó su máxima repercusión después de su muerte, cuando la generación más
joven descubrió realmente su música.

Alban Berg

Berg estaba animado por un desbordante ardor de sentimiento. Combinaba una refinada
estructura artística y los más sutiles matices de composición como maestro de la mínima
modulación con una embriaguez sonora característica. El hálito humano de sus melodías, la
naturalidad de su fraseo, la vitalidad orgánica de sus ritmos y la suave plenitud de su armonía
atonal hicieron la música de Berg más fácilmente accesible. Al igual que Schönberg y Webern,
Alban Berg se dirigió, durante los primeros años posteriores a la guerra, hacia un método
compositivo controlado de una forma más consciente, aunque en su caso los cambios fueron
menos dramáticos. Sus composiciones atonales anteriores a la guerra permanecieron cercanas
al carácter rítmico y armónico de la música tonal de finales del siglo XIX, si bien es cierto que
algunas de estas piezas reflejaban ya una inclinación hacia procedimientos composicionales
más estrictos. Sin embargo, la primera obra que compuso tras la guerra, la ópera Wozzeck,
siguió una concepción estructural más detallada y comprensible que sus composiciones
anteriores. Ya en 1914, Berg había comenzado a pensar en la posibilidad de crear una ópera
que se basara en una obra de teatro recientemente descubierta, Wozzeck, drama pasional y
denuncia hecha en 1836 por el escritor y activista político austriaco del siglo XIX Georg
Büchner. Construida a base de escenas breves, episódicas y desconectadas entre sí, la obra
de Büchner describe una espantosa situación de un soldado explotado por sus superiores. En
cuanto a su concepción, contenido y estructura, se trata de una obra moderna cuya poderosa
historia de inhumanidad y opresión proporcionó a Berg un vehículo ideal para llevar a cabo su
ópera. Berg, autor asimismo del libreto, concentró el texto en tres actos con cinco escenas
cada uno, con la intención de no desarrollar la acción dramática al modo tradicional, sino de
recogerla en antiguas formas musicales independientes. El primer acto presenta así la relación
de Wozzeck con su entorno en cinco piezas de carácter (suite, rapsodia, música militar,
passacaglia, rondó); el segundo acto, el agravamiento de la acción en una sinfonía en cinco
movimientos; y el tercer acto, la catástrofe en cinco invenciones. La fuerza dramática de
Wozzeck y la lástima y compasión que su música transmite en la figura del protagonista
convirtieron la ópera en una de las de mayor éxito del siglo XX.

En su siguiente composición, el Concierto de cámara para piano, violín y trece instrumentos de


