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Lic.

Tejada Rivas, Roberto

Lic. Sandoval Lozano, Giovanni

Lic. Huertas Villegas, Gustavo

1
Este material ha sido elaborado para uso exclusivo de la Universidad Católica Sedes Sapientiae con fines
académicos.

Toma como base el libro de Ángel Rodríguez Luño, Ética.

2
3
PRÓLOGO

Esta separata trata de exponer clara y brevemente los principios fundamentales de la Ética, de
manera que resulten accesibles para el público culto no especializado. Tarea nada fácil, pues la
complejidad de la materia —complejidad especulativa de los temas generales de fundamentación y
complejidad práctica de las cuestiones más concretas y actuales de la Ética Social, Política y Económica
— difícilmente admite una exposición sumaria que al mismo tiempo no tenga algo de simplificación.

La separata está dividida en tres unidades en conformidad con el sílabo del curso. La primera
unidad se dedica al reconocimiento histórico del nacimiento de la Ética, pero sobre todo, su Fundamento
Metafísico. La segunda, se refiere al tema de los Actos Humanos (el obrar moral) tendientes al bien y su
contraposición con las diversas concepciones éticas modernas. La última unidad hace referencia al tema
de lo social de la ética, bajo dos aspectos específicos a saber: El Estado y la Política, así como el tema de
la Familia.

Todas las unidades traen al final de cada una, textos para profundización de los temas, así como
para el trabajo individual y otros para la discusión en clase, se recuerda entonces tomarlos en cuenta ya
que son materia de evaluación del curso.

Un mínimo de conocimiento de la Ética no sólo es entre nosotros parte importante de la llamada


«cultura general». Es también y sobre todo la base necesaria para que la actividad profesional, social,
política y económica contribuya eficazmente a que la sociedad sea cada vez más humana, más conforme a
las exigencias esenciales del desarrollo integral de la persona.

4
MAPA DE GRECIA ANTIGUA

5
ÍNDICE

PRIMERA UNIDAD : EL FUNDAMENTO METAFÍSICO DE LA ÉTICA

I. Introducción a la Ética: Génesis y Preliminares

II. El fundamento metafísico de la Ética

III. Felicidad y fin último

IV. La ley moral y su conocimiento

V. La conciencia moral

SEGUNDA UNIDAD: LA MORALIDAD DE LOS ACTOS HUMANOS (El ejercicio moral)

I. Los actos humanos

II. Las virtudes

III. Las concepciones éticas modernas

III.1.Formalismo Kantiano

III.2.Utilitarismo

III.3.Hedonismo

TERCERA UNIDAD: LA ÉTICA EN LO SOCIAL

I. Política y Estado

II. La Familia

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PRIMERA UNIDAD: EL FUNDAMENTO METAFÍSICO DE LA ÉTICA

CAPÍTULO I: INTRODUCCIÓN A LA ÉTICA: GÉNESIS Y PRELIMINARES

1. DEFINICIÓN DE LA ÉTICA

Las ciencias humanas estudian al hombre y sus acciones desde diversos puntos de vista. La
Lógica, por ejemplo, se interesa por el orden a la verdad y la corrección formal de los actos
cognoscitivos; la Psicología considera los actos del hombre en cuanto acciones vitales que proceden del
alma según un determinado proceso; la Gramática y la Retórica atienden respectivamente a la corrección
lingüística y a la eficacia persuasiva del discurso.

La Ética se ocupa de la moralidad: una cualidad que corresponde a los actos humanos,
exclusivamente por el hecho de proceder de la libertad en orden a un fin último, y que detenida la
consideración de un acto como bueno o malo en un sentido muy concreto, no extensible a los actos o
movimientos no libres.

La inteligencia advierte de modo natural la bondad o maldad de los actos libres: cualquiera tiene
experiencia de cierta satisfacción o remordimiento por las acciones realizadas. A partir de aquí surge la
pregunta acerca de la calificación de la conducta humana: ¿qué es el bien y el mal?, ¿por qué esto es
bueno o malo? La contestación a estos interrogantes lleva al estudio científico de los actos humanos en
cuanto buenos o malos; que se denomina ética. Por tanto, la Ética es la parte de la filosofía que estudia la
moralidad del obrar humano, es decir, considera los actos humanos en cuanto son buenos o malos.

a. Objeto material de la Ética

El objeto de la Ética, tomado materialmente, son los actos humanos, que es necesario distinguir
de los actos del hombre. Aunque el lenguaje corriente no suele diferenciar estos dos conceptos, la Ética
reserva el nombre de actos humanos para las acciones libres, que el hombre es dueño de hacer u omitir,
de hacerlas de uno u otro modo. Estos actos proceden de la voluntad libre y deliberada, ya sea
inmediatamente (amor, deseo, etc.), o a través de otras potencias (hablar, trabajar, etc.).

Se llaman actos del hombre, en cambio, a las acciones que no son libres, por falta de
conocimiento o voluntariedad (los actos de un demente, por ejemplo), o bien porque provienen de una
potencia no sometida al dominio directo de la voluntad (crecimiento, circulación de la sangre, etc.)

b. Objeto formal

El objeto formal de la Ética —o punto de vista bajo el que estudia los actos humanos— es el de
su rectitud moral, o moralidad. Aunque tenemos una idea espontánea de la existencia y naturaleza de la
moralidad, no es fácil definir su esencia de un modo exacto. Este es precisamente uno de los primeros
problemas que debe resolver la Ética; de él nos ocuparemos más adelante.

De momento, basta considerar que la bondad o rectitud moral del acto humano se distingue:

a) De la bondad ontológica, que tiene todo acto en cuanto que es;

b) de la bondad técnica o útil, es decir, la utilidad para un fin restringido y particular, según las
reglas de un arte o técnica determinados; y

7
c) del agrado o placer que pueda producirnos esa actuación. La rectitud moral debe entenderse
más bien a la luz de la relación que posee el acto libre con el fin último y definitivo del hombre.

2. CARACTERÍSTICAS DE LA ÉTICA

La Ética es una ciencia práctica de carácter filosófico. Veamos por separado el significado de estas
características.

a. Es ciencia

Toda ciencia es un conjunto ordenado de verdades ciertas y universales, que se demuestran y


fundamentan en base al conocimiento de sus causas. La Ética expone y fundamenta científicamente
principios universales sobre la moralidad de los actos humanos: todo asesinato es malo, los impulsos
sensibles deben moderarse según la recta razón, etc. Se trata de criterios válidos para cualquier tiempo,
lugar y circunstancias.

La Ética, en cuanto es un saber ordenado y basado en el conocimiento de las causas se distingue


del conocimiento moral espontáneo que tiene cualquier hombre sin necesidad de razonamientos o pruebas
científicas. Esa diferencia subsiste a pesar de que ambos tienen por objeto la única verdad, porque la
alcanzan y explican de diversa manera.

Algo similar ocurre en muchos otros terrenos: el campesino y el especialista en meteorología


conocen de muy distinta forma las lluvias y los demás factores climáticos. Pero, por ordenarse a la
verdad, la distinción entre estos tipos de saber sólo se convertirá en oposición cuando en uno de ellos —o
en los dos— se introduzca el error; y, en ese caso, uno podrá ser corregido en base al otro.

En cuanto conocimiento universal, la Ética se distingue del conocimiento moral particular: juicio
de la conciencia moral, dictámenes de la prudencia, etc. Estos juicios versan sobre la moralidad de una
acción concreta, realizada por una persona y en unas circunstancias bien determinadas.

Tampoco aquí debe haber contraposición, sino sólo la diferencia existente entre lo universal y lo
particular. De hecho, el recto conocimiento particular no es más que la aplicación al caso concreto de
conceptos universales y verdaderos, ya sean obtenidos espontánea o científicamente.

b. Es práctica

«La Ética es una ciencia práctica, porque no se detiene en la contemplación de la verdad, sino que
aplica ese saber a las acciones humanas» 1. Mientras las ciencias especulativas se limitan a conocer
realidades que no dependen de la voluntad humana, la Ética se ocupa de la conducta libre del hombre,
proporcionándole las normas necesarias para obrar bien. Es por ello una ciencia normativa, que impera y
prohibe ciertos actos, puesto que su fin es el recto actuar de la persona humana. Aristóteles afirma que no
estudiamos Ética «para saber qué es la virtud, sino para aprender a hacernos virtuosos y buenos; de otra
manera, sería un estudio completamente inútil» 2. Por eso, la voluntad juega un papel importante en la
adquisición del saber moral: no es fácil considerar el recto orden de las acciones si la voluntad no está
dispuesta a aceptarlo.

1
STO. TOMÁS DE AQUINO, De virtutibus in communi, q. un., a.6, ad 1. Utilizamos la edición Marietti, «Quaestiones
disputatae», 11, 10.ª ed., Turín-Roma, 1965.
2
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, lib. II, cap 2, 1103b 27-29. Manejamos la edición griega de Burnet, ed. Methuen,
Londres, 1900. Para la traducción castellana tenemos en cuenta la realizada por Patricio de Azcárate, Anaconda,
Buenos Aires, 1947; y la de Julián Marías y María Araujo, Institutos de Estudios Políticos, Madrid 1970.
8
Quien no quiere vivir rectamente no puede llegar al fin de esta ciencia y, por eso mismo, no
conseguirá entenderla bien. La influencia de la voluntad es aún más decisiva en el conocimiento moral
particular (conciencia y prudencia).

c. Es de carácter filosófico

c.1. La Ética es una ciencia filosófica, por lo que recibe también el nombre de Filosofía Moral.

Para estudiar su objeto utiliza verdades ya encontradas por otras disciplinas filosóficas,
especialmente la Metafísica y la Teología Natural. La Ética no podría determinar el orden moral que el
hombre debe cumplir con sus actos libres, sin atender a lo que el resto de la filosofía enseña sobre Dios, la
creación, el bien y el fin, la naturaleza humana, etc. Además, la Ética sigue un método afín al de la
Metafísica, que, partiendo de la experiencia sensible, llega al conocimiento racional del ser de las cosas.
Esta característica diferencia la Ética de la Teología Moral —que se fundamenta en la Revelación
sobrenatural— y de las ciencias positivas, que a menudo no trascienden el plano de los hechos o
fenómenos.

c.2. La Ética se fundamenta en la Metafísica como el deber ser se fundamenta en el ser.

La Metafísica trata del ser en cuanto tal, mientras que la Ética se ocupa principalmente de los
deberes del hombre; por eso —al contrario de lo que Hegel pensaba— no pueden identificarse. Pero los
juicios sobre el deber ser se basan en el conocimiento del ser: por ejemplo, los cónyuges no deben
divorciarse porque el matrimonio es indisoluble; el hombre debe cumplir las promesas porque mantener
la palabra dada es lo natural para él, lo correspondiente a su naturaleza social y al fin natural del lenguaje.
Los juicios éticos presuponen el conocimiento del ser del hombre, de su naturaleza y de sus exigencias.

Algunos filósofos —como Kant y Max Scheler- sólo admiten el conocimiento de la realidad que
las ciencias positivas proporcionan sobre los fenómenos contingentes y variables (positivismo). De ahí
que, para ellos, solamente mediante el recurso al apriorismo se salve la objetividad y el valor absoluto de
las leyes morales3. Esto significa que los juicios morales habrían de fundamentarse previa e
independientemente del conocimiento del ser: una cosa es el ser, y otra muy distinta, el deber ser; este
último dependería de las leyes de la razón pura o de los valores ideales alcanzados por la intencionalidad
de los sentimientos humanos.

La difusión de este punto de vista ha hecho que la fundamentación metafísica de la Ética sea
actualmente .uno de los mayores problemas de nuestra ciencia.

3. DIVISIÓN DE LA ETICA

La Ética es una sola ciencia, porque estudia todos los ámbitos donde interviene la libertad
humana bajo unos mismos principios fundamentales. Los criterios morales generales son válidos para los
distintos aspectos de la vida humana: personal, familiar, social, etc.

A efectos prácticos, la Ética suele dividirse en varias partes. Los antiguos, siguiendo a Aristóteles,
hablaban de ética monástica o personal, económica o familiar, y política o social. A partir de Grocio,

3
Cfr. KANT, I., Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, cap 2. Se encuentra esta obra en el volumen IV de Kant´s
Gesammelte Schriften, hrsg. von der Preussischen Akademie der Wissenchaften, Reimer (Gruyter), Berlín 1902-
1966. Citaremos a Kant por esta edición, indicando el número del volumen y de la página. SCHELER, M., Der
Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik (Neuer Versuch der Grundlegung eines ethischen
Personalismus), vierte durchgesehene Auflage herausgegeben mit einem neuen Sachregister von Maria Scheler,
Francke Verlag, Berna 1954, sección I, cap. 1. En adelante, cuando transcribamos textos de esta obra, utilizaremos
la conocida traducción castellana de Hilario Rodríguez Sanz, Ética, Revista de Occidente, neuva edición corregida,
Buenos Aires 1948.
9
Thomásius y Kant, comenzó la costumbre de separar la Moral del Derecho, con la intención de señalar
que la moralidad interior y la justicia exterior se rigen por principios completamente heterogéneos.

Esta división no parece aceptable, porque lesiona la unidad de la Ética: aunque la Moral y el
Derecho no se identifican, ni sus ámbitos coinciden perfectamente, el Derecho y el orden de la justicia
tienen una esencia moral.

Nosotros distinguiremos una Moral General y otra Especial o Social:

a.la Moral General estudia los principios básicos que determinan la moralidad de los
actos humanos: el fin último, la ley moral, la conciencia, las virtudes, etc.;

b.la Moral Especial o Social aplica esos principios a la vida del hombre en sociedad. Sus
temas principales son: la familia, el bien común de la sociedad, la autoridad y el gobierno, las
leyes civiles, la ordenación moral de la economía, etc.

Estos dos aspectos son inseparables, pues el hombre es social por naturaleza, y se dirige al fin
último personal en unión con los demás hombres.

4. RELACIÓN DE LA ÉTICA CON OTRAS CIENCIAS

4.1.Ética y Psicología

La Ética y la Psicología del hombre están relacionadas. Porque tienen como objeto material los
actos humanos. Los actos libres y otros fenómenos típicamente morales, como el remordimiento, la
conversión, etc., tienen una entidad psicológica, y por ello son también objeto de la Psicología. Pero
Ética y Psicología tienen objetos formales diversos. La Psicología estudia la génesis y naturaleza de los
actos libres en cuanto proceden del alma; por ejemplo, los procesos de abstracción intelectual, el modo de
realizarse el conocimiento sensible, cómo se producen las acciones libres, etc.

La Ética, en cambio, considera la moralidad de los actos libres, es decir, la relación que tienen
con la norma moral, tomando en cuenta los conocimientos que proporciona la Psicología. El intento de
reducir la rectitud moral a la puramente psicológica o natural, se llama psicologismo (Wundt, Von
Ehrenfels).

4.2.Ética y Sociología positiva

La Ética y la Sociología positiva coinciden en parte de su objeto material, pero difieren en su


objeto formal. La Sociología positiva describe, clasifica y mide los hechos sociales por métodos
experimentales: estadística, encuestas, etc., y así estudia también los aspectos sociales del
comportamiento moral. Considera y ayuda a conocer lo que la gente hace, los acontecimientos concretos,
pero no puede determinar lo que los hombres deben hacer. La tendencia a reducir la obligación moral a
presión o imperativos sociales, se llama sociologismo (Comte, Durkheim, Lévy-Brühl).

4.3.Ética y Teología Moral

La Ética estudia con las luces de la razón las exigencias morales que se derivan de la
naturaleza humana. Esta moral natural es asumida y elevada por la moral sobrenatural, que la Teología
Moral considera a partir de la Fe. Entre Ética y Teología Moral se da la misma distinción y colaboración
mutua que existe entre Filosofía y Teología, razón y Fe, naturaleza y gracia.

La elevación al orden sobrenatural hace necesario que el hombre acomode su conducta a las
enseñanzas de la Teología Moral: el cristiano no puede conocer todas sus obligaciones mediante la sola
Ética filosófica. Pero este hecho no implica la subalternación de la Ética a la Teología Moral, es decir,
10
que la Ética tenga que adoptar como principios propios lo que son verdades intrínsecamente
sobrenaturales.

Cuando la Ética parte de postulados inaccesibles a la razón, deja de ser ciencia filosófica para
convertirse en ciencia teológica, de lo que podrían desprenderse algunos malentendidos: a) pensar que
verdades puramente naturales —como la inmoralidad del adulterio o el derecho de los padres a la
educación de los hijos— sólo son válidas para quienes tienen Fe, para quienes aceptan una Ética
subalternada a la Teología; b) confundir el plano natural y el sobrenatural, creyendo que la Revelación es
un complemento necesario para poder otorgar a una ciencia humana el carácter práctico e imperativo que
realmente le corresponde por naturaleza.

La necesidad de que la Ética esté subalternada a la Teología ha sido defendida por autores como
Maritain y Jolivet; y ha sido criticada, a nuestro parecer justamente, por Ramírez y Deñan.

5. IMPORTANCIA DEL ESTUDIO DE LA ÉTICA

La Ética es la más importante de las ciencias prácticas, porque trata acerca del fin último, en
el que el hombre encuentra la felicidad. Todo hombre sabe de algún modo qué ha de hacer para ser feliz,
y tiene cierta idea del bien, del mal, de la virtud, etcétera. Sin embargo, el estudio científico de estas
cuestiones añade profundidad y solidez a los principios morales, y es de gran utilidad a la hora de dirigir
la conducta humana. Sin este saber científico, es más fácil dejarse llevar por los obstáculos que el hombre
encuentra en el ambiente, en sus pasiones, en las doctrinas erróneas, etc.

Por otra parle, la existencia de una moral sobrenatural conocida por la Fe cristiana, y que
impone nuevas exigencias de conducta, no hace superfluo el estudio de la Ética.

El orden moral natural es un orden real y plenamente vigente que regula intrínsecamente las
acciones exigidas por la naturaleza, aunque no defina por completo la situación existencial en que ahora
se encuentra el hombre. La realidad y vigencia del orden moral natural hace que la Ética filosófica sea
práctica, útil para la vida, sin necesidad de subordinarla a la Teología.

En suma, el estudio de la Ética resulta imprescindible para comprender las exigencias éticas que
obligan a toda persona humana, y no sólo a los creyentes: así, por ejemplo, si un gobernante no católico
promulgase una ley que privase a los trabajadores de sus legítimos derechos, no cumpliría su deber moral
en el orden natural.

11
ARISTÓTELES

12
CAPÍTULO II: EL FUNDAMENTO METAFÍSICO DE LA ÉTICA

INTRODUCCIÓN

Todas nuestras acciones persiguen algún bien: cambiamos de lugar porque estamos mejor al sol
que a la sombra; compramos un determinado libro, porque nos han dicho que es bueno; incluso un niño
de corta edad sabe que su madre es buena. «El bien es la primera realidad advertida por la razón
práctica, por la razón que planea y dirige la conducta» 4. De ahí que todo hombre posea un conocimiento
espontáneo de lo que es el bien, ya que en torno a él gira todo el obrar.

Pero sucede con el bien lo que con las demás nociones primeras (ente, verdad, etc.): que todos tienen una
idea de su significado, pero es difícil definirlo con precisión, porque fallan unos conceptos más
fundamentales en los que basarse. La dificultad aumenta por el hecho de que estas nociones no tienen un
único significado, sino una gama de sentidos análogos. Decimos, por ejemplo, que esta casa y aquel
hombre son buenos, pero es claro que toda su bondad no puede ser del mismo tipo. Es buena la casa
construida con materiales nobles, bien decorada, dotada de los espacios y utensilios necesarios para hacer
agradable la vida de los que la habitan; en cambio, es bueno el hombre que cumple sus obligaciones
religiosas y familiares, que es además un trabajador competente, que es amable con los demás, etc. La
casa tiene una bondad meramente ontológica, la que tiene todo ente por sus perfecciones y propiedades;
el hombre posee también una bondad de este tipo, pero tiene además una bondad moral. La bondad moral
está relacionada con la ontológica, pero se distingue de ella.

Que el bien sea difícil de definir no significa sin más que sea indefinible. Moore, uno de los
principales precursores de la actual filosofía analítica, enseña con acierto que el bien es una noción muy
clara para la inteligencia, pero se equivoca al pensar que es indefinible. Según este autor, sólo cabe decir
que el bien es el bien, y nada más. Todo lo que se añada a esto es definir el bien por una cosa distinta, y
confundirlo con alguna propiedad de las cosas que consideramos buenas: el placer que las acompaña, el
hecho de que existan, etc. Moore califica de «falacia naturalista» lodo intento de definir el bien, y así
niega la posibilidad de que exista una Ética teórica 5.

En esta primera parte del libro veremos que la Ética, con la ayuda de algunas nociones
metafísicas, llega a definir el bien y el mal. Se trata de definiciones auténticamente válidas, que no son ni
tautologías ni falacias, y que sirven de base para un estudio científico de la bondad y malicia de los actos
humanos.

1. EL BIEN ONTOLÓGICO

1.1EL BIEN ES EL ENTE EN CUANTO APETECIBLE

La Metafísica estudia la naturaleza del bien a partir de la noción más primaria, que es la de ente.
La bondad de las cosas, (bien ontológico) es un aspecto de su ser. En cuanto indiviso, todo ente es uno,
tiene unidad; en cuanto cognoscible, es verdadero. De modo similar, podemos decir que el ente es bueno
en cuanto apetecible: es decir, todo ente es bueno desde el punto de vista que su perfección es
conveniente para un sujeto capaz de querer o desear: el bien es lo que todos desean6, porque todas las

4
STO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q.94, a.2, c.: ed. Leoniana, Typographia Polyglotta S.C. De Propaganda Fide,
Roma 1981. En adelante se cita S. Th.

5
Cfr. MOORE, G.E., Principia Ethica, Cambridge University Press 1903, pp. 10, 38, 110 ss. y 126 ss.
13
cosas desean su bien y su perfección. La bondad de las cosas, por tanto, no es más que su misma
perfección entitativa en cuanto apetecible o conveniente a una tendencia sensible o espiritual.

El bien es el ente en cuanto apetecible. Esta tesis define el bien más por su efecto característico
—la apetecibilidad— que por su fundamento esencial. Porque el ente no es bueno por ser amable o
amado de hecho, sino que es amable porque es bueno, de lo contrario, nuestro querer sería la causa de la
bondad ontológica de las cosas. Un automóvil, por ejemplo, no es bueno porque nos guste; más bien, nos
gusta por sus características técnicas o estéticas: la potencia de su motor, la eficacia de los frenos, su
estabilidad, su decoración interior, etc. Al igual que el automóvil, las demás cosas tienen una determinada
perfección, independientemente de nosotros. Esa misma perfección, en cuanto resulta conveniente, la
llamamos bien o bondad. La raíz de la bondad consiste entonces en la perfección propia de los entes , y
no en el puro hecho de ser apetecidos, o en el puro hecho de existir. Una cosa más perfecta es más buena,
y por eso es más apreciada.

1.2 EL SER, RAÍZ DE LA BONDAD

Es importante ahora —como lo hace la Metafísica— considerar el ser como perfección y como
acto. Leamos una explicación de Santo Tomás de Aquino: «Es evidente que las cosas son apetecibles en
la medida en que son perfectas, pues todas las cosas apetecen su perfección. Pero algo es perfecto en tanto
que está en acto. Por eso, una cosa es buena en cuanto que es ente, ya que el ser es la actualidad de todas
las cosas»7.

Ser perfecto indica lo totalmente hecho, lo acabado; lo inacabado es imperfecto. Y lo que da


perfección a las cosas es el ser, el acto, en el sentido de que el ser actualiza y contiene las cualidades
propias de la naturaleza de una cosa.

Cuando se habla de ser y de acto, no se alude al mero hecho de que algo existe, sino a la
perfección suprema que engloba y contiene todas las perfecciones y actos que se encuentran en el mundo,
a lo que confiere su plenitud entitativa a las demás cosas. Así, a un ciego lo consideraremos privado de
ser, y diremos que padece un mal; no porque no exista, o porque exista menos, sino en cuanto carece de
una de las perfecciones o actos (la visión) que le son debidos.

En consecuencia, el ser de las cosas, su perfección entitativa, es la raíz de su bondad. En la


medida que una cosa tiene más «cantidad» de ser, en esa misma medida es más buena y deseable. Con
otras palabras: como lodo sujeto desea su perfección, una cosa es más buena en cuanto es más perfecta,
en la medida en que es ente.

Desde este punto de vista debe entenderse la tesis tradicional de que «bien y ente se identifican» 8.
Una cosa es buena y apetecible en cuanto que es ente —en cuanto que tiene ser— porque en esa medida
será perfecta y podrá perfeccionar otras. El bien es un aspecto del ser, no es otra cosa que la
apetecibilidad propia del ser; por eso es también tradicional decir que «ens et bonum convertuntur»: son
realmente la misma realidad y tienen el mismo fundamento.

En base a estas reflexiones, puede verse que muchos críticos de la fundamentación metafísica del
bien no han llegado a entenderla bien. Moore la critica mostrando, mediante el análisis lingüístico, que
las palabras «bueno» y «ser» (esta última en el sentido de «existir») no son intercambiables en el lenguaje
ordinario: una cosa es ser bueno, y otra bien distinta, ser, a secas: no basta saber que una cosa es para

6
Cfr. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, lib. I, cap. 1, 1094a 2-3.

7
S. Th., q.5, a1, c.

8
Ibídem.
14
tener la certera de que es buena 9. Pero, si por «ser» se entiende acto y perfección, salta a la vista que todo
ente es bueno en tanto que es y malo en cuanto carece de las perfecciones debidas a su ser. Los
calificativos «bueno» y «malo», aplicados, por ejemplo, a un caballo, hacen relación a la presencia o
ausencia de las cualidades propias de ese animal: velocidad, fortaleza, silueta y configuración física, etc.
Lo mismo sucede con la bondad moral, sólo que en este caso no se hace referencia a la perfección física
del hombre, sino a la moral, cuya naturaleza explicaremos más adelante.

1.3DIFERENCIA ENTRE LAS NOCIONES DE ENTE Y DE BIEN

a. Aunque el bien se fundamenta en el ser, las nociones de bien y de ente no son sinónimas:
existe entre ellas una diferencia de razón

Son conceptos que expresan aspectos diversos de una misma realidad: decimos que una casa es
un ente porque es algo real, y la llamamos buena porque resulta conveniente para un sujeto. La idea de
bien subraya el carácter de ser perfecto y perfectivo del sujeto; la de ente, el hecho de tener ser ( «id quod
habet esse»), sin hacer mención explícita de la bondad del ser poseído.

b. La diversidad de estos dos conceptos no impide la identificación real del bien y del ente

Cuando decimos que el ente es bueno, no le añadimos nada realmente nuevo, sino sólo una relación de
razón. Afirmar que la perfección de una cosa resulta conveniente para un sujeto, no significa que el ente
bueno se ordene realmente al deseo humano, o que esté subordinado a él, sino precisamente lo contrario:
es la potencia apetitiva la que se ordena al ente bueno y necesita de él. Por eso, la relación del apetito al
bien es real, y la inversa es de razón.

Se puede concluir, en resumen, que ente y bien son nociones distintas: manifiestan aspectos
conceptualmente diversos. Pero esos aspectos son idénticos en su realidad: la perfección deseable es el
mismo ser, la perfección entitativa, y la nota de .apetecible sólo añade al ente deseado la relación de razón
al deseo. Esta relación es puesta por la mente para formar el concepto de bien, tomando como base la
recíproca relación real con que el ente apetece y se ordena a su perfección y a su bien.

2. EL BIEN COMO PERFECCIÓN CORRESPONDIENTE A LA NATURALEZA

Hemos visto ya que el bien es el mismo ente en cuanto apetecible, y que ser apetecible añade al
ente una relación de razón. ¿A quién se dirige esa relación de razón? ¿Para quién es apetecible el ente
bueno? Puede serlo para un hombre, para un animal..., en definitiva, para un sujeto dotado de una
determinada constitución física y psíquica, y con unas necesidades específicas: es decir, para un ente
dotado de una determinada naturaleza. Esto significa que el bien es la perfección correspondiente a una
naturaleza.

Por eso, hay que contar con la idea de naturaleza para saber concretamente qué es bueno y qué es
malo: cada naturaleza específica tiene su propia perfección, le pertenecen como propias diversas cosas.
Lo que es un buen alimento para un animal, no lo es quizá para el hombre; la cultura es un bien para los
seres humanos, pero no lo es para los irracionales. A naturalezas diversas corresponden también diversos
bienes. De ahí que sea necesario conocer la naturaleza humana para precisar lo que es bueno o malo para
el hombre. De esta cuestión nos ocuparemos en el tema siguiente.

3 BIEN Y FINALIDAD

a. El bien es aquello por cuya consecución el agente se mueve a obrar

9
Cfr. MOORE. G.E., Principia Ethica, p. 126.
15
Y más en general, la meta u objetivo hacia el que se orienta cualquier movimiento. La finalidad
está presente en la actividad de todos los entes, sean libres o no. Esta presencia del fin se advierte con
gran facilidad en la vida humana: subimos a un autobús para llegar a un lugar de la ciudad, deseamos ir a
ese sitio para comprar unos libros, que queremos para poder trabajar bien, etcétera.

b. La noción de bien está íntimamente unida a la de bien, porque el bien tiene de suyo razón de
fin.

Todo lo que es bueno puede constituirse como fin para el deseo de alguien, provocando un
movimiento del apetito que no cesa hasta haber alcanzado ese bien. El bien en cuanto tal, es fin; y el fin
mueve bajo la razón de bien. O más claramente: lo que es bueno nos atrae a conseguirlo, y sólo tendemos
a perseguir aquellas cosas que son o nos parecen buenas. Esta unión de los dos conceptos hace que la idea
de fin suela incluirse en la descripción del bien, que es «el ente perfecto y perfectivo del apetito a modo
de fin»10.

c. Bien y fin no son palabras sinónimas, pues expresan aspectos distintos.

Un libro, si está bien escrito y trata un lema interesante, resulta conveniente (es bueno) y, por
eso, lo consideramos atractivo, nos mueve a leerlo (es fin): el ente es bueno en cuanto su perfección
conviene al apetito, y es fin en cuanto que por su bondad mueve a la potencia apetitiva.

4. EL BIEN MORAL

4.1LA NATURALEZA HUMANA

El bien, en sentido ontológico, es una propiedad del ente en cuanto tal. El bien moral, en cambio,
es propio del hombre y de sus acciones libres: es el bien correspondiente a lo más específico de la
naturaleza humana. De ahí que sea conveniente estudiar la naturaleza del hombre para saber qué es el
bien humano, y por qué motivo este bien se presenta como moral.

4.2Concepto de naturaleza

La naturaleza es la misma esencia constitutiva de un ente en cuanto que es también el principio


de sus operaciones específicas. La naturaleza humana conforma al hombre como un ser corporal y
espiritual a la vez. En primer lugar, es una constitución entitativa —es decir, un modo de ser determinado
— que comporta una perfección y bondad muy superior a la que tienen los entes puramente materiales.

Pero la naturaleza es también una constitución operativa: un principio de operaciones que


especifica un modo de obrar propio y característico. Existen operaciones exclusivamente humanas
(hablar, razonar), y modos humanos de realizar operaciones comunes a otros entes (crecer, comer, etc.).

4.3 La naturaleza en la filosofía griega

a. La referencia al obrar hace de la naturaleza algo dinámico

La filosofía griega entendió la naturaleza (physis) como sinónimo de proceso; physis es un


vocablo emparentado con phyé, que significa crecimiento. La naturaleza de la planta, por ejemplo, es el
proceso que va desde la semilla hasta su madurez. Cada ente tiene su propia naturaleza y, por tanto, su
peculiar desarrollo específico.

b. La naturaleza se entiende también como término final de ese proceso

10
STO TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q.21, a.1, c. En «Questiones Disputatae»,I, 10ª ed., Marietti, Turín-Roma 1965.
16
Por eso es llamada fin (telos) o forma plenamente realizada (enteléjeia). Aristóteles considera que
la naturaleza no está inicialmente en el hombre de manera definitiva, sino como principio o posibilidad
que debe actualizarse mediante el obrar. La actividad humana es el tránsito del estado potencial a la plena
realización o perfeccionamiento de la naturaleza, y ésta es por eso el objetivo o fin de dicho proceso. De
ahí que todo el obrar del hombre tenga un sentido teleológico: se ordena a la consecución de un fin, que
es la actualización máxima de todas sus capacidades naturales.

c. Este perfeccionamiento último es el bien del hombre en sentido estricto.

Ciertamente, el hombre tiene algún grado de bondad por el mero hecho de ser. Pero el bien
significa perfección acabamiento, plenitud; por eso, la razón de bien compete más propiamente al
perfeccionamiento último que se adquiere por una actuación recta. En consecuencia, el bien del hombre
radica principalmente en la rectitud de su obrar, en que su conducta se encamine a la verdadera
perfección del sujeto. Hablamos así de hombres buenos y malos; aunque todo hombre sea bueno por el
hecho de ser, llamamos malo al que no dirige sus actos al bien debido, y se priva por ello de la perfección
que debería lograr con sus operaciones. En definitiva, lo calificamos como malo por lo que no es, por la
plenitud que deja de conseguir

4.4 Los fines naturales

Hemos dicho que el bien consiste para el hombre en la rectitud de su conducta. Pero, ¿cómo
sabemos si una acción concreta es recta, si se dirige al verdadero perfeccionamiento del hombre? Por su
conformidad con la naturaleza humana.

a. La naturaleza es también ley y norma de la actividad humana

De la naturaleza surgen inclinaciones a los diversos bienes reclamados por su completa


realización. En cuanto corporal, nuestra naturaleza tiende a una serie de bienes materiales y vitales; por
ser social, apetece la convivencia ordenada con los demás; por ser espiritual, lleva consigo una sed de
verdad y de bien. El conocimiento de las inclinaciones o tendencias naturales, y de la subordinación que
existe entre ellas, nos proporciona el orden jerárquico de fines naturales que debemos respetar y promover
con nuestros actos: la vida, la sociedad, la cultura, el conocimiento de la Suma Verdad (Dios), etc. Por
consiguiente, las acciones que lesionan los fines esenciales de la naturaleza humana, son intrínsecamente
malas; las que los favorecen, son buenas. Así, «el orden de los preceptos de la ley natural se deriva del
orden de las inclinaciones naturales»11

4.5 La naturaleza como orden divino

En la filosofía cristiana, el concepto de orden natural se ve notablemente enriquecido por ser


entendido como orden divino. Dios es el Autor de la naturaleza y de sus inclinaciones, por lo que las
exigencias éticas de la naturaleza tienen en El su último fundamento: son también exigencias divinas. La
voz de la naturaleza es también la voz de Dios, y la obediencia a las exigencias naturales es, en último
término, obediencia a Dios.

Además, el orden de la naturaleza humana es divino porque tiene a Dios por fin último. Como
tendremos ocasión de ver más adelante, el destino definitivo que corresponde al individuo de naturaleza
racional es la unión con Dios mediante el conocimiento y el amor. Dios es el término final del
perfeccionamiento natural del hombre (de un modo diverso, lo es también del perfeccionamiento
sobrenatural), y llegamos a El actuando de acuerdo a la naturaleza que nos ha dado. En resumen: el orden
natural es un camino hacia Dios.

11
S. Th., I-II, q.94, a.2,c.
17
5. EL BIEN MORAL

La naturaleza humana y los fines que ella nos señala, constituyen el fundamento ontológico de
nuestra conducta, los indicadores que marcan el camino hacia nuestro bien. Pero, ¿por qué este bien es
moral? Lo dicho hasta ahora no responde a esta pregunta: también los animales se comportan según su
naturaleza y fines naturales, y sin embargo son incapaces de realizar acciones morales. ¿Por qué surge la
moralidad precisamente en el hombre?

5.1El bien adquiere en el hombre carácter moral porque el hombre es libre , de manera que la
consecución de su bien depende y es causada por su libre autodeterminación

La conducta del animal es dirigida por instintos que le encauzan forzosamente hacia su bien, según una
ley biológica; el hombre, en cambio, se gobierna a sí mismo mediante la inteligencia y la voluntad, según
una ley moral.

La persona humana no es llevada necesariamente a sus fines, sino que las conoce como bienes
morales que debe conseguir, y según los cuales debe auto dirigir su vida aunque puede no hacerlo. El
orden natural se le presenta como algo que debe respetar: si lo hace así, el hombre es moralmente bueno,
tiene buena voluntad; de lo contrario, es malo, tiene mala voluntad. En suma, la bondad moral es la
bondad propia de las acciones libres, la rectitud de la voluntad libre del hombre que depende de su
obediencia o desobediencia al orden o ley natural.

5.2 Los fines morales y la recta razón

a. Los fines esenciales de la naturaleza humana son fines morales en cuanto que son la norma
y el criterio de la actuación libre del hombre

Decimos así que son fines morales del hombre el respeto a la vida, al honor y la fama de los
demás; el conocimiento y el amor de Dios, etc.

Este orden de fines puede ser captado de diversas maneras. Se tiene ya una idea de él a través del
sentido moral común (sindéresis): cualquiera sabe espontáneamente que el robo es malo, que tiene
obligación de cuidar a sus hijos, etc. La Ética apoya en ese conocimiento común su saber sobre el orden
moral; pero se fundamenta además en el conocimiento científico de la naturaleza humana y de sus
inclinaciones. Por eso dice Santo Tomás de Aquino que «la razón entiende como bienes todas aquellas
cosas hacia las que tiende la naturaleza»12.

Hay que entender bien el valor moral de las inclinaciones naturales. Lo dicho anteriormente no
significa que sea inicuo todo lo que espontáneamente se nos ocurre hacer: por diversos motivos, puede
surgir espontáneamente —«naturalmente»— el deseo de hacer algo que va contra la naturaleza. Cuando
hablamos de inclinaciones naturales, nos referimos a las exigencias esenciales de la naturaleza humana en
cuanto tal, y no en cuanto que en los individuos singulares puede estar accidentalmente modificada por
vicios, enfermedades del carácter, etc., produciendo entonces tendencias que son objetivamente no
naturales.

Además, a la hora de plantearse la satisfacción de una determinada inclinación natural, es preciso


tener en cuenta a todas las demás; y eso a veces implica renunciar a esa satisfacción, porque se trata de
conseguir la perfección integral de la persona (es decir, considerada en su conjunto, como una unidad, y
no como un mero racimo de impulsos naturales independientes entre sí). Es la recta razón quien juzga en
cada caso lo que es una justa y debida satisfacción de cada tendencia.

12
Ibidem.
18
Se llama naturalismo el error que considera todo lo espontáneo como natural, y por tanto como
bueno

Corresponde a la recta razón hacerse cargo de las legítimas exigencias de la naturaleza, y


proponerlas como fines morales.

b. La razón que conoce sin error los fines que el hombre debe buscar con sus actos, se
denomina recta razón

Ella es la guía natural de la buena voluntad, y por eso puede decirse que el bien moral es el bien
conveniente a la naturaleza humana según el juicio de la recta razón, y que la moralidad consiste en la
relación de las acciones libres al orden natural y teleológico (orden de la naturaleza al fin último)
conocido por la misma recta razón

c. La bondad moral se diferencia de la meramente ontológica

Es decir, de la simple relación de conveniencia física a la naturaleza. Un alimento, por ejemplo,


es un bien, y como tal es causa per se de un efecto bueno (la alimentación, el crecimiento). Pero si se
trata de un alimento ajeno, la recta razón hacer ver que es moralmente malo apoderarse de él, salvo en
caso de extrema necesidad; tomarlo, por tanto, no contribuiría a la perfección moral integral de la
persona, aunque tuviera algún efecto particular beneficioso (puramente físico).

Tomar un alimento ajeno no es un modo justo y recto de satisfacer la necesidad natural de


alimentarse, porque lesiona otras tendencias naturales iguales o más importantes: en este caso, la
tendencia básica a la propia perfección, ya que, siendo el hombre un ser social, su plenitud exige
necesariamente la sociedad y el orden justo que la hace posible. Es por ello que la recta razón juzgará
moralmente malo el hurto y cualquier otro acto que vaya contra el orden de la justicia.

5.3 El fundamento último del orden moral

a. Por ser el fundamento último del orden natural, Dios es también el fundamento supremo
del orden moral.

Sabiendo que Dios es el Autor de la naturaleza, se entiende fácilmente que las exigencias de la
ley natural son exigencias divinas, mandatos de Dios. La obligatoriedad moral absoluta, con que se nos
presenta la realización u omisión de un determinado acto, tiene su raíz próxima en la naturaleza, pero su
fundamento último reside en Dios. De ahí que toda trasgresión de la ley natural sea objetivamente una
ofensa a Dios, una lesión de la ordenación querida por El y una desobediencia a su voluntad. Por eso, no
es posible un pecado que vaya únicamente contra la naturaleza o la razón (pecado filosófico).

b. Dios fundamenta también el orden moral en cuanto que es su Fin

Las acciones buenas nos acercan a Dios, las malas, nos alejan de El. Todo el orden moral es un
camino hacia Dios, una vocación natural con la que Dios nos llama hacia Sí. Por ello, el amor a Dios es el
primer mandamiento de la moral, y la motivación más alta y eficaz para cumplir todos los demás.

La naturaleza y sus inclinaciones no son, en definitiva, más que el principio operativo que orienta
al hombre hacia su fin divino, la plasmación ontológica del destino final de la persona humana.

Cuando se comprende que Dios es el Autor y el Fin de la naturaleza, se entiende más fácilmente
el carácter pecaminoso que llenen las transgresiones de la ley natural. Muchos se preguntan: ¿qué le
importa a Dios si yo miento a un amigo?, ¿que mal le hago yo a Dios? La respuesta la encontramos
acudiendo a la función natural del lenguaje: comunicar a otro lo que realmente pensamos; se ve entonces
que la mentira se opone a la naturaleza, y por tanto a su Autor.
19
Dios nos ha dotado de la capacidad de hablar para ayudarnos mutuamente, para enseñar la verdad a los
demás; si en lugar de ello, utilizamos el lenguaje para causar daño a otra persona, mediante engaños,
calumnias, etc., nos comportamos de forma inhumana, y así contrariamos la voluntad de Dios, que nos ha
hecho hombres y nos ha dado el lenguaje para una finalidad concreta.

A lo largo de la historia se han dado errores sobre la relación de Dios con el orden moral humano.
Los nominalistas (Ockam y sus seguidores) piensan que el orden moral no tiene relación alguna con
nuestra naturaleza: sería una creación arbitraria de Dios. Si el robo es malo, es porque Dios lo prohíbe:
podría ser bueno si Dios lo hubiera mandado. Igual sucedería con el homicidio, la mentira, etc.; los más
extremistas llegan incluso a afirmar que el odio a Dios sería bueno si Dios lo hubiera dispuesto así.

En el extremo opuesto están los racionalistas (Bayle, Kant), para quienes la razón es origen
absoluto del orden moral, independientemente de Dios, que de ningún modo puede ser considerado como
Sumo Legislador.

Lo más acertado es sostener que Dios es el fundamento último del orden y del deber moral; la
naturaleza humana es el fundamento próximo. Y, como el orden natural y divino se nos manifiesta a
través de la recta razón, ésta es la regla formalmente moral que guía de modo inmediato a la voluntad.

