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Resumen
El propósito de estas páginas es describir los rasgos esenciales del misticismo como
modalidad de la vida fáctica, a partir del análisis de un fenómeno hermenéutico: la
obra poética y doctrinal de San Juan de la Cruz. La intención es plantear la pregunta
por el origen y el sentido último de la existencia, con el fin de mostrar que la mística
destaca por su radicalidad de entre los caminos que conducen al hombre a la plenitud.
Esta meditación filosófico-teológica es antropología por su objeto; es fenomenología,
por su método; hermenéutica, porque aquello a lo que se dirige la pregunta por el ser
del hombre es una construcción textual.
Abstract
Introducción
La pregunta filosófica por excelencia, en la que de acuerdo con Kant se sintetizan las
preocupaciones fundamentales de la existencia, alude directamente al ser que nos
define: ¿qué es el hombre? A penas hace falta justificar la importancia de dicha
interrogante. La necesidad de responder a ella de una forma rigurosa y sistemática
surge del doble reconocimiento de que, aun cuando estamos conscientes de que
somos, no sabemos quiénes somos. Lejos de ser una verdad clara y distinta, la
existencia es un enigma.
El costo que el individuo ha de pagar por dicho olvido es una existencia que fluye sin
cauce alguno; como agua derramada en una vasija rota, cuyo nivel puede decrecer
pero nunca aumentar. El mayor peligro al que estamos expuestos es el olvido de la
capacidad para meditar, a solas y en silencio, sobre el ser que somos. A diferencia del
pensar calculador, que se limita a planificar la acción productiva, la meditación serena
sobre la esencia del ser y de las cosas, permite poner de manifiesto el sentido de su
presencia. El problema es que, aun cuando el pensar nos es esencial, cada uno ha de
esforzarse por conducir a la consumación la esencia del pensar, puesto que sólo
entonces podrá apropiarse de su humanidad.
La importancia vital de dicha investigación deriva del hecho de que sólo cuando se ha
comprendido de dónde proviene la existencia cabe inquirir por su sentido último y
pronunciarse sobre su plenitud. Lo que, por supuesto, implica reconocer previamente
que vivir no es algo que de suyo posea un sentido; en todo caso, de lo que se trata es
de vivir bien y de clarificar qué se entiende por tal cosa. Pues es verdad que todo
hombre quiere ser feliz, pero la felicidad está lejos de ser una noción unívoca.
Desde su aparición, la obra de San Juan de la Cruz (=SJC) ha sido objeto de muy
variadas consideraciones. Por lo que se refiere al estado de la cuestión, en términos
generales y esquemáticos, cabe afirmar que la escuela de interpretación francesa,
fundada por Jean Baruzi, se caracteriza por realizar estudios sobre el misticismo,
tomando como punto de partida los textos sanjuanistas. Su intención es estudiar el
fenómeno místico-religioso a partir de disciplinas como la filosofía, la psicología, la
antropología, la filología, etc.
Asimismo, los estudios hechos por Juan Martín Velasco y José Gómez Caffarena,
ocupan un sitio privilegiado en la fenomenología de la religión y de la mística porque al
haber contribuido a la exhibición de constantes estructurales en las distintas
cosmovisiones religiosas, han advertido la necesidad filosófica de preguntar si hay algo
en el ser del hombre que lo haga capaz de lo divino; si la religión y la mística son
comportamientos accidentales o, por el contrario, expresan alguna determinación
ontológica.
El libro del Génesis nos relata en estos términos la creación del hombre: "Dijo Dios:
Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gn 1, 26). El pasaje resulta
familiar para todos los cristianos. Pero al escucharla, ¿realmente comprendemos que
haber sido creados a imagen de Dios supone que la finalidad de nuestra vida es
convertirnos en reflejo de su perfección? Para usar una imagen de Santa Teresa de
Jesús, podemos decir que ser imagen de Dios significa que cada uno de nosotros es
parecido a un espejo o claro cristal donde, de un modo único, habita la presencia de
Dios. Cuando el espejo está libre de manchas se parece al río en cuyas aguas aparece
reflejada la belleza de lo creado; mas cuando está sucio y opaco es semejante al agua
mezclada con fango, porque entonces no se puede distinguir nada de lo que está
oculto bajo su superficie, por majestuoso que sea.
El propósito de la actitud ascética es hacer del alma un espejo limpio donde pueda
reflejarse en todo su esplendor la presencia de Dios. La finalidad de todas aquellas
prácticas y ejercicios que buscan eliminar las inclinaciones equivocadas de la voluntad
(que constituyen la raíz de los vicios e imperfecciones morales y espirituales) es que el
hombre sea puro para que pueda irradiar la presencia divina, según su peculiar
condición. Al respecto, cada uno podrá juzgar hasta qué punto la totalidad de sus actos
cotidianos; de su manera de concebir la vida y de relacionarse con los demás, son
reflejo del Dios vivo y verdadero. Lo cierto es que mientras estemos vivos tenemos la
posibilidad de limpiarnos; de liberarnos de nuestras malas inclinaciones, para acceder
a la experiencia de Dios. Pero la única lejía capaz de devolverle al espejo del alma su
pureza es el ascetismo; la determinación de negar todos aquellos hábitos, gustos y
contentos que no aproximan al hombre a Dios; sino que ocultan su presencia. Y lo
único que puede limpiar la huella profunda que las malas inclinaciones dejan en la
voluntad, es la gracia de Dios, que como agua cristalina se derrama en cada hombre
con la infusión del Espíritu Santo, cuya fuerza regeneradora libera la voluntad de toda
inclinación contraria al amor que Dios es.
La limpieza interior que tienen por fin los ejercicios ascéticos no es solamente una
pesada tarea propia de los principiantes espirituales. Es cierto que la principal
característica del principiante es la negación de todos aquellos gustos, dependencias y
apetitos que eclipsan la presencia interior de Dios. Sin embargo, ni siquiera en los
estados más avanzados del camino espiritual se puede prescindir de la lejía y del agua
ya mencionadas.
Cuando el espejo del alma está manchado por el pecado y por los apetitos voluntarios,
por más que Dios siga habitando ese castillo interior que es el alma, el individuo es
incapaz de percibir e irradiar su presencia. Ya que cuando el individuo no se da a la
tarea de purificar las operaciones de sus potencias, el pensamiento, el deseo y el
recuerdo de los bienes finitos a los que se aspira egoístamente son tan fuertes que
ocupan por completo el castillo y hacen del Rey que lo habita un prisionero. Por el
contrario, cuando el proceso de purificación y limpieza progresa, los intrusos que han
usurpado el castillo comienzan a retirarse. Entonces, comienza a relucir la presencia
interior de Dios en cada uno, que se ade-cua a la forma de ser y condición personal,
dado que la manera en que la inhabitación de Dios "no opera en el vacío, sino que
respeta y tiene en cuenta el propio modo de ser humano" (Graeff, 1970: 70).
Al referirse a la condición creatural del hombre, SJC dice que tanto la existencia como
la esencia del hombre son efectos del poder creador de Dios, que expresa y tiene por
fin el amor-ágape. El amor-ágape es el principio y el fin al que todo tiende y del que
todo procede: es la esencia de Dios, en virtud de la cual crea al hombre.
Es, pues, de saber que con sola esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas, que
fue darles el ser natural, comunicándoles muchas gracias y dones naturales,
haciéndolas acabadas y perfectas [...] Y no solamente les comunicó el ser y gracias
naturales mirándolas, como hacemos dicho, mas también con sola esta figura de su
Hijo las dejó vestidas de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural; lo cual fue
cuando se hizo hombre, ensalzándole en hermosura de Dios y, por consiguiente a
todas las criaturas con él, por haberse unido con la naturaleza de todas ellas en el
hombre (Cruz, 1994a: canción 5, párrafo 4).
Al decir lo anterior, el poeta místico asume tanto la perspectiva paulina como la joanea
y sostiene que si al crear al mundo y al hombre, tomando como modelo al Hijo, Dios
ya había dotado de dones a las criaturas, la perfección de lo creado tiene lugar gracias
a la encarnación. Por obra de la encarnación, todo aquello que es asumido, es también
exaltado. Si el Verbo se hizo carne fue para que el ser finito y carnal que somos,
estuviera en condiciones de hacerse Dios por participación. La encarnación no sólo
dotó de dignidad al hombre sino que, a través suyo, elevó a un estado de mayor
perfección al mundo. El texto revelado que resuena en la afirmación del poeta místico
es: "y yo, cuando haya sido levantado de la tierra, levantaré a mí todas las cosas" (Jn
12, 32). En la resurrección, cuando Cristo Crucificado asume la forma de Señor
exaltado, atrae hacia sí la creación entera. Por lo cual dice el santo: que "en este
levantamiento de la encarnación de su Hijo y de la gloria de su resurrección según la
carne, no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, mas podemos decir que
las dejó vestidas de hermosura y dignidad" (Cruz, 1994a: canción 5, párrafo 4).
En sí mismas, las criaturas (sobre todo el hombre) son rastros de la perfección del
Amado, a través de los cuales se hace manifiesta su existencia. No obstante, en tanto
no se haya llevado a cabo la purificación del sentido, el goce en la consideración y
posesión de las criaturas constituye un riesgo de alienación. La presencia de las
criaturas es un peligro para la voluntad desordenada. Al no considerar que comparadas
con el ser de Dios las criaturas son poco menos que nada, la voluntad que toma como
criterio de acción el goce egoísta se olvida con facilidad del fin sobrenatural de la
existencia. El amor desordenado a lo creado, habi-tualmente asume la forma de
apetito y esclaviza al hombre, incapacitándolo para la experiencia de Dios.
Ahora bien, entre la manera en que SJC habla de las criaturas en la Subida del Monte
Carmelo y el modo en que lo hace en el Cántico Espiritual B hay una gran diferencia.