viento (1925), Berg persiguió, con una intensidad incluso mayor, los rigores formales que ya
aparecían en Wozzeck. La exactitud matemática con la que se corresponden los números de
los compases en las diferentes secciones es realmente extraordinaria. El Concierto de cámara,
obra de transición entre la atonalidad libre y las composiciones dodecafónicas, estuvo seguido
por la primera obra de Berg totalmente dodecafónica, la canción Schliesse mir die Augen beide
(Ciérrame los ojos; 1925).
Tras ella llegó la primera obra dodecafónica extensa: la Suite lírica (1926), para cuarteto de
cuerda, escrita en seis movimientos. Incluso en esta obra, solamente el primero y el sexto de
los movimientos utilizan el nuevo método dodecafónico en todos los compases que los
componen. El tercer movimiento es dodecafónico excepto en su trío central y el quinto
solamente lo es en sus dos tríos. El resto de los movimientos no contienen episodios
dodecafónicos, aunque aparecen citas pertenecientes a las series de los movimientos
dodecafónicos. La habilidad de Berg para combinar música dodecafónica y no dodecafónica
dentro de una misma obra refleja la suavidad con la que incorporó esta nueva técnica. El
aspecto diatónico de la Suite lírica es especialmente característico de Berg, permitiéndole
continuar con su práctica de emular asociaciones tonales en su música no tonal.
Antes de su prematura muerte en 1935, Berg sólo escribió cuatro composiciones
dodecafónicas importantes: la Suite lírica, la cantata Der Wein (El vino) para soprano y
orquesta (1929), el Concierto para violín (1935) y la ópera inacabada Lulú (1929-35).
En la primavera de 1935 Berg empezó a componer, por sugerencia del violinista Louis
Krasner, la que sería su última obra terminada, el Concierto para violín, titulado «A la memoria
de un ángel», debido a la muerte de Manon Gropius, la hija del segundo matrimonio de Alma
Mahler, gran amiga de Berg. El Concierto era una obra en dos movimientos cuya simetría
formal y su relativa transparencia de textura refleja la tendencia general hacia la simplificación y
la consolidación. A pesar de ser una composición dodecafónica, en ella aparece un diatonismo
incluso más pronunciado que en la Suite lírica.
La ópera Lulú describe el éxito y la caída de una mujer que quiere representar la sexualidad
femenina en estado puro y su efecto destructivo sobre el resto de personajes de la obra.
Debido al impacto que produjo su naturaleza escandalosa y a su condición de obra inacabada,
Lulú ha permanecido como una ópera menos popular que Wozzeck, y sin embargo posee la
misma o mayor riqueza dramática y musical. Completamente dodecafónica en cuanto a su
composición, Lulú demuestra las posibilidades dramáticas que ofrece el uso de muchas series
dodecafónicas. Cada serie está asignada a cada uno de los personajes principales e
interrelacionada con el resto de diferentes formas, reflejando así las relaciones entre los
distintos personajes. La técnica singular y la variedad expresiva de Lulú testifica la
adaptabilidad de la música dodecafónica a un amplio rango de propósitos musicales y
dramáticos.

Anton von Webern

Webern recibió una esmerada educación universitaria y musical. Su tesis sobre los polifonistas
del Renacimiento no permitía adivinar en él un músico de vanguardia, ni tampoco sus breves
obras iniciales, como la Passacaglia, op. 1; pero su contacto con Schönberg fue decisivo, y
Webern se convirtió en el más radical de los tres maestros de la Escuela de Viena. Tímido,
introvertido, intelectual, fue el menos conocido en vida, y por tanto el que menos escándalos
suscitaría, a pesar de llegar en sus mensajes atonales a los últimos extremos que la forma
permitía.La música de Webern tiende a la brevedad del aforismo, especialmente en el período
de libre atonalidad. Esto aparece de modo ejemplar en las Piezas, op. 9 y 11. La tendencia a la
brevedad se extiende también a la obra musical como tal. No hay adornos, modulaciones,
repeticiones ni una base armónica a la que se añadan otras notas secundarias: todo es
esencial y está determinado por el carácter personal, el espíritu de la época y la situación
histórica del material musical, que representa una selección del material acústico general según
el sistema musical y el momento histórico, que es para él como el espíritu sedimentario. A partir
del Trío de cuerda, op. 20 Webern adoptó la técnica serial de Schönberg. Pero sus series no
son ya sólo el material para los temas y motivos, sino que ellas mismas adquieren carácter de
motivo y determinan la obra. Webern se adelantó a Schönberg y buscó un serialismo más
depurado, más radical, aplicando la dinámica en forma de series y la alternancia de registros.
La música de Webern está presidida por una transparente claridad que reside no sólo en una
elaboración racional, sino también en una especial intuición musical. Su constante búsqueda de
relaciones muestra una contemplación casi mística y un gran poder de concentración "toda
obra de arte es hija de su tiempo", los principios artísticos no son eternos sino históricos

Trabajo enviado por:


Jaime Andrés García
jgarcial@delta.eafit.edu.co
Universidad EAFIT
Medellín - Colombia

 A 50 AÑOS DE LA MUERTE DE ARNOLD SCHOENBERG

El filósofo de la música

El creador del dodecafonismo fue una bisagra de la música moderna. Y, además, un


hombre de ideas rotundas. Nació en Viena y murió en Los Angeles el 13 de julio de 1951.
Su obra merece ser revisada.