6. EL ORDEN MORALSIN FUNDAMENTO METAFÍSICO

Hemos dicho que la bondad moral reside formalmente en las acciones de la voluntad libre. Pero,
¿cuándo la voluntad es buena, y cuándo es mala? La voluntad es buena cuando quiere libremente el bien
proporcionado a la naturaleza humana según el juicio de la recta razón, que suele llamarse bien
honesto; y es mala cuando quiere libremente el mal. Puede decirse también que es buena si obedece a la
ley moral, y mala si la desobedece, pues la ley moral ordena hacer el bien y evitar el mal.

Estos principios requieren admitir la existencia de bienes objetivos para el hombre (bienes
honestos), que son señalados universalmente por la ley moral. Y suponen también aceptar la
inmutabilidad esencial de la naturaleza humana, pues con referencia a ella es como se habla de bienes y
males para el hombre.

Si no se reconoce este orden de bienes y males, la buena voluntad queda sin criterio
objetivo, sin regla universal de conducta, convirtiéndose en una mera intención subjetiva o en un
relativismo historicista (la moralidad de los actos dependería de la intención que mueve a cada sujeto
singular, o de los cambios históricos de mentalidad en cuanto a considerar lo que es bueno o malo).

El orden moral se fundamenta metafísicamente en el orden de la naturaleza humana a sus fines.


Veamos más concretamente qué sucede cuando no se admite ese orden.

a. El nominalismo ético

El nominalismo considera que la naturaleza humana es un caos de instintos egoístas que buscan
sólo el placer (Ockam, Hobbes). Cuando se desean los objetos de esas tendencias naturales, se pretende
únicamente el placer, pero no el bien moral. El orden ético no puede por tanto basarse en la naturaleza del
hombre y sus inclinaciones. Para salvar entonces la ley moral y su universalidad, los nominalistas acuden
a la voluntad de Dios, conocida por la Revelación sobrenatural.

Esta sería la exclusiva orientación moral para el hombre; es bueno lo que Dios manda, y sólo
porque Dios lo manda; podría igualmente ordenar lo contrarió, y sería igualmente bueno. En realidad, no
puede hablarse propiamente de bienes, porque las cosas no poseen en sí mismas ninguna bondad.

20
Algunos escolásticos españoles (Suárez, Vázquez, etc.) reaccionaron vivamente contra el
nominalismo, y llevan su desacuerdo hasta el extremo de mantener que el orden natural sería válido aun
en la hipótesis absurda de que Dios no existiera: lo que es contrario a la razón es intrínsecamente un
pecado, aunque no se tenga en cuenta a Dios.

Sin pretenderlo, estos filósofos abren una puerta al iusnaturalismo racionalista (Grocio
Pufendorf) —en el que Dios aparece cada vez como menos necesario—, que por la excesiva valoración
de lo humano que se inicia en Renacimiento, para el que el Dios de los nominalistas se muestra como un
Legislador arbitrario, incompatible con la autonomía y dignidad propias del hombre.

Esta razón moverá a Kant a sostener que Dios no es el Supremo Legislador, pues su presencia en
el obrar moral haría imposible la libertad del hombre. Este motivo —pero tomado en sentido contrario—
había impulsado antes a Lutero a negar la libertad humana como inconciliable con la divina 13

b. El formalismo kantiano

El rechazo del orden natural se encuentra también en las raíces del formalismo y apriorismo
característico de la moral de Kant. Este filósofo hereda de Hobbes y de Hume la idea nominalista de
inclinaciones de naturaleza humana como conjunto caótico de inclinaciones sensibles; y de ahí extrae una
serie de conclusiones que condicionan toda su ética.

La primera de ellas es que, si las tendencias del hombre miran únicamente al placer, los objetos
concretos de esas tendencias no son bienes morales, ya que moverán a la voluntad sólo en cuanto le
prometen placer. Una Ética fundamentada en esos bienes concretos sería puramente hedonista e indigna
del hombre. Además, se caería en el relativismo y en el empirismo, pues la eficacia de un objeto para
procurar placer depende de circunstancias variables, que solamente pueden conocerse por experimentos
anteriores, y no por una ley universalmente válida 14.

Kant tacha erróneamente de hedonismo el hecho de fundamentar la bondad de la voluntad en los


bienes que ésta apetece. La única vía posible para lograr una Ética no hedonista es el formalismo:
fundamentar la bondad de la voluntad no en los objetos que quiere, sino en la forma como los
quiere.

Las formas posibles serían dos:

1. obrar movida por la razón u

2. obrar movida por la inclinación.

La forma moral es la primera. Por eso, sólo existe el precepto moral que manda obrar en virtud
de la sola razón pura: la voluntad moralmente buena es la que sigue a una razón que no atiende a las
inclinaciones de la naturaleza ni a sus objetos.

El criterio que Kant propone, para distinguir la motivación racional pura, es la posibilidad de
universalizar los motivos de la acción: actuar de manera que la norma particular de conducta pueda ser
una regla universal, válida para todos. Un ejemplo aclarará la cuestión: ¿puedo hacer una promesa con la

13
En este apartado hemos mencionado algunos hechos históricos que evidencian las consecuencias del nominalismo, pero sin
detenernos, por razones de brevedad, en la explicación de sus causas. Sobre estos puntos, cfr. WELZEL, H., Derecho natural y
justicia material, Aguilar, Madrid 1957, caps. 2 y 3; LAMBERTINO, A., Il rigorismo etico in Kant, 2ª ed., Maccari, Parma 1970, pp.
103 ss.; MATEO SECO, L. F., Martín Lutero: Sobre la libertad esclava, EMESA, Madrid 1978,

14
«Todos los principios prácticos que presupongan un objeto (material) de la facultad apetitiva, como base fundamental de la
voluntad, son empíricos e incapaces de proporcionar ninguna ley moral. Entiendo por materia de la facultad apetitiva un objeto
cuya realidad sea deseada» (KANT, I., Kritk der praktischen Vernunft, V, p. 21)
21
intención de no cumplirla? Kant respondería así: no, porque si todos obrasen igual, reinaría la
desconfianza mutua, y desaparecerían las instituciones sociales de la promesa, del préstamo, etc.; esa
conducta se contradice a sí misma y, por tanto, es ilógica, irracional15.

Kant no relaciona tampoco el concepto de fin con el de naturaleza. Piensa que el fin hace
referencia solamente a los resultados beneficiosos o perjudiciales de un acto, a la utilidad tomada en
sentido egoísta, y concluye así que concebir la bondad moral como relación de los actos a un fin sería
utilitarismo, y convertiría el bien moral en un valor técnico (bien útil).

Una segunda conclusión importante que Kant obtiene del nominalismo, es que, si el ser humano
es un caos de impulsos sin sentido moral alguno, la ley moral racional no puede resultar del conocimiento
de un orden natural, aunque sea por parte de la razón, sino que tiene su primer origen en la razón pura o
a priori. La ley ética es una idea totalmente apriorística de la razón práctica; no se deriva de la
experiencia, ni del conocimiento del ser o de la naturaleza humana. Aún más: manda actuar prescindiendo
por completo del orden entitativo o natural de las tendencias humanas. Obrar bien es obrar por deber, y
obrar por deber es todo lo contrario a buscar los bienes a que apuntan las inclinaciones naturales ;
esto último sería actuar por placer, hedonismo.

Con Kant se abre un abismo insondable entre el ser y el deber ser, entre la Metafísica y la
Moral, que la filosofía moderna no ha logrado superar completamente, un ejemplo de ello es la ética de
los valores de Max Scheler.

c. La ética de los valores

Según Max Scheler, el gran servicio que Kant ha prestado a la Filosofía Moral es refutar
definitivamente la ética de los bienes y de los fines. Scheler está plenamente de acuerdo con Kant acerca
de la necesidad de rechazar las nociones de bien y de fin. Sin embargo, piensa que ese rechazo no exige
necesariamente aceptar el formalismo: cabe un apriorismo material, es decir, un conjunto de valores
de contenido determinado, que son a priori, anteriores e independientes del ser, tanto en su valor
como en su conocimiento por el sujeto.

Los valores son conocidos y son válidos con independencia de que existan o no. Son cualidades
originarias intuidas directa e indirectamente por los sentimientos espirituales (amor, odio); no son el
resultado de una abstracción que tenga como punto de partida los bienes existentes en el mundo. Son, por
el contrario, objetos ideales que se intuyen cuando se prescinde por completo del concepto de ser (que
Max Scheler toma como sinónimo de existencia).

La total separación del valor respecto al ser permite hacer una ética de contenidos concretos, sin
caer en una moral basada en los bienes; Max Scheler quiere así sustraer los valores de la crítica que Kant
había dirigido a la noción de bien y de fin.

La separación del valor respecto al ser permitiría superar además el relativismo, puesto que los
valores no se ven afectados por los cambios y la evolución a que estarían sometidos los bienes realmente
existentes. «Es claro que las cualidades valiosas —dice Scheler— no varían con las cosas. Así como el
color azul no se torna rojo cuando se pinta de rojo una bola azul, tampoco los valores y su orden resultan

15
Nótese que la explicación de Kant presupone que la sociedad y las promesas son bienes que deben conservarse. De lo
contrario, no hay contradicción: en la situación actual yo me sirvo de las promesas; cuando la desconfianza mutua haya destruido
la sociedad, cuidaré de mis intereses legítimos por otros medios. El sistema de KANT nos pone ante una alternativa insoluble: o se
admiten bienes objetivos de contenido concreto, o no se puede explicar que haya relaciones intrínsecamente malas. Por otra parte,
el conflicto psicológico o lógico en el agente no equivale sin más a bondad o malicia: por ejemplo, el mártir podría pensar que si
todos hicieran como él, se extinguiría la especie humana, o, al menos, los hombres valiosos que están dispuestos a dar la vida por
sus convicciones éticas y religiosas.
22
afectados porque sus depositarios cambien de valor (...). El valor de la amistad no resulta afectado porque
mi amigo demuestre falsía y me traicione»16.

Scheler fundamenta los valores en la intencionalidad de los sentimientos espirituales


(fundamentación epistemológica), pero no les asigna un fundamento metafísico, con lo que la bondad de
la voluntad no queda definitivamente explicada. Además, Scheler y sus seguidores sólo logran
justificar unos cuantos principios generales muy difíciles de aplicar a la práctica, por lo que la Ética queda
reducida a un conjunto de cuestiones genéricas de fundamentación, incapaz de descender a la explicación
de los principios éticos tradicionales.

En base al conocimiento de la estructura inmutable de la naturaleza humana, se pueden


determinar de modo concreto todos los bienes morales de validez universal, sin incurrir por ello en una
moral hedonista, empirista y relativista. El falso dilema: o apriorismo o hedonismo, está fatalmente
condicionado por la noción nominalista de naturaleza e inclinación natural, que no es aceptable. Los
nominalistas y Kant dicen: como la naturaleza es una tendencia desordenada al placer, sólo sirve de base
al hedonismo, a la moral centrada e el placer.

Nosotros hemos explicado, partiendo de conocimientos evidentes a la razón, que el bien,


partiendo de conocimientos evidentes a la razón, que el bien moral es la perfección correspondiente a la
naturaleza humana según el juicio de la recta razón; y por ello, el orden natural sirve de fundamento
ontológico y epistemológico para la ciencia que estudia la moralidad del obrar del hombre.

16
SCHELER, M., Etica, vol. 1, pp. 46-47.
23
24
I. Lectura obligatoria: ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Libro I y II.

ÉTICA A NICÓMACO - ARISTÓTELES

Libro primero, capítulo primero

EL BIEN ES EL FIN DE TODAS LAS ACCIONES DEL HOMBRE

Todas las artes, todas las indagaciones metódicas del espíritu, lo mismo que todos nuestros actos y todas
nuestras determinaciones morales, tienen al parecer siempre por mira algún bien que deseamos conseguir;
y por esta razón ha sido exactamente definido el bien, cuando se ha dicho, que es el objeto de todas
nuestras aspiraciones.

Pero téngase entendido, que esto no impide que haya grandes diferencias entre los fines que uno se
propone. A veces estos fines son simplemente los actos mismos que se producen; otras, además de los
actos, son los resultados que nacen de ellos. En todas las cosas que tienen ciertos fines que trascienden de
los actos, los resultados definitivos son naturalmente más importantes que aquellos que los producen. Por
otra parte, como existe una multitud de actos, de artes y de ciencias diversas, hay otros tantos fines
diferentes: por ejemplo, la salud es [4] el fin de la medicina; la nave es el de la arquitectura naval; la
victoria, el de la ciencia militar; la riqueza, el de la ciencia económica. Todos los hechos de cada orden
están en general sometidos a una ciencia especial que los domina; y así a la ciencia de la equitación están
subordinados el arte de la guarnicionaría y todas las concernientes al caballo; así como estas artes a su vez
y todos los demás hechos militares están sometidos a la ciencia general de la guerra. Otros actos están
igualmente sometidos a otras ciencias; y respecto de todas sin excepción, los resultados a que aspira la
ciencia fundamental son superiores a los de las artes subordinadas; porque únicamente a causa de los
primeros se buscan los segundos.

Poco importa, por lo demás, que los actos mismos sean el objeto último que uno se proponga al obrar, o
que se aspire a otro resultado más allá de estos actos, como en las ciencias que acabamos de citar. Si en
todos nuestros actos hay un fin definitivo que quisiéramos conseguir por sí mismo, y en su vista aspirar a
todo lo demás; y si, por otra parte, en nuestras determinaciones no podemos remontarnos sin cesar a un
nuevo motivo, lo cual equivaldría a perderse en el infinito y hacer todos nuestros deseos perfectamente
estériles y vanos, es claro, quo el fin común de todas nuestras aspiraciones será el bien, el bien supremo.
¿No debemos creer que, con relación a la que ha de ser regla de la vida humana, el conocimiento de este
fin último tiene que ser de la mayor importancia, y que, a la manera de los arqueros que apuntan a un
blanco bien señalado, estaremos entonces en mejor situación para cumplir nuestro deber?

Si esto es cierto, debemos intentar definir el bien, aunque no sea más que haciendo de él un sencillo
bosquejo, y hacer notar de qué ciencia y de qué arte forma parte.

Un primer punto, que puede tenerse por evidente, es que el bien se deriva de la ciencia soberana, de la
ciencia más fundamental de todas; y esta es precisamente la ciencia política {2}. Ella es, en efecto, la que
determina cuáles sondas ciencias indispensables para la existencia de los Estados, cuáles son las que los
ciudadanos deben aprender, y hasta qué grado deban [5] poseerlas. Además, es preciso observar, que las
ciencias más estimadas están subordinadas a la Política; me refiero a la ciencia militar, a la ciencia
administrativa, a la Retórica. Como ella se sirve de todas las ciencias prácticas y prescribe también en
nombre de la ley lo que se debe hacer y lo que se debe evitar, podría decirse, que su fin abraza los fines
25
diversos de todas las demás ciencias; y por consiguiente el de la política será el verdadero bien, el bien
supremo del hombre. Es cierto, por otra parte, que el bien es idéntico para el individuo y para el Estado.
Sin embargo, procurar y garantir el bien del Estado, parece cosa más acabada y más grande; y si el bien es
digno de ser amado, aunque se trate de un sólo ser, es, no obstante, más bello, más divino, cuando se
aplica a toda una Nación, cuando se aplica a Estados enteros.

Por lo tanto, en el presente tratado estudiaremos todas estas cuestiones, que forman casi un tratado
político.

Habremos dicho en esta materia todo cuanto es posible si logramos tratarla con toda la claridad que ella
permite. Pero en todas las obras del espíritu no debe exigirse una precisión igual a la que se exige en las
obras de mano; porque el bien y lo justo, objetos que estudia la ciencia política, dan lugar a opiniones de
tal manera divergentes{3} y de tal manera laxas, que se ha llegado hasta sostener, que lo justo y el bien
existen únicamente en virtud de la ley, y que no tienen ningún fundamento en la naturaleza. Por otra
parte, si los bienes mismos suscitan tan gran diversidad de opiniones y tantos errores, es porque sucede
con mucha frecuencia que los hombres sólo sacan mal de tales bienes, y se ha visto a menudo perecer
algunos a causa de sus riquezas, como perecían otros por su valor. Así, pues, cuando se trata de un asunto
de este género y se parte de tales principios, es preciso saber contentarse con un bosquejo un poco grosero
de la verdad; y además, como se razona sobre hechos generales y ordinarios, sólo deben sacarse
consecuencias del mismo orden y también generales. De aquí que deba acogerse con indulgente reserva
todo lo que habremos de decir. Un espíritu ilustrado no debe exigir en cada género de objetos más
precisión que la que permita la naturaleza misma de la cosa de que se trate; [6] y tan irracional sería exigir
de un matemático una mera probabilidad, como exigir de un orador demostraciones en forma {4}.

Siempre hay razón para juzgar de aquello que se conoce, y respecto de ello es uno un buen juez. Mas para
juzgar de un objeto especial, es preciso conocer especialmente este objeto, y para juzgar bien de una
manera general, es preciso conocer el conjunto de las cosas. He aquí por qué la juventud es poco a
propósito para hacer un estudio serio de la política, puesto que no tiene experiencia de las cosas de la
vida, y precisamente de estas cosas es de las que se ocupa la política y de las que deduce sus teorías. Debe
añadirse, que la juventud que sólo escucha la voz de sus pasiones, en vano oiría tales lecciones, y ningún
provecho sacaría de ellas, puesto que el fin que se propone la ciencia política no es el simple
conocimiento de las cosas, sino que es ante todo un fin práctico. Cuando digo juventud, quiero decir, lo
mismo la juventud del espíritu que la juventud de la edad, sin que bajo esta relación haya diferencia,
porque el defecto que yo señalo no tiene que ver con el tiempo que se ha vivido, sino que se refiere
únicamente al que se vive bajo el imperio de la pasión, sin dejarse, nunca guiar sino por ella en la
prosecución de sus deseos. Para los espíritus de este género, el conocimiento de las cosas es
completamente infecundo, tanto como lo es en los que a consecuencia de un exceso pierden la posesión
de sí mismos. Por lo contrario, los que arreglan sus deseos y sus actos solamente según la razón, pueden
aprovechar mucho en el estudio de la política.

Pero limitémonos a estas ideas preliminares por lo que hace al carácter de los que quieren cultivar esta
ciencia, a la manera de recibir sus lecciones y al fin que aquí nos proponemos.

———

{1} De las tres obras que componen lo que se llama Moral de Aristóteles, ésta es la más importante, y
supera en mucho a las otras dos.

26
{2} La Política rige los Estados, pero no es la que forma la Moral ni la que está encargada de estudiar esta
gran cuestión del bien. Por el contrario, la Política no es nada, si no recibe sus principios fundamentales
de la Moral, y si no procura seguirlos.
{3} La Moral bien comprendida da lugar a menos divergencias que la Política, y tiene para toda
conciencia ilustrada y honesta principios inquebrantables.
{4} Si la Retórica no tiene demostraciones en forma, la Moral puede tenerlas, como pudo verlo
Aristóteles en Sócrates y Platón.

Libro primero, capítulo II

EL FIN SUPREMO DEL HOMBRE ES LA FELICIDAD

Volvamos ahora a nuestra primera afirmación; y puesto que todo conocimiento y toda resolución de
nuestro espíritu tienen [7] necesariamente en cuenta un bien de cierta especie, expliquemos cuál es el bien
que en nuestra opinión es objeto de la política, y por consiguiente el bien supremo que podemos proseguir
en todos los actos de nuestra vida {5}. La palabra que le designa es aceptada por todo el mundo; el vulgo,
como las personas ilustradas, llaman a este bien supremo felicidad, y, según esta opinión común, vivir
bien, obrar bien es sinónimo de ser dichoso. Pero en lo que se dividen las opiniones es sobre la naturaleza
y la esencia de la felicidad, y en este punto el vulgo está muy lejos de estar de acuerdo con los sabios.
Unos la colocan en las cosas visibles y que resaltan a los ojos, como el placer, la riqueza, los honores;
mientras que otros la colocan en otra parte. Añadid a esto, que la opinión de un mismo individuo varia
muchas veces sobre este punto; enfermo, cree que la felicidad es la salud; pobre, que es la riqueza; o bien
cuando uno tiene conciencia de su ignorancia, se limita a admirar a los que hablan de la felicidad en
términos pomposos, y trazan de ella una imagen superior a la que aquel se había formado. A veces se ha
creído, que por encima de todos estos bienes particulares existe otro bien en sí, que es la causa única de
que todas estas cosas secundarias sean igualmente bienes.

Indagar todas las opiniones sobre esta materia, sería un trabajo bastante inútil; y así nos limitaremos a las
más conocidas y divulgadas, es decir, a las que al parecer tienen alguna verdad y alguna razón.

Por lo demás, no perdamos de vista, que hay mucha diferencia entre las teorías que parten de los
principios, y las que se elevan a los mismos. Platón tuvo mucha razón para preguntar y para indagar, si el
verdadero método consiste en partir desde los principios o en subir hasta ellos, a la manera que en el
estadio se puede ir de los jueces a la meta, o, a la inversa, de la meta a los jueces. Pero siempre es preciso
comenzar por cosas muy notorias y muy claras. Las cosas pueden ser notorias de dos maneras: o con
relación a nosotros o de una manera absoluta. Quizá deberemos comenzar por las que son notorias a
nosotros, y he aquí por qué las costumbres y los sentimientos honrosos son una preparación necesaria
para todo el que quiera [8] hacer un estudio fecundo de los principios de la virtud, de la justicia, en una
palabra, de los principios de la política.

El verdadero principio de todas las cosas es el hecho, y si el hecho mismo fuese siempre conocido con
suficiente claridad, no habría nunca necesidad de remontarse a su causa. Una vez que se tiene un
conocimiento completo del hecho, ya se está en posesión de los principios del mismo, o por lo menos se
pueden fácilmente adquirir. Pero cuando uno no está en posición de conocer, ni el hecho, ni la causa, debe
aplicarse esta máxima de Hesiodo:{6}

27
«Lo primero es poderse dirigir a sí mismo,
Sabiendo lo que se hace en vista del fin.
también es bueno seguir el sabio consejo de otro;
Pero no poder pensar y no escuchar a nadie
Es una acción propia de un tonto de todos abandonado.»

Pero volvamos al punto de que nos hemos separado.

No es, en nuestra opinión, un error completo formarse una idea del bien y de la felicidad en vista de lo
que pasa a cada uno en su vida propia. Y así las naturalezas vulgares y groseras creen que la felicidad es
el placer, y he aquí por qué sólo aman la vida de los goces materiales. Efectivamente no hay más que tres
géneros de vida que se puedan particularmente distinguir: la vida de que acabamos de hablar; después la
vida política o pública; y por último, la vida contemplativa e intelectual. La mayor parte de los hombres,
si hemos de juzgarlos tales como se muestran, son verdaderos esclavos, que escogen por gusto una vida
propia de brutos, y lo que les da alguna razón y parece justificarles es, que los más de los que están en el
poder sólo se aprovechan de este para entregarse a excesos dignos de un Sardanápalo {7}. Por lo contrario,
los espíritus distinguidos y verdaderamente activos ponen la felicidad en la gloria, porque es el fin más
habitual de la vida política. Pero la felicidad comprendida de esta manera es una cosa más superficial y
menos sólida que la que pretendemos buscar aquí. La gloria y los honores pertenecen más bien a los que
los dispensan que al que [9] los recibe, mientras que el bien, tal como nosotros le proclamamos, es una
cosa por completo personal, y que muy difícilmente se puede arrancar al hombre que le posee. Y además,
muchas veces no busca uno la gloria sino para confirmarse en la idea que tiene de su propia virtud; y
procura granjearse la estimación de los sabios y del mundo, de que es uno conocido, porque se considera
a aquella como un justo homenaje al mérito que se atribuye. De aquí concluyo que la virtud, a los ojos
mismos de los que se guían por estos motivos, tiene la preeminencia sobre la gloria que ellos buscan.
Fácilmente podría por tanto creerse, como consecuencia de lo que va dicho, que la virtud es el verdadero
fin del hombre más bien que la vida política. Pero la virtud misma es evidentemente incompleta cuando
es sola, porque no sería imposible que la vida de un hombre, lleno de virtudes, fuese un largo sueño y una
perpetua inacción. Hasta podría suceder que un hombre semejante sintiese los más vivos dolores y los
mayores infortunios, y a no ser en interés de una opinión personal nadie puede sostener, que el hombre
entregado a tales infortunios sea feliz.

Pero basta de esta materia, de que hemos hablado ya ampliamente en nuestras obras Encíclicas {8}.

El tercer género de vida, después de los dos de que acabamos de hablar, es la vida contemplativa e
intelectual, que estudiaremos luego. En cuanto a la vida que sólo tiene por fin el enriquecerse, es una
especie de violencia y de lucha continuas; pero evidentemente no es la riqueza el bien que nosotros
buscamos; la riqueza no es más que una cosa útil a que aspiramos con la mira de otras cosas que no son
ella. Y así los diversos géneros de vida, de que anteriormente hemos hablado, deberían considerarse con
más razón que la riqueza como los verdaderos fines de la vida humana, porque sólo se les quiere por sí
mismos absolutamente; y, sin embargo, estos fines no son los verdaderos, a pesar de todas las discusiones
a que han dado lugar. Pero dejemos todo esto a un lado.

———

{5} Esto se funda en las preocupaciones de la antigüedad, que sólo consideraba al ciudadano como miembro del
Estado. Véase la Política de Aristóteles y la República de Platón.

28
{6} Las Obras y los Días, verso 293, edición de Heinsius. El segundo verso, que se cita aquí por Aristóteles, no es
de Hesiodo a lo que parece, y Heinsius, aun admitiéndole, le indica como apócrifo. La interpolación era muy antigua
y remonta por lo menos al tiempo de Aristóteles.
{7} Ciceron tenía a la vista este pasaje. Tusculanos, v. 35, p. 191.
{8} Estas obras Encíclicas no se han conservado.

Libro primero, capítulo III

DE LA IDEA GENERAL DE LA FELICIDAD

Quizá sea más conveniente estudiar el bien en su acepción universal, y darnos de esta manera cuenta del
sentido exacto de esta palabra. No quiero, sin embargo, disimular, que una indagación de este género
puede ser para nosotros bastante delicada, habiendo sido el sistema de las Ideas presentado por personas
que nos son queridas. Pero debe parecer bien y mirarse como un verdadero deber de nuestra parte, el que,
en obsequio de la verdad, hagamos la crítica de nuestras propias opiniones, sobre todo cuando nos
preciamos de ser filósofos; y así entre la amistad y la verdad, que ambas nos son caras, es una obligación
sagrada dar la preferencia a la verdad{9}.

Los que han sostenido esta opinión, no han hecho ni admitido Ideas para las cosas, en que distinguían un
orden de prioridad y de posterioridad; y esto mismo les impedía, dicho sea de paso, suponer Ideas para los
números. El bien aparece igualmente en la categoría de la sustancia, en la de la cualidad y en la de la
relación. Pero lo que es en sí, es decir, la sustancia, es por su naturaleza misma anterior a la relación,
puesto que la relación es como una superfetación y un accidente del ser; y al parecer no se puede afirmar
para todos estos bienes una Idea común. Añadamos, que el bien puede presentarse bajo tantas acepciones
diversas como el ser mismo; y así el bien en la categoría de la sustancia es Dios y la inteligencia; en la
categoría de la cualidad, es la virtud; en la de la cuantidad, es la medida; en la de la relación, es lo útil; en
la del tiempo, es la ocasión; y en la de lugar, es la posición regular, y lo mismo sucede con todas las
demás categorías. Por lo tanto el bien evidentemente no es una especie de universal común a todas; no es
uno, porque si lo fuese, no se le encontraría en todas las categorías, y estaría exclusivamente en una. Pero
más aún; como no hay más que una sola ciencia de las [11] cosas que están comprendidas en una sola
Idea, sería preciso, que no hubiese igualmente más que una sola ciencia de todos los bienes, cualesquiera
que ellos fuesen. Pero lejos de esto, hay muchas ciencias hasta para los bienes de una misma categoría. Y
así la ciencia de la oportunidad es en la guerra la ciencia estratégica; es en la enfermedad la ciencia
médica. La ciencia de la medida es también la ciencia médica en lo que concierne a los alimentos; así
como es la ciencia gimnástica en lo que concierne a los ejercicios.

Podría preguntarse igualmente lo que es la cosa en sí {10}, y lo que se quiere decir cuando se aplica esta
expresión: en sí, a cada cosa. Para el hombre en sí y para el hombre, la definición es una sola y misma
definición, que es la del hombre simplemente, en tanto que es hombre; no hay ni de una ni de otra parte
diferencia alguna; y si en este caso es así, no puede tampoco haber diferencia entre el bien en sí y el bien,
en tanto que son bienes uno y otro.

Tampoco podría decirse, que el bien en sí es más un bien que cualquier otro bien, porque sea eterno,
puesto que, en otro género, una blancura que dure largos años no es por esto más blanca que la que dura
un sólo día. El sistema de los Pitagóricos sobre la naturaleza del bien me parece aún más aceptable,
cuando colocan la unidad en la serie coordenada en que ponen igualmente los bienes; opinión en que
Espeusipo parece haberles seguido.

29
Pero dejemos la discusión de estos últimos puntos, que tendrá lugar en otra parte.

A la refutación que acabamos de presentar, parece que podría oponerse una objeción, y decir, que las
Ideas atacadas por nosotros no se aplican a los bienes de toda especie, y que sólo conciernen a una
especie de bienes; a saber, a aquellos que se buscan y se aman por sí mismos únicamente, mientras que
las cosas que producen estos bienes, o que contribuyen a conservarlos de cualquiera manera que sea, o
que previenen lo que les es contrario y los destruye, no son llamados bienes sino a causa de aquellos y
bajo otro punto de vista. Y así, esta expresión de bienes puede evidentemente tomarse en un doble [12]
sentido; de una parte, los bienes que son bienes por sí mismos; después los otros bienes que no lo son sino
a la sombra de los primeros; y entonces podemos separar y distinguir los bienes en sí de los bienes que
sirven mutuamente para procurarse los primeros; e indagar si los bienes en sí, comprendidos de esta
manera, están realmente expresados y comprendidos bajo una sola Idea.

Ante todo, ¿cuáles son precisamente los bienes que deben ser reconocidos como bienes en sí? ¿Son los
bienes que se buscarían aun cuando estuviesen aislados, por ejemplo, pensar, ver, o también tal o cual
placer, tal o cual honor en particular? Todas estas cosas pueden buscarse también en vista de otra, pero
sin embargo, pueden muy justamente pasar por bienes en sí. ¿O bien no debe reconocerse absolutamente
por un bien más que la Idea, y la Idea sola? La Idea entonces vendrá a ser completamente vana e inútil.
Pero si las cosas que acabamos de enumerar son bienes en sí, será preciso que la definición del bien sea
manifiestamente la misma en todos estos casos diversos, como la definición de la blancura es
evidentemente idéntica para la nieve y para la cera. Ahora bien, las definiciones de los honores, del
pensamiento, del placer, son muy distintas y muy diferentes, en tanto que todas estas cosas son bienes.
Concluyamos, pues, que el bien no es una cosa común que se pueda comprender bajo una sola y única
Idea.

¿Pero cómo es que a todas estas cosas llamamos bienes? No son ciertamente homónimos y equívocos que
crea el azar. ¿Están comprendidas bajo un nombre semejante, porque proceden todas de un mismo origen,
o porque tienden todas a un mismo fin? ¿O es más bien por una simple analogía? Así, por ejemplo, la
vista del cuerpo tiene analogía con el entendimiento del alma, y una cosa tiene analogía con tal otra. Pero
es conveniente dejar a un lado por el momento todas estas cuestiones para tratarlas con la debida
precisión en otra parte de la filosofía {11}, que es en donde corresponde; y lo mismo poco más o menos
podría decirse de la Idea{12}; porque si el bien que se atribuye a tantas cosas y que se hace común a todas
es uno, como se pretende, o si es una cosa separada que existe en sí, es perfectamente claro, que no [13]
podría entonces ser poseído ni practicado por el hombre. Y lo que precisamente buscamos es un bien de
esta última especie accesible al hombre.

Pero puede suceder que acaso sea una gran ventaja conocer el bien en su relación con los bienes que el
hombre puede adquirir y practicar {13}; porque conocido el bien de esta manera y sirviéndonos en cierto
modo de modelo, podríamos descubrir mejor los bienes especiales que nos convienen; y una vez
ilustrados sobre este punto, llegaríamos más fácilmente a conseguirlos.

Sin dejar de confesar que esta opinión tiene algo de plausible, debo decir, sin embargo, que está en
desacuerdo con los ejemplos que nos presentan todas las ciencias. Aunque todas tengan por fin un bien, y
aunque tiendan a satisfacer nuestras necesidades, no por eso desprecian menos el estudio del bien en sí
mismo. Y no puede suponerse, que todos los prácticos y todos los artistas desconociesen un auxilio tan
poderoso, y no le buscasen. Ni será fácil ver de qué serviría al tejedor y al albañil para su arte especial
conocer el bien en sí, ni cómo podría ser uno mejor médico o mejor general del ejército por haber
contemplado la Idea misma del bien. No es bajo este punto de vista como el médico considera
30
ordinariamente la salud, porque la que él considera es la del hombre, o por mejor decir, considera
especialmente la salud de tal individuo, puesto que sólo ejerce la medicina con relación a casos
particulares. Pero, repito, no hablemos más de esta materia.

———

{9} Amicus Plato, sed magis amica veritas. Aristóteles ha podido tomarlo de su maestro mismo, porque Platón,
excusándose de criticar a Homero, dice: se deben más miramientos a la verdad que a un hombre. República, lib. X.
{10} Estas objeciones no se dirigen a la idea de bien en particular, y sí de una manera general a toda la teoría de las
ideas de Platón.
{11} Es decir, en la Metafísica.
{12} A la Metafísica también o a la pura especulación. La teoría que aquí se intenta desenvolver es esencialmente
práctica.
{13} Platón no se ha propuesto otra cosa en la teoría de las ideas, y jamás estudió la idea general del bien, sino para
conocer mejor y aplicar el bien en la práctica de la vida. El Fedon, la República y las Leyes lo prueban
sobradamente, y Aristóteles no ha tenido esto en cuenta

Libro primero, capítulo IV

E L B I E N E N C A D A G É N E R O D E C O S A S E S E L F I N E N V I S T A D E L C U A L S E H A C E T OD O L O
DEMÁS

Volvamos otra vez a tratar del bien que buscamos, y veamos lo que puede ser.

Por lo pronto, el bien aparece muy diferente según los [14] diferentes géneros de actividad y según las
diferentes artes. Y así es uno en la medicina, otro en la estrategia; y lo mismo sucede en todas las artes sin
distinción. ¿Y qué es el bien en cada una de ellas? ¿No es la cosa, en cuya vista se hace todo lo demás?
En la medicina por ejemplo, es la salud; en la estrategia es la victoria; como es la casa en el arte de la
arquitectura, y como es cualquier otro objeto en cualquier otro arte. Pero en toda acción, en toda
determinación moral, el bien es el fin mismo que se busca, y siempre, en vista de este fin, se hace
constantemente todo lo demás. Es, por lo tanto, una consecuencia evidente, que si para todo lo que el
hombre puede hacer en general, existe un fin común al cual tienden todos sus actos, este fin único es el
bien, tal como el hombre puede practicarlo; y si hay muchos fines de este género, ellos son entonces los
que, constituyen el bien.

Después de este largo rodeo, la discusión ha venido a parar a nuestro punto de partida; pero nos es
forzoso ilustrar más aún esta materia.

Como, a lo que parece, hay muchos fines, y podemos buscar algunos en vista de otros: por ejemplo, la
riqueza, la música, el arte de la flauta y, en general, todos estos fines que pueden llamarse instrumentos,
es evidente que todos estos fines indistintamente no son perfectos y definitivos por sí mismos. Pero el
bien supremo debe ser una cosa perfecta y definitiva. Por consiguiente, si existe {14} una sola y única cosa
que sea definitiva y perfecta, precisamente es el bien que buscamos; y si hay muchas cosas de este
género, la más definitiva entre ellas será el bien. Mas en nuestro concepto, el bien, que debe buscarse sólo
por sí mismo, es más definitivo que el que se busca en vista de otro bien; y el bien que no debe buscarse
nunca en vista de otro bien, es más definitivo que estos bienes que se buscan a la vez por sí mismos y a
causa de este bien superior; en una palabra, lo perfecto, lo definitivo, lo completo, es lo que es

31
eternamente apetecible en sí, y que no lo es jamás en vista de un objeto distinto que él. He aquí
precisamente el carácter que parece tener la felicidad {15}; la buscamos siempre [15] por ella y sólo por
ella, y nunca con la mira de otra cosa. Por lo contrario, cuando buscamos los honores, el placer, la ciencia,
la virtud, bajo cualquier forma que sea, deseamos sin duda todas estas ventajas por sí mismas; puesto que,
independientemente de toda otra consecuencia, desearíamos realmente cada una de ellas; sin embargo,
nosotros las deseamos también con la mira de la felicidad, porque creemos que todas estas diversas
ventajas nos la pueden asegurar; mientras que nadie puede desear la felicidad, ni con la mira de estas
ventajas, ni de una manera general en vista de algo, sea lo que sea, distinto de la felicidad misma.

Por lo demás, esta conclusión a que acabamos de llegar, parece proceder igualmente de la idea de
independencia que atribuimos al bien perfecto, al bien supremo. Evidentemente le creemos independiente
de todo. Y cuando hablamos de independencia, no nos limitamos en manera alguna al hombre que pasa
una vida solitaria, porque no pertenece menos al que vive para sus padres, para sus hijos, para su mujer, y
en general para sus amigos y sus conciudadanos, puesto que el hombre es naturalmente sociable y
político{16}. Sin duda en esto debe procederse con cierta mesura, porque si estas relaciones se extendiesen
a los padres primero, después a los descendientes de todos grados, y por último a los amigos de los
amigos, sería llevar las cosas al infinito. Pero ya examinaremos otra vez estas cuestiones. Por el
momento, entendemos por independencia aquello que, considerado aisladamente, basta para hacer la vida
aceptable, sin que tenga necesidad de ninguna otra cosa; y esto es precisamente lo que en nuestra opinión
constituye la felicidad. Digamos además, que la felicidad, para ser la cosa más digna de nuestro deseo, no
tiene necesidad de sumarse con ninguna otra. Si se añadiese una cosa cualquiera, es claro que bastaría la
adición más pequeña de bienes para hacerla más deseable aún, porque en tal caso lo que se añade forma
una suma de bienes superior e incomparable, puesto que un bien más grande es siempre más deseable que
un bien menor. Por consiguiente, la felicidad es ciertamente una cosa definitiva, perfecta, y que se basta a
sí misma, puesto que es el fin de todos los actos posibles del hombre. [16]

Pero quizá aun conviniendo con nosotros en que la felicidad es sin contradicción el mayor de los bienes,
el bien supremo, habrá quien desee conocer mejor su naturaleza.

El medio más seguro de alcanzar esta completa noción, es saber cuál es la obra propia del hombre. Así
como para el músico, para el estatuario, para todo artista, y en general para todos los que producen alguna
obra y funcionan de una manera cualquiera, el bien y la perfección están, al parecer, en la obra especial
que realizan; en igual forma, el hombre debe encontrar el bien en su obra propia, si es que hay una obra
especial, que el hombre deba realizar. Y si el albañil, el zapatero, &c. tienen una obra especial y actos
propios que ejecutar, ¿será posible que el hombre sólo no los tenga? ¿Estará condenado por la naturaleza
a la inacción? O más bien; así como el ojo, la mano, el pié, y en general toda parte del cuerpo, llenan
evidentemente una función especial, ¿debemos creer, que el hombre, independientemente de todas estas
diversas funciones, tiene una que le sea propia? ¿Pero cuál puede ser esta función característica? Vivir es
una función común al hombre y a las plantas, y aquí sólo se busca lo que es exclusivamente especial al
hombre; siendo preciso, por tanto, poner aparte la vida de nutrición y de desenvolvimiento. Enseguida
viene la vida de la sensibilidad, pero esta a su vez se muestra igualmente en otros seres, el caballo, el buey
y, en general, en todo animal, lo mismo que el hombre. Resta, pues, la vida activa del ser dotado de razón.
Pero en este ser debe distinguirse la parte que no hace más que obedecer a la razón, y la parte que posee
directamente la razón y se sirve de ella para pensar. Además, como esta misma facultad de la razón puedo
comprenderse en un doble sentido, es preciso fijarse en que de lo que se trata sobre todo es de la facultad
en acción, la cual merece más particularmente el nombre que llevan ambas. Y así, lo propio del hombre
será el acto del alma conforme a la razón, o por lo menos el acto del alma, que no puede realizarse sin la
razón. Por otra parte, cuando decimos que tal función es genéricamente la de tal ser, entendemos que es
32
también la función del mismo ser completamente desarrollado {17}, así como la obra del músico se
confunde igualmente con la obra del buen músico. De igual modo en todos los casos, sin excepción, [17]
se añade siempre a la idea simple de la obra la idea de la perfección suprema, que esta obra puede
alcanzar; por ejemplo, si la obra del músico consiste en componer música, la obra del buen músico
consistirá en componerla buena. Si todo esto es exacto, podemos admitir, que la obra propia del hombre
en general es una vida de cierto género, y que esta vida particular es la actividad del alma y una
continuidad de acciones a que acompaña la razón {18}; y podemos admitir, que en el hombre bien
desarrollado todas estas funciones se realizan bien y regularmente. Pero el bien, la perfección para cada
cosa varía según la virtud especial de esta cosa. Por consiguiente, el bien propio del hombre es la
actividad del alma dirigida por la virtud; y si hay muchas virtudes, dirigida por la más alta y la más
perfecta de todas. Añádase también, que estas condiciones deben ser realizadas durante una vida entera y
completa; porque una sola golondrina no hace verano, como no le hace un sólo día hermoso; y no puede
decirse tampoco, que un sólo día de felicidad, ni aun una temporada, baste para hacer a un hombre
dichoso y afortunado.

———

{14} La vida no tiene más que un fin; y dejar sospechar que puede tener muchos, es abrir la puerta al escepticismo y
al error.
{15} Aristóteles sustituye la idea de felicidad a la de bien, y esto es lo que constituye la diferencia entre su moral y
la de Platón, y su inferioridad.
{16} Véase la Política, lib. I, cap. I.
{17} Véase la Política, lib. I, cap. II.
{18} Estas teorías se recuerdan en la Política, lib. IV, cap. XII.

