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La unión de semejanza: fin sobrenatural de la existencia.

Una meditación antropológica sobre el origen y la


finalidad del misticismo, según San Juan de la Cruz

The union of similarity: supernatural end of existence. An


anthropological meditation on the origin and purpose of
mysticism, according to saint John of the Cross

Lucero González Suárez *

Universidad Nacional Autónoma de México noche_oscura27@yahoo.com.mx

Resumen

El propósito de estas páginas es describir los rasgos esenciales del misticismo como
modalidad de la vida fáctica, a partir del análisis de un fenómeno hermenéutico: la
obra poética y doctrinal de San Juan de la Cruz. La intención es plantear la pregunta
por el origen y el sentido último de la existencia, con el fin de mostrar que la mística
destaca por su radicalidad de entre los caminos que conducen al hombre a la plenitud.
Esta meditación filosófico-teológica es antropología por su objeto; es fenomenología,
por su método; hermenéutica, porque aquello a lo que se dirige la pregunta por el ser
del hombre es una construcción textual.

Palabras clave: San Juan de la Cruz, Antropología, Dios, mística, existencia.

Abstract

The purpose of these pages is to describe the essential features of mysticism as a


modality of factual life, based on an analysis of a hermeneutic phenomenon: the
poetry and the doctrine of Saint John of the Cross. The intention is to ask for the
source and the ultimate meaning of existence, in order to show that the Mystic stands
by its radicalism among the paths that lead to the man in the fullness. This
philosophical-theological meditation is anthropology by its object; is phenomenology,
its method; hermeneutics, because that what the question is directed by the being of
man is a textual construction.

Key words: Saint John of the Cross, anthropology, God, mystic, existence.

Introducción
La pregunta filosófica por excelencia, en la que de acuerdo con Kant se sintetizan las
preocupaciones fundamentales de la existencia, alude directamente al ser que nos
define: ¿qué es el hombre? A penas hace falta justificar la importancia de dicha
interrogante. La necesidad de responder a ella de una forma rigurosa y sistemática
surge del doble reconocimiento de que, aun cuando estamos conscientes de que
somos, no sabemos quiénes somos. Lejos de ser una verdad clara y distinta, la
existencia es un enigma.

No obstante lo anterior, lo cierto es que, como ha puesto de manifiesto la ontología


fundamental de Martín Heidegger, en la condición humana hay una tendencia a
extraviarse en el mundo a fin de no afrontar el enigma de la existencia. Tendencia en
razón de la cual, tan pronto dejamos a un lado la tarea del pensar, nos desentendemos
por completo de las preguntas por el origen y por la finalidad última de la existencia,
para ocuparnos única y exclusivamente con la resolución de pequeños y triviales
problemas de la vida cotidiana.

El costo que el individuo ha de pagar por dicho olvido es una existencia que fluye sin
cauce alguno; como agua derramada en una vasija rota, cuyo nivel puede decrecer
pero nunca aumentar. El mayor peligro al que estamos expuestos es el olvido de la
capacidad para meditar, a solas y en silencio, sobre el ser que somos. A diferencia del
pensar calculador, que se limita a planificar la acción productiva, la meditación serena
sobre la esencia del ser y de las cosas, permite poner de manifiesto el sentido de su
presencia. El problema es que, aun cuando el pensar nos es esencial, cada uno ha de
esforzarse por conducir a la consumación la esencia del pensar, puesto que sólo
entonces podrá apropiarse de su humanidad.

A fin de que el hombre se apropie de su ser, se impone la necesidad de que atienda a


la manifestación de las posibilidades más altas de la existencia y, a partir de la
descripción de sus rasgos esenciales, obtenga elementos suficientes para plantear la
pregunta ¿qué es el hombre? Más aun, para comprender el ser que somos, tampoco
basta describir las determinaciones ontológicas de la existencia; es necesario indagar
sobre el origen y el sentido último de ésta.

La importancia vital de dicha investigación deriva del hecho de que sólo cuando se ha
comprendido de dónde proviene la existencia cabe inquirir por su sentido último y
pronunciarse sobre su plenitud. Lo que, por supuesto, implica reconocer previamente
que vivir no es algo que de suyo posea un sentido; en todo caso, de lo que se trata es
de vivir bien y de clarificar qué se entiende por tal cosa. Pues es verdad que todo
hombre quiere ser feliz, pero la felicidad está lejos de ser una noción unívoca.

Desde su aparición, la obra de San Juan de la Cruz (=SJC) ha sido objeto de muy
variadas consideraciones. Por lo que se refiere al estado de la cuestión, en términos
generales y esquemáticos, cabe afirmar que la escuela de interpretación francesa,
fundada por Jean Baruzi, se caracteriza por realizar estudios sobre el misticismo,
tomando como punto de partida los textos sanjuanistas. Su intención es estudiar el
fenómeno místico-religioso a partir de disciplinas como la filosofía, la psicología, la
antropología, la filología, etc.

Por su parte, la escuela española se dedica al análisis de la obra san-juanista en su


conjunto. Su interés es desentrañar los principios fundamentales de la doctrina. En la
mayoría de los casos, el modelo de interpretación adoptado es de procedencia
teológica. Sus representantes más destacados son Eulogio Pacho y Federico Ruiz. Sus
limitaciones radican en el compromiso que los intérpretes tienen con la ortodoxia y con
la doctrina de la Iglesia. En más de una ocasión, los teólogos que se han ocupado con
el estudio de la obra sanjuanista persiguen intereses que van más allá de su
comprensión, ya sean de orden pastoral, moral e incluso político. Un claro ejemplo de
ello es la descontextualización de la doctrina de SJC acerca de la universalidad de la
mística, encaminada a defender la doctrina de las dos vías de salvación.

Asimismo, los estudios hechos por Juan Martín Velasco y José Gómez Caffarena,
ocupan un sitio privilegiado en la fenomenología de la religión y de la mística porque al
haber contribuido a la exhibición de constantes estructurales en las distintas
cosmovisiones religiosas, han advertido la necesidad filosófica de preguntar si hay algo
en el ser del hombre que lo haga capaz de lo divino; si la religión y la mística son
comportamientos accidentales o, por el contrario, expresan alguna determinación
ontológica.

Ahora bien, pese a la abundancia de la literatura filosófico-teológica sobre la obra de


SJC, hasta donde yo tengo noticia, el intento de aplicar a la interpretación de la obra
poético-doctrinal de SJC las aportaciones de la fenomenología, sin omitir la reflexión
sobre la dimensión teológica de las palabras del santo, ha sido una línea de
investigación poco desarrollada. Así pues, partiendo del reconocimiento del estado de
la cuestión, el propósito de estas páginas es plantear la pregunta por el origen y el
sentido último de la unión mística, desde una perspectiva filosófica, libre de
compromisos doctrinales, cuya pretensión última es dilucidar la experiencia de Dios de
la que SJC ha dado testimonio.

La reflexión filosófico-teológica que aquí desarrollo es antropología por su objeto; es


fenomenología, por su método; hermenéutica, porque aquello a lo que se dirige la
pregunta por el ser del hombre es un universo textual. El propósito último de esta
meditación es arrojar luz sobre la respuesta que la mística ofrece a la pregunta: ¿quién
es el hombre, delante de Dios?

1. El poder creador del amor divino: origen de la existencia

El libro del Génesis nos relata en estos términos la creación del hombre: "Dijo Dios:
Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gn 1, 26). El pasaje resulta
familiar para todos los cristianos. Pero al escucharla, ¿realmente comprendemos que
haber sido creados a imagen de Dios supone que la finalidad de nuestra vida es
convertirnos en reflejo de su perfección? Para usar una imagen de Santa Teresa de
Jesús, podemos decir que ser imagen de Dios significa que cada uno de nosotros es
parecido a un espejo o claro cristal donde, de un modo único, habita la presencia de
Dios. Cuando el espejo está libre de manchas se parece al río en cuyas aguas aparece
reflejada la belleza de lo creado; mas cuando está sucio y opaco es semejante al agua
mezclada con fango, porque entonces no se puede distinguir nada de lo que está
oculto bajo su superficie, por majestuoso que sea.

El propósito de la actitud ascética es hacer del alma un espejo limpio donde pueda
reflejarse en todo su esplendor la presencia de Dios. La finalidad de todas aquellas
prácticas y ejercicios que buscan eliminar las inclinaciones equivocadas de la voluntad
(que constituyen la raíz de los vicios e imperfecciones morales y espirituales) es que el
hombre sea puro para que pueda irradiar la presencia divina, según su peculiar
condición. Al respecto, cada uno podrá juzgar hasta qué punto la totalidad de sus actos
cotidianos; de su manera de concebir la vida y de relacionarse con los demás, son
reflejo del Dios vivo y verdadero. Lo cierto es que mientras estemos vivos tenemos la
posibilidad de limpiarnos; de liberarnos de nuestras malas inclinaciones, para acceder
a la experiencia de Dios. Pero la única lejía capaz de devolverle al espejo del alma su
pureza es el ascetismo; la determinación de negar todos aquellos hábitos, gustos y
contentos que no aproximan al hombre a Dios; sino que ocultan su presencia. Y lo
único que puede limpiar la huella profunda que las malas inclinaciones dejan en la
voluntad, es la gracia de Dios, que como agua cristalina se derrama en cada hombre
con la infusión del Espíritu Santo, cuya fuerza regeneradora libera la voluntad de toda
inclinación contraria al amor que Dios es.

La limpieza interior que tienen por fin los ejercicios ascéticos no es solamente una
pesada tarea propia de los principiantes espirituales. Es cierto que la principal
característica del principiante es la negación de todos aquellos gustos, dependencias y
apetitos que eclipsan la presencia interior de Dios. Sin embargo, ni siquiera en los
estados más avanzados del camino espiritual se puede prescindir de la lejía y del agua
ya mencionadas.

Cuando el espejo del alma está manchado por el pecado y por los apetitos voluntarios,
por más que Dios siga habitando ese castillo interior que es el alma, el individuo es
incapaz de percibir e irradiar su presencia. Ya que cuando el individuo no se da a la
tarea de purificar las operaciones de sus potencias, el pensamiento, el deseo y el
recuerdo de los bienes finitos a los que se aspira egoístamente son tan fuertes que
ocupan por completo el castillo y hacen del Rey que lo habita un prisionero. Por el
contrario, cuando el proceso de purificación y limpieza progresa, los intrusos que han
usurpado el castillo comienzan a retirarse. Entonces, comienza a relucir la presencia
interior de Dios en cada uno, que se ade-cua a la forma de ser y condición personal,
dado que la manera en que la inhabitación de Dios "no opera en el vacío, sino que
respeta y tiene en cuenta el propio modo de ser humano" (Graeff, 1970: 70).

Por naturaleza somos imágenes de Dios. Gracias a ello estamos en condiciones de


participar de su amor. Sin embargo, depende de nosotros la decisión de limpiarnos o
no de todo aquello que empaña la belleza de nuestro ser, a fin de convertirnos en
imagen y semejanza suya. Ser semejante a Dios es liberar espacio en nuestras vidas;
es echar a un lado todo aquello que estorba nuestra comunicación y comunión con
Dios; es comprender la poca importancia que tienen nuestras más preocupaciones
comparadas con el fin último de la salvación, a fin de permitirle a Dios habitar en el
castillo de nuestra alma.

Al referirse a la condición creatural del hombre, SJC dice que tanto la existencia como
la esencia del hombre son efectos del poder creador de Dios, que expresa y tiene por
fin el amor-ágape. El amor-ágape es el principio y el fin al que todo tiende y del que
todo procede: es la esencia de Dios, en virtud de la cual crea al hombre.

De acuerdo con la revelación y la experiencia mística, Dios ha creado al hombre por


amor y para amar, tomando como modelo a "la Sabiduría suya por quien las crió, que
es el Verbo, su Unigénito Hijo" (Cruz, 1994a: canción 5, párrafo 1). A pesar de ser
trascendente, Dios es también inmanente al hombre. La razón de lo cual es que la
creación no es un acto productor que el Hacedor o el Demiurgo haya realizado fijando
la mirada en lo eterno e idéntico para tomarlo como modelo; sino una acto que crea al
mundo y al hombre, al palacio y a la esposa, llamándolos a ser desde la nada, a fin de
que puedan participar del amor que define la esencia divina, a su modo y según su
capacidad. En el Timeo,
Platón habla de "producir", de un "acto de hacer", de una "hechura". El verbo utilizado
es poieo; su significado: fabricar, ejecutar, confeccionar; crear, producir, en el sentido
de engendrar, dar a luz, producir el suelo, hacer nacer, causar; actuar, ser eficaz [...]
Pero los libros griegos de la Biblia, y sobre todo el Nuevo Testamento, hablan de otra
cosa [...] pues ya no es 'hacer', 'producir', 'demiugar', sino "crear". Esta nueva palabra
significa en griego clásico construir casas o ciudades; fundar una colonia; instituir
(Pérez, 2002: 130-131).

El modelo para la creación del mundo desde la nada, no es un arquetipo presente en el


entendimiento divino ni una forma preexistente que la voluntad de Dios elige por su
perfección relativa y que su potencia crea -como, por cierto, Leibniz parece pensar. El
modelo según el cual ha tenido lugar la creación es Dios mismo en la Persona del Hijo;
es el Verbo o la Sabiduría. Al mundo y al hombre, únicamente "la mano del Amado
Dios [es decir, del Verbo] pudo hacerlas y criarlas [...] porque, aunque otras muchas
cosas hace Dios por mano ajena [...] esta que es criar nunca la hizo ni la hace por otra
que por la suya propia" (Cruz, 1994a: canción 5, párrafo 3). Por sí solo, el Verbo hizo
todo: "por él se hizo todo, y nada llegó a ser hecho sin él" (Jn 1, 3). Por ser obra del
Amado, la creación expresa parcialmente la perfección del Creador, quien "crió todas
las cosas con gran facilidad y brevedad y en ellas dejó algún rastro de quien Él era, no
sólo dándoles el ser de nada, mas aun dotándolas de innumerables gracias y virtudes,
hermoseándolas con admirable orden y dependencia indeficiente que tienen unas de
otras" (Cruz, 1994a: canción 5, párrafo 1).

Es, pues, de saber que con sola esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas, que
fue darles el ser natural, comunicándoles muchas gracias y dones naturales,
haciéndolas acabadas y perfectas [...] Y no solamente les comunicó el ser y gracias
naturales mirándolas, como hacemos dicho, mas también con sola esta figura de su
Hijo las dejó vestidas de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural; lo cual fue
cuando se hizo hombre, ensalzándole en hermosura de Dios y, por consiguiente a
todas las criaturas con él, por haberse unido con la naturaleza de todas ellas en el
hombre (Cruz, 1994a: canción 5, párrafo 4).

Al decir lo anterior, el poeta místico asume tanto la perspectiva paulina como la joanea
y sostiene que si al crear al mundo y al hombre, tomando como modelo al Hijo, Dios
ya había dotado de dones a las criaturas, la perfección de lo creado tiene lugar gracias
a la encarnación. Por obra de la encarnación, todo aquello que es asumido, es también
exaltado. Si el Verbo se hizo carne fue para que el ser finito y carnal que somos,
estuviera en condiciones de hacerse Dios por participación. La encarnación no sólo
dotó de dignidad al hombre sino que, a través suyo, elevó a un estado de mayor
perfección al mundo. El texto revelado que resuena en la afirmación del poeta místico
es: "y yo, cuando haya sido levantado de la tierra, levantaré a mí todas las cosas" (Jn
12, 32). En la resurrección, cuando Cristo Crucificado asume la forma de Señor
exaltado, atrae hacia sí la creación entera. Por lo cual dice el santo: que "en este
levantamiento de la encarnación de su Hijo y de la gloria de su resurrección según la
carne, no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, mas podemos decir que
las dejó vestidas de hermosura y dignidad" (Cruz, 1994a: canción 5, párrafo 4).

En sí mismas, las criaturas (sobre todo el hombre) son rastros de la perfección del
Amado, a través de los cuales se hace manifiesta su existencia. No obstante, en tanto
no se haya llevado a cabo la purificación del sentido, el goce en la consideración y
posesión de las criaturas constituye un riesgo de alienación. La presencia de las
criaturas es un peligro para la voluntad desordenada. Al no considerar que comparadas
con el ser de Dios las criaturas son poco menos que nada, la voluntad que toma como
criterio de acción el goce egoísta se olvida con facilidad del fin sobrenatural de la
existencia. El amor desordenado a lo creado, habi-tualmente asume la forma de
apetito y esclaviza al hombre, incapacitándolo para la experiencia de Dios.

Ahora bien, entre la manera en que SJC habla de las criaturas en la Subida del Monte
Carmelo y el modo en que lo hace en el Cántico Espiritual B hay una gran diferencia.
Ello obedece no a que el objeto sea distinto, sino a la perspectiva desde la cual es
contemplado: como fin en sí mismo y como huella de la presencia divina,
respectivamente. Cuando en la Subida del Monte Carmelo se refiere a la necesidad de
la purificación activa del sentido, SJC sobre todo enfatiza la distancia infinita que hay
entre las criaturas y el Creador, "Porque ¿qué tiene que ver criatura con Criador,
sensual con espiritual, visible con invisible, temporal con eterno?" (Cruz, 1994d: libro
I, capítulo 6, párrafo 1). El santo sostiene que, consideradas sin relación al principio
del que proceden, el ser de las criaturas carece de sustento alguno. De ahí que al ser
comparadas con el ser de Dios, haya que concluir que las criaturas no son más que
esas nadas que seducen la voluntad y nublan el entendimiento. No obstante, hay que
recordar que el origen de la distancia es el pecado, que impide al hombre la
consideración de las criaturas en Dios.

Por su parte, el Cántico Espiritual B celebra el reencuentro con la creación del alma que
ya ha pasado por las purificaciones activas y pasivas del sentido y del espíritu. Para la
esposa, las criaturas son mediaciones de la presencia divina; no fines en sí mismos,
capaces de sojuzgar la voluntad del hombre hasta el punto de provocar que se olvide
de Dios por ir en busca de su posesión. Tan pronto aparta el gozo de los bienes finitos,
el alma "Adquiere más gozo y recreación en las criaturas con el desapropio de ellas"
(Cruz, 1994d: libro III, capítulo 20, párrafo 2).

El poder creador del amor que Dios es, constituye el origen de la creación del mundo y
del hombre. Ambos son huellas o rastros de la perfección divina; son obras del Amado,
que manifiestan su gloria desde una perspectiva. Pero mientras que los entes naturales
reflejan con su sola presencia el ser del Creador; el hombre está llamado a purificarse
de todos aquellos apetitos, asimientos, vicios e imperfecciones que opacan la presencia
de Dios en su interior.

2. La unión de semejanza amorosa con el Esposo Cristo: fin


sobrenatural de la existencia

De acuerdo con la revelación, "[Dios] nos predestinó para adopción como hijos para sí
mediante Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la
gloria de su gracia" (Ef 1, 5-6). La gloria de la gracia de Dios –que San Pablo llama
"riquezas de su gracia por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús" (Ef 2, 7)– es
el clímax de la revelación. Y el propósito de la pre-destinación, de aquello para lo cual
Dios destinó a todo hombre al crearlo, es la igualdad de semejanza con Cristo.

Aceptado lo anterior, es preciso distinguir entre aquello que se conoce por la autoridad
de la revelación y aquello que se comprende a través de la experiencia. Gracias a la
revelación, sabemos que Dios nos creó por amor y para amar. Pero, ¿cómo accedemos
a dicha experiencia? Todo apunta a que no hay deducción alguna capaz de conducirnos
a la esencia amorosa de Dios. La única manera de que el hombre caiga en la cuenta de
"la gran deuda que a Dios debe en haberlo redimido solamente por sí mismo, la debe
todo el amor de su voluntad" (Cruz, 1994a: canción 1, párrafo 1), es el encuentro con
el Amado, cuya presencia seduce y enamora, suscitando el movimiento de la
conversión.

Cada uno de nosotros puede escuchar excelentes disertaciones y discursos edificantes


sobre el amor divino; pero sólo el amor que Dios es tiene el poder de manifestarse a sí
mismo, desde sí mismo. Sólo la irrupción de la presencia divina en la vida de cada
hombre tiene la potencia para interpelarlo y hacerle comprender que su vida no es en
fin en sí mismo, sino que está ordenada a Dios. Es decir, que la plenitud de la vida
humana no se alcanza mediante un proceso de conquista de la autonomía y afirmación
de la voluntad; sino mediante la negación de todos aquellos vicios, imperfecciones,
apetitos y asimientos que alejan al hombre de Dios.

A tenor de lo que el poeta místico declara en el comienzo de Cántico Espiritual B,

El origen de la contrición que padece el converso ciertamente es el reconocimiento de


su dependencia respecto del Amado; mas la suya es una dependencia amorosa
respecto de quien por amor se encarnó, padeció y se dejó crucificar, para ofrecerle la
vida eterna. A pesar de lo cual, lejos de corresponder a tal deuda amorosa, hasta
antes de «caer en la cuenta» del fin sobrenatural para el cual ha sido creado, el
existente no ha hecho más que vivir para sí o, en el mejor de los casos, se ha
conformado con el ejercicio del amor interesado (González, 2012: 68).

El poeta místico no habla de una deuda metafísica sino amorosa, para dar a entender
que quien tiene la experiencia de encuentro con Dios en Cristo, ante todo, se sabe
desbordado por el poder creador y redentor del amor divino. Aquello que el converso
desea es corresponder a ese amor espontáneo, inmerecido, universal e incondicional
que Dios le ha otorgado, por principio. Desde luego, si el converso desea corresponder
al amor divino no es porque piense que ello le aporte algo a Dios. El amor místico es
respuesta espontánea al llamado originario del amor divino. En el orden
sobrenatural, conocer es ser. Lo cual significa que, para el místico, saberse amado es
no sólo acoger pasivamente una experiencia, sino responder a ella amando, a fin de
hacer fructificar el don recibido.

