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Tarea

Cuentos en el muro
Juan García Ponce

Después de la cita
Era otoño. Algunos de los árboles habían perdido por completo las
hojas y sus intrincados esqueletos resistían silenciosamente el
paso del aire, que hacía murmurar y cantar las de aquellos que
aún conservaban unas cuantas, amarillas y cada vez más escasas.
A través de las ramas, podían verse las luces brillando tras las
ventanas, a pesar de las pálidas cortinas de gasa. Tal vez hacía
demasiado frío para ser noviembre.

Ella caminaba no muy rápidamente, por sobre el pasto húmedo y


muelle, en el centro de la avenida. Podía tener quince o
veinticinco años. Bajo la amplia gabardina sus formas se perdían
borrosamente. Sus cabellos, cortos, despeinados, enmarcaban
una cara misteriosamente vieja e infantil. No estaba pintada y el
frío le había enrojecido la nariz, que era chica, pero bien dibujada.
Una bolsa grande y deteriorada colgaba desmañadamente de su
hombro izquierdo.
Caminando en diagonal, salió del camellón, atravesó la calle y
siguió avanzando por la banqueta. Al llegar a la primera bocacalle
una súbita corriente de aire despeinó más aún sus cabellos. Metió
las manos hasta el fondo de su gabardina y apresuró un poco el
paso. El aire cesó casi por completo apenas hubo alcanzado el
primer edificio. Una de las ventanas de la planta baja estaba
iluminada. Instintivamente se detuvo y miró hacia adentro. Un
hombre y una mujer, muy viejos, se sonreían, afectuosa,
calurosamente, desde cada uno de los extremos de la mesa, que
era, como las sillas y el aparador, grande, fuerte, resistente. Ella
tenía un chal de punto gris sobre los hombros; él una camisa sin
cuello y un grueso chaleco de lana. Los restos de la cena estaban
todavía sobre la mesa. De pronto la mujer se levantó, recogió los
platos y salió de la habitación. La muchacha no quiso ver más.

Pálido punto de luz


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Suspiró inexplicablemente y siguió caminando. Al atravesar una
nueva bocacalle el viento volvió a despeinarla. Tras la ventaja el
viejo se levantó, avanzó lentamente y abandonó el comedor. La luz
dejó de reflejarse en la calle.

La muchacha, siempre sin motivo aparente, dejó la calle y regresó


al camellón. En una de las bancas un bulto se perfiló en la
oscuridad. Cuando pasó junto a él, se dividió en dos y una risa
nerviosa se extendió en el aire. Los miró sin poder distinguirles
las caras y siguió su camino. Un halo de soledad se desprendía de
la débil luz que la interminable fila de faroles proyectaba sobre el
piso brillante.

La bolsa golpeaba rítmicamente contra su cadera y su peso hacía


que sintiera el hombro izquierdo ligeramente más bajo que el otro.
Caminó unos pasos más y se la cambió al otro lado.

Poco antes de llegar al cine, un niño le ofreció un periódico y ella


le entregó el importe olvidándose de recoger el papel. Se detuvo
un momento frente a un carro ambulante que despedía un
agradable calor y poco después se alejó, masticando con cuidado
para no quemarse. Ahora todo estaba tranquilo y ella se sintió
como si estuviera dentro de un agujero en el centro del aire.
Abandonó la idea de entrar a ver el final de cualquier película y
pasó rápidamente frente a la taquilla, resistiendo la tentación de
detenerse a mirar los carteles que anunciaban los próximos
estrenos.

Durante largas horas había esperado inútilmente, aterida de frío,


impaciente, unas cuantas calles atrás. Nada de eso importaba ya.
Sólo el cansancio y el sabor incierto de la espera le recordaban
esos momentos. Quería caminar y olvidarlo todo; la alegría y la
esperanza y después el principio de las dudas y al final la certeza
de que no vendría, junto con la necesidad angustiosa de decir a
alguien todas las palabras que tenía guardadas para él.

Las ventanas iluminadas y el brillo del cine quedaron atrás. A los


lados de la calle sólo había árboles y flores marchitas brotando
mágicamente de la semioscuridad.
El ruido de los automóviles y sus faros deslumbrantes se hizo cada
vez más lejano y ella se sentó en una de las bancas sin mirar en su
derredor. Descubrió que estaba cansada. Del fondo de la bolsa

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sacó un cigarro. La débil llama de su encendedor se extinguió tres
veces antes de que lograra prenderlo. Luego fumó larga y
ávidamente, mientras las hojas, tan ruidosas como la lluvia, caían
a su alrededor.