LA FELICIDAD NO ES UN EFECTO DEL AZAR; ES A LA VEZ UN DON DE LOS DIOSES Y EL


RESULTADO DE NUESTROS ESFUERZOS

Todo esto ha dado ocasión a que se pregunte {22} si es posible aprender a ser dichoso, si se adquiere la
felicidad por medio de ciertos hábitos, y si se consigue por cualquier otro procedimiento [22] análogo; o
si es más bien efecto de algún favor divino, y, si se quiere, el resultado del azar. Realmente, si hay en el
mundo algún don que los dioses hayan concedido a los hombres, deberá creerse seguramente que la
felicidad es un beneficio que nos viene de ellos; y tanto más motivo hay para creerlo así, cuanto que no
hay nada que deba el hombre estimar sobre esto. Por lo demás, no quiero profundizar esta cuestión, que
pertenece quizá más especialmente a otro orden de estudios. Pero digo, que si la felicidad no nos la
envían exclusivamente los dioses, sino que la obtenemos por la práctica de la virtud, mediante un largo
aprendizaje o una lucha constante, no por eso deja de ser una de las cosas más divinas de nuestro mundo,
puesto que el precio y término de la virtud es evidentemente una cosa excelente y divina y una verdadera
felicidad. Y añado, que la felicidad es en cierta manera accesible a todos, porque no hay hombre a quien
no sea posible alcanzar la felicidad, mediante cierto estudio y los debidos cuidados, a menos que la
naturaleza le haya hecho completamente incapaz de toda virtud.

Como vale más conquistar la felicidad a este precio que deberla al simple azar, la razón nos obliga a
suponer, que así es realmente como el hombre puede llegar a ser dichoso, puesto que las cosas que siguen
las leyes de la naturaleza {23} son siempre naturalmente tan bellas como es posible. La misma regla se
aplica a todas las artes, a todas las causas, y sobre todo a la causa más perfecta, porque sería un absurdo
inconcebible imaginar, que lo más grande y lo más bello que hay en el mundo esté entregado al azar. La
33
solución del problema que sentamos aquí, surge con completa claridad de la misma definición que hemos
dado de la felicidad. La felicidad, hemos dicho, es cierta actividad del alma conforme a la virtud; y por lo
que hace a los demás bienes, o están necesariamente comprendidos en la felicidad, o contribuyen a ella
como auxiliares y como naturales y útiles instrumentos. Esto, por lo demás, resulta perfectamente de
acuerdo con lo que dijimos al comenzar este tratado. El objeto de la política, tal como nosotros le
concebimos, es el más elevado de todos, y su cuidado principal es formar el alma de los ciudadanos, y
enseñarles, mejorándolos, la práctica de todas las virtudes. Y así no podemos llamar dichosos ni a un
caballo, ni a un [23] buey, ni a cualquiera otro animal, porque ninguno de ellos es capaz de la noble
actividad que asignamos al hombre. Por la misma razón debe decirse, que el niño no es dichoso, porque
su edad no le consiente aún llevar a cabo las acciones que constituyen la felicidad; y los niños, a quienes
se aplica algunas veces esta expresión, sólo puede llamárseles dichosos a causa de la esperanza que
inspiran, puesto que para la verdadera felicidad se necesitan, como dijimos antes, dos condiciones: una
virtud completa y una vida completamente desarrollada.

Acaecen en el curso de la vida muchas vicisitudes y cambios diversos, y puede suceder que después de
mucho tiempo de prosperidad ocurran a uno en la ancianidad grandes desgracias como cuenta la fábula de
Príamo en los poemas heroicos; y nadie puede llamar dichoso al hombre que tuvo tan gran fortuna y que
concluyó tan miserablemente. ¿Quiere esto decir, que nunca debe afirmarse de un hombre que es dichoso
mientras tenga vida, y que, según la máxima de Solòn, se debe esperar siempre a ver el fin? Si se acepta
esta teoría, el hombre no será dichoso hasta después de la muerte. Pero esto es un absurdo patente, sobre
todo cuando se sostiene, como hacemos nosotros, que la felicidad es cierta aplicación de la actividad. Si
no podemos admitir que el hombre no pueda decirse dichoso hasta después de la muerte, ni tampoco
Solón lo pretende, y sí sólo queremos decir, que no se puede llamar con seguridad dichoso un hombre,
sino cuando está fuera del alcance de todos los males y de todos los infortunios, esta opinión, así limitada,
no deja de prestar materia para la controversia. Al parecer, en este sistema subsisten después de la muerte
bienes y males, que deberán experimentarse entonces, como se experimentan durante la vida, sin sentirlos
por otra parte personalmente; como, por ejemplo, los honores y las afrentas, o de una manera más general,
los sucesos prósperos y los reveses de nuestros hijos y de nuestra posteridad. Esto, como se ve, es
bastante embarazoso, puesto que ha podido ser uno dichoso durante su vida, incluyendo la ancianidad, y
haber muerto en la prosperidad, y al mismo tiempo haber experimentado una multitud de contratiempos
en las personas de sus descendientes. Puede suceder, que entre estos, unos hayan sido virtuosos y gozado
de la suerte que merecían; y otros hayan tenido una suerte del todo contraria; porque es claro, que bajo
mil [24] conceptos los hijos pueden diferir completamente de sus padres. Es una insensatez admitir, que
un hombre, después de la muerte, pueda experimentar a la par de sus descendientes todas estas
alternativas diversas, y que junto con ellos sea tan pronto dichoso como desgraciado. Es cierto que, por
otra parte, no es menos absurdo suponer, que algo de lo que toca al hijo deje de llegar ni por un sólo
instante hasta sus padres.

———

{22} Aquí tiene presente Aristóteles la cuestión favorita de Platón. Véanse el Menon, el Protágoras y la República.
{23} Este es el verdadero optimismo.

Libro primero, capítulo VIII

LA VIRTUD ES LA VERDADERA FELICIDAD

34
Volvamos a la primera cuestión que hemos sentado anteriormente; ella puede muy fácilmente contribuir a
resolver la que ahora nos proponemos.

Si es preciso siempre esperar y ver el fin, y si sólo entonces se pueden tener por dichosos a los hombres,
no porque lo sean en aquel momento, sino porque lo fueron en otro tiempo; ¿no sería un absurdo, cuando
uno es actualmente dichoso, no reconocer, respecto de él, una verdad que es incontestable? Es vano
pretexto decir, que no se quiere proclamar dichosas a las personas que viven por temor a los reveses que
puedan sobrevenirle, y alegar que la idea de la felicidad nos la representamos como una cosa inmutable y
que no cambia fácilmente; y en fin, que la fortuna causa muchas veces las perturbaciones más diversas en
un mismo individuo. Conforme a este razonamiento, es claro, que si quisiéramos seguir todas las
mudanzas de la fortuna de un hombre, sucedería muchas veces que llamaríamos a un mismo individuo
dichoso y desgraciado, haciendo del hombre dichoso una especie de camaleón y de una naturaleza
medianamente mudable y pobre. ¡Pero qué!, ¿es prudente dar tanta importancia a los cambios de la
fortuna de los hombres? No es en la fortuna donde se encuentran la felicidad o la desgracia, estando la
vida humana expuesta a estas vicisitudes inevitables, como ya hemos dicho; sino que son los actos de
virtud los únicos que deciden soberanamente de la felicidad, como son los actos contrarios los que
deciden del estado contrario. La cuestión misma, que dilucidamos en este momento, es un testimonio más
en favor de nuestra definición de la felicidad. No, no hay nada en las [25] cosas humanas que sea
constante y seguro hasta el punto que lo son los actos y la práctica de la virtud; estos actos nos aparecen
más estables que la ciencia misma. Además, entre todos los hábitos virtuosos, los que hacen más honor al
hombre son también los más durables, precisamente porque en vivir con ellos se complacen con más
constancia las personas verdaderamente afortunadas; y he aquí evidentemente la causa de que no olviden
jamás el practicarlos.

Así, pues, la perseverancia que buscamos es la del hombre dichoso; él la conservará durante toda su vida
y sólo practicará y tomará en cuenta lo que conforma con la virtud, o por lo menos, se sentirá ligado a ello
más que a todas las demás cosas; y soportará los azares de la fortuna con admirable sangre fría. El que
dotado de una virtud sin tacha, es, si así puede decirse, cuadrado por su base, sabrá resignarse siempre
con dignidad a todas las pruebas{24}.

Siendo los accidentes de la fortuna muy numerosos y teniendo una importancia muy diversa, ya grande,
ya pequeña, los sucesos poco importantes, lo mismo que las ligeras desgracias, apenas ejercen influjo en
el curso de la vida. Pero los acontecimientos grandes y repetidos, si son favorables, hacen la vida más
dichosa; porque contribuyen naturalmente a embellecerla, y el uso que se hace de ellos da nuevo lustre a
la virtud. Si, por lo contrario, no son favorables, interrumpen y empañan la felicidad; porque nos traen
consigo disgustos, y en muchos casos sirven de obstáculo a nuestra actividad. Pero en medio de estas
pruebas mismas la virtud brilla con todo su resplandor, cuando un hombre con ánimo sereno soporta
grandes y numerosos infortunios, no por insensibilidad, sino por generosidad y por grandeza de alma. Si
los actos virtuosos deciden soberanamente de la vida del hombre, como acabamos de decir, jamás el
hombre de bien, que sólo reclama la felicidad de la virtud, puede hacerse miserable, puesto que nunca
cometerá acciones reprensibles y malas. A nuestro parecer, el hombre verdaderamente sabio, el hombre
verdaderamente virtuoso, sabe sufrir todos los azares de la fortuna sin perder nada de su dignidad; sabe
sacar siempre de las circunstancias el mejor partido posible, como un [26] buen general sabe emplear de
la manera más conveniente para el combate el ejército que tiene a sus ordenes; como el zapatero sabe
hacer el más precioso calzado con el cuero que se le da; como hacen en su profesión todos los demás
artistas. Si esto es cierto, el hombre dichoso, porque es hombre de bien, nunca será desgraciado, aunque
no será dichoso, lo confieso, si por acaso caen sobre él desgracias iguales a las de Príamo. Pero por lo
menos siempre resulta que no es un hombre de mil colores, ni cambia de un instante a otro. No se le
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arrancará fácilmente su felicidad; no bastarán para hacérsela perder infortunios ordinarios; sino que será
preciso para esto, que caigan sobre él los más grandes y repetidos desastres. Recíprocamente, cuando
salga de semejantes pruebas, no recobrará su dicha en poco tiempo y de repente, después de haberlas
sufrido; sino que si vuelve a ser dichoso, será después de un largo y debido intervalo, durante el cual
habrá podido gozar sucesivamente grandes y brillantes prosperidades.

¿Por qué, pues, no hemos de declarar que el hombre dichoso es el que obra siempre según lo exige la
virtud perfecta, estando además suficientemente provisto de bienes exteriores, no durante un tiempo
cualquiera, sino durante toda su vida? ¿O bien habrá de añadirse como condición precisa, que deberá vivir
constantemente en esta prosperidad y morir en una situación no menos favorable, ya que el porvenir nos
es desconocido, y que la felicidad, tal como nosotros la comprendemos, es un bien y un cierto
perfeccionamiento definitivo en todos conceptos? Si todas estas consideraciones son exactas, llamaremos
dichosos entre los vivos a los que poseen o puedan poseer todos los bienes que acabamos de indicar.

Téngase entendido por otra parte, que cuando digo dichosos, quiero decir hasta donde los hombres
pueden serlo. Pero no insisto más sobre esta materia.

———

{24} Esta metáfora es de Simónides y no de Aristóteles, que emplea aquí la misma expresión del poeta. Platón lo
había citado ya en el Protágoras.

Ética a Nicómaco · libro segundo, capítulo primero

D E L A D I S T I N C I Ó N D E L A S V I R T U D E S E N I N T E L E C T U A L E S Y M O R A L E S . L A V IR T U D Y
EL HÁBITO

Siendo la virtud de dos especies, una intelectual y otra moral, aquella resulta casi siempre de una
enseñanza a la que debe su origen y su desenvolvimiento; y de aquí nace que tiene necesidad de
experiencia y de tiempo. En cuanto a la virtud moral nace más particularmente del hábito y de las
costumbres; y de la palabra misma hábito, mediante un ligero cambio, procede el nombre de moral que
hoy tiene{30}.

Basta esto para probar claramente que no hay una sola de las virtudes morales que exista en nosotros
naturalmente. Jamás las cosas de la naturaleza pueden por efecto del hábito hacerse distintas de lo que
ellas son: por ejemplo, la piedra, que naturalmente se precipita hacia el suelo, nunca podrá adquirir el
hábito de ascender hacia arriba, aunque un millón de veces se la lance en este sentido; el fuego, no irá
hacia abajo, y no hay un sólo cuerpo que pueda perder la propiedad que tiene por naturaleza, para
contraer un hábito diferente.

Así, pues, las virtudes no existen en nosotros por la sola [34] acción de la naturaleza, ni tampoco contra
las leyes de la misma; sino que la naturaleza nos ha hecho susceptibles de ellas, y el hábito es el que las
desenvuelve y las perfecciona en nosotros. Además, con respecto a todas las facultades que poseemos
naturalmente, lo que llevamos desde luego en nosotros es el simple poder de servirnos de ellas; y más
tarde es cuando producimos los actos que de las mismas emanan. Tenemos un patente ejemplo de esto en
nuestros sentidos. No es a fuerza de ver ni a fuerza de oír como adquirimos los sentidos de la vista y del
oído; sino que, por el contrario, nos hemos servido de ellos porque los teníamos; y no los tenemos en
modo alguno porque nos hemos servido de ellos. lejos de esto, no adquirimos las virtudes sino después de

36
haberlas previamente practicado. Con ellas sucede lo que con todas las demás artes; porque en las cosas
que no se pueden hacer sino después de haberlas aprendido, no las aprendemos sino practicándolas; y así
uno se hace arquitecto, construyendo; se hace músico, componiendo música. De igual modo se hace uno
justo, practicando la justicia; sabio, cultivando la sabiduría; valiente, ejercitando el valor.

Lo que pasa en el gobierno de los Estados lo prueba bien: los legisladores sólo hacen virtuosos a los
ciudadanos habituándolos a serlo. Tal es ciertamente el deseo fijo de todo legislador. Los que no
desempeñan como deben esta tarea, faltan al objeto que se proponen; y esta es precisamente la diferencia
que separa un gobierno bueno de uno malo.

Toda virtud, cualquiera que ella sea, se forma y se destruye absolutamente por los mismos medios y por
las mismas causas que uno se forma y desmerece en todas las artes. Tocando la cítara, hemos dicho, se
forman los buenos y malos artistas; mediante trabajos análogos se forman los arquitectos, y sin excepción
todos los que ejercen un arte cualquiera. Si el arquitecto construye bien, es un buen arquitecto; es malo, si
construye mal. Si no fuese así, nunca habría necesidad de maestro que enseñara a obrar bien, y todos los
artistas serian siempre y de primer golpe buenos o malos. Lo mimo absolutamente sucede respecto a las
virtudes. A causa de nuestra conducta en las transacciones de todos géneros que intervienen entre los
hombres, aparecemos unos justos y otros inicuos. A causa de nuestra conducta en las circunstancias
peligrosas, y después que contraemos en ellas hábitos de flojedad o de firmeza, nos hacemos unos
valientes, otros [35] cobardes. Lo mismo sucede también con los resultados de nuestras pasiones o de
nuestros arrebatos entre los hombres; los unos son moderados y dulces, los otros son intemperantes y
dados a excesos, según que estos se conducen de tal manera en determinadas circunstancias, y que
aquellos se conducen de una manera contraria; en una palabra, las cualidades sólo provienen de la
repetición frecuente de los mismos actos. He aquí cómo es preciso dedicarse escrupulosamente a practicar
solamente actos de cierto género; porque las cualidades se forman según las diferencias mismas de estos
actos y siguen su naturaleza. No es pues de poca importancia contraer desde la infancia y lo más pronto
posible tales o cuáles hábitos; por el contrario, es este un punto de muchísimo interés, o por mejor decir,
es el todo.

———

{30} En griego la palabra que significa hábito y la que significa moral son casi idénticas.

Libro segundo, capítulo II

U N T R A T A D O D E M O R A L N O D E B E S E R U N A P U R A T E O R Í A , S I N O A N T E T OD O U N
TRATADO PRÁCTICO

No debe perderse de vista que el presente tratado no es una pura teoría como pueden serlo otros muchos.
No nos consagramos a estas indagaciones para saber lo qué es la virtud, sino para aprender a hacernos

37
virtuosos y buenos; porque de otra manera este estudio sería completamente inútil. Es por lo tanto
necesario, que consideremos todo lo que se refiere a las acciones, para aprender a realizarlas, porque ellas
son las que deciden soberanamente de nuestro carácter, y de ellas depende la adquisición de nuestras
cualidades, como acabamos de decir.

Es un principio comúnmente admitido, que es preciso obrar conforme a la recta razón. Aceptamos
también este principio, reservándonos explicar más tarde lo que es la recta razón, y cuál es la relación que
guarda con las demás virtudes.

Convengamos desde luego en este punto; a saber, que toda discusión que tiene por objeto los actos del
hombre, no puede ser más que un bosquejo vago y sin precisión, como ya hicimos notar al principio,
porque no puede exigirse rigor en los razonamientos, sino en cuanto lo permite la materia a que se
aplican. Las acciones y los intereses de los hombres no pueden someterse a ninguna prescripción
inmutable y precisa, como no puede [36] hacerse tampoco con las condiciones diversas de la salud {31}. Y
si el estudio general de las acciones humanas presenta estos inconvenientes, con mucha más razón el
estudio especial de cada una de ellas en particular presentará mucha menos precisión aún; porque no cae
en el dominio de un arte regular, ni, lo que es más, en el de ningún precepto formal. Pero cuando se obra,
es una necesidad constante guiarse en vista de las circunstancias en que uno se encuentra, absolutamente
del mismo modo que se practica en el arte de la medicina y en el de la navegación.

Por lo demás, por positiva que sea la dificultad que presenta el estudio que intentamos llevar a cabo, no
por eso dejaremos de hacer un esfuerzo para prestar este servicio realizándolo.

Por lo pronto conviene decir, que las cosas del orden de las que nos ocupamos, corren el riesgo de ver
comprometida su existencia a causa de todo exceso, sea en un sentido, sea en otro; y para servirnos de
ejemplos visibles, mediante los cuales puedan hacerse comprender bien cosas oscuras y ocultas, veámoslo
con respecto a la fuerza del cuerpo y a la salud. La violencia desmedida de los ejercicios {32} o la falta de
ejercicio destruyen igualmente la fuerza. Lo mismo sucede respecto al comer y beber: los alimentos en
grande o en pequeña cantidad destruyen la salud; mientras que, por lo contrario, tomados en debida
proporción, la dan, la sostienen y la aumentan. Lo mismo absolutamente sucede {33} con la templanza el
valor y todas las demás virtudes. El hombre que a todo teme, que huye y que no sabe soportar ninguna
contrariedad, es un cobarde; el que no teme nunca nada y arrostra todos los peligros, es un temerario. En
igual forma, el que goza de todos los placeres y no se priva de ninguno, es intemperante; y el que huye de
todos sin excepción, como los salvajes que habitan en los campos, es en cierta manera un ser insensible.
Y esto es así, porque la templanza y [37] el valor se pierden igualmente por exceso que por defecto, y no
subsisten sino mediante la moderación.

No sólo el origen, el desenvolvimiento y la pérdida de estas cualidades proceden de las mismas causas y
están sometidos a las mismas influencias; sino que además las acciones, que estas cualidades inspiran,
han de ser hechas por los mismos individuos que tienen estas cualidades. Aclaremos esto con el ejemplo
de cosas más palpables y más visibles, y citemos de nuevo la fuerza del cuerpo. Procede esta de la
abundancia del alimento que se toma y de las fatigas repetidas que se sufren; y recíprocamente, el hombre
fortificado de tal manera soporta mucho mejor todas estas pruebas. El mismo fenómeno se repite respecto
a las virtudes: sólo a condición de abstenernos de los placeres, es como podemos hacernos templados; y
una vez que lo somos, podemos abstenernos de los placeres con más facilidad que antes. La misma
observación puede hacerse respecto al valor: habituándonos a despreciar todos los peligros y a
arrostrarlos, nos hacemos valientes; y una vez que lo somos, podemos soportar mejor los peligros sin el
menor temor.
38
———

{31} Aristóteles parece olvidar que la Moral tiene leyes inmutables y universales.
{32} Véase la Política, lib. V, cap. III. Aristóteles ha hecho notar, que ningún joven premiado en los juegos
olímpicos consiguió después el premio en la edad viril. Los ejercicios demasiado violentos enervaban las fuerzas.
{33} He aquí la famosa teoría del medio, tan prudente y tan verdadera en la práctica y tan exacta en la teoría cuando
se saben guardar los límites que Aristóteles mismo señala.

Libro segundo, capítulo III

INMENSO INFLUJO DEL PLACER Y DE LA PENA EN EL DESTINO HUMANO Y EN LA


VIRTUD

Un signo manifiesto de las cualidades que adquirimos, es el placer o el dolor que se unen a nuestras
acciones y que las siguen. El hombre que se abstiene de los placeres del cuerpo y hasta se complace en
esta reserva misma, es templado; y el que con pesar soporta esta situación, es intemperante. El hombre
que arrostra los peligros y en ello tiene un placer, o que por lo menos no le turban, es un hombre valiente;
el que se turba, es un cobarde. Y es que realmente la virtud moral se relaciona con los dolores y con los
placeres, puesto que la persecución del placer es la que nos arrastra al mal, y el temor del dolor es el que
nos impide hacer el bien. He aquí por qué desde la primer infancia, como dice muy bien Platón {34}, es
preciso que se nos [38] conduzca de manera que coloquemos nuestros goces y nuestros dolores en las
cosas que convenga colocarlas, y en esto es en lo quo consiste una buena educación. Además, las virtudes
nunca se manifiestan sino por actos y afecciones; y como no hay acto ni afección que no tenga por
consecuencia o el placer o el dolor, esta es una nueva prueba de que la virtud se refiere únicamente a
nuestros dolores y a nuestros placeres. Esto mismo lo atestiguan también los castigos que algunas veces
siguen a nuestras acciones. Estos castigos son en cierta manera remedios, y los remedios ordinariamente,
y según el curso natural de las cosas, sólo obran por medio de los contrarios.

Podemos repetir además lo que acabamos de decir: toda cualidad del alma a causa de su verdadera
naturaleza está en relación con las cosas, y sólo a las cosas corresponde hacerla naturalmente mejor o
peor. Ahora bien, las cualidades del alma sólo se pervierten por el placer o el dolor, cuando se persigue al
uno y se huye del otro en el momento en que no debe hacerse, y sin apreciar ni la ocasión en que se hace,
ni la manera en que puede hacerlo o cometiendo otras faltas análogas, que la razón puede muy fácilmente
imaginar. He aquí cómo han podido definirse las virtudes: estados del alma, en que el alma misma se
encuentra extraña a toda afección y en un completo reposo. Definición que no es muy exacta, porque
tiene un carácter demasiado absoluto, y se dejan de añadir ciertas condiciones como estas: «qué es preciso
hacer» o «qué no es preciso», o bien «cuándo es preciso», y otras modificaciones que se pueden concebir
fácilmente.

Por lo tanto, debe sentarse en principio, que la virtud es aquello que debe prepararnos respecto de los
dolores y de los placeres de tal manera, que nuestra conducta sea la mejor posible; y que el vicio es
precisamente todo lo contrario.

He aquí ahora una observación, que nos hará comprender más fácilmente todas las que preceden. Hay tres
cosas que se deben buscar; hay igualmente tres de que debemos huir; debe buscarse el bien, lo útil, lo
agradable{35}; debe huirse de sus tres contrarios, el mal, lo dañoso y lo desagradable. Respecto de todas
estas cosas, el hombre virtuoso sabe conducirse bien [39] y seguir el camino recto; el malo no comete
sino faltas. Sobre todo las comete respecto al placer, porque por lo pronto el placer es un sentimiento
39
común a todos los seres animados, además se le encuentra como resultado de todos los actos dejados a
nuestra libre elección; puesto que el bien mismo y el interés pueden revestir igualmente la apariencia del
placer. Añádase a esto, que desde nuestra más tierna infancia, cuando apenas empezamos a hablar, ya
alimentamos en nuestro seno en cierta manera el placer, y ya se desenvuelve con nosotros. Así que sería
muy difícil deshacernos de un sentimiento, que tan profundamente ha penetrado en nuestra vida, y que ha
tomado todos los colores de la misma, si bien, según los individuos, así el placer y el dolor serán una
regla que dirija más o menos completamente su conducta.

De aquí que necesariamente habrá de recaer sobre estas dos afecciones todo el tratado que sigue, porque
no es cosa de poco más o menos, en todo lo concerniente a nuestros actos, saber regocijarse o afligirse
bien o mal con motivo de ellos.

Otra observación: es más difícil aún combatir el placer, que combatir la cólera, como dice Heráclito;
porque el arte y la virtud se aplican siempre con preferencia a lo que es más difícil, puesto que en las
cosas que son más difíciles el bien adquiere un más alto precio; lo cual es una razón más para que la
virtud y la política pongan cuanto esté de su parte para estudiar los placeres y los dolores, porque el que
sabe usar bien de estos dos sentimientos, será bueno; y malo, el que use mal de ellos.

Hemos probado, pues, que la virtud no se ocupa en el fondo más que de los placeres y de los dolores; que
se acrecienta mediante las causas que la hacen nacer; que se destruye por estas mismas causas cuando su
dirección cambia; y que obra y se ejercita sobre estos mismos sentimientos de donde procede. Tales son
los principios que acabamos de afirmar.

———

{34} Véanse las Leyes de Platón en los libros I y II.


{35} En estos tres móviles: el bien, lo útil, lo agradable, descansan las relaciones todas de los hombres entre sí,
y se verá más tarde, en los libros VIII y IX, cómo Aristóteles aplica esta observación a la amistad.

Resolución de cuestiones esenciales:

1. ¿Cómo se presenta el ‘bien’ según Aristóteles?


2. ¿Existe diversidad de ‘bienes’ (o fines), según alguna ciencia práctica específica cómo se
subordinan?
3. ¿Existirá un fin que agrupe a todos, según Aristóteles, y qué característica tendría?
4. ¿Cómo define la felicidad Aristóteles?
5. ¿Por qué crees que para Aristóteles está relacionado con la virtud?
6. ¿Cuál debe ser la atención del político y por extensión al hombre (ciudadano) al respecto de la
felicidad, según Aristóteles?
7. ¿Cómo relaciona ‘fin’ y ‘practicidad’?
8. ¿Por qué el ‘acto moral’ es un fin en sí mismo?

II. Lecturas para el trabajo en curso

1. Texto A.

40
«El bien y el ser realmente son lo mismo. Sólo se diferencian con distinción de razón. Esto se
demuestra de la siguiente manera. La razón de bien consiste en que algo sea apetecible. El Filósofo dice
en el I Ethic. que el bien es lo que todos apetecen. Es evidente que lo apetecible lo es en cuanto que es
perfecto, pues todos apetecen su perfección. Como quiera que algo es perfecto en tanto en cuanto está en
acto, es evidente que algo es bueno en cuanto es ser; pues ser es la actualidad de toda cosa, como se
desprende de lo dicho anteriormente (q.3 a.4; q.4 a.1 ad 3). Así resulta evidente que el bien y el ser son
realmente lo mismo; pero del bien se puede decir que es apetecible, cosa que no se dice del ser».

(Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Primera


Parte, Cuestión cinco, Sobre el bien en general, artículo uno)

1. ¿Por qué es apetecible el ‘bien’?

2. ¿Qué relación guardan ‘bien’ y ‘ser’?

«Todo ser, en cuanto ser, es bueno. Pues todo ser, en cuanto ser, está en acto, y de algún modo es
perfecto porque todo acto es alguna perfección. Lo perfecto tiene razón de apetecible y de bien, como
quedó demostrado (q.5 a.1). Consecuentemente, todo ser, en cuanto tal, es bueno» .

(Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Primera Parte,


Cuestión cinco, Sobre el bien en general, artículo tres)

1. Explique la relación entre perfección, acto y apetecible. ¿Y por qué se llega a la conclusión de
que todo ser, en cuanto tal es bueno?

2. Texto B.

« 2. Y porque la consideración de la razón es perfeccionada por los hábitos, de acuerdo a los


diversos órdenes que propiamente la razón considera, se tienen las diversas ciencias. En efecto, a la
Filosofía natural pertenece tratar del orden de las cosas que la razón humana considera pero no hace; de
modo que debajo de ella incluimos también a la Metafísica. Pero el orden que la razón, considerando,
hace en su propio acto pertenece a la Filosofía racional, a la que corresponde considerar en el discurso el
orden de las partes entre sí y el orden de los principios entre sí y con respecto a las conclusiones. En
cambio el orden de las acciones voluntarias pertenece a la consideración de la Filosofía moral. Y el orden
que la razón, considerando, pone en las cosas exteriores hechas según la razón humana, pertenece a las
artes mecánicas *. Por consiguiente, de este modo es propio de la Filosofía moral -acerca de la cual versa
lo propuesto ahora- considerar las operaciones humanas en cuanto están ordenadas entre sí y con respecto
al fin.

3. Pero me refiero a las operaciones humanas que proceden de la voluntad del hombre según el
orden de la razón. Porque las operaciones que se encuentran en el hombre, pero que no dependen de la
voluntad y la razón, no se dicen propiamente humanas sino naturales, como resulta claro en el caso de las
operaciones del alma vegetativa, que de ningún modo caen bajo la consideración de la Filosofía moral.
Así como el sujeto de la Filosofía natural es el movimiento o la cosa móvil, así el sujeto de la Filosofía
moral es la actividad humana ordenada a un fin, o sea el hombre como agente voluntario en vista del fin».

(Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Ética a


Nicómaco, Libro I, Lección I, n.2 y 3)

1. ¿De qué tratan y qué relación guardan la filosofía natural, la filosofía racional y la filosofía
moral?
41
2. ¿A qué denomina ‘operaciones humanas’ y a qué ‘operaciones del hombre’?

3. ¿Cuál es la relación entre filosofía moral y fin?

3.Texto C.

«El bien y el ser realmente son lo mismo. Sólo se diferencian con distinción de razón. Esto se
demuestra de la siguiente manera. La razón de bien consiste en que algo sea apetecible. El Filósofo dice
en el I Ethic. que el bien es lo que todos apetecen. Es evidente que lo apetecible lo es en cuanto que es
perfecto, pues todos apetecen su perfección. Como quiera que algo es perfecto en tanto en cuanto está en
acto, es evidente que algo es bueno en cuanto es ser; pues ser es la actualidad de toda cosa, como se
desprende de lo dicho anteriormente (q.3 a.4; q.4 a.1 ad 3). Así resulta evidente que el bien y el ser son
realmente lo mismo; pero del bien se puede decir que es apetecible, cosa que no se dice del ser».

(Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Primera


arte, q.5 Sobre el bien en particular)

1. ¿Por qué en el discurso sobre el ‘bien’ para santo Tomás (siguiendo a Aristóteles) tiene que
referirse al ‘ser’?
2. ¿Cuál es la ‘distinción de razón’ entre ‘bien’ y ‘ser’?

4. Texto D

Origen etimológico

Los griegos utilizaban dos términos distintos para referirse en un caso a lo que nosotros llamamos
"ética" y en otro a lo que nosotros llamamos "costumbre".

Por un lado con el término "éthos" (con"Ε, ε: épsilon" o "é" breve) designaban a lo que en
castellano nos referimos a las costumbres los hábitos automáticos; mientras que con el vocablo éthos (con
"Η η: ETA "o "ë" prolongada) se refería al concepto de "modo de ser", "carácter" o predisposición
permanente para hacer lo bueno. Es de este último vocablo griego "éthos" (con "ë" prolongada) de donde
proviene la palabra castellana "ética".

Aunque en el origen, el "éthos" se refería no solo a la "manera de ser" sino al "carácter" (en el
sentido psicológico que nosotros le damos ahora a esta palabra), posteriormente el lenguaje fue
evolucionando y la usó para referirse a “La manera de actuar, coherente, constante y permanente del
hombre para llevar a cabo lo bueno”. Ya tenemos, el concepto clásico de lo que siempre se ha entendido
por ética. Cuando los latinos se ven forzados a traducir esa palabra a su lenguaje propio utilizan el
vocablo "moralitas", que a su vez se origina de la raíz "mos", o "mores" que significaba simultáneamente:
costumbres y maneras permanentes de actuar o comportarse.

Al no disponer el latín de dos palabras para referirse a los dos conceptos que el griego podía
diferenciar, muy pronto "moralitas" sustituye a éthos y ëthos, y por lo tanto, en adelante una palabra sola
va a significar tanto el modo de ser o la predisposición propia de cada uno en lo que tiene que ver con lo
bueno, como las conductas acostumbradas o "de hecho".

42
Es del vocablo latín "moralitas" que proviene la palabra "moral" del lenguaje castellano.

Concepto de moral.

Del análisis etimológico podemos ver que la palabra latina "moralitas" incluye no solo las acciones
humanas en "cuanto vividas de hecho" sino también las acciones humanas en cuanto elegidas como rectas
de acuerdo con el mundo de valores permanente del individuo. Hoy en día a las primeras las estudia la
sociología, la etnología, la antropología o la psicología, mientras que las segundas son el objeto propio de
la Ética o Moral en tanto disciplinas filosóficas.

(http://www.proyectosalonhogar.com/Diversos_Temas/etica_y_moral.htm)

1. ¿Cuál es la diferencia entre “éthos” y “eéthos”?

2. ¿Cuál es el sentido de ‘carácter’?

3. ¿Cómo los latinos tradujeron “éthos” y explique su evolución y diferencia con el griego?

4. ¿Cuál es la característica propia de la moralidad?

III. Lecturas para la discusión

1. Texto A

«El espíritu metafísico, que tan a menudo ha tendido a disolver activamente la moral, y el espíritu
teológico que, desde hace mucho tiempo ha perdido la fuerza de salvaguardarla, persisten no obstante en
hacer de ella una especie de propiedad suya eterna y exclusiva, sin que la razón pública haya juzgado
todavía convenientemente estas empíricas pretensiones[...] Las declaraciones actuales de las diversas
escuelas monoteístas no impedirán tampoco al espíritu positivo coronar hoy, en las condiciones
convenientes, la conquista, práctica y teórica, del dominio moral, ya espontáneamente encomendado, cada
vez más, a la razón humana, y sólo nos falta, sobre todo, sistematizar por último sus inspiraciones
particulares. No es posible que la Humanidad permanezca indefinidamente condenada a no poder fundar
sus reglas de conducta sino sobre motivos quiméricos, eternizando una desastrosa oposición, hasta ahora
pasajera, entre las necesidades intelectuales y las necesidades morales[...].No existe, pues, ninguna
alternativa duradera entre fundar al fin la moral sobre el conocimiento positivo de la Humanidad y dejar
que siga apoyándose en el mandato sobrenatural: las convicciones racionales han podido secundar las
creencias teológicas, o más bien sustituirlas gradualmente, a medida que se ha ido extinguiendo la fe;
pero la combinación inversa no es ciertamente más que una utopía contradictoria, en la que lo principal
estaría subordinado a lo accesorio».

(Auguste Comte, Discurso sobre el espíritu


positivo, segunda parte, capítulo II, sistematización de
la moral humana)

1. ¿Cómo considera Comte la relación metafísca – moral ( ética )?

2. ¿Qué opinión versa sobre los criterios morales teológicos?

3. ¿Cuál sería la propuesta ética de Comte según como se aprecia en el texto?

43
2. Texto B:

«[…]Lo cierto es que la verdad no se ha dejado conquistar: - y hoy toda especie de dogmática
está ahí en pie, con una actitud de aflicción y desánimo. ¡Si es que en absoluto permanece en pie! […]
Parece que todas las cosas grandes, para inscribirse en el corazón de la humanidad con sus exigencias
eternas, tienen que vagar antes sobre la tierra cual monstruosas y tremebundas figuras grotescas: una de
esas figuras grotescas fue la filosofía dogmática, por ejemplo la doctrina del Vedanta en Asia y en Europa
el platonismo. No seamos ingratos con ellas, aunque también tengamos que admitir que el peor, el más
duradero y peligroso de todos los errores ha sido hasta ahora un error de dogmáticos, a saber, la invención
por Platón del espíritu puro y del bien en sí. Sin embargo, ahora que ese error ha sido superado, ahora que
Europa respira aliviada de su pesadilla y que al menos le es lícito disfrutar de un mejor - sueño, somos
nosotros, cuya tarea es el estar despiertos, los herederos de toda la fuerza que la lucha contra ese error ha
desarrollado y hecho crecer. En todo caso, hablar del espíritu y del bien como lo hizo Platón significaría
poner la verdad cabeza abajo y negar el perspectivismo, el cual es condición fundamental de toda vida;
incluso, en cuanto médicos, nos es lícito preguntar: «¿De dónde procede esa enfermedad que aparece en
la más bella planta de la Antigüedad, en Platón?, ¿es que la corrompió el malvado Sócrates?, ¿habría sido
Sócrates, por lo tanto, el corruptor de la juventud?, ¿y habría merecido su cicuta?» - Pero la lucha contra
Platón […] nosotros los buenos europeos y espíritus libres, muy libres - ¡nosotros la tenemos todavía,
tenemos la tortura toda del espíritu y la entera tensión de su arco! Y acaso también la flecha, la tarea y,
¿quién sabe?, incluso el blanco...»

( Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del


mal. www.planetalibro.com.ar )

1. ¿A qué se refiere con ‘dogmática’?

2. ¿Cómo considera al ‘bien’?

3. ¿Cómo se ve como ‘hombre’ en la historia?

3. Texto C

«La voluntad de verdad, que todavía nos seducirá a correr más de un riesgo, esa famosa
veracidad de la que todos los filósofos han hablado hasta ahora con veneración: ¡qué preguntas nos ha
propuesto ya esa voluntad de verdad! ¡Qué extrañas, perversas, problemáticas preguntas! Es una historia
ya larga, - ¿y no parece, sin embargo, que apenas acaba de empezar? ¿Puede extrañar el que nosotros
acabemos haciéndonos desconfiados, perdiendo la paciencia y dándonos la vuelta impacientes? ¿El que
también nosotros, por nuestra parte, aprendamos de esa esfinge a preguntar? ¿Quién es propiamente el
que aquí nos hace preguntas? ¿Qué cosa existente en nosotros es lo que aspira propiamente a la
«verdad»? - De hecho hemos estado detenidos durante largo tiempo ante la pregunta que interroga por la
causa de ese querer, - hasta que hemos acabado deteniéndonos del todo ante una pregunta aún más
radical. Hemos preguntado por el valor de esa voluntad. Suponiendo que nosotros queramos la verdad:
¿porqué no, más bien, la no-verdad? ¿Y la incertidumbre? ¿Y aun la ignorancia? - El problema del valor
de la verdad se plantó delante de nosotros, -¿o fuimos nosotros quienes nos plantamos delante del
problema? ¿Quién de nosotros es aquí Edipo?¿Quién Esfinge? Es éste, a lo que parece, un lugar donde se
dan cita preguntas y signos de interrogación. -¿Y se creería que a nosotros quiere parecernos, en última
instancia, que el problema no ha sido planteado nunca hasta ahora, - que ha sido visto, afrontado, osado
por vez primera por nosotros?.Pues en él hay un riesgo, y acaso no exista ninguno mayor».

44
( Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal.
Sección primera, De los prejuicios de las Filósofos.
www.planetalibro.com.ar )

1. ¿Cómo reconoce el problema de la verdad?

2. ¿Por qué preguntarse por la verdad?

4. Texto D

«Parece que en la época actual, en algunos sectores de la cultura, estos conceptos (bien y mal) han
perdido densidad y quedan reducidos a entidades variables: el “bien” y el “mal”, se dice, son relativos. Lo
que hoy es un “bien”, la historia lo juzgará como un mal, y al contrario. De igual modo, se viene a decir,
lo que para mí es un “bien”, para otros es o puede ser un “mal”, y viceversa.

Sin embargo, es evidente que una relativización de las nociones de “bien” y de “mal” lleva
inexorablemente a la negación de la Ética. Al modo como cuando se relativiza la verdad, se acaba con la
posibilidad misma del conocer. Y ambos conceptos —verdad y bien—, decíamos más arriba, se implican,
pues si nada es verdad, todo me está permitido.
Es evidente que esa relativización de los valores éticos es una de las principales causas de la crisis de la
Ética en nuestros días. Y es realmente una “crisis”, pero no de crecimiento, sino de descomposición,
porque una sociedad o una cultura sin moral no es una cultura o una sociedad amoral, sino casi siempre
inmoral. Al menos, ésta parece ser una constante histórica. Y en tal sociedad la vida humana no es posible
dado que va contra la misma naturaleza del hombre y de la sociedad. De aquí las advertencias que hacen
en nuestros días tantos hombres de ciencia y las organizaciones internacionales. Todos convienen en que
la pérdida de valores éticos, tan acuciante en nuestros días, es un grave peligro para la cultura y para la
humanidad, tanto del presente como sobre todo para el futuro»
(A. FERNANDEZ, Introducción a la Ética, Madrid 1986, págs. 59 y 60)

a. Define ética y especifica su importancia.


b. ¿Por qué se afirma que la relativización niega la Ética? Explica al respecto.

5. Texto E. Para la discusión

«Bien y mal, moral, inmoral, justo, injusto, derecho, deber, obligación, mandato, prohibición,
lícito, virtud, vicio; he aquí unas palabras que todos emplean de continuo y aplican a todo el curso de la
vida a todas la relaciones del hombre con Dios y consigo mismo y con sus semejantes, sin ninguna duda
sobre su verdadero significado, y entendiéndose perfectamente unos a otros, cual sí hablasen de los
colores, de la luz o de otros objetos de nuestros sentidos. Al oír la palabra lícito o ilícito aplicada a un
acto. ¿Quién pregunta lo que significa? Cuando se dice: este hombre es virtuoso, aquél vicioso, ¿quién
duda sobre el sentido de estas expresiones? ¿Hay nadie que encuentre alguna dificultad en comprender lo
que significan estas otras: tiene derecho a ejecutar este acto, está obligado a cumplir con tal circunstancia,
es su deber, ha faltado a su deber, esto está mandado, aquello está prohibido, esto es Justo, aquello es una
injusticia, esto es una virtud heroica, aquello una maldad, un crimen? No hay ideas más comunes, más
vulgares: corren entre los ignorantes, como entre los sabios, en los pueblos bárbaros, como en los cultos,
en la juventud de las sociedades, como en su infancia y vejez, en medio de costumbres puras, como de la
corrupción más escandalosa: expresan algo primitivo, innato en el espíritu humano, algo indispensable a
su existencia, algo de que no puede despejarse mientras está en el ejercicio de sus facultades.

45
Habrá más o menos equivocación o extravagancia en la aplicación de dichas ideas a ciertos casos
particulares: pero las ideas matrices (lo bueno y malo, justo e Injusto, lícito e ilícito, son las mismas en
todos los tiempos y países. forman como un ambiente en que el espíritu humano respira y vive.

Es notable que ni aun aquellos que niegan la diferencia entre el bien y el mal, pueden prescindir
de esta diferencia. A un filósofo que está escribiendo un tratado en que se burla de lo que él llama
preocupaciones del humano linaje sobre la diferencia entre el bien y el mal, decidle: “me parece, señor
filósofo, que es usted un insigne malvado, pues que de tal modo se propone combatir lo más santo que
hay sobre la tierra”, y veréis como se olvida de su filosofía y de cuanto ha dicho sobre el vano significado
de las palabras virtud y vicio, y se indigna de verse calificado de esta manera, y se defiende con calor, se
empeña en probaros que es el hombre más virtuoso de mundo, y que en aquello mismo está dando
repetida pruebas de lealtad, de sinceridad, de honradez. Poco importa que, allá en sus altas teorías, la
honradez, la lealtad y la sinceridad sean palabras destituidas de sentido, puesto que nada significan ni
pueden significar, en no admitiendo un orden moral; el filósofo arrostra sin vacilar una inconsecuencia, o,
mejor diremos, ni aun repara en ella, las ideas y sentimientos morales se agitan en su alma desde el
momento que se le llama inmoral: deja de ser sofista y vuelve a ser hombre...