Ello obedece no a que el objeto sea distinto, sino a la perspectiva desde la cual es
contemplado: como fin en sí mismo y como huella de la presencia divina,
respectivamente. Cuando en la Subida del Monte Carmelo se refiere a la necesidad de
la purificación activa del sentido, SJC sobre todo enfatiza la distancia infinita que hay
entre las criaturas y el Creador, "Porque ¿qué tiene que ver criatura con Criador,
sensual con espiritual, visible con invisible, temporal con eterno?" (Cruz, 1994d: libro
I, capítulo 6, párrafo 1). El santo sostiene que, consideradas sin relación al principio
del que proceden, el ser de las criaturas carece de sustento alguno. De ahí que al ser
comparadas con el ser de Dios, haya que concluir que las criaturas no son más que
esas nadas que seducen la voluntad y nublan el entendimiento. No obstante, hay que
recordar que el origen de la distancia es el pecado, que impide al hombre la
consideración de las criaturas en Dios.
Por su parte, el Cántico Espiritual B celebra el reencuentro con la creación del alma que
ya ha pasado por las purificaciones activas y pasivas del sentido y del espíritu. Para la
esposa, las criaturas son mediaciones de la presencia divina; no fines en sí mismos,
capaces de sojuzgar la voluntad del hombre hasta el punto de provocar que se olvide
de Dios por ir en busca de su posesión. Tan pronto aparta el gozo de los bienes finitos,
el alma "Adquiere más gozo y recreación en las criaturas con el desapropio de ellas"
(Cruz, 1994d: libro III, capítulo 20, párrafo 2).
El poder creador del amor que Dios es, constituye el origen de la creación del mundo y
del hombre. Ambos son huellas o rastros de la perfección divina; son obras del Amado,
que manifiestan su gloria desde una perspectiva. Pero mientras que los entes naturales
reflejan con su sola presencia el ser del Creador; el hombre está llamado a purificarse
de todos aquellos apetitos, asimientos, vicios e imperfecciones que opacan la presencia
de Dios en su interior.
De acuerdo con la revelación, "[Dios] nos predestinó para adopción como hijos para sí
mediante Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la
gloria de su gracia" (Ef 1, 5-6). La gloria de la gracia de Dios –que San Pablo llama
"riquezas de su gracia por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús" (Ef 2, 7)– es
el clímax de la revelación. Y el propósito de la pre-destinación, de aquello para lo cual
Dios destinó a todo hombre al crearlo, es la igualdad de semejanza con Cristo.
Aceptado lo anterior, es preciso distinguir entre aquello que se conoce por la autoridad
de la revelación y aquello que se comprende a través de la experiencia. Gracias a la
revelación, sabemos que Dios nos creó por amor y para amar. Pero, ¿cómo accedemos
a dicha experiencia? Todo apunta a que no hay deducción alguna capaz de conducirnos
a la esencia amorosa de Dios. La única manera de que el hombre caiga en la cuenta de
"la gran deuda que a Dios debe en haberlo redimido solamente por sí mismo, la debe
todo el amor de su voluntad" (Cruz, 1994a: canción 1, párrafo 1), es el encuentro con
el Amado, cuya presencia seduce y enamora, suscitando el movimiento de la
conversión.
El poeta místico no habla de una deuda metafísica sino amorosa, para dar a entender
que quien tiene la experiencia de encuentro con Dios en Cristo, ante todo, se sabe
desbordado por el poder creador y redentor del amor divino. Aquello que el converso
desea es corresponder a ese amor espontáneo, inmerecido, universal e incondicional
que Dios le ha otorgado, por principio. Desde luego, si el converso desea corresponder
al amor divino no es porque piense que ello le aporte algo a Dios. El amor místico es
respuesta espontánea al llamado originario del amor divino. En el orden
sobrenatural, conocer es ser. Lo cual significa que, para el místico, saberse amado es
no sólo acoger pasivamente una experiencia, sino responder a ella amando, a fin de
hacer fructificar el don recibido.
Luego de recibir la visita del Amado, cuyo fin es inflamar la voluntad en el amor divino,
a fin de que el alma-amada cobre la fuerza necesaria para negar sus apetitos, gustos y
aficiones, ésta reconoce su vocación esencial: comprende que "para que pudiese venir
a esto la crió a su imagen y semejanza" (Cruz, 1994a: canción 39, párrafo 4) y la
redimió. Esto es, que al crear y redimir al hombre, Dios lo pre-destinación o lo destinó
por principio a participación de la vida eterna, que consiste en amar y conocer a Dios
como Él mismo se conoce y se ama en las Personas de la Santísima Trinidad y ama al
hombre: de una forma ilimitada, incondicio-nada y universal.
No obstante lo anterior, la relación de unión amorosa con Dios no puede darse sin
más. No basta que el hombre quiera estar en la presencia de Dios y presente sus
quejas de amor para que se realice la unión de semejanza amorosa. Para que ello
pueda tener lugar, deben ser eliminados los obstáculos que impiden la unión. Por eso
son necesarias tanto la purificación activa y pasiva del sentido como la del espíritu.
En todas sus obras, refiriéndose al amor que se manifestó en la cruz de Cristo, SJC
repite incesantemente que "Al fin, para este fin de amor fuimos criados" (Cruz, 1994a,
canción 2, párrafo 32). La evidencia fe-nomenológica de esa destinación esencial del
hombre a la unión con Dios es la tendencia natural, no reflexiva, que provoca en el
individuo el deseo de Dios. Lo que el santo da a entender cuando se refiere a la
"igualdad de amor con Dios, que natural y sobrenaturalmente apetece" (Cruz, 1994a,
canción 38, párrafo 3).
En todas sus obras, cuando SJC se ocupa con la reflexión sobre el ser del hombre, lo
hace a la luz del fin sobrenatural de la existencia. A diferencia de otros pensadores, no
repara siquiera en el modo de vida que distingue al hombre que vive apartado de Dios
del místico. La razón de lo cual es, a mi entender, que los lectores a quienes están
destinadas sus guías espirituales, por más bajo que sea su grado de perfección, están
convencidos de que la unión con Dios es la finalidad de la existencia. En otro sentido,
la aparente evidencia de la que parte SJC acerca de la importancia concedida por todos
los hombres a la búsqueda de la salvación puede explicarse por otras dos razones. La
primera tiene que ver con el espíritu de la época: tan natural era para un hombre de
su tiempo preocuparse seriamente por su salvación: como ahora lo es, para que
quienes han crecido en el seno de las sociedades secularizadas, ser indiferentes al
problema de Dios. La otra razón es que, como cualquier otro amante, SJC no puede
siquiera comprender cómo es que algunas personas alguien pueden ser del todo
indiferentes al amor divino, siendo que Dios constantemente sale a su encuentro para
enamorarlos.
Lo que a SJC le interesa no es explicar por qué el hombre siente ese apetito natural y
sobrenatural de Dios, sino por qué dicho apetito está más inflamado en unos sujetos
que en otros. En segundo lugar, le parece importante dar cuenta de que aun cuando
tal inflamación es indispensable en los comienzos del proceso místico, las "ansias en
amores inflamadas" no son un medio apropiado para el fin de la unión de semejanza
amorosa con el Esposo.
La primera de ellas expresa un esfuerzo vano por reducir el alcance del deseo, a fin de
que se ajuste a la finitud del mundo. La intención es superar la infelicidad que nos
provoca no disponer de un sentido infinito que dirija nuestra vida diaria, acortando el
alcance de nuestros proyectos. Quien así piensa, asume que sólo existe la finitud, y
trata de contentarse con ella; de saciar su sed de sentido con la posesión y el goce
efímero de lo finito.
Para explicar la dimensión natural de esa salida, que hace al hombre abandonar el
mundo y el cuidado de sí para salir corriendo en pos de las huellas del Esposo, SJC
sostiene que el alma tiende hacia Dios de modo semejante a la manera en que el
movimiento natural de la piedra la dirige hacia el centro de la Tierra. La imagen es de
una claridad notable. Lo que da entender es que, por naturaleza, el movimiento de la
voluntad apunta hacia Dios. Sin embargo, tal comparación puede inducir una falsa
interpretación del centro del alma, en contra de la cual SJC busca precavernos. El error
consiste en pensar que así como el centro de la tierra es un lugar, el centro del alma
es una ‘región’, una ‘parte’ de una substancia, donde se halla la presencia de una
entidad suprema: Dios.
De acuerdo con Miroslaw Kiwka, en los escritos sanjuanistas, "la pregunta por el ser
del hombre tiene la finalidad de explicar los principios que, en último término, deciden
que el hombre obre, conozca y ame de una determinada manera" (Kiwka, 2004: 2). El
hombre adopta un modo de ser impropio o superficial cuando todavía no ha
descendido al centro de su alma y habita en la periferia o en el estrato más exterior de
ésta. Es decir, cuando tiene la voluntad dirigida en una dirección contraria a Dios.
Quien vive apartado de Dios tiene la mirada extraviada en los bienes finitos que le
salen al paso. Su superficialidad surge de que, embelesado por el espectáculo de la
belleza finita, va perdiendo la fuerza para mirarse a sí mismo y descubrir en su ser la
huella de Aquel que por amor y para amar lo ha creado. Por el contrario, el hombre
interior es aquel que ha sabido esconderse en sí mismo para descubrir, a solas y en
silencio, la presencia de Dios de su alma, en el más profundo centro. Tal es el hombre
que, haciendo propias las palabras de San Agustín, confiesa: "os buscaba, Dios mío,
con los ojos y demás sentidos de mi cuerpo, y no con la potencia intelectiva, en que
Vos quisisteis que me distinguiese y aventajase a los irracionales; siendo así que Vos
estabais más dentro de mí que lo más interior que hay en mí mismo, y más elevado y
superior que lo más elevado y sumo de mi alma" (Agustín, 2011, libro 3, capítulo 6).
Para SJC, el amor es la inclinación del alma; la fuerza y virtud para ir a Dios. Ser
hombre es estar abierto a Dios; experimentar el deseo natural y sobrenatural de su
presencia. Si el hombre desea natural y sobrenatu-ralmente la presencia de Dios es
porque, en razón de su ser creado, participa de la presencia esencial de Dios, que es
principio de su creación y conservación. Dicha presencia es el origen de la actitud
místico-religiosa. Ya que "así como el hombre no podría sentir necesidad de agua, no
podría sentir sed, si no existiese agua dentro de sí como algo connatural a su propio
organismo, así la inquietud y la búsqueda humana de lo Absoluto presupone también
la experiencia [...] de la presencia del Absoluto en el hombre" (Ross, 2007: 9).