FEDERICO MONJEA

Acaba de cumplirse medio siglo de la muerte de Arnold Schoenberg, ocurrida el


13 de julio de 1951 en la casa de Los Angeles donde el músico austríaco
(Viena, 1874) vivió los últimos 15 años de su vida. La muerte interrumpió la
tercera parte de su serie coral op. 50, Salmos modernos. Era un diálogo con
Dios. "¿Quién soy yo?", interroga el coro. Con una pregunta similar
Schoenberg había iniciado unos meses antes su última conferencia en la
Universidad de Los Angeles. "A veces me pregunto quién soy...", para de
inmediato hacer notar que los anuncios de la conferencia lo presentaban como
"el famoso teórico y la polémica figura musical conocida por la influencia que
había tenido en la música moderna". El maestro finalmente remató: "Hasta
ahora había creído que componía por otros motivos".
En verdad, ya era un poco tarde para revertir el aspecto sistemático de su
música, que siempre pareció moverse entre la invención y el descubrimiento.
"He ideado un método de composición que garantizará la supremacía de la
música alemana por los próximos cien años", anunció Schoenberg a su
discípulo Josef Rufer a propósito del dodecafonismo. La serie de doce sonidos
reintroducía un fuerte principio estructural en el universo postonal. La técnica
se basa en el uso rotativo y constante de una serie de doce sonidos que el
compositor define previamente. Las figuras armónicas y melódicas provienen
de esa serie y no de una escala con notas tonalmente jerarquizadas (tónica,
dominante, etc.) "Un método de composición en doce tonos basado en la sola
relación de uno con otro", como lo definió el autor con insuperable laconismo.

Esta técnica sobrevenía a una gran obra de demolición, la del sistema tonal
clásico. En 1908 Schoenberg había compuesto las Tres piezas para piano op.
11, las primeras sin armadura de clave, esto es, sin tonalidad específica. El
autor compensa la pérdida de referencias armónicas con la presencia de unos
pocos motivos constantemente variados. No se oyen las cadencias armónicas
tradicionales, pero sí un trabajo motívico de tipo beethoveniano. La gran
profundidad de la música de Schoenberg proviene precisamente de esa doble
orientación hacia el futuro y el pasado.
Esa música es calificada de atonal, aunque Schoenberg prefería hablar de una
tonalidad en suspenso, de una emancipación de la disonancia, argumentando
que esa suspensión era un desarrollo lógico del lenguaje musical. Aun cuando
le tocó vivir en oposición a todas las instituciones musicales de la época,
Schoenberg no planteó las cosas en términos de oposición sino de una
continuidad que se percibiría como tal en el futuro: "Las disonancias de hoy son
las consonancias de mañana… Las disonancias son consonancias más
distantes."
Es una funesta ironía que el promotor de la "supremacía de la música alemana"
fuese expulsado por los alemanes en 1933, cuando dejó el Conservatorio de
Berlín como persona no grata. En París, en una ceremonia presidida por Marc
Chagall, reasumíó la fe judía que había abandonado en su juventud por el
protestantismo. Se radicó en Los Angeles luego de una estadía en Nueva York.
Durante los últimos años de su vida disfrutó de la amistad del músico George
Gershwin, a quien lo unía la afición por el tenis y la pintura.
JUAN MARTÍNEZ-VAL