Cuando el niño, silenciosamente, se sentó a su lado, el lejano


silbato de un tren cubrió de melancolía y tristeza los densos
rumores de la noche. Ella lo miró sin asombrarse. Parecía tener
frío. Estaba descalzo, despeinado y sucio. Le pidió que le regalara
un cigarro y después, mientras fumaba vorazmente, mirándola y
sonriendo, le contó que dormía en la calle y que todavía no había
comido. Sintió una lástima extraña, que la abarcaba a ella misma:
volvió a buscar en la bolsa y le regaló casi todo lo que traía.
Después se levantó y caminó hasta que los faros de los coches
volvieron a deslumbrarla ininterrumpidamente.

Antes de que la lluvia se hiciera torrencial llegó a la esquina y se


subió al primer camión que atendió su llamada. Estaba casi vacío y
avanzaba lentamente. Sin embargo, allí, mirando a los demás
pasajeros y sintiendo el olor, viscoso y penetrante, que el día
había dejado y al que ahora se unía el que provocaba la lluvia
mientras los vidrios se cubrían de un espeso vaho, se sintió
protegida, cálida y tranquila. Prendió otro cigarro y miró por la
ventanilla la calle mojada, recordando otros días, otros años, las
risas y la alegría, la emoción del conocimiento, la sensación de ser
comprendida, y la soledad de ahora, hasta que el vaho le impidió
toda visibilidad. Entonces observó con cariño, casi con gratitud a
los demás pasajeros: dos obreros, albañiles seguramente, con sus
portaviandas a los pies, y la cara, el pelo y la ropa manchados de
cal; un señor gordo y canoso, con un traje negro raído hasta
parecer verde, que leía el periódico desdoblándolo ruidosamente;
un muchacho flaco con barros y ojos tristes, que le devolvió la
mirada con malicia y sonrió ambiguamente; una mujer, no muy
joven, a la que el muchacho había estado mirando continuamente
antes de que ella subiera; una vieja, mal vestida, que respondía
pacientemente a todas las inesperadas preguntas que le dirigía la
niña que llevaba de la mano, y al fondo, mirándose, sonriéndose,
bajo la luz tenue y gastada, una pareja de edad indefinida,
compañeros de oficina probablemente. El chofer, cansado, miraba
de vez en cuando a los pasajeros por el espejo y el camión chillaba

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y se quejaba mientras los coches lo pasaban rápidamente. Todo
parecía mortecino y agónico. La lluvia repiqueteaba
monótonamente sobre el techo de lámina. La sensación de
soledad y abandono volvió a apoderarse de ella, que la acogió casi
con ternura.

El muchacho con barros se cambió al asiento de atrás y poco


después al de junto de ella; pero no pudo ir más allá de pedirle un
cerillo, que ella le regaló sin sentirse ofendida y, unas cuadras
más adelante, se bajó detrás de la señora no muy joven.
El señor gordo terminó su periódico y lo dejó a su lado,
olvidándose de recogerlo al bajarse. Subieron otros dos jóvenes y
el sonido de sus risas siguió molestándole hasta varias cuadras
después de que se bajaran. El chofer avisó que allí terminaba el
recorrido y ella se bajó, silenciosa e indecisa, detrás de la vieja con
la niña, los dos obreros y la pareja de oficinistas.

La lluvia se había convertido en una llovizna punzante y helada


que volvió a enrojecerle la nariz, mientras caminaba sin rumbo fijo,
detrás de la pareja de oficinistas, mirando los aparadores
iluminados. Libros, discos, pieles, vestidos, alhajas, curiosidades.
La calle brillaba como un espejo y la ciudad entera parecía
alegrarse por ello. De vez en cuando el sonido de un claxon,
dispersándose en el aire, tapaba el de los motores. Las mesas
vacías de un café, detrás de la amplia ventana cubierta de
letreros, la hicieron recordar la hora. Pensó en su casa, en las
preguntas y reproches y en las mentiras que tendría que inventar.
El recuerdo de la espera le llenó nuevamente la boca, y los
aparadores perdieron todo su encanto. Atravesó rápidamente y
paró un taxi, tratando de evitar que el nudo en la garganta se
convirtiera en lágrimas.

Cuando llegó a su casa, rechazó la cena, evitó las preguntas, se


encerró en su cuarto y lloró larga, silenciosa, desesperadamente…

Juan García Ponce

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