El deseo de Dios no tiene la forma del anhelo de algo distinto del hombre. Toda vez
que, en su realidad más propia y esencial, el hombre es Dios por participación, el
deseo de arribar a la unión de semejanza amorosa coincide con el deseo de ser sí
mismo. En el contexto del misticismo, la afirmación de la existencia, paradójicamente,
tiene la forma de la negación de sí mismo.
El místico, mejor que ningún otro hombre, sabe que el amor-ágape no sólo es la
esencia divina y la esencia del hombre que se ha hecho semejante a Dios. Más aun,
sabe que el amor perfecto es la fuerza que hace posible el conocimiento sobrenatural
de Dios. Una fuerza que, por su propia naturaleza, carece de límite alguno y que nunca
se detiene ni se agota, porque surge y está dirigida a la infinitud de Dios. Por lo cual,
refiriéndose al espiritual que ha llegado al matrimonio espiritual, dice SJC que, "aunque
esté en su centro, que es Dios, por gracia y por la comunicación suya que con ella
tiene, por cuanto todavía tiene movimiento y fuerza para ir a más y no está satisfecha"
(Cruz, 1994a, canción 1, párrafo 12).
Las virtudes teologales sobrenaturales, cuya infusión lleva aparejada la de las virtudes
morales, son el único medio proporcionado para la unión con Dios.
No es una sola de sus facultades ni todas ellas juntas las que gozan de la experiencia
de Dios, sino el hombre como ser unitario. El poeta místico es muy tajante al sostener
que la unidad del supuesto humano es la razón por la cual el desorden de una de las
porciones del ser del hombre, repercute en la otra. La necesidad de las purgaciones
activas y pasivas tiene por causa la "comunicación que hay de una parte a la otra"
(Cruz, 1994c: libro II, capítulo 1, párrafo 1).
La finalidad última del proceso místico es la armonización del ser del hombre. Cuando
se ha alcanzado la armonía entre las dos porciones, es como si estuviesen "comiendo
cada una a su manera de un mismo manjar espiritual en un mismo plato de un solo
supuesto y sujeto" (Cruz, 1994c: libro II, capítulo 3, párrafo 1). Las purificaciones
activas y pasivas, del sentido y del espíritu no tienen otro propósito que liberar de sus
imperfecciones las "dos porciones en que se encierra toda la armonía de las potencias
y sentido del hombre, a al cual armonía llama aquí montaña" (Cruz, 1994a: canción
16, párrafo 10).
De acuerdo con SJC, la necesidad de la noche oscura radica en que la noche del
sentido "más se puede y debe llamar cierta reformación y enfrenamiento del apetito
que purgación. La causa es porque todas las imperfecciones y desórdenes de la parte
sensitiva tienen su fuerza y raíz en el espíritu, donde se sujetan todos los hábitos
buenos y malos, y así, hasta que éstos se purgan, las rebeliones y siniestros del
sentido no se pueden bien purgar" (Cruz, 1994c: libro II, capítulo 3, párrafo 1).
Afirmación a través de la cual se torna manifiesto que la experiencia de Dios afecta y
transforma la totalidad de la existencia.
La fuerza de donde procede el movimiento por obra del cual el hombre se descentra;
es decir, deja de colocar su cuidado en el mundo que habita y en sí mismo para abrirse
a la experiencia de Dios, es el amor-ágape que mora en su interior. El cual, como ya se
ha dicho, se identifica con la presencia esencial de Dios en aquel a quien creó teniendo
como modelo al Hijo y en comunión con Él: el hombre.
Con relación a todo lo creado, Dios es el principio del que procede la vida. Un principio
cuya realidad sobrenatural, impide identificarlo (como hace la teodicea) con un ente de
mayor grado y jerarquía, del que dependen todos los demás pero que, al final de
cuentas, comparte con ellos una misma condición de ser.
Dios está en el hombre como su fundamento, pero no se reduce ni se confunde con él.
La mística sabe que definir a Dios como principio y fundamento metafísico del hombre
y de las cosas instrumentaliza a Dios, al tiempo que degrada su misterio y
trascendencia. Un Dios cuyo ser puede ser definido en función de sus efectos, no
alberga ya misterio alguno; se ha vuelto comprensible pero, a costa de ello, ha dejado
de ser Dios para convertirse en la piedra de toque de un sistema que busca explicar la
realidad. Ante el peligro de definir el ser de Dios y pensar que su ser se identifica con
alguna de las noticias que naturalmente podemos alcanzar a través de nuestras
facultades (entendimiento, voluntad y memoria), SJC nos advierte que nada de eso
puede ser Dios, porque ninguna conveniencia ni semejanza hay entre lo natural y lo
sobrenatural.
Si aceptamos que esa presencia está dada en todos los hombres, la pregunta es ¿por
qué hay quienes no se percatan de ella o bien, la rechazan? ¿Por qué, si la mística es
la vocación a la que están llamados todos los hombres, sólo una pequeña parte de
ellos logra acceder a la unión de semejanza amorosa con el Esposo Cristo? Primero,
porque esa presencia tiene lugar "del alma en el más profundo centro", pero el hombre
puede instalarse en formas de existencia que le impiden llegar a esos niveles de
profundidad. De ahí que la experiencia de Dios, que tiene en su presencia en el
hombre su fundamento ontológico, "requiera además presupuestos, predisposiciones o
preámbulos existenciales que consisten en formas de vida compatibles con esa
Presencia y su reconocimiento por el hombre" (Martín, 2009: 79).
Como señala Federico Ruiz, por poco que se repare en la cotidianidad de la existencia,
habrá que aceptar que "El equilibrio humano dejado a su espontaneidad se inclina
hacia el sentido" (Ruiz, 1968: 309). Lo cual significa que aun cuando el hombre está
llamado a ser Dios por participación, ello no significa que la transformación se dé sin
más, de modo que baste esperar a que el tiempo transcurra para que el movimiento
del descentramiento tenga lugar; para ello es necesario un proceso mistagógico.
Por otro lado, quien sólo desarrolla su habilidad natural, incluso cuando pretende
elevarse a Dios, convierte a Éste en criatura, por cuanto se vale de medios
proporcionados a su ser y confunde a Dios con aquello que sus potencias naturales
alcanzan a comprender. Pero, como ha dicho SJC, "ninguna noticia ni aprehensión
sobrenatural en este mortal estado le puede servir [al hombre] de medio próximo para
la alta unión de amor con Dios, porque todo lo que puede entender el entendimiento y
gustar la voluntad y fabricar la imaginación es muy disímil y desproporcionado (como
habemos dicho) a Dios" (Cruz, 1994d: libro 2, capítulo 8, párrafo 5).
Conclusiones
el misterio de la puerta y del camino de Cristo para unirse con Dios, y sepa que cuanto
más se anihilase por Dios según estas dos partes, sensitiva y espiritual, tanto más se
une a Dios y tanto mayor obra hace. Y cuando viniere a quedar resuelto en nada, que
sería la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios, que es
el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar (Cruz, 1994d: libro 2,
capítulo 7, párrafo 11).
El para qué de la vida aparece sólo al final de la investigación sobre el ser que somos.
Sin embargo, es lo primero que nos inquieta. Por encima del conocimiento de nuestro
ser, nos preocupa encontrar una razón para seguir viviendo pese a muestra finitud y
limitación; a pesar del mal, del dolor y del sufrimiento.
Ahora bien, puesto que el hombre es libre, de ello se sigue que incluso después de
haber sido interpelado por el Esposo, tiene la opción de ignorar su vocación para
concentrarse en la afirmación de sí mismo; en la conquista de una autonomía que lo
aleja del amor divino, porque lo hace olvidar que es Dios quien sostiene su existencia.
Por otro lado está el problema de explicar cómo es que, incluso quienes, al menos en
el discurso, sostienen que la salvación es la único valioso, rechazan el camino de la
negación que permite ascender a la cima del monte perfección, donde mora escondida
la presencia de Dios. Lo que equivale a preguntarse ¿por qué no todos los sujetos
religiosos son místicos? La respuesta de SJC es tan tajante como clara: unirse a Dios
es hacerse semejante al Esposo, lo que supone caminar junto con Él rumbo al Calvario,
y padecer la más profunda noche oscura del abandono del Padre, para participar
también de su resurrección. Al referirse a la participación de la sabiduría divina, que el
místico alcanza al llegar al matrimonio espiritual, hasta donde su finitud se lo permite,
SJC advierte que "para entrar en estas riquezas de su sabiduría la puerta es la cruz,
que es angosta, y desear entrar por ella es de pocos, mas desear los deleites a que se
viene por ella es de muchos" (Cruz, 1994a: canción 36, párrafo 13).
El que ama, no puede conformarse con adorar algo que no alcanza a comprender. La
fe no tiene por contenido una realidad que no se entiende; sino una realidad que, al
ser comprendida a la luz de la iluminación sobrenatural del entendimiento, es
consciente de su limitación y, por eso mismo, sabe que mientras dure esta vida, sólo
podrá comprender de modo parcial, como a través de un velo, el Misterio de Dios. De
acuerdo con SJC, el fin sobrenatural de la vida es el conocimiento amoroso de Dios,
que transforma al hombre en semejanza del Esposo, puesto que en el contexto de la
mística conocer es ser. De donde se sigue que el alma que "de veras desea sabiduría
divina desea primero el padecer para entrar en ella en la espesura de la cruz" (Cruz,
1994a: canción 36, párrafo 12).
La pregunta con la que quisiera cerrar esta meditación es: ¿no hemos olvidado que la
cruz no es sólo un símbolo de la fe sino el recuerdo de que fue en ese acontecimiento
insólito donde se mostró la esencia del amor-ágape? ¿No hará falta, para revitalizar la
experiencia cristiana de la fe, hacer una reelaboración de la teología de la cruz, que
vuelva a poner en el centro la importancia de la negación? Tal vez, el riesgo sea que
todos aquellos que acuden a la religión para buscar en ella una experiencia placentera
de Dios, que hacen de la religión una estética, caigan en la cuenta de que la cura a sus
padecimientos está en otro lado. Pero, ¿no es cierto, acaso que el sentido de la fe
cristiana es la imitación de Cristo Crucificado y Resucitado? ¿Es posible hacer la
experiencia de la resurrección sin haber transitado por la noche oscura de la que habla
SJC?