Si no hay diferencia intrínseca entre el bien y el mal, y todo cuanto se dice sobre la moralidad o
inmoralidad de las acciones no es más que un conjunto de palabras sin sentido, o que al menos no tienen
otro que el recibido de las convenciones humanas: ¿cómo es que, mientras el justo duerme sosegado en su
lecho, el malvado se agita con el corazón destrozado por los remordimientos?: ¿de dónde vienen aquellos
sentimientos de amor y de respeto que nos inspira lo que llamamos virtud, y la aversión que nos excita lo
que apellidamos vicio? El amor a los hijos, la veneración a los padres, la fidelidad con los amigos, la
compasión por la desgracia, la gratitud hacia los bienhechores: el horror que nos causa un padre cruel, un
hijo parricida, una esposa adúltera, un amigo desleal, un traidor a su patria, una mano salpicada con la
sangre de una víctima”.

(J. BALMES.Filosofía Fundamental. X, 18).

1.¿Se puede construir una ética sin definiciones objetivas del bien o del mal?

2.¿Qué afirma la experiencia humana al respecto?

3.Explica las relaciones entre “moral” y “ética”

6.Texto F. Para la discusión

«¿Por qué permite Dios el mal? Sin resolver el misterio de esta cuestión, una respuesta clásica
dice que Dios puede no crear seres libres, pero si los crea, no puede impedir que hagan el mal: ha de
respetar las reglas que Él mismo ha puesto. Otra de las respuestas tradicionales afirma que, aunque el mal
no es querido por Dios, no escapa a su providencia: es conocido, dirigido y ordenado por Él a un fin.
Todo lo que para nosotros es incierto, incomprensible y azaroso, está en su mano.

En este sentido cuenta Viktor Frankl que, en su clínica psiquiátrica de Viena, en una sesión de
terapia de grupo, preguntó si un chimpancé al que se había utilizado para producir el suero de la
poliomielitis y, por tanto, había sido inyectado una y otra vez, sería capaz de aprehender el significado de
su sufrimiento. Al unísono, todo el grupo contestó que no, rotundamente. Debido a su limitada
inteligencia, el chimpancé no podía introducirse en el mundo del hombre, que es el único mundo donde se
comprendería su sufrimiento. Entonces, el psiquiatra continuó formulando las siguientes preguntas: ¿Y
46
qué hay del hombre? ¿están ustedes seguros de que el mundo humano es el punto final en la evolución del
cosmos? No es concebible que exista la posibilidad de otra dimensión, de un mundo más allá del mundo
del hombre, un mundo en el que la pregunta sobre el significado último del sufrimiento humano obtenga
respuesta? (El hombre en busca de sentido).

Aunque el dolor puede parecer un regalo siniestro, algunos pensadores han visto en él una gran
oportunidad para rectificar una mala conducta o para mostrar lo mejor de uno mismo. En The problem of
pain, C. S. Lewis supone que Dios nos grita por medio de nuestros dolores: los usa como altavoz para
despertar a un mundo sordo. Una mala persona, dice el mismo autor, no siente la necesidad de corregirse
mientras la vida le sonríe. En cambio, el sufrimiento destroza la ilusión de que todo marcha bien. “es la
única oportunidad que el hombre injusto tiene de corregirse: porque quita el velo de la apariencia e
implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del alma rebelde”.

Algunos pueden pensar que si Dios es bueno y todopoderoso, Él aparece como último
responsable del triunfo del mal, al menos por no impedirlo. Y, entonces, la historia humana se convertiría
en el juicio a Dios. Hay épocas en las que la opinión pública sienta a Dios en el banquillo de los acusados.
Ya sucedió en el siglo de Voltaire. Y sucede ahora.

El periodista Messori preguntó al representante oficial de la Iglesia Católica cómo se podría


explicar la contradicción que aparece entre Dios y el mal. La contestación del Pontífice, sin suprimir el
misterio de la cuestión, fue de una radicalidad proporcionada a la magnitud del problema: el Dios bíblico
entregó a su Hijo a la muerte en la cruz, ¿Podía justificarse de otro modo ante la sufriente historia
humana? ¿No es una prueba de solidaridad con el hombre que sufre? El hecho de que Cristo haya
permanecido clavado en la cruz hasta el final, el hecho de que sobre la cruz haya podido decir como todos
los que sufren: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, ha quedado en la historia del ser
humano como el argumento más fuerte. “Si no hubiera existido esa agonía en la cruz —dice Juan Pablo II
—, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar’’

( Cruzando el umbral de la esperanza). (Tomado de


AYLLÓN J.R. Y FERNÁNDEZ A., Ética, Casals, Barcelona
1999, 51-52)

Preguntas para el análisis

1. ¿Cómo explicarías la relación mal – Dios?


2. ¿Puede el mal tener un “sentido”?
3. ¿Cómo afrontar el sufrimiento humano?

47
CAPÍTULO III: FELICIDAD Y FIN ÚLTIMO

A. FIN ÚLTIMO

1. LOS FINES DE LA VOLUNTAD

El hombre tiene una naturaleza racional y libre. Como sucede en los demás vivientes, también en
el hombre la naturaleza tiene un aspecto dinámico: es una estructura esencialmente invariable provista de
potencias operativas que requieren ser actualizadas. Pero en cuanto la naturaleza del hombre está dotada
de inteligencia y voluntad, su movimiento hacia la propia perfección se hace consciente y libre, otorgando
una dirección finalista a toda la actuación de la razón y de la voluntad libre. Lo específico de la persona
humana es obrar consciente y libremente por un fin, predeterminar consciente y libremente los bienes
que ha de conseguir con su propio obrar.

Esto quiere decir que el hombre no actúa ciegamente, sin saber lo que pretende con su conducta, y
que tampoco es llevado al fin por otro sujeto o por el simple instinto, sino que se dirige a sí mismo hacia
el bien. Explica Aristóteles que «todas las artes, todas las indagaciones melódicas del espíritu, lo mismo
que todos nuestros actos y todas nuestras determinaciones morales, tienen al parecer siempre por mira
algún bien que deseamos conseguir; y por esta razón, ha sido exactamente definido el bien cuando se ha
dicho que es el objeto de todas nuestras aspiraciones» 17.

Así pues, el hombre obra siempre por un fin. ¿Qué significa fin en este caso? Varias cosas. En
primer lugar, fin equivale a bien, como ya se ha explicado, de modo que moverse por un fin indica que la
voluntad humana busca lo que la razón le propone como bueno, aunque a veces se equivoque,
persiguiendo como bueno algo que no lo es realmente. Por esto se dice que el bien es el objeto formal de
la voluntad.

Pero fin debe entenderse también por oposición a medio. La voluntad siempre ordena lo que
actualmente quiere a un bien ulterior y más apreciado. Tomamos una medicina para recuperar la salud;
adquirimos una buena preparación profesional para poder ser útiles a los demás o para alcanzar un
elevado status social. La medicina y la preparación, profesional son en este caso medios; la salud, la
ayuda a los demás o el status social son fines.

Se llama intención el acto por el que la voluntad quiere un bien como fin al que se ordenan otras
cosas. Así, se puede estudiar un texto legal con la intención de cumplirlo mejor o con la de encontrar el
modo de eludir sus disposiciones onerosas, Se denomina elección o decisión interior el acto por el que la
voluntad resuelve hacer algo para conseguir un fin.

Una persona puede decidir no fumar, o hacer deporte periódicamente, con el fin de conservar la
salud. La elección o decisión tiene por objeto algo que el sujeto puede hacer u omitir aquí y ahora; la
intención, en cambio, busca bienes que no puede obtener inmediatamente, sino a través de una serie de
medios.

La intención de un fin es el elemento que confiere una inteligibilidad unitaria a la conducta


humana. Las diversas acciones de una persona tienen en sí mismas un significado y un valor, pero su
sentido más pleno y hondo sólo se entiende desde los ideales que las han motivado. Existe una gran
variedad en los actos concretos, pero los fines perseguidos suelen ser más permanentes, y por eso el
comportamiento del hombre puede tener un sentido estable y coherente. Cuando llegamos a conocer los

17
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, lib. I, cap 1, 1094a 1-3.
48
fines que alguien pretende con su actuación, es cuando su obrar nos resulta comprensible y lleno de
sentido.

2. EL FIN ÚLTIMO

Fin último es el que se quiere de modo absoluto, y en razón del cual se quieren las demás cosas.
La finalidad del obrar humano es bastante compleja. Todo hombre intenta conseguir múltiples fines, que
guardan entre sí un orden: una persona se procura el oportuno descanso para poder trabajar mejor, y
quiere trabajar mejor para obtener mayores beneficios, y desea esas ganancias para sacar adelante su
familia, consolidar su posición social, etc., y así podríamos seguir hasta parar en algo que es querido de
modo absoluto. Esto es necesario, porque no se puede proceder al infinito en la serie de fines relativos,
queridos por otro; de lo contrario, nada haríamos y nada desearíamos, ya que una serie infinita no se
puede recorrer y nadie obra por un fin imposible. Debe haber, pues, un fin último o bien supremo, que de
modo genérico puede llamarse felicidad.

El fui último es único. No es posible que la voluntad humana tienda simultáneamente a objetos
diversos como a fines últimos, porque la exigencia de amor absoluto e incondicionado propia del fin
último reclama su exclusividad. La experiencia muestra que no es posible poner el sentido último de la
vida en varias cosas a la vez, pues el hombre estaría inquieto al ser solicitado de modo total por objetos
diversos. Mientras no se quiera principalmente una sola cosa, la existencia humana estará como dividida.

El fin último es la causa final primera de todo el obrar humano: es lo que se quiere en primer
lugar; y es por tanto la causa, al menos virtual, de cualquier otra pretensi ón. Por eso, la forma de querer
el fin condiciona la manera de desear las demás cosas, porque todo se quiere con relación al fin último.
En una palabra, ningún aspecto de la vida es un verso suelto, ya que toda la conducta del hombre
responde siempre al amor de algo único, que es la causa primera de ese comportamiento.

3. IMPORTANCIA MORAL DE LA FINALIDAD

Todos los hombres buscan con sus actos un fin último o bien supremo. ¿Qué importancia tiene
ese hecho para la Ética?

Algunos filósofos piensan que no tiene ninguna. Leamos lo que dice Max Scheler al respecto:
«La Ética debe rechazar las expresiones buenos fines y malos fines. Pues los fines como tales nunca son
buenos o malos independientemente de los valores que se han de realizar en su proposición (...). Y
justamente por eso, la buena y mala conducta no puede nunca medirse por la relación a un fin, tanto que
le facilite como que le estorbe»18

Es cierto que el simple hecho de proponerse un fin último, o de que una acción sea apta para
conseguirlo, no es sin más algo moralmente bueno; de no ser así, lodos los hombres serían buenos, puesto
que siempre obran por un fin último. Pero también es cierto que el fin último propuesto fundamenta la
bondad o malicia de la voluntad que se lo predetermina. Para comprender bien esto, es preciso comparar
los fines que el hombre se marca libremente con los fines exigidos por la naturaleza humana, tal como son
conocidos por la recta razón.

La naturaleza humana tiene unos fines esenciales, y un fin o perfección última propia. El hecho
de que el hombre siempre actúe por un fin último es la necesaria expresión consciente de la inclinación
natural de la voluntad hacia el bien perfecto y definitivo; si el hombre persigue un fin último, es porque su
voluntad tiende —de por sí— a lograr un bien supremo e indeclinable. Esta inclinación de la voluntad
llega a buen término cuando el hombre busca libremente el fin último que es propio de su naturaleza; en

18
SCHELER, M., Etica, vol. I, p. 37.
49
caso contrario, la tendencia al bien queda frustrada, y toda la vida humana no pasa de ser un esfuerzo
inútil. Dicho de otra manera: el fin último libremente aceptado, y la voluntad que lo busca, son
moralmente buenos cuando ese fin corresponde a lo que naturalmente es conveniente al hombre; cuando
no se da esa correspondencia, son moralmente malos.

De aquí se desprende la necesidad e importancia de conocer concretamente cuál es el fin último


del hombre, el bien supremo correspondiente al hombre en cuanto tal. Ya lo hacía notar Aristóteles: «Si
en nuestras determinaciones no podemos remontarnos sin cesar a un nuevo motivo, lo cual equivaldría a
perderse en el infinito y a hacer todos nuestros deseos perfectamente estériles y vanos (...), ¿no debemos
creer que, con relación a la que ha de ser regla de la vida humana, el conocimiento de este fin último tiene
que ser de la mayor importancia, y que, a la manera de los arqueros que apuntan a un blanco bien
señalado, estaremos entonces en mejor situación para cumplir nuestro deber?» 19.

En resumen, el hecho de que los hombres busquen siempre un fin último, manifiesta la tendencia
hacia el bien perfecto que se halla inscrita en lo más íntimo de la libertad humana, e implica la urgencia
de determinar concretamente la naturaleza de ese bien definitivo. Si el hombre se engaña, buscando como
bien supremo algo que no lo es realmente, malogra sus fuerzas y hace fracasar la inclinación más
profunda de su ser.

4. EL CONOCIMIENTO DEL FIN ÚLTIMO NATURAL

Tratamos ahora del fin último natural, es decir, del fin último proporcionado a la naturaleza
humana, y que corresponde al hombre en cuanto hombre.

Para saber cuál es nuestro fin natural existen dos vías. Una descendente, que se fija, en la
finalidad de la acción creadora de Dios, para conocer sobre esa base la finalidad de los seres creados. La
segunda podría denominarse vía ascendente; parte del estudio de la naturaleza humana para llegar al
término del movimiento y del dinamismo que lleva impreso en sus entrañas.

Los dos métodos conducen a la misma conclusión. Por una parte, como el fin es la primera de
las causas, las características de la naturaleza humana son determinadas por el fin que Dios asigna al
hombre; nuestra naturaleza, en definitiva, no es más que la participación ontológica y la ejecución de la
ordenación teleológica que existe en la mente divina; si tenemos esta naturaleza, es porque Dios nos ha
concebido así y nos ha destinado a un fin concretó: Naturaleza y fin están íntimamente relacionados: el
fin precede lógicamente a la naturaleza, es su razón y su causa; por eso, no se puede comprender la
naturaleza sin el fin: todo ente ha sido creado por Dios para algo, y en orden a ese fin ha sido dotado de
unas características precisas. Desde esta perspectiva se entiende bien el motivo de que el hombre posea
una inteligencia y una voluntad libre: porque Dios lo ha pensado para una finalidad diferente a la de las
demás criaturas materiales.

Por la misma razón, la naturaleza humana expresa el fin para el que ha sido esencialmente creada:
analizando sus potencias e inclinaciones, se puede llegar a conocer su intrínseca finalidad 20.

Resulta claro, por tanto, que —en virtud de la inseparable unión entre naturaleza y fin— cualquiera de
los dos caminos, descendente o ascendente, nos permite precisar el fin último del hombre. Y ambos
métodos son importantes para la Ética. El segundo —que parte de la naturaleza— presenta la vida moral

19
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, lib. I, cap 2, 1094a 18-24.

20
Sobre las dos maneras de conocer el fin último natural, véase DERISI, O. N., Los fundamentos metafísicos del orden moral, pp.
64 y ss.
50
como perfeccionamiento de la persona humana en cuanto tal, y sale al paso de los errores del
nominalismo. El primero, comenzado por el fin de la Creación, pone de relieve que la conducta moral no
es sólo auto perfeccionamiento, sino que implica también un destino fijado por Dios, una llamada divina;
se evita así la tentación del racionalismo, que pone la perfección de la naturaleza racional como origen,
fundamento y fin último del orden y de la obligación moral.

5. DIOS, FIN ÚLTIMO DEL HOMBRE

Recorramos brevemente el primer camino. Para saber cuál es el fin último de la Creación, hay
que tener en cuenta dos ideas que nos proporciona la Metafísica:

a) Dios es el Ser Subsistente, infinitamente perfecto;

b) el fin, genéricamente considerado, es el bien por cuya consecución se mueve el agente.

De aquí podemos concluir que el fin de la acción creadora es el mismo Dios, pues Dios no puede
buscar nada que esté fuera de El mismo: todo lo posee en Sí mismo, porque es infinitamente perfecto.

Se dice por eso que el fin de la Creación y de todas las criaturas es la gloria de Dios, pero no en
el sentido de que Dios adquiera mediante las criaturas una gloria que no tiene, sino en cuanto que hace
partícipes a las criaturas de la gloria que El posee en grado perfecto e infinito. Gloria significa
conocimiento con alabanza —clara cum laude notitia, dice la definición clásica—; glorificamos a
alguien cuando conocemos y alabamos sus perfecciones. Dios es en sí mismo glorioso y feliz, pues
conoce y ama del modo más eminente la infinita perfección de su divina naturaleza. Y además, destina a
las criaturas a participar, cada una según su naturaleza, de esa gloria.

Los entes irracionales se limitan a tributar a Dios una gloria objetiva, a mostrar en sí mismos la
perfección y la bondad de Dios. El conjunto de los entes, con sus diversas y variadas perfecciones,
constituyen como una inmensa exposición en la que se manifiestan y brillan la sabiduría y el poder de su
Autor. El universo entero es una revelación o expresión —natural y no necesaria— de la belleza infinita
del Ser divino.

Las criaturas racionales también dan gloria objetiva a Dios, en cuanto son parte del universo. Pero
además pueden tributarle gloria formal mediante el conocimiento y el amor. En primer lugar, son capaces
de conocer a Dios como Autor del mundo, y de alabarle por ello (como el visitante de una galería de arte
admira y elogia la destreza de un pintor al contemplar sus cuadros). Y por otra parte —y esto es lo más
importante—, pueden conocer y amar a Dios en sí mismo, admirando y amando la Bondad y la
Perfección divinas. Por esto decimos que el fin último propio del hombre es dar gloria a Dios por el
conocimiento y el amor. El destino último de la persona humana, y su mayor obligación moral, es llegar
al máximo conocimiento y amor de Dios que le sea posible; y en esto radica también la suprema
perfección y felicidad del hombre. Nos encontramos aquí con la segunda vía —la ascendente—, que va
desde la naturaleza humana hasta la determinación de su perfección propia. La estudiaremos en el tema
siguiente: antes, interesa aclarar algunas cuestiones relacionadas con el concepto de fin último.

El existencialismo desconoce esta intrínseca orientación del hombre a la gloria de Dios. A pesar
de sus profundas diferencias en otros aspectos, los principales representantes de la filosofía existencialista
(Heidegger, Sartre, Jaspers) coinciden en afirmar que la «autorrealización» es el fin último perseguido por
el hombre. La persona humana no se dirige esencialmente a un fin trascendente, sino a conseguir su
«existir propio», mediante el ejercicio consciente y responsable de su libertad. El fin del obrar del hombre
queda encerrado en los límites de su propia existencia, destinado exclusivamente a realizar el «proyecto

51
de sí mismo»; su autonomía moral es plena. Sartre llegará a decir: «el hombre sin ningún apoyo y sin
ningún socorro está condenado a inventar el hombre en cada instante» 21.

6. FIN ÚLTIMO Y BIENES TERRENOS

Algunos filósofos, como Marx, han pensado que la noción de fin último impediría al hombre
valorar rectamente y empeñarse con seriedad en las cosas de este mundo: afirman que la idea de Dios y de
un fin supraterreno hace que los hombres se despreocupen de ordenar justamente la vida social. Con ese
argumento, Marx pretende justificar la necesidad de olvidarse de Dios para comprometerse
verdaderamente en la realización de una sociedad justa.

Esas acusaciones contra la religión no responden a la realidad: están ancladas en una concepción
materialista y atea de la vida. Aunque sólo Dios es fin último del hombre, las cosas creadas no son no son
despreciables ni carecen de valor: la singular relevancia que tiene el fin último en la vida moral no quiere
decir que los bienes de la tierra no sean verdaderos bienes. La bondad de las cosas es capaz de atraer a la
voluntad humana, que advierte en ellas un autentico valor, algo que merece la pena conseguir. Vemos que
hay muchas realidades creadas que son, en sentido estricto, bienes honestos, amables en sí mismos. El fin
último no es el único bien honesto, aunque sólo él es querido de modo absoluto: es bueno, por ejemplo,
que el padre de familia se mueva por el bienestar de los suyos, que el trabajador se preocupe por aumentar
sus ganancias y disfrutar del oportuno descanso, etc.; porque todo eso es necesario para alcanzar el fin
último.

La bondad de las cosas creadas no se opone a la bondad del fin último, sino que la realza, al igual que la
eficiencia de las causas segundas pone aún más de manifiesto el poder de Dios, que es la Causa primera.
Dios, como Causa final, muestra con mayor claridad que es el Bien Supremo al conferir a las criaturas
una bondad real capaz de atraer a la voluntad, haciendo de ellas verdaderos fines. Las criaturas no se
alejan de Dios: sólo su mal uso se opone al querer del fin último.

Por otra parte, el fin último lleva a querer ordenadamente a todas las criaturas, según su
naturaleza y sus fines connaturales e inmediatos. Hemos visto la estrecha relación existente entre
naturaleza y fin: el fin es el término del recto desarrollo de la naturaleza. Por eso, el amor del fin lleva a
respetar las cosas y sus fines, a emplearlas para lo que son, a configurarlas de acuerdo a sus finalidades
esenciales. Depende de ello la misma consecución del fin último. Fácilmente se advierte que de este
principio se desprenden muchas e importantes consecuencias: para el uso de nuestras potencias, para la
actividad científica, para la recta ordenación de la vida familiar, social y económica.

La vida moral no se limita por tanto a actos que tienen como objeto inmediato el fin último. Esos
actos son desde luego muy importantes. Pero presuponen el ejercicio de las virtudes morales, que
garantizan el equilibrio y recto desarrollo de la vida individual y social del hombre.

B. LA FELICIDAD HUMANA

1. FIN ÚLTIMO Y FELICIDAD

Ya habíamos anunciado que el fin último puede estudiarse también a partir de la misma
naturaleza humana. La naturaleza es un proceso hacia su plenitud, hacia su bien perfecto. Este bien
perfecto recibía en la filosofía griega el nombre de eudaimonía, y nosotros lo llamamos felicidad. La
inclinación natural del hombre al bien definitivo, que antes vimos reflejada en la estructura finalista de la

21
SARTRE, J.P., L’existencialisme est un humanisme, Nagel, París 1951, p. 38.
52
actividad libre, aparece ahora como el deseo natural de ser feliz. Cuando se habla de que todo hombre
obra por un fin último, y de que todos quieren ser felices, se hace referencia a una misma realidad.

Aristóteles distinguía perfectamente entre felicidad y placer. El placer es una satisfacción


pasajera, originada por la posesión de un bien particular. La felicidad es la obtención estable y perpetua
del bien totalmente perfecto amable por sí mismo, que sacia todas las exigencias de la naturaleza
humana y colma todos sus deseos. Felicidad equivale a conseguir el fin último y perfecto, después del
cual no queda nada por desear ni alcanzar. La felicidad es la última perfección del hombre.

Para determinar concretamente la naturaleza y el objeto de la felicidad humana, es necesario


examinar el sujeto para el que la felicidad es plenitud o acabamiento: cuál es su constitución natural,
cuáles son sus operaciones específicas.

Es decir, hay que analizar la naturaleza del hombre. «Así como para el músico, para el artífice,
para lodo artista, y en general para lodos los que producen alguna obra y actúan de un modo cualquiera, el
bien y la perfección están, al parecer, en la obra especial que realizan; de igual forma, el hombre debe
encontrar el bien en su obra propia, si es que hay una obra especial que el hombre deba realizar» 22.

Aristóteles responde a esta cuestión. Vivir —afirma— es una función común al hombre y a las
plantas; la sensibilidad es poseída también por los animales; por lo que deberá concluirse que lo propio
del hombre «será el acto del alma conforme a la razón, o por lo menos el acto del alma que no puede
realizarse sin razón»23. Las operaciones específicamente humanas son el conocimiento y el amor —
acto de la voluntad que sigue al conocimiento—, y por eso la felicidad consistirá en la máxima perfección
de esas actividades: el conocimiento del objeto máximamente inteligible y el amor de lo
máximamente bueno y amable.

Continuando las reflexiones de Aristóteles, Santo Tomás de Aquino explica que la felicidad
humana consiste en la contemplación de Dios, que es la Verdad Suma y altísima, a la que sigue un
amor y un gozo perfectísimo de Dios como sumo y supremo Bien. Siendo la verdad y el bien en cuanto
tales, sin límites ni restricciones, el objeto formal de la inteligencia y de la voluntad, es claro que esas
potencias específicamente humanas no llegan a su plenitud hasta que no descansan en Dios, que es la
Verdad y el Bien. Ningún bien finito —las riquezas, el placer, los honores, la salud y fortaleza corporal—
puede ser el objeto de la felicidad humana, porque son incapaces de saciar las tendencias principales y
más propias del hombre.

Vemos así que el fin último y la felicidad coinciden. Son como las dos caras de una misma
moneda. La gloria de Dios conlleva la felicidad de los que le glorifican, y la felicidad de los hombres
consiste en dar gloria a Dios por el conocimiento y el amor. «Nuestro fin es Dios. Hacia El tiende nuestro
afecto de una doble manera: en cuanto queremos la gloria de Dios, y en cuanto aspiramos a gozar de ella.
El primer aspecto pertenece al amor con que amarnos a Dios en sí mismo; el segundo, al amor con que
nos queremos a nosotros mismos en Dios»24.

Numerosos autores contemporáneos —en sentido amplio, todos los materialistas— han negado
que la felicidad humana consista en la posesión de un bien trascendente. Nos fijamos ahora en dos teorías.
La Ética utilitarista —cuyo principal exponente es Bentham 25— afirma que la felicidad depende de la

22
ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, lib. I, cap. 7, 1097b 25-28.

23
Ibidem, 1098a 7-8.

24
S. Th., II-II, q.83, a.9, c.

25
Cfr. BENTHAM, B., Introduction to the Principle of Morals and Legislation. 1789.
53
utilidad de nuestras acciones: a medida que los actos del hombre son más útiles para el propio individuo o
para la sociedad, se logra un mayor grado de felicidad, entendida como bienestar económico y material;
es el placer lo que mueve al hombre. Esta doctrina, que se encuentra en la base del liberalismo, cae en un
individualismo exagerado, desconociendo los límites que impone al hombre su propia naturaleza.

Por su parte, el positivismo define al hombre como un ser social ante todo. Uno de los primeros y más
importantes positivistas, Comte, dirá: «El hombre propiamente dicho no existe, ni puede existir más que
la Humanidad»26. El individuo estaría hecho para la sociedad, y sólo podrá ser feliz si se somete al
advenimiento de la sociedad perfecta, que constituiría el verdadero fin de la evolución humana y el último
termino del progreso. El positivismo, que tiene notables repercusiones actuales, elimina la importancia de
cada persona singular; el hombre, para ser feliz, no debe ir hacia Dios, sino dejarse llevar hacia un utópico
estado perfecto de la sociedad.

2. LA FELICIDAD HUMANA

El objeto de la felicidad humana —ya lo hemos dicho— es Dios. Pero, ¿puede el hombre llegar a
ser plenamente feliz? ¿Le es posible alcanzar un conocimiento de Dios que le sacie totalmente, y que
lleve consigo todos los bienes, liberando al mismo tiempo de todos los males?

La felicidad perfecta no se da en esta vida. Para que la felicidad humana sea definitiva y colme
todos los anhelos del hombre, es preciso un conocimiento y amor de Dios perfectos e interminables, de
modo que no quede nada por desear y que el temor de perderlos no ensombrezca la dicha de su posesión.
Esta situación no se da en la vida presente. En ella tenemos un conocimiento de Dios imperfecto y
admisible, que además no nos libra de los males y penalidades que nos aquejan. Es más, muchas veces
parece que los malos, los que viven de espaldas a Dios, tienen más fortuna y dicha que los buenos.

Sin embargo, cabe en esta vida una felicidad imperfecta, porque aquí ya podemos conocer y amar
a Dios. Esa felicidad será tanto mayor cuanto más pleno y continuado sea nuestro conocimiento y amor
de Dios, y cuanto más informes nuestras acciones. La contemplación de Dios nos acerca a la eternidad ya
en esta vida, y eleva nuestra alma por encima de la fatiga propia del tiempo; da una serenidad y gozo
interior que los sucesos de la fortuna no pueden dar ni quitar. Por el contrario, cuando el hombre se aleja
de Dios y se encierra en los bienes terrenos, nunca está satisfecho, y de todo se hastía.

3. FELICIDAD Y MORALIDAD

Conocida la naturaleza de la felicidad humana, debemos preguntarnos ahora por su significado


moral. ¿Es moralmente bueno desear la felicidad? ¿El deseo de ser feliz es una intención moral que
puede o debe animar nuestras acciones concretas? Existe hoy día una fuerte tendencia a pensar que no.
Obrar bien para ser feliz es considerado por muchos como puro amor propio egoísta. El hombre bueno
debería moverse más bien por el amor a Dios o a los demás, o al menos por respeto a su propia dignidad
moral.

Este punto de vista tiene su origen en Kant, que separó completamente la moralidad y la
felicidad. Según este filósofo, la felicidad es un concepto indeterminado que significa algo así como la
suma de todos los placeres sensibles. En cuanto indeterminado, no podría dar lugar a preceptos morales
objetivos y universalmente válidos; por su carácter sensible, convertiría la Ética en un hedonismo
grosero. Por otra parle, Kant piensa que la felicidad es deseada natural y necesariamente por la
sensibilidad humana, y como tal queda fuera del ámbito de la moralidad, ya que esta comienza allí donde

26
COMTE, A., Discours sur l’esprit positif, París 1844, c. III, n. 55.
54
aparece la libertad. No obstante, Kant habla de una síntesis final, que tendría lugar en la otra vida, entre
moralidad y felicidad, y en base a la necesidad de esa conciliación final entre el orden de la naturaleza
(felicidad) y el de la libertad (moralidad) postula la existencia de un Dios Remunerador y la inmortalidad
del alma.

Es cierto que una conciliación plena y perfecta entre moralidad y felicidad sólo se dará en la otra
vida. Allí será verdad que los buenos tienen todos los bienes y ningún mal, y que los malos tienen lodos
los males y ningún bien. Pero la coincidencia final entre moralidad y felicidad no es más que la
consumación de la unión intrínseca entre ambos órdenes, que aquí se realiza imperfectamente, como
tensión hacia una felicidad aún no poseída de modo pleno.

Kant se equivoca al entender la felicidad como un bien de orden sensible, y comete una ligereza
notable al reducir todas las morales eudemonistas clásicas al hedonismo de Aristipo o Epicuro. La
Ética de Aristóteles, y más aún la del Aquinate, no tiene nada de hedonismo. Para estos filósofos, la
felicidad es el bien propio y exclusivo de los entes dotados de conocimiento intelectual y amor
espiritual, porque sólo ellos pueden ser conscientes del bien poseído y porque sólo la unión espiritual con
Dios puede ser un bien perfecto y perpetuo, tal como requiere el concepto de felicidad. Los animales
irracionales tienen sensibilidad y buscan el placer, pero no pueden ser felices. La felicidad está unida a la
razón y a la voluntad, pero no a la sensibilidad. Ya lo hacía notar Aristóteles: «el resto de los animales no
participan de la felicidad (...) porque ninguno participa de esta facultad de pensamiento y de la
contemplación. Tan lejos como va la contemplación, otro tanto avanza la felicidad; y los seres más
capaces de reflexionar y de contemplar son igualmente los más dichosos, no indirectamente, sino por
efecto de la contemplación misma, que tiene en sí un precio infinito; y en fin, como conclusión, la
felicidad puede ser considerada como una especie de contemplación».

Es claro también, por todo lo visto en las páginas anteriores, que la felicidad humana está muy
lejos de ser algo indeterminado, y que de ella se siguen preceptos morales concretos: todo lo que la recta
razón muestra como perteneciente a la naturaleza humana, de la que la felicidad es plenitud.

Por último, debemos notar que sólo la felicidad entendida en abstracto es objeto necesario de la
inclinación natural. El hombre quiere por naturaleza ser feliz, pero la naturaleza no le dice en qué
consiste concretamente su felicidad. El conocimiento y el amor de la verdadera felicidad son ya una
tarea plenamente moral, y no una necesidad natural. Para quien llega a un conocimiento exacto del
objeto de la felicidad humana, es evidente que sólo podrá alcanzarla amando a Dios como Sumo Bien y
Fin último; la satisfacción humana aparece como una consecuencia, y es querida como un bien
subordinado a la gloria de Dios. Cualquiera puede experimentar que obrar mirando únicamente a la
felicidad eterna, renunciando a todo pago y compensación humana, es manifestación de una categoría
moral y de una plenitud de amor a Dios elevadísima.

LECTURAS DE TEXTOS PARA EL TRABAJO PRÁCTICO

I. Lectura obligatoria (ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, I y II) Texto y análisis en la primera


parte

II. Lecturas para el trabajo en curso

1. Texto A

55
«De entre las acciones que el hombre realiza, sólo pueden considerarse propiamente humanas
aquellas que son propias del hombre en cuanto que es hombre ª. El hombre se diferencia de las criaturas
irracionales en que es dueño de sus actos. Por eso, sólo aquellas acciones de las que el hombre es dueño
pueden llamarse propiamente humanas.

El hombre es dueño de sus actos mediante la razón y la voluntad; así, se define el libre albedrío
como facultad de la voluntad y de la razón . Llamamos, por tanto, acciones propiamente humanas a las
que proceden de una voluntad deliberada. Las demás acciones que se atribuyen al hombre pueden
llamarse del hombre, pero no propiamente humanas, pues no pertenecen al hombre en cuanto que es
hombre.

Ahora bien, todas las acciones que proceden de una potencia son causadas por ella en razón de su
objeto. Pero el objeto de la voluntad es el bien y el fin. Luego es necesario que todas las acciones
humanas sean por un fin».

(Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Prima


Secundae, Cuestión uno, el fín último del hombre, artículo
uno)

1. ¿A qué llama ‘acciones humanas’?

2. ¿Qué quiere decir que todas las acciones que proceden de una potencia son causadas por ella en
razón de su objeto?

2. Texto B

«Aún hay más: la causa final es un fin. Por causa final se entiende lo que no se hace en vista de
otra causa, sino, por lo contrario, aquello en vista de lo que se hace otra cosa. De suerte que si hay una
cosa que sea el último término, no habrá producción infinita; si nada de esto se verifica, no hay causa
final. Los que admiten la producción hasta el infinito, no ven que suprimen por este medio el bien.
Porque ¿no hay nadie que quiera emprender nada, sin proponerse llegar a un término? (98). Esto sólo le
ocurría a un insensato. El hombre racional obra siempre en vista de alguna cosa, y esta mira es un fin,
porque el objeto que se propone es un fin. Tampoco se puede indefinidamente referir una esencia a otra
esencia. Es preciso pararse. La esencia que precede es siempre más esencia que la que sigue, pero si lo
que precede no lo es, con más razón aún no lo es la que sigue (99)».

( Aristóteles, Metafísica, Libro II )

1. ¿Cómo considera el ‘fin’?

2. ¿Cómo relaciona la racionalidad del hombre y el fin?

III. Lecturas para la discusión

1. Texto A

«Mas Zaratustra contempló al pueblo y se maravilló. Luego habló así:

El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, — una cuerda sobre un
abismo. Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso
estremecerse y pararse.

56
La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar
es que es un tránsito y un ocaso

Yo amo a quienes no saben vivir de otro modo que hundiéndose en su ocaso, pues ellos son los
que pasan al otro lado.

Yo amo a los grandes despreciadores, pues ellos son los grandes veneradores, y flechas del anhelo
hacia la otra orilla.

¡Ay ¡Llega el tiernpo en que el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá del
hombre, y en que la cuerda de su arco no sabrá ya vibrar!

Yo os digo: es preciso tener todavía caos dentro de sí para poder dar a luz una estrella danzarina.
Yo os digo: vosotros tenéis todavía caos dentro de vosotros.

¡Ay! Llega el tiempo en que el hombre no dará ya a luz ninguna estrella. ¡Ay! Llega el tiempo del
hombre más despreciable, el incapaz ya de despreciarse a sí mismo.

¡Mirad! Yo os muestro el último hombre.

‘¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella?’ — así pregunta el último
hombre, y parpadea.

La tierra se ha vuelto pequeña entonces, y sobre ella da saltos el último hombre, que todo lo
empequeñece. Su estirpe es indestructible, como el pulgón; el último hombre es el que más tiempo vive».

(Friedrich Nietzsche, 1844-1900, Así habló


Zaratustra,)

Trata de interpretar:

1. ¿A qué se está refiriendo el autor en su discurso?

2. Selecciona algunas frases que pueden ser “interrogantes claves” para el ser humano acerca del fin
último.

3. Indaga el significado de último hombre.

4. ¿Se puede establecer el nexo entre lo que el autor propone con el fin último y la felicidad?

2. Texto B

LA FELICIDAD

«El sentimiento de la nulidad de todas las cosas, la insuficiencia de todos los placeres para colmar
nuestra alma, y nuestra tendencia a un infinito que no comprendemos, quizás obedezcan a una causa muy
simple, y más material que espiritual. El alma humana (al igual que todos los seres vivos) siempre desea
esencialmente y apunta únicamente, aunque de mil diversas maneras, al placer. Es decir, a la felicidad,
que bien mirada coincide con el placer. Este deseo y esta tendencia no tiene límites, porque es ingénita o
congénita a la existencia, y por eso no puede cesar con éste o aquel placer, que no puede ser infinito, de
modo que sólo cesa cuando cesa la vida. Y no tiene límites: 1 ,ni de duración; 2, ni de extensión.

Por ende no puede haber ningún placer que iguale: 1, su duración, porque ningún placer es eterno
2, ni su extensión, porque ningún placer es inmenso, por la naturaleza de las cosas todas han de existir
ilimitadamente, y ha de tener confines. y estar circunscritas. El deseo de placer, que he mencionado, no

57
tiene límites de duración, porque, como he dicho, sólo cesa cuando cesa la existencia, de manera que el
hombre no existiría si no sintiese ese deseo.

No tiene límites de extensión porque es inherente a nosotros, no como deseo de uno o más
placeres. Si no como deseo del placer. Ahora bien, ese carácter entraña materialmente la infinitud, porque
todos los placeres son limitados, pero no el placer, cuya extensión es indeterminada, y puesto que el alma
ama esencialmente el placer, abarca toda la extensión imaginable de ese sentimiento, sin siquiera poderla
concebir, porque es incapaz de hacerse una idea clara de una cosa que desea ilimitada.

Ahora veamos las consecuencias. Cuando deseas un caballo, te parece que lo deseas como
caballo y como ese determinado placer, pero en realidad lo deseas como placer abstracto e ilimitado.
Cuando logras poseer el caballo, encuentras un placer necesariamente circunscrito y sientes un vacío en el
alma, porque ese deseo que en efecto tenías queda insatisfecho. Aunque fuese posible que quedara
satisfecho en extensión, no podría quedarlo en duración, porque conforme a la naturaleza de las cosas
nada es eterno. Y suponiendo que tengas siempre esa causa material que te ha proporcionado una vez ese
determinado placer (por ejemplo, has deseado la riqueza, la has obtenido, y para siempre), la tendrías
materialmente, pero ya no como causa ni siquiera de ese determinado placer, porque además todas las
cosas tienen la propiedad de consumirse, y todas las impresiones poco a poco se desvanecen, y así como
quita el dolor, la costumbre también acaba extinguiendo el placer.

A eso añade que, aunque un placer que experimentas una vez te durase para toda la vida, no por
ello el alma estaría satisfecha, porque su deseo también es infinito en extensión, de forma que si ese
determinado placer igualase la duración de este deseo, como no podría igualar su extensión, el deseo
siempre subsistiría, deseo de placeres siempre nuevos, como de hecho sucede, o de un placer capaz de
colmar el alma entera. Esto os revela hasta qué punto el placer siempre es algo vano, lo que nos parece
sorprendente, como si ello se debiese a una característica propia de él, puesto que el dolor, el tedio, etc.,
no tienen esa cualidad.

El hecho es que cuando el alma desea algo placentero, desea la satisfacción de un deseo suyo
infinito, desea en realidad el placer, y no determinado placer; ahora bien, al encontrar de hecho un placer
particular, y no abstracto, y que abarque toda la extensión del placer, deduce que, puesto que su deseo
dista mucho de haberse satisfecho, el placer apenas si es placer, porque no se trata de una inferioridad
pequeña sino muy grande, no sólo con respecto al deseo sino también a la esperanza. Por eso todos los
placeres han de estar mezclados con el disgusto, como sentimos, porque al obtenerlos el alma busca con
avidez lo que no puede encontrar, es decir una infinitud de placer, o sea la sitisfacción de un deseo
ilimitado.

(Giacomo Leopardi (1798- 1837), Lo Zibaldón de pensamientos (1821, N°165-l67) (1821, N° 168)
(1826, 4177-78)

Responde:

1. ¿Cuál es la idea de felicidad que plantea el autor?

2. ¿Qué diferencias se establecen con respecto a la felicidad y el placer?

7. Texto C

La antinomia del juicio teleológico

«En esta unidad contingente de las leyes particulares puede ocurrir que el Juicio, en su reflexión,
parta de dos máximas, una que el mero entendimiento a priori le proporciona, y otra que es ocasionada
por experiencias particulares que ponen la razón en juego para instaurar, según un principio determinado,
58
el juicio de la naturaleza corporal y sus leyes. Encuéntrase después, en esto, que esas dos máximas
diferentes no parecen poder coexistir una al lado de otra, por tanto se produce una dialéctica que induce a
error al Juicio en el principio de su reflexión.

La primera máxima de la misma es la tesis: Toda producción de cosas materiales y de sus formas
debe ser juzgada como posible según leyes meramente mecánicas

La segunda máxima es la antítesis: Algunos productos de la naturaleza material no pueden ser


juzgados sólo según leyes meramente mecánicas (su juicio exige una ley de la causalidad totalmente
distinta, a saber, la de las causas finales). [...].

Toda la apariencia de una antinomia entre las máximas del modo de explicación propiamente
físico (mecánico) y del teleológico (técnico) descansa, pues, en que se confunde un principio del Juicio
reflexionante con uno del determinante, y la autonomía del primero (que vale sólo subjetivamente para
nuestro uso racional, en consideración de las leyes particulares de la experiencia) con la heteronomía del
otro, que debe regirse según las leyes (universales o particulares) dadas por el entendimiento»

(Kant E., Crítica del juicio, § 70-71, Espasa Calpe,


Madrid 1991, 5ª ed., p. 360-364).