Presiento que nunca llegaré a liberarme de mis dudas sobre Arnold Schoenberg. Han
transcurrido treinta años, aproximadamente, desde que escuché por primera vez la Primera
Sinfonía de Cámara y las Variaciones para Orquesta. Se trataba de un disco comprado en
las rebajas, cuya portadilla enseñaba el autorretrato azul del propio compositor. Una pintura
original, dignamente entroncada en el expresionismo germano de comienzos del siglo XX.
La música me causó una impresión poderosa. Esto no es decir mucho: la factura del dentista
puede causar una impresión mayor y no está destinada a hacer historia. En aquella música, sin
embargo, encontré un paisaje nuevo. Escuché el disco muchas veces. En ocasiones tres,
cuatro, cinco veces en un solo día. Ahora puedo saber que los rasgos que más destacaban en
mis oídos no son originales: inverosimilitud armónica, contrapunto, riqueza tímbrica. Para quien
ya conocía varias sinfonías y canciones de Mahler con cierta familiaridad se daba, no obstante,
una paradoja. El "progreso" de Schoenberg sonaba como una vuelta a Brahms. Y tal cosa, para
quien escribe estas líneas, era de lo mejor que se podía decir de un músico. Brahms se
apreciaba en el acento, en la obsesión por los aspectos constructivos, en el sentido de la
variación musical. Por ello, mi siguiente reacción fue informarme. ¿Quién era Schoenberg y qué
clase de mosca le había picado?
Lo único que por entonces sabía de él era lo más elemental. Que había sido un posromántico,
expresionista, protegido de Mahler y "padre" (siempre se decía padre, nunca fundador,
inventor, instigador, sátrapa o cualquier otro género de sustantivo) del dodecafonismo.
Aquí es donde se iniciaba el problema: dodeca. Pronúnciese cuidadosamente y se apreciará
cómo estas sílabas castellanas tienen trampa. Si la palabra empieza así, el fonismo que sigue
a continuación no puede sonar bien. Que nadie se extrañe que dodecafonismo se tuviera (¡y
se tenga!) por una variedad intelectual del cacofonismo.
También sabía que los expertos denominaban a la suya técnica serial. Pero esto no contribuía,
precisamente, a solucionar las cosas. Pongámosle muchos adjetivos de esta índole a una
música y no habrá quien quiera escucharla. Y eso es precisamente lo que le sucedía a la
música de Schoenberg. Mucho antes de comprar aquel disco y escucharla por primera vez
(oírla en un concierto de entonces hubiese sido milagroso) ya sabía que poseía por lo menos
media docena de adjetivos. El primero y más sibilino, cerebral. Si a este añadimos serial,
estructural, dodecafónica, atonal, etc, es bastante natural que el melómano que había en mí se
detuviera prudente. Por ello me resultó sorprendente que la música de Schoenberg sonara. Y
que lo hiciera igual de bien en ambos casos, en la Sinfonía de Cámara y en las Variaciones
para Orquesta, obras de dos periodos completamente distintos y separadas por muchos años
de actividad musical.
Confieso que no fue de golpe pero llegó el día en que sucedió. Percibí que el Tratado de la
Armonía, poco a poco, había impreso en mí la idea de otro Schoenberg: una especie de
músico silencioso, a medias bibliotecario y mago de inagotables recursos para entretener a los
melómanos, dedicado a establecer, acotar, compendiar y difundir no precisamente la
revolucionaria técnica serial de su música, sino las técnicas, modos y maneras de la música del
pasado, a la que se sentía unido en cuerpo y alma. Como si ese hombre que parecía querer
arrojar por la borda toda la tradición de la música europea, y germana en particular, fuese en
realidad su máximo, su último defensor, y todo el eco y la explosión de su técnica de
composición con doce tonos entre los cuales ninguno de ellos tiene prevalencia un mero
fuego de artificio para entretener y despistar al personal.
Para zanjar la cuestión, según lo que ha llegado a mi conocimiento, hicieron falta cartas,
explicaciones, notas, aclaraciones editoriales. De no haber sido Adrian Leverkühn un personaje
de ficción, Schoenberg no habría cesado hasta verlo entre rejas; por lo menos entre los cinco
barrotes de sus pentagramas y bajo los doce candados de las doce notas cromáticas.