Notas
*
Doctora en Filosofía por la UNAM. Es Profesora Asociada "C" Tiempo Completo, para
la Licenciatura en Filosofía de la FES Acatlán, en el área de Antropología Filosófica. Es
autora de los libros ¿A dónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Una
fenomenología hermenéutica del ‘Cántico Espiritual B’, de San Juan de la
Cruz (aprobado para su publicación por la UIA) y del libro Gocémonos, Amado, y
vámonos a ver en tu hermosura. Una meditación fenomenológica sobre la experiencia
mística amorosa (aprobado para su publicación por el Centro de Investigación social
Avanzada, de Querétaro). Y es co-autora del libro El individuo frente a sí mismo. El
pensamiento de Sören Kierkegaard (2014).
1
La necesidad de las purgaciones pasivas de la noche oscura proviene de que sólo a
través de éstas el hombre recibe el hábito y el acto infuso de dichas virtudes.
Referencias
- Cruz, San Juan de la (1994b). Llama de amor viva B. En San Juan de la Cruz, Obras
Completas. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos. [ Links ]
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*
Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa
(México) noche_oscura27@yahoo.com.mx
Resumen
Abstract
Be part of the overall approach of the modern perspective that still prevails in the
interpretation regular of faith, to point out its shortcomings. Subsequently, deals with
the opposition between ethical universality and particularity theological, based on
observations made by Kant and Kierkegaard, respectively, to determine the field of
faith and independence from morality. Made the boundary between the God of faith
and the God of the philosophers, describes the basic features of theological faith,
based on the New Testament witness. Finally, we illustrate the mystical-religious
conception of San Juan de la Cruz about faith as loving dark knowledge, then clarify in
what sense faith is intimately linked to the love-agape and hope. Unit which is the
essence of the theological attitude.
En palabras del mismo Heidegger, «vivimos en cada caso ya en cierta comprensión del
ser» (1988: 13). Nos percatemos o no de ello, siempre estamos en posesión de una
comprensión específica del sentido ontológico, deudora de la tradición cultural así
como de los pre-juicios dominantes de nuestra época. En tal sentido, el peligro
máximo al que está expuesta la interpretación es la aplicación irreflexiva de los
prejuicios que conforman el horizonte de comprensión. La interpretación se realiza
siempre como elección ante una disyuntiva toda vez que «puede sacar del ente mismo
que se trata de interpretar los conceptos correspondientes, o bien forzar al ente a
entrar en conceptos en los que se resiste a entrar por su forma de ser» (Heidegger,
1988: 168). La aproximación filosófica auténtica no reduce el ser a conceptos cuyo
origen y formación no han sido esclarecidos. El filósofo, está obligado a deconstruir sus
creencias para acceder a las experiencias originarias que mantienen en vilo su
pensamiento. Tiene el deber de dilucidar las mediaciones que operan en su
comprensión del ser y de los entes.
Entre las actitudes mentales que suponen cada una de las creencias referidas no hay
más que una diferencia superficial, por cuanto los «objetos» a los que apuntan son
simples entes de razón. La distinción profunda entre estos últimos sólo podría
establecerse mediante la indicación a un referente externo. Pero suponer lo anterior
implicaría el retorno a la metafísica realista, del todo ajena al espíritu de la
modernidad. En cualquier caso, siempre que se defina a la fe de este modo, será
prudente afirmar que de la certeza de «X» no se sigue su existencia plena, como
objeto externo; que es ilegítimo deducir el ser de algo a partir de su concepto.
La verdad como certeza es un paradigma que no permite atribuir a la experiencia
religiosa más verdad que la de su realidad psicológica. Dicho criterio reduce a la fe a
un mero estado disposicional, esto es, a una cierta disposición a realizar ciertos actos,
que incluso puede tener por causa algún trastorno de la personalidad.
La función que cada hombre desempeña en el cuerpo de Cristo no es algo que pueda
deducirse de su esencia natural, sino que deriva del ministerio que le ha sido asignado
por la cabeza (Ef 4, 11; Rom 12, 3), que lo sitúa en un puesto determinado […] Esto
quiere decir que yo he de contemplar a mi prójimo exclusivamente a partir de su ser-
definido (Bestimmt-sein) a través de Cristo. En efecto, es la gracia y la misión de
Cristo lo que le confiere su ser-para-Dios, con el que ha de identificarse su ser-para-mí
(Balthasar y Giussani, 1981: 57).
Por otro lado, en la medida en que la fe no es una actitud resultante del ejercicio de la
razón natural sino conocimiento sobrenatural del amor-ágape que Dios es, de ello se
sigue su independencia respecto de la razón natural o, para usar la terminología
kantiana, tanto del entendimiento como de la razón. Por cuanto no hay proporción
alguna entre el ser sobrenatural de Dios y la razón natural del hombre, de ello se sigue
que la fe es conocimiento oscuro tanto por su esencia como por su objeto. Buscar la
presencia divina por fe reclama como condición de posibilidad superar la tentación de
hacer a Dios una entidad capaz de ser aprehendida racionalmente. Dejar a Dios ser
Dios supone reconocer su carácter incomprensible.
A fin de destacar el carácter absurdo de la fe, San Pablo ha dicho: «mientras los judíos
piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo
crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles» (1 Co 1, 22).
Kierkegaard, por su parte, ha hablado de la fe como un salto que el hombre realiza
dejando a un lado la seducción del logos en favor de una confianza ciega en el
absurdo, a fin de transponer el umbral de lo sagrado y descubrir la presencia divina,
del todo ajena a sus facultades naturales. Cuando esto tiene lugar, el individuo queda
atrapado en el silencio de la adoración: permanece inmerso en la experiencia unitiva
de lo divino, a solas y en silencio, sin comprender racionalmente la realidad que lo
supera. Y, sin embargo, sabe que al dar el salto y resbalar por el abismo de la renuncia
absoluta, podrá comprende oscuramente, por fe, una verdad que está más allá de toda
razón.
Al reflexionar sobre la fe descrita por San Pablo, Kierkegaard señala que lo propio del
«caballero de la fe» es tener el arrojo para renunciar a sus pequeñas certezas. Dicha
renuncia no entraña un olvido de sí en las oscuridades de la ignorancia absoluta (más
cercana a la idiotez que a la inocencia) puesto que «el movimiento de la fe se debe
hacer constantemente en virtud de lo absurdo, aunque poniendo un cuidado extremo
en no perder la finitud» (Kierkegaard, 1999: 99). El «caballero de la fe» es tal porque
a fin de unirse a Dios está dispuesto a contender con Él y consigo mismo conservando
su particularidad. Pues «[l]as naturalezas profundas nunca se olvidan de sí mismas y
nunca se convierten en algo diferente de lo que siempre fueron» (Kierkegaard, 1999:
107).
…el que habla en lenguas no habla a los hombres, sino a Dios; pues nadie le entiende,
aunque por el espíritu habla misterios. Pero si yo ignoro el valor de las palabras, seré
como extranjero para el que habla, y el que habla será extranjero para mí (1 Co 14,
2.11).
Para Kierkegaard, entre religión y moral media una oposición fundamental, que obliga
al individuo a decidir entre lo uno o lo otro; entre Dios o los otros. Por su parte,
preocupado ante todo por la realización del hombre en el plano moral, Kant sostiene
que ante la imposibilidad de justificar su derecho a existir con base en demostraciones
racionales de la existencia de un Dios personal, la religión debe subordinarse a la ética.
Para el filósofo alemán, según Cassirer: «La religión dentro de los límites de la pura
razón, que no necesita […] conocer el concepto de la revelación, se reduce
esencialmente por su contenido a la moral pura» (1997: 444). Es por ello que
sostiene:
Nadie puede estar seguro de la autenticidad de una revelación ―por más extraño que
pudiera parecer su origen― y menos aún, cuanto ésta contradice la ley moral. La
moral es una condición, no suficiente pero sí necesaria para aceptar algo como divino;
una orden que contradiga al deber no puede provenir de Dios (Kant, 1991: 36).
La única manera de afirmar la autonomía de la voluntad moral humana es cancelar la
relación absoluta entre Dios y el hombre que supone la fe. No se puede afirmar a la
vez la trascendencia de Dios y la autonomía moral del hombre. Es por eso que a fin de
consolidar la segunda, la Ilustración niega al Dios de la revelación y propone en su
lugar un Dios-principio y fundamento de la moralidad. Para Kant, «el contenido del
deber aparece resumido aquí en la idea de un ser supremo, considerado como el autor
de la ley moral» (Cabrera, 1998: 44).
…una actitud que cabe adoptar frente a un objeto cuya realidad no puede ser
demostrada ni refutada mediante la especulación y que se postula en aras al interés
moral. Dicha actitud es racional en la medida en que se adopta para satisfacer una
necesidad de la razón práctica, en este caso, la posibilidad del bien supremo (Rivero,
2011: 99).
3. La fe teologal
Tal como señala Gadamer, la mayor tarea a la que se enfrentaron los apologistas
cristianos consistió en dar cuenta del misterio de la Trinidad, a fin de justificar la
divinidad de Cristo, derivada de su identidad metafísica con Dios Padre. Dicha
problemática teológica dio lugar a una reflexión filosófica sobre el lenguaje. Fue así
como, estableciendo una analogía entre el pensar y hablar humanos, por un lado; y el
Padre y el Hijo, por otro, se hizo posible comprender cómo una misma realidad puede
asumir dos formas, que en apariencia son radicalmente distintas. Una de ellas
material, sujeta al tiempo y finita; la otra inmaterial, a-temporal e infinita.
Al ser aplicada a la vida ad intra de Dios, dicha comprensión sobre el ser del lenguaje
permite concluir, por analogía, que entre el Padre y Cristo no hay distinción metafísica
alguna, toda vez que el segundo es la palabra exterior del primero3. Es decir, que
Cristo es la voz histórica y carnal, cuya existencia es lugar de manifestación del Padre,
del que dan testimonio su vida y muerte de cruz.
Las operaciones de las potencias humanas son finitas y naturales; mientras que Dios
es infinito y sobrenatural. A fin de ser adecuado a su objeto, el conocimiento de Dios
debe ser proporcionado a su ser. Sin embargo, el hombre posee únicamente medios
naturales para conocer a Dios, que por lo mismo no guardan proporción con su ser
sobrenatural y absoluto.