Luego de recibir la visita del Amado, cuyo fin es inflamar la voluntad en el amor divino,
a fin de que el alma-amada cobre la fuerza necesaria para negar sus apetitos, gustos y
aficiones, ésta reconoce su vocación esencial: comprende que "para que pudiese venir
a esto la crió a su imagen y semejanza" (Cruz, 1994a: canción 39, párrafo 4) y la
redimió. Esto es, que al crear y redimir al hombre, Dios lo pre-destinación o lo destinó
por principio a participación de la vida eterna, que consiste en amar y conocer a Dios
como Él mismo se conoce y se ama en las Personas de la Santísima Trinidad y ama al
hombre: de una forma ilimitada, incondicio-nada y universal.

No obstante lo anterior, la relación de unión amorosa con Dios no puede darse sin
más. No basta que el hombre quiera estar en la presencia de Dios y presente sus
quejas de amor para que se realice la unión de semejanza amorosa. Para que ello
pueda tener lugar, deben ser eliminados los obstáculos que impiden la unión. Por eso
son necesarias tanto la purificación activa y pasiva del sentido como la del espíritu.

El principio fundamental de la antropología de SJC es que el hombre es imagen de Dios


y está llamado a ser semejanza de Jesús. Pero dicha transformación reclama como
condición de posibilidad de un largo y arduo camino de perfeccionamiento, simbolizado
por la subida del Monte Carmelo. La mística es ese proceso a través del cual se realiza
plenamente la semejanza a la que el hombre está llamado. En dicho proceso juega un
papel decisivo la cooperación del hombre, que hace cuanto está en su poder para
disponerse favorablemente al encuentro con Dios mediante la negación de sus
tendencias desordenadas. Pero más importante aún es la gracia divina que, obrando
pasivamente, purifica la raíz de las imperfecciones del hombre, a fin de que éste pueda
acoger la noticia sobrenatural de la fe, a la que el santo define como el único medio
proporcionado al fin sobrenatural de la deificación.

La mística sanjuanista establece una relación entre antropología y cristología. "Sin la


persona de Cristo ni el sistema sanjuanista se tiene en pie ni el sendero de las tres
nadas conduce a ningún lugar" (Molina, 1991: 24). Jesús es el modelo a imitar para el
hombre. En Cristo Jesús, Dios se encarnó y se hizo hombre para que el hombre se
hiciera Dios por participación. Desde la eternidad, el Padre, "a los que de antemano
conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el
primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a ésos también los
llamó" (Rom 8, 29-30).

El sentido último de la vida humana es asemejarse a Cristo. Lo que equivale a estar


dispuesto para atender al llamado: "Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos
queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como
oblación y víctima de suave aroma" (Ef 5, 1-2). Ser cristiano es hacer propia la cruz de
Cristo, tal como ésta se configura en nuestras propias circunstancias: en la aceptación
de nuestras limitaciones y en el reconocimiento de que en la más honda
desesperación, en la soledad y el dolor, brilla la esperanza de que Dios no nos
abandona. Ser cristiano es saber que al participar de la muerte de Cristo, participamos
también de su resurrección.

En todas sus obras, refiriéndose al amor que se manifestó en la cruz de Cristo, SJC
repite incesantemente que "Al fin, para este fin de amor fuimos criados" (Cruz, 1994a,
canción 2, párrafo 32). La evidencia fe-nomenológica de esa destinación esencial del
hombre a la unión con Dios es la tendencia natural, no reflexiva, que provoca en el
individuo el deseo de Dios. Lo que el santo da a entender cuando se refiere a la
"igualdad de amor con Dios, que natural y sobrenaturalmente apetece" (Cruz, 1994a,
canción 38, párrafo 3).

¿A qué se refiere el santo con apetito natural y sobrenatural de Dios? Él no lo aclara.


Sin embargo, considero que es posible encontrar una indicación sobre el modo en que
habría que constatar dicha pregunta, en las descripciones que ha hecho del modo de
vida de los espirituales, a lo largo de cada una de las fases del proceso místico. Con el
propósito de comprender el sentido, el origen y la finalidad de dicho apetito, es preciso
atender al tipo de relación que el espiritual entabla con Dios.

En todas sus obras, cuando SJC se ocupa con la reflexión sobre el ser del hombre, lo
hace a la luz del fin sobrenatural de la existencia. A diferencia de otros pensadores, no
repara siquiera en el modo de vida que distingue al hombre que vive apartado de Dios
del místico. La razón de lo cual es, a mi entender, que los lectores a quienes están
destinadas sus guías espirituales, por más bajo que sea su grado de perfección, están
convencidos de que la unión con Dios es la finalidad de la existencia. En otro sentido,
la aparente evidencia de la que parte SJC acerca de la importancia concedida por todos
los hombres a la búsqueda de la salvación puede explicarse por otras dos razones. La
primera tiene que ver con el espíritu de la época: tan natural era para un hombre de
su tiempo preocuparse seriamente por su salvación: como ahora lo es, para que
quienes han crecido en el seno de las sociedades secularizadas, ser indiferentes al
problema de Dios. La otra razón es que, como cualquier otro amante, SJC no puede
siquiera comprender cómo es que algunas personas alguien pueden ser del todo
indiferentes al amor divino, siendo que Dios constantemente sale a su encuentro para
enamorarlos.

Lo que a SJC le interesa no es explicar por qué el hombre siente ese apetito natural y
sobrenatural de Dios, sino por qué dicho apetito está más inflamado en unos sujetos
que en otros. En segundo lugar, le parece importante dar cuenta de que aun cuando
tal inflamación es indispensable en los comienzos del proceso místico, las "ansias en
amores inflamadas" no son un medio apropiado para el fin de la unión de semejanza
amorosa con el Esposo.

Ahora bien, dado que nosotros no habitamos en el mundo histórico-cultural de SJC y


desafortunadamente tampoco compartimos su experiencia, para comprender el
significado del apetito "natural y sobrenatural" de Dios tenemos que emprender una
meditación sobre la experiencia mística, a partir del testimonio que nos ha legado. La
tarea filosófico-teológica al respecto consiste en pensar sobre aquello que quedó sin
pensar; que quedó oculto porque para el santo era evidente, pero para nosotros ya no
lo es.

Con el propósito de esclarecer la cuestión sobre el origen del deseo de lo divino,


considero apropiado señalar lo siguiente. Tan pronto se repara en la experiencia, es
fácil constatar que el rasgo esencial que nos define es el deseo infinito de sentido
infinito: sin importar nuestra finitud y la limitación de nuestro poder ser, anhelamos
siempre lo infinito, infinitamente. Ahora bien, ese deseo infinito que somos puede
orientarse tanto a lo infinito como a lo finito. Las posibilidades fundamentales del
existente son: 1. Empeñarse en desear finitamente lo finito. 2. Desear finitamente lo
infinito. 3. Desear finitamente lo infinito. 4. Desear infinitamente lo infinito.

La primera de ellas expresa un esfuerzo vano por reducir el alcance del deseo, a fin de
que se ajuste a la finitud del mundo. La intención es superar la infelicidad que nos
provoca no disponer de un sentido infinito que dirija nuestra vida diaria, acortando el
alcance de nuestros proyectos. Quien así piensa, asume que sólo existe la finitud, y
trata de contentarse con ella; de saciar su sed de sentido con la posesión y el goce
efímero de lo finito.

La segunda posibilidad, que consiste en desear infinitamente lo finito, se concreta en la


vida que se deja arrastrar de un lado a otro, sin tener nunca paz ni serenidad, por las
pasiones naturales ya referidas: "gozo, esperanza, temor y dolor" (Cruz, 1994d: libro
I, capítulo 13, párrafo 5). Tal es el modo de vida de quien está dominado por sus
apetitos y agobiado por todos los daños negativos de los que SJC habla en el primer
libro de la Subida del Monte Carmelo.

La tercera posibilidad consiste en desear infinitamente lo finito. Una de las mayores


aportaciones de la mística es haber dejado en claro que la única realidad infinita es
Dios, porque su ser trascendente rebasa las limitaciones de los entes. Quien
comprende lo anterior, cae en la cuenta de que ese deseo natural de sentido infinito
sólo puede alcanzar su satisfacción cuando se dirige al "objeto" que le es propio: Dios.
Sin embargo, quien elabora dicho razonamiento olvida que por sus propios medios,
sólo puede acceder a la experiencia finita de la infinitud divina. Lo que equivale al
deseo infinito de lo finito: no porque el ser de Dios sea finito, sino porque, cuando el
hombre intenta representárselo a través de las operaciones naturales de sus potencias
(entendimiento, voluntad y memoria), rebaja el ser de Dios, es decir, lo despoja de su
dimensión sobrenatural, a la que sólo tiene acceso la fe sobrenatural infusa. Quien
busca a Dios por sus propios medios da cuenta del deseo natural que habita en todo
hombre. Deseo que, sin embargo, no es un medio adecuado para la unión a la que el
hombre aspira.

Finalmente, la cuarta posibilidad alude a la vida mística. Místico es quien se vale de


medios proporcionados a la infinitud de lo divino y, por tanto, no sólo reconoce en su
voluntad el deseo natural de Dios, sino el deseo sobrenatural de su presencia, cuyo
fundamento ontológico es la presencia de Dios en el ser del hombre.

Cuando el espiritual no ha transitado todavía de la meditación a la contemplación, ni le


ha sido infundido el hábito y el acto de las virtudes sobrenaturales, su deseo de Dios
es natural: la fuerza con la que se dirige hacia Él surge de su condición humana. Pero
cuando las operaciones de sus potencias han quedado transformadas por la infusión de
la gracia, que muda las primeras de humanas e imperfectas en divinas por
participación y perfectas, el deseo que dirige su voluntad hacia Dios es acorde al ser de
Dios1.

De acuerdo con la antropología mística de SJC, la presencia de Dios en el hombre se


manifiesta como llamado amoroso que lo invita a abandonar cualquier otro amor para
corresponder al amor divino. Aquello a lo que Dios convoca al hombre es a que se
retire del mundo y juzgue en su justa dimensión la importancia de los bienes
mundanos, de modo que el deseo de posesión de estos últimos no le haga olvidar que
Dios es el sumo bien y que la unión amorosa con Cristo es el fin de la vida humana.
Puesto que para hallar la presencia escondida de Dios "conviene salir de todas las
cosas según la afección y voluntad y entrarse en sumo recogimiento dentro de sí
misma" (Cruz, 1994a: canción 1, párrafo 6). Salir es abandonar, dejar a un lado el
cuidado y afecto de aquello a lo que anteriormente se estaba apegado. El abandono
espiritual es dejar el cuidado de sí mismo y del mundo para concentrase en la
búsqueda de Dios: no a través del desprecio del mundo y de sí, sino del desapego.
Superar el amor egoísta a uno mismo por amor a Cristo es asumir la responsabilidad
derivada de saber que "el reino de Dios está dentro de vosotros" (Lc 17, 21).

Para explicar la dimensión natural de esa salida, que hace al hombre abandonar el
mundo y el cuidado de sí para salir corriendo en pos de las huellas del Esposo, SJC
sostiene que el alma tiende hacia Dios de modo semejante a la manera en que el
movimiento natural de la piedra la dirige hacia el centro de la Tierra. La imagen es de
una claridad notable. Lo que da entender es que, por naturaleza, el movimiento de la
voluntad apunta hacia Dios. Sin embargo, tal comparación puede inducir una falsa
interpretación del centro del alma, en contra de la cual SJC busca precavernos. El error
consiste en pensar que así como el centro de la tierra es un lugar, el centro del alma
es una ‘región’, una ‘parte’ de una substancia, donde se halla la presencia de una
entidad suprema: Dios.

Desde mi interpretación, el centro del alma es una posibilidad de la existencia: así


como la piedra puede estar o no en su elemento, según encuentre algún tipo de
resistencia o no; el hombre puede dirigir su voluntad y orientar sus acciones teniendo
como finalidad la unión de semejanza con Dios u olvidándose de ella. Tanto en su
elemento como fuera de él, la piedra y el hombre siguen siendo lo que son. Pero al no
realizar el movimiento que corresponde a su ser, ambas están fuera de lugar y, por
tanto, adoptan un modo de ser impropio, que en el caso del hombre origina la
insatisfacción que distingue a la existencia de quienes no participan de la experiencia
de Dios.

De acuerdo con Miroslaw Kiwka, en los escritos sanjuanistas, "la pregunta por el ser
del hombre tiene la finalidad de explicar los principios que, en último término, deciden
que el hombre obre, conozca y ame de una determinada manera" (Kiwka, 2004: 2). El
hombre adopta un modo de ser impropio o superficial cuando todavía no ha
descendido al centro de su alma y habita en la periferia o en el estrato más exterior de
ésta. Es decir, cuando tiene la voluntad dirigida en una dirección contraria a Dios.
Quien vive apartado de Dios tiene la mirada extraviada en los bienes finitos que le
salen al paso. Su superficialidad surge de que, embelesado por el espectáculo de la
belleza finita, va perdiendo la fuerza para mirarse a sí mismo y descubrir en su ser la
huella de Aquel que por amor y para amar lo ha creado. Por el contrario, el hombre
interior es aquel que ha sabido esconderse en sí mismo para descubrir, a solas y en
silencio, la presencia de Dios de su alma, en el más profundo centro. Tal es el hombre
que, haciendo propias las palabras de San Agustín, confiesa: "os buscaba, Dios mío,
con los ojos y demás sentidos de mi cuerpo, y no con la potencia intelectiva, en que
Vos quisisteis que me distinguiese y aventajase a los irracionales; siendo así que Vos
estabais más dentro de mí que lo más interior que hay en mí mismo, y más elevado y
superior que lo más elevado y sumo de mi alma" (Agustín, 2011, libro 3, capítulo 6).

Para SJC, el amor es la inclinación del alma; la fuerza y virtud para ir a Dios. Ser
hombre es estar abierto a Dios; experimentar el deseo natural y sobrenatural de su
presencia. Si el hombre desea natural y sobrenatu-ralmente la presencia de Dios es
porque, en razón de su ser creado, participa de la presencia esencial de Dios, que es
principio de su creación y conservación. Dicha presencia es el origen de la actitud
místico-religiosa. Ya que "así como el hombre no podría sentir necesidad de agua, no
podría sentir sed, si no existiese agua dentro de sí como algo connatural a su propio
organismo, así la inquietud y la búsqueda humana de lo Absoluto presupone también
la experiencia [...] de la presencia del Absoluto en el hombre" (Ross, 2007: 9).

El deseo de Dios no tiene la forma del anhelo de algo distinto del hombre. Toda vez
que, en su realidad más propia y esencial, el hombre es Dios por participación, el
deseo de arribar a la unión de semejanza amorosa coincide con el deseo de ser sí
mismo. En el contexto del misticismo, la afirmación de la existencia, paradójicamente,
tiene la forma de la negación de sí mismo.

El místico, mejor que ningún otro hombre, sabe que el amor-ágape no sólo es la
esencia divina y la esencia del hombre que se ha hecho semejante a Dios. Más aun,
sabe que el amor perfecto es la fuerza que hace posible el conocimiento sobrenatural
de Dios. Una fuerza que, por su propia naturaleza, carece de límite alguno y que nunca
se detiene ni se agota, porque surge y está dirigida a la infinitud de Dios. Por lo cual,
refiriéndose al espiritual que ha llegado al matrimonio espiritual, dice SJC que, "aunque
esté en su centro, que es Dios, por gracia y por la comunicación suya que con ella
tiene, por cuanto todavía tiene movimiento y fuerza para ir a más y no está satisfecha"
(Cruz, 1994a, canción 1, párrafo 12).

El amor-ágape es hábito y acto y, por lo mismo, no puede permanecer ocioso. Lo que


explica que a cada uno de sus avances corresponda un nuevo modo de experiencia de
Dios y un nuevo modo de existencia humana. Para dar a entender lo anterior, SJC
sostiene que el amor tiene grados, porque "muchas mansiones que hay en la casa del
Padre" (Jn 14, 2). Según sea el grado de amor a Dios será el grado de participación en
su vida eterna, es decir, el modo en que las Personas de la Santísima Trinidad moran
en cada hombre, en cumplimiento de la promesa "vendremos a él y haremos morada
en él" (Jn 14, 23).

La experiencia de Dios no debe confundirse con la representación de un objeto, a


través de alguna operación del entendimiento, de la voluntad o de la memoria. El
encuentro con la realidad sobrenatural y trascendente de Dios no es el resultado de un
acto de intelección, del deseo, ni de la rememoración de un objeto llamado Dios,
donde se mantienen tanto la distancia como la diferencia entre el sujeto que desea y la
realidad pensada, deseada o recordada. Puesto que la experiencia de su ser sólo puede
tener lugar en el medio de la fe sobrenatural, el conocimiento de Dios es participación
en su vida. Para el místico, conocer a Dios es ser Dios por participación. El místico "es
Dios por participación, aunque es verdad que su ser naturalmente tan distinto se le
tiene del de Dios como antes, aunque esté transformado" (Cruz, 1994d: libro II,
capítulo 5, párrafo 7).

Quien es elevado por la gracia de Dios al matrimonio espiritual, se transforma en la


Santísima Trinidad. En tan dichoso estado, "por modo comunicado y participado,
obrándolo Dios en la misma alma [...] es estar transformada en las tres Personas en
potencia, sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiera
venir a esto la crió a su imagen y semejanza" (Cruz, 1994a: canción 39, párrafo 4).

El fin de la existencia es la deificación, que consiste en la participación de las


facultades o potencias del alma (entendimiento, voluntad y memoria) de la actividad
divina. Transformación gracias a la cual, el entendimiento recibe la inteligencia natural
y sobrenatural de Dios (razón/ fe oscura). La voluntad, recibe la comunicación e
inflamación amorosa del amor divino. Mientras que la memoria redunda en la
noticia amorosa por la que el hombre, a un mismo tiempo, sabe y gusta, la presencia
divina.

Las virtudes teologales sobrenaturales, cuya infusión lleva aparejada la de las virtudes
morales, son el único medio proporcionado para la unión con Dios.

La Fe nos hace capaces de conocer y juzgar la realidad como Jesús la conoce y la


juzga; la Esperanza orienta todos nuestros deseos a donde Jesús nos espera, en la
gloria del Padre; la Caridad nos hace amar lo que Jesús ama y como Él lo ama. En
otras palabras la Fe no es otra cosa que "Dios que piensa en nosotros"; la Esperanza
es "Dios que desea en nosotros"; la Caridad es "Dios que ama en nosotros" (Albaní &
Astrua, 1992: 18).

No es una sola de sus facultades ni todas ellas juntas las que gozan de la experiencia
de Dios, sino el hombre como ser unitario. El poeta místico es muy tajante al sostener
que la unidad del supuesto humano es la razón por la cual el desorden de una de las
porciones del ser del hombre, repercute en la otra. La necesidad de las purgaciones
activas y pasivas tiene por causa la "comunicación que hay de una parte a la otra"
(Cruz, 1994c: libro II, capítulo 1, párrafo 1).

La finalidad última del proceso místico es la armonización del ser del hombre. Cuando
se ha alcanzado la armonía entre las dos porciones, es como si estuviesen "comiendo
cada una a su manera de un mismo manjar espiritual en un mismo plato de un solo
supuesto y sujeto" (Cruz, 1994c: libro II, capítulo 3, párrafo 1). Las purificaciones
activas y pasivas, del sentido y del espíritu no tienen otro propósito que liberar de sus
imperfecciones las "dos porciones en que se encierra toda la armonía de las potencias
y sentido del hombre, a al cual armonía llama aquí montaña" (Cruz, 1994a: canción
16, párrafo 10).

De acuerdo con SJC, la necesidad de la noche oscura radica en que la noche del
sentido "más se puede y debe llamar cierta reformación y enfrenamiento del apetito
que purgación. La causa es porque todas las imperfecciones y desórdenes de la parte
sensitiva tienen su fuerza y raíz en el espíritu, donde se sujetan todos los hábitos
buenos y malos, y así, hasta que éstos se purgan, las rebeliones y siniestros del
sentido no se pueden bien purgar" (Cruz, 1994c: libro II, capítulo 3, párrafo 1).
Afirmación a través de la cual se torna manifiesto que la experiencia de Dios afecta y
transforma la totalidad de la existencia.

3. La mística: camino de plenitud

Para la mística sanjuanista, comprender al hombre es dar cuenta de su dimensión


teologal. A diferencia de otro tipo de visiones, la antropología mística cristiana sostiene
que sólo cuando el hombre renuncia al afán de afirmarse a sí mismo y de reconocer la
inmanencia como último horizonte de sentido, está en condiciones de realizar el
movimiento vital que lo conduce a la plenitud. A saber, el descentramiento respecto de
sí mismo y del mundo, al que también cabe comprender como desapego y negación.

La fuerza de donde procede el movimiento por obra del cual el hombre se descentra;
es decir, deja de colocar su cuidado en el mundo que habita y en sí mismo para abrirse
a la experiencia de Dios, es el amor-ágape que mora en su interior. El cual, como ya se
ha dicho, se identifica con la presencia esencial de Dios en aquel a quien creó teniendo
como modelo al Hijo y en comunión con Él: el hombre.