El caso tuvo su punto final en una frase que merece ser célebre y que me llegó a través de un
escrito de Glenn Gould: Ya se verá dentro de cien años quién se acuerda de Thomas Mann
y quien se acuerda de mí.
Si Schoenberg se hubiese decidido a componer música para las películas de Hollywood, sin
duda tendrían que haber puesto en sus manos un título: Murieron con las botas puestas.
Unamos ahora dos ideas: que las explicaciones sobre dodecafonismo, incluidas las de su
inventor, son como un libro de cocina -es imposible que dejen entrever el sabor de los platos- y
esa cita que amplía el plazo dado por Lorca: Así que pasen cinco años, así que pasen cien
años. Porque ese es otro de los puntos candentes de la locura de Schoenberg, ampliamente
documentado en su epistolario: ocupar un espacio en la historia, proyectarse en el tiempo, dar
la supremacía por un siglo (por lo menos) a la música alemana.
Schoenberg padeció una patología aún peor que la de querer ser el mejor: quiso ser el primero,
el origen, el padre de la idea.
No se ha dicho, o por lo menos no recuerdo haberlo leído. Sospecho que Schoenberg es mejor,
incluso mucho mejor, como compositor tonal que como compositor dodecafónico y atonal. No
está de moda hacer estas distinciones pero, al fin y al cabo, ya han pasado muchos años
desde estas pequeñeces y puede hablarse con gran claridad sin riesgo de ofender al puñado
de huesos a que han quedado reducidos sus protagonistas: el dodecafonismo fue un rotundo
De los adjetivos me curó la propia música de Arnold Schoenberg. Pero no todo el mundo tiene
tan buena relación con el diccionario.
He dicho antes -y así proseguimos esta historia- que traté de
informarme. En la España de finales de los sesenta y comienzos de los
setenta no era fácil encontrar buenos libros de música de vanguardia.
Claro que la falta de medios nunca es una excusa. Lo que sucede es
que necesitas más tiempo, más esfuerzo y más trabajo. Al final de aquel
proceso y tras una mezcla heterogénea que metió en un saco la
traducción de Luis de Pablo de una obra sobre Schoenberg escrita por
Stuckenschmidt, artículos de Claude Rostand, el libro de Boris de
Schloezer y Marina Scriabine, publicaciones francesas, un volumen de
Donald Mitchell y un montón de comentarios impresos en las cubiertas
de varios discos comprados a buen precio en el extranjero, vine a
hacerme una idea nueva de Schoenberg, en la que valoré su carácter
luchador y su impresionante búsqueda de la autenticidad en el arte.
No me gustaban, ni me gustan, sus manías psicopatológicas ni esa exigencia de fidelidad
estricta hacia su persona. Afortunadamente para la posteridad, las torturas cerebrales de los
compositores no suenan.
Más tarde, me llegaría una nueva felicidad de la mano de Schoenberg, aunque no de su
música: el Tratado de Armonía, que Ramón Barce tradujo al castellano para bien de todos
aquellos que por éstas y otras tierras quieran darse un chapuzón en las profundidades de la
forma. Iba a decir de la forma musical, pero el libro de Schoenberg contiene tantos aspectos
que pueden aplicarse a cualquier tipo de arte, que mejor es detenerse a tiempo.
Ignoro si el libro de Schoenberg contiene toda la verdad y sólo la verdad sobre el arte de los
sonidos. Añado que tampoco me importa. Puede ser que sólo la contenga en un noventa,
cincuenta, diez por ciento. Es más posible que esa verdad musical no exista en absoluto y que,
por consiguiente, toda referencia a tantos por ciento esté de más. Algunos han dicho:
Schoenberg era un mal teórico, Schoenberg se inventaba los problemas armónicos, era un
prestidigitador de notas... ¡Y seguro que todo esto es cierto! ¡O es falso! Cuando uno se ha
enamorado hasta la médula que no le vengan diciendo que la persona objeto de sus amores es
imperfecta por tener una uña rota. Es algo que está más allá de la verdad. Está dentro.
En el caso de Schoenberg, por cierto, también está fuera: no conozco ningún maestro de
músicos que haya cosechado tal cantidad de genios y de buenos músicos entre sus alumnos
directos. Y lo que es más importante: cada cual con su propio estilo y sus personales criterios.
Mencionemos a Webern el hermético; a Kurt Weil, partidario de una cultura de masas; digamos