…las criaturas, ahora terrenas, ahora celestiales, y todas las noticias e imágenes
distintas, naturales y sobrenaturales, que pueden caer en las potencias del alma, por
altas que sean ellas en esta vida, ninguna comparación ni proporción tienen con el ser
de Dios, por cuanto Dios no cae debajo de género y especie, y ellas sí, como dicen los
teólogos, y el alma en esta vida no es capaz de recibir clara y distintamente sino lo que
cae debajo de género y especie (Cruz, 1994c, libro III, capítulo 12, párrafo 1).
Dado que sentido, imaginación y entendimiento son los únicos medios naturales de
que el hombre dispone para conocer algo, cabe inquirir sobre la posibilidad de acceder
a la comprensión indirecta del Creador, usando como recurso la analogía, para obtener
alguna noticia de éste a partir de la creación. No obstante,
…entre todas las criaturas superiores ni inferiores, ninguna hay que próximamente
junte con Dios ni tenga semejanza con su ser, porque, aunque es verdad que todas
ellas tienen […] cierta relación a Dios y rastro de Dios […] de Dios a ellas ningún
respecto hay ni semejanza esencial […] Y por eso es imposible que el entendimiento
pueda dar en Dios por medio de las criaturas (Cruz, 1994c: libro II, capítulo 8, párrafo
3).
La analogía no es una vía adecuada para conocer a Dios. Al hombre, «ninguna noticia
ni aprehensión sobrenatural […] le puede servir de medio próximo para la alta unión
de amor con Dios» (Cruz, 1994c: libro II, capítulo 8, párrafo 5). Dichas aprehensiones
se colocan «debajo de algunas maneras y modos limitados, y la Sabiduría de Dios, en
que se ha de unir el entendimiento, ningún modo ni manera tiene ni cae debajo de
algún límite ni inteligencia distinta y particularmente» (Cruz, 1994c: libro II, capítulo
16, párrafo 7).
5. La actitud teologal
Conclusión
Nuestra fe comienza precisamente donde los ateos piensan que acaba. Nuestra fe
comienza en esa dureza y poderío que es la noche de la cruz, de la tentación y de la
duda sobre todo lo que existe. Nuestra fe tiene que nacer donde todos los hechos la
desmienten. Tiene que nacer de la nada (Moltmann, 2010: 60)
Los evangelios dan testimonio de la vida del Jesús terreno (que culmina con su pasión
y muerte de cruz) a partir del encuentro con éste que sucede a la resurrección. El
principio fundamental de la fe cristiana es que el Señor resucitado es también el Verbo
encarnado y crucificado. La buena noticia anunciada por el evangelio es la resurrección
del Crucificado, acompañada de la presentación de la cruz como llamada al
seguimiento.
Notas
*
Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Recientemente
ha publicado "Del concepto onto-teo-lógico de Dios a la comprensión fenomenológica
de lo divino" (2011); "Hacia una fenomenología del Cántico espiritual, de San Juan de
la Cruz" (2012); y "El amor místico como modo de ser en el mundo. Rasgos
fenomenológicos de la Amada, del Cántico Espiritual, de San Juan de la Cruz" (2012).
1
Fenomenológicamente, «se denomina ‘experiencia’ a la intuición de algo. La intuición,
en general, es el contacto cognoscitivo, o directo o proporcionado por algún signo
icónico, con cualquier objeto. La intuición se opone, por ejemplo, a la mera mención
lingüística, que se refiere a la misma entidad sin otra prenda de ella que su nombre y
el sentido, quizá muy indeterminado, de este nombre» (García-Baró, 2004: 286). Se
llama experiencias a «las intuiciones de lo real, y precisamente cuando no están
mediadas por una imagen de su objeto. Las experiencias son, por tanto, juicios de
existencia sancionados en y por la presencia de la cosa experimentada, respaldados
por esta presencia directa» (García-Baró, 2004: 286).
2
Aceptar la analogía como método adecuado para la explicación del misterio de
la Trinidad implica renunciar a la conquista de un conocimiento absoluto y diáfano
acerca del mismo. «La denominación analógica es aquella en la que el nombre se
refiere a sus individuos referentes con un sentido en parte idéntico y en parte diverso,
predominando la diversidad» (Beuchot, 1993: 33).
3
La analogía no es del todo exacta, pues mientras el decir humano se conforma
de una pluralidad de voces destinadas a comunicar los diversos modos en que el ser se
manifiesta, la palabra de Dios es una sola. De acuerdo con Gadamer (1999), en tanto
que palabra exterior o Idea que el Padre engendra de sí en su entendimiento, Cristo es
palabra omni-comprensiva y única de Aquél. Dios es para sí mismo un espíritu
omnipresente; en tanto que el espíritu humano sólo cobra conciencia de la verdad
histórica y paulatinamente.
Referencias
-Cruz, San Juan de la (1994b). Entreme donde no supe. En San Juan de la Cruz, Obras
Completas. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos. [ Links ]
-Cruz, San Juan de la (1994c). Subida del Monte Carmelo. En San Juan de
la Cruz, Obras Completas. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos. [ Links ]
Recibido: 10/03/2014
Aceptado: 05/06/2014
Resumen
Abstract
Different proposals have been presented recently about the nature of faith. In many of
these theories there has not been a sufficient understanding and discussion of several
phenomena that occurs to people with a deep interior life of faith. One of these
phenomena is the noche oscura del alma –as it was dubbed by Saint John of the Cross.
In a noche oscura the presence of God is darkened for the faithful. In fact, it seems to
him that he has no faith. Neither internalist theories of faith, nor non-cognitivist
theories of faith seem able to explain properly how it is possible a phenomenon like
la noche oscura. Instead, cognitivist and externalist theories of faith seem appropriate.
1. Precisiones conceptuales
Es característico de esta concepción católica el que la fe sea tenida por una creencia
con un objeto proposicional, que es aquello que se cree, y cuyo motivo es la revelación
que Dios ha hecho de tal verdad (Tomás de Aquino, ST II-II, q. 1, aa. 7-9). Una
"creencia" es una actitud proposicional por la que se acepta una proposición como
verdadera, sea que el sujeto de tal creencia tenga una justificación adecuada para
pensar que la proposición en cuestión es verdadera, sea que tenga una justificación
inadecuada, o sea que no tenga ninguna justificación. La creencia de que p es neutral,
por lo tanto, en cuanto a si p es verdadera o falsa, y en cuanto a si el sujeto de la
creencia está epistemológicamente legitimado para adoptarla. Se trata, en efecto, de
una actitud proposicional, pues el objeto del estado mental es una proposición, que es
aquello que es creído y que es portador de un valor de verdad.1 La justificación que ha
de tener el sujeto de la creencia para adoptarla, si es que se trata realmente de un
caso de fe sobrenatural, es la revelación de Dios, quien posee autoridad epistémica
máxima –"no puede engañarse ni engañarnos". La fe sobrenatural se presenta como
un caso de justificación por testimonio en el que la fe o confianza en quien asevera la
proposición que va a ser objeto de aceptación es el motivo por el que uno resulta
epistemológicamente legitimado para creer tal proposición. El acto de habla de
aseveración por el que el testigo enuncia la proposición objeto de fe se ha denominado
"revelación". En el caso de la fe sobrenatural, el testigo es, por supuesto, Dios mismo.2
Tal como se ha indicado más arriba, el fenómeno de la noche oscura parece ofrecer
dificultades especiales a teorías internalistas de la fe y parece favorecer, en cambio,
teorías externalistas. Convendrá aclarar, entonces, el contraste entre "internalismo" y
"externalismo". Estas expresiones se han usado de varios modos en varios contextos.
Para lo que interesa aquí, sin embargo, la distinción tiene que ver con la accesibilidad
de la evidencia para el sujeto que la posee (BonJour, 2002). En una concepción
internalista de la justificación y del conocimiento, si alguien tiene conocimiento de
que p entonces el hecho de poseer tal conocimiento debe resultar accesible para él
desde su perspectiva de primera persona. Del mismo modo, si tiene alguna
justificación para creer que p, el hecho de poseerla debe resultarle transparente. Así, si
un sujeto S conoce que p entonces S debe conocer que conoce que p. Si S tiene una
justificación para creer que p, entonces S debe estar justificado en creer que tiene una
justificación para creer que p.
Entre las teorías que han sido mencionadas aquí, la teoría de Plantinga es claramente
externalista. La existencia de fe depende solamente de que el sensus divinitatis y el
Espíritu Santo estén funcionando adecuadamente, tal como él entiende la noción. No
se requiere que uno conozca que están operando tales mecanismos cognitivos y que
son confiables. La teoría de Swinburne es claramente internalista. Toda justificación
epistemológicamente aceptable para Swinburne debe ser "internamente" accesible al
sujeto que la posee. Entre las teorías no cognitivistas no hay una única posición clara
al respecto, pero parte de la motivación de Bishop para su "fideísmo moderado" es la
operación de exigencias internalistas para la justificación racional de las creencias que
uno posea (Bishop, 2007: pp. 26-100). En el caso de la teoría católica de la fe, en
donde ésta está fundada en testimonio, caben alternativas internalistas y externalistas.
Depende del modo en que sea tratado el testimonio como mecanismo de justificación.
En lo que sigue se van a considerar estas diferentes alternativas para concebir la
naturaleza de la fe sobrenatural, no porque sean las únicas teorías existentes, sino por
ser las más recientes o las más destacadas.