La enseñanza fundamental de la antropología mística sanjuanista es que el hombre no


posee su propio acto de ser, puesto que tiene la razón última de su existencia en Dios.
Lo anterior, evidentemente, no significa que no sea libre o que carezca de
responsabilidad moral; sino que se ha creado a sí mismo. En tanto que creatura, el
hombre posee su origen y la razón última de sus existencia en Dios. Tal es la idea que
San Agustín presenta en el libro primero de sus Confesiones: Dios nos ha creado por
amor y para amar. La unión de semejanza amorosa, que consiste en amar a Dios y al
prójimo como Dios se ama a así mismo, es el fin sobrenatural de la existencia. Dios
nos creó para unirnos consigo y, en tanto no alcancemos la unión mística, viviremos
aspirando a esa dicha inefable.

Con relación a todo lo creado, Dios es el principio del que procede la vida. Un principio
cuya realidad sobrenatural, impide identificarlo (como hace la teodicea) con un ente de
mayor grado y jerarquía, del que dependen todos los demás pero que, al final de
cuentas, comparte con ellos una misma condición de ser.

Dios está en el hombre como su fundamento, pero no se reduce ni se confunde con él.
La mística sabe que definir a Dios como principio y fundamento metafísico del hombre
y de las cosas instrumentaliza a Dios, al tiempo que degrada su misterio y
trascendencia. Un Dios cuyo ser puede ser definido en función de sus efectos, no
alberga ya misterio alguno; se ha vuelto comprensible pero, a costa de ello, ha dejado
de ser Dios para convertirse en la piedra de toque de un sistema que busca explicar la
realidad. Ante el peligro de definir el ser de Dios y pensar que su ser se identifica con
alguna de las noticias que naturalmente podemos alcanzar a través de nuestras
facultades (entendimiento, voluntad y memoria), SJC nos advierte que nada de eso
puede ser Dios, porque ninguna conveniencia ni semejanza hay entre lo natural y lo
sobrenatural.

A lo largo del proceso místico, no sólo se transforma la representación que el hombre


tiene de Dios, sino también la concepción que tiene de sí mismo y de la naturaleza.
Pero eso no significa que Dios esté sujeto a transformación alguna o que pase de ser
un ente a convertirse en un acontecimiento; quiere decir que es la revelación de su
misterio acaece conforme a la capacidad y grado de pureza del alma. "Porque es de
saber que el mismo fuego del amor que después se une al alma glorificándola es el que
antes la embiste purgándola" (Cruz, 1994b: canción 1, párrafo 19). Dios es siempre
"fuego consumidor […] fuego de amor […] Pero a cada una abraza y absorbe como la
halla dispuesta" (Cruz, 1994b: canción 2, párrafo 2). Y en los comienzos del itinerario
espiritual ese fuego tiene la función de purificar; mientras que sobre todo después del
desposorio, su noticia es causa de intenso deleite.

Ciertamente, Dios es principio y fundamento de la vida; pero es un principio que no


requiere de otro principio, cuya realidad trascendente y misteriosa no puede ser
abarcada por el discurso natural de la metafísica ni de la teodicea. Lo único que puede
decir de Dios sin socavar su trascendencia es aquello que nos ha sido revelado y que
ha quedado recogido en los testimonios de las Sagradas Escrituras y de los místicos. A
saber, que a la luz de la ciencia sabrosa y sobrenatural de la fe, que para el
entendimiento es noche oscura, Dios es amor-ágape.

La segunda enseñanza de la mística sanjuanista es que el hombre tiene el origen de su


existencia en Dios, quien habita en él conservándole el ser. Dicha presencia escondida
constituye la condición de posibilidad de la apertura del hombre al encuentro con Dios.
El principio (entendido como aquello de donde algo procede) de la experiencia de Dios
es la estructura de nuestro ser: creados por amor y para amar, albergamos en
nosotros mismos la huella del amor originario que Dios es y, tendemos hacia él natural
y sobrenaturalmente. El hombre, de acuerdo con SJC, es "por naturaleza y gracia, un
ser de deseo y espíritu abierto hacia el infinito y eterno Dios" (Haas, 2009: 85-86), por
lo cual sostiene que "el amor tiene la razón de fin" (Cruz, 1994a: canción 32, párrafo
6).

La idea de la divinización tiene su origen primero en la afirmación de que el hombre ha


sido creado a imagen y semejanza de Dios, "según un proceso dinámico que debe
concluir con la visión de Dios, cuando "seamos semejantes a él" (1 Jon 3, 2). Este don
de "la vida eterna", esta "participación en la naturaleza divina" (2 Pe 1, 14) es una
adopción filial que hace de nosotros Hijos en el Hijo" (Sesboüé, 1997: 127).

La mística es un camino que conduce a la trascendencia; un itinerario de búsqueda,


nacido de la raíz de nuestro ser, que no va desde "un lugar donde Dios no está a otro
en el que Él esté, sino de una situación [existencial] en la que el sujeto no sabe que
está, a otra en la que descubre que ya estaba allí" (Ross, 2007: 48). El proceso místico
tiene por intención última disponer al espiritual para que "escuche personalmente el
testimonio de la Presencia en su interior y en su vida y consienta a esa Presencia
descentrándose en el movimiento de confianza absoluta" (Ross, 2007: 8). Ahora bien,
para evitar malos entendidos, no hay que olvidar que "’Experiencia de Dios’ no
consistirá en hacer a Dios objeto de ningún acto nuestro, sino en tomar consciencia de
su presencia que nos precede haciéndonos ser y dándosenos a conocer en la medida
en que lo reconozcamos como nuestro fundamento y origen" (Martín, 2009: 76).

Si aceptamos que esa presencia está dada en todos los hombres, la pregunta es ¿por
qué hay quienes no se percatan de ella o bien, la rechazan? ¿Por qué, si la mística es
la vocación a la que están llamados todos los hombres, sólo una pequeña parte de
ellos logra acceder a la unión de semejanza amorosa con el Esposo Cristo? Primero,
porque esa presencia tiene lugar "del alma en el más profundo centro", pero el hombre
puede instalarse en formas de existencia que le impiden llegar a esos niveles de
profundidad. De ahí que la experiencia de Dios, que tiene en su presencia en el
hombre su fundamento ontológico, "requiera además presupuestos, predisposiciones o
preámbulos existenciales que consisten en formas de vida compatibles con esa
Presencia y su reconocimiento por el hombre" (Martín, 2009: 79).

Como señala Federico Ruiz, por poco que se repare en la cotidianidad de la existencia,
habrá que aceptar que "El equilibrio humano dejado a su espontaneidad se inclina
hacia el sentido" (Ruiz, 1968: 309). Lo cual significa que aun cuando el hombre está
llamado a ser Dios por participación, ello no significa que la transformación se dé sin
más, de modo que baste esperar a que el tiempo transcurra para que el movimiento
del descentramiento tenga lugar; para ello es necesario un proceso mistagógico.

Nuestra condición de seres encarnados pone de manifiesto que en nosotros no sólo


hay una tendencia a la unión con el ser invisible e infinito de Dios; sino también, una
inclinación natural a extraviarnos en aquello que los sentidos, tanto externos como
internos, nos ofrecen como lo más inmediato: las criaturas. Quien pone su amor y
cuidado en las criaturas, se hace uno con ellas. Puesto que el amor tiene la capacidad
de igualar al que ama y el objeto amado. Por lo cual se denomina mundano al hombre
que ama el mundo. Aun cuando en sí mismas las criaturas son bellas, graciosas y
buenas, el amor a ellas obstaculiza la búsqueda de la presencia divina. El hombre que
orienta su deseo infinito de sentido infinito hacia los bienes finitos, se engaña
pensando que la variedad de lo finito y la infinitud son sinónimos. De donde se deriva
el equivocado afán de querer arrancarle a las criaturas, un sentido infinito que sólo el
amor infinito que Dios es nos puede otorgar.

Por otro lado, quien sólo desarrolla su habilidad natural, incluso cuando pretende
elevarse a Dios, convierte a Éste en criatura, por cuanto se vale de medios
proporcionados a su ser y confunde a Dios con aquello que sus potencias naturales
alcanzan a comprender. Pero, como ha dicho SJC, "ninguna noticia ni aprehensión
sobrenatural en este mortal estado le puede servir [al hombre] de medio próximo para
la alta unión de amor con Dios, porque todo lo que puede entender el entendimiento y
gustar la voluntad y fabricar la imaginación es muy disímil y desproporcionado (como
habemos dicho) a Dios" (Cruz, 1994d: libro 2, capítulo 8, párrafo 5).

Conclusiones

La manera en la que respondemos a la pregunta sobre el ser que somos, determina la


forma en que vivimos. Por lo cual cabe afirmar que tanto la antropología filosófica
como la teológica son saberes que poseen una dimensión existencial. La pregunta
central de la antropología, en cualquiera de sus dos modalidades, es: ¿qué es el
hombre? Al respecto, el mensaje radical de SJC es que el hombre es un modo de ser
finito de Dios. Místico es aquel en quien la presencia de Dios se transparenta de un
modo único, a través de las obras del amor perfecto. La motivación de la mistagogía
sanjuanista es que el hombre espiritual entienda

el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios, y sepa que cuanto
más se anihilase por Dios según estas dos partes, sensitiva y espiritual, tanto más se
une a Dios y tanto mayor obra hace. Y cuando viniere a quedar resuelto en nada, que
sería la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios, que es
el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar (Cruz, 1994d: libro 2,
capítulo 7, párrafo 11).

El para qué de la vida aparece sólo al final de la investigación sobre el ser que somos.
Sin embargo, es lo primero que nos inquieta. Por encima del conocimiento de nuestro
ser, nos preocupa encontrar una razón para seguir viviendo pese a muestra finitud y
limitación; a pesar del mal, del dolor y del sufrimiento.

De acuerdo con SJC, el fin sobrenatural de la vida es la unión de semejanza amorosa


con Dios. Y el único medio adecuado para tal fin es la fe sobrenatural, que Dios infunde
en contemplación. Mas, a fin de disponerse favorablemente para la infusión de las
virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), que supone la infusión simultánea de los
hábitos y los actos de las virtudes morales, el hombre debe hacer cuanto esté en su
poder para liberarse de sus imperfecciones. Es decir, para aniquilar aquellas tendencias
desordenadas de su voluntad que debe desaparecer porque impiden la unión y
armonizar aquellas operaciones de sus potencias que deben permanecer.

Quien de veras desea unirse a la presencia amorosa de Dios, para corresponder al


amor que desde siempre, de modo preeminente, incondicional, inmerecido y universal
nos ha dispensado, está dispuesto a la negación de todo aquello que oculta la
presencia interior de Dios. Cuando es auténtico, el deseo de Dios no se limita a la
aparición ocasional de elevados sentimientos religiosos o inflamaciones amorosas de la
voluntad que, mientras duran, inducen al individuo a las prácticas piadosas, pero tan
pronto pasan, lo dejan en la misma disposición egoísta y autocentra-da. El camino de
perfección nada tiene que ver con la experiencia estética de lo sagrado.

La experiencia de Dios no consiste en recreaciones y gustos, ni sentimientos


espirituales; sino en el seguimiento de la cruz. Quien, a raíz del encuentro con la
manifestación elusiva del Amado ha quedado presa de su amor, no retrocede ante los
dolores, sufrimientos, privaciones y sequedades de los procesos de purificación que
tienen lugar en la noche activa y pasiva del sentido y del espíritu. Tal hombre avanza
por la noche, guiado con la iluminación oscura y amorosa de la fe, que como única
guía, lo impulsa a no desfallecer; a consentir al movimiento del deseo de Dios, que le
permite avanzar en el camino de perfección. Lo que pone de manifiesto que el
desapego y la negación surgen y están sostenidos por el amor. El desapego nace del
movimiento amoroso que la presencia de dio suscita en el alma, con el propósito de
atraerla hacia sí.

Ahora bien, puesto que el hombre es libre, de ello se sigue que incluso después de
haber sido interpelado por el Esposo, tiene la opción de ignorar su vocación para
concentrarse en la afirmación de sí mismo; en la conquista de una autonomía que lo
aleja del amor divino, porque lo hace olvidar que es Dios quien sostiene su existencia.

Por otro lado está el problema de explicar cómo es que, incluso quienes, al menos en
el discurso, sostienen que la salvación es la único valioso, rechazan el camino de la
negación que permite ascender a la cima del monte perfección, donde mora escondida
la presencia de Dios. Lo que equivale a preguntarse ¿por qué no todos los sujetos
religiosos son místicos? La respuesta de SJC es tan tajante como clara: unirse a Dios
es hacerse semejante al Esposo, lo que supone caminar junto con Él rumbo al Calvario,
y padecer la más profunda noche oscura del abandono del Padre, para participar
también de su resurrección. Al referirse a la participación de la sabiduría divina, que el
místico alcanza al llegar al matrimonio espiritual, hasta donde su finitud se lo permite,
SJC advierte que "para entrar en estas riquezas de su sabiduría la puerta es la cruz,
que es angosta, y desear entrar por ella es de pocos, mas desear los deleites a que se
viene por ella es de muchos" (Cruz, 1994a: canción 36, párrafo 13).

El que ama, no puede conformarse con adorar algo que no alcanza a comprender. La
fe no tiene por contenido una realidad que no se entiende; sino una realidad que, al
ser comprendida a la luz de la iluminación sobrenatural del entendimiento, es
consciente de su limitación y, por eso mismo, sabe que mientras dure esta vida, sólo
podrá comprender de modo parcial, como a través de un velo, el Misterio de Dios. De
acuerdo con SJC, el fin sobrenatural de la vida es el conocimiento amoroso de Dios,
que transforma al hombre en semejanza del Esposo, puesto que en el contexto de la
mística conocer es ser. De donde se sigue que el alma que "de veras desea sabiduría
divina desea primero el padecer para entrar en ella en la espesura de la cruz" (Cruz,
1994a: canción 36, párrafo 12).

La pregunta con la que quisiera cerrar esta meditación es: ¿no hemos olvidado que la
cruz no es sólo un símbolo de la fe sino el recuerdo de que fue en ese acontecimiento
insólito donde se mostró la esencia del amor-ágape? ¿No hará falta, para revitalizar la
experiencia cristiana de la fe, hacer una reelaboración de la teología de la cruz, que
vuelva a poner en el centro la importancia de la negación? Tal vez, el riesgo sea que
todos aquellos que acuden a la religión para buscar en ella una experiencia placentera
de Dios, que hacen de la religión una estética, caigan en la cuenta de que la cura a sus
padecimientos está en otro lado. Pero, ¿no es cierto, acaso que el sentido de la fe
cristiana es la imitación de Cristo Crucificado y Resucitado? ¿Es posible hacer la
experiencia de la resurrección sin haber transitado por la noche oscura de la que habla
SJC?

Notas
*
 Doctora en Filosofía por la UNAM. Es Profesora Asociada "C" Tiempo Completo, para
la Licenciatura en Filosofía de la FES Acatlán, en el área de Antropología Filosófica. Es
autora de los libros ¿A dónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Una
fenomenología hermenéutica del ‘Cántico Espiritual B’, de San Juan de la
Cruz (aprobado para su publicación por la UIA) y del libro Gocémonos, Amado, y
vámonos a ver en tu hermosura. Una meditación fenomenológica sobre la experiencia
mística amorosa (aprobado para su publicación por el Centro de Investigación social
Avanzada, de Querétaro). Y es co-autora del libro El individuo frente a sí mismo. El
pensamiento de Sören Kierkegaard (2014).

1
 La necesidad de las purgaciones pasivas de la noche oscura proviene de que sólo a
través de éstas el hombre recibe el hábito y el acto infuso de dichas virtudes.

Referencias

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Angustia y fe teologal en Kierkegaard y san Juan de la
Cruz

Anguish and Theological faith in Kierkegaard and San Juan de la


Cruz

Lucero González Suárez*

*
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa
(México) noche_oscura27@yahoo.com.mx

Resumen

Se parte del planteamiento general de la perspectiva moderna que aún impera en la


interpretación regular de la fe, para señalar sus insuficiencias. Posteriormente, se
aborda la oposición entre universalidad ética y particularidad teológica, con base en las
observaciones hechas por Kant y Kierkegaard, respectivamente, a fin de determinar el
ámbito de la fe y su independencia respecto de la moral. Hecho el deslinde entre el
Dios de la fe y el Dios de las filósofos, se describen los rasgos fundamentales de la fe
teologal, con base en el testimonio neotestamentario. Finalmente, se expone la
concepción místico-religiosa de San Juan de la Cruz acerca de la fe como conocimiento
oscuro amoroso, para luego aclarar en qué sentido la fe está íntimamente relacionada
con el amor-ágape y la esperanza. Unidad que constituye la esencia de la actitud
teologal.

Palabras clave: fe, mística, ética, Kierkegaard, San Juan de la Cruz.

Abstract

Be part of the overall approach of the modern perspective that still prevails in the
interpretation regular of faith, to point out its shortcomings. Subsequently, deals with
the opposition between ethical universality and particularity theological, based on
observations made by Kant and Kierkegaard, respectively, to determine the field of
faith and independence from morality. Made the boundary between the God of faith
and the God of the philosophers, describes the basic features of theological faith,
based on the New Testament witness. Finally, we illustrate the mystical-religious
conception of San Juan de la Cruz about faith as loving dark knowledge, then clarify in
what sense faith is intimately linked to the love-agape and hope. Unit which is the
essence of the theological attitude.

Key words: faith, mysticism, ethics, Kierkegaard, San Juan de la Cruz.


Introducción

De acuerdo con Heidegger, la existencia sólo se da comprendiendo. Habitar es adoptar


un modo peculiar de habérselas con las cosas y con los otros, que supone ya una
comprensión previa del mundo. Al desarrollarse, dicha comprensión da origen a
interpretaciones que, por un lado, provienen de la experiencia; mientras que por otro,
la hacen posible1, por cuanto constituyen una estructura de supuestos dinámicos que
orientan la vida cotidiana. Pre-juicios que si bien bastan para las exigencias de la
cotidianidad, no son suficientes para ofrecer respuestas satisfactorias a la inquietud
filosófica.

En palabras del mismo Heidegger, «vivimos en cada caso ya en cierta comprensión del
ser» (1988: 13). Nos percatemos o no de ello, siempre estamos en posesión de una
comprensión específica del sentido ontológico, deudora de la tradición cultural así
como de los pre-juicios dominantes de nuestra época. En tal sentido, el peligro
máximo al que está expuesta la interpretación es la aplicación irreflexiva de los
prejuicios que conforman el horizonte de comprensión. La interpretación se realiza
siempre como elección ante una disyuntiva toda vez que «puede sacar del ente mismo
que se trata de interpretar los conceptos correspondientes, o bien forzar al ente a
entrar en conceptos en los que se resiste a entrar por su forma de ser» (Heidegger,
1988: 168). La aproximación filosófica auténtica no reduce el ser a conceptos cuyo
origen y formación no han sido esclarecidos. El filósofo, está obligado a deconstruir sus
creencias para acceder a las experiencias originarias que mantienen en vilo su
pensamiento. Tiene el deber de dilucidar las mediaciones que operan en su
comprensión del ser y de los entes.

En el caso de la experiencia místico-religiosa, la perspectiva que aún determina la


aproximación generalizada a dicho fenómeno, quizás no entre los estudiosos ―al
menos desde el surgimiento de la fenomenología de la religión― pero sí en el ámbito
de lo que se dice cotidiana y regularmente, es la comprensión de la verdad de lo ente
como certeza. Tan pronto nos olvidamos de filosofar, recaemos en el prejuicio
moderno según el cual algo puede ser legítimamente tenido por verdadero siempre
que se muestre con evidencia para el sujeto.

Al aplicarse a la comprensión de la experiencia místico-religiosa, la interpretación de la


verdad como certeza deriva en la desdivinización de aquello que se concibe como
esencia y origen de la misma, a saber, de Dios y de los dioses. Puesto que una
divinidad a la que se concibe como objeto; como contenido mental disponible, cuya
verdad depende del juicio del entendimiento, nada tiene de divino.

Teniendo en cuenta lo anterior, y partiendo del reconocimiento de la importancia de


deslindar al Dios de la fe del Dios de la filosofía ―al que Heidegger ha determinado
como principio máximo de la onto-teo-logía― estas páginas tienen por propósito
plantear filosóficamente la pregunta por la esencia de la fe.

A fin de realizar lo anterior, he estructurado mis reflexiones en dos momentos: uno


negativo y otro positivo. En primer lugar, me ocupo de presentar la perspectiva
moderna de la fe, a la luz de la cual ésta no pasa de ser un estado disposicional, al
tiempo que Dios no es más que un contenido mental que, cuando mucho, puede dar
razón de la conducta de ciertos individuos bajo ciertas circunstancias. Después de lo
anterior reflexiono sobre la contraposición señalada por Kierkegaard entre
universalidad ética y particularidad teológica, a fin de mostrar por qué la verdad que
entraña la fe no tiene nada que ver con la certeza. Posteriormente, señalo la
independencia del Dios de la fe respecto del concepto metafísico Dios, al que Kant
concibe como garantía del bien absoluto y fundamento último de la ética. Hecha la
separación entre acción moral y fe, describo los rasgos esenciales de la fe como modo
de ser en el mundo, originado por el encuentro personal con Cristo. Finalmente, a fin
de presentar algunas aportaciones para una fenomenología hermenéutica de la fe
mística, haré algunas aclaraciones a la poesía mística de San Juan de la Cruz, a fin de
dilucidar por qué el doctor místico define a la fe como ciencia oscura amorosa y núcleo
de la actitud teologal.