Responde:

1. Explica con tus palabras el contenido del texto. ¿Cuál es la posición del autor con
respecto al fin último?

2. Discute el texto con argumentos.

59
CAPÍTULO IV: LA LEY MORAL Y SU CONOCIMIENTO

1. NOCIÓN DE LEY

El hombre actúa siempre por un fin y de acuerdo a unas reglas: un juego, un arte o una técnica
tienen unas normas, que el hombre ha de seguir para obtener el fin al que se dirige ese sector de su
actividad.

Las reglas con que el hombre ordena sus actos vienen dictada por la razón. Así se habla de
«racionalizar» el trabajo, el consumo de algún tipo de bienes, etc., es decir, de adecuar esa actividad al
orden que la razón establece. La explicación de este hecho es que ordenar exige conocer: el hombre puede
ordenar su conducta porque conoce el fin intentado y la proporción al fin de sus actos. El poeta, por
ejemplo, prevé el mal efecto de la repetición de una misma palabra y evita hacerlo; el pintor sabe que ha
de preparar el lienzo o la tabla de un determinado modo, etc.

Pero como el hombre vive en sociedad, muchas veces busca bienes comunes para toda la
colectividad, o al menos para una parte cíe ella, y los busca con la ayuda de los demás. En estos casos, ya
no bastan las previsiones de la razón de cada uno sino que es necesaria una ordenación racional que
coordine las operaciones de todos en vista del bien común. Así, por ejemplo, para .andar en automóvil
por la ciudad no basta la disciplina que cada conductor impone a sus actos (arrancar en la marcha más
coila, quitar el freno antes de comenzar a andar, etc.), sino que es menester una regulación objetiva que
concierte entre sí los actos de los diversos conductores (se circula por la derecha, hay que detenerse ante
un semáforo en rojo, etc.).

Este cúmulo de normas objetivas es establecido por la autoridad. Las leyes sólo pueden ser
promulgadas por quien tiene una visión de conjunto del bien común y de los intereses y operaciones de
los diversos individuos, unida a la capacidad de imponer y dar a conocer esas disposiciones legales.
Surgen así las leyes de tráfico, las que regulan la caza y la pesca, los reglamentos deportivos, etc., que son
ordenaciones racionales que se suman a lo que la razón de cada uno prescribe para conducir bien, pescar
con éxito, jugar bien al fútbol, etc.

Si condensamos en una definición los elementos que hemos descrito, podemos decir que «la ley
es una ordenación de la razón dirigida al bien común y promulgada por quien tiene a su cargo la
comunidad»27.

2. LA LEY MORAL

La ley moral es la norma que regula y mide los actos humanos en orden al fin último. La ley
moral regula las acciones en orden al fin propio de la actividad moral, que es el fin último del hombre de
modo semejante a como la preceptiva literaria ordena los actos en orden a la belleza de la expresión
escrita, y las leyes de tráfico buscan la seguridad de automovilistas y peatones.

Por eso, la ley moral mide la bondad o malicia de los actos morales, del mismo modo que las
leyes de tráfico permiten conocer la adecuación o inadecuación de los actos del automovilista con la
seguridad propia y ajena.

Considerando los diversos elementos comunes a toda ley, podemos ver las características propias
de la ley moral.
27
S. Th., I-II, q.90, a.4c.
60
Es una ordenación de la razón: ordenar es disponer los diversos actos en función de un fin, y esto
es propio de la razón, que conoce ese fin, la naturaleza de los actos, y su proporción respecto al fin
intentado, ya se trate de algún fin particular (leyes artísticas, técnicas, etc.) o del fin último del hombre
(ley moral).

Dirigida al bien común: la ley moral ordena la actividad humana hacia Dios, fin último común de
todas las criaturas. Como el hombre forma parte de la sociedad y del universo, y ha de dirigirse a Dios en
estrecha vinculación con los demás hombres, la ley moral le ordena también respecto al bien común
interno de los órdenes a que pertenece (sociedad y universo principalmente), dirigiendo esos mismos
órdenes hacia Dios.

Promulgada por quien tiene a su cargo la comunidad: el hombre puede establecer por sí mismo
el orden a los fines que están bajo su potestad, y lo mismo hace la sociedad. Pero la ordenación a Dios,
aunque ha de ser cumplida libremente, es algo natural, que está inscrito en el mismo ser que el hombre
recibe de Dios por creación, y por eso tiene a Dios por autor. Como sólo Dios es Creador y Dueño
absoluto de las cosas, asimismo sólo El es gobernador de los hombres y del universo entero, otorgando a
cada ente su naturaleza y fin propio, y conduciéndole eficazmente hacia El. Dios es por eso el Autor
supremo de la ley moral.

Esto no impide que Dios haya querido asociar a la criatura espiritual a su gobierno, instituyendo
entre los hombres una verdadera autoridad, aunque participada, que puede promulgar leyes.

3. LA LEY NATURAL

3.1. LA LEY MORAL NATURAL, PARTICIPACIÓN HUMANA DE LA LEY ETERNA

Acabamos de ver que la Ley Eterna es participada intrínsecamente. No está sólo en la mente de
Dios; se encuentra también ontológicamente plasmada en la naturaleza de cada ente, como un conjunto de
inclinaciones hacia determinados actos y fines.

El modo superior de participación en la Ley Eterna propio del hombre se llama ley moral
natural, o simplemente ley natural. De acuerdo a la naturaleza espiritual y libre del hombre, el orden de la
Ley Eterna se encuentra en él no sólo como en un sujeto regulado y medido pasivamente, sino también
como en un sujeto que es capaz de gobernarse a si mismo. Posee ese orden formalmente como ley moral,
como ordenación racional que debe cumplir libremente. La ley natural se define así como «la
participación de la Ley Eterna en la criatura racional»28.

¿En qué consiste exactamente esa participación? Es una intrínseca ordenación de todas las
fuerzas de la naturaleza humana hacia sus propios fines, pero especialmente de la inteligencia y de la
voluntad, que son las potencias por las que el hombre es dueño de sus acciones. Concretamente, la ley
natural se plasma:

a. En una ordenación de la naturaleza hacia los bienes necesarios para el


perfeccionamiento de la persona
Es decir, para la consecución de su finalidad última. Esa ordenación da lugar a las
diferentes tendencias o inclinaciones naturales: la inclinación básica de la voluntad al bien en
general, el instinto de conservación, la sociabilidad, el afán de conocer la verdad, etc.

28
S. Th., I-II q.91, a2,c.
61
b. En una luz de la inteligencia
Por la que se juzga fácilmente tanto sobre los principios supremos del orden moral como
sobre el modo justo y recto de satisfacer las inclinaciones de la naturaleza. Entendiendo, por
ejemplo, las características particulares de la alimentación y de la reproducción humana, la recta
razón formula una serie de criterios según los cuales deben realizarse dichas actividades. La ley
natural se concreta así en una serie de normas de la recta razón que orientan moralmente el
ejercicio de la libertad.

Los preceptos fundamentales del orden moral natural están impresos en la inteligencia y el
corazón de todo hombre. Comprobamos que existe en nosotros una querencia natural a valorar
reclámenle los diversos bienes, y a conocer el termino justo en la satisfacción de nuestras tendencias: es
decir, a estimar debidamente la conveniencia o disconveniencia de nuestros actos con los fines naturales
de esas tendencias y, mediante ellos, con nuestra finalidad última. Instintivamente, cualquier hombre
aprecia que el amor a los semejantes, decir la verdad, cumplir las promesas, etc., son cosas buenas y
deseables; y, por el contrario, advierte que la mentira, la traición, la falsedad, etc., le repugnan.

3.2. PROPIEDADES DE LA LEY NATURAL

La ley natural es universal e inmutable. Es una ordenación intrínseca de la naturaleza humana,


que es común a todos y esencialmente inalterable. Por eso es universal, se extiende a todos los hombres,
para siempre, en todas sus circunstancias y sobre todos sus actos singulares. Y es inmutable, pues los
hombres ni la crean, ni la inventan, ni pueden cambiarla, ya que tampoco dan origen a la naturaleza. Se
limitan a conocerla, descubriendo sus rasgos esenciales en el orden inexorable puesto por Dios en
nosotros y en el universo. De estas propiedades se sigue una amplia gama de consecuencias prácticas:

a. los cambios históricos, sociales, tecnológicos, etc., no afectan a la esencia de la ley natural:
son, simplemente, el marco accidental de la vida moral del hombre, y pueden ser ocasión de un progreso
en el conocimiento de algunas de sus determinaciones particulares, que con frecuencia se plantean en
nuevas circunstancias en las que hay que vivir el mismo precepto;

b. el contenido de la ley natural no depende de lo que hace la mayoría, sino de lo que debe
hacerse según la recta razón que conoce sin error las exigencias morales de nuestra naturaleza;

c. su vigor no deriva de promulgación humana alguna, sino de la autoridad de Dios, que es el


Creador de la naturaleza;

d. ninguna criatura ni circunstancia puede cambiarla, ni aumentar o disminuir su


obligatoriedad: la ley natural no admite dispensa;

e. la ley natural es norma moral para todo hombre en cuanto que es hombre , y no por tener
una determinada fe religiosa o unas particulares convicciones políticas.

Algunos autores han defendido, desde el punto de vista de la sociología o .de la etnología, la
opinión de que no existe una naturaleza común a todos los hombres, lo que se comprueba por la
diversidad de convicciones morales existente en los pueblos de diferentes épocas. Así, Lévy-Brühl habla
del prelogismo de los pueblos primitivos29: estos pueblos tendrían una estructura mental y anímica
totalmente diferente de la nuestra, de manera que no tienen vigencia para ellos los principios lógicos y
morales que fundamentan nuestra civilización y nuestra cultura. Tanto en su misma época, como más

29
Cfr. LÉVY-BRÜRHL, Les fonctions mentales dans les sociétés inferieures, 1910, pp. 17-18.
62
tarde, muchos autores demostraron, en base a hechos comprobables, que Lévy-Brühl no tenía razón30, y
este mismo autor se retractó de buena parte de sus opiniones 31.

Como ha afirmado Fritz Kern, «hoy día sólo la ignorancia o la falta de veracidad pueden
desconocer todavía la humanidad del Derecho en los pueblos cazadores (...). El Derecho Natural
corresponde efectivamente al derecho positivo de los tiempos primitivos» 32. Esto no impide la existencia
de diferencias accidentales, originadas por corrupción de las costumbres, incultura, o una diversa
valoración de hechos físicos debida a la falta de formación científica. Nótense, por ejemplo, las
repercusiones de la no adecuada delimitación filosófico-científica de ideas como «persona», «hombre»,
«semejante», «dignidad humana», etc., sobre la aplicación del principio «no matar».

El hecho de que en algunos pueblos primitivos fuese permitida la muerte del individuo de otra
tribu, aun fuera del caso de guerra, mientras que era severamente castigado el homicidio dentro de la
propia tribu, muestra que aún no se conocía claramente el fundamento y la extensión del principio moral
mencionado, pero no que no se sintiera y reconociera su obligatoriedad. Estos hechos y otros semejantes
no desmienten la existencia de una conciencia moral básica común.

3.3 CONTENIDO DE LA LEY NATURAL

1. La ley natural contiene todos los bienes y fines esenciales que el hombre debe conseguir y
respetar para lograr su perfeccionamiento integral y alcanzar su finalidad última. Esos fines y bienes
fundamentan los preceptos morales que regulan la totalidad de los actos del hombre, y que fueron
resumidos por Dios en el Decálogo. En este tema nos limitaremos a enunciar algunos de estos deberes,
reservando para el siguiente todo lo relativo al modo como son conocidos.

2. Todo el orden moral natural descansa sobre un primer principio universal, hay que hacer el
bien y evitar el mal. Es un principió básico que expresa la tendencia fundamental de la naturaleza y de la
voluntad humana, y que es conocido casi intuitivamente: lo formula todo hombre capaz de entender de
alguna manera los conceptos de bien y de mal. Este principio se deriva inmediatamente de la noción de
bien, que es la noción primera y básica de la inteligencia práctica, así como la de ente es la primera en el
orden especulativo. Principios equivalentes a éste son: cumple tus deberes, vive ordenadamente, etc.

Como en los primeros principios especulativos está contenida toda la metafísica, el primer
principio moral contiene implícitamente todos los deberes éticos: su fuerza obligatoria se extiende a todo
lo que es visto como bueno y como malo. Y como ya sabemos que los bienes y los males humanos se
dicen tales en relación a la naturaleza, los restantes principios morales surgen de la conjugación de ese
primer principio con el conocimiento de las inclinaciones de la naturaleza y de sus exigencias y
relaciones esenciales.

3. La ley natural es la expresión de las finalidades esenciales de la naturaleza. Preceptúa el


respeto del orden esencial de las inclinaciones naturales, y de los deberes y derechos que de ellas se
derivan. Veamos algunos ejemplos.

a. El hombre tiene, como todos los seres vivos, una fuerte tendencia a conservar y fomentar
la vida. De aquí se sigue que la recta razón entienda como un deber natural procurar todo lo necesario
para conservar la existencia y la integridad corporal, y evitar todo lo que pueda dañar la vida propia o

30
Cfr. CATHREIN, V., Die Einheit des sittlichen Bewusstseins der Menschheit, 1910; KERN, F., Geschichte und Entwicklung, 1952;
MOUR, P., La ética cristiana a la luz de la etnología, Rialp, Madrid 1962.
31
Cfr. Carnets dé Lévy-Brühl, editados en 1949 por M. Leenhardt.
32
KERN, F., Der Beginn der Weltgeschichte, 1953, p. 249.
63
ajena. Acciones como el suicidio, el homicidio, la mutilación, el uso de drogas y estupefacientes, así
como la negligencia en procurar lo necesario para la vida corporal y espiritual, son contrarias a la ley
natural.

b. La tendencia sexual mira no a la conservación del individuo, sino a la perpetuación de la


especie humana, que comprende la procreación y la debida educación humana y moral de los hijos; por
eso, todo uso de la sexualidad no ordenado a la transmisión de la vida en el seno de la familia lesiona
esencialmente a la ley natural y es por ello intrínsecamente malo.

c. El hombre experimenta también una acusada tendencia social, porque su


perfeccionamiento sólo es posible en la sociedad, mediante la ayuda de los demás. Es naturalmente
obligatorio todo lo necesario para que la sociedad exista y cumpla sus fines: el respeto de la justicia, la
obediencia a las autoridades legítimas, la veracidad, el respeto del honor y fama del prójimo, contribuir en
la medida de las propias posibilidades a que la .vida social sea una ayuda efectiva para la consecución de
los demás fines esenciales, etc.

d. La tendencia más específicamente humana es la que tiene por objeto a Dios. Esa
inclinación, que se expresa en el deseo natural de ser feliz, fundamenta el deber ético de conocer y amar a
Dios, de darle el culto debido y do evitar lodo lo que pueda ofenderle y apartarnos de El.

El deber de conocer y amar a Dios es el más impórtame de la ley natural, y la razón última de
todos los demás. Es expresión de la tendencia básica de la naturaleza hacia su perfección plena y
definitiva, y contiene la razón de la obligatoriedad de los fines parciales y no últimos. De la ley natural
surge una obligación moral absoluta en cuanto que es también una ley divina en un doble sentido: tiene a
Dios como autor y tiene a Dios como fin. La ley moral natural señala el camino por el que el hombre
alcanzará la unión con Dios y su felicidad perfecta.

La importancia de este precepto es tan radical que ningún hombre puede considerarse bueno si no
lo cumple, aunque respete otros mandatos. Es más, no pueden darse acciones plenamente buenas si no se
ordenan —al menos implícita o habitualmente— a Dios. No basta que la acción sea objetivamente
conforme a la naturaleza, y por tanto al orden divino, sino que ha de ser querida de alguna manera en
cuanto tal. Esto no significa que toda acción libre de un ateo sea moralmente mala. Implícitamente puede
dirigir algunas de sus acciones a Dios, si obra por un motivo humano noble y de acuerdo a la ley natural.

No obstante, esos actos en sí mismos buenos —cuidar de la propia familia, por ejemplo— están
muy lejos de ser humanamente perfectos, y no son meritorios en el orden sobrenatural. Puede entenderse
así el grave error en que incurren los que defienden una moral independiente de Dios (Kant) llegando a
proponer como tipo moral ideal el del «ateo honesto» (Bayle).

A pesar de estar integrada por una multitud de preceptos. la ley natural tiene una estrecha
unidad. Esa unidad procede del primer precepto fundamental (hay que hacer el bien y evitar el mal), que
se extiende sobre todos los demás: la ley natural es la ley del bien que hay que hacer en la diversidad de
situaciones y circunstancias que integran la existencia humana.

Por otra parte, la unidad de la ley natural es también la unidad de la naturaleza. La esencia
humana es una y tiene sentido y destino unitario, al que responde y se dirige la pluralidad de sus
exigencias y postulados morales. Los diferentes deberes éticos tienen una importancia mayor o menor
según que se vinculen de modo más o menos íntimo y esencial con los fines de las tendencias naturales.
La acción que hace imposible la consecución de un fin natural es más grave que la que sólo lo dificulta un
poco: es más grave consentir a una ley permisiva del aborto que evadir el pago de una parte de los
impuestos.

64
3.4. EL CONOCIMIENTO DE LA LEY NATURAL

Acerca del conocimiento de la ley natural se plantean principalmente tres preguntas: 1) ¿hasta qué
punto y en que medida es cognoscible la ley natural?; 2) ¿cómo se realiza ese conocimiento?; y 3) ¿por
qué algunos hombres desconocen deberes éticos naturales de cierta importancia? Dedicaremos este tema a
explicar esas tres cuestiones.

3.4.1. LA LEY NATURAL ES COGNOSCIBLE POR TODOS LOS HOMBRES

La ley moral puede ser conocida naturalmente por todos los hombres. El conocimiento moral
natural se adecua al modo general de proceder de nuestro conocimiento: a partir de la experiencia
ordinaria se llega a unos primeros principios, y después a sus aplicaciones concretas. Así como el ente es
lo primero que aprehende la inteligencia en su vertiente especulativa, el bien —la bondad real de las cosas
— es lo que primeramente conoce el entendimiento en su función práctica. Del conocimiento del bien se
sigue un primer principio evidente: hay que hacer el bien y evitar el mal.

Tenemos un hábito natural de los primeros principios morales. Los principales preceptos de la
ley moral los conocemos naturalmente por el hábito de la sindéresis, luz inextinguible que nos impulsa a
aprehender los bienes reales como fines que se deben conseguir, y los males como algo que hay que
evitar: es un principio permanente e inmutable de rectitud. La sindéresis es un hábito del intelecto,
operativo y natural, pero no un conjunto de ideas innatas. Procede en parte de la naturaleza y en parte de
la experiencia: es como una disposición natural para juzgar con acierte sobre la bondad y obligatoriedad
de las cosas conocidas, que no podría actuarse sin una previa experiencia de las cosas y de nuestra
naturaleza.

El conocimiento natural se extiende a toda la ley moral de la naturaleza. El conocimiento


natural del bien no se limita a los principios primeros y más generales de la ley moral, sino que se
extiende a todas sus aplicaciones. Esto no quiere decir que todos los preceptos se alcancen de modo
inmediato: conocimiento natural significa conocimiento al que naturalmente somos llevados, y que
podemos adquirir con facilidad según la naturaleza de cada precepto, unas veces de modo más inmediato,
y otras mediante el discurso racional. Así, todo hombre rectamente dispuesto puede llegar a conocer los
preceptos de la ley moral, y a saber en todas las situaciones de su vida lo que la ley natural preceptúa.

La experiencia corrobora que ninguna persona con rectas disposiciones carece del conocimiento
moral necesario para su conducta. Muchas veces no lo obtendrá por vía de riguroso razonamiento, pero sí
por una reducción espontánea del contenido de la acción a los primeros principios, que muestra su
coherencia o contradicción con ellos. En ocasiones, puede no ser fácil alcanzar un conocimiento acabado
de todas las exigencias de la ley natural, que incluya hasta las aplicaciones más remotas, pero esa
dificultad —mayor o menor según las personas y los preceptos— en parte no es natural, sino
consecuencia del pecado, como veremos más adelante. Por eso, quien se empeña sinceramente en conocer
los mandatos de la ley moral, saliendo al encuentro de la norma con la rectitud de su vida, resuelve
rectamente lo que se ha de hacer en cada caso particular.

3.4.2. EL CONOCIMIENTO DE LOS DEBERES ÉTICOS NATURALES

¿Cómo se conocen los deberes éticos naturales? Se puede responder brevemente: por la unión
del sentido moral natural (sindéresis) con el conocimiento de la naturaleza humana y sus exigencias.

La ley moral es una ley natural y una ley de la razón. La ley natural es formalmente moral en
cuanto conjunto de preceptos dictados por la recta razón como regla que vincula nuestra libre
65
autodeterminación. Entre esos preceptos, hay unos primeros y más generales (haz el bien y evita el mal,
da a cada uno lo suyo) que son captados de modo más inmediato e intuitivo, y hay otros más complejos y
concretos —muchas veces aplicación de los primeros— que la razón formula leyendo las exigencias
esenciales de la naturaleza. La ley moral no es así ni una ley puramente biológica ni un puro esquema
apriorístico de la razón: no es sólo una ley al estilo de las leyes físicas o químicas, ni tampoco una norma
trazada por la razón con independencia del orden del ser y del perfeccionamiento de la naturaleza
humana.

Si no se conjugan debidamente los aspectos natural y racional de la ley moral se puede llegar a
no entenderla. Kelsen, uno de los principales representantes del moderno positivismo jurídico, critica el
concepto de ley natural, porque entiende que dicho concepto supone la elevación de los instintos
biológicos a normas de la conducta libre33.

En sentido contrario, autores como Bergbohm, Sauter y Welzel limitan las normas naturales a
unos cuantos principios a priori y meramente formales, sin contenido concreto. El contenido habría que
tomarlo de las variantes circunstancias históricas y sociales-. Kelsen se ve obligado a fundamentar el
valor de las normas jurídicas en la autoridad del Estado y, más concretamente, en una delegación de la
norma constitucional, que queda sin fundamento, y que él mismo considera como de valor hipotético. Los
autores como Sauter y Welzel acaban admitiendo un relativismo historicista en lo que se refiere a los
contenidos concretos de la moral y el derecho.

Las dificultades para entender el concepto de ley natural obedecen en buena parte a la tendencia,
que se ha agudizado a lo largo de la historia con gran perjuicio para la Ética, de separar dos ideas
fundamentales: la tendencia a la felicidad y el conocimiento natural del bien. La primera sitúa el origen de
la reflexión ética en la aspiración natural a la felicidad; la segunda, en el conocimiento inmediato del
bien34.

En realidad, no se puede prescindir ni de la aspiración a la felicidad ni del conocimiento racional


del bien propio de la naturaleza que a él aspira. Es más, son dos realidades íntima mente ligadas35. El
conocimiento moral depende del conocimiento de la naturaleza y de sus inclinaciones, y así se hace
presente al intelecto; pero, a la vez, goza de una evidencia —y a veces de un carácter inmediato—
superior a la de otros tipos de conocimiento. La razón tiene una facilidad natural para conocer las
exigencias morales de la naturaleza, sin que existan por eso unos principios innatos o apriorísticos.

La conexión de los principios morales con las tendencias naturales explica que aun siendo
generales, no sean nunca meramente formales. Los principios morales son vividos con un contenido
concreto desde el momento en que el hombre es consciente de lo que hace. En el seno de la familia, por
ejemplo, se aprende con la misma vida diaria que se ha de dar a cada uno lo suyo, que se debe cumplir lo
prometido, que hay que decir la verdad. Posteriormente, el hombre es capaz de llegar a una formulación
general y abstracta de esos principios. Pero, por su conexión con la vida, esos principios serán entendidos
siempre como algo relativo al orden del ser, como un conocimiento del bien paralelo a la aspiración a la
felicidad que anima la vida familiar, social, etc.

4. INFLUENCIA DE LAS DISPOSICIONES MORALES EN EL CONOCIMIENTO DE LA LEY


NATURAL
33
Cfr. KELSEN, H., Justice et Droit naturel, en «Le Droit Naturel», París 1959, pp. 77 ss y 126 ss; del mismo autor, Die Grundlage
der Naturrechtslehre, en «Das Naturrecht in der politischen Theorie», Viena 1963, p. 151.
34
Seguimos aquí las observaciones de MESSNER, J., Etica social, política y económica a la luz del Derecho Natural, pp. 353 ss.
35
«Oportet quod in vi cognoscitiva sit naturalis conceptio et in vi appetitiva naturalis inclinatio» (STO TOMÁS DE AQUINO,
Scriptum super Sententiis Magistri Petri Lombardi, lib. IV, d 33, q1, a1; ed., Vivés, París 1872-1880). Nos referiremos a la obra con
la sigla In Sent.
66
4.1. El conocimiento moral está fuertemente influenciado por el orden o desorden de la
libertad humana con respecto a sus fines naturales.

No es difícil advertir que el conocimiento de la ley natural se da desigualmente entre los hombres:
todos la pueden conocer, pero de hecho no todos la conocen con la misma extensión y claridad. La razón
de esto es que la voluntad mueve al intelecto al fin que quiere, y por eso es necesario que la recta vida
moral consolide la idoneidad para conocer la ley natural. Se explica así que los hombres rectos la
conozcan con mayor amplitud e intensidad.

La vida moral desordenada es expresión de una voluntad que libremente decide apartarse del
bien, y lleva necesariamente a un oscurecimiento de las verdades que hacen referencia al fin último y, por
eso, a las de la ley moral, que manifiestan la relación del acto humano a Dios.

4.2. La persistencia en la mala conducta tiende a obnubilar el conocimiento prudencial

(Es decir, el conocimiento moral concreto), pues cuando no se quiere rectificar el desorden de
una acción singular, una y otra vez, la voluntad inclina a la prudencia a que juzgue sin atender a la ley
moral. Una persona que roba advierte las primeras veces que esas acciones son malas. Pero si el robo se
convierte en un hábito estable, la conciencia puede llegar a cauterizarse, y terminar no discerniendo la
malicia de sus actos.

Si la voluntad persiste en esta conducta, sobreviene un afán de justificar las malas acciones a
nivel de conocimiento universal. De esta forma, el hombre puede corromper la misma ciencia moral,
convirtiéndose en autor de una nueva norma que, en realidad, es un proyecto subjetivo de
autojustificación extensible a toda su vida.

Es el caso del que juzga en universal que el divorcio, la lesión de los bienes espirituales y
materiales de la persona, etc., no son nociones malas. La actual proliferación de lo que se ha dado llamar
«morales nuevas» es un ejemplo ilustrativo de cuanto venimos diciendo. Cuando el influjo social del
cristianismo es mayor, el mal moral, al ir acompañado de frecuentes rectificaciones, no suele afectar a los
mismos principios de la ley natural.

4.3. La corrupción del conocimiento moral debida al pecado puede extenderse de algún modo
hasta los primeros principios morales.

La sindéresis puede perder su fuerza de orientación, haciéndose menos operativa en las


elecciones particulares, aunque propiamente no pueda extinguirse en cuanto conocimiento
universal: nadie puede juzgar de modo absoluto y general que hay que hacer el mal y evitar el
bien. El posible deterioro de la sindéresis a nivel práctico es la forma más grave en que puede
corromperse el conocimiento moral, porque en este caso ya no existe un conocimiento anterior
que pueda servir de punto de referencia para una posible rectificación.

De lo dicho hasta aquí se desprende que el oscurecimiento de la ley moral no es algo natural,
sino que es debido al desorden de la voluntad. Aunque el influjo del ambiente, la educación, la difusión
del error, etc., pueden contribuir a este oscurecimiento, disminuyendo a veces la culpabilidad, nadie
puede excusarse de pecado por ignorar loa primeros principios de la ley natural. Respecto a la posibilidad
de ignorar sin culpa sus aplicaciones o conclusiones más inmediatas —concretamente, los preceptos del
Decálogo—, no hay una opinión unánimemente aceptada.

La tesis más común y más conforme a la experiencia es la que afirma que estos preceptos, en
circunstancias particulares, pueden ignorarse sin culpa, al menos por un tiempo, pero no durante toda la
67
vida. De hecho, la experiencia muestra que, con frecuencia, una ignorancia inculpable sobre algún
precepto del Decálogo, tarde o temprano desaparece, ya sea como ignorancia, ya sea como inculpable
(pasando a ser culpable). Es impensable que, tratándose de exigencias tan profundamente enraizadas en la
naturaleza humana y de tanta importancia para la felicidad de la persona, puedan desaparecer por
completo; permanecen al menos como duda o remordimiento. Puede darse, en cambio, un
desconocimiento inculpable de aplicaciones remotas de la ley natural a problemas complejos o de reciente
aparición, o en materias no ligadas esencial y directamente a los fines de las tendencias fundamentales de
la naturaleza humana.

CAPÍTULO V : LA CONCIENCIA MORAL

1. LA CONCIENCIA, JUICIO PARTICULAR ACERCA DE LA MORALIDAD DE LOS


ACTOS

La ley moral tiene, en la inteligencia humana, las características de un conocimiento universal; se


trata de un conjunto de verdades que indican el orden general que deben seguir las acciones humanas.
Pero como las acciones son siempre singulares, el hombre, para conocer la moralidad concreta de sus
actos, necesita aplicar la ley moral a cada una de sus acciones, atendiendo a sus peculiares circunstancias.
Así, por ejemplo, «decir siempre la verdad» es un principio general que debe aplicarse a lo que cada uno
debe decir o hacer en el momento concreto. Esta aplicación de la ciencia al acto se llama conciencia
moral.

La conciencia moral puede definirse como el juicio del intelecto práctico que, a partir de la ley
moral dictamina acerca de la bondad o malicia de un acto concreto. Con el nombre de conciencia se
designa un juicio, un acto de la inteligencia, y no un hábito o una potencia. Por referirse a acciones
singulares, se trata de un juicio particular, que aprueba o prohibe una acción singular realizada por un
sujeto determinado en unas circunstancias concretas.

El juicio de conciencia no es autónomo. La conciencia no pone en tela de juicio el valor de la ley


moral, sino la adecuación de los actos a esa ley; de ahí que necesariamente la deba suponer, y juzgar a
partir de ella. La conciencia, pues, no es autónoma, no crea la norma, sino que la aplica a cada caso: por
eso, se suele decir que sin ciencia no hoy conciencia.

LO QUE ENTIENDE FREUD POR CONCIENCIA

Según la teoría psicoanalítica de Freud la conciencia moral no es otra cosa que la supervivencia
inconsciente de la autoridad paterna. Su «introyección» tiene lugar en los primeros meses de la vida del
niño, cuando los padres le tienen que prohibir algunas formas de satisfacer ciertos impulsos y
necesidades. En el inconsciente se desarrollaría así un cierto miedo a la autoridad, ligado a sentimientos
de odio y culpabilidad. De ahí nace un mecanismo de represión de los impulsos biológicos, que tiende a
conformarlos con las normas socialmente aceptadas, y que es parte importante de lo que Freud llama el
«super-yo». el yo-ideal.

La teoría cíe Freud no es comprobable científicamente por referirse a estadios de la vida infantil
que no pueden verificarse. Además, parece contradecir un hecho universalmente reconocido: las
relaciones de los padres con los hijos son amorosas y llenas de delicadeza.

Pero sobre todo es inaceptable la base fundamental de la teoría de Freud: piensa este autor que el
hombre es esencialmente impulso sexual, al servicio del cual debe ponerse la razón. La norma de la vida

68
humana estaría constituida por la legalidad biológica de dicho impulso, por el principio de su libre
desarrollo, y su moderación por parte de la razón sería la causa de todas las enfermedades psíquicas. En
pocas palabras, Freud tiene un concepto plenamente materialista del hombre, que contradice hechos y
experiencias absolutamente ciertas36.

2. FORMACIÓN DE LA CONCIENCIA MORAL

Como la conciencia es regla moral de nuestros actos, y de ellos depende nuestra felicidad eterna, es
de máxima importancia poseer una conciencia verdadera. Todo hombre, pues, debe tener una solícita
preocupación por adquirirla.

Esta solicitud se traduce, en la práctica, en un afán por formar la conciencia de acuerdo con la ley
natural. Para ello se requiere, en primer lugar, un esfuerzo positivo por conocer la ley moral,
instruyéndose oportunamente. Además, la conciencia depende muy estrechamente de las disposiciones
morales de la persona —virtudes y vicios—; por eso, la práctica de las virtudes y la lucha contra los
vicios es necesaria para llegar a tener una conciencia bien formada. Entre las virtudes morales, la
sinceridad y la humildad tienen particular importancia en la formación de la conciencia: para reconocer
las propias equivocaciones tal como son, para pedir consejo a las personas más prudentes, etc.

Es de destacar también la importancia de la templanza, que nos ayuda a no confundir el bien con el
placer y el mal con el dolor. Aristóteles señalaba que la voluntad humana tiene como objeto el bien, «pero
este objeto, para cada uno en particular, es el bien tal como le aparece (...). El hombre virtuoso sabe
siempre juzgar las cosas como es debido, y conoce la verdad respecto de cada una de ellas, porque según
son las disposiciones morales del hombre, así las cosas varían (...). Quizá la gran superioridad del hombre
virtuoso consiste en que ve la verdad en todas las cosas, porque él es como su regla y medida, mientras
que para el vulgo en general el error procede del placer, el cual parece ser el bien, sin serlo realmente. El
vulgo escoge el placer, que toma por el bien; y huye del dolor, que confunde con el mal» 37.

Es, pues, muy antigua la convicción de que el conocimiento del bien y del mal en la acción
concreta no requiere únicamente la agudeza del intelecto, sino también una recta disposición de la
afectividad (virtudes morales), sin la cual la razón no puede desempeñar su función rectora de la
conducta.

La conciencia puede estar habitualmente deformada. El descuido habitual de los medios para la
formación de la conciencia, que contrarrestan el influjo de las pasiones, de los pecados personales, del
ambiente, etc., puede originar diversos estados de deformación. Así, puede darse la conciencia laxa, que
sin fundamento alguno quita la razón de pecado, o de pecado grave, a actos que realmente la tienen. La
conciencia laxa puede ser cauterizada, si por la frecuente repetición de un determinado tipo de pecados
llega a no advertir su gravedad e, incluso, a no reconocer malicia alguna en ellos; o puede también ser
farisaica, que hace a la persona muy sensible ante algunos actos exteriores, pero que permite pecar sin
escrúpulo alguno en materias de gran importancia.

Otra deformación posible es la conciencia escrupulosa, que es la que sin motivos fundados teme
haber cometido algún pecado. La característica principal de los escrúpulos es el infundado temor y la
ansiedad desproporcionada, y se distingue netamente de la conciencia delicada, que lleva a advertir y a
dolerse de las fallas pequeñas, llenando de paz el alma. Los escrúpulos propiamente dichos suelen tener
una componente patológica (o al menos, de agotamiento nervioso), y por eso no deben confundirse con
36
Sobre la teoría de Freud puede consultarse el valioso estudio crítico de CHOZA, J., Conciencia y afectividad, EUNSA, Pamplona
1978.
37
ARISTÓTELES, Etica a Nicómaco, lib. III, cap. 4, 1113a 24-36.
69
estados semejantes debidos a la falta de humildad y de contrición ante los pecados cometidos, al poco
empeño por resolver las dudas mediante la consulta a una persona prudente, o a la turbación ante la
fealdad de un determinado pecado.

SIGMUD FREUD

70
SEGUNDA UNIDAD: LA MORALIDAD DE LOS ACTOS HUMANOS (El ejercicio moral)

CAPÍTULO I : LOS ACTOS HUMANOS

La moralidad es una cualidad propia y exclusiva del obrar humano, pues sólo el hombre tiene la
potestad de cumplir o no con sus actos el orden al fin último u orden moral, Hasta aquí hemos estudiado
el fin, la ley moral, y el modo de conocer y aplicar la norma a las acciones singulares. Estudiamos ahora
las características del acto humano que lo definen como intrínsecamente moral, y las raíces de su
moralidad concreta, es decir, de su bondad o malicia.

1. EL ACTO HUMANO SE CARACTERIZA FUNDAMENTALMENTE POR SER LIBRE

La libertad es la capacidad de la voluntad de moverse por sí misma al bien que la razón le


presenta.

1.1. La libertad supone el conocimiento intelectual del bien

Los animales irracionales son llevados a sus fines mediante una inclinación ciega y determinada,
que requiere la existencia de la Inteligencia divina, porque ninguna causa se encamina al fin si no lo
conoce previamente o si no es conducida a él por un agente cognoscitivo. El conocimiento del bien en
cuanto tal excede a los entes no espirituales —los animales conocen los bienes sensibles, pero no su razón
de bien—, y su tendencia hacia esos bienes no puede explicarse sino por causa de la Inteligencia divina,
que los ordena hacia ellos.

Los agentes racionales conocen ellos mismos la razón de bien, y por tanto su inclinación no les
viene dada simplemente desde fuera. Al conocer el bien, lo interiorizan, lo hacen suyo y, de este modo, el
movimiento efectivo hacia él surge intrínsecamente. El origen interior del acto voluntario es una
característica esencial del obrar libre del hombre: el agente racional es dueño de sus actos, y por eso Santo
Tomás suele decir que los sujetos libres «actúan», en contraposición a los irracionales, que más que
actuar «son actuados».

1.2. El conocimiento del bien permite el dominio sobre los actos

El dominio de los actos, propio de la criatura libre, no es la simple espontaneidad que caracteriza
toda acción viviente.

La espontaneidad se da siempre que el movimiento procede de un principio vital, y se contrapone


al obrar meramente pasivo, recibido de un principio exterior, propio de las cosas inertes. Para que haya
pleno dominio del acto, es necesario además la posesión cognoscitiva del bien, conocido bajo la
específica razón de bien; esto sólo lo puede hacer la inteligencia. Una piedra, por ejemplo, sólo puede ser
movida desde fuera; un animal capta con sus sentidos el bien sensible, al que se mueve con necesidad,
obligado por el instinto; el hombre, al aprehender un bien bajo la razón de bien, es señor de su tendencia
hacia él: puede poner los medios para conseguirlo, o dejar de ponerlos.

71
1.3. La libertad, en esta vida, va acompañada de indeterminación

El acto de la voluntad puede recaer sobre el fin último, o sobre los medios que a él se encaminan.
El dominio, en consecuencia, puede ejercerse en una doble vertiente: dominio sobre la intención del fin
(intentio finis), o dominio sobre la elección de los medios (electio mediorum).

Por distinto motivo, los bienes —sean los medios, o el fin— no imponen, en esta vida, una
adhesión necesaria de la voluntad:

a. Ante el fin último en general (la felicidad, el bien absoluto considerado en general) la
voluntad asiente con necesidad este movimiento, que se llama voluntas ut natura es la raíz de la
indeterminación de nuestro apetito voluntario ante los bienes particulares.

b. Frente al fin último en concreto, que es Dios, la voluntad no es determinada


necesariamente: la inteligencia humana conoce a Dios con cierta oscuridad en esta vida, de modo
deficiente y analógico. Por eso, en el conocimiento práctico, Dios puede no aparecer a un hombre
en toda su Bondad: como ocurre, por ejemplo, si estando movidos por un mal deseo, y habiéndose
cruzado en nuestra mente la idea de Dios, queremos alejarla como un obstáculo.
Sin embargo, la voluntad experimenta ante Dios una auténtica obligatoriedad moral, que
no anula la posibilidad de rechazarlo, para adherirse a bienes que la atraen desordenadamente.

c. Con respecto a los medios que llevan al fin último, la voluntad queda indeterminada,
porque son bienes particulares: la voluntad los quiere relativamente, en cuanto conducen al fin
último. Las criaturas, al ser bienes finitos, nunca pueden mover con necesidad el querer del
hombre.

1.4. La esencia de la libertad consiste en la autodeterminación al bien

Se ve, pues, que la libertad supone en esta vida un cierto grado de indeterminación: todos los
bienes que la inteligencia presenta ala voluntad son finitos c incapaces de por sí de producir una adhesión
necesaria. Esta indeterminación —y la consiguiente posibilidad de elegir lo que en realidad no es bueno
— es una característica de la libertad humana.

Sin embargo, la esencia de la libertad no consiste en la posibilidad de elegir entre el bien y el mal,
ni mucho menos en la elección del mal, porque la libertad es una facultad intrínsecamente moral. Se debe
decir por eso que la naturaleza intima de la libertad es la autodeterminación hacia el bien. Quien obra el
mal realiza un acto libre, es psicológicamente libre, pero la elección del mal es un acto defectuoso
moralmente, e incluso defectuoso sin más, porque carece de la perfección más propia y específica de la
libertad. Las líneas siguientes aclararán algo más esta cuestión.

1.5. Libertad y moralidad

La libertad humana tiene su último sentido en la vida moral. Ya hemos visto páginas atrás que el
fin intentado por Dios es la causa última determinante de la naturaleza y característica de los entes
creados, y que éstas manifiestan el fin propio de cada naturaleza.

Se puede entender así que la libertad humana obedece al designio de Dios de hacer al hombre
partícipe de su Gloria y de su Felicidad. Para ello es necesaria la capacidad humana de conocer y amar
libremente, a la que va unida la triste posibilidad de ignorar y de odiar. La razón de ser positiva de la
libertad humana es, pues, hacer posible al hombre la libre y consciente posesión de la Suma Bondad, que
glorifica a Dios y hace feliz al hombre.

72
Desde un punto de vista meramente psicológico, la libertad es siempre una perfección. Pero
absolutamente hablando, la libertad es una perfección si se usa bien; su mal uso es el peor de los males: el
pecado.

2. EL ACTO HUMANO PROCEDE DE LA INTELIGENCIA Y DE LA VOLUNTAD

«Como el hombre es señor de sus obras por la razón y la voluntad (…), se llaman actos humanos
los que proceden de la voluntad deliberada»38. Los actos humanos nacen, pues, de la voluntad ilustrada
por la inteligencia, porque la voluntad o puede querer nada si no ha sido presentado antes por el intelecto.
El papel del conocimiento es mostrar a la voluntad su objeto; lo propio de la voluntad es moverse a sí
misma y a las demás potencias hacia ese objeto.

Influjo del conocimiento en el acto humano: la advertencia

La actividad voluntaria va acompañada de la conciencia intelectual o advertencia, que es el acto


por el que la mente capta una acción propia y su moralidad. La advertencia constitutiva del acto moral es
el conocimiento de su bondad o malicia, que supone el conocimiento del acto mismo: es decir, se viene a
identificar con el juicio actual de la conciencia moral.

La advertencia puede ser actual o virtual, según que la captación de la mente se dé en el


momento mismo del acto (in acto), o que se haya dado en un acto anterior y aún perdure o influya (in
virtute ). Así, tiene advertencia actual quien, al ayudar a los demás, dirige la atención de su mente a los
actos que está realizando. Sin embargo, se puede seguir ayudando a los demás sin tener esa atención
actual. En este caso se dice que la advertencia es virtual, porque se está bajo el influjo de la advertencia
actual que se tuvo en actos anteriores. La advertencia virtual es suficiente para el acto humano y para que
éste sea verdaderamente moral.

Atendiendo al grado de intensidad, la advertencia puede ser plena o semiplena. Se da advertencia


plena cuando el hombre conoce perfectamente lo que hace y la moralidad de su acción. Es semiplena,
cuando ese conocimiento encuentra algún obstáculo (estado de somnolencia, ebriedad, etc.). la plenitud
de la advertencia se requiere para la perfección del acto humano, y su defecto disminuye la voluntariedad.