Si bien es razonable pensar que a una persona que tiene una vida interior profunda le
debería constar subjetivamente que posee fe, en la práctica es posible encontrar una
amplia literatura que prueba la existencia de contraejemplos. No es difícil hallar
testimonios de muchos santos, en los que reportan haberse sentido privados de toda
fe y haber experimentado una sensación de abandono por parte de un Dios
supuestamente ausente. San Juan de la Cruz, poeta emblemático del misticismo
español del siglo XVI, acuña una expresión para designar este estado de vacío y
desolación espiritual: "noche oscura del alma" o del espíritu. Dicho padecimiento, que
trae consigo muchas pruebas y tribulaciones, se devela en realidad como una vía de
purificación intensa que prepara a las almas maduras y avanzadas para la unión o
matrimonio espiritual con Dios, esto es, para la santidad. Aunque, en efecto, el caso de
san Juan de la Cruz y de su contemporánea santa Teresa de Ávila sean los más
difundidos a causa de la belleza de sus composiciones artísticas, es posible encontrar
un corpus mucho más vasto de insignes religiosos que atravesaron el mismo trance:
san Pío de Pietralcina, san Francisco de Asís, santa Teresa del niño Jesús, san Alfonso
María de Ligorio, san Benito, san Ignacio de Loyola, entre otros. La nómina de
personalidades no se agota en el pasado, puesto que nuevas investigaciones informan
de casos más recientes, entre los que destaca el de la beata Teresa de Calcuta.
Aunque dicho estado esté ordenado a la santidad y a la comunión divina, los rasgos
constitutivos que lo caracterizan infringen al individuo gran tormento y malestar,
puesto que a este le parece que en lugar de avanzar en su encuentro con Dios, más
bien retrocede y se extravía. Llevar a cabo una descripción detenida del fenómeno de
la noche oscura es arduo, puesto que incluso quienes la han vivido subrayan su
inefabilidad y ponen de manifiesto la dificultad que supone explicarla y hacerla
inteligible para el resto. Aun así, un examen de los testimonios personales y de la
literatura especializada que ha sistematizado la experiencia en cuestión hace posible
identificar al menos tres características esenciales que se reconocen en toda aparición
de la noche oscura, a saber, (1) el sentimiento de abandono y desamor por parte de
Dios y, al mismo tiempo, (2) una sed intensa de Dios y (3) la creencia honesta de que
se carece de fe sobrenatural, que es la que más interesa para los efectos de este
trabajo. Dichos rasgos se pueden ver transparentados en un pasaje de Teresa de
Calcuta en el cual se sintetiza el trinomio mencionado:
En mi corazón no hay fe—ni amor—ni confianza— hay tantísimo dolor—el dolor del
anhelo, el dolor de no ser querida [(2008: p. 238)].
¿A dónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.
Mi alma afligida
gime y desfallece.
¡Ay! ¿Quién de su Amado
puede estar ausente?
Además de las penurias del abandono, en este estado el individuo no se siente amado
y protegido por Dios, sino que, por el contrario, se siente aborrecido y despreciado por
Él. La madre Teresa confiesa, en su correspondencia íntima, sentir que cuanto más
quiere a Dios, Él menos la quiere (2008: p. 204). El pasaje copiado a continuación es
uno de los que mejor cristaliza la desesperación de la beata respecto a este punto:
En las tinieblas [...] Señor, Dios mío, ¿quién soy yo para que Tú me abandones? La
niña de Tu amor—y ahora convertida en la más odiada—la que Tú has desechado como
despreciada— no amada (2008: p. 231).
El segundo rasgo identificado está profundamente vinculado a los otros dos y es,
precisamente, el que genera mayor tensión y dolorosa contradicción: el anhelo intenso
e insaciable de Dios pese a las tribulaciones que este comporta. La agonía resultante
de adolecer de incredulidad y desconfianza junto con la sensación de abandono y
desamor se multiplica cuando los sujetos desean la unión y proximidad con la
divinidad. La convivencia entre "una gran aridez espiritual y vivísimos deseos de la
perfección" (Garrigou-Lagrange, 1944: p. 951) genera mucha inquietud y lucha
interior. Teresa de Calcuta insiste en que "la desolación es tan grande y al mismo
tiempo el anhelo por el 'Ausente' tan profundo" (2008: p. 206). Aun en el momento en
que sus obras caritativas eran fecundas y su devoción inspiraba a tantas personas, la
beata escribe:
Santa Teresa de Ávila expresa el mismo sentimiento en sus versos (1941: p. 442-
443):
Ansiosa de verte
deseo morir. [...]
En vano mi alma
te busca, oh, mi dueño;
tú siempre invisible
no alivias su anhelo.
San Juan de la Cruz le ruega a Dios que se manifieste para calmar su espíritu contrito
(1994: p. 133):
Descubre tu presencia
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura.
Ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía,
sino la que en el corazón ardía
Con dichos versos el poeta afirma no poder descansar en las luces del entendimiento
para que su propia fe le sea transparente y accesible en términos cognitivos. La
incapacidad de ver puede interpretarse como el desconocimiento de la propia fe y la
falta de luz puede referir a la sensación de abandono y de privación de auxilio divino
para dicho conocimiento. Aunque algún elemento interior inclina al sujeto hacia Dios
(aquello que arde en su corazón), es evidente que éste afirma desconocer que tiene
una fe consciente de sí misma. Teresa de Calcuta también sostiene desconocer que
tiene fe y da cuenta de la incapacidad de su entendimiento para acceder a su propia fe
cuando afirma:
Sólo la fe ciega me sostiene, ya que en realidad para mí todo está en tinieblas (2008:
p. 203).
¿Dónde está mi fe?—Incluso en lo más profundo, todo dentro, no hay nada sino vacío
y oscuridad (...) No tengo fe (...) Tantas preguntas sin respuesta viven dentro de mí—
me da miedo descubrirlas— a causa de la blasfemia. —Si Dios existe, por favor
perdóname. (...) En mi alma siento precisamente ese dolor terrible (...) de que Dios
realmente no existe (...) Esa oscuridad que me rodea por todas partes—no puedo
elevar mi alma a Dios—no entra luz alguna ni inspiración en mi alma (2008: pp. 231-
238).
3. ¿Explicación internalista?
El fenómeno de la noche oscura del alma parece estar directamente en conflicto con
las concepciones internalistas de la fe. No importa si se trata de teorías cognitivistas o
no cognitivistas de la fe. Esto es especialmente notorio si se considera la concepción de
la fe de Swinburne: tener fe es tener creencias justificadas en las proposiciones del
símbolo de la fe –o, eventualmente, tener una creencia justificada de la conjunción de
todas esas proposiciones; tener una justificación es algo que debe resultar accesible
internamente para el sujeto que la posee; tener una creencia es un estado subjetivo
que debe resultar también transparente para el sujeto que la posee; si alguien tiene
fe, por lo tanto, debería conocer que tiene fe. ¿Cómo puede esto suceder, sin
embargo, si alguien está en una etapa de noche oscura del alma? De entrada, parece
que, en un caso tal como los reportados arriba, sencillamente no se tiene fe, pues no
se sabe que se tiene fe. En abstracto, el internalista podría intentar un par de
estrategias para resolver esta cuestión.
Una primera estrategia es sostener que realmente en los casos de noche oscura no
hay fe. Esto exigiría re-describir el fenómeno de un modo bastante radical. Uno podría
sostener que se trata de algo así como una patología, una suerte de histeria religiosa.
Personas que por mucho tiempo han tenido una vida profunda de oración, pierden
súbitamente la fe, tal vez por un burn-out debido al esfuerzo excesivo sostenido por
años. Como esto sucede a personas consideradas "santas" en sus respectivas
tradiciones religiosas, se ve en tales tradiciones la necesidad de explicar este proceso
penoso como una especial purificación interior querida por Dios. Los mismos sujetos de
este proceso lo explican ex post –si es que finalmente logran sobreponerse a él– como
tal purificación inscrita en un plan divino. Un problema que tiene esta estrategia es que
exige poner en cuestión de manera global las tradiciones religiosas en las que se
inscribe el fenómeno. Ni Teresa de Ávila, ni Juan de la Cruz, ni Teresa de Calcuta
deberían ser tomados como ejemplos de vida de fe para nosotros. Al seguir esta
estrategia de rebajar la importancia del fenómeno se estaría sugiriendo que el ideal del
seguimiento de Cristo tal como lo han vivido los santos es un extremo patológico que
conduce, paradójicamente, a la pérdida de una característica considerada central de la
vida cristiana: la fe. Una teoría que pretende explicar la naturaleza de la fe desde una
perspectiva que se toma en serio la experiencia de vida de los cristianos, no puede
suponer como una consecuencia razonable de tal teoría que las personas que –según
los parámetros internos de la tradición religiosa– han sido un ejemplo de vida
cristiana, no han tenido fe. Swinburne, por lo pronto, no tiene ninguna intención de
involucrarse en un programa de crítica tan radical. Tampoco lo tiene Bishop ni, por
supuesto, el Magisterio de la Iglesia Católica. Lo razonable es suponer, por el contrario,
que personas como san Juan de la Cruz, santa Teresa de Ávila y la beata Teresa de
Calcuta son personas de fe.
Una segunda estrategia sería sostener que los sujetos que se encuentran enfrentados
a una noche oscura, a pesar de las apariencias en contrario, sí saben que tienen fe. La
única forma de acomodar un alegato de este tipo para explicar el fenómeno sería
sostener que el sujeto que está padeciendo una noche oscura del alma tiene fe, sabe
que tiene fe, pero no sabe que sabe que tiene fe. Por supuesto, un caso de este estilo
no sería extraño para una concepción externalista acerca de la fe en donde uno puede
saber algo y no saber que uno sabe algo, pero no lo es en una concepción internalista.
Se consigue el conocimiento de la propia fe, pero al precio del desconocimiento del
conocimiento de la propia fe, lo que no es coherente con el internalismo. En segundo
lugar, se trataría de una explicación muy poco creíble. La estructura de un estado
mental de este tipo sería bastante peculiar, en efecto, con tres niveles sobrepuestos
diferentes. El único motivo para postular tal estructura sería la pretensión de mantener
–en lo que cabe– las exigencias internalistas, pues es mucho más simple postular que
no se conoce que uno tiene fe. Presentar una explicación de este tipo como la forma de
acomodar el fenómeno de la noche oscura a un esquema internalista sería, por lo
tanto, petición de principio.
Este principio (*) es defectible pues, aunque legitima para aceptar el testimonio que a
uno se le entregue, obliga a efectuar una ponderación tal como la pide el reductivista
si es que hay razones especiales y positivas para dudar de la veracidad o de la
confiabilidad del testigo. No existiendo tales razones positivas que puedan desvirtuar la
operación del principio (*), uno simplemente debe aceptar lo que se ha aseverado. En
un caso de este tipo la evidencia que poseía el testigo se preserva íntegra. Todo esto
debe ser accesible para el sujeto desde su perspectiva interna.