El propósito último de este artículo consiste en delimitar la experiencia místico-


religiosa respecto del pensar sobre Dios propio de la filosofía y de la teología, a fin de
salvaguardar la divinidad del Dios que se revela como amor-ágape en Cristo. La
originalidad de estas páginas reside en que no se limitan a entablar un diálogo con la
tradición filosófica que se ha ocupado con el pensar racional sobre Dios, sino que van
más allá, incluso de lo que un pensador esencial como Kierkegaard puede plantear
acerca de la fe, para mostrar las determinaciones esenciales de la fe, a través de la
interpretación de uno de los testimonios más relevantes de la historia de la mística: la
experiencia oscura amorosa de San Juan de la Cruz. La intención es comprender
filosóficamente la fe allí donde se ha expresado como modo de vida y no simplemente
donde se ha pensado sobre su razonabilidad y derecho.

1. Perspectivas modernas sobre la fe

Desde la perspectiva epistemológica de la Modernidad, la fe se reduce a una actitud


mental que consiste en un libre asentimiento ante la verdad de algo, entendida esta
última como certeza. La fe se identifica con el «tener por verdadero» algo; con la
convicción de que es razonable darlo por supuesto.

Creer: el tener-por-verdadero. En este sentido mienta la apropiación de lo


"verdadero", sea como fuere dado y asumible. En esta significación amplia:
consentimiento. El tener-por-verdadero se transformará cada vez según lo verdadero
(y plenamente y en primer lugar según la verdad y su esencia) (Heidegger, 2006:
295).

El «tener-por-verdadero» no depende del ser del objeto en cuestión. Tanto la creencia


de tipo científico (por ejemplo, que el universo es infinito), como las creencias que
posibilitan nuestro andar cotidiano por el mundo (por ejemplo, que el piso sobre el cual
me encuentro parada no tiene por qué derrumbarse en tanto no ocurra algún siniestro)
y las creencias de tipo religioso (como puede ser, que existe un ser eterno, causa y
fundamento óntico de cuanto existe), son contenidos mentales, que se expresan en
disposiciones subjetivas.

Entre las actitudes mentales que suponen cada una de las creencias referidas no hay
más que una diferencia superficial, por cuanto los «objetos» a los que apuntan son
simples entes de razón. La distinción profunda entre estos últimos sólo podría
establecerse mediante la indicación a un referente externo. Pero suponer lo anterior
implicaría el retorno a la metafísica realista, del todo ajena al espíritu de la
modernidad. En cualquier caso, siempre que se defina a la fe de este modo, será
prudente afirmar que de la certeza de «X» no se sigue su existencia plena, como
objeto externo; que es ilegítimo deducir el ser de algo a partir de su concepto.
La verdad como certeza es un paradigma que no permite atribuir a la experiencia
religiosa más verdad que la de su realidad psicológica. Dicho criterio reduce a la fe a
un mero estado disposicional, esto es, a una cierta disposición a realizar ciertos actos,
que incluso puede tener por causa algún trastorno de la personalidad.

Resulta demasiado simplista reducir un posible modo de ser en el mundo a simple


disposición. Aun aceptando lo anterior, se impone la pregunta: ¿cuál es el origen de
dicha disposición? Mas el solo planteamiento de ésta pone al descubierto la necesidad
que tiene el creyente de aclararse a sí mismo el fundamento de su fe.

Reducir la fe a un fenómeno psicológico abre el problema de cómo distinguir entre una


creencia auténtica y una espuria. Tomando como válida la interpretación de la verdad
del ente como certeza, ¿cómo se podría determinar la verdad de la experiencia
religiosa? ¿Ocurriría acaso que si una persona respetable dijera haber oído la voz de
Dios, sería preciso dar crédito a sus palabras; pero si lo dijera un individuo de dudosa
honorabilidad, aquello que sostuviera tendría que ser rechazado? ¿Bastaría atenerse al
principio de que por sus obras se dan a conocer quienes realmente tienen fe? La
pregunta central es: ¿no resulta absurdo hacer depender el acontecimiento de lo divino
de un testimonio psicológico? ¿Qué nos obligaría, además de nuestros prejuicios, a
tener por verdadero algún testimonio de encuentro con Dios, estando advertidos sobre
la posibilidad de mentir? Contestar tales preguntas implicaría no sólo hacer una crítica
de la antropología reinante sino, sobre todo, reconstruir la crítica heideggeriana a la
historia de la esencia de la verdad, que el filósofo sintetiza como un tránsito gradual de
la verdad como aletheia a la verdad como valor, pasando por la verdad
como omoiosis, veritas, certitudo, objetividad y validez (Heidegger, 2006: 270).

La perspectiva moderna sobre la fe señala un rumbo equivocado a la filosofía de la


religión por cuanto cierra el acceso a la experiencia de lo divino, en favor de un auto-
análisis de los estados mentales del sujeto. Es decir, que deja en el olvido la pregunta
por el origen y sentido último de la experiencia místico-religiosa, en vez de lo cual
propone una problemática aproximación psicológica que acaba por convertir a lo divino
en una determinación subjetiva. Con lo cual abre paso a la descripción psicologista de
la vivencia religiosa, tan cercana a la terapia como lejana de la mirada filosófica.
Comprender el porqué de dicha afirmación es relativamente sencillo: basta contestar a
las preguntas:

«¿Qué es la vivencia? ¿Hasta qué punto [descansa] en la certeza del yo (trazada en


determinada interpretación de la entidad y de la verdad)? ¿Cómo el surgir de la
vivencia promueve y consolida el modo antropológico de pensar?» (Heidegger, 2006:
117).

La investigación del fenómeno místico-religioso a partir de la categoría de vivencia es


una equivocación, derivada del olvido del ser, toda vez que vivenciar es «referir al ente
como re-presentado a sí como referencia y así incluirlo en ‘la vida’ [...entonces] Sólo lo
viven-ciado y viven-ciable, de primera necesidad en el circuito del viven-ciar, lo que el
hombre es capaz de traerse y poner ante sí, puede regir como ‘siendo’» (Heidegger,
2006: 115). Cuando la religión y la mística se convierten en vivencias, se ha confinado
al olvido todo intento de elaborar una ontología de lo divino y una antropología capaz
de dar cuenta de la experiencia místico-religiosa. Lo único que importa entonces es el
«sujeto religioso», prescindiendo del acontecer de lo divino.

2. Universalidad ética y particularidad teológica


Una de las dificultades que plantea la comprensión de la fe es el hecho de que el
hombre de fe sólo es tal en la medida en que se sitúa como particular ante Dios. Entre
el creyente y Dios no hay mediación alguna. La fe es una relación absoluta. La relación
instaurada por la fe no se da entre Dios y el género, a no ser de modo incidental; sino
entre Aquél y el particular. Por la fe, el particular determina su relación moral con los
demás hombres a partir de su relación con Dios.

Para Kierkegaard, la paradoja de la fe radica en que el particular está por encima de la


universalidad de lo ético; lo íntimo es superior a lo exterior. Lo que deriva en la
relativización de la ética. Conclusión ante la cual se levantan las voces de reclamo de
la Modernidad para recordar que los individuos «son agentes morales que pueden y
deben ser juzgados desde parámetros generales» (Cabrera, 1998: 33).

Por su dimensión ética, el individuo está obligado a «despojarse de su interioridad para


expresarla en algo exterior» (Cabrera 1998: 33). Pero el particular que se sitúa frente
a Dios está obligado a centrar su vida en la interioridad. La relación con Dios tiene
lugar en lo íntimo porque la respuesta al acontecer y manifestación de lo divino sólo
puede realizarse a solas y en silencio. Dios llama a cada uno por su nombre y sólo
cuando cada uno ha respondido, puede surgir la comunidad; el cuerpo místico de
Cristo.

La función que cada hombre desempeña en el cuerpo de Cristo no es algo que pueda
deducirse de su esencia natural, sino que deriva del ministerio que le ha sido asignado
por la cabeza (Ef 4, 11; Rom 12, 3), que lo sitúa en un puesto determinado […] Esto
quiere decir que yo he de contemplar a mi prójimo exclusivamente a partir de su ser-
definido (Bestimmt-sein) a través de Cristo. En efecto, es la gracia y la misión de
Cristo lo que le confiere su ser-para-Dios, con el que ha de identificarse su ser-para-mí
(Balthasar y Giussani, 1981: 57).

Por otro lado, en la medida en que la fe no es una actitud resultante del ejercicio de la
razón natural sino conocimiento sobrenatural del amor-ágape que Dios es, de ello se
sigue su independencia respecto de la razón natural o, para usar la terminología
kantiana, tanto del entendimiento como de la razón. Por cuanto no hay proporción
alguna entre el ser sobrenatural de Dios y la razón natural del hombre, de ello se sigue
que la fe es conocimiento oscuro tanto por su esencia como por su objeto. Buscar la
presencia divina por fe reclama como condición de posibilidad superar la tentación de
hacer a Dios una entidad capaz de ser aprehendida racionalmente. Dejar a Dios ser
Dios supone reconocer su carácter incomprensible.

A fin de destacar el carácter absurdo de la fe, San Pablo ha dicho: «mientras los judíos
piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo
crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles» (1 Co 1, 22).
Kierkegaard, por su parte, ha hablado de la fe como un salto que el hombre realiza
dejando a un lado la seducción del logos en favor de una confianza ciega en el
absurdo, a fin de transponer el umbral de lo sagrado y descubrir la presencia divina,
del todo ajena a sus facultades naturales. Cuando esto tiene lugar, el individuo queda
atrapado en el silencio de la adoración: permanece inmerso en la experiencia unitiva
de lo divino, a solas y en silencio, sin comprender racionalmente la realidad que lo
supera. Y, sin embargo, sabe que al dar el salto y resbalar por el abismo de la renuncia
absoluta, podrá comprende oscuramente, por fe, una verdad que está más allá de toda
razón.
Al reflexionar sobre la fe descrita por San Pablo, Kierkegaard señala que lo propio del
«caballero de la fe» es tener el arrojo para renunciar a sus pequeñas certezas. Dicha
renuncia no entraña un olvido de sí en las oscuridades de la ignorancia absoluta (más
cercana a la idiotez que a la inocencia) puesto que «el movimiento de la fe se debe
hacer constantemente en virtud de lo absurdo, aunque poniendo un cuidado extremo
en no perder la finitud» (Kierkegaard, 1999: 99). El «caballero de la fe» es tal porque
a fin de unirse a Dios está dispuesto a contender con Él y consigo mismo conservando
su particularidad. Pues «[l]as naturalezas profundas nunca se olvidan de sí mismas y
nunca se convierten en algo diferente de lo que siempre fueron» (Kierkegaard, 1999:
107).

El movimiento de la fe es absolutamente contrario al de la ética porque las esferas en


las que ambos ocurren (trascendencia e inmanencia) obligan a finalidades
radicalmente distintas: la afirmación y la cancelación de la individualidad. Sin
embargo, puesto que el hombre religioso es a la vez un sujeto moral, la contradicción
entre ambas dimensiones de su ser condena al «caballero de la fe» a la total
incomprensión; al silencio y a la soledad de quien tiene que elegir entre ser hombre o
ser hijo de Dios (Kierkegaard, 1999). En virtud de su fe se dice de Abraham que habla
en lenguas cuando, ante la pregunta de Isaac acerca del lugar donde se encuentra la
víctima del sacrificio, el primero contesta: «Dios se proveerá de cordero para el
holocausto» (Gn 22, 8).

…el que habla en lenguas no habla a los hombres, sino a Dios; pues nadie le entiende,
aunque por el espíritu habla misterios. Pero si yo ignoro el valor de las palabras, seré
como extranjero para el que habla, y el que habla será extranjero para mí (1 Co 14,
2.11).

Para Kierkegaard, entre religión y moral media una oposición fundamental, que obliga
al individuo a decidir entre lo uno o lo otro; entre Dios o los otros. Por su parte,
preocupado ante todo por la realización del hombre en el plano moral, Kant sostiene
que ante la imposibilidad de justificar su derecho a existir con base en demostraciones
racionales de la existencia de un Dios personal, la religión debe subordinarse a la ética.

Para Kant, no es válido postular a un Dios personal como «parámetro absoluto»


apelando al cual cabe deducir imperativos morales. Por el contrario, la validez
universal de los imperativos y las máximas éticas es la que determina la legitimidad de
la representación de Dios, que postula la religión. La consecuencia inevitable de la
revolución copernicana, llevada a cabo por la filosofía kantiana, es que ya no es Dios
quien otorga al hombre el reconocimiento de su existencia, sino el sujeto epistémico
quien decide sobre la realidad o ficción de Dios, tomando a la razón como piedra de
toque de la verdad moral y, en consecuencia, de lo que Kant llama «la religión dentro
de los límites de la mera razón».

Para el filósofo alemán, según Cassirer: «La religión dentro de los límites de la pura
razón, que no necesita […] conocer el concepto de la revelación, se reduce
esencialmente por su contenido a la moral pura» (1997: 444). Es por ello que
sostiene:

Nadie puede estar seguro de la autenticidad de una revelación ―por más extraño que
pudiera parecer su origen― y menos aún, cuanto ésta contradice la ley moral. La
moral es una condición, no suficiente pero sí necesaria para aceptar algo como divino;
una orden que contradiga al deber no puede provenir de Dios (Kant, 1991: 36).
La única manera de afirmar la autonomía de la voluntad moral humana es cancelar la
relación absoluta entre Dios y el hombre que supone la fe. No se puede afirmar a la
vez la trascendencia de Dios y la autonomía moral del hombre. Es por eso que a fin de
consolidar la segunda, la Ilustración niega al Dios de la revelación y propone en su
lugar un Dios-principio y fundamento de la moralidad. Para Kant, «el contenido del
deber aparece resumido aquí en la idea de un ser supremo, considerado como el autor
de la ley moral» (Cabrera, 1998: 44).

Para Kant, la religión racional se funda en la moral y no en la fe. El argumento que


ofrece para sostener lo anterior es que la religión no puede basarse en el conocimiento
especulativo ni en la revelación. En el primer caso, porque sobrepasa los límites del
entendimiento; en el segundo, porque además de ser un conocimiento de orden
sobrenatural, la verdad de la revelación no puede aceptarse sin más, sin reparar en las
consecuencias éticas que de ella se desprenden. El parámetro para decidir sobre la
verdad de la religión es la moral: sólo aquella religión que sea acorde a las máximas
morales que protegen la dignidad humana tiene derecho a existir. Lo cual significa que
es éticamente necesaria, en la medida en que aporta el fundamento para la realización
del bien moral. La fe racional es

…una actitud que cabe adoptar frente a un objeto cuya realidad no puede ser
demostrada ni refutada mediante la especulación y que se postula en aras al interés
moral. Dicha actitud es racional en la medida en que se adopta para satisfacer una
necesidad de la razón práctica, en este caso, la posibilidad del bien supremo (Rivero,
2011: 99).

La moral conduce a la necesidad de creer en la existencia de Dios como autor sabio y


bueno del mundo, garantía del bien supremo. El Dios postulado por Kant no pasa de
ser un principio que satisface la necesidad moral de garantizar la concordancia entre el
reino de la naturaleza y el de la libertad: Dios es el autor de las leyes naturales y
morales, que asegura su congruencia, y por ende, la posibilidad de que la felicidad sea
el resultado de la virtud moral. La fe racional surge de la combinación de la
imposibilidad de tener certeza sobre la existencia de Dios y la convicción de que «la ley
moral exige el bien supremo, éste tiene que ser posible junto con sus condiciones de
posibilidad (Dios)» (Rivero, 2011: 99).

3. La fe teologal

Tal como señala Gadamer, la mayor tarea a la que se enfrentaron los apologistas
cristianos consistió en dar cuenta del misterio de la Trinidad, a fin de justificar la
divinidad de Cristo, derivada de su identidad metafísica con Dios Padre. Dicha
problemática teológica dio lugar a una reflexión filosófica sobre el lenguaje. Fue así
como, estableciendo una analogía entre el pensar y hablar humanos, por un lado; y el
Padre y el Hijo, por otro, se hizo posible comprender cómo una misma realidad puede
asumir dos formas, que en apariencia son radicalmente distintas. Una de ellas
material, sujeta al tiempo y finita; la otra inmaterial, a-temporal e infinita.

En conformidad con las categorías filosóficas derivadas del análisis aristotélico-tomista


del lenguaje, las voces «perro», y «dog», son simplemente manifestación exterior, que
al ser pronunciadas hacen cognoscible a otros la noción intelectual que alberga en su
espíritu quien las utiliza. Voces que, respecto del concepto de tal entidad, no
constituyen algo distinto2. Por lo que si el ser humano fuese
…naturalmente un animal solitario, le bastarían las pasiones del alma, con las que se
acomodaría a las cosas, para tener en sí un conocimiento de ellas; pero como el
hombre es por naturaleza un animal político y social, fue necesario que hubiese voces
significativas, en orden a que los hombres conviviesen entre sí (Aquino, 1999: 20).

A fin de comprender el significado de una palabra exterior, es necesario atender al


concepto que ella mienta. No es la sonoridad sino la manifestación del pensar lo que
constituye la esencia de la palabra exterior humana, por cuanto a través suyo se hace
patente lo que antes de su emisión permanecía oculto.

Al ser aplicada a la vida ad intra de Dios, dicha comprensión sobre el ser del lenguaje
permite concluir, por analogía, que entre el Padre y Cristo no hay distinción metafísica
alguna, toda vez que el segundo es la palabra exterior del primero3. Es decir, que
Cristo es la voz histórica y carnal, cuya existencia es lugar de manifestación del Padre,
del que dan testimonio su vida y muerte de cruz.

El segundo problema implicado en la afirmación de la identidad entre Dios y su Verbo


era probar que así como la palabra exterior no implica una disminución en el grado de
ser respecto de la interior; la manifestación externa de la sacralidad del Padre, es
decir, Cristo como persona de la Trinidad, no es sino la revelación histórica de la
divinidad del Padre. Problemática a la que la tradición hizo frente echando mano de la
doctrina neoplatónica de la emanación. Así, usando la metáfora del manantial, pudo
afirmar que así como éste da origen a nuevas existencias derramándose, por un
exceso de realidad; Cristo es la palabra exterior del Padre que, destinada desde la
eternidad a los hombres, se ofrece a ellos como manifestación esencial de Aquél, en la
que se contiene todo su ser y atributos. De suerte que así como el agua que brota del
manantial es de la misma naturaleza que aquella que yace en su fondo; Cristo
comparte la naturaleza del Padre.

Conforme a su naturaleza humana, la vida y muerte de Jesús es camino hacia el


Padre, con quien comparte una misma esencia. Pero en su calidad de Verbo
encarnado, Cristo Crucificado y resucitado es la verdad del Padre, es su
revelación para y por los hombres; es la vida eterna. Como sujeto histórico, como
hombre, Cristo es el aquí, el claro abierto de la revelación del Padre; pero como Dios
es la realidad misma de lo divino que se auto-revela. Por lo cual afirma Jesús: «Yo soy
el que doy testimonio de mí mismo y también el que me ha enviado, el Padre, da
testimonio de mí» (Jn 8, 18).

Antes de la venida de Cristo al mundo, en éste se hallaba ya impreso el rastro de


perfección y belleza del Creador, evidentes para la visión y el conocimiento natural.
«Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia
a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad» (Rom 1, 20). Pero con la
encarnación del Verbo acaece la revelación de Dios que, como palabra destinada, sale
al encuentro de los hombres para invitarlos a vivir el amor-ágape que se manifestó en
la cruz. Porque Cristo es «la sabiduría divina o Logos [cuyo conocimiento sobrenatural
por fe] entraña la experiencia de la misma, o sea, la contemplación infusa» (Ferraro,
1997: 51). Cristo es la palabra encarnada que manifiesta la esencia escondida del
Padre. «Puesto que la luz (intelectual) o la iluminación y la vida (intelectual) son una y
la misma en Dios, entonces cuando uno acepta […] recibir la iluminación, recibe a la
vez la vida y conocimiento divinos» (Ferraro, 1997: 24).
La iluminación que consiste en la presencia por gracia de Dios en el alma radica en una
participación en su vida divina. Al «aceptar la iluminación [en Cristo], uno acepta el
conocimiento experimental que Dios tiene de sí mismo, con que el Logos como luz se
identifica» (Ferraro, 1997: 22). Recibir la iluminación divina es participar del auto-
conocimiento divino, aún cuando ello ocurra necesariamente en un grado inferior de
perfección, que se explica por la enorme diferencia que hay entre lo Absoluto y su
creación.

Si por Cristo devenimos hijos de Dios, entonces «también herederos; herederos de


Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que
juntamente con él seamos glorificados» (Rom 8, 17). Ser hijo de Dios implica: 1) ser
asimilado a Dios mediante la infusión de la gracia; 2) responder al llamado amoroso de
Dios, que invita al hombre a la imitación de Cristo a través del ejercicio de obras
perfectas; 3) participar de su gloria.

4. La fe como conocimiento oscuro amoroso

La encarnación del Verbo de Dios es condición de posibilidad de la unión mística, en la


que consiste la vida eterna. Sólo porque Dios se ha hecho hombre, el hombre ha
recibido el don de llegar a ser Dios por participación. Participar en la vida eterna,
conforme al Evangelio según San Juan, consiste en conocer a Dios como Él se conoce
(en modo sobrenatural) y participar del amor-ágape que vincula al Padre y al Hijo en el
Espíritu Santo.

Místico es quien, conforme a sus potencias (entendimiento, voluntad y memoria) se


halla unido al Verbo encarnado, que se manifestó en la cruz como amor-ágape y en la
resurrección como el Señor exaltado. Unida al Esposo Cristo, el alma participa de la
vida ad intra del Dios uno y trino.

Las operaciones de las potencias humanas son finitas y naturales; mientras que Dios
es infinito y sobrenatural. A fin de ser adecuado a su objeto, el conocimiento de Dios
debe ser proporcionado a su ser. Sin embargo, el hombre posee únicamente medios
naturales para conocer a Dios, que por lo mismo no guardan proporción con su ser
sobrenatural y absoluto.