La voluntariedad del acto humano: el consentimiento

Advertida por la inteligencia, la voluntad se mueve intrínsecamente hacia el objeto


(consentimiento) o lo rechaza. El consentimiento es el acto de la voluntad por el que ésta se aplica a
obrar en orden a la consecución de un fin.

El consentimiento puede versar sobre el objeto de una acción o sobre su causa:

a. Si la voluntad quiere el objeto en sí mismo, se habla de voluntario directo.

b. Si simplemente lo permite, como efecto secundario previsto y ligado a lo que directamente se


quiere, se habla de voluntario indirecto: quien lee un libro para preparar un examen, previendo
que de esa lectura se derivarán tentaciones contra la honestidad de las costumbres, quiere
indirectamente esas tentaciones, y es responsable de ellas: de ahí la obligación de evitar esa
lectura, o al menos de poner las cautelas oportunas, etc.

c. Por último, si la voluntad consiente en una acción que es causa de otras, se dice que estas
últimas son voluntarias «in causa»: las acciones que se cometen en estado de embriaguez son
voluntarias in causa, si la embriaguez ha sido consentida.

38
S. Th., I-II, q.1, a.1, c.
73
Teniendo en cuenta la complejidad de la conducta humana y las múltiples conexiones que implica
cualquier actividad, la voluntariedad in causa e indirecta tienen una gran importancia en la vida moral.

Paralelamente a la advertencia, el consentimiento puede ser perfecto o imperfecto, según que la


voluntad se adhiera al objeto de modo total o parcial. Siempre que falte advertencia plena, el
consentimiento será necesariamente imperfecto; en cambio, puede darse consentimiento perfecto con una
advertencia virtual. El consentimiento perfecto supone que la voluntad se entrega sin reservas al
objeto; de ahí, por ejemplo, que la falta de lucha ante la tentación sea uno de los síntomas de pleno
consentimiento en el pecado.

Aunque la componente cognoscitiva y volitiva de todo acto humano puede denominarse de modo
genérico advertencia y consentimiento, existen en realidad diversos tipos de advertencia y de
consentimiento. A la primera aprehensión de un fin conveniente sigue una complacencia de la voluntad
que se llama amor.

Después hay un juicio que valora la posibilidad física y moral de alcanzar ese bien, al que puede
seguir una firme decisión de obtenerlo que se llama intención. Movida por la intención, la inteligencia
delibera acerca de los medios más convenientes paca conseguir ese fin, que la voluntad puede aceptar o
no por un acto que se denomina consentimiento. Se debe precisar después cuál de esos medios es el mejor
o el que se debe poner en práctica primeramente (juicio de elección), y la voluntad ha de tomar la
decisión interior de hacerlo así (elección). Cuando se ha decidido lo que se obrará aquí y ahora, la razón
organiza la actividad de las diversas potencias humanas (imperio), y la voluntad las mueve de acuerdo a
lo señalado por la razón (uso activo). Sigue el movimiento de las potencias ejecutivas —los brazos, por
ejemplo— por parte de la voluntad (uso pasivo), la consecución del fin y el gozo de la voluntad en el bien
poseído.

La voluntariedad del acto puede ser destruida por la violencia. Acto violento es el que procede de
un principio exterior, y contrario a la voluntad del sujeto que padece la coacción. Los actos internos de
la voluntad no pueden estar sujetos á violencia, porque se trata de una facultad espiritual y libre, y de ahí
que estos actos se imputen siempre a las personas, aunque éstas padezcan violencia exterior. En cambio,
los actos externos pueden ser causados por la violencia, porque la coacción puede ejercerse sobre el
organismo físico, del que proceden inmediatamente esos actos: pueden ponernos de rodillas ante un ídolo,
pero nadie puede provocar el acto interno de adoración y reverencia.

También influye en la voluntariedad —junto con las pasiones, que estudiaremos más adelante—
el miedo, que suele definirse: como una trepidación de la mente ante un mal próximo. El miedo puede
disminuir la voluntariedad, aunque ordinariamente no la suprime. Sólo cuando priva totalmente del uso de
razón, por sor un miedo de extraordinaria fuerza, anula el acto voluntario.

3. EL INFLUJO DE LAS PASIONES EN LA MORALIDAD DEL ACTO HUMANO

Los actos humanos proceden de la voluntad deliberada. Pero como el hombre está compuesto de
alma y cuerpo, en su obrar no sólo interviene la razón y la voluntad, sino también la sensibilidad. Del
mismo modo que el conocimiento intelectual del hombre está relacionado con el conocimiento sensible,
también el obrar voluntario y su moralidad está influenciado por los sentimientos y afectos humanos.

3.1.LAS PASIONES, ACTOS DEL APETITO SENSITIVO

Las pasiones son actos o movimientos de las tendencias sensibles que tienen por objeto un bien
captado por los sentidos. Son sentimientos de atracción o repulsa frente a un bien o un mal conocido por
74
los sentidos. Su presencia en la conducta humana es constante: es lo que en el lenguaje vulgar se suele
denominar «sentimientos», «emociones», «estados afectivos», etc. Se diferencian de los actos de la
voluntad por su carácter sensible y por su relación al cuerpo: somos conscientes de los actos de la
voluntad, pero no los sentimos; la cólera, el miedo ante un peligro inminente, etc., que son pasiones, se
sienten, y tienen efectos corporales como cambiar el color de la cara, acelerar el ritmo cardíaco, temblores
en las piernas, etc.

Como todo acto apetitivo, las pasiones proceden siempre de un conocimiento previo. Igual que el
querer racional es precedido por el conocimiento intelectual, las pasiones se desencadenan a partir del
conocimiento sensible, ya sea de la sensibilidad externa (vista, oído, etc.) o de la interna (imaginación,
memoria): ante la vista de un alimento, puede surgir un deseo sensible de comerlo; ante un recuerdo
desagradable, la tristeza.

La sensibilidad tiene dos potencias apetitivas, la concupiscible y la irascible, que son el origen
de todas las pasiones. La potencia concupiscible reacciona ante los bienes y males sensibles. Sus actos
son: el amor, el deseo de un bien no poseído y el gozo por el bien ya alcanzado (alegría); y, en relación al
mal, el odio, la fuga del mal no poseído y la tristeza ante el mal ya presente. La potencia irascible actúa
ante bienes difíciles de conseguir o ante males difíciles de evitar. Sus actos son; la esperanza y la audacia
ante el bien arduo; y el desánimo, el miedo y la ira o cólera ante el mal difícil de evitar.

La voluntad tiene también movimientos semejantes, pero de carácter no sensible, y que pueden
disociarse de las pasiones. La alegría de la voluntad, por ejemplo, es compatible con la tristeza sensible:
alguien puede soportar de buen grado un sufrimiento, siendo consciente de que compensa soportarlo, pero
a la vez no se podrá evitar totalmente una cierta sensación de tristeza o desgana en la sensibilidad.

3.2.RELACIÓN DE LAS PASIONES CON LA INTELIGENCIA Y LA VOLUNTAD

Las pasiones del hombre están sometidas al gobierno de la razón y de la voluntad. El


conocimiento y el querer sensible (sentidos y pasiones) tienen de suyo un dinamismo autónomo, son
capaces de actuar por sí solos, como sucede en los animales irracionales. Pero, en el hombre, todo ese
proceso queda sometido al gobierno de la razón y de la voluntad. Esta puede influir sobre las pasiones
bien directamente o bien indirectamente, a través de su dominio sobre los sentidos del que a su vez
dependen las pasiones.

Concretamente, podemos señalar los siguientes modos de influencia:

a. La voluntad puede elegir directamente una pasión: es el caso de quien quiere


encolerizarse para agredir a otro con mayor fuerza; este influjo de la voluntad sobre la pasión
requiere un cierto grado de autodominio, porque la sensibilidad no siempre responde
positivamente al querer de la voluntad.
b. El acto de la voluntad puede redundar en la sensibilidad, como cuando la detestación
voluntaria del pecado provoca la vergüenza sensible.
c. La voluntad puede desencadenar una pasión a través del entendimiento y la
imaginación, como la consideración intelectual e imaginativa de un mal posible puede suscitar un
temor sensible.
d. El mismo proceso puede realizarse sólo a través de la sensibilidad, sin cambiar el
juicio del intelecto. Es el caso del llanto ante la muerte de un ser querido, que, sin embargo, se
considera racionalmente como oportuna y como un bien para su alma. La voluntad se duele,
porque amaba a aquella persona, y afecta a la sensibilidad sin cambiar la valoración racional del
hecho.

Las pasiones pueden influir sobre el entendimiento y la voluntad


75
Las pasiones no afectan directa e intrínsecamente a la voluntad, no pueden determinar desde
dentro y de modo inmediato el querer racional, pero sí a través de la imaginación y del entendimiento,
influyendo en el modo de valorar las cosas (ex parte obiecti) . La voluntad se mueve hacia el bien que la
razón le presenta como conveniente, y la razón, para juzgar la conveniencia de mi bien, hace una
comparación entre el objeto y las necesidades actuales del sujeto. Así, al sujeto que se deja dominar por la
cólera, la venganza le parece un bien, algo conveniente a su situación actual: la pasión fuerza la
inteligencia a través de la imaginación, y así condiciona de alguna manera el acto de la voluntad, que peca
por influjo de la pasión no rechazada a tiempo.

Explica Santo Tomás de Aquino que «el juicio de la razón se ve impedido por la vehemente y
desordenada aprehensión de la imaginación y por el juicio de la facultad estimativa, que siguen al apetito
sensitivo como el juicio sobre el gusto sigue a la disposición de la lengua. Por eso vemos que los hombres
dominados por una pasión no apartan fácilmente la imaginación de aquellas cosas que tan íntimamente les
afectan. Por consiguiente, el juicio de la razón las más de las veces sigue a la pasión, y también el
movimiento de la voluntad, que naturalmente está ordenado a secundar el juicio de la razón» 39. Sócrates
no tuvo en cuenta este hecho, y pensaba que bastaba saber que es bueno para hacerlo. Aristóteles le
corrigió, mostrando que si no se domina la sensibilidad, el ímpetu de las pasiones no dominadas hará que
el sujeto se engañe muchas veces, obrando en concreto lo que en general y cuando no está afectado por
las pasiones piensa que está mal.

Las pasiones pueden influir también en la voluntad por redundancia. Todas las potencias
humanas radican en una única esencia, cuya energía no es ilimitada. Cuando una potencia actúa
vehementemente, las restantes no pueden hacerlo sino con debilidad, y así, cuanto más violenta es la
pasión, tanto más débil será el movimiento de la voluntad. La pasión influye en la voluntad al apropiarse
de la energía anímica que ésta necesita. Esta redundancia puede anular totalmente el ejercicio de la razón
y de la voluntad —lo que sólo sucede raramente, ante pasiones fortísimas: miedo ante un terremoto, etc.
—, o solamente condicionarlo de alguna manera, y entonces estamos en el caso explicado anteriormente:
en el influjo ex parte obiecti a través del entendimiento.

El estudio de las pasiones aclara lo que ya vimos acerca del oscurecimiento de la ley natural en
algunos hombres. La pasión modifica primeramente el juicio práctico o juicio de elección, y esto sucede
en todo el que peca movido por la pasión. Juzga como bueno aquí y ahora lo que en general piensa que
está mal. Cuando pasa la pasión y razona fríamente, se da cuenta que ha obrado mal, y se arrepiente. Si no
hay arrepentimiento, y la pasión se convierte en vicio estable, puede llegar a pensarse en general que
aquella conducta contraria a la ley natural es buena. Un definitiva: la pasión es transeúnte y afecta al
juicio práctico sobre lo que se hace aquí y ahora; el vicio es estable, y afecta a los mismos principios
morales universales. La pasión hace pecar por debilidad momentánea; el vicio, por malicia, a sangre fría.

La relación mutua entre las pasiones y la voluntad libre explica que las pasiones tengan en el
hombre un carácter moral. Las pasiones en sí mismas, como movimientos del apetito sensible, no tienen
valor moral: son un hecho físico o natural, y no una acción libre. Pero en el hombre están relacionadas
con la voluntad libre del modo ya explicado, y por eso pasan a tener una moralidad. Concretamente, las
pasiones tienen valor moral en cuanto son provocadas o permitidas por la voluntad, pues en esa medida
participan de la libertad.

No es exacto considerar las pasiones exclusivamente como un obstáculo de la libertad. Es cierto


que en casos extremos pueden anular o atenuar el uso de razón, y por tanto la responsabilidad de la
persona. Pero lo más corriente, lo que sucede a diario, es que pasiones de entidad mediana sean una de las
motivaciones más frecuentes del obrar libre, a las que el hombre consiente libremente o a las que
39
S. Th., I-II, q. 77, a.1.
76
libremente se opone. Vemos así que los hombres se dejan llevar de la desgana sensible, de la tristeza, de
la ira o del miedo, cuando podrían no hacerlo; y advertimos también, que otras personas luchan por
superar los estados sensibles que incitan a cometer el mal o a abandonar el bien. En ese forcejeo consiste
una buena parte de la vida moral. Corno afirma el Aquinate, «la concupiscencia es causa del acto
voluntario más que del involuntario»40.

3.3.MORALIDAD DE LAS PASIONES

Entre los filósofos se ha discutido mucho si las personas buenas pueden o no tener pasiones. Los
estoicos y Kant pensaban que las pasiones son incompatibles con la debida pureza moral. Aristóteles y
Tomás de Aquino piensan en cambio que las pasiones moderadas son propias del hombre virtuoso.

a. Experimentar pasiones no es en si mismo malo. Las pasiones responden a la tendencia de la


naturaleza sensible hacia los bienes que le son propios. Particularmente, el placer y el dolor, que van
unidos respectivamente a la consecución y privación del bien sensible, son un aliciente para mantener la
naturaleza en actividad hacia sus fines: el placer unido a la comida o a la bebida es una ayuda para
cumplir esas funciones naturales y necesarias. Son satisfacciones ligadas a la consecución de los fines
naturales.

b. Las pasiones humanas son buenas o malas según que su objeto y el modo de actuarse sea
conforme o no a la recta razón. La naturaleza sensible del hombre forma parte de un ser racional, y por
eso debe estar al servicio del bien integral de la persona, que es de índole fundamentalmente espiritual.
Esta integración de lo sensible en lo racional impone un orden a la consecución de los bienes sensibles,
que es señalado por la ley natural y conocido por la recta razón.

c. El problema moral de las pasiones se origina porque la naturaleza sensible tiende a sus
bienes de modo absoluto, ya que la medida racional le es en cierto modo ajena. Por eso, cuando el bien
moral exige limitar la tendencia a lo placentero y aceptar algo doloroso, el hombre se encuentra con la
resistencia de sus pasiones. Aparecen entonces como fuerzas que le impulsan a huir del bien, por el
esfuerzo que comporta, o a cometer el mal, por el placer que trae consigo. Pero otras veces la sensibilidad
no se opone al bien moral, y el hombre podrá servirse de ella para hacer el bien con mayor eficacia.

d. Por tanto, la moralidad de las pasiones depende de la moralidad de su objeto. El placer y


el dolor no son en sí mismos ni buenos ni malos. Gozarse en el bien y dolerse del mal es bueno; gozarse
en el mal moral y dolerse del bien es malo. También se. puede juzgar la moralidad de las pasiones
atendiendo a la moralidad del acto a que impulsan y al modo en que impulsan. El deseo sensible que
lleva a comer lo necesario no es malo; el deseo de un acto deshonesto es en cambio intrínsecamente malo.
También el deseo sensible de un bien puede ser malo, si es tan vehemente que lleva a actuar en buena
dirección pero de modo inmoderado, con violencia innecesaria o perdiendo el control racional de nuestros
actos.

En resumen, la tarea moral del hombre no es extinguir las pasiones, sino moderarlas,
dirigiéndolas hacia el bien y haciendo que se actúen en la forma debida. El conflicto entre bien moral y
bien sensible se hace cada vez mayor con el pecado, mientras que se atenúa por medio de la virtud moral.
Con la repetición de actos pecaminosos la sensibilidad se habitúa a apetecer desordenadamente los bienes
sensibles, con lo que el número de tentaciones procedentes de la pasión es cada vez mayor y tienen mayor
fuerza.

40
S. Th., I-II, q.6, a.7.c.
77
La virtud, por el contrario, es una cualidad que pone en las tendencias sensibles la medida y la
dirección del orden moral, haciéndolas dóciles a los mandatos de la voluntad y extinguiendo casi por
completo los ímpetus contrarios al bien moral.

La pasión del hombre virtuoso tiende a ser consecuente a la deliberación e imperio de la


inteligencia, de manera que no es una fuerza que sorprende y obnubila el juicio de la razón, sino una
potencia sensible que el hombre utiliza para obrar lo que con la razón ha considerado como bueno. El
virtuoso no actúa por pasión, pero sí hace el bien con la pasión que el caso requiere, comportándose así
del modo proporcionado a un ser compuesto de razón y sensibilidad.

CAPÍTULO II: LAS VIRTUDES

Hasta ahora hemos estudiado bajo diversos aspectos los actos humanos. Consideramos ahora los
hábitos morales, que son la huella que la operación libre deja en el hombre, y que le hacen
progresivamente bueno o malo, virtuoso o vicioso.

1. NATURALEZA DE LA VIRTUD

Entre la potencia operativa y su acto propio existe una cualidad intermedia que dispone la
potencia hacia un determinado tipo de actos. Estas cualidades son hábitos operativos que pueden ser
buenos (virtudes) o malos (vicios). Cuando decimos, por ejemplo, que un hombre es prudente, queremos
significar que en ese hombre hay una cualidad estable que le permite realizar con prontitud y sin gran
esfuerzo actos de prudencia.

La virtud puede definirse como el hábito operativo bueno 41. Esto quiere decir que son un tipo de
cualidades estables, y por eso son hábitos y no meras disposiciones o cualidades transeúntes. Inhieren en
una potencia operativa, y esto los distingue de los hábitos entitativos que inhieren en la naturaleza de una
cosa: la salud es un hábito entitativo del cuerpo.

Las virtudes perfeccionan las potencias operativas. Disponiéndolas a las obras que están de
acuerdo con la naturaleza del sujeto, las acercan más a su obrar propio, confiriendo a la facultad operativa
una mayor perfección. Los vicios, por el contrario, dan a la potencia una disposición hacia las malas
obras.

Las potencias operativas perfeccionadas por las virtudes pueden realizar actos buenos con
facilidad y prontitud, con agrado y naturalidad, en diversas circunstancias y ante diversos objetos y, por
eso, se puede decir también que la virtud es lo que hace bueno al que la tiene y hace buena su obra
(Aristóteles), o que es una buena cualidad del alma por la que se vive rectamente y que no puede usarse
para mal (San Agustín).

Se entienden mejor estas definiciones teniendo en cuenta que la perfección última del hombre
consiste en las obras buenas por las que cumple el orden al fin: al ser una disposición firme para el buen
obrar, las virtudes hacen al hombre bueno. Por otra parte, los actos procedentes de las virtudes son más
buenos, porque al provenir de un hábito operativo estable se hacen con más perfección. Una persona
generosa, por ejemplo, realiza un sacrificio con más facilidad y más perfección que otra que carezca de
esta virtud.

41
Cfr. S. Th., I-II, q.55, a.3.c.
78
2. NECESIDAD DE LA VIRTUD

Las virtudes no son necesarias para las potencias que están determinadas a un solo acto ( ad
unum ): la potencia nutritiva no tiene otra acción distinta fuera de la asimilación de alimentos en orden a
la conservación del propio cuerpo. En cambio, las potencias racionales —así como también las sensibles,
en cuanto son dominadas por las racionales— tienen un amplio margen de indeterminación en su obrar:
pueden tender a diversos objetos, algunos buenos y otros malos, y por eso necesitan una disposición
accidental que las determine hacia los actos buenos.

Para que se dé un acto humano bueno no basta la buena voluntad; es necesaria también la rectitud
de las tendencias sensibles y el uso recto de las potencias exteriores. Los apetitos sensibles, por tener un
movimiento instintivo propio, pueden rebelarse frente a las potencias superiores, y necesitan ser
perfeccionados por las virtudes morales. Estas dan a las tendencias sensibles la disposición estable para
seguir dócilmente el imperio de la razón.

Se advierte también la necesidad de la virtud al reparar en la deficiencia de la libertad humana. Se


ha visto ya que, como secuela de su imperfección, existe un cierto grado de indeterminación en la
voluntad y en la inteligencia con respecto al bien. Las virtudes son necesarias para perfeccionar la
libertad, porque quiebran en buena parte esa cierta indiferencia de la voluntad, que se ve, además,
solicitada por los bienes aparentes que le presentan las pasiones desordenadas. Aunque la libertad
esencialmente no puede perderse nunca, disminuye por el pecado y se acrecienta por la virtud. Por eso,
donde el empeño por adquirir virtudes escasea, la libertad viene irremediablemente a menos, y puede
terminar por degradarse en licencia o desenfreno, que es una esclavitud de la voluntad a las cosas
sensibles.

3. LAS VIRTUDES MORALES

Aristóteles define la virtud moral como «un hábito electivo que consiste en un término medio
relativo a nosotros, y que está regulado por la recta razón en la forma que lo regularía el hombre
verdaderamente prudente»42.

Con el término «electivo» Aristóteles quiere poner de manifiesto que el acto principal de las
virtudes morales es la elección recta, la decisión de hacer lo que aquí y ahora es preciso para comportarse
bien: con justicia, templanza, fortaleza, etc. Como el bien humano adquiere en el ámbito de las acciones
concretas una multiforme variedad, según las circunstancias, la obra virtuosa requiere el discernimiento y
la elección de lo más acertado para cada caso. Ese discernimiento corre a cargo de la prudencia, que
Aristóteles llama «recta razón»; la elección de lo indicado por la prudencia pertenece a la virtud moral,
que es por eso un hábito electivo según la recta razón.

El término «electivo» significa dos cosas más. Por una parte, que la obra buena ha de ser querida
y elegida como tal; no basta que la acción tenga una conformidad meramente externa con la ley moral,
porque esa adecuación podría tener su causa también en el miedo, la casualidad o el interés egoísta. Por
otra, que el acto de las virtudes morales es de índole apetitiva, una elección, y no un conocimiento o la
producción de un artefacto, como sucede en las virtudes intelectuales. Por eso, las virtudes morales son
propias de las potencias apetitivas: la voluntad (justicia), el apetito concupiscible (templanza) y la
tendencia irascible (fortaleza).

42
ARISTÓTELES, Etica a Nicómaco, lib. Ii, cap. 6, 1106b.36 – 1107a.2
79
Hemos visto, al estudiar la moralidad de los actos humanos, que no es posible una recta elección
si no va acompañada de una recta intención: no es lícito hacer algo en sí mismo bueno en orden a un fin
malo. Por eso, Santo Tomás de Aquino afirma que las virtudes morales también hacen recta la intención,
determinando las potencias apetitivas hacia los fines de las virtudes. La justicia, por ejemplo, hace que el
hombre que la posee tenga la decisión firme y habitual de ser justo en sus relaciones con los demás. A
partir de esa intención, la prudencia determina qué exige la justicia en esta ocasión o en aquella otra, y la
virtud actúa nuevamente, facilitando la elección de lo señalado por la prudencia, aunque aquí y ahora
exija sacrificios o renuncias. Se puede decir que la virtud moral es determinación de los fines y electiva
de los medios, porque los fines del virtuoso son fijos y universales, mientras que los medios concretos
variarán en las diversas ocasiones y circunstancias.

La definición aristotélica contiene otros elementos que veremos en las páginas siguientes.

4. MODO DE ADQUIRIR LAS VIRTUDES

Las virtudes humanas (y los vicios) se adquieren y aumentan por repetición de actos . Las
virtudes inhieren en las potencias no en cuanto éstas son principios activos, sino sólo en la medida en que
tienen una cierta pasividad. Estas potencias, al ser movidas por una potencia superior, reciben de ella una
disposición, porque todo lo que es movido por otro, es dispuesto por el acto del agente. Si esa moción se
repite, la disposición se hace estable y se genera el hábito. La fortaleza, por ejemplo, se forma en el
apetito irascible a causa de los actos que la razón impera para que ese apetito actúe según la norma moral,
venciendo su propia pasión cuando no coincida con lo que la razón dicta. Por eso dice el Aquinate que la
virtud «es una disposición o forma grabada e impresa en la potencia apetitiva por la razón» 43.

Las virtudes disminuyen y se pierden mediante la realización de actos contrarios a los propios
de la virtud. De este modo se origina en la potencia un nuevo hábito el vicio, que anula la virtud opuesta,
porque dos formas contrarias —intemperancia y templanza, injusticia y justicia, etc. — no pueden
coexistir en el mismo sujeto. La prolongada cesación de actos virtuosos puede ocasionar también el
debilitamiento e incluso la pérdida de la virtud, porque si no es continuo el esfuerzo por reordenar las
potencias según el orden moral, necesariamente surgirán actos que lo contradicen.

Existen algunos hábitos que pueden llamarse naturales, porque proceden en parte de la
naturaleza y en parte de los actos del hombre, pero no hay ningún hábito operativo humano que proceda
exclusivamente de la naturaleza y que sea innato.

Estos hábitos naturales son dos: el hábito de los primeros principios especulativos (intellectus) y
el de los primeros principios morales (sindéresis). A diferencia de los demás hábitos (que suelen llamarse
adquiridos), éstos se constituyen como disposiciones naturales para juzgar infaliblemente, una vez que
por la experiencia ordinaria se conocen los términos del juicio. Cuando, por ejemplo, se tiene experiencia
de un todo compuesto de partes, el intellectus juzga con evidencia que el todo es mayor que la parte. Pero
este juicio no se daría en una persona privada de los sentidos.

Paralelamente a los hábitos intelectuales acerca de los primeros principios especulativos y


prácticos, existe en la voluntad una inclinación natural al bien —que, sin embargo, no es un hábito
incoado, sino algo que corresponde a la misma potencia—, y existe también una cierta semilla de las
virtudes morales. Así como, por ejemplo, en el hábito de la sindéresis está virtualmente todo el
conocimiento moral, hay en la voluntad unos principios que contienen originaria y virtualmente las
virtudes morales educables por repetición de actos. Estas «semillas de las virtudes» no son hábitos

43
De Virtutibus in communi, q.un., a.9.c.
80
naturales —ni siquiera en parte, como sucede con el intellectus y la sindéresis—, sino unos ciertos
principios que predisponen a la adquisición de las virtudes.

5. PROPIEDADES DE LAS VIRTUDES MORALES

5.1. Consisten en un término medio

Se dice que las virtudes morales consisten en un medio (in medio virtus), porque la virtud implica
una adecuación a la norma de la razón, y la medida impuesta por la razón puede ser sobrepasada o no
alcanzada por la potencia carente de virtud.

a. En la fortaleza y la templanza se habla de medium rationis, no porque la razón sea


atraída a un punto medio a la hora de dictaminar, sino porque el juicio de la razón se imprime en
los apetitos sensibles, que así son traídos a un punto medio, es decir, se consigue que estos
tiendan a su objeto con un impulso ni mayor ni menor del exigido por la razón.
Por ejemplo, el medio de la virtud humana de la templanza con respecto a la comida
consiste en tomar el alimento necesario para conservar la salud, y esto exige tanto refrenar el
exceso de la gula como vencer el defecto opuesto, la inapetencia. El medio no es idéntico para
cada persona, sino que lo establece la razón en cada caso atendiendo a las circunstancias
particulares de cada uno.
b. En la virtud de la justicia, cuyo objeto es el derecho, el medium rationis coincide
con el medium reí, porque aquí no se regula el exceso o defecto de una pasión, sino la posesión de
una cosa (un derecho) que puede lesionarse por exceso o por defecto: justo es el que da a cada
uno lo suyo, ni más ni menos.
c. En la prudencia el medio está como en quien lo determina e impone y no como en
lo regulado por él, porque es precisamente esta virtud la que establece el medio, regulando según
ese medio a las demás potencias. La prudencia indica la justa medida que las demás potencias
deben respetar en su actuación.

5.2. Las virtudes morales están conectadas entre sí

Se llama conexión de las virtudes (conexio virtutum) a la propiedad según la cual no puede darse
una en estado perfecto sin que se den las demás.

La conexión de las virtudes morales entre sí se realiza máximamente en la prudencia, porque


sin prudencia no puede haber virtud moral alguna y, a la vez, no puede haber prudencia si no se dan todas
las demás virtudes morales. Esto es así porque toda virtud moral requiere un recto dictamen acerca de lo
que hay que hacer, propio de la prudencia: no basta querer hacer el bien, hay que saber elegir los medios
adecuados. Pero la recta elección de los medios depende de que los apetitos estén bien dispuestos respecto
al fin, lo que se logra por las otras virtudes morales: si alguien no quiere ser justo, no se procede a la recta
elección de los medios para vivir la justicia en cada caso concreto.

Por otra parte, la conexión de las virtudes obedece también a la conexión existente entre los
diversos ámbitos de la vida moral y entre los objetos de las diversas potencias operativas. Así, se puede
cometer una injusticia como el adulterio por dejarse llevar de la concupiscencia, y se pueden cometer
actos deshonestos no sólo por el ímpetu de la concupiscencia, sino también por avaricia. El hombre que
no es prudente en todos los ámbitos de la vida moral no tiene asegurada la prudencia en ninguno de ellos,
pues las tentaciones contra una virtud no vienen sólo del vicio opuesto; proceden también de otros vicios
relacionados de alguna manera con él. Algo parecido sucede en la práctica de la virtud. Las obras
perfectas son el resultado de varios hábitos: se debe vivir la generosidad con alegría, la sinceridad con
caridad y delicadeza, la caridad con fortaleza, etc.

81
En estado imperfecto, es decir, como simples inclinaciones dependientes de la complexión
corporal, del temperamento, etc., las virtudes morales no están conectadas entre sí; pero en realidad, esas
inclinaciones son virtudes en sentido muy impropio.

6. VIRTUDES CARDINALES Y VICIOS CAPITALES

1.LAS VIRTUDES CARDINALES

La prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza se llaman virtudes cardinales (de cardo que
significa quicio o gozne), porque son como la base que sostiene toda la vida moral y a la que se reducen
las demás virtudes.

Las virtudes cardinales pueden considerarse como virtudes generales y como virtudes
particulares especificas. Que son virtudes generales significa que se comportan como condiciones de
cualquier acto de virtud: todo acto virtuoso requiere un conocimiento que establezca con acierto lo que se
ha de hacer en concreto (prudencia); una rectitud de la voluntad que armonice el bien propio y el ajeno
(justicia); una fuerza de ánimo que venza el temor al esfuerzo y a las dificultades (fortaleza); y,
finalmente, una moderación de los impulsos que tienden a sobrepasar la medida fijada por la razón
(templanza). Así, todo acto de virtud ha de ser prudente, justo, fuerte, y templado, y si carece de algunas
de esas notas, no será realmente virtuoso.

Como virtudes particulares específicas, son cuatro virtudes distintas que perfeccionan las
potencias que principalmente han de proporcionar a la conducta esas condiciones generales del acto
virtuoso. La prudencia compete a la inteligencia práctica; la justicia, a la voluntad; la fortaleza y la
templanza, al apetito irascible y concupiscible respectivamente.

Las demás virtudes morales están comprendidas en las cardinales como partes subjetivas, en las
que se divide la virtud cardinal como el genero en las especies; como parte integrales que ayudan al acto
perfecto de la virtud cardinal; o como partes potenciales, que convienen en algo con la virtud cardinal,
pero sin cumplir perfectamente su razón. Los ejemplos de estas parles se ven al tratar de cada virtud por
separado.

2. LA PRUDENCIA Y LA JUSTICIA

a. La prudencia suele definirse como «recta ratio agibilium». la recta medida de lo que
se ha de obrar. Inclina a la inteligencia a juzgar de acuerdo con la norma moral, acerca de los
actos concretos de los apetitos (sensibles y voluntario). La prudencia es como el auriga de las
demás virtudes, pues sin ella no se podrían llevar a la práctica, aun teniendo buena voluntad: no
basta querer obrar bien, hay que saber y aprender a ser justo, fuerte, templado, etc. Hay que saber,
por ejemplo, cuál es el punto medio entre la brusquedad y la adulación para tratar a una persona
determinada, con unas precisas circunstancias y costumbres, etc. Hay que ser prudente para que la
comprensión no degenere en cohonestación del mal, y para que la fortaleza no pase a ser
terquedad o intransigencia cerril, etc.
Las especies o partes subjetivas de la prudencia son tres: la prudencia personal, por la que
cada uno se rige a sí mismo, la familiar y la política, que convienen respectivamente al gobierno
de la familia y de la sociedad civil.

Como parles integrales tiene toda una serie de virtudes menores: la memoria, para sacar
experiencia del pasado; el arte de saber aconsejarse, de examinar con circunspección las
circunstancias, la rapidez para aplicar al obrar el conocimiento adquirido, etc.

b. La justicia es la virtud que inclina a dar a cada uno lo suyo. Sus tres partes subjetivas
son la justicia conmutativa, legal y distributiva: regulan, respectivamente, las relaciones entre los
82
individuos, entre los ciudadanos y los gobernantes, y entre los gobernantes y los ciudadanos. Se
estudian detenidamente en Ética Especial. Aquí nos detendremos en el estudio de una de sus
parles potenciales, que es la virtud de la religión.
c. La virtud de la religión ordena al hombre a tributar al Creador el honor y la
reverencia debidas. Impera todo lo referente al culto de Dios, que tiene por objeto reconocer su
excelencia, darle gloria y mostrarle la sujeción humana, y cuyos actos principales son la
adoración, la oración y el sacrificio.

Se trata de una virtud moral humana (hay también una religión sobrenatural), y es sin
duda la virtud moral más importante, pues es la que hace referencia más inmediata al fin último, y
a través de la cual se cumplen los tres primeros mandamientos del Decálogo. En el orden humano
tiene un papel semejante al de la caridad en el plano sobrenatural; es la forma que han de revestir
las demás virtudes, a las que, por tanto, impera, pues el resto de la ley moral y de los actos de
virtud han de cumplirse como homenaje de la criatura al Creador, y como medio de dirigirse
hacia El. Por eso, la irreligiosidad (el ateísmo, por ejemplo) es la mayor degradación moral en que
puede caer un hombre.

3. LA FORTALEZA Y LA TEMPLANZA

a. La fortaleza es la virtud que regula los actos (pasiones) del apetito irascible, y tiene
por objeto el bien arduo y difícil de conseguir. La fortaleza modera según el dictamen de la
prudencia, tanto el temor que inhibe de las obras buenas por el esfuerzo que comportan, como la
audacia temeraria que afronta peligros innecesarios y desproporcionados. Esta virtud tiene dos
actos principales: agredir, emprender la obra buena, y resistir las dificultades o el esfuerzo
prolongado que se requiere para llevarlas a término.
Son virtudes anejas o partes integrales: la magnanimidad, grandeza de ánimo para
emprender obras buenas de envergadura; la magnificencia, que lleva a saber emplear grandes
recursos económicos y materiales para hacer el bien; la paciencia, por la que se modera la tristeza
ante las dificultades del momento; y la perseverancia, que fortalece el ánimo para evitar el
decaimiento producido por la duración de la lucha, permitiendo acabar bien las cosas, luchar con
constancia contra las dificultades y las pasiones, etc.

La fortaleza tiene una gran importancia en la vida moral, y es indispensable para cumplir
en todo momento la ley moral, pues el bien siempre encuentra resistencia, dentro y fuera del
individuo, y requiere esfuerzo hasta el final, ya que lo incompleto nunca es bueno en sentido
propio. El hombre fuerte es sereno, da seguridad y estabilidad a los demás y a sus obras, sabe
eliminar los temores procedentes de la imaginación, dominar el nerviosismo, estar por encima de
las pequeñeces, etc.

b. La virtud de la templanza perfecciona el apetito concupiscible, que se dirige al bien


deleitable, moderando los placeres corporales según el orden de la recta razón. Sus especies o
partes subjetivas son la abstinencia, que regula lo referente a la comida; la sobriedad, lo referente
a la bebida; y la castidad, que modera el apetito del placer sexual.
La templanza tiene la importancia de evitar que el hombre se sumerja por completo en lo
material, haciendo posible que el alma quede libre para conocer y amar a Dios, ocuparse de los
demás, desarrollar una labor intelectual o profesional, etc. La intemperancia obnubila la razón,
produce caracteres débiles y egocéntricos, frágiles y retorcidos, y tiende a hacer del hombre un
ser inútil (alcohólicos, drogadictos, etc.).

c. Especial importancia tiene la humildad, parte potencial de la templanza, cuyo


objeto es moderar el apetito desordenado a la propia excelencia, regulando según la verdad la
tendencia a sentir una alta estima de nosotros mismos. Su papel es capital, pues la soberbia es el
83
vicio que se opone directamente al amor de Dios y a los demás, y como el amor a Dios es el
núcleo de la ley moral, así la falta de humildad es la raíz de todos los vicios y pecados del
hombre.
Particular ligazón existe entre la soberbia y la lujuria, pues son los dos modos principales
de amarse a sí mismo desordenadamente: uno, en lo espiritual; y el otro, en lo corporal. Por eso,
una lleva a la otra y viceversa.
También es importante, sobre todo para los que se dedican a trabajos intelectuales, la
virtud de la studiositas (otra parte potencial de la templanza), que modera el apetito natural de
saber cosas, para que no degenere en curiosidad vana e impertinente. Lleva a no querer saberlo
todo, a hablar y juzgarlo todo, a vencer la inquietud por las novedades del momento, etc.; evita,
en una palabra, la curiosidad intelectual que incita a probarlo todo sin profundizar en nada.

CAPÍTULO III : LAS CONCEPCIONES ÉTICAS CONTEMPORÁNEAS

Existe una diversa gama de concepciones éticas desde la antigüedad hasta nuestros días, muchas
son interesantes, pero para sólo una muestra presentamos a las que creemos las más importantes, tratando
de entenderlas para compararlas con la ética que hemos estudiado y aprendido, ojalá vivída. Y cuya base
es la metafísica, en el sentido de tomar en cuenta la objetividad del ser, de la verdad, del bien, de la
belleza, de la naturaleza humana, etcétera.

1. ÉTICA HEDONISTA

Epicuro de Samos (341-270 AC) es aclamado universalmente como el filósofo campeón del
hedonismo, pero su real visión sobre el tema del placer no es comúnmente comprendida. Muchos
historiadores medievales lo representan como un glotón licencioso, mientras que muchos de los modernos
lo describen como un predicador de "placeres con moderación", o incluso como un asceta. Ninguna de
estas representaciones es correcta. Sin embargo, la doctrina que él enseñó hace largo tiempo en su jardín
en Atenas es igualmente inspiradora y convincente aún en nuestros días y, por tanto, digna de nuestra
investigación.

84
Epicuro abogaba por una vida de continuo placer como clave para la felicidad—el objetivo de sus
enseñanzas morales. Su gran perspicacia para satisfacer este fin consistía en identificar el límite de
nuestra habilidad para experimentar el placer en cualquier momento. Él estipuló que a partir de un
determinado nivel máximo no es posible que el placer tenga un incremento de intensidad, aunque es
probable que las sensaciones que sostienen este dichoso pináculo del placer varíen continuamente. Él
denominó a esta experiencia punta como ataraxia—palabra griega que significa "imperturbabilidad".

Esta es una importante definición, toda vez que la noción de placer es comúnmente concebida
como la de algo que excita los sentidos, pero este no es siempre el caso. Epicuro clasificó a los placeres
sensuales como placeres en movimiento; ellos nos mueven a su vez hacia otro tipo de placer: el estado de
ataraxia, que es placentero por sí mismo. Él no urgió a sus estudiantes a embarcarse precipitadamente en
una persecución interminable de la estimulación transitoria, sino más bien en la búsqueda de una saciedad
perdurable. Esta propuesta no significaba desestimar la sensualidad como vicio, sino establecer, más bien,
la relación adecuada entre los tipos de placer.

Para Epicuro la presencia del placer es sinónimo de ausencia de dolor, o de cualquier tipo de
aflicción: el hambre, la tensión sexual, el aburrimiento, etc. El proceso de eliminar estos problemas
ciertamente conlleva placeres sensuales, Epicuro una vez escribió: "Yo no sé cómo puedo concebir lo
bueno, si elimino los placeres del gusto, y elimino los placeres del amor, y elimino los placeres del oído,
y elimino las emociones placenteras causadas por la visión de una hermosa forma". Sin embargo, por más
estimulante que sea este proceso, se trata sólo de un medio para perseguir un fin: la satisfacción.
Considerar esta persecución como un fin en sí mismo, por contraste, inevitablemente nos conduciría a las
ansiedades de la adicción.

"Ningún placer es algo malo en sí", Epicuro continua diciéndonos en sus Doctrinas Principales, "pero los
medios que producen algunos placeres conllevan alteraciones que muchas veces son mayores que los
mismos placeres". Para ayudar a la especie humana a escoger sabiamente sus placeres, sabemos que
Epicuro escribió un libro titulado "Sobre opción y abstinencia", pero este manuscrito no ha llegado a
nosotros. Afortunadamente, sí contamos con otros trabajos suyos (junto con los comentarios de otros
seguidores del epicureísmo a través de la historia), suficientes para capacitarnos en la reconstrucción de
sus buenos consejos. Una máxima que ha llegado hasta nosotros, tomada de las Doctrinas Principales,
sirve como buen punto de partida: "Entre los deseos, algunos son naturales y necesarios, algunos
naturales y no necesarios, y otros ni naturales ni necesarios, sólo consagrados a la opinión vana". Nuestra
disposición hacia cada uno de estos casos determina si estamos aptos para intensificar o minar nuestra
felicidad a través del tiempo.

La clase de los deseos "naturales y necesarios" es la de aquellas ansias que necesariamente


conducen a mayores penas si no son satisfechas; sin embargo, en circunstancias normales, ellas pueden
ser satisfechas de manera más bien fácil. Estas incluyen nuestras necesidades físicas básicas—principal
entre ellas está la alimentación (con respecto a esto, Epicuro escribió su epigrama de mayor notoriedad:
"la felicidad comienza en el estómago", un dicho que originó la imagen de Epicuro, históricamente
imprecisa, como conocedor culinario y dio origen a que en el idioma Inglés se acuñase la palabra
"epicure" para referirse a una persona de gustos refinados, especialmente en el comer y el beber). La
salud, el abrigo y el sentido de seguridad también pertenecen a esta categoría.

La clase de deseos "naturales e innecesarios" son aquellas ansias que no necesariamente conducen
a mayor sufrimiento si no son satisfechas, aunque, una vez más, su satisfacción pudiera obtenerse

85
fácilmente. Estos apetitos son aquellos de naturaleza recreativa: la gratificación sexual, la conversación
placentera, las artes, los deportes, los viajes, etc.

Finalmente, la clase de deseos "innaturales e innecesarios" corresponden a aquellas ansias que no


necesariamente conducen a un mayor sufrimiento de no ser satisfechas, antes bien se materializan al
precio de una carga permanente, tal es el caso de la fama, el poder político, la riqueza extraordinaria y
otras ambiciones que conllevan los atavíos del prestigio.