Ninguna de estas dos alternativas funciona muy bien ante el fenómeno de la noche
oscura. Un creyente al que no se pueda atribuir completa irracionalidad debería tener
la convicción interna, o bien de que la ponderación es positiva, o bien de que no hay
desvirtuadores para el principio defectible (*). Nada de esto se le podría atribuir a
quien se encuentra en una etapa de noche oscura del alma. La aceptación de la
revelación divina en casos de este tipo es "ciega". En algunos casos hasta la mera
aceptación se torna oscura para el fiel. Alguien sometido a una noche oscura no posee
ninguna convicción subjetiva –que le resulte disponible internamente– de que hay una
ponderación positiva del valor epistemológico de la revelación divina, o de que no hay
desvirtuadores para aplicar un principio defectible. Si estos son elementos constitutivos
de un acto de fe, nadie que esté pasando por una noche oscura posee fe.
El fenómeno de la noche oscura es problemático para una teoría de este tipo por varios
motivos. En primer lugar, es característico de la teoría de la empresa doxástica que no
hay para el creyente evidencia a favor o en contra de las proposiciones de que se
trate. La fe es una actitud que sólo se produce en una situación de oscuridad
evidencial. Pero esto es exactamente lo que sucede en una situación de noche oscura.
El fiel no tiene claridad sobre la evidencia que posee y le parece, además, que no hay
ninguna evidencia. Lo extraño es que, según los defensores del punto de vista no-
cognitivista, del que la teoría de la empresa doxástica es una representante
característica, esto debería ser la situación normal. Todos los fieles se deberían
encontrar en la misma situación de oscuridad epistémica, pues eso es lo propio de, en
efecto, tener fe por oposición a otras formas de actitud proposicional. No tiene,
entonces, ningún sentido que exista un fenómeno de purificación interior de ocurrencia
excepcional para personas de gran vida interior que consista en tal oscurecimiento. No
tiene ningún sentido que quienes padecen una noche oscura padezcan por ella. Si se
quiere, la situación que se produce aquí respecto del fenómeno de la noche oscura es
el inverso a la situación que se produce en las teorías cognitivistas internalistas. En las
teorías cognitivistas internalistas no debería suceder algo así como una noche oscura.
No debería suceder que alguien que tuviese una fe profunda estuviese en una situación
de opacidad interior respecto de su propia fe. Desde la perspectiva de las teorías no-
cognitivistas, por el contrario, no debería suceder que la situación de la noche oscura
fuese excepcional, pues es lo que debería esperarse para el principiante en la vida
interior y para el fiel común y corriente.
Sería más razonable sostener que la "noche oscura" debería re-describirse en una
teoría no-cognitivista como el oscurecimiento respecto de la ponderación interior de los
riesgos que se asumen con la empresa doxástica, respecto de la ponderación interior
de las ventajas que se pueden alcanzar con tal empresa y respecto de la resolución
interior a emprender. El fenómeno de la noche oscura debería ser entendido como una
situación en donde uno llega a no tener claro si "realmente vale la pena" la empresa
asumida. Pero esto no tiene mucho que ver con el fenómeno, tal como éste ha sido
reportado. Quienes padecen una noche oscura del alma tienen una profunda sed de
Dios. En gran parte, esto es lo que hace que su situación de oscuridad interior resulte
tan dolorosa y purificadora. No es la situación de "pérdida de entusiasmo" en una
empresa porque uno advierte riesgos crecientes. Es una situación en donde uno
preserva la resolución interior de buscar a Dios por sobre todas las cosas. Lo que
sucede es que Dios parece ocultarse.
Cuando se integra una concepción de este tipo para la conformación de una teoría de
la fe sobrenatural, resulta posible que para alguien llegue a resultar opaca
interiormente la propia fe que se posee. Esto no impide que el fiel tenga fe y, lo que es
más, que tal fe tenga valor epistemológico y sea conocimiento. De un modo análogo a
como se producen fenómenos de oscurecimiento interior, tal como pasa en la noche
oscura del alma, también –correlativamente– pueden darse fenómenos de "iluminación
interior" de la propia fe. Algo de este estilo es lo que cabe esperar que suceda cuando
alguien pasa de tener una fe no muy reflexiva a una fe epistemológicamente madura y
consciente. Una concepción cognitivista y externalista de la fe hace posible la
ocurrencia de fenómenos de este tipo. Es posible que un niño pequeño con pocas
capacidades reflexivas tenga fe sobrenatural y, con ello, conocimiento. Luego esta fe
puede verse fortalecida al corroborar reflexivamente sus credenciales epistemológicas.
Para un internalista, en cambio, no hay cómo acomodar la fe de niños y creyentes
epistemológicamente poco sofisticados. Para el internalista ellos no tienen fe, o su fe
no cuenta como conocimiento. De un modo semejante, alguien de gran vida interior
puede llegar a sufrir un oscurecimiento interior profundamente purificador en que esta
misma fe le llegue a resultar opaca. Esto no impide que tenga fe y, con ello,
conocimiento.
5. Conclusiones
Las teorías que parecen explicar bien cómo es que puede ocurrir un fenómeno de este
tipo son las teorías cognitivistas y externalistas. En un modelo externalista de la fe
sobrenatural estos fenómenos de oscurecimiento son explicables. No es necesario que
uno conozca que posee un estado mental para poseerlo. Es más, no es necesario que
uno posea conocimiento de que uno posee conocimiento para tener conocimiento. La
fe sobrenatural puede ser admitida como una forma de conocimiento incluso en
quienes no tienen la suficiente capacidad reflexiva como para considerar críticamente
la calidad de la evidencia que poseen, o que –tal como sucede en los fenómenos de la
noche oscura– se encuentran en un profundo proceso de purificación interna en donde
su propia fe, esperanza y caridad quedan envueltas en sombras de duda.7
Referencias bibliográficas
Goldman, Alvin. 1999. "Internalism Exposed" en The Journal of Philosophy, 96, pp.
271-293. Reimpreso en Ernest Sosa, Jaegwon Kim, Jeremy Fantl y Matthew McGrath
(eds.), Epistemology. An Anthology, Oxford., Blackwell, 2008, pp. 379-393.
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Plantinga, Alvin. 1993b. Warrant and Proper Function. Oxford: Oxford University Press.
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Swinburne, Richard. 2005. Faith and Reason. Oxford: Clarendon Press (2da. edición).
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Teresa de Ávila, Santa. 1941. "¡Cuán triste es, Dios mío!" en Obras de Santa Teresa
de Jesús, Buenos Aires., Editorial Poblet. [ Links ]
Teresa de Calcuta, Beata. 2008. Madre Teresa: ven, sé mi luz. Las cartas privadas de
la santa de Calcuta. Editadas por Brian Kolodiejchuk. Barcelona: Editorial Planeta.
Traducción de Pablo Cervera. [ Links ]
Williamson, Timothy. 2000. Knowledge and its Limits. Oxford: Oxford University Press.
[ Links ]
Notas
1
La forma estándar en que describimos los estados mentales de un sujeto es mediante
la indicación de qué actitud tiene este sujeto respecto de diferentes proposiciones que
–se supone– ese sujeto puede comprender.
2
En la concepción católica, entonces, la fe sobrenatural es "sobrenatural" debido a que
el testigo de la verdad de las proposiciones objeto de fe es Dios mismo. No es
"sobrenatural" porque se requiera un auxilio especial de la gracia para este
asentimiento, aunque nada de lo que se diga aquí obste para asignarle una función
fundamental a la gracia (cf. Constitución Dogmática Dei Filius del Concilio Vaticano I,
canon 5, DH 3035). Tampoco es "sobrenatural" porque las proposiciones objeto de fe
estén haciendo atribuciones a una entidad que se encuentra por encima de las
realidades 'naturales', esto es, Dios.
3
Son casos de conceptos de estados mentales factivos, por ejemplo, "ver", "oír" o
"recordar", al menos, tal como se utilizan ordinariamente. Si "ver" es, entonces, un
estado mental factivo –pues si uno ve que p, entonces p– entonces "ver" designa una
forma específica de conocer.
4
El testimonio por sí mismo no aumenta la evidencia para una proposición, lo más que
se puede esperar de él es que permita preservar la evidencia que el testigo posee para
la proposición de que está dando testimonio. Una fuente de justificación puede ser
derivativa en este sentido y, sin embargo, no ser reducible a otras. La memoria, por
ejemplo, también es un mecanismo que permite preservar la evidencia que se ha
obtenido en el pasado por otras fuentes. Nadie podría, sin embargo, pretender
dispensarse de ella. No habría modo de transmitir la evidencia obtenida en el pasado
sin su concurrencia. La memoria es, entonces, una fuente de justificación derivativa sin
ser reducible.
5
La probabilidad subjetiva que un sujeto le asigna a una proposición es una función
que representa el grado de 'firmeza' con que el sujeto cree tal proposición mapeando
cada proposición a un número real entre 0 y 1. La probabilidad epistémica, en cambio,
es el grado de aceptación que se le debe dar a la proposición en cuestión dada la
evidencia existente.
6
Uno podría estar inclinado a identificar la propuesta de Bishop con la apuesta de
Pascal (Pensamientos, III, §233), según la cual la creencia en la verdad del
cristianismo se devela como más racional que su no creencia en virtud las ganancias o
beneficios que supondría la efectiva existencia de Dios para el hombre. Si Dios existe,
entonces el creyente gana la vida eterna, si no existe, no gana nada. Empero, si Dios
existe, el no creyente no gana nada y si no existe tampoco. Ante la ausencia de
evidencia a favor o en contra de la existencia de Dios, es conveniente actuar como si
Dios existiese. Pese a que la empresa doxástica y la apuesta sean muy semejantes en
ciertos aspectos, lo cierto es que en el caso de Bishop el elemento decisivo para la
creencia está dado por la afectividad y no por el cálculo racional de beneficios. De
hecho, el énfasis está puesto en que la creencia en la verdad cristiana no es irracional
más que en la prueba de que es racional. Por otro lado, las ventajas prácticas
derivadas de la fe que reconoce Bishop están inscritas en el horizonte mundano o
inmanente más que en el trascendente, es decir, se tiene en cuenta más bien la
calidad de la vida terrenal que la posible salvación o condena trasmundana.