…las criaturas, ahora terrenas, ahora celestiales, y todas las noticias e imágenes
distintas, naturales y sobrenaturales, que pueden caer en las potencias del alma, por
altas que sean ellas en esta vida, ninguna comparación ni proporción tienen con el ser
de Dios, por cuanto Dios no cae debajo de género y especie, y ellas sí, como dicen los
teólogos, y el alma en esta vida no es capaz de recibir clara y distintamente sino lo que
cae debajo de género y especie (Cruz, 1994c, libro III, capítulo 12, párrafo 1).

Dado que sentido, imaginación y entendimiento son los únicos medios naturales de
que el hombre dispone para conocer algo, cabe inquirir sobre la posibilidad de acceder
a la comprensión indirecta del Creador, usando como recurso la analogía, para obtener
alguna noticia de éste a partir de la creación. No obstante,

…entre todas las criaturas superiores ni inferiores, ninguna hay que próximamente
junte con Dios ni tenga semejanza con su ser, porque, aunque es verdad que todas
ellas tienen […] cierta relación a Dios y rastro de Dios […] de Dios a ellas ningún
respecto hay ni semejanza esencial […] Y por eso es imposible que el entendimiento
pueda dar en Dios por medio de las criaturas (Cruz, 1994c: libro II, capítulo 8, párrafo
3).

La analogía no es una vía adecuada para conocer a Dios. Al hombre, «ninguna noticia
ni aprehensión sobrenatural […] le puede servir de medio próximo para la alta unión
de amor con Dios» (Cruz, 1994c: libro II, capítulo 8, párrafo 5). Dichas aprehensiones
se colocan «debajo de algunas maneras y modos limitados, y la Sabiduría de Dios, en
que se ha de unir el entendimiento, ningún modo ni manera tiene ni cae debajo de
algún límite ni inteligencia distinta y particularmente» (Cruz, 1994c: libro II, capítulo
16, párrafo 7).

El ser sobrenatural de Dios es inaccesible para el conocimiento natural del que es


capaz el entendimiento. De acuerdo con San Juan de la Cruz, para ser apropiado, el
conocimiento debe ser proporcionado al objeto que se pretende conocer. El único
medio proporcionado al ser sobrenatural de Dios es el don sobrenatural de la fe, que
Dios infunde en el hombre por gracia, en contemplación.

La fe teologal es un hábito sobrenatural que confiere al hombre la capacidad para


acoger la revelación de la esencia divina. Tanto por su esencia como por su objeto
(Dios mismo) la fe es un conocimiento oscuro. En cuanto a lo primero porque a través
suyo acontece la mostración esencial de sus atributos, limpios de errores y formas
naturales. Por lo que hace a lo segundo, Dios mismo es tiniebla para nuestro
entendimiento; «luz verdadera que alumbra a todo hombre» (Jn 1, 9) que, en virtud
de su excesiva brillantez, al exceder y suspender todas sus potencias, priva al alma
humana de su visión natural, dejándola a oscuras respecto del ejercicio del
entendimiento, aunque con la voluntad inflamada por el amor-ágape de Dios.

La fe sobrenatural es un hábito infuso por Dios en el alma por el que se comprende de


manera intuitiva, de golpe y sin mediación reflexiva, la esencia amorosa de Aquél. San
Juan de la Cruz sostiene que la fe es ciencia amorosa para dar a entender que es una
operación por la que el alma accede a la verdad sobrenatural de Dios y que, por ser
muy sencilla, es poco distinta, confusa y oscura.

La fe es un don divino; un efecto de la gracia y no un producto del esfuerzo personal


del hombre. El hombre puede disponerse favorablemente para que Dios infunda en él
la fe teologal, a partir de los ejercicios propios de la vida activa, que se distingue por la
meditación. Pero no puede suscitar ni forzar la infusión del hábito sobrenatural de la
fe. No hay obra humana que merezca la unión con Dios. La justificación y salvación
son obras de la gracia.

5. La actitud teologal

Entre las virtudes teologales existe una relación de interdependencia, a causa de la


cual la presencia de una de ellas hace suponer la de las otras dos. La fe demuestra a
Dios como fin sobrenatural; la esperanza hace proceder al mismo; en tanto que
el amor-ágape une al hombre con el Esposo Cristo y, a través de la celebración de la
unión amorosa con Éste, con las otras dos personas de la Trinidad. Puesto que, como
el poeta místico sostiene, la transformación amorosa en Dios no sería plena si al
consumarse el matrimonio espiritual entre la amada y el Amado Esposo Cristo, la
primera participara también de la comunicación amorosa que vincula al Hijo con el
Padre en el Espíritu Santo.
No se tiene fe porque la presencia de Dios sea evidente en el mundo. Por el contrario,
casi siempre, la fe teologal es un don que Dios infunde en el hombre, «a escondidas».
De suerte que pese a la no evidencia de Dios, a su eclipse o a su silencio y lejanía, el
hombre está en condiciones de poder amarlo. Para San Juan de la Cruz (1994a), ni la
alta comunicación es cierto testimonio de la presencia divina, ni la sequedad y carencia
de todo lo son de su ausencia en ella. La fe es, por ello, un conocimiento oscuro del ser
de Dios, que permite al hombre reconocer la presencia de éste incluso allí donde
parecería estar ausente.

La fe teologal no es una vivencia de orden emocional, ni se parece en nada a un subido


sentir de la proximidad de Dios. Es un modo de ser ante Dios, por el cual el espiritual
persevera en todo momento en el ejercicio del amor-ágape que junto con la fe, Dios le
ha infundido en contemplación oscura.

En un primer sentido, no puede haber amor-ágape sin fe, puesto que en el orden


natural es imposible amar lo que no se conoce. Sin embargo, en el orden sobrenatural,
el amor-ágape es condición de posibilidad de la infusión de la fe, por cuanto es éste el
que explica por qué el espiritual está dispuesto a atravesar por penas y privaciones, a
fin de cooperar con la gracia y merecer que Dios la una consigo. Dicho de otro modo,
sólo teniendo en cuenta que el alma que busca la presencia escondida del Amado
Esposo Cristo está enamorada de su presencia, es posible entender su elección por el
camino de la virtud, como medio para disponerse favorablemente a la entrada en la
contemplación oscura amorosa, sin la cual es imposible el conocimiento amoroso de
Cristo. La esperanza, por su parte, es una virtud que sostiene al espiritual en su
búsqueda amorosa de Dios; es, en cierto modo, un amor expectante que, en la
aparente ausencia y lejanía de Dios, le hace al espiritual recordar la promesa de
salvación de Aquél y confiar en que, por ser Dios quien es, la promesa se cumplirá.

El cultivo y adquisición de las virtudes naturales (vía activa) es un paso necesario


aunque no suficiente para que el individuo se libere de la esclavitud de sus pasiones y
apetitos. El reconocimiento de la necesidad y conveniencia del ejercicio de la virtud
natural es una idea recurrente en la historia de la moral. Lo propio del cristianismo no
es la exaltación de la virtud como fin en sí mismo y origen de la felicidad.

La virtud a la que tiende la vida cristiana no es de orden natural sino sobrenatural; es


un don divino y no una conquista humana. Las virtudes sobrenaturales teologales (fe,
esperanza y amor-ágape) y morales son obra de la gracia. La inflamación amorosa
provocada por la inhabitación del Espíritu Santo en la voluntad dispone favorablemente
a la amada para recibir la iluminación del Logos. Cuando esta coopera con su
asentimiento a la experiencia purgativa de la fe, se ejercita en el cultivo de las virtudes
morales infusas.

El hombre no puede ejercitarse ni practicar las virtudes sobrenaturales morales si no


participa de la contemplación infusa amorosa. La vida mística es el único camino para
la realización del fin sobrenatural para el cuál fue creado el hombre: la transformación
en el amor-ágape que Dios es. Ser Dios por participación es conocer y amar a Dios
como Él se conoce y se ama a sí mismo. Es decir, conocerlo en modo sobrenatural por
fe, y amarlo con el mismo amor-ágape que de Él se ha recibido. Lo cual es del todo
imposible sin atravesar por las purgaciones pasivas del sentido y del espíritu de las que
habla San Juan de la Cruz al exponer su doctrina de la noche oscura.
En todas sus obras, San Juan de la Cruz sostiene que hay una sola vía para la
justificación y la salvación: la mística. Es decir, la participación de las operaciones
divinas, que se manifiesta en la realización de obras de amor perfecto, nacidas del
hábito de las virtudes sobrenaturales teologales y morales.

Conclusión

En contra de la perspectiva moderna de la fe, aún hoy dominante en la interpretación


cotidiana y regular de ésta, sostengo que la fe no es una disposición transitoria sino un
modo de ser en el mundo. No es una inclinación práctica a comportarse de un modo
determinado bajo ciertas circunstancias sino un compromiso de vida que resulta de un
encuentro vital con lo divino.

Como Pascal ha podido comprender, luego de reconocer que la fe es un conocimiento


de orden sobrenatural:

La fe es un don de Dios. No creáis que decimos sea un don de razonamiento. Las


demás religiones no dicen esto de su fe; no dan sino el razonamiento para alcanzarla,
que no conduce a ella, sin embargo. Es el corazón el que siente a Dios, y no la razón.
He ahí lo que es la fe: Dios sensible al corazón, no a la razón (Pascal, 1977: 163).

Tal sabiduría se ha vuelto demasiado oscura e incomprensible para el hombre de hoy,


por cuanto apela a una entidad tan misteriosa como el mismo Dios: el corazón. Sólo
después de contestar afirmativamente a la pregunta de si queda alguien aún que
posea un corazón, se podrá afirmar que la fe teologal es una posibilidad humana.

Al Dios de la onto-teo-logía conduce la razón que va de la consideración de los efectos


a la Causa; de lo fundamentado al fundamento. Al Dios enamorado que se deja
crucificar no hay vía racional que conduzca. Para la razón, Cristo Crucificado es locura.

La fe, que junto con el amor-ágape y la esperanza constituye la esencia de la vida


teologal, surge contra toda evidencia racional. En palabras de H. J. Iwand, citadas por
J. Moltmann:

Nuestra fe comienza precisamente donde los ateos piensan que acaba. Nuestra fe
comienza en esa dureza y poderío que es la noche de la cruz, de la tentación y de la
duda sobre todo lo que existe. Nuestra fe tiene que nacer donde todos los hechos la
desmienten. Tiene que nacer de la nada (Moltmann, 2010: 60)

Los evangelios dan testimonio de la vida del Jesús terreno (que culmina con su pasión
y muerte de cruz) a partir del encuentro con éste que sucede a la resurrección. El
principio fundamental de la fe cristiana es que el Señor resucitado es también el Verbo
encarnado y crucificado. La buena noticia anunciada por el evangelio es la resurrección
del Crucificado, acompañada de la presentación de la cruz como llamada al
seguimiento.

Notas
*
Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Recientemente
ha publicado "Del concepto onto-teo-lógico de Dios a la comprensión fenomenológica
de lo divino" (2011); "Hacia una fenomenología del Cántico espiritual, de San Juan de
la Cruz" (2012); y "El amor místico como modo de ser en el mundo. Rasgos
fenomenológicos de la Amada, del Cántico Espiritual, de San Juan de la Cruz" (2012).

1
 Fenomenológicamente, «se denomina ‘experiencia’ a la intuición de algo. La intuición,
en general, es el contacto cognoscitivo, o directo o proporcionado por algún signo
icónico, con cualquier objeto. La intuición se opone, por ejemplo, a la mera mención
lingüística, que se refiere a la misma entidad sin otra prenda de ella que su nombre y
el sentido, quizá muy indeterminado, de este nombre» (García-Baró, 2004: 286). Se
llama experiencias a «las intuiciones de lo real, y precisamente cuando no están
mediadas por una imagen de su objeto. Las experiencias son, por tanto, juicios de
existencia sancionados en y por la presencia de la cosa experimentada, respaldados
por esta presencia directa» (García-Baró, 2004: 286).

El concepto fenomenológico de «experiencia» nombra la síntesis, realizada por la


conciencia, de aquello que le sale al encuentro o se le aparece. Síntesis que al ser
retenida por la memoria permite al individuo el recuerdo de la vivencia en cuestión.
«Experiencia» nombra el saber que, a resultas del encuentro directo con alguna
realidad, se agrega al entramado de sentido constituido por los saberes previos del
existente, y modifica el horizonte de comprensión de sus vivencias pasadas, presentes
y futuras. La experiencia es origen de diversos hábitos de comprensión e interpretación
de los fenómenos, que engendra un peculiar modo de habérselas con los otros, consigo
mismo y con los entes que no tienen la forma de ser del existente.

2
 Aceptar la analogía como método adecuado para la explicación del misterio de
la Trinidad implica renunciar a la conquista de un conocimiento absoluto y diáfano
acerca del mismo. «La denominación analógica es aquella en la que el nombre se
refiere a sus individuos referentes con un sentido en parte idéntico y en parte diverso,
predominando la diversidad» (Beuchot, 1993: 33).

3
 La analogía no es del todo exacta, pues mientras el decir humano se conforma
de una pluralidad de voces destinadas a comunicar los diversos modos en que el ser se
manifiesta, la palabra de Dios es una sola. De acuerdo con Gadamer (1999), en tanto
que palabra exterior o Idea que el Padre engendra de sí en su entendimiento, Cristo es
palabra omni-comprensiva y única de Aquél. Dios es para sí mismo un espíritu
omnipresente; en tanto que el espíritu humano sólo cobra conciencia de la verdad
histórica y paulatinamente.

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La "noche oscura del alma" y externalismo sobre la fe
 

The 'Dark Night of the Soul' and Externalism on Faith

Begoña Pessis García*, José Tomás Alvarado Marambio**

* Instituto de Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Chile .bpessis@uc.cl

** Instituto de Filosofía, Pontificia Universidad Católica de


Chile. jose.tomas.alvarado@gmail.com

Recibido: 10/03/2014
Aceptado: 05/06/2014

Resumen

Se han presentado recientemente diferentes propuestas acerca de la naturaleza de la


fe. En muchas de ellas no hay una comprensión y una discusión suficientes de varios
fenómenos que le ocurren a algunas personas con una vida interior de fe profunda.
Uno de estos fenómenos es la "noche oscura del alma" –tal como fue denominado por
san Juan de la Cruz–. En una noche oscura la presencia de Dios se oscurece para el
fiel; de hecho, le parece que no tiene fe. Ni las teorías internalistas de la fe, ni las
teorías no cognitivistas de la fe parecen aptas para explicar adecuadamente cómo es
posible un fenómeno como la noche oscura. En cambio, las teorías de la fe
cognitivistas y externalistas parecen apropiadas.

Palabras clave: cognitivismo, externalismo, fe sobrenatural, internalismo, noche


oscura.

Abstract

Different proposals have been presented recently about the nature of faith. In many of
these theories there has not been a sufficient understanding and discussion of several
phenomena that occurs to people with a deep interior life of faith. One of these
phenomena is the noche oscura del alma –as it was dubbed by Saint John of the Cross.
In a noche oscura the presence of God is darkened for the faithful. In fact, it seems to
him that he has no faith. Neither internalist theories of faith, nor non-cognitivist
theories of faith seem able to explain properly how it is possible a phenomenon like
la noche oscura. Instead, cognitivist and externalist theories of faith seem appropriate.

Keywords: Cognitivism, Dark Night of the Soul, Externalismo, Internalism,


Supernatural Faith.

En tiempos recientes ha aparecido una serie de propuestas teóricas para comprender


la naturaleza de la fe en filosofía de la religión. Por un lado, se han presentado teorías
para las que la fe es un tipo de estado cognitivo especial (Swinburne, 2003; Plantinga,
1983, 2000; Alston, 1993) en el que se posee cierto conocimiento o creencia
justificada. Por otra parte, se han intentado desarrollar teorías en las que la fe tiene
que ver más bien con algún estado emocional o afectivo, o bien con un estado volitivo
de "resolución interior" (Bishop, 2007, 2010). La disputa fundamental entre estas
alternativas tiene que ver con el carácter de conocimiento o de justificación que la fe
pueda tener. Esto está conectado, además, con cuestiones más generales de
epistemología de la religión y teología natural. Por ejemplo, es posible estar más
inclinado a sostener que la fe tiene que ver ante todo con componentes afectivos y
volitivos o bien estar más inclinado a otorgarle un valor epistemológico. En uno o en
otro caso, sin embargo, se ha desatendido –crucialmente– la experiencia de vida
concreta de fe de los fieles. A veces pareciera que los filósofos –tal vez por un afán de
simplificar y clarificar el análisis atendiendo a ciertos 'tipos ideales'– trabajan pensando
en un estereotipo acerca de aquello en lo que consista tener fe y sobre cómo es la vida
de fe de una persona. Este trabajo tiene por objetivo corregir, en parte, esta
desatención, o –si se quiere– contribuir al desarrollo de un tratamiento más equilibrado
en este punto.

El fenómeno de la "noche oscura del alma" es un caso de análisis especialmente


importante e ilustrativo de estas desatenciones. Se trata de un fenómeno muy
documentado que le ocurre a personas con mucha vida interior de oración, que están
fuertemente comprometidas en vivir su fe y que han logrado configurar un carácter
moral definido en conformidad con estas resoluciones interiores. Sucede a personas
cuya vida ha sido presentada por la Iglesia Católica como un ejemplo de virtudes
cristianas puestas en obra y, en particular, de fe, esperanza y caridad. Se trata, por lo
tanto, de un tipo de fenómeno de especial importancia para comprender la naturaleza
de la fe. Y, tal como se hará ver, hay tesis sustantivas que parecen tener aptitud
explicativa para tratar este fenómeno, mientras que hay otras que no la tienen. En
especial, se va a sostener aquí que una consideración atenta de la "noche oscura del
alma" parece obligar a algún tipo de teoría externalista de la fe.

Se ha hecho ya notar la importancia del fenómeno de la noche oscura del alma en


filosofía de la religión, pero atendiendo a la cuestión del "ocultamiento de Dios"
(Howard-Snyder y Moser, 2002; Moser 2008) y no a la cuestión de la naturaleza de la
fe y de su valor epistemológico. Lo que interesa aquí, en cambio, es contestar la
pregunta acerca de qué es la fe y considerar qué tipo de restricciones impone el
fenómeno de la noche oscura para comprender su naturaleza.

En lo que sigue, por lo tanto, se harán en la primera sección algunas precisiones


conceptuales. Luego, se explicará en la segunda sección la naturaleza de la llamada
"noche oscura del alma". En la tercera sección se explicarán los problemas que el
fenómeno de la noche oscura del alma genera para las teorías internalistas y no
cognitivistas. En la cuarta sección, por último, se presentará un modelo diferente,
externalista, donde el fenómeno de la "noche oscura" es explicable.

1. Precisiones conceptuales

En discusiones temáticas de este tipo, ante la inexcusable pregunta inicial "¿qué es la


fe?", puede ser útil considerar la caracterización católica tradicional. En el capítulo 3 de
la Constitución Dogmática Dei Filius del Concilio Vaticano I del 24 de abril de 1870, se
señala que la fe es una "virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la
gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por él ha sido revelado, no por la
intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la
autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos"
(DH 3008; cf. los cánones 1 y 2, DH 3031 y 3032, respectivamente; también, Pío IX,
Encíclica Qui Pluribus de 9 de noviembre de 1846, en DH 2778). Una virtud es una
propiedad disposicional de un sujeto racional y libre por la que pueden realizar
acciones moralmente buenas de cierto tipo con 'facilidad'. La virtud sobrenatural de la
fe se especifica porque dispone para creer ser verdadero lo que ha sido revelado por
Dios. El acto de fe sobrenatural es, entonces, el acto de creer ser verdadero lo que ha
sido revelado por Dios, por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede
engañarse ni engañarnos.

Es característico de esta concepción católica el que la fe sea tenida por una creencia
con un objeto proposicional, que es aquello que se cree, y cuyo motivo es la revelación
que Dios ha hecho de tal verdad (Tomás de Aquino, ST II-II, q. 1, aa. 7-9). Una
"creencia" es una actitud proposicional por la que se acepta una proposición como
verdadera, sea que el sujeto de tal creencia tenga una justificación adecuada para
pensar que la proposición en cuestión es verdadera, sea que tenga una justificación
inadecuada, o sea que no tenga ninguna justificación. La creencia de que p es neutral,
por lo tanto, en cuanto a si p es verdadera o falsa, y en cuanto a si el sujeto de la
creencia está epistemológicamente legitimado para adoptarla. Se trata, en efecto, de
una actitud proposicional, pues el objeto del estado mental es una proposición, que es
aquello que es creído y que es portador de un valor de verdad.1 La justificación que ha
de tener el sujeto de la creencia para adoptarla, si es que se trata realmente de un
caso de fe sobrenatural, es la revelación de Dios, quien posee autoridad epistémica
máxima –"no puede engañarse ni engañarnos". La fe sobrenatural se presenta como
un caso de justificación por testimonio en el que la fe o confianza en quien asevera la
proposición que va a ser objeto de aceptación es el motivo por el que uno resulta
epistemológicamente legitimado para creer tal proposición. El acto de habla de
aseveración por el que el testigo enuncia la proposición objeto de fe se ha denominado
"revelación". En el caso de la fe sobrenatural, el testigo es, por supuesto, Dios mismo.2

Es importante destacar que en esta concepción la fe sobrenatural se presenta como


una forma de conocimiento. El 'conocimiento' puede ser caracterizado –sin necesidad
de entrar a prejuzgar ninguna de las cuestiones de fondo debatidas en la epistemología
de los últimos cincuenta años– como el estado mental factivo más general (Williamson,
2000: p. 27-48). Un estado mental Φ respecto de una proposición p es factivo si y sólo
si, si el sujeto S Φ que p, entonces p. Esto es, el objeto de tal estado de mental debe
tomarse como un hecho (factum). El conocimiento es el estado mental factivo más
general porque, (i) si S conoce que p, entonces p –esto es, el conocimiento es un
estado mental factivo– y, (ii) si Φ es un estado mental factivo, entonces si S Φ que p,
entonces S conoce que p. Si un tipo de estado mental es factivo en los términos
indicados, entonces se trata de un tipo de conocimiento.3 La fe sobrenatural se
presenta aquí como un estado mental factivo porque las proposiciones sobre las que
versa son –de entrada– verdades reveladas por Dios. Sucede, en efecto, que si S tiene
fe sobrenatural de que p entonces p, pues la proposición objeto de fe no podría no ser
verdadera (cf. Lumen fidei, nn. 23-36). Si no lo fuese, entonces no se trataría
realmente de un caso de fe sobrenatural, tal como si alguien pensase que p y p fuese
falsa, entonces no tendría conocimiento de que p, no importa lo buena que pueda ser
la justificación que tuviese para pensar que p.