a Berg, el último romántico. Y añadamos los profesionales de las bandas sonoras de Hollywood
que acudieron a él para aprender los "trucos" del compositor.
Así que el Tratado de la Armonía fue -es- una bomba. Una bomba, sin embargo, que
curiosamente no me ayudó a comprender mejor la música de Schoenberg. Me ayudó a
comprender mejor a Monteverdi, Bach, Mozart, Beethoven, Wagner, Brahms. Es decir, esa
impresionante experiencia que es la música occidental desde el prerrenacimiento y que
también incluye a Schoenberg.
Confieso que no fue de golpe pero llegó el día en que sucedió. Percibí que el Tratado de la
Armonía, poco a poco, había impreso en mí la idea de otro Schoenberg: una especie de
músico silencioso, a medias bibliotecario y mago de inagotables recursos para entretener a los
melómanos, dedicado a establecer, acotar, compendiar y difundir no precisamente la
revolucionaria técnica serial de su música, sino las técnicas, modos y maneras de la música del
pasado, a la que se sentía unido en cuerpo y alma. Como si ese hombre que parecía querer
arrojar por la borda toda la tradición de la música europea, y germana en particular, fuese en
realidad su máximo, su último defensor, y todo el eco y la explosión de su técnica de
composición con doce tonos entre los cuales ninguno de ellos tiene prevalencia un mero
fuego de artificio para entretener y despistar al personal.
Por aquel tiempo había leído otro libro de Schoenberg, El estilo y la idea, y no me había
causado menor impresión. Recuerdo el artículo sobre Mahler. Recuerdo el análisis armónico de
algunos pasajes de Brahms, que se llama, si la memoria no me traiciona, Brahms el
progresivo. Y por encima de todo es memorable la pasión con que
está escrito.
Desde la nueva perspectiva, Schoenberg se me aparecía como un
héroe de Borges, caminando incansable las múltiples sendas
entrecruzadas de su laberinto. Mirando al pasado y mirando al futuro,
sin llegar a distinguirlos bien.
En El estilo y la idea hay medio centenar de páginas destinadas a
explicar el dodecafonismo. Son imprescindibles para entender a
Schoenberg en la misma medida en que es imposible que esas
páginas expliquen nada. Uno ve a Schoenberg en la fuerza, en la
concisión, en el impulso; ve a Schoenberg en la amplitud de
perspectiva para juzgar su propio descubrimiento, del que se
mostraba tan patológicamente satisfecho: muchos ignoran, por
ejemplo, que el viejo maestro estuvo a punto de llevar a juicio a
Thomas Mann por adjudicar la invención de su sistema al personaje
protagonista de la novela Doktor Faustus, llamado Adrian Leverkühn.
Para zanjar la cuestión, según lo que ha llegado a mi conocimiento, hicieron falta cartas,
explicaciones, notas, aclaraciones editoriales. De no haber sido Adrian Leverkühn un personaje
de ficción, Schoenberg no habría cesado hasta verlo entre rejas; por lo menos entre los cinco
barrotes de sus pentagramas y bajo los doce candados de las doce notas cromáticas.
El caso tuvo su punto final en una frase que merece ser célebre y que me llegó a través de un
escrito de Glenn Gould: Ya se verá dentro de cien años quién se acuerda de Thomas Mann
y quien se acuerda de mí.
Si Schoenberg se hubiese decidido a componer música para las películas de Hollywood, sin
duda tendrían que haber puesto en sus manos un título: Murieron con las
botas puestas.
Unamos ahora dos ideas: que las explicaciones sobre dodecafonismo,
incluidas las de su inventor, son como un libro de cocina -es imposible
que dejen entrever el sabor de los platos- y esa cita que amplía el plazo
dado por Lorca: Así que pasen cinco años, así que pasen cien años.
Porque ese es otro de los puntos candentes de la locura de Schoenberg,
ampliamente documentado en su epistolario: ocupar un espacio en la
historia, proyectarse en el tiempo, dar la supremacía por un siglo (por lo
menos) a la música alemana.
Schoenberg padeció una patología aún peor que la de querer ser el
mejor: quiso ser el primero, el origen, el padre de la idea.
No se ha dicho, o por lo menos no recuerdo haberlo leído. Sospecho que
Schoenberg es mejor, incluso mucho mejor, como compositor tonal que como compositor
dodecafónico y atonal. No está de moda hacer estas distinciones pero, al fin y al cabo, ya han