7
Este proyecto ha sido redactado en ejecución del proyecto de investigación VRI-
Pastoral Nº 1565/DPCC2012 de la Vice-Rectoría de Investigación de la Pontificia
Universidad Católica de Chile. Una versión preliminar fue presentada en las XIII
Jornadas de Filosofía, "Fe, Razón y Cultura: un diálogo necesario desde la filosofía",
Universidad de la Santísima Concepción, Concepción, 28 y 29 de agosto de 2013.
Agradecemos los comentarios y sugerencias de los asistentes a estas Jornadas.
Reseña de: ¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Una fenomenología
hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz de Lucero González Suárez.
Reseña de: ¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Una fenomenología
hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz de Lucero González Suárez.
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Internacional.
“Nuestra fe comienza precisamente donde los ateos piensan que acaba. Nuestra fe comienza en
esa dureza y poderío que es la noche de la cruz, de la tentación y de la duda sobre todo cuanto
existe. Nuestra fe tiene que nacer donde todos los hechos la desmienten.Tiene que nacer de la
nada, tiene que gustar y saborear esa nada, como ninguna filosofía nihilista se lo puede figurar”.
H. J. Iwand.
Cada obra filosófica muestra un conjunto de inquietudes intelectuales y, sobre todo, (así debería
ser, en realidad no es) existenciales. La obra de Lucero González Suárez, bajo el poético título de
¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? y el descriptivo subtítulo de Una
fenomenología hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz es una notable
muestra del modo en que las más profundas preguntas existenciales pueden orientar el quehacer
filosófico. La autora nos convoca a la reflexión no como un mero ejercicio académico, sino como
un compromiso vital que se mantiene en todo momento.
La obra establece un diálogo crítico con los principales exégetas de la poesía mística de San Juan
de la Cruz (SJC, en adelante). No se limita a la revisión de esta última, sino que, como se indica en
la introducción, “aspira a subsanar una carencia: hasta dónde sé no hay ningún estudio
fenomenológico que, sin dejar de lado la dimensión teológica de la doctrina de SJC, haya logrado
dilucidar el origen, la esencia, estructura y sentido último del proceso místico, a través de la
interpretación puntual de un testimonio vital como el Cántico Espiritual B” (González, 2017: 18-
19). El libro se inscribe dentro de la filosofía de la religión en tanto que se pregunta por la esencia
de la experiencia religiosa y, en ese sentido, muestra las diferencias entre el camino de la religión y
el de la mística.
El libro constituye una meditación filosófica en todo sentido, pues “la filosofía que aquí desarrollo
es ontología regional por su objeto (el amor-ágape como esencia del misticismo y de lo divino);
fenomenología, por su método; hermenéutica, porque aquello a lo que se dirige la pregunta por el
ser del amor místico es una construcción textual” (González, 2017: 19). Es una obra actual, que
recupera algunos aspectos de la ontología heideggeriana; aplica el método fenomenológico para
dar cuenta de la experiencia mística; interpreta un texto poético-místico y, al hacerlo, muestra el
modo en que la palabra se pone al servicio de la experiencia.
El método aplicado para el análisis de la poesía mística de SJC se construye en diálogo con la
ontología fundamental de Heidegger, para quien “ontología y fenomenología no son dos distintas
disciplinas pertenecientes a la filosofía. Estos dos nombres caracterizan a la filosofía misma por su
objeto y por su método” (González, 2017: 38). En la obra no se trata de asumir la ontología
heideggeriana de manera acrítica, sino de retomar aquellos aspectos relevantes para una
fenomenología de la mística.
Aunque el trabajo se sitúa en el centro de la filosofía de la religión, sería más adecuado inscribirlo
en el interior de la fenomenología de la religión y de la mística. No se trata de una reflexión sobre
la existencia de Dios; es un texto que nos interpela a todos, independientemente de nuestras
creencias religiosas e incluso a pesar de ellas. Por eso se dice que “la existencia de Dios y de los
dioses es un prejuicio que la investigación fenomenológica pone entre paréntesis, a fin de
conservar su neutralidad; que no juega papel alguno en la descripción esencial de la experiencia y
del proceso místicos.A la fenomenología de la religión y de la mística no les concierne ocuparse
con la pregunta por la existencia de Dios” (González, 2017: 43). En ese sentido, como se señala en
diferentes momentos, es necesario distinguir entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos. Uno es
el Dios-concepto de la onto-teología y otro el Dios del cristianismo. La fenomenología
hermenéutica de la mística no busca concluir la existencia de Dios.
El capítulo II, “La mística de San Juan de la Cruz: respuesta amorosa al llamado universal de Dios”,
constituye un postura sobre la experiencia mística que, en principio, puede parecer paradójica: la
experiencia mística es universal y, por tanto, está abierta a todo ser humano que tenga la
disposición a recorrer el arduo camino descrito por SJC. La posición de SJC a favor de la
universalidad de la mística constituye una crítica a la tradición, representada por la obra de San
Agustín, toda vez que para el obispo de Hipona la predestinación es la condición del encuentro con
lo divino: “Defender la predestinación implica negar la universalidad del misticismo” (González,
2017: 65).
La propuesta aquí es que la unión mística únicamente se concreta a partir del amor-ágape,
entendido como “entrega incondicional y donación libre de sí; es ofrenda existencial. En la ofrenda
de sí, la exigencia se transfigura por su contacto intuitivo con la otredad. Para entregarse a lo
totalmente Otro, el espiritual debe vaciarse de todo apetito, independientemente de sí el objeto
de éste es natural o sobrenatural” (González, 2017: 51).
Para la realización de la vida mística, SJC postula cinco principios. El primero es que Dios crea al ser
humano para que pueda alcanzar la unión con su Creador, que consiste en el ejercicio permanente
del amor-ágape. El segundo principio, implica que los medios han de ser proporcionados al fin
sobrenatural, que es la unión. El tercero, plantea que el amor-ágape, es exclusivo y excluyente, por
lo que dicho amor sólo se puede dirigir al Amado. Es importante, en ese punto, no caer en el error
de pensar que la unión amorosa cancela la diferencia entre el ser humano y lo divino, pues “la
transformación amorosa del matrimonio espiritual no cancela la diferencia ontológica entre el
hombre y Dios. La distancia entre ambos es infranqueable” (González, 2017: 54). El cuarto
principio plantea que los medios naturales de que dispone el hombre no son suficientes.
Finalmente, el quinto principio es que para la unión se requiere de la fe, pues “la fe mística es
experiencia amorosa del orden sobrenatural que el Amado infunde por gracia” (González, 2017:
56).
La experiencia mística supone transitar por la “noche oscura”, entendida como un espacio de
búsqueda del Amado, pero “la noche mística de la contemplación no sólo comporta una faceta de
oscuridad sino también un aspecto luminoso” (González, 2017: 62). Por eso, la “noche oscura”
requiere soledad, alejamiento del mundo y de todas las perturbaciones contenidas en él. La
soledad es condición para concretar el encuentro con lo divino.
El capítulo III, “Hacia una fenomenología del Cántico Espiritual B. Principios hermenéuticos”, pone
en el centro de la reflexión filosófica al lenguaje, la palabra y el habla. Se trata de pensar el modo
en que la palabra poética se transforma en un cántico místico al ser resonancia de alguna
manifestación de lo divino. La idea es reflexionar sobre la poesía mística y reconocer lo inefable
del nombrar poético, que pone en palabras una experiencia y, al hacerlo, da cuenta de ella.
El amor místico parte de la iniciativa del Amado, que produce sobre la amada una herida de amor,
que permite iniciar el itinerario de la búsqueda del Dios que se esconde. Es decir, el complejo
tránsito por la “noche oscura”. Como señala la autora, “el origen del proceso místico es el
enamoramiento. Sólo al término de las purgaciones pasivas, el amor-eros se transforma en amor-
ágape” (González, 2017: 128).
Resulta fundamental comprender que el proceso místico descrito por SJC no es lineal, ni se puede
entender como un simple señala-miento de lo que se debe hacer para transitar por la “noche
oscura”. SJC no prescribe un camino. Más bien, pone en verso su experiencia y al hacerlo pone en
acto la universalidad de la mística. Se trata de un itinerario complejo, que requiere de la renuncia a
los apegos, pues sólo de ese modo se puede lograr un amor místico maduro. La cuestión es
construir una vida fáctica orientada exclusivamente por el amor-ágape.
El recorrido por las canciones permite comprender no sólo que la vía mística se encuentra abierta
para todo aquel que tenga la disposición voluntaria de hacerlo, sino sobre todo que la vida mística
no promueve el egoísmo ni el individualismo constituyendo un llamado para que los hombres se
encuentren en comunión unos con otros y primordialmente con lo divino.
El místico es destinatario del amor divino porque dicho amor yace en él. Por eso “el amor-ágape es
vocación y respuesta; al llamado universal a recibir el don de la vida eterna y acogida del mismo”
(González, 2017: 254). Pero SJC no se dirige exclusivamente a los místicos, sino a todos aquellos
dispuestos al camino de la renuncia para el encuentro con el Amado.
El libro no sólo constituye una notable interpretación del Cántico Espiritual, sino que hace
compresible la experiencia mística como un camino de renuncia de la religión y de los placeres
mundanos para poder consumar la unión con el Amado. Una última palabra, como dice SJC: “el fin
de todo amor […] es recibir y no dar.”
Todo lo anterior constituye una invitación a leer y pensar una obra profunda y comprometida con
el quehacer filosófico que no se agota en la producción del saber, sino que reconoce y exalta una
forma de vida.Al final, en la obra se convoca a una experiencia de la que podría ser la razón última
de todo: el amor. Por eso las últimas preguntas de la conclusión nos remiten nuevamente a todo el
recorrido del libro: “¿quién alberga hoy en su corazón un deseo infinito de Dios? ¿Una nostalgia
infinita de su amor?” (González, 2017: 303).
Referencias bibliográficas
González, L. (2017) ¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Una fenomenología
hermenéutica del Cántico Espiritual B, de San Juan de la Cruz. Ciudad de México: Universidad
Iberoamericana.