Ésta es una concepción cognitiva de la fe sobrenatural, en donde se trata de una


actitud proposicional con valor epistemológico. Tal como se ha indicado más arriba, se
han defendido recientemente otras teorías cognitivas de la fe. Alvin Plantinga y los
restantes defensores de la llamada "epistemología reformada" han sostenido que
poseemos creencias básicas dotadas de "garantía" (warrant) acerca de Dios (Plantinga,
1983, 2000; Alston, 1993). En la teoría epistemológica general de Plantinga, la
"garantía" es lo que se requiere para que una creencia cuente como conocimiento
(Plantinga, 1993b: pp. 3-47; 1993a: pp. 43-46, pp. 51-65). Sostener, por lo tanto,
que poseemos creencias básicas dotadas de garantía acerca de Dios es sostener que
tenemos conocimiento acerca de Dios. Se trataría de creencias "básicas" pues no son
creencias que se encuentren justificadas por vínculos inferenciales con otras
proposiciones que sean objeto de creencia, tal como las creencias perceptivas no se
adquieren por inferencia a partir de otras creencias. Una creencia básica cuenta como
conocimiento, al poseer una "garantía", si y sólo si ha sido generada por la operación
de una facultad cognitiva funcionando adecuadamente en el ambiente para el que ha
sido diseñada. Y una facultad cognitiva funciona adecuadamente si y sólo si esta
facultad está diseñada para alcanzar la verdad y hay una probabilidad objetivamente
alta de que las creencias generadas en virtud de la operación de tal facultad sean
verdaderas (Plantinga, 1993b: pp. 3-20). Se trata de una teoría externalista del
conocimiento y la justificación, tal como se explicará más abajo. Lo que resulta
fundamental para lo que interesa aquí es que hay una facultad cognitiva especial para
generar creencias verdaderas acerca de Dios si funciona adecuadamente. Siguiendo a
Calvino, Plantinga ha designado a esta facultad un sensus divinitatis (Plantinga, 2000:
pp. 167-198). Para las creencias específicamente cristianas lo que opera es la acción
directa del Espíritu Santo que "enseña internamente" sobre las verdades reveladas a
los fieles (Plantinga, 2000: pp. 241-289).

Otra importante teoría cognitivista de la fe es la que ha sido desarrollada por Richard


Swinburne. Swinburne está consciente de las diferencias entre una concepción de la fe
como un tipo de actitud proposicional de mera creencia y otras formas de fe en que
debe admitirse un componente adicional de "compromiso" a actuar en conformidad con
las creencias aceptadas bajo un sentimiento de "confianza" en Dios. El primer modelo
es denominado por Swinburne "tomista" y el segundo "luterano" (cf. Swinburne, 2003,
138-147). En ambos casos la fe es, en su núcleo, una actitud proposicional de
creencia. La diferencia es que en el modelo luterano no basta el aspecto cognitivo de
creencia sin un correlato volitivo y afectivo adicional. Es notorio, sin embargo, que la fe
tiene que ver, por lo menos, con la creencia en ciertas proposiciones –las de los
símbolos de la fe– cualquiera sea la forma en que uno ha llegado a estar justificado en
la aceptación de tales creencias. Uno posee una justificación racional para creer
que p dada la evidencia e si y sólo si la probabilidad epistémica de p condicional en la
evidencia e es mayor que 0,5. Una condición necesaria para tener fe –dejando a un
lado los requerimientos adicionales de modelos "luteranos"– es que uno esté
justificado racionalmente para creer el símbolo de la fe. No interesa la forma en que se
haya obtenido tal evidencia. No importa si se ha obtenido por testimonio, tal como lo
supone la teoría católica tradicional, por evidencia empírica directa o por alguna forma
de inferencia. Swinburne ha argumentado extensamente, por ejemplo, a favor de la
existencia de Dios y de sus principales atributos mediante una argumentación
probabilística acumulativa por la que se defiende que es más racional creer que Dios
existe a creer que no existe (Swinburne, 2004). Si alguien movido por esta
argumentación llega a creer que Dios existe, entonces esto será, al menos en parte,
constitutivo de la fe en tal sujeto. Por supuesto, requerirá también asignar una
probabilidad epistémica positiva a los restantes artículos de la fe, pero no interesa la
fuente de la justificación, sino lo que está siendo justificado. La teoría de Swinburne,
por lo demás, difiere en un aspecto crucial respecto de la epistemología reformada,
pues es internalista, de acuerdo a lo que se explicará. Las creencias básicas dotadas de
"garantía" que para Plantinga constituyen conocimiento, no lo constituyen para
Swinburne. La evidencia de que se trate debe resultar "accesible" al sujeto que la
posee (Swinburne, 2001: pp. 152-158; pp. 206-211).

Hay también una pléyade de teorías no cognitivistas de la fe. En algunas de estas


teorías la fe involucra una actitud proposicional de creencia, en otras no. En ninguna
de ellas, sin embargo, se espera algún valor epistemológico para la fe. La fe no tiene
que ver con la existencia de un tipo especial de justificación –tal como sucede en la
teoría católica y en la epistemología reformada– o en la posesión de justificación para
ciertas proposiciones específicas –tal como sucede en la teoría de Swinburne. Las
teorías no cognitivistas de la fe parten de la base de que no hay justificación racional
epistémica para creer las proposiciones que integran los símbolos de la fe. La
naturaleza de la fe no puede buscarse, entonces, en un tipo especial de justificación o
de evidencia, o de proposiciones para las que se tiene justificación o evidencia.
Probablemente la propuesta reciente en este sentido más desarrollada es la de John
Bishop de un "fideísmo moderado"(Bishop, 2007), la cual se enmarca en un "modelo
pragmatista" de la consideración de la fe. Sostiene Bishop que la evidencia epistémica
es neutral tanto a favor de las proposiciones del símbolo de la fe como para sus
negaciones. Esto no impide, sin embargo, que pueda estar "prácticamente justificada"
una "empresa doxástica" (doxastic venture) (Bishop, 2007, 101-150).

Tal como se ha indicado más arriba, el fenómeno de la noche oscura parece ofrecer
dificultades especiales a teorías internalistas de la fe y parece favorecer, en cambio,
teorías externalistas. Convendrá aclarar, entonces, el contraste entre "internalismo" y
"externalismo". Estas expresiones se han usado de varios modos en varios contextos.
Para lo que interesa aquí, sin embargo, la distinción tiene que ver con la accesibilidad
de la evidencia para el sujeto que la posee (BonJour, 2002). En una concepción
internalista de la justificación y del conocimiento, si alguien tiene conocimiento de
que p entonces el hecho de poseer tal conocimiento debe resultar accesible para él
desde su perspectiva de primera persona. Del mismo modo, si tiene alguna
justificación para creer que p, el hecho de poseerla debe resultarle transparente. Así, si
un sujeto S conoce que p entonces S debe conocer que conoce que p. Si S tiene una
justificación para creer que p, entonces S debe estar justificado en creer que tiene una
justificación para creer que p.

Tradicionalmente se ha supuesto que el internalismo acerca del conocimiento y de la


justificación se encuentra fundado en la transparencia que deben tener todos los
estados mentales para su poseedor. Un estado mental, después de todo, designa
precisamente aquellos estados en que se encuentra un sujeto respecto de los que sólo
él es autoridad incorregible. Sólo el sujeto que posee un estado mental puede conocer
con completa certeza que lo posee. Del mismo modo, se supone que si un sujeto posee
un estado mental, entonces debe conocer que posee tal estado mental. Nadie podría
tener un estado mental sin saber que tiene ese estado. Poseer cierta evidencia, ya sea
que sea suficiente o no para constituir conocimiento, es un tipo de estado mental.
Luego, si uno tiene cierta evidencia uno debe saber que tiene tal evidencia. En todas
las concepciones cognitivistas de la fe ésta consiste, al menos en parte, en una actitud
proposicional con valor epistemológico al estar –de un modo u otro– justificada. Un
internalista debería, por lo tanto, sostener que la posesión de fe debería ser algo
perfectamente transparente para el sujeto que la posee. En las teorías no cognitivistas,
la fe no posee valor epistemológico y puede o no ser entendida como acompañada o
constituida por una actitud proposicional. Cualquiera que sea esta actitud, ella también
debería resultar perfectamente transparente para el sujeto que la posee. También lo
deberían ser los estados afectivos y volitivos constitutivos de la fe, cualquiera que sea
la importancia que se les otorgue.

El internalismo ha sido la posición obvia en epistemología desde Descartes y por buena


parte del siglo pasado. Parece ser la concepción más razonable que uno debería
adoptar si es que la evidencia que pueda tener un sujeto debería ser relevante para
que este sujeto pueda satisfacer sus responsabilidades epistémicas. Sin embargo, no
parece una teoría adecuada para caracterizar los estados epistémicos en que puedan
encontrarse sujetos poco sofisticados, con poca capacidad reflexiva o con ninguna
capacidad reflexiva. No parece razonable suponer, por ejemplo, que un animal posee
el concepto de "conocimiento". Ningún animal podría, por lo tanto, conocer que tiene
conocimiento. Sin embargo, es obvio que los animales superiores tienen conocimiento.
Lo mismo sucede con niños pequeños. El internalismo parece requerir un nivel de
reflexividad exorbitante para sujetos como nosotros, con capacidades cognitivas finitas
(Goldman, 1999). Por esto, parece dejar nuestras prácticas epistémicas vulnerables al
escepticismo. En las concepciones externalistas se relaja el requerimiento de completa
reflexividad. Uno puede tener conocimiento y, sin embargo, no es necesario que uno
conozca que tiene conocimiento. De un modo semejante, uno puede tener una
justificación para creer que p y no conocer o no estar justificado en creer que uno tiene
una justificación para creer que p. Por ejemplo, para el externalista uno puede tener
una creencia perceptiva justificada si es que las facultades cognitivas que se han
ejercido son objetivamente confiables, esto es, si es que es objetivamente probable
que su operación genere creencias verdaderas. No es necesario que el sujeto conozca
o tenga creencias bien justificadas acerca del carácter confiable de sus capacidades
cognitivas. Basta con que sean confiables.

Entre las teorías que han sido mencionadas aquí, la teoría de Plantinga es claramente
externalista. La existencia de fe depende solamente de que el sensus divinitatis y el
Espíritu Santo estén funcionando adecuadamente, tal como él entiende la noción. No
se requiere que uno conozca que están operando tales mecanismos cognitivos y que
son confiables. La teoría de Swinburne es claramente internalista. Toda justificación
epistemológicamente aceptable para Swinburne debe ser "internamente" accesible al
sujeto que la posee. Entre las teorías no cognitivistas no hay una única posición clara
al respecto, pero parte de la motivación de Bishop para su "fideísmo moderado" es la
operación de exigencias internalistas para la justificación racional de las creencias que
uno posea (Bishop, 2007: pp. 26-100). En el caso de la teoría católica de la fe, en
donde ésta está fundada en testimonio, caben alternativas internalistas y externalistas.
Depende del modo en que sea tratado el testimonio como mecanismo de justificación.
En lo que sigue se van a considerar estas diferentes alternativas para concebir la
naturaleza de la fe sobrenatural, no porque sean las únicas teorías existentes, sino por
ser las más recientes o las más destacadas.
 

2. La noche oscura del alma o noche pasiva del espíritu

Si bien es razonable pensar que a una persona que tiene una vida interior profunda le
debería constar subjetivamente que posee fe, en la práctica es posible encontrar una
amplia literatura que prueba la existencia de contraejemplos. No es difícil hallar
testimonios de muchos santos, en los que reportan haberse sentido privados de toda
fe y haber experimentado una sensación de abandono por parte de un Dios
supuestamente ausente. San Juan de la Cruz, poeta emblemático del misticismo
español del siglo XVI, acuña una expresión para designar este estado de vacío y
desolación espiritual: "noche oscura del alma" o del espíritu. Dicho padecimiento, que
trae consigo muchas pruebas y tribulaciones, se devela en realidad como una vía de
purificación intensa que prepara a las almas maduras y avanzadas para la unión o
matrimonio espiritual con Dios, esto es, para la santidad. Aunque, en efecto, el caso de
san Juan de la Cruz y de su contemporánea santa Teresa de Ávila sean los más
difundidos a causa de la belleza de sus composiciones artísticas, es posible encontrar
un corpus mucho más vasto de insignes religiosos que atravesaron el mismo trance:
san Pío de Pietralcina, san Francisco de Asís, santa Teresa del niño Jesús, san Alfonso
María de Ligorio, san Benito, san Ignacio de Loyola, entre otros. La nómina de
personalidades no se agota en el pasado, puesto que nuevas investigaciones informan
de casos más recientes, entre los que destaca el de la beata Teresa de Calcuta.

La tradición cristiana reconoce tres fases en el camino espiritual que emprende un


buen creyente dedicado a trabajar en su fe y a profundizar en su contacto íntimo con
Dios. Estas "estaciones" han sido conocidas comúnmente como las tres edades de la
vida espiritual: la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía unitiva; estas corresponden,
respectivamente, a la de los principiantes o incipientes, a la de los proficientes,
aprovechados o avanzados y a la de los perfectos (Garrigou-Lagrange, 1944: p. 259).
En aras de esbozar una descripción de la noche oscura del alma, es menester, en
primer lugar, distinguirla de otro peldaño característico de la ascendente vida espiritual
casi homónimo: la "noche oscura de los sentidos"; ésta se trata de una purgación no
voluntaria, por ello pasiva, de los sentidos externos e internos, de las pasiones, la
inteligencia, la memoria y la voluntad. Este trance prepara el alma para el siguiente
estadio espiritual: la contemplación infusa de Dios (Garrigou-Lagrange, 1944: pp. 585-
610; Tanquerey, 1930: 1420-1434) . Pese a la notable importancia del fenómeno
recién enunciado, la noche oscura que interesa detallar aquí consiste en una
purificación, ya no de naturaleza sensible, sino de corte espiritual. La "noche oscura
del alma" se ubica, en el mapa vertical que supone la vida interior, en una posición
intermedia entre la vía iluminativa y la unitiva. Este último grado consuma y corona la
trayectoria espiritual del hombre en la tierra. Antes de alcanzarlo, es necesario
atravesar por la noche oscura; "[p]ara purificar y corregir el alma, deja Dios al
entendimiento en tinieblas, a la voluntad en la sequedad, a la memoria sin recuerdos,
y a los afectos perdidos en el dolor y la angustia" (Tanquerey, 1930: p. 937).
Específicamente, la forma en la que esto ocurre es que el sujeto se ve acometido por
fuertes y tenaces tentaciones contra las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la
caridad. Dichas virtudes conforman uno de los núcleos principales de la vida cristiana,
de modo que su falta, o bien la creencia subjetiva de su falta, vuelve dificultosa y
penosa la perseverancia en el camino de la santidad. No obstante, la superación
exitosa de las tentaciones tiene como resultado una purificación de las virtudes
teologales de las imperfecciones y defectos; de esta manera, la fe, la esperanza y la
caridad se ven fortalecidas, robustecidas y renovadas mediante el destierro de todo
motivo demasiado humano y sensible para practicarlas y mediante la emergencia
marcada y predominante del motivo formal sobrenatural que las sostiene (Garrigou-
Lagrange, 1944: pp. 977-998). En este sentido, no parece majadero insistir en que la
noche oscura tiene como fin adecuar y encaminar "al alma a aquella perfecta unión con
Dios que llamamos unión transformante [...] y aparece como necesaria para hacer
desaparecer los defectos de los aprovechados" (Garrigou-Lagrange, 1944: p. 1089).

Aunque dicho estado esté ordenado a la santidad y a la comunión divina, los rasgos
constitutivos que lo caracterizan infringen al individuo gran tormento y malestar,
puesto que a este le parece que en lugar de avanzar en su encuentro con Dios, más
bien retrocede y se extravía. Llevar a cabo una descripción detenida del fenómeno de
la noche oscura es arduo, puesto que incluso quienes la han vivido subrayan su
inefabilidad y ponen de manifiesto la dificultad que supone explicarla y hacerla
inteligible para el resto. Aun así, un examen de los testimonios personales y de la
literatura especializada que ha sistematizado la experiencia en cuestión hace posible
identificar al menos tres características esenciales que se reconocen en toda aparición
de la noche oscura, a saber, (1) el sentimiento de abandono y desamor por parte de
Dios y, al mismo tiempo, (2) una sed intensa de Dios y (3) la creencia honesta de que
se carece de fe sobrenatural, que es la que más interesa para los efectos de este
trabajo. Dichos rasgos se pueden ver transparentados en un pasaje de Teresa de
Calcuta en el cual se sintetiza el trinomio mencionado:

En mi corazón no hay fe—ni amor—ni confianza— hay tantísimo dolor—el dolor del
anhelo, el dolor de no ser querida [(2008: p. 238)].

Estas características sintómaticas de la noche oscura no hacen sino poner al


descubierto las tentaciones a las que se ven sometidos los afectados, es decir, aquellas
relativas a las virtudes teologales. Las notas que se revisan a continuación representan
una muestra de algunos de los modos concretos en los que se ponen a prueba dichas
virtudes y, también, permiten al sujeto cultivar la auténtica virtud de la humildad.

Respecto de la primera característica mentada, es posible destacar la sensación de


abandono y desamor por parte de Dios. En este momento, el individuo tiene una visión
muy profunda de la fragilidad, miseria y pequeñez humana en comparación con la
realidad divina. Esta conciencia hace que Dios parezca demasiado lejos del hombre y
se agudiza la consideración de uno mismo como una criatura demasiado imperfecta y
defectuosa. Quienes han sufrido este dolor aseguran no sentir la presencia de Dios y,
en cambio, experimentarlo ausente, lejano e indiferente. San Juan de la Cruz expresa
esta sensación en términos de ocultamiento divino (1994: p. 127):

¿A dónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.

Ese "sentimiento de ausencia de Dios" (Teresa de Calcuta, 2008: p. 204) implica


también la impresión de que Él, voluntariamente ha decidido desaparecer. Este hecho
intensifica la desesperación y la tristeza de los individuos afectados. Teresa de Calcuta
se lamenta diciendo:
Nuestro Señor pensó que era mejor para mí estar en el túnel –así Él se fue de nuevo
dejándome [...] la realidad de la oscuridad y de la frialdad y del vacío es tan grande
que nada mueve mi alma (2008: pp. 220-232).

Santa Teresa de Ávila nominaliza su sentimiento de pesar y desdicha a través de


metáforas amorosas que describen la situación menesterosa en la que queda el alma
cuando siente lejos a Dios (1994: p. 442):

Mi alma afligida
gime y desfallece.
¡Ay! ¿Quién de su Amado
puede estar ausente?

Además de las penurias del abandono, en este estado el individuo no se siente amado
y protegido por Dios, sino que, por el contrario, se siente aborrecido y despreciado por
Él. La madre Teresa confiesa, en su correspondencia íntima, sentir que cuanto más
quiere a Dios, Él menos la quiere (2008: p. 204). El pasaje copiado a continuación es
uno de los que mejor cristaliza la desesperación de la beata respecto a este punto:

En las tinieblas [...] Señor, Dios mío, ¿quién soy yo para que Tú me abandones? La
niña de Tu amor—y ahora convertida en la más odiada—la que Tú has desechado como
despreciada— no amada (2008: p. 231).

El segundo rasgo identificado está profundamente vinculado a los otros dos y es,
precisamente, el que genera mayor tensión y dolorosa contradicción: el anhelo intenso
e insaciable de Dios pese a las tribulaciones que este comporta. La agonía resultante
de adolecer de incredulidad y desconfianza junto con la sensación de abandono y
desamor se multiplica cuando los sujetos desean la unión y proximidad con la
divinidad. La convivencia entre "una gran aridez espiritual y vivísimos deseos de la
perfección" (Garrigou-Lagrange, 1944: p. 951) genera mucha inquietud y lucha
interior. Teresa de Calcuta insiste en que "la desolación es tan grande y al mismo
tiempo el anhelo por el 'Ausente' tan profundo" (2008: p. 206). Aun en el momento en
que sus obras caritativas eran fecundas y su devoción inspiraba a tantas personas, la
beata escribe:

Hay tanta contradicción en mi alma.—Un deseo tan profundo de Dios—tan profundo


que es doloroso—un sufrimiento continuo y sin embargo no soy querida por Dios—
rechazada—vacía—ni fe—ni amor—ni fervor.— Las almas no me atraen—el Cielo no
significa nada—me parece un lugar vacío—la idea del Cielo no significa nada para mí y
sin embargo este atormentador anhelo de Dios. (2008: p. 211).