pasado muchos años desde estas pequeñeces y puede hablarse con gran claridad sin riesgo
de ofender al puñado de huesos a que han quedado reducidos sus protagonistas: el
dodecafonismo fue un rotundo fracaso como proyecto histórico. Fue un éxito, sin embargo,
como herramienta transitoria. No es una irreverencia decir: dodecafonismo, usar y tirar. Pero no
estoy seguro de qué hubiese hecho Schoenberg de haber adivinado semejante futuro para su
descubrimiento.
Demos algunos datos: por cada cien páginas que Schoenberg escribió tratando de explicar
soluciones dodecafónicas, redactó quinientas, al menos, sobre armonía y contrapunto tonales.
Antes, durante y después del dodecafonismo.
Añadamos más aspectos: nadie como Schoenberg se las ha compuesto (valga la ironía) para
ser al mismo tiempo compositor dodecafónico y compositor tonal.
Puntualicemos: la frase "aún hay mucha música extraordinaria por escribir en do mayor",
es suya, no, digamos, de Kachaturiam. De hecho, incluso al final de su vida lo hizo sin que le
dolieran prendas.
Considerado desde este punto de vista, uno no sabe si lamentar que fuera Schoenberg,
precisamente él, quien inventara o descubriera el serialismo. Y lo que aún parece más
evidente: el hecho de que fuera así y no de otra manera, no le hizo ningún favor al superdotado
genio.
No ocurre con ningún otro compositor. Las obras de este hombre son de antes, de durante, de
después. Si son de durante, son puras o impuras, serialmente hablando. Si son de después,
son de cuando le venció la añoranza o de cuando resistió valientemente. Si son de antes, ya
preludian o vienen del pasado. Es un combate en mil frentes. Una guerra que él mismo se
inventó y de la que fue su primera, y quizá única, víctima.
En la carta de agradecimiento que el compositor escribió a la American Academy of Arts and
Letters, con motivo de haberle sido concedido un premio de mil dólares por el conjunto de su
obra, se encuentran algunas frases que están subrayadas en mi libro y que aún puedo
encontrar de memoria tras muchos años de haberlas leído. Son quizá la exposición más llana y
explícita -humilde podría haber escrito, sólo que Schoenberg no fue nunca humilde, y quizá no
tuvo necesidad de serlo- de su guerra personal consigo mismo y aquellos que él consideraba
sus adversarios. Dice:
He tenido, por mi parte, la sensación de haber caído en un océano de agua hirviendo; no
sabiendo nadar y no conociendo medio de salir, he probado servirme de brazos y
piernas como y mientras he podido. No sé lo que ha impedido que me ahogara o me
cociera vivo. Creo que sólo he tenido un mérito: no haber abandonado la lucha jamás.
Que mis movimientos hayan sido eficaces o absurdos, que hayan sido favorables o no a
mi existencia futura, el hecho es que para hacerlos no me ha sostenido nadie, aunque
los que han esperado verme sucumbir tampoco hayan sido muy numerosos.
Obsérvese el giro de la última frase: es de un virtuosismo magnífico. Todo el fragmento
adquiere la dimensión de una lucha titánica, aunque atípica, ya que ese gran combate carece
de partidarios y de público. No interesa a nadie... por el momento. Schoenberg juega siempre a
la misma carta: la existencia futura.
En mi discoteca ya no está aquél viejo disco con el autorretrato azul en la portadilla y sendas
versiones de su Primera Sinfonía de Cámara y de las Variaciones para Orquesta. Hace ya
muchos años que los surcos sólo me ofrecían rumor de fritura sobre el que trataba de
sobreponerse una orquesta en lontananza. Pero no recuerdo en qué tejemaneje o por qué
circunstancia de la vida quedó arrinconado.
Hubo una vez que necesité dinero -decir una vez es un recurso retórico, siempre necesité
dinero en mi juventud- y vendí grandes lotes de música en el rastro. Me llevé una gran
satisfacción cuando comprobé lo rápido que vendía aquellas grabaciones de música tan "rara".
Una alegría por partida doble: por mi bolsillo y por la música.
Tal vez fue entonces cuando aquel primer disco de Schoenberg salió de mi vida, con sui
portadilla azul. Pero debo hacer una última aclaración: el disco salió de mi vida; la música se
quedó dentro.

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