Santa Teresa de Ávila expresa el mismo sentimiento en sus versos (1941: p. 442-
443):

Ansiosa de verte
deseo morir. [...]
En vano mi alma
te busca, oh, mi dueño;
tú siempre invisible
no alivias su anhelo.
San Juan de la Cruz le ruega a Dios que se manifieste para calmar su espíritu contrito
(1994: p. 133):

Descubre tu presencia
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.

El tercer rasgo enumerado es el que, aunque no se entiende sin la presencia de los


otros, despierta más interés en el ámbito epistemológico de la posesión de la fe en los
casos relativos a la "noche oscura". El hecho paradojal que entraña este fenómeno es
que los individuos afirman con sinceridad desconocer que tienen fe sobrenatural pese a
que efectivamente la poseen. En otras palabras, los sujetos se hallan en una situación
de oscuridad u opacidad epistémica respecto a su propia fe. En estos casos, el
individuo afirma desconocer que tiene fe y presenta radicales dudas e inseguridades
respecto de la existencia de Dios y de lo revelado por el mismo. En esta medida se
entiende que "la purificación pasiva del espíritu parece consistir, [principalmente], en
la ausencia de las luces anteriormente recibidas acerca de los misterios de la fe"
(Garrigou-Lagrange, 1944: p. 943). La firmeza y entereza con las que solían practicar
la virtud de la fe se ven amenazadas. En la noche oscura el individuo se ve privado de
los motivos secundarios que ayudan al hombre a conservar su fe y a perseverar en
ella; por este motivo "el acto de fe nos resulta [...] demasiado dificultoso. Lo cual
acontece cuando la divina luz purificadora nos presenta lo que en estos misterios hay
de más elevado y aparentemente menos conforme con la razón..." (Garrigou-
Lagrange, 1944: p. 984). Pese a que la oscuridad en la que se sienten sumergidos los
sujetos afectados constituya en efecto una luminosidad mucho más elevada que la que
conocían anteriormente, esta luz es interpretada como noche en un primer momento
dado que "una luz vivísima nos da la impresión de oscuridad en razón de su propia
intensidad y de la misma alteza del objeto al cual nos conduce. Además, hácenos sufrir
por causa de nuestra impureza y pequeñez, que se hace sentir más vivamente ante
ciertas tentaciones del demonio, que en este período se presentan" (Garrigou-
Lagrange, 1944: p. 961). En esta línea, es posible comprender por qué los autores que
han padecido la noche oscura suelen emplear metáforas lumínicas para mentar la
supuesta carencia de fe sobrenatural. En esta medida, el fenómeno es nominalizado
como si se tratase de una "fe ciega", es decir, de una fe que no descansa en el
conocimiento de sí misma y en una confianza sólida en la Revelación. En consonancia
con esto, San Juan de la Cruz escribe (1994: p. 106):

Ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía,
sino la que en el corazón ardía

Con dichos versos el poeta afirma no poder descansar en las luces del entendimiento
para que su propia fe le sea transparente y accesible en términos cognitivos. La
incapacidad de ver puede interpretarse como el desconocimiento de la propia fe y la
falta de luz puede referir a la sensación de abandono y de privación de auxilio divino
para dicho conocimiento. Aunque algún elemento interior inclina al sujeto hacia Dios
(aquello que arde en su corazón), es evidente que éste afirma desconocer que tiene
una fe consciente de sí misma. Teresa de Calcuta también sostiene desconocer que
tiene fe y da cuenta de la incapacidad de su entendimiento para acceder a su propia fe
cuando afirma:
Sólo la fe ciega me sostiene, ya que en realidad para mí todo está en tinieblas (2008:
p. 203).

En la misma línea, la beata pone al descubierto su falta de confianza y de certezas:

¿Dónde está mi fe?—Incluso en lo más profundo, todo dentro, no hay nada sino vacío
y oscuridad (...) No tengo fe (...) Tantas preguntas sin respuesta viven dentro de mí—
me da miedo descubrirlas— a causa de la blasfemia. —Si Dios existe, por favor
perdóname. (...) En mi alma siento precisamente ese dolor terrible (...) de que Dios
realmente no existe (...) Esa oscuridad que me rodea por todas partes—no puedo
elevar mi alma a Dios—no entra luz alguna ni inspiración en mi alma (2008: pp. 231-
238).

Es importante notar que, en realidad, el oscurecimiento de la propia fe, que inclina a


dudar de las verdades reveladas, es el rasgo más destacado de la noche oscura. Esto
es así porque la fe es la base de la vida sobrenatural y de las demás virtudes, tanto de
las teologales como de las morales (Tanquerey, 1930: pp. 751-763). En esta medida,
es comprensible que si titubea este pilar fundamental, todo el edificio espiritual tiemble
y se estremezca. En las antípodas, "el alma, que está confirmada en la fe, puede hacer
frente a las tempestades del espíritu [...dado que la fe es] un foco de luz para el
entendimiento, una fuerza y un consuelo para la voluntad" (Tanquerey, 1930: p. 756).
Dado que esta característica del fenómeno analizado constituye el necesario punto de
partida para que se lleve a cabo la purificación pasiva del espíritu, se recrudece la
urgencia de intentar aducir una aproximación epistemológica que permita acogerla y
contenerla.

3. ¿Explicación internalista?

El fenómeno de la noche oscura del alma parece estar directamente en conflicto con
las concepciones internalistas de la fe. No importa si se trata de teorías cognitivistas o
no cognitivistas de la fe. Esto es especialmente notorio si se considera la concepción de
la fe de Swinburne: tener fe es tener creencias justificadas en las proposiciones del
símbolo de la fe –o, eventualmente, tener una creencia justificada de la conjunción de
todas esas proposiciones; tener una justificación es algo que debe resultar accesible
internamente para el sujeto que la posee; tener una creencia es un estado subjetivo
que debe resultar también transparente para el sujeto que la posee; si alguien tiene
fe, por lo tanto, debería conocer que tiene fe. ¿Cómo puede esto suceder, sin
embargo, si alguien está en una etapa de noche oscura del alma? De entrada, parece
que, en un caso tal como los reportados arriba, sencillamente no se tiene fe, pues no
se sabe que se tiene fe. En abstracto, el internalista podría intentar un par de
estrategias para resolver esta cuestión.

Una primera estrategia es sostener que realmente en los casos de noche oscura no
hay fe. Esto exigiría re-describir el fenómeno de un modo bastante radical. Uno podría
sostener que se trata de algo así como una patología, una suerte de histeria religiosa.
Personas que por mucho tiempo han tenido una vida profunda de oración, pierden
súbitamente la fe, tal vez por un burn-out debido al esfuerzo excesivo sostenido por
años. Como esto sucede a personas consideradas "santas" en sus respectivas
tradiciones religiosas, se ve en tales tradiciones la necesidad de explicar este proceso
penoso como una especial purificación interior querida por Dios. Los mismos sujetos de
este proceso lo explican ex post –si es que finalmente logran sobreponerse a él– como
tal purificación inscrita en un plan divino. Un problema que tiene esta estrategia es que
exige poner en cuestión de manera global las tradiciones religiosas en las que se
inscribe el fenómeno. Ni Teresa de Ávila, ni Juan de la Cruz, ni Teresa de Calcuta
deberían ser tomados como ejemplos de vida de fe para nosotros. Al seguir esta
estrategia de rebajar la importancia del fenómeno se estaría sugiriendo que el ideal del
seguimiento de Cristo tal como lo han vivido los santos es un extremo patológico que
conduce, paradójicamente, a la pérdida de una característica considerada central de la
vida cristiana: la fe. Una teoría que pretende explicar la naturaleza de la fe desde una
perspectiva que se toma en serio la experiencia de vida de los cristianos, no puede
suponer como una consecuencia razonable de tal teoría que las personas que –según
los parámetros internos de la tradición religiosa– han sido un ejemplo de vida
cristiana, no han tenido fe. Swinburne, por lo pronto, no tiene ninguna intención de
involucrarse en un programa de crítica tan radical. Tampoco lo tiene Bishop ni, por
supuesto, el Magisterio de la Iglesia Católica. Lo razonable es suponer, por el contrario,
que personas como san Juan de la Cruz, santa Teresa de Ávila y la beata Teresa de
Calcuta son personas de fe.

Una segunda estrategia sería sostener que los sujetos que se encuentran enfrentados
a una noche oscura, a pesar de las apariencias en contrario, sí saben que tienen fe. La
única forma de acomodar un alegato de este tipo para explicar el fenómeno sería
sostener que el sujeto que está padeciendo una noche oscura del alma tiene fe, sabe
que tiene fe, pero no sabe que sabe que tiene fe. Por supuesto, un caso de este estilo
no sería extraño para una concepción externalista acerca de la fe en donde uno puede
saber algo y no saber que uno sabe algo, pero no lo es en una concepción internalista.
Se consigue el conocimiento de la propia fe, pero al precio del desconocimiento del
conocimiento de la propia fe, lo que no es coherente con el internalismo. En segundo
lugar, se trataría de una explicación muy poco creíble. La estructura de un estado
mental de este tipo sería bastante peculiar, en efecto, con tres niveles sobrepuestos
diferentes. El único motivo para postular tal estructura sería la pretensión de mantener
–en lo que cabe– las exigencias internalistas, pues es mucho más simple postular que
no se conoce que uno tiene fe. Presentar una explicación de este tipo como la forma de
acomodar el fenómeno de la noche oscura a un esquema internalista sería, por lo
tanto, petición de principio.

Entonces, no es sencillo explicar el fenómeno de la noche oscura en una teoría


internalista de la fe. Esto afecta, tal como se ha indicado, a la concepción de
Swinburne, pero en los casos de la concepción católica y de las teorías no-cognitivistas
el impacto del fenómeno de la noche oscura del alma requiere una consideración
especial.

3.1. Internalismo acerca del testimonio y la teoría católica de la fe

En la teoría católica, el acto de fe sobrenatural es el acto por el que se asiente a la


verdad revelada por Dios, debido a la autoridad de Dios que revela, quien no puede
engañarse ni engañarnos. Este acto de asentimiento ha de tener por objeto una
proposición, que es lo revelado por Dios. El valor epistemológico de la fe depende de la
concepción general que se tenga acerca del valor epistemológico del testimonio. De un
modo completamente general, uno está justificado en aceptar como verdadera una
proposición, sea p, por testimonio si y sólo si hay alguien, sea S, que ha aseverado
que p, conoce que p y es veraz al aseverar que p. Tal como se ha indicado más arriba,
lo que diferencia a la fe sobrenatural de otros casos de testimonio es el carácter
peculiar del testigo. Si la fe sobrenatural ha de tener algún valor epistemológico es
porque: (i) de un modo general, el testimonio es aceptable como una forma de
justificación de nuestras creencias, y (ii) la revelación divina es una forma cualificada
de testimonio que merece nuestro asentimiento. Si se atiende a la discusión acerca del
valor epistemológico del testimonio se han presentado dos grandes opciones
sistemáticas: el reductivismo acerca de la fe y el anti-reductivismo acerca de la fe. Las
teorías reductivistas han sido típicamente internalistas. Las teorías anti-reductivistas
pueden ser tanto internalistas como externalistas. El valor epistemológico de la fe
sobrenatural en la teoría católica de la fe depende de un modo directo de qué teoría
general del testimonio se acepte.

En una concepción reductivista, el valor epistemológico del testimonio se reduce a


otras fuentes de justificación y conocimiento.4 Lo que se espera aquí de un sujeto
racional para que llegue a estar justificado en creer aquello de que se le ha dado
testimonio es que haga una inferencia de la que se siga que el testimonio es
epistemológicamente confiable desde premisas que no están –a su vez– justificadas
por testimonio. Esto es, se espera que el sujeto efectúe una ponderación racional del
testimonio de acuerdo con la evidencia que se posea. De un modo general, se puede
sostener que S1 está justificado en creer que p por el testimonio que S2 ha dado
de p, si y sólo si S1 conoce o tiene evidencia suficiente para creer que:

(i) S2 ha aseverado que p [premisa de contenido];

(ii) Si S2 ha aseverado que p, entonces S2 cree que p [premisa de veracidad]; y

(iii) Si S2 cree que p, entonces S2 está justificado en creer que p [premisa de


confiabilidad epistemológica].

Por aplicación reiterada de modus ponens sobre (i)-(iii) se sigue que S2 está justificado


en creer que p. Si S1 tiene evidencia suficiente para creer (i)-(iii), entonces tiene
evidencia suficiente para creer lo que se sigue de (i)-(iii). Quienquiera que esté
justificado en creer que S2 está justificado en creer que p, está también justificado en
creer que p. Es crucial en una concepción reductivista que la evidencia que posea el
testigo para la proposición de que da testimonio debe ser ponderada por la evidencia
que tenga quien reciba tal testimonio acerca de la veracidad del testigo y su
confiabilidad epistemológica. Para efectuar esta ponderación, quien recibe el
testimonio debe recabar evidencia empírica para justificar las premisas del tipo (i)-(iii).
Obligatoriamente, entonces, la evidencia que posea el testigo va a verse
sustancialmente reducida en cada cadena de transmisión.

El reductivismo ha sido criticado porque resulta demasiado exigente


epistemológicamente e impide explicar la confianza, que existe tanto en la vida diaria
como en el desarrollo de la ciencia, para nuestras prácticas epistémicas. La ciencia
natural es una empresa cooperativa de carácter social que descansa en la fiabilidad del
testimonio. Es muy dudoso que una teoría reductivista pueda reconstruir tal fiabilidad.
No es necesario, de todos modos, discutir aquí esta cuestión, pues tanto el
reductivismo como su alternativa internalista estarán afectadas por el mismo
problema. Quienes rechazan el reductivismo, sin embargo, están inclinados a pensar
que la justificación que uno tenga para una creencia debe ser algo disponible
internamente para el sujeto. Han sostenido que el valor epistemológico del testimonio
viene dado por un principio defectible de este tipo:

(*) Si S2 da testimonio a S1 de que p, entonces, en condiciones normales, es racional


para S1 creer que p debido al testimonio de S2, a menos que S1 tenga razones
especiales para objetar la confiabilidad o la veracidad de S2.

Este principio (*) es defectible pues, aunque legitima para aceptar el testimonio que a
uno se le entregue, obliga a efectuar una ponderación tal como la pide el reductivista
si es que hay razones especiales y positivas para dudar de la veracidad o de la
confiabilidad del testigo. No existiendo tales razones positivas que puedan desvirtuar la
operación del principio (*), uno simplemente debe aceptar lo que se ha aseverado. En
un caso de este tipo la evidencia que poseía el testigo se preserva íntegra. Todo esto
debe ser accesible para el sujeto desde su perspectiva interna.

Una concepción católica de la fe podría –al menos en abstracto– complementarse con


una explicación reductivista del valor del testimonio o con una explicación internalista
que postule un principio defectible tal como (*). En el primer caso, tener fe es aceptar
el testimonio de Dios habiendo ponderado qué tan verosímil es que exista una entidad
como Dios, que sea veraz, que sea omnisciente y que haya revelado lo que se supone
que ha revelado. Por supuesto, si la fe ha de tener valor epistemológico, entonces esta
ponderación debería arrojar una probabilidad epistémica superior a 0,5. En cualquier
caso, si el creyente no es irracional al tener fe, la probabilidad subjetiva5 que debería
asignarle a esta ponderación debería ser superior a 0,5. Tener fe no es simplemente el
acto de aceptar la revelación divina, sino que es tal aceptación unida a una
ponderación racional acerca de la calidad del testimonio que se ha ofrecido, accesible –
naturalmente– para el creyente. En el segundo caso, tener fe es aceptar el testimonio
de Dios habiendo aplicado un principio defectible tal como el principio (*) con la
conciencia de no haber desvirtuadores para su aplicación. Para el creyente, entonces,
debe resultar accesible tanto su aceptación, como el principio (*), como la evaluación
epistemológica acerca de la presencia o ausencia de desvirtuadores. Si un creyente no
es irracional debería, por lo menos, tener la convicción interna de que no hay
desvirtuadores, aunque esta convicción sea errada.

Ninguna de estas dos alternativas funciona muy bien ante el fenómeno de la noche
oscura. Un creyente al que no se pueda atribuir completa irracionalidad debería tener
la convicción interna, o bien de que la ponderación es positiva, o bien de que no hay
desvirtuadores para el principio defectible (*). Nada de esto se le podría atribuir a
quien se encuentra en una etapa de noche oscura del alma. La aceptación de la
revelación divina en casos de este tipo es "ciega". En algunos casos hasta la mera
aceptación se torna oscura para el fiel. Alguien sometido a una noche oscura no posee
ninguna convicción subjetiva –que le resulte disponible internamente– de que hay una
ponderación positiva del valor epistemológico de la revelación divina, o de que no hay
desvirtuadores para aplicar un principio defectible. Si estos son elementos constitutivos
de un acto de fe, nadie que esté pasando por una noche oscura posee fe.

3.2. La noche oscura y la "empresa doxástica"

En la concepción no-cognitivista defendida por Bishop la fe es una "empresa doxástica"


(doxastic venture). Esto es, se trata del acto de asumir el riesgo de actuar como si una
proposición fuese verdadera, aunque no exista evidencia suficiente para creer que sea
verdadera. En la teoría de Bishop –que pretende ser una elaboración de la propuesta
pragmatista de William James– el creyente no está actuando de manera irracional al
embarcarse en tal empresa doxástica, pues no se hace en contra de la evidencia para
la proposición o proposiciones de que se trata. Por otro lado, asumir este riesgo es
razonable prácticamente, pues hay ganancias en la propia vida que compensan el
riesgo que se está tomando. Esto parece un "cálculo estratégico", pero en la
concepción de Bishop el motor fundamental para asumir una empresa doxástica es
afectivo y emocional.6

El fenómeno de la noche oscura es problemático para una teoría de este tipo por varios
motivos. En primer lugar, es característico de la teoría de la empresa doxástica que no
hay para el creyente evidencia a favor o en contra de las proposiciones de que se
trate. La fe es una actitud que sólo se produce en una situación de oscuridad
evidencial. Pero esto es exactamente lo que sucede en una situación de noche oscura.
El fiel no tiene claridad sobre la evidencia que posee y le parece, además, que no hay
ninguna evidencia. Lo extraño es que, según los defensores del punto de vista no-
cognitivista, del que la teoría de la empresa doxástica es una representante
característica, esto debería ser la situación normal. Todos los fieles se deberían
encontrar en la misma situación de oscuridad epistémica, pues eso es lo propio de, en
efecto, tener fe por oposición a otras formas de actitud proposicional. No tiene,
entonces, ningún sentido que exista un fenómeno de purificación interior de ocurrencia
excepcional para personas de gran vida interior que consista en tal oscurecimiento. No
tiene ningún sentido que quienes padecen una noche oscura padezcan por ella. Si se
quiere, la situación que se produce aquí respecto del fenómeno de la noche oscura es
el inverso a la situación que se produce en las teorías cognitivistas internalistas. En las
teorías cognitivistas internalistas no debería suceder algo así como una noche oscura.
No debería suceder que alguien que tuviese una fe profunda estuviese en una situación
de opacidad interior respecto de su propia fe. Desde la perspectiva de las teorías no-
cognitivistas, por el contrario, no debería suceder que la situación de la noche oscura
fuese excepcional, pues es lo que debería esperarse para el principiante en la vida
interior y para el fiel común y corriente.

Sería más razonable sostener que la "noche oscura" debería re-describirse en una
teoría no-cognitivista como el oscurecimiento respecto de la ponderación interior de los
riesgos que se asumen con la empresa doxástica, respecto de la ponderación interior
de las ventajas que se pueden alcanzar con tal empresa y respecto de la resolución
interior a emprender. El fenómeno de la noche oscura debería ser entendido como una
situación en donde uno llega a no tener claro si "realmente vale la pena" la empresa
asumida. Pero esto no tiene mucho que ver con el fenómeno, tal como éste ha sido
reportado. Quienes padecen una noche oscura del alma tienen una profunda sed de
Dios. En gran parte, esto es lo que hace que su situación de oscuridad interior resulte
tan dolorosa y purificadora. No es la situación de "pérdida de entusiasmo" en una
empresa porque uno advierte riesgos crecientes. Es una situación en donde uno
preserva la resolución interior de buscar a Dios por sobre todas las cosas. Lo que
sucede es que Dios parece ocultarse.

4. Externalismo y el valor epistemológico de la fe


Tal como se ha mostrado, entonces, ni las teorías cognitivistas de corte internalista, ni
las teorías no-cognitivistas, parecen acomodarse bien al fenómeno de la noche oscura
del alma. Éste es un motivo que obliga a considerar alternativas, en primer lugar,
externalistas y, en segundo lugar, en donde la noche oscura es un fenómeno de
oscurecimiento cognitivo. Esto es, el fenómeno de la noche oscura debería poder ser
entendido como una situación en donde alguien tiene fe pero llega a no saber que
tiene fe y, además, es un fenómeno donde lo que se oscurece interiormente para el fiel
es el valor epistemológico de la fe. Sólo una concepción de la fe que respete su
carácter cognitivo y en donde se haga espacio para la opacidad interior puede explicar
cómo suceden casos de noche oscura para los santos.

Una alternativa de este tipo es la que ofrece, por supuesto, la epistemología


reformada, pues aquí se caracteriza la fe como una creencia básica dotada de garantía,
y cuya garantía epistemológica proviene de la operación de facultades cognitivas o
mecanismos cognitivos funcionando adecuadamente en el ambiente para el que han
sido diseñadas: el sensus divinitatis y la acción directa del Espíritu Santo sobre la
mente del fiel. No se requiere, de manera adicional, que el fiel conozca o tenga
creencias bien justificadas y accesibles internamente acerca de la adecuación del
funcionamiento del sensus divinitatis y de la acción del Espíritu Santo. Basta con que
tales mecanismos estén objetivamente funcionando de manera adecuada para que se
posean creencias con garantía epistemológica. Para alguien, entonces, puede acaecer
que, de serle internamente patente que posee tal facultad o que está operando el
Espíritu Santo, se pasa a una situación de oscuridad en que la propia fe resulte opaca.

No sólo, sin embargo, es la epistemología reformada la que ofrece una concepción


cognitivista y externalista de la fe apta para explicar cómo puede acaecer una noche
oscura del alma. También la teoría católica ofrece una concepción cognitivista y
externalista de la fe, si es que el valor epistemológico del testimonio es explicado del
modo apropiado. Tal como se ha indicado más arriba, en la concepción católica la fe es
el acto de aceptar como verdaderas las proposiciones reveladas por Dios. El valor
epistemológico que pueda concederse a la fe tiene que ver con el valor epistemológico
que pueda concederse al testimonio. Hay, por supuesto, teorías internalistas para
explicar el valor epistemológico del testimonio, tal como se explicó más arriba: el
reductivismo acerca del testimonio y la concepción en donde éste depende de la
aplicación reflexiva de un principio defectible. Cuando se integran esas dos
concepciones para la conformación de una teoría de la fe sobrenatural, ninguna de
ellas parece funcionar muy bien para explicar cómo es que se puede producir un
fenómeno de noche oscura del alma. Existe también, sin embargo, una explicación
externalista del valor epistemológico del testimonio (Goldberg, 2010; Zagzebski,
2012). En una concepción externalista del testimonio si alguien, sea S1 acepta
que p debido al testimonio que S2 ha dado de p, y S2 está justificado en creer que p,
entonces S1 está justificado en creer que p. Del mismo modo, si S2 conoce
que p y S1 acepta el testimonio de S2 acerca de p, entonces S1 conoce que p. Lo único
que se requiere para que el testimonio sea una fuente de justificación y de
conocimiento es que la fuente de la que emana –el testigo– sea objetivamente veraz y
tenga conocimiento o justificación. No se requiere que S1 tenga conocimiento ulterior
de que S2 es veraz al dar testimonio de que p, ni de que S2 está justificado en creer
que p. Basta con que S2 sea veraz y esté justificado. Tampoco se requiere, tal como en
las concepciones internalistas, que S1, quien recibe el testimonio, consciente y
reflexivamente esté aplicando una regla defectible tal como (*) al testimonio que
recibe. Puede ser que su conducta se acomode a una regla como (*), pero no se
requiere que él conozca que su conducta se conforma con la regla (*). Es obvio que,
desde esta perspectiva externalista del testimonio, la fe sobrenatural es conocimiento.
Dios es omnisciente y máximamente veraz, de modo que no puede engañarse ni
engañarnos. Es necesario que si Dios cree que p, entonces p. Es necesario que si p,
entonces Dios cree que p. La perfección moral de Dios hace imposible, por otro lado,
que pueda estar pretendiendo engañarnos al hacernos creer algo. Dios no es un malin
génie. Si S llega a creer que p debido a la revelación que ha hecho Dios de que p,
entonces S conoce que p. La evidencia que posee Dios para la proposición que revela
se transmite íntegra.

Cuando se integra una concepción de este tipo para la conformación de una teoría de
la fe sobrenatural, resulta posible que para alguien llegue a resultar opaca
interiormente la propia fe que se posee. Esto no impide que el fiel tenga fe y, lo que es
más, que tal fe tenga valor epistemológico y sea conocimiento. De un modo análogo a
como se producen fenómenos de oscurecimiento interior, tal como pasa en la noche
oscura del alma, también –correlativamente– pueden darse fenómenos de "iluminación
interior" de la propia fe. Algo de este estilo es lo que cabe esperar que suceda cuando
alguien pasa de tener una fe no muy reflexiva a una fe epistemológicamente madura y
consciente. Una concepción cognitivista y externalista de la fe hace posible la
ocurrencia de fenómenos de este tipo. Es posible que un niño pequeño con pocas
capacidades reflexivas tenga fe sobrenatural y, con ello, conocimiento. Luego esta fe
puede verse fortalecida al corroborar reflexivamente sus credenciales epistemológicas.
Para un internalista, en cambio, no hay cómo acomodar la fe de niños y creyentes
epistemológicamente poco sofisticados. Para el internalista ellos no tienen fe, o su fe
no cuenta como conocimiento. De un modo semejante, alguien de gran vida interior
puede llegar a sufrir un oscurecimiento interior profundamente purificador en que esta
misma fe le llegue a resultar opaca. Esto no impide que tenga fe y, con ello,
conocimiento.

5. Conclusiones

Se ha presentado en este trabajo el problema que plantean los fenómenos místicos de


la "noche oscura del alma" para teorías internalistas de la fe sobrenatural. En teorías
de este tipo la fe sobrenatural, como estado subjetivo, debe ser algo inmediatamente
patente para quien la posea desde su perspectiva de primera persona. Esto es lo que
sucede en teorías como la defendida recientemente por Swinburne y también en varias
formas de interpretar la concepción católica tradicional de la fe sobrenatural. El valor
epistemológico que pueda tener la fe, ya sea como una forma de conocimiento o de
justificación, depende de que esté accesible internamente la evidencia para el sujeto
desde su perspectiva interna de primera persona. Los fenómenos asociados con la
"noche oscura del alma", sin embargo, parecen ser incompatibles con esta descripción.
Si uno aceptase la concepción internalista, estos deberían ser tratados como casos en
que sencillamente se ha perdido la fe. Tampoco parecen explicar bien el fenómeno de
la noche oscura del alma las teorías no cognitivistas de la fe, tal como la teoría de la
"empresa doxástica". En estos casos, se hace inexplicable que sea penosa una noche
oscura del alma, pues debería ser la situación normal para cualquier fiel.

Las teorías que parecen explicar bien cómo es que puede ocurrir un fenómeno de este
tipo son las teorías cognitivistas y externalistas. En un modelo externalista de la fe
sobrenatural estos fenómenos de oscurecimiento son explicables. No es necesario que
uno conozca que posee un estado mental para poseerlo. Es más, no es necesario que
uno posea conocimiento de que uno posee conocimiento para tener conocimiento. La
fe sobrenatural puede ser admitida como una forma de conocimiento incluso en
quienes no tienen la suficiente capacidad reflexiva como para considerar críticamente
la calidad de la evidencia que poseen, o que –tal como sucede en los fenómenos de la
noche oscura– se encuentran en un profundo proceso de purificación interna en donde
su propia fe, esperanza y caridad quedan envueltas en sombras de duda.7

Referencias bibliográficas

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Notas

1
 La forma estándar en que describimos los estados mentales de un sujeto es mediante
la indicación de qué actitud tiene este sujeto respecto de diferentes proposiciones que
–se supone– ese sujeto puede comprender.

2
 En la concepción católica, entonces, la fe sobrenatural es "sobrenatural" debido a que
el testigo de la verdad de las proposiciones objeto de fe es Dios mismo. No es
"sobrenatural" porque se requiera un auxilio especial de la gracia para este
asentimiento, aunque nada de lo que se diga aquí obste para asignarle una función
fundamental a la gracia (cf. Constitución Dogmática Dei Filius del Concilio Vaticano I,
canon 5, DH 3035). Tampoco es "sobrenatural" porque las proposiciones objeto de fe
estén haciendo atribuciones a una entidad que se encuentra por encima de las
realidades 'naturales', esto es, Dios.

3
 Son casos de conceptos de estados mentales factivos, por ejemplo, "ver", "oír" o
"recordar", al menos, tal como se utilizan ordinariamente. Si "ver" es, entonces, un
estado mental factivo –pues si uno ve que p, entonces p– entonces "ver" designa una
forma específica de conocer.

4
 El testimonio por sí mismo no aumenta la evidencia para una proposición, lo más que
se puede esperar de él es que permita preservar la evidencia que el testigo posee para
la proposición de que está dando testimonio. Una fuente de justificación puede ser
derivativa en este sentido y, sin embargo, no ser reducible a otras. La memoria, por
ejemplo, también es un mecanismo que permite preservar la evidencia que se ha
obtenido en el pasado por otras fuentes. Nadie podría, sin embargo, pretender
dispensarse de ella. No habría modo de transmitir la evidencia obtenida en el pasado
sin su concurrencia. La memoria es, entonces, una fuente de justificación derivativa sin
ser reducible.

5
 La probabilidad subjetiva que un sujeto le asigna a una proposición es una función
que representa el grado de 'firmeza' con que el sujeto cree tal proposición mapeando
cada proposición a un número real entre 0 y 1. La probabilidad epistémica, en cambio,
es el grado de aceptación que se le debe dar a la proposición en cuestión dada la
evidencia existente.

6
 Uno podría estar inclinado a identificar la propuesta de Bishop con la apuesta de
Pascal (Pensamientos, III, §233), según la cual la creencia en la verdad del
cristianismo se devela como más racional que su no creencia en virtud las ganancias o
beneficios que supondría la efectiva existencia de Dios para el hombre. Si Dios existe,
entonces el creyente gana la vida eterna, si no existe, no gana nada. Empero, si Dios
existe, el no creyente no gana nada y si no existe tampoco. Ante la ausencia de
evidencia a favor o en contra de la existencia de Dios, es conveniente actuar como si
Dios existiese. Pese a que la empresa doxástica y la apuesta sean muy semejantes en
ciertos aspectos, lo cierto es que en el caso de Bishop el elemento decisivo para la
creencia está dado por la afectividad y no por el cálculo racional de beneficios. De
hecho, el énfasis está puesto en que la creencia en la verdad cristiana no es irracional
más que en la prueba de que es racional. Por otro lado, las ventajas prácticas
derivadas de la fe que reconoce Bishop están inscritas en el horizonte mundano o
inmanente más que en el trascendente, es decir, se tiene en cuenta más bien la
calidad de la vida terrenal que la posible salvación o condena trasmundana.

7
 Este proyecto ha sido redactado en ejecución del proyecto de investigación VRI-
Pastoral Nº 1565/DPCC2012 de la Vice-Rectoría de Investigación de la Pontificia
Universidad Católica de Chile. Una versión preliminar fue presentada en las XIII
Jornadas de Filosofía, "Fe, Razón y Cultura: un diálogo necesario desde la filosofía",
Universidad de la Santísima Concepción, Concepción, 28 y 29 de agosto de 2013.
Agradecemos los comentarios y sugerencias de los asistentes a estas Jornadas.
Reseña de: ¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Una fenomenología
hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz de Lucero González Suárez.

Víctor Ignacio Coronel Piña

Universidad Nacional Autónoma de México, México

Reseña de: ¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Una fenomenología
hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz de Lucero González Suárez.

Revista de Filosofía Open Insight, vol. IX, núm. 17, 2018

Centro de Investigación Social Avanzada

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0
Internacional.

“Nuestra fe comienza precisamente donde los ateos piensan que acaba. Nuestra fe comienza en
esa dureza y poderío que es la noche de la cruz, de la tentación y de la duda sobre todo cuanto
existe. Nuestra fe tiene que nacer donde todos los hechos la desmienten.Tiene que nacer de la
nada, tiene que gustar y saborear esa nada, como ninguna filosofía nihilista se lo puede figurar”.

H. J. Iwand.

Cada obra filosófica muestra un conjunto de inquietudes intelectuales y, sobre todo, (así debería
ser, en realidad no es) existenciales. La obra de Lucero González Suárez, bajo el poético título de
¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? y el descriptivo subtítulo de Una
fenomenología hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz es una notable
muestra del modo en que las más profundas preguntas existenciales pueden orientar el quehacer
filosófico. La autora nos convoca a la reflexión no como un mero ejercicio académico, sino como
un compromiso vital que se mantiene en todo momento.

La obra establece un diálogo crítico con los principales exégetas de la poesía mística de San Juan
de la Cruz (SJC, en adelante). No se limita a la revisión de esta última, sino que, como se indica en
la introducción, “aspira a subsanar una carencia: hasta dónde sé no hay ningún estudio
fenomenológico que, sin dejar de lado la dimensión teológica de la doctrina de SJC, haya logrado
dilucidar el origen, la esencia, estructura y sentido último del proceso místico, a través de la
interpretación puntual de un testimonio vital como el Cántico Espiritual B” (González, 2017: 18-
19). El libro se inscribe dentro de la filosofía de la religión en tanto que se pregunta por la esencia
de la experiencia religiosa y, en ese sentido, muestra las diferencias entre el camino de la religión y
el de la mística.

El libro constituye una meditación filosófica en todo sentido, pues “la filosofía que aquí desarrollo
es ontología regional por su objeto (el amor-ágape como esencia del misticismo y de lo divino);
fenomenología, por su método; hermenéutica, porque aquello a lo que se dirige la pregunta por el
ser del amor místico es una construcción textual” (González, 2017: 19). Es una obra actual, que
recupera algunos aspectos de la ontología heideggeriana; aplica el método fenomenológico para
dar cuenta de la experiencia mística; interpreta un texto poético-místico y, al hacerlo, muestra el
modo en que la palabra se pone al servicio de la experiencia.

En el primer capítulo “Apuntes para una fenomenología hermenéutica de la experiencia mística”,


la autora muestra su concepción de la filosofía. Ella, al igual que Heidegger, piensa que “filosofar
es dirigir la mirada hacia los fenómenos para hacerlos comprensibles […] Es por ello que la
investigación del fenómeno místico-religioso supone la reflexión acerca de los rasgos específicos
de éste; de la disposición existencial que supone el encuentro con lo divino; de lo sagrado, como
un ámbito de sentido autónomo; de las mediaciones a través de las cuales se manifiesta lo divino
(hierofanías y misteriofanías)” (González, 2017: 23). De esa concepción del quehacer filosófico se
desprende la necesidad de dedicar el primer capítulo a una presentación metodológica, que
permite comprender la importancia y actualidad de la fenomenología hermenéutica “de
innegables raíces heideggerianas” (González, 2017: 23). La fenomenología permite una
aproximación esencial a lo que aparece. La fenomenología hermenéutica permite comprender la
experiencia mística a partir de los testimonios escritos.

El método aplicado para el análisis de la poesía mística de SJC se construye en diálogo con la
ontología fundamental de Heidegger, para quien “ontología y fenomenología no son dos distintas
disciplinas pertenecientes a la filosofía. Estos dos nombres caracterizan a la filosofía misma por su
objeto y por su método” (González, 2017: 38). En la obra no se trata de asumir la ontología
heideggeriana de manera acrítica, sino de retomar aquellos aspectos relevantes para una
fenomenología de la mística.

Aunque el trabajo se sitúa en el centro de la filosofía de la religión, sería más adecuado inscribirlo
en el interior de la fenomenología de la religión y de la mística. No se trata de una reflexión sobre
la existencia de Dios; es un texto que nos interpela a todos, independientemente de nuestras
creencias religiosas e incluso a pesar de ellas. Por eso se dice que “la existencia de Dios y de los
dioses es un prejuicio que la investigación fenomenológica pone entre paréntesis, a fin de
conservar su neutralidad; que no juega papel alguno en la descripción esencial de la experiencia y
del proceso místicos.A la fenomenología de la religión y de la mística no les concierne ocuparse
con la pregunta por la existencia de Dios” (González, 2017: 43). En ese sentido, como se señala en
diferentes momentos, es necesario distinguir entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos. Uno es
el Dios-concepto de la onto-teología y otro el Dios del cristianismo. La fenomenología
hermenéutica de la mística no busca concluir la existencia de Dios.

El capítulo II, “La mística de San Juan de la Cruz: respuesta amorosa al llamado universal de Dios”,
constituye un postura sobre la experiencia mística que, en principio, puede parecer paradójica: la
experiencia mística es universal y, por tanto, está abierta a todo ser humano que tenga la
disposición a recorrer el arduo camino descrito por SJC. La posición de SJC a favor de la
universalidad de la mística constituye una crítica a la tradición, representada por la obra de San
Agustín, toda vez que para el obispo de Hipona la predestinación es la condición del encuentro con
lo divino: “Defender la predestinación implica negar la universalidad del misticismo” (González,
2017: 65).

La propuesta aquí es que la unión mística únicamente se concreta a partir del amor-ágape,
entendido como “entrega incondicional y donación libre de sí; es ofrenda existencial. En la ofrenda
de sí, la exigencia se transfigura por su contacto intuitivo con la otredad. Para entregarse a lo
totalmente Otro, el espiritual debe vaciarse de todo apetito, independientemente de sí el objeto
de éste es natural o sobrenatural” (González, 2017: 51).

Para la realización de la vida mística, SJC postula cinco principios. El primero es que Dios crea al ser
humano para que pueda alcanzar la unión con su Creador, que consiste en el ejercicio permanente
del amor-ágape. El segundo principio, implica que los medios han de ser proporcionados al fin
sobrenatural, que es la unión. El tercero, plantea que el amor-ágape, es exclusivo y excluyente, por
lo que dicho amor sólo se puede dirigir al Amado. Es importante, en ese punto, no caer en el error
de pensar que la unión amorosa cancela la diferencia entre el ser humano y lo divino, pues “la
transformación amorosa del matrimonio espiritual no cancela la diferencia ontológica entre el
hombre y Dios. La distancia entre ambos es infranqueable” (González, 2017: 54). El cuarto
principio plantea que los medios naturales de que dispone el hombre no son suficientes.
Finalmente, el quinto principio es que para la unión se requiere de la fe, pues “la fe mística es
experiencia amorosa del orden sobrenatural que el Amado infunde por gracia” (González, 2017:
56).

La experiencia mística supone transitar por la “noche oscura”, entendida como un espacio de
búsqueda del Amado, pero “la noche mística de la contemplación no sólo comporta una faceta de
oscuridad sino también un aspecto luminoso” (González, 2017: 62). Por eso, la “noche oscura”
requiere soledad, alejamiento del mundo y de todas las perturbaciones contenidas en él. La
soledad es condición para concretar el encuentro con lo divino.
El capítulo III, “Hacia una fenomenología del Cántico Espiritual B. Principios hermenéuticos”, pone
en el centro de la reflexión filosófica al lenguaje, la palabra y el habla. Se trata de pensar el modo
en que la palabra poética se transforma en un cántico místico al ser resonancia de alguna
manifestación de lo divino. La idea es reflexionar sobre la poesía mística y reconocer lo inefable
del nombrar poético, que pone en palabras una experiencia y, al hacerlo, da cuenta de ella.

Luego de los tres capítulos “preparatorios” llegamos al cuarto, “Fenomenología hermenéutica de


Cántico Espiritual B”, que constituye la parte nuclear de la obra. Se trata de una interpretación
plena de las 40 canciones que componen el poema místico. El recorrido por esas páginas permite
comprender el tránsito del deseo de Dios a su encuentro. La belleza la poesía de SJC se transforma
en una interpretación y descripción de la experiencia mística.

El amor místico parte de la iniciativa del Amado, que produce sobre la amada una herida de amor,
que permite iniciar el itinerario de la búsqueda del Dios que se esconde. Es decir, el complejo
tránsito por la “noche oscura”. Como señala la autora, “el origen del proceso místico es el
enamoramiento. Sólo al término de las purgaciones pasivas, el amor-eros se transforma en amor-
ágape” (González, 2017: 128).

Resulta fundamental comprender que el proceso místico descrito por SJC no es lineal, ni se puede
entender como un simple señala-miento de lo que se debe hacer para transitar por la “noche
oscura”. SJC no prescribe un camino. Más bien, pone en verso su experiencia y al hacerlo pone en
acto la universalidad de la mística. Se trata de un itinerario complejo, que requiere de la renuncia a
los apegos, pues sólo de ese modo se puede lograr un amor místico maduro. La cuestión es
construir una vida fáctica orientada exclusivamente por el amor-ágape.

El recorrido por las canciones permite comprender no sólo que la vía mística se encuentra abierta
para todo aquel que tenga la disposición voluntaria de hacerlo, sino sobre todo que la vida mística
no promueve el egoísmo ni el individualismo constituyendo un llamado para que los hombres se
encuentren en comunión unos con otros y primordialmente con lo divino.

El místico es destinatario del amor divino porque dicho amor yace en él. Por eso “el amor-ágape es
vocación y respuesta; al llamado universal a recibir el don de la vida eterna y acogida del mismo”
(González, 2017: 254). Pero SJC no se dirige exclusivamente a los místicos, sino a todos aquellos
dispuestos al camino de la renuncia para el encuentro con el Amado.

El libro no sólo constituye una notable interpretación del Cántico Espiritual, sino que hace
compresible la experiencia mística como un camino de renuncia de la religión y de los placeres
mundanos para poder consumar la unión con el Amado. Una última palabra, como dice SJC: “el fin
de todo amor […] es recibir y no dar.”

Todo lo anterior constituye una invitación a leer y pensar una obra profunda y comprometida con
el quehacer filosófico que no se agota en la producción del saber, sino que reconoce y exalta una
forma de vida.Al final, en la obra se convoca a una experiencia de la que podría ser la razón última
de todo: el amor. Por eso las últimas preguntas de la conclusión nos remiten nuevamente a todo el
recorrido del libro: “¿quién alberga hoy en su corazón un deseo infinito de Dios? ¿Una nostalgia
infinita de su amor?” (González, 2017: 303).

Referencias bibliográficas

González, L. (2017) ¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Una fenomenología
hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz. Ciudad de México: Universidad
Iberoamericana.

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