Al tratar con cada una de las clases de deseos, Epicuro recomienda las siguientes estrategias:
Deberíamos intentar satisfacer los deseos necesarios de la forma más económica posible. Así, una dieta
predominantemente simple y nutritiva satisfará el hambre y la salud, una morada modesta puede
adecuadamente proveer bienestar físico, y las buenas amistades mucho servirán para ayudarse
mutuamente en tiempos de infortunio. El estudio de la naturaleza del universo, de forma tal que podamos
confiadamente rechazar los absurdos de las supersticiones, es también esencial para mejorar nuestro
sentido de seguridad. Nuestra eficiencia al enfrentar lo anterior nos da más libertad y recursos para
explorar la gran variedad de deseos "naturales e innecesarios". Podemos perseguir esto hasta la
satisfacción de nuestro corazón, es decir, hasta el punto del placer máximo — pero no más allá, no sea
que interferamos con nuestros objetivos establecidos. Por ejemplo, nunca deberíamos arriesgar nuestra
salud, nuestras amistades, nuestras finanzas o nuestra condición legal por perseguir un deseo innecesario.
Ante tal coyuntura lo mejor es desviar nuestra atención hacia algún otro deseo en esta abundante
categoría a fin de no admitir que nuestros placeres se mezclen con las perspectivas de un sufrimiento
futuro. Finalmente, llegamos a los deseos "innaturales e innecesarios", para los cuales el consejo de
Epicuro es inequívoco : deberíamos evitarlos por completo. El placer producido por la satisfacción de
deseos innaturales es demasiado efímero para ser digno de nuestra persecución cuando se les compara con
el largo alcance de los respectivos costos. Podemos, por ejemplo, paladear los logros de la fama; sin
embargo, en nuestro siglo ya lo sabemos, aunque duren sólo quince minutos luego puede que tengamos
que soportar a los cazadores de noticias por un larguísimo tiempo. El poder político atrae a usurpadores y
asesinos; la riqueza opulenta atrae a ladrones y políticos (o a los recolectores de impuestos). No es
novedad alguna que una máxima epicúrea sentencie: "¡Vive en el anonimato!".

Aunque buena cuantía de este consejo parezca del más mínimo sentido común, ¿cuántos de
nosotros hemos tratado muy a menudo de vivir fuera del sentido común: conduciéndonos más allá de
nuestros medios, actuando en contra de nuestro buen juicio para cubrir las apariencias, convirtiéndonos en
alcohólicos, trabajólicos, adictos a la comida chatarra — aunque lo "sabemos bien"? Hay una gran
cantidad de moralistas que nos imploran que conduzcamos nuestros asuntos más sabiamente, pero somos
propensos a rechazar sus métodos: ellos condenan nuestro deseo natural por el placer como pecaminoso,
y luego continúan encasillando la moralidad en términos de intereses abstractos de la "sociedad", o por
los obscuros edictos de una deidad invisible. Cuando nos ajustamos a este camino, ¿estamos más
inclinados a someternos o a rebelarnos a ese consejo, ante la exasperación del momento?

El mensaje epicúreo, sin embargo, con su enfoque sobre el placer como base natural de la
moralidad, tiene más fuerza para resistir. Cuando un epicúreo contempla el placer lo hace ponderando
más ampliamente el cómo lograr que éste se maximice. Él puede abstenerse de ciertos placeres, pero
actúa así para ganar aún más placer en el futuro, de manera alguna para desechar el placer en sí mismo.
Es más, cualquiera de nosotros puede entrar en contacto con nuestros sentimientos en cualquier situación,
si nos molestamos en hacer una pausa en busca de un momento de introspección — todos estamos
calificados para convertirnos en nuestros propios intérpretes morales.

86
En el antiguo mundo del Mediterráneo, la filosofía epicúrea ganó un sinnúmero de adherentes.
Fue una escuela de pensamiento muy prominente por un lapso de siete siglos después de la muerte de
Epicuro, pero, subsiguientemente, fue forzada a una virtual inexistencia ante la violenta embestida de la
Edad Media. Fue durante ese sombrío período de la historia cuando la especie humana desacreditó, perdió
y destruyó la mayor parte de los escritos de Epicuro. Hoy, contrariamente, al rayar el alba de la era de la
información, las remanentes doctrinas epicúreas están disponibles en todo el mundo a través de Internet,
en documentos interconectados con el nuevo formato de hipertexto. El ideal de felicidad en virtud de los
placeres perpetuos puede nuevamente llegar a ser prominente.

En: http://www.atomic-swerve.net/jardin/hedonismo.html

TEXTO 1

Carta a Meneceo (Epicuro)

En segundo lugar, acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros, puesto que el
bien y el mal no existen más que en la sensación, y la muerte es la privación de sensación. Un
conocimiento exacto de este hecho, que la muerte no es nada para nosotros, permite gozar de esta vida
mortal evitándonos añadirle la idea de una duración eterna y quitándonos el deseo de la inmortalidad.
Pues en la vida nada hay temible para el que ha comprendido que no hay nada temible en el hecho de no
vivir. Es necio quien dice que teme la muerte, no porque es temible una vez llegada, sino porque es
temible el esperarla. Porque si una cosa no nos causa ningún daño en su presencia, es necio entristecerse
por esperarla. Así pues, el más espantoso de todos los males, la muerte, no es nada para nosotros porque,
mientras vivimos, no existe la muerte, y cuando la muerte existe, nosotros ya no somos. Por tanto la
muerte no existe ni para los vivos ni para los muertos porque para los unos no existe, y los otros ya no
son. La mayoría de los hombres, unas veces teme la muerte como el peor de los males, y otras veces la
desea como el término de los males de la vida. [El sabio, por el contrario, ni desea] ni teme la muerte, ya
que la vida no le es una carga, y tampoco cree que sea un mal el no existir. Igual que no es la abundancia
de los alimentos, sino su calidad lo que nos place, tampoco es la duración de la vida la que nos agrada,
sino que sea grata. En cuanto a los que aconsejan al joven vivir bien y al viejo morir bien, son necios, no
sólo porque la vida tiene su encanto, incluso para el viejo, sino porque el cuidado de vivir bien y el
cuidado de morir bien son lo mismo. Y mucho más necio es aún aquel que pretende que lo mejor es no
nacer, «y cuando se ha nacido, franquear lo antes posible las puertas del Hades». Porque, si habla con
convicción, ¿por qué él no sale de la vida? Le sería fácil si está decidido a ello. Pero si lo dice en broma,
se muestra frívolo en una cuestión que no lo es. Así pues, conviene recordar que el futuro ni está
enteramente en nuestras manos, ni completamente fuera de nuestro alcance, de suerte que no debemos ni
esperarlo como si tuviese que llegar con seguridad, ni desesperar como si no tuviese que llegar con
certeza.

En: http://cita.es/filosofar/hedonismo/

1. ¿Cuál es la tesis que Epicuro quiere establecer? ¿Por qué se conseja como un consejo al lector?
2. ¿Epicuro quiere establecer que el hombre no existe y que el hombre es inmortal? ¿qué quiere establecer
precisamente?
3. ¿Cuál sería la consecuencia práctica en nuestra vida si aceptamos la tesis de Epicuro y seguimos su consejo?
4. ¿Cuáles son las razones que sustentan la tesis de Epicuro según la cual “la muerte no es nada para nosotros”?
5. Explica la frase: “mientras vivimos, no existe la muerte, y cuando la muerte existe, nosotros ya no somos”.
6. Muestra cómo todo el razonamiento de Epicuro descansa en el principio: “el mal y el bien no existen más que en
la sensación”.

87
TEXTO 2

Leviatán (Hobbes)

PRIMERA ETAPA: “Los hombres iguales, por naturaleza”

La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades corporales y mentales que, aunque
pueda encontrarse a veces un hombre físicamente más fuerte o mentalmente más rápido que otro, aún así,
cuando consideramos todo junto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan apreciable como para
justificar el que un individuo reclame para sí cualquier beneficio que otro individuo no pueda reclamar
con igual derecho (…)

SEGUNDA ETAPA: “De la igualdad procede la desconfianza”

De esta igualdad en las facultades surge una igualdad en la esperanza de conseguir nuestros fines. Y, por
lo tanto, si dos hombres desean una misma cosa, que, sin embargo, no puede ser disfrutada por ambos, se
convierten en enemigos; y para lograr su fin que es, principalmente, su propia conservación, y algunas
veces, sólo su deleite, se empeñan en destruirse y someterse mutuamente (…)

TERCERA ETAPA: “De la desconfianza viene la guerra”

El modo más razonable de protegerse contra esa desconfianza que los hombres se inspiran mutuamente es
la previsión; esto es, controlar, ya sea por la fuerza o con astucia, a tantas personas como sea posible
hasta lograr que nadie tenga poder suficiente para poner en peligro el poder propio (…)

CUARTA ETAPA: “De la guerra al sufrimiento”

Los hombres no encuentran placer en ello, sino, muy al contrario, un gran sufrimiento, al convivir con
otros allí donde no hay un poder superior capaz de atemorizarlos a todos (…)

QUINTA ETAPA: “Fuera de los estados civiles siempre hay guerras de cada hombre contra cada
hombre”

De todo ello queda de manifiesto que, mientras los hombres viven sin ser controlados por un poder
común que los mantenga atemorizados a todos, están en esa condición llamada guerra, guerra de cada
hombre contra cada hombre.

1. En relación a la primera etapa, ¿creen que Hobbes justificaría un estado basado en los privilegios de una
nobleza? ¿Por qué?
2. En relación a la segunda etapa, si los hombres no fueran iguales, ¿desearían las mismas cosas? ¿qué pasaría
entonces?

3. En relación a la tercera etapa, ¿es posible que un solo individuo pueda asegurarse el control de todos los demás
corriendo el riesgo de que le hagan daño?

4. ¿Cómo es posible que “nadie tenga poder suficiente para poder en peligro el poder propio?

5. Al leer esta tercera etapa del razonamiento, ¿se puede prever las dos etapas siguientes?

6. En relación a la cuarta etapa, ¿por qué no es contradictorio que un poder superior aterrorizador permita que los
hombres eviten grandes sufrimientos?

88
7. En relación a la quinta etapa, ¿por qué el poder común tiene que “atemorizar a todos”? ¿Qué pasaría si el poder
común no fuera los suficientemente fuerte como para controlar a todos?

2. EL UTILITARISMO MORAL

¿Qué es lo que permite que a una acción particular pueda aplicársele el calificativo de buena o
mala? Unos creen que lo bueno y lo malo están en los juicios de la razón, otros que en las acciones.
Hume, por el contrario, cree que no son ni una ni otra cosa.

En general, podemos decir que un código moral es un conjunto de juicios a través de los cuales
se expresa la aprobación o reprobación de ciertas conductas y actitudes: así aprobamos la generosidad y
benevolencia, reprobamos el crimen y la opresión. La mayoría de los filósofos se han preguntado en qué
se fundamenta nuestra aprobación de la benevolencia, por ejemplo, y nuestra reprobación o rechazo del
crimen y la opresión.

Una respuesta a esta cuestión, extendida desde los griegos, es que la distinción entre lo bueno y lo
malo moralmente, entre las conductas viciosas y virtuosas, se basa en la razón: ésta puede conocer lo que
se adapta óptimamente a la naturaleza humana y a partir de este conocimiento, determinar qué
conductas y actitudes son acordes con ella; el conocimiento de la concordancia o discordancia de la
conducta humana con el orden natural es, pues, el fundamento del que emanan nuestros juicios morales.

Hume, por el contrario, considera que el conocimiento intelectual no es ni puede ser el


fundamento de nuestros juicios morales. Su principal argumento es el siguiente: la razón no puede
impedir ni impulsar nuestro comportamiento (según la teoría del conocimiento de Hume el conocimiento
puede ser de relaciones entre ideas -matemáticas y lógica, en sí mismas inútiles para la vida si no se
aplican, es decir, no nos impulsan por sí solas a la acción- o de hechos, limitándose este último a
mostrarnos hechos y no a enjuiciarlos moralmente), ahora bien, los juicios morales impulsan e impiden
nuestro comportamiento, luego, los juicios morales no provienen de la razón.

La moralidad, por otra parte, no es una cuestión de hecho, una simple enumeración de
fenómenos. Las acciones en sí mismas no son ni buenas ni malas. Para comprender mejor esta conclusión
a la que llega Hume, puede ponerse como ejemplo algo que seguramente nadie dejará  de rechazar: el
asesinato intencionado. "Examinalo desde todos los puntos de vista y mira si puedes encontrar un hecho,
una existencia real que corresponda a lo que llamas vicio. En cualquier modo que lo tomes sólo
encontrarás ciertas pasiones, motivos, voliciones y pensamientos. No hay ningún hecho más en este caso.
Mientras dirijas tu atención al objeto, el vicio no aparecerá  por ninguna parte. No lo encontrarás nunca
hasta que dirijas tu reflexión hasta tu propio corazón y encuentres un sentimiento de reprobación, que
brota en ti mismo, respecto de tal acción. He aquí un hecho, pero un hecho que es objeto del sentimiento,
no de la razón. Está  en ti mismo, no en el objeto". Los juicios morales, por tanto, tienen su origen en los
sentimientos que nos provocan determinadas acciones. El hecho físico de matar es o puede ser el mismo
en el caso de un asesinato, de un homicidio en defensa propia o de una ejecución que cumpla una
sentencia judicial, sin embargo, ¿por qué a veces lo valoramos de modo diferente?

La moralidad está en el sentimiento. Así pues, la moralidad no está  en los hechos ni en la razón.
La razón nos permite discernir la verdad de la falsedad, pero no es por si misma motivo para que
nuestra voluntad actúe. Nuestras acciones se producen debido a pasiones que sentimos y que nos
impulsan a hacerlas. Y están orientadas a la consecución de fines no propuestos por la razón, sino por el
sentimiento. La bondad o maldad de tales acciones depende del sentimiento de agrado o desagrado que
provoca en nosotros, y el papel que la razón desempeña en ellas no pasa de ser el de proporcionarnos
conocimiento de la situación y sobre la adecuación o no de los medios para conseguir los fines propuestos

89
por el deseo. Por eso afirma Hume: “la razón es y sólo debe ser la esclava de las pasiones, y no puede
aspirar a ninguna otra función que la de servir y obedecerlas”.

Al afirmar la subordinación de la razón a los sentimientos, Hume adopta una posición


antirracionalista. La razón juega un papel importante en la vida activa del hombre, pero como
instrumento de los sentimientos indicándonos qué debemos hacer para lograr un determinado fin y en
ningún caso como causa suficiente y única de la acción. La moral se siente más que se juzga. Son los
sentimientos, por tanto, los que nos guían en moral.

Los sentimientos de aprobación y desaprobación inscritos en la naturaleza humana son el origen


de las virtudes y los vicios, pues nos indican qué clase de cualidades suscitan, por encima de
cualesquiera otras, la estima propia y la de los demás. También nos indican qué clase de defectos son
rechazables. Dichos sentimientos son la medida de lo que es agradable y útil, para nosotros mismos como
para los demás:

1. Son agradables para uno mismo: alegría, grandeza de alma, dignidad de


carácter, valor, sosiego, bondad,...

2. Agradables para los demás: modestia, buena conducta, cortesía, ingenio,...

3. Son útiles para uno mismo: fuerza de voluntad, diligencia, frugalidad, vigor corporal,
inteligencia,...

4. Son útiles para los demás: justicia, benevolencia,...

En el agrado y la utilidad coinciden todas las acciones que originan los sentimientos de
aceptación, y los de repulsa en lo contrario, por lo que es legítimo concluir que ellos son el fundamento
último de la moralidad y que, por tanto, la ética de Hume es utilitarista. Lo cual no significa una vuelta al
utilitarismo egoísta que Hobbes veía como única ética posible, porque, según él creía, el hombre es
asocial. Hume piensa, por el contrario, que la utilidad ha de referirse a los demás en no menor medida
que a sí mismo. Tomemos como ejemplo el sentimiento de la justicia. Este nace en unas condiciones
particulares de la existencia humana. Si como sucede con el aire del que cada persona puede disponer
según sus necesidades, sucediera con todos los demás bienes, de manera que nadie careciera de nada ni
tuviera que preocuparse por el futuro, entonces no podría siquiera brotar en el corazón de los hombres ese
sentido de distribución y uso equitativo de los bienes que solemos llamar justicia. En consecuencia, la
justicia existe con vistas a algo útil, que es mantener la sociedad de los seres humanos en unas
circunstancias que sean aceptables para todos, aunque no sea siempre fácil.

(En profefilosofia.50webs.com/apuntes/tema8.doc)

TEXTO 1

Sección 1. De los principios generales de la moral

1.- Las disputas con hombres que se obstinan en mantener sus principios a toda costa son las más
molestas de todas, quizá con la excepción de aquellas que se tienen con individuos enteramente insinceros
que en realidad no creen en las opiniones que están defendiendo, y que se enzarzan en la controversia por
afectación, por espíritu de contradicción y por el deseo de dar muestras de poseer una agudeza y un
ingenio superiores a los del resto de la humanidad. De ambos tipos de personas debe esperarse la misma
90
adherencia a sus argumentos, el mismo desprecio por sus antagonistas y la misma apasionada vehemencia
en su empeño por hacer que imperen la sofistería y la falsedad. Y como el razonamiento no es la fuente de
donde ninguno de estos dos tipos de disputantes saca sus argumentos, es inútil esperar que alguna vez
lleguen a adoptar principios más sólidos guiándose por una lógica que no hable a sus afectos.

1.1 Quienes han negado la realidad de las distinciones morales podrían ser clasificados entre los
disputantes insinceros. No es concebible que criatura humana alguna pueda creer seriamente que todos los
caracteres y todas las acciones merecen por igual la aprobación y el respeto de todos. La diferencia que la
naturaleza ha establecido entre un hombre y otro es tan vasta y puede acentuarse hasta tal punto por virtud
de la educación, el ejemplo y el hábito, que cuando se presentan ante nuestra consideración dos casos
extremos enteramente opuestos, no hay escepticismo, por muy radical que sea, que se atreva a negar
absolutamente toda distinción entre ellos. Por muy grande que sea la falta de sensibilidad de un individuo,
con frecuencia tendrá este hombre que ser tocado por las imágenes de lo justo y de lo Injusto; y por muy
obstinados que sean sus prejuicios, tendrá por fuerza que observar que sus prójimos también son
susceptibles de experimentar impresiones parecidas. Por lo tanto, el único modo de convencer a un
antagonista de esta clase será dejarlo solo. Pues cuando vea que nadie está dispuesto a seguir discutiendo
con él, lo más probable es que, de puro aburrimiento, decida por sí mismo ponerse del lado del sentido
común y de la razón.

2.- Últimamente ha tenido lugar una controversia mucho más merecedora de nuestra atención, que se
refiere a los fundamentos generales de la Moral. Es la controversia acerca de si estos fundamentos se
derivan de la Razón o del Sentimiento; de si llegamos a conocerlos siguiendo una cadena de argumentos e
inducciones, o más bien por un sentimiento inmediato y un sentido interno más sutil; de si, como sucede
con todo recto juicio acerca de la verdad y la falsedad, deben ser los mismos en todos los seres racionales
inteligentes, o deben estar fundados, como ocurre con la percepción de la belleza y la deformidad, en la
particular manera de ser y constitución de la naturaleza humana.

Los filósofos antiguos, aunque a menudo afirman que la virtud no es otra cosa que una
conformidad con la razón, en general parecen considerar la moral como algo que deriva su existencia del
gusto y del sentimiento. Por otro lado, nuestros investigadores modernos, aunque también hablan mucho
de la belleza de la virtud y de la fealdad del vicio, han intentado, por lo común, explicar estas distinciones
mediante razonamientos metafísicos y deducciones derivadas de los más abstractos principios del
entendimiento. Tal es la confusión que ha reinado en estos asuntos, que un antagonismo de gravísimas
consecuencias podrá llegar a prevalecer entre uno y otro sistema, e incluso dentro de las partes de cada
sistema en particular. Y, sin embargo, nadie, hasta hace muy poco, había reparado en ello. El sutil Lord
Shaftesbury, que fue el primero en señalar esta distinción, y que, en general, se adhirió a los principios de
los antiguos, no se libra enteramente de caer en la misma confusión.

3.- Debe reconocerse que ambas posturas acerca de esta cuestión son susceptibles de ser defendidas con
argumentos plausibles. De una parte, cabría decir que las diferencias morales pueden discernirse mediante
el uso de la pura razón. Pues, de no ser así, ¿cómo explicar las muchas disputas que tienen lugar en la
vida ordinaria y en la filosofía con respecto a este asunto? ¿Cómo dar cuenta de la larga cadena de
pruebas que a menudo son esgrimidas por ambos bandos, los ejemplos que se citan, las falacias que se
denuncian, las inferencias que se deducen y las diversas conclusiones que se sacan de acuerdo con los
principios de que se parte? Se puede disputar sobre la verdad, pero no sobre el gusto. Lo que existe en la
naturaleza de las cosas dicta la norma de nuestro juicio, mientras que lo que un hombre siente dentro de sí
mismo es lo que marca la norma del sentimiento. Las proposiciones geométricas pueden probarse, y los
sistemas de física pueden ser discutidos racionalmente. Pero la armonía del verso, la ternura de una
pasión y la brillantez de ingenio nos procuran un placer inmediato. Ningún hombre razona acerca de la
91
belleza de otra persona, pero sí ofrece argumentos cuando se está refiriendo a la justicia o injusticia de sus
actos. En todo proceso criminal, el primer objetivo del prisionero es probar que son falsos los hechos que
se alegan, y negar los actos que se le imputan; el segundo consiste en probar que, aun en el caso de que
dichos actos fuesen reales, podrían justificarse como inocentes y legales. Es admitido que el primer
objetivo puede alcanzarse mediante deducciones del entendimiento; ¿cómo podríamos suponer que es
otra facultad de la mente la que se emplea en lograr el segundo?

4.- Por su parte, quienes afirman que todas las determinaciones morales se basan en el sentimiento se
esforzarán por mostrar que a la razón le resulta imposible llegar a conclusiones en este orden de cosas. A
la virtud, dicen los partidarios de esta opinión, le corresponde el ser amable, y al vicio, odioso. En eso
consiste su auténtica naturaleza o esencia. Pero ¿puede la razón o la argumentación asignar estos
diferentes epítetos a tal o cual sujeto y pronunciarse de antemano acerca de si una cosa debe producir
amor y otra odio? ¿Qué razón podríamos dar para explicar estas disposiciones afectivas, como no sea la
textura y conformación del alma humana, la cual está naturalmente capacitada para albergarlas?

4.1 La meta de toda especulación moral es enseñarnos nuestro deber, y mediante representaciones
adecuadas de la fealdad del vicio y de la belleza de la virtud, engendrar en nosotros los hábitos
correspondientes que nos lleven a rechazar el uno y abrazar la otra. Pero ¿hemos de esperar que esto se
produzca mediante inferencias y conclusiones del entendimiento, las cuales no tienen de por sí influencia
en nuestras disposiciones afectivas ni ponen en movimiento los poderes activos de los hombres?
Descubren verdades; pero cuando las verdades que descubren son indiferentes y no engendran ni deseo ni
aversión, no pueden tener influencia en la conducta. Lo que es honorable, lo que es justo, lo que es gentil,
lo que es noble, lo que es generoso, se apodera de nuestro corazón y nos anima a abrazarlo y mantenerlo.
Lo que es inteligible, lo que es evidente, lo que es probable, lo que es verdadero produce en nosotros,
únicamente, el frío asentimiento de nuestro entendimiento; y la satisfacción de una curiosidad
especulativa pone fin a nuestras indagaciones.

4.2

Extinguid todos los sentimientos y predisposiciones entrañables a favor de la virtud, así como
todo disgusto y aversión con respecto al vicio; haced que los hombres se sientan indiferentes acerca de
estas distinciones, y la moral no será ya una disciplina práctica ni tendrá ninguna influencia en la
regulación de nuestras vidas y acciones.

5.- Estos argumentos esgrimidos por cada uno de los bandos (y muchos más que podrían aducirse) son tan
plausibles, que yo me inclino a sospechar que tanto el uno como el otro son sólidos y satisfactorios, y que
la razón y el sentimiento concurren en casi todas nuestras determinaciones y conclusiones. Es probable
que la sentencia final que decida si tal carácter o tal acto es amable u odioso, digno de alabanza o de
censura; la sentencia que ponga en ellos la marca del honor o de la infamia, la de la aprobación o la
censura; la que hace de la moralidad un principio activo y pone en la virtud nuestra felicidad y en el vicio
nuestra miseria, es probable, digo, que esta sentencia final dependa de algún sentido interno o sentimiento
que la naturaleza ha otorgado a toda la especie de una manera universal. Pues, ¿qué otra cosa, si no,
podría tener una influencia de este tipo? Pero a fin de preparar el camino para que se dé tal sentimiento y
pueda éste discernir propiamente su objeto, encontramos que es necesario que antes tenga lugar mucho
razonamiento, que se hagan distinciones sutiles, que se infieran conclusiones precisas, que se establezcan
comparaciones distantes, que se examinen relaciones complejas, y que los hechos generales se
identifiquen y se esté seguro de ellos. Algunas especies de belleza, especialmente las de tipo natural, se
apoderan de nuestro afecto y de nuestra aprobación en cuanto se nos presentan por primera vez. Y cuando
no logran producir este efecto, es imposible que razonamiento alguno pueda cambiar su influencia o
92
adaptarlas mejor a nuestro gusto y sentimiento. Pero en muchas otras clases de belleza, particularmente
las que se dan en las bellas artes, es un requisito emplear mucho razonamiento para llegar a experimentar
el sentimiento apropiado; y un gusto equivocado puede corregirse frecuentemente mediante argumentos y
reflexiones. Hay justo fundamento para concluir que la belleza moral participa en gran medida de este
segundo tipo de belleza, y que exige la ayuda de nuestras facultades intelectuales para tener influencia en
el alma humana.

6.- Mas aunque la cuestión referente a los principios generales de la moral sea curiosa e importante, es
innecesario en este momento que nos dediquemos a investigarla con más detalle. Pues si en el curso de la
presente indagación somos tan afortunados como para descubrir el verdadero origen de la moral, entonces
veremos fácilmente en qué grado entra el sentimiento o la razón en todas nuestras decisiones de esta
clase.

6.1 Para alcanzar tal propósito, trataremos de seguir un método muy simple: analizaremos ese complejo
de cualidades mentales que forman lo que en la vida común llamamos Mérito Personal; consideraremos
cada atributo del alma que hace que un hombre sea objeto de estima y afecto, o de odio y desprecio;
consideraremos asimismo los diferentes hábitos, o sentimientos, o facultades que, si se adscriben a una
persona, implican alabanza o censura, y que podrían formar parte de cualquier panegírico o de cualquier
sátira de su carácter y de sus modales.

6.2 La aguda sensibilidad que en este punto posee universalmente todo el género humano, le da a un
filósofo suficiente garantía de que nunca se equivocará mucho al componer este catálogo, y de que
tampoco incurrirá en el peligro de elegir mal el objeto de su contemplación: sólo necesitará entrar por un
momento dentro de sí mismo y ver si a él le gustaría que se le adscribiese esta o aquella cualidad, y si tal
imputación provendría de un amigo o de un enemigo. La misma naturaleza del lenguaje nos guía casi
infaliblemente a la hora de formarnos un juicio de esta clase. Pues como cada lengua posee un grupo de
palabras que se toman en un buen sentido, y otro grupo de palabras que se toman en sentido opuesto,
basta con un ligero conocimiento del idioma, sin ayuda de razonamiento alguno, para orientarnos en la
tarea de recoger y clasificar las cualidades humanas estimables o censurables.

6.3 El único objeto de razonamiento será el descubrir las circunstancias que tanto en un lado como en otro
son comunes a estas cualidades, observar el particular elemento en que todas las cualidades estimables
coinciden, así como el elemento en el que coinciden las censurables, y, a partir de ahí, llegar hasta el
fundamento de la ética y encontrar esos principios universales de los que en último término se deriva toda
censura y aprobación. Como esto es una cuestión de hecho y no de ciencia abstracta, sólo podremos
esperar tener éxito siguiendo el método experimental y deduciendo máximas generales mediante una
comparación de casos particulares.

6.4 El otro método científico según el cual se establece primero un principio general abstracto que es
después ramificado en una variedad de inferencias y conclusiones, puede que en sí mismo sea más
perfecto, pero se ajusta menos a la imperfección de la naturaleza humana y es una fuente común de
ilusión y de error en éste y en otros asuntos. La humanidad está hoy curada de su pasión por hipótesis y
sistemas en cuestiones de filosofía natural, y sólo prestará atención a argumentos que se deriven de la
experiencia. Ya es hora de que intentemos una reforma semejante en todas las disquisiciones acerca de la
moral rechazando todo sistema de ética que, por muy sutil e ingenioso que sea, no esté basado en los
hechos y en la observación.

6.5 Empezaremos nuestra investigación sobre este tema considerando las virtudes sociales de la
Benevolencia y la justicia. La explicación que demos de ellas será probablemente un primer paso que nos
permita luego dar cuenta de las otras.

93
Según la versión de Carlos Mellizo,
"Investigación sobre los principios de la moral", Alianza
Editorial, Madrid, 1993

3. EL FORMALISMO KANTIANO (Texto original de I. Kant )

ÉTICA KANTIANA

Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres

Capítulo I

Tránsito del conocimiento moral, vulgar de la razón al conocimiento filosófico

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda
considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el
gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia
en los propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos respectos, buenos y
deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de
hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es
buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la
completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a
veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de
esa felicidad y con él el principio todo de la acción; sin contar con que un espectador razonable e
imparcial, al contemplar las ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una
voluntad pura y buena, no podrá nunca tener satisfacción, y así parece constituir la buena voluntad la
indispensable condición que nos hace dignos de ser felices.

Algunas cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar muy mucho su
obra; pero, sin embargo, no tienen un valor interno absoluto, sino que siempre presuponen una buena
voluntad que restringe la alta apreciación que solemos -con razón, por lo demás- tributarles y no nos
permite considerarlas como absolutamente buenas. La mesura en las afecciones y pasiones, el dominio de
sí mismo, la reflexión sobria, no son buenas solamente en muchos respectos, sino que hasta parecen
constituir una parte del valor interior de la persona; sin embargo, están muy lejos de poder ser definidas
como buenas sin restricción -aunque los antiguos las hayan apreciado así en absoluto-. Pues sin los
principios de una buena voluntad, pueden llegar a ser harto malas; y la sangre fría de un malvado, no sólo
lo hace mucho más peligroso, sino mucho más despreciable inmediatamente a nuestros ojos de lo que sin
eso pudiera ser considerado.

La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para
alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí
misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por
medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma
de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una
naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si,
a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad -no
desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder-,
sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo poseo su
pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor. Serían, por decirlo
así, como la montura, para poderla tener más a la mano en el comercio vulgar o llamar la atención de los
poco versados-, que los peritos no necesitan de tales reclamos para determinar su valor.

Sin embargo, en esta idea del valor absoluto de la mera voluntad, sin que entre en consideración
ningún provecho al apreciarla, hay algo tan extraño que, prescindiendo de la conformidad en que la razón
vulgar misma está con ella, tiene que surgir la sospecha de que acaso el fundamento de todo esto sea
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meramente una sublime fantasía y que quizá hayamos entendido falsamente el propósito de la naturaleza,
al darle a nuestra voluntad la razón como directora. Por lo cual vamos a examinar esa idea desde este
punto de vista.

Admitimos como principio que en las disposiciones naturales de un ser organizado, esto es,
arreglado con finalidad para la vida, no se encuentra un instrumento, dispuesto para un fin, que no sea el
más propio y adecuado para ese fin. Ahora bien; si en un ser que tiene razón y una voluntad, fuera el fin
propio de la naturaleza su conservación, su bienandanza, en una palabra, su felicidad, la naturaleza habría
tomado muy mal sus disposiciones al elegir la razón de la criatura para encargarla de realizar aquel su
propósito. Pues todas las acciones que en tal sentido tiene que realizar la criatura y la regla toda de su
conducta se las habría prescrito con mucha mayor exactitud el instinto; y éste hubiera podido conseguir
aquel fin con mucha mayor seguridad que la razón puede nunca alcanzar. Y si había que gratificar a la
venturosa criatura además con la razón, ésta no tenía que haberle servido sino para hacer consideraciones
sobre la feliz disposición de su naturaleza, para admirarla, regocijarse por ella y dar las gracias a la causa
bienhechora que así la hizo, mas no para someter su facultad de desear a esa débil y engañosa dirección,
echando así por tierra el propósito de la naturaleza; en una palabra, la naturaleza habría impedido que la
razón se volviese hacia el uso práctico y tuviese el descomedimiento de meditar ella misma, con sus
endebles conocimientos, el bosquejo de la felicidad y de los medios a ésta conducentes; la naturaleza
habría recobrado para sí, no sólo la elección de los fines, sino también de los medios mismos, y con sabia
precaución hubiéralos ambos entregado al mero instinto.

En realidad, encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de gozar
la vida y alcanzar la felicidad, tanto más el hombre se aleja de la verdadera satisfacción; por lo cual
muchos, y precisamente los más experinientados en el uso de la razón, acaban por sentir -sean lo bastante
sinceros para confesarlo - cierto grado de misología u odio a la razón, porque, computando todas las
ventajas que sacan, no digo ya de la invención de las artes todas del lujo vulgar, sino incluso de las
ciencias -que al fin y al cabo aparécenles como un lujo del entendimiento-, encuentran, sin embargo, que
se han echado encima más penas y dolores que felicidad hayan podido ganar, y más bien envidian que
desprecian al hombre vulgar, que está más propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente
a su razón que ejerza gran influencia en su hacer y omitir. Y hasta aquí hay que confesar que el juicio de
los que rebajan mucho y hasta declaran inferiores a cero los rimbombantes encomios de los grandes
provechos que la razón nos ha de proporcionar para el negocio de la felicidad y satisfacción en la vida, no
es un juicio de hombres entristecidos o desagradecidos a las bondades del gobierno del universo; que en
esos tales juicios está implícita la idea de otro y mucho más digno propósito y fin de la existencia, para el
cual, no para la felicidad, está destinada propiamente la razón; y ante ese fin, como suprema condición,
deben inclinarse casi todos los peculiares fines del hombre.

Pues como la razón no es bastante apta para dirigir seguramente a la voluntad, en lo que se refiere
a los objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras necesidades -que en parte la razón misma multiplica-,
a cuyo fin nos hubiera conducido mucho mejor un instinto natural ingénito; como, sin embargo, por otra
parte, nos ha sido concedida la razón como facultad práctica, es decir, como una facultad que debe tener
influjo sobre la voluntad, resulta que el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una
voluntad buena, no en tal o cual respecto, como medio, sino buena en sí misma, cosa para lo cual era la
razón necesaria absolutamente, si es así que la naturaleza en la distribución de las disposiciones ha
procedido por doquiera con un sentido de finalidad.

Esta voluntad no ha de ser todo el bien, ni el único bien; pero ha de ser el bien supremo y la condición de
cualquier otro, incluso el deseo de felicidad, en cuyo caso se puede muy bien hacer compatible con la
sabiduría de la naturaleza, si se advierte que el cultivo de la razón, necesario para aquel fin primero e
incondicionado, restringe en muchos modos, por lo menos en esta vida, la consecución del segundo fin,
siempre condicionado, a saber: la felicidad, sin que por ello la naturaleza se conduzca contrariamente a su
sentido finalista, porque la razón, que reconoce su destino práctico supremo en la fundación de una
voluntad buena, no puede sentir en el cumplimiento de tal propósito más que una satisfacción de especie
peculiar, a saber, la que nace de la realización de un fin que sólo la razón determina, aunque ello tenga
que ir unido a algún quebranto para los fines de la inclinación.

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Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena
sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano entendimiento natural, sin que necesite
ser enseñado, sino, más bien explicado, para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide
de toda la estimación que hacemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo demás, vamos a
considerar el concepto del deber, que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones
y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien por
contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad.

Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel
sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por
deber, puesto que ocurren en contra de éste. También dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente
conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente;
pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto; en estos casos
puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una
intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es conforme al deber y el
sujeto, además, tiene una inclinación inmediata hacia ella. Por ejemplo: es, desde luego, conforme al
deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho
comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para
todos en general, de suerte que un niño puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así,
pues, uno es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader
haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía; mas no es posible admitir
además que el comerciante tenga una inclinación inmediata hacia los compradores, de suerte que por
amor a ellos, por decirlo así, no haga diferencias a ninguno en el precio. Así, pues, la acción no ha
sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta.

En cambio, conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a
hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no
tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida
conformemente al deber, sí; pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin
consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y
sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida, sin
amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral.

Ser benéfico en cuanto se puede es un deber; pero, además, hay muchas almas tan llenas de
conmiseración, que encuentran un placer íntimo en distribuir la alegría en tomo suyo, sin que a ello les
impulse ningún movimiento de vanidad o de provecho propio, y que pueden regocijarse del contento de
los demás, en cuanto que es su obra. Pero yo sostengo que, en tal caso, semejantes actos, por muy
conformes que sean al deber, por muy dignos de amor que sean, no tienen, sin embargo, un valor moral
verdadero y corren parejas con otras inclinaciones; por ejemplo, con el afán de honras, el cual, cuando,
por fortuna, se refiere a cosas que son en realidad de general provecho, conformes al deber y, por tanto,
honrosas, merece alabanzas y estímulos, pero no estimación; pues le falta a la máxima contenido moral,
esto es, que las tales acciones sean hechas, no por inclinación, sino por deber.

Pero supongamos que el ánimo de ese filántropo está envuelto en las nubes de un propio dolor, que apaga
en él toda conmiseración por la suerte del prójimo; supongamos, además, que le queda todavía con qué
hacer el bien a otros miserables, aunque la miseria ajena no lo conmueve, porque lo basta la suya para
ocuparle; si entonces, cuando ninguna inclinación le empuja a ello, sabe desasirse de esa mortal
insensibilidad y realiza la acción benéfica sin inclinación alguna, sólo por deber, entonces, y sólo
entonces, posee esta acción su verdadero valor moral. Pero hay más aún: un hombre a quien la naturaleza
haya puesto en el corazón poca simpatía; un hombre que, siendo, por lo demás, honrado, fuese de
temperamento frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso porque él mismo acepta los suyos con el don
peculiar de la paciencia y fuerza de resistencia, y supone estas mismas cualidades, o hasta las exige,
igualmente en los demás; un hombre como éste -que no sería de seguro el peor producto de la naturaleza-,
desprovisto de cuanto es necesario para ser un filántropo, ¿no encontraría, sin embargo, en sí mismo
cierto germen capaz de darle un valor mucho más alto que el que pueda derivarse de un temperamento

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bueno? ¡Es claro que sí! Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin
comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber.

Asegurar la felicidad propia es un deber -al menos indirecto-; pues el que no está contento con su estado,
el que se ve apremiado por muchos cuidados, sin tener satisfechas sus necesidades, pudiera fácilmente ser
víctima de la tentación de infringir sus deberes. Pero, aun sin referirnos aquí al deber, ya tienen los
hombres todos por sí mismos una poderosísima e íntima inclinación hacia la felicidad, porque justamente
en esta idea se reúnen en suma total todas las inclinaciones. Pero el precepto de la felicidad está las más
veces constituido de tal suerte que perjudica grandemente a algunas inclinaciones, y, sin embargo, el
hombre no puede hacerse un concepto seguro y determinado de esa suma de la satisfacción de todas ellas,
bajo el nombre de felicidad; por lo cual no es de admirar que una inclinación única, bien determinada en
cuanto a lo que ordena y al tiempo en que cabe satisfacerla, pueda vencer una idea tan vacilante, y
algunos hombres -por ejemplo, uno que sufra de la gota- puedan preferir saborear lo que les agrada y
sufrir lo que sea preciso, porque, según su apreciación, no van a perder el goce del momento presente por
atenerse a las esperanzas, acaso infundadas, de una felicidad que debe hallarse en la salud. Pero aun en
este caso, aunque la universal tendencia a la felicidad, no determine su voluntad, aunque la salud no entre
para él tan necesariamente en los términos de su apreciación, queda, sin embargo, aquí, como en todos los
demás casos, una ley, a saber: la de procurar cada cual su propia felicidad, no por inclinación, sino por
deber, y sólo entonces tiene su conducta un verdadero valor moral.

Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al
prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor, como inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el
bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e
invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una
tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y éste es el
único que puede ser ordenado.

La segunda proposición es ésta: una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que
por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de
la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer, según el cual ha sucedido la
acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad del desear. Por lo anteriormente dicho se ve con
claridad que los propósitos que podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados
como fines y motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absoluto y
moral. ¿Dónde, pues, puede residir este valor, ya que no debe residir en la voluntad, en la relación con los
efectos esperados? No puede residir sino en el principio de la voluntad, prescindiendo de los fines que
puedan realizarse por medio de la acción, pues la voluntad, puesta entre su principio a priori, que es
formal, y su resorte a posteriori, que es material, se encuentra, por decirlo así, en una encrucijada, y como
ha de ser determinada por algo, tendrá que ser determinada por el principio formal del querer en general,
cuando una acción sucede por deber, puesto que todo principio material le ha sido sustraído.

La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, la formularía yo de esta manera: el deber es la
necesidad de una acción por respeto a la ley. Por el objeto, como efecto de la acción que me propongo
realizar, puedo, sí, tener inclinación, mas nunca respeto, justamente porque es un efecto y no una
actividad de unía voluntad. De igual modo, por una inclinación en general, ora sea mía, ora sea de
cualquier otro, no puedo tener respeto: a lo sumo, puedo, en el primer caso, aprobarla y, en el segundo, a
veces incluso amarla, es decir, considerarla como favorable a mi propio provecho. Pero objeto del
respeto, y por ende mandato, sólo puede serlo aquello que se relacione con mi voluntad como simple
fundamento y nunca como efecto, aquello que no esté al servicio de mi inclinación, sino que la domine, al
menos la descarte por completo en el cómputo de la elección, esto es, la simple ley en sí misma. Una
acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta
todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es,
objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por tanto, la máxima 2 de
obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones.

Así, pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco, por
consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en ese
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efecto esperado, pues todos esos efectos -el agrado del estado propio, o incluso el fomento de la felicidad
ajena -pudieron realizarse por medio de otras causas, y no hacía falta para ello la voluntad de un ser
racional, que es lo único en donde puede, sin embargo, encontrarse el bien supremo y absoluto. Por tanto,
no otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí misma -la cual desde luego no se encuentra más
que en el ser racional-, en cuanto que ella y no el efecto esperado es el fundamento determinante de la
voluntad, puede constituir ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual está presente ya en la
persona misma que obra según esa ley, y que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción 3.

Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene
que determinar la voluntad, para que ésta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna?
Como he sustraído la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no
queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general -que debe ser el único principio de
la voluntad-; es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba
convertirse en ley universal. Aquí es la mera legalidad en general -sin poner por fundamento ninguna ley
determinada a ciertas acciones- la que sirve de principio a la voluntad, y tiene que servirle de principio si
el deber no ha de ser por doquiera una vana ilusión y un concepto quimérico; y con todo esto concuerda
perfectamente la razón vulgar de los hombres en sus juicios prácticos, y el principio citado no se aparta
nunca de sus ojos.

Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito, cuando me hallo apurado, hacer una promesa con el
propósito de no cumplirla? Fácilmente hago aquí la diferencia que puede comportar la significación de la
pregunta: de si es prudente o de si es conforme al deber hacer una falsa promesa. Lo primero puede
suceder, sin duda, muchas veces. Ciertamente, veo muy bien que no es bastante el librarme, por medio de
ese recurso, de una perplejidad presente, sino que hay que considerar detenidamente si no podrá
ocasionarme luego esa mentira muchos más graves contratiempos que estos que ahora consigo eludir; y
como las consecuencias, a pesar de cuanta astucia me precie de tener, no son tan fácilmente previsibles
que no pueda suceder que la pérdida de la confianza en mí sea mucho más desventajosa para mí que el
daño que pretendo ahora evitar, habré de considerar si no sería más sagaz conducirme en este punto según
una máxima universal y adquirir la costumbre de no prometer nada sino con el propósito de cumplirlo.
Pero pronto veo claramente que una máxima como ésta se funda sólo en las consecuencias inquietantes.
Ahora bien; es cosa muy distinta ser veraz por deber de serlo o serlo por temor a las consecuencias
perjudiciales; porque, en el primer caso, el concepto de la acción en sí mismo contiene ya una ley para mí,
y en el segundo, tengo que empezar por observar alrededor cuáles efectos para mí puedan derivarse de la
acción. Si me aparto del principio del deber, de seguro es ello malo; pero si soy infiel a mi máxima de la
sagacidad, puede ello a veces serme provechoso, aun cuando desde luego es más seguro permanecer
adicto a ella. En cambio, para resolver de la manera más breve, y sin engaño alguno, la pregunta de si una
promesa mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría yo por
satisfecho si mi máxima -salir de apuros por medio de una promesa mentirosa- debiese valer como ley
universal tanto para mí como para los demás? ¿Podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una
promesa falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien pronto me
convenzo de que, si bien puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir;
pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi
voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento, o si, por precipitación lo
hicieren, pagaríanme con la misma moneda; por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley
universal, destruiríase a sí misma.

Para saber lo que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a buscar muy lejos
una penetración especial. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo; incapaz de estar preparado
para los sucesos todos que en él ocurren, bástame preguntar: ¿puedes creer que tu máxima se convierta en
ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti o a
algún otro, sino porque no puede convenir, como principio, en una legislación universal posible; la razón,
empero, me impone respeto inmediato por esta universal legislación, de la cual no conozco aún
ciertamente el fundamento -que el filósofo habrá de indagar-; pero al menos comprendo que es una
estimación del valor, que excede en mucho a todo valor que se aprecie por la inclinación, y que la
necesidad de mis acciones por puro respeto a la ley práctica es lo que constituye el deber, ante el cual

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tiene que inclinarse cualquier otro fundamento determinante, porque es la condición de una voluntad
buena en sí, cuyo valor está por encima de todo.

Así, pues, hemos negado al principio del conocimiento moral de la razón vulgar del hombre. La razón
vulgar no precisa este principio así abstractamente y en una forma universal; pero, sin embargo, lo tiene
continuamente ante los ojos y lo usa como criterio en sus enjuiciamientos. Fuera muy fácil mostrar aquí
cómo, con este compás en la mano, sabe distinguir perfectamente en todos los casos que ocurren qué es
bien, qué mal, qué conforme al deber o contrario al deber, cuando, sin enseñarle nada nuevo, se le hace
atender tan sólo, como Sócrates hizo, a su propio principio, y que no hace falta ciencia ni filosofía alguna
para saber qué es lo que se debe hacer para ser honrado y bueno y hasta sabio y virtuoso. Y esto podía
haberse sospechado de antemano: que el conocimiento de lo que todo hombre está obligado a hacer y, por
tanto, también a saber, es cosa que compete a todos los hombres, incluso al más vulgar. Y aquí puede
verse, no sin admiración, cuán superior es la facultad práctica de juzgar que la teórica en el entendimiento
vulgar humano. En esta última, cuando la razón vulgar se atreve a salirse de las leyes de la experiencia y
de las percepciones sensibles, cae en meras incomprensibilidades y contradicciones consigo misma, al
menos en un caos de incertidumbre, oscuridad y vacilaciones. En lo práctico, en cambio, comienza la
facultad de juzgar, mostrándose ante todo muy provechosa, cuando el entendimiento vulgar excluye de
las leyes prácticas todos los motores sensibles. Y luego llega hasta la sutileza, ya sea que quiera, con su
conciencia u otras pretensiones, disputar con respecto a lo que deba llamarse justo, ya sea que quiera
sinceramente, para su propia enseñanza, determinar el valor de las acciones; y, lo que es más frecuente,
puede en este último caso abrigar la esperanza de acertar, ni más ni menos que un filósofo, y hasta casi
con más seguridad que último, porque el filósofo no puede disponer de otro principio que el mismo del
hombre vulgar; pero, en cambio, puede muy bien enredar su juicio en multitud de consideraciones
extrañas y ajenas al asunto y apartarlo así de la dirección recta. ¿No se da, pues, lo mejor atenerse, en las
cosas morales, al juicio de la razón vulgar y, a lo sumo, emplear la filosofía sólo para exponer
cómodamente, en manera completa y fácil de comprender, el sistema de las costumbres y las reglas de las
mismas para el uso -aunque más aún para la disputa-, sin quitarle al entendimiento humano vulgar, en el
sentido práctico, su venturosa simplicidad, ni empujarle con la filosofía por un nuevo camino de la
investigación y enseñanza?

¡Qué magnífica es la inocencia! Pero ¡qué desgracia que no se pueda conservar bien y se deje fácilmente
seducir! Por eso la sabiduría misma -que consiste más en el hacer y el omitir que en el saber- necesita de
la ciencia, no para aprender de ella, sino para procurar a su precepto acceso y duración. El hombre siente
en sí mismo una poderosa fuerza contraria a todos los mandamientos del deber, que la razón le presenta
tan dignos de respeto; consiste esa fuerza contraria en sus necesidades y sus inclinaciones, cuya
satisfacción total comprende bajo el nombre de felicidad. Ahora bien; la razón ordena sus preceptos, sin
prometer con ello nada a las inclinaciones, severamente y, por ende, con desprecio, por decirlo así, y
desatención hacia esas pretensiones tan impetuosas y a la vez tan aceptables al parecer -que ningún
mandamiento consigue nunca anular-. De aquí se origina una dialéctica natural, esto es, una tendencia a
discutir esas estrechas leyes del deber, a poner en duda su validez, o al menos su pureza y severidad
estricta, a acomodarlas en lo posible a nuestros deseos y a nuestras inclinaciones, es decir, en el fondo, a
pervertirlas y a privarlas de su dignidad, cosa que al fin y al cabo la misma razón práctica vulgar no puede
aprobar.

De esta suerte, la razón humana vulgar se ve empujada, no por necesidad alguna de especulación -cosa
que no le ocurre nunca mientras se contenta con ser simplemente la sana razón-, sino por motivos
prácticos, a salir de su círculo y dar un paso en el campo de una filosofía práctica, para recibir aquí
enseñanza y clara advertencia acerca del origen de su principio y exacta determinación del mismo, en
contraposición con las máximas que radican en las necesidades e inclinaciones; así podrá salir de su
perplejidad sobre las pretensiones de ambas partes y no corre peligro de perder los verdaderos principios
morales por la ambigüedad en que fácilmente cae. Se va tejiendo, pues, en la razón práctica vulgar,
cuando se cultiva, una dialéctica inadvertida, que le obliga a pedir ayuda a la filosofía, del mismo modo
que sucede en el uso teórico, y ni la práctica ni la teórica encontrarán paz y sosiego a no ser en una crítica
completa de nuestra razón.

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TERCERA UNIDAD: LA ÉTICA EN LO SOCIAL

CAPÍTULO I : POLÍTICA Y ESTADO

1. EL FUNDAMENTO DE LA SOCIABILIDAD HUMANA

1.1.LA SOCIABILIDAD HUMANA

No es fácil definir con precisión conceptos como: social, sociedad o sociabilidad. Pero es claro
que comprenden al menos tres notas: pluralidad, unión y convivencia. Pluralidad, porque un individuo no
forma una sociedad consigo mismo; unión, porque tampoco una pluralidad de individuos independientes
da lugar a una sociedad; y convivencia, porque no cualquier tipo de relación es social. La tierra y la luna
tienen entre si relaciones (la fuerza gravitatoria, las mareas, los eclipses), pero no componen una
sociedad. La sociedad requiere una comunidad de vida, de intereses y de objetivos.

Así entendida, la sociedad o lo social aparece como algo característico de la vida humana.
Quien reflexione sobre la existencia del hombre advertirá claramente su índole social. El hombre vive,
trabaja, descansa, fomenta la cultura y los valores del espíritu en estrecha unión con sus semejantes. Es un
hecho innegable, sea cual sea la explicación que deba dársele.

El individuo que permanece intencionadamente fuera de la sociedad —llega a decir Aristóteles—


es un ser degradado o un ser superior a la especie humana, algo menos o algo más que un hombre, pero
no un hombre.

La sociabilidad humana es el hecho de experiencia común que está en la base de la Ética Social, y
el primer hecho que reclama una explicación racional.

De ahí que la primera cuestión que debe resolver nuestra ciencia es la del origen esencial de la
sociabilidad humana, esto es, saber cuál es el origen y la razón profunda de ser del hecho social en cuanto
tal. ¿Por qué el hombre vive en unión con sus semejantes? ¿Esa unión es un hecho necesario o libre? ¿A
qué finalidad responde?

No se trata, pues, de conocer el origen histórico de tal o cual sociedad civil, cultural o financiera,
sino penetrar en las causas generales de la sociedad humana.

Atendiendo a su común denominador, las opiniones de los diversos filósofos pueden reducirse a
tres:

a) la sociedad es un producto libre de la voluntad humana (teoría contractualista);

b) es obra de un poder superior al hombre (el espíritu o la materia), que se lo impone de


una manera necesaria y fatal (teoría naturalista);

c) es obra de un poder superior, inteligente y libre, que otorga al hombre un destino


natural a la sociedad, pero sin prescindir de la voluntad humana ni excluir su cooperación (teoría
del Derecho Natural). Las examinaremos por separado.

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2. TEORÍAS QUE EXPLICAN EL ORIGEN DEL ESTADO O LO SOCIAL EN EL HOMBRE

2.1. LA TEORÍA DEL PACTO O CONTRATO SOCIAL


Esta teoría, defendida por filósofos como Hobbes, Locke y Rousseau, afirma que el origen
esencial de la sociedad humana está en el libre acuerdo entre los individuos, que deciden hacer un pacto
o contrato social, en el que tienen su origen y su fundamento las sociedades humanas.

Hobbes parte de la idea nominalista de naturaleza humana como un conjunto de impulsos que
sólo reacciona ante el placer y el dolor. El hombre es por naturaleza egoísta y antisocial (homo homini
lupus). Los hombres se disputarían violentamente los objetos que pueden saciar sus necesidades, sin
atender a la justicia, a la virtud, etc., que serian para ellos palabras vacías.

Este estado natural antisocial dura hasta que el egoísmo enseña a los hombres la imposibilidad de
permanecer siempre en ese estado de inseguridad y temor. Era necesario buscar la paz. Y para ello hubo
que renunciar al interés personal, cediendo el derecho absoluto sobre los bienes materiales, y haciendo un
pacto que originó el estado social del hombre.

La misma ley del egoísmo aconsejaba crear una institución con el poder y la eficacia suficientes
para que la renuncia al interés personal no fuese estéril. Había que traspasar la voluntad y la fuerza de los
individuos a una persona física o moral, que quedaba constituida en autoridad. Surge así el poder, que
Hobbes llama Leviathan o dios mortal, y que es una persona o institución cuya voluntad ha de ser
considerada como voluntad de todos los hombres, en virtud del pacto realizado por ellos. Se trata de una
voluntad absolutamente soberana, fuente primera del orden social, y juez inapelable de los actos
humanos.

También Rousseau, supone que el estado primitivo del hombre era asocial.

La diferencia respecto a Hobbes estriba en que el hombre decide formar la sociedad no para evitar
la guerra. sino para lograr un mayor perfeccionamiento. En los demás aspectos, la teoría de Rousseau es
similar a la de Hobbes. Habla de un contrato social por el que los individuos ceden sus derechos en favor
de la comunidad y del poder civil, que queda constituido de esta manera como un delegado de la voluntad
general.

La teoría contractualista tuvo aplicaciones históricas muy diversas, desde el despotismo absoluto
hasta la Revolución Francesa. Su esencia consiste en negar que la sociedad tenga un fundamento, una
estructura esencial y una finalidad natural, con lo que se concede a los ciudadanos o a sus delegados la
facultad de configurarla como quieran, según su libre arbitrio. Es la teoría que está en la base del
liberalismo clásico.

2.2. LA TEORÍA NATURALISTA

Radicalmente opuesta a la teoría contractualista, que considera la sociedad como el resultado de


la convención libre, sin leyes naturales que regulen su constitución esencial, la teoría naturalista afirma
que la sociedad es la última fase conocida de un proceso evolutivo de la realidad (la materia o el
espíritu), que se rige por las leyes inflexibles del determinismo universal.

Savigny, por ejemplo, piensa que las leyes y las instituciones sociales son el fruto de la evolución
natural. En un sentido semejante, Hegel enseña que el Estado (él se refería al Estado germánico) es la
última fase de la evolución dialéctica de la Idea universal, del Espíritu absoluto o divino. También Comte
y Spencer, aunque con notables diferencias entre sí y respecto a Hegel, conciben la sociedad como un

102
organismo natural, con su evolución y sus leyes, que han de ser estudiadas por una especie de física
social.

Mientras que la teoría contractualista trata de explicar la sociedad a partir de un conjunto de


individuos asociales o antisociales, la teoría naturalista parte de la sociedad como todo orgánico,
concediéndole una primacía absoluta sobre la persona individual. Afirma Hegel:

«el Estado, en cuanto realidad de la voluntad sustancial que posee


conciencia de sí misma elevada a generalidad, constituye en sí y por sí mismo lo
racional. Esta unidad sustancial es fin en sí misma, absoluta e inmutable (...).
Siendo el Estado espíritu objetivo, el individuo sólo posee objetividad, verdad y
moralidad en cuanto miembro del mismo (...), El deber supremo del individuo es
ser miembro del Estado»44.

Hegel pone de esta manera los fundamentos del totalitarismo político.

2.3. LA TEORÍA DEL DERECHO NATURAL. NATURALEZA SOCIAL DEL HOMBRE

Esta solución, sostenida, entre otros, por Aristóteles y Santo Tomás, consiste en mantener que la
sociedad tiene un fundamento inmediato en la naturaleza humana —que es social, además de individual
—, y su fundamento mediato en Dios, —Autor de la naturaleza. Esta tesis está de acuerdo con todo lo ya
estudiado acerca del orden moral y su fundamento natural (ley natural).

Aristóteles —y con él Santo Tomás de Aquino y muchos otros filósofos— enseña que el hombre
es social por naturaleza, esto es, que la sociabilidad es una de las exigencias esenciales postuladas por el
perfeccionamiento moral de la persona humana.

Veremos más adelante que esta doctrina no excluye la intervención de la libertad en el nacimiento
de la diversas sociedades concretas, de modo semejante a como la ley natural no se opone a la libertad
individual, sino que es precisamente la regla de conducta del ser libre.

Que la naturaleza del hombre es social se prueba por la existencia en todos los individuos de una
fuerte tendencia a la unión con sus semejantes, y también por la natural dependencia recíproca de los
hombres en la consecución de sus finalidades especificas.

Detengámonos en la consideración de este segundo aspecto.

a) El hombre tiene una constitución corporal y anímica que condiciona la propia


supervivencia a la ayuda de los demás durante un tiempo incomparablemente más largo que en
los demás animales.
Y, si no la supervivencia, es evidente que la existencia digna y tranquila depende de los
demás durante toda la vida, porque solitariamente el hombre no puede proveer a la satisfacción de
las múltiples exigencias de su cuerpo y de su alma.

b) La indigencia del individuo aislado es aún más clara en el terreno espiritual, tanto cultural
como moral. El despertar y el desarrollo de las facultades espirituales depende estrechamente de
la ayuda y enseñanza de los demás. La naturaleza nos dota de un instrumento, el lenguaje, por el
que podemos heredar los conocimientos, técnicas, actitudes valorativas y morales que la
humanidad ha ido perfeccionando durante siglos, y que ningún individuo aislado podría conseguir
partiendo de cero.

Incluso la misma madurez psicológica del entendimiento y de la voluntad está

44
HEGEL, G.W.F., Grundlinien der Philosophie des Rechtes, 1821, N° 145, 256 y 258, ed., Lasson.
103
condicionada por la ayuda de los demás, de manera que seria difícil distinguir de un irracional al
individuo humano que hubiese crecido en la soledad. Bien se entiende la observación de
Aristóteles a que antes nos referíamos: «el que no puede vivir en comunidad, o bien no la necesita
en absoluto por bastarse a sí mismo (...), es una bestia o un dios» 45.

Estos hechos muestran no sólo una dependencia recíproca entre los hombres, sino también la
existencia de una misión común.

No es que un hombre necesite de los demás como de un medio útil para la propia plenitud; sucede
más bien que para cada hombre la consecución del fin último y de los fines inmediatos —que son
esencialmente idénticos, como idéntica es la naturaleza— está supeditada en cierta medida a la ayuda que
se recibe y se presta a los demás. Decimos «en cierta medida», porque la naturaleza humana es individual
además de social, y tiene un fin personal que no se agota en lo social. La situación es similar a la de los
que se salvan de un naufragio en una barca: ninguno renuncia a su salvación personal, pero todos
advierten que en esas circunstancias la supervivencia de todos es indispensable para la de cada uno;
sobrevivir se ha convertido en una tarea común.

Por eso, entre las inclinaciones que empujan al hombre a la consecución de sus fines naturales,
está la tendencia a la vida social.

Esta tendencia es muy honda, porque su recto cumplimiento condiciona en cierto modo la
satisfacción de todas las demás, y la perfección integral de la persona. De ahi que la recta razón, leyendo
la finalidad de dicha tendencia, muestre al hombre que debe vivir en sociedad, haciéndole entender como
deberes éticos los requisitos que implica esa vida, e instruyéndole sobre el fin que el orden social debe
cumplir. Ese fin consiste en hacer posible a todos alcanzar los objetivos esenciales de su naturaleza: el
bien último y los bienes próximos contenidos en la ley natural.

3. SOCIABILIDAD Y SOCIEDAD

Interesa ahora comparar nuestra tesis con la teoría contractualista y con la naturalista, y extraer de esa
comparación algunas consecuencias.

La sociedad humana en general es una institución natural.

Fundamentada en la naturaleza humana y. en último termino, en su Autor, que es Dios. Pero la


naturaleza no constituye directamente esta o aquella sociedad, con sus características peculiares. La
naturaleza explica la sociabilidad, la exigencia necesaria de la sociedad por parte del hombre. Para pasar
de ahí a una sociedad concreta se requieren otros factores históricos, que son estudiados en parte por las
teorías contractualista y naturalista: la libre convención, elementos esenciales y geográficos,
acontecimientos históricos, etc.
45
ARISTÓTELES, Política, lib. I, cap. 2, 1253a 27ss, edición bilingüe del Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1970. «A los
demás animales —escribre Santo Tomás de Áquino— la naturaleza les ha provisto suficientemente de alimentos, vestidos y
medios de defensa, como los dientes, cuernos y garras, o cuando menos de velocidad para la fuga. El hombre, al contrario, nace
sin ninguno de estos medios naturales: en vez de ellos tiene la razón, por la cual, con el auxilio de sus manos, puede procurarse lo
necesario. Un hombre solo no puede abastecerse lo suficiente para la vida. Es, por consiguiente, natural al hombre vivir en
sociedad con muchos otros.

Por otra parte, los animales se hallan dotados de un instinto de certero y eficaz para discernir lo útil de los nocivo: la oveja huye
naturalmente del lobo; otros animales naturalmente conocen las hierbas que pueden servirles de medicina, así como otras cosas
necesarias para su conservación; el hombre no tiene las cosas necesarias para la vida, sino un conocimento general: necesita
valerse del discurso para os múltiples casos particulares. Tampoco para esto basta un individuo. De ahí la necesidad de que viva
en sociedad y de que el uno ayude al otro, dedicándose cada cual, con la ayuda de las luces naturales, a diferentes
descubrimientos y artes, quien en la medicina, quien a esto, quien a aquello, para utilidad común» (De Regimine principum, 2.ª ed.,
Marietti, Turín-Roma, 1971; lib. I, cap 1).
104
Considerada en concreto, la sociedad surge a la vez por naturaleza y por libre acuerdo.

Por naturaleza, el hombre tiende a formar voluntariamente alguna sociedad; por mutuo acuerdo,
los individuos fundan esta o aquella comunidad determinadas, con sus caracteres singulares. Por ejemplo,
las ciudades de Roma, París, etc., no son en ese sentido sociedades naturales: podrían estar en otro sitio,
tener otro nombre y organización: o podrían no existir.

Se ve así que no existe oposición entre el carácter natural de la sociedad y el papel de la


libertad en su formación.

La libertad procede de la inclinación natural de la voluntad. Ser libre no se opone a ser natural,
pues el libre albedrío tiene una naturaleza y un objeto; por la libertad el hombre ha de realizar, llevándolas
a su última concreción, las exigencias impresas en la naturaleza. La inclinación natural se actúa cuando,
por elección, las personas instituyen una determinada sociedad, de modo semejante a como el matrimonio
—que es también una institución natural— se establece por el mutuo consentimiento de los contrayentes.

Además, nuestra tesis sobre el fundamento natural de la sociedad humana ayuda a entender
recta y equilibradamente lo que la sociedad tiene de libre y de necesario.

Lo que depende de la libre convención y lo que hunde sus raíces en la naturaleza.

Concretamente:

a.El hecho social —como, en general, toda la vida humana— no tiene su razón última en el libre
arbitrio de los individuos, ni en motivos de índole exclusivamente biológica, social, geográfica, etc. Tiene
su fundamento en la naturaleza humana y en Dios.
b.Los fines y la organización de la sociedad tienen un amplio margen de variabilidad, que queda a
la libre decisión de los ciudadanos o de sus representantes. Pero existen unas finalidades esenciales, que
exigen una cierta estructura social, pertenecientes a la naturaleza misma de la sociedad.
La función principal de la sociedad es servir de ayuda para que todos puedan lograr los fines
esenciales que Dios ha confiado a la responsabilidad moral del hombre. Esos fines, contenidos en la ley
moral natural, deben ser las líneas maestras de todo el ordenamiento jurídico y político, y el primer
criterio para discernir su moralidad. Ni la sociedad puede quedar al arbitrio de los individuos, ni éstos
pueden convertirse en esclavos de la sociedad: ésta ha de ser un orden de convivencia orientado a la
felicidad y plenitud de lodos sus componentes.

c.Igualmente, la autoridad civil —su forma, el modo de designar a quien la ejerce, sus
atribuciones— depende en gran medida del libre parecer de los ciudadanos, o puede responder a razones
históricas o a la idiosincrasia de un pueblo. Pero tiene su origen último, y la determinación de sus
competencias esenciales, en la naturaleza y, a través de ella, en Dios.
d.Por último, estos principios ponen de manifiesto la naturaleza moral del orden social. La
sociedad no es un ámbito cuya modelación queda reservada exclusivamente a la voluntad de los
individuos, sino que es una realidad naturalmente ligada a la consecución de la plenitud moral del
hombre.

La vida social —como la vida de cada persona— es propiamente moral, con fines y leyes
morales. Concretamente, los aspectos de la ley moral natural que hacen referencia a la sociedad y al
comportamiento social del hombre, constituyen lo que suele denominarse Derecho Natural. Sobre su
fundamento y el modo de conocerlo basta con releer las páginas dedicadas al estudio de la ley natural.

105
LECTURA COMPLEMENTARIA DE TEXTOS PARA EL TRABAJO PRÁCTICO

( Juan Jacobo Rousseau, El Contrato Social )

I.- CAPÍTULO VIII

Del estado civil

La transición del estado natural al estado civil produce en el hombre un cambio muy notable,
sustituyendo en su conducta la justicia al instinto y dando a sus acciones la moralidad de que antes
carecían.

Es entonces cuando, sucediendo la voz del deber a la impulsión física, y el derecho al apetito, el
hombre, que antes no había considerado ni tenido en cuenta más que su persona, se ve obligado a obrar
basado en distintos principios, consultando a la razón antes de prestar oído a sus inclinaciones. Aunque se
prive en este estado de muchas ventajas naturales, gana en cambio otras tan grandes, sus facultades se
ejercitan y se desarrollan, sus ideas se extienden, sus sentimientos se ennoblecen, su alma entera se eleva
a tal punto que, si los abusos de esta nueva condición no le degradasen a menudo hasta colocarle en
situación inferior a la en que estaba, debería bendecir sin cesar el dichoso instante en que la quitó para
siempre y en que, de animal estúpido y limitado, se convirtió en un ser inteligente, en hombre.

Simplificando: el hombre pierde su libertad natural y el derecho limitado a todo cuanto desea y
puede alcanzar, ganando en cambio la libertad civil y la propiedad de lo que posee.

106
Para no equivocarse acerca de estas compensaciones, es preciso distinguir la libertad natural que
tiene por límites las fuerzas individuales de la libertad civil, circunscrita por la voluntad general; y la
posesión, que no es otra cosa que el efecto de la fuerza o del derecho del primer ocupante, de la
propiedad, que no puede ser fundada sino sobre un título positivo. Podríase añadir a lo que precede la
adquisición de la libertad mora, que por sí sola hace al hombre verdadero dueño de sí mismo, ya que el
impulso del apetito constituye la esclavitud, en tanto que la obediencia a la ley es la libertad. Pero he
dicho ya demasiado en este artículo, puesto que no es mi intención averiguar aquí el sentido filosófico de
la palabra libertad.

II.- CAPÍTULO IX

Del dominio real

Cada miembro de la comunidad se da a ella en el momento que se constituye, tal cual se


encuentra en dicho instante, con todas sus fuerzas, de las cuales forman parte sus bienes. Sólo por este
acto, la posesión cambia de naturaleza al cambiar de manos, convirtiéndose en

propiedad en las del soberano; pero como las fuerzas de la sociedad son incomparablemente mayores que
las de un individuo, la posesión pública es también de hecho más fuerte e irrevocable, sin ser más
legítima, al menos para los extranjeros, pues el Estado, tratándose de

sus miembros, es dueño de sus bienes por el contrato social, el cual sirve de base a todos los derechos, sin
serlo, sin embargo, con relación a las otras potencias, sino por el derecho de primer ocupante que deriva
de los particulares.

El derecho del primer ocupante, aunque es más real que el de la fuerza, no es verdadero derecho
sino después de establecido el de propiedad. El hombre tiene naturalmente derecho a todo cuanto le es
necesario; pero el acto positivo que le convierte en propietario de un bien cualquiera, le excluye del
derecho a o demás. Adquirida su parte debe limitarse a ella sin derecho a lo de la comunidad. He allí la
razón por la cual el derecho de primer ocupante, tan débil en el estado natural,es respetable en el estado
civil. Se respeta menos por este derecho lo que es de otros, que lo que no es de uno.

En general, para autorizar el derecho de primer ocupante sobre un terreno cualquiera, son
necesarias las condiciones siguientes: la primera, que el terreno no esté ocupado por otro; la segunda, que
no se ocupe Más que la parte necesaria para subsistir; la tercera, que se tome posesión de él, no mediante
vana ceremonia, sino por el trabajo el cultivo, únicos no de propiedad que, a defecto títulos jurídicos,
debe ser respetado por los demás.

En efecto, conceder a la necesidad y al trabajo el derecho de primer ocupante, ¿no es dar a tal
derecho toda la extensión suficiente? ¿No podría ser limitado, y bastará posar la planta sobre un terreno
común para considerarse acto continuo dueño de él? ¿Bastará tener la fuerza para arrojar a los otros
hombres arrebatándoles el derecho para siempre de volver a él? ¿Cómo podrá un individuo o pueblo
apoderarse de un territorio inmenso privando de él al género humano de otro modo que por una
usurpación punible, puesto que arrebata al resto de los hombres su morada y los alimentos que la
naturaleza les ofrece en común? Cuando Núñez de Balboa tomaba, desde la playa, posesión del Océano
Pacífico y de toda la América Meridional en nombre de la corona de Castilla, ¿era esto razón suficiente
para desposeer a todos los habitantes, excluyendo igualmente a todos los príncipes del mundo? Bajo esas
condiciones, las ceremonias se multiplicaban inútilmente: el rey católico no tenía más que, de golpe,
tomar posesión de todo el universo, sin perjuicio de suprimir en seguida de su imperio lo que antes había
sido poseído por otros príncipes. Concíbase, desde luego, cómo las tierras de los particulares reunidas y
continuas, constituyen el territorio público y cómo el derecho de soberanía, extendiéndose de los súbditos

107
a los terrenos que ocupan, viene a ser a la vez real y personal, lo cual coloca a los poseedores en una
mayor dependencia, convirtiendo sus mismas fuerzas en garantía de su fidelidad; ventaja que no parece
haber sido bien comprendida por los antiguos monarcas que no llamándose sino reyes de los persas, de
los escitas, de los macedonios, se consideraban más como jefes de hombres que como dueños del país.
Los de hoy se denominan más hábilmente reyes de Francia, de España, de Inglaterra, etc., etc. Poseyendo
así el terreno están seguros de poseer los habitantes. Lo que existe de más singular en esta enajenación es
que, lejos la comunidad de despojar a los particulares de sus bienes, al aceptarlos, ella no hace otra cosa
que asegurarles su legítima posesión, cambiando la usurpación en verdadero derecho el goce en
propiedad.

Entonces los poseedores, considerados como depositarios del bien público, siendo sus derechos
respetados por todos los miembros del Estado y sostenidos por toda la fuerza común contra el extranjero,
mediante una cesión ventajosa para el público y más aún para ellos, adquieren, por decirlo así, todo lo que
han dado; paradoja que se explica fácilmente por la distinción entre los derechos que el soberano y el
propietario tienen sobre el mismo bien, como se verá más adelante. Puede suceder también que los
hombres comiencen a unirse antes de poseer nada, y que apoderándose enseguida de un terreno suficiente
para todos, disfruten de él en común o lo repartan entre sí, ya por partes iguales, ya de acuerdo con las
proporciones establecidas por el soberano. De cualquier manera que se efectúe esta adquisición, el
derecho que tiene cada particular sobre sus bienes, queda siempre subordinado al derecho de la
comunidad sobre todos, sin lo cual no habría ni solidez en el vínculo social, ni fuerza real en el ejercicio
de la soberanía.

Terminaré este capítulo y este libro con una advertencia que debe servir de base a todo el sistema
social, y es la de que, en vez de destruir la igualdad natural, el pacto fundamental sustituye por el
contrario una igualdad moral y legítima, a la desigualdad física que la naturaleza había establecido entro
los hombres, las cuales, pudiendo ser desiguales en fuerza o en talento vienen a ser todas iguales por
convención y derecho. Bajo los malos gobiernos, esta igualdad no es más que aparente e ilusoria:sólo
sirve para mantener al pobre en su miseria y al rico en su usurpación. En realidad, las leyes son siempre
útiles a los que poseen y perjudiciales a los que no tienen nada. De esto se sigue que el estado social no es
ventajoso a los hombres sino en tanto que todos ellos poseen algo y ninguno demasiado.

(www.elaleph.com Juan Jacobo Rousseau


donde los libros son gratis)

CUESTIONARIO

1. ¿De qué manera presenta el Estado Rousseau?


2. ¿Cómo considera el hombre respecto del Estado?
3. ¿Qué relación establece entre ejercicio de poder y la ciudadanía?

108
III.- Política, Aristóteles.

POLÍTICA

Aristóteles

LIBRO I
De la sociedad civil. De la esclavitud. De la propiedad. Del poder doméstico

CAPÍTULO I
Origen del Estado y de la Sociedad

Todo Estado es, evidentemente, una asociación, y toda asociación no se forma sino en vista de
algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca hacen nada sino en vista de lo que
les parece ser bueno. Es claro, por tanto, que todas las asociaciones tienden a un bien de cierta especie, y
que el más importante de todos los bienes debe ser el objeto de la más importante de las asociaciones, de
aquella que encierra todas las demás, y a la cual se llama precisamente Estado y asociación política.

No han tenido razón, pues, los autores para afirmar que los caracteres de rey, magistrado, padre
de familia y dueño se confunden. Esto equivale a suponer que toda la diferencia entre éstos no consiste
sino en el más y el menos, sin ser específica; que un pequeño número de administrados constituiría el
dueño, un número mayor el padre de familia, uno más grande el magistrado o el rey; es de suponer, en
fin, que una gran familia es en absoluto un pequeño Estado. Estos autores añaden, por lo que hace al
magistrado y al rey, que el poder del uno es personal e independiente, y que el otro es en parte jefe y en
parte súbdito, sirviéndose de las definiciones mismas de su pretendida ciencia.

Toda esta teoría es falsa; y bastará, para convencerse de ello, adoptar en este estudio nuestro
método habitual. Aquí, como en los demás casos, conviene reducir lo compuesto a sus elementos
indescomponibles, es decir, a las más pequeñas partes del conjunto. Indagando así cuáles son los
elementos constitutivos del Estado, reconoceremos mejor en qué difieren estos elementos, y veremos si se
pueden sentar algunos principios científicos para resolver las cuestiones de que acabamos de hablar. En
esto, como en todo, remontarse al origen de las cosas y seguir atentamente su desenvolvimiento es el
camino más seguro para la observación.

Por lo pronto, es obra de la necesidad la aproximación de dos seres que no pueden nada el uno sin
el otro: me refiero a la unión de los sexos para la reproducción. Y en esto no hay nada de arbitrario,
porque lo mismo en el hombre que en todos los demás animales y en las plantas existe un deseo natural
de querer dejar tras sí un ser formado a su imagen.

La naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha creado a unos seres para


mandar y a otros para obedecer. Ha querido que el ser dotado de razón y de previsión mande como dueño,
así como también que el ser capaz por sus facultades corporales de ejecutar las órdenes, obedezca como
esclavo, y de esta suerte el interés del señor y el del esclavo se confunden.

La naturaleza ha fijado, por consiguiente, la condición especial de la mujer y la del esclavo. La


naturaleza no es mezquina como nuestros artistas, y nada de lo que hace se parece a los cuchillos de
Delfos fabricados por aquéllos. En la naturaleza un ser no tiene más que un solo destino, porque los
instrumentos son más perfectos cuando sirven, no para muchos usos, sino para uno sólo. Entre los
bárbaros, la mujer y el esclavo están en una misma línea, y la razón es muy clara; la naturaleza no ha
109
creado entre ellos un ser destinado a mandar, y realmente no cabe entre los mismos otra unión que la de
esclavo con esclava, y los poetas no se engañan cuando dicen:
«Sí, el griego tiene derecho a mandar al bárbaro»,
puesto que la naturaleza ha querido que bárbaro y esclavo fuesen una misma cosa.
Estas dos primeras asociaciones, la del señor y el esclavo, la del esposo y la mujer, son las bases
de la familia, y Hesíodo lo ha dicho muy bien en este verso:

«La casa, después la mujer y el buey arador»;


porque el pobre no tiene otro esclavo que el buey. Así, pues, la asociación natural y permanente es la
familia, y Corondas ha podido decir de los miembros que la componen «que comían a la misma mesa», y
Epiménides de Creta «que se calentaban en el mismo hogar».

La primera asociación de muchas familias, pero formada en virtud de relaciones que no son
cotidianas, es el pueblo, que justamente puede llamarse colonia natural de la familia, porque los
individuos que componen el pueblo, como dicen algunos autores, «han mamado la leche de la familia»,
son sus hijos, «los hijos de sus hijos». Si los primeros Estados se han visto sometidos a reyes, y si las
grandes naciones lo están aún hoy, es porque tales Estados se formaron con elementos habituados a la
autoridad real, puesto que en la familia el de más edad es el verdadero rey, y las colonias de la familia han
seguido filialmente el ejemplo que se les había dado. Por esto, Homero ha podido decir:

«Cada uno por separado gobierna como señor a sus mujeres y a sus
hijos.»

En su origen todas las familias aisladas se gobernaban de esta manera. De aquí la común opinión
según la que están los dioses sometidos a un rey, porque todos los pueblos reconocieron en otro tiempo o
reconocen aún hoy la autoridad real, y los hombres nunca han dejado de atribuir a los dioses sus propios
hábitos, así como se los representaban a imagen suya.

La asociación de muchos pueblos forma un Estado completo, que llega, si puede decirse así, a
bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo por origen las necesidades de la vida, y debiendo su
subsistencia al hecho de ser éstas satisfechas.

Así el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las primeras asociaciones, cuyo fin
último es aquél; porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin, y lo que es cada uno de los seres
cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento se dice que es su naturaleza propia, ya se trate de un
hombre, de un caballo o de una familia. Puede añadirse que este destino y este fin de los seres es para los
mismos el primero de los bienes, y bastarse a sí mismos es, a la vez, un fin y una felicidad. De donde se
concluye evidentemente que el Estado es un hecho natural, que el hombre es un ser naturalmente
sociable, y que el que vive fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar es, ciertamente,
o un ser degradado, o un ser superior a la especie humana; y a él pueden aplicarse aquellas palabras de
Homero:

«Sin familia, sin leyes, sin hogar...»

El hombre que fuese por naturaleza tal como lo pinta el poeta, sólo respiraría guerra, porque sería
incapaz de unirse con nadie, como sucede a las aves de rapiña.

110
Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás animales que
viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la naturaleza no hace nada en
vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que la voz puede realmente
expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite
sentir estas dos afecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el
bien y el mal, y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los
animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto y todos los sentimientos del mismo
orden cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado.

No puede ponerse en duda que el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre cada
individuo, porque el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una vez destruido el todo, ya
no hay partes, no hay pies, no hay manos, a no ser que por una pura analogía de palabras se diga una
mano de piedra, porque la mano separada del cuerpo no es ya una mano real. Las cosas se definen en
general por los actos que realizan y pueden realizar, y tan pronto como cesa su aptitud anterior no puede
decirse ya que sean las mismas; lo único que hay es que están comprendidas bajo un mismo nombre. Lo
que prueba claramente la necesidad natural del Estado y su superioridad sobre el individuo es que, si no
se admitiera, resultaría que puede el individuo entonces bastarse a sí mismo aislado así del todo como del
resto de las partes; pero aquel que no puede vivir en sociedad y que en medio de su independencia no
tiene necesidades, no puede ser nunca miembro del Estado; es un bruto o un dios.

La naturaleza arrastra, pues, instintivamente a todos los hombres a la asociación política. El


primero que la instituyó hizo un inmenso servicio, porque el hombre, que cuando ha alcanzado toda la
perfección posible es el primero de los animales, es el último cuando vive sin leyes y sin justicia. En
efecto, nada hay más monstruoso que la injusticia armada. El hombre ha recibido de la naturaleza las
armas de la sabiduría y de la virtud, que debe emplear sobre todo para combatir las malas pasiones. Sin la
virtud es el ser más perverso y más feroz, porque sólo tiene los arrebatos brutales del amor y del hambre.
La justicia es una necesidad social, porque el derecho es la regla de vida para la asociación política, y la
decisión de lo justo es lo que constituye el derecho.

111
CAPÍTULO II: LA FAMILIA

« ... la doctrina social tiene de por sí el valor de un instrumento de evangelización: en cuanto tal, anuncia
a Dios y su misterio de salvación en Cristo a todo hombre y, por la misma razón, revela al hombre a sí
mismo. Solamente bajo esta perspectiva se ocupa de lo demás: de los derechos humanos de cada uno y,
en particular, del “proletariado”, la familia y la educación, los deberes del Estado, el ordenamiento de la
sociedad nacional e internacional, la vida económica, la cultura, la guerra y la paz, así como del respeto a
la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte ». (Centesimus annus, 54)

1. LA FAMILIA, PRIMERA SOCIEDAD NATURAL

209 La importancia y la centralidad de la familia, en orden a la persona y a la sociedad, está


repetidamente subrayada en la Sagrada Escritura: « No está bien que el hombre esté solo » (Gn 2,18). A
partir de los textos que narran la creación del hombre (cf. Gn 1,26-28; 2,7-24) se nota cómo —según el
designio de Dios— la pareja constituye « la expresión primera de la comunión de personas humanas ». 46
Eva es creada semejante a Adán, como aquella que, en su alteridad, lo completa (cf. Gn 2,18) para formar
con él « una sola carne » (Gn 2,24; cf. Mt 19,5-6). 47 Al mismo tiempo, ambos tienen una misión
procreadora que los hace colaboradores del Creador: « Sed fecundos y multiplicaos, henchid la tierra »
(Gn 1,28). La familia es considerada, en el designio del Creador, como « el lugar primario de la
“humanización” de la persona y de la sociedad » y « cuna de la vida y del amor ». 48

210 En la familia se aprende a conocer el amor y la fidelidad del Señor, así como la necesidad de
corresponderle (cf. Ex 12,25-27; 13,8.14-15; Dt 6,20- 25; 13,7-11; 1 S 3,13); los hijos aprenden las
primeras y más decisivas lecciones de la sabiduría práctica a las que van unidas las virtudes (cf. Pr 1,8-9;
4,1-4; 6,20-21; Si 3,1-16; 7,27-28). Por todo ello, el Señor se hace garante del amor y de la fidelidad
conyugales (cf. Ml 2,14-15).

Jesús nació y vivió en una familia concreta aceptando todas sus características propias 49 y dio así
una excelsa dignidad a la institución matrimonial, constituyéndola como sacramento de la nueva alianza
(cf. Mt 19,3-9). En esta perspectiva, la pareja encuentra su plena dignidad y la familia su solidez.

211 Iluminada por la luz del mensaje bíblico, la Iglesia considera la familia como la primera sociedad
natural, titular de derechos propios y originarios, y la sitúa en el centro de la vida social: relegar la familia
« a un papel subalterno y secundario, excluyéndola del lugar que le compete en la sociedad, significa
causar un grave daño al auténtico crecimiento de todo el cuerpo social » 50. La familia, ciertamente, nacida
de la íntima comunión de vida y de amor conyugal fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una
mujer51, posee una específica y original dimensión social, en cuanto lugar primario de relaciones
interpersonales, célula primera y vital de la sociedad 52: es una institución divina, fundamento de la vida de
las personas y prototipo de toda organización social.

46
Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 12: AAS 58 (1966) 1034.

47
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1605.
48
Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 40: AAS 81 (1989) 469.
49
La Sagrada Familia es un modelo de vida familiar: « Nazaret nos recuerda qué es la familia, qué es la comunión de amor, su
belleza austera y sencilla, su carácter sagrado e inviolable; nos permite ver cuán dulce e insustituible es la educación familiar; nos
enseña su función natural en el orden social. Aprendemos, en fin, la lección del trabajo »: Pablo VI, Discurso en Nazaret (5 de
enero de 1964): AAS 56 (1964) 168.
50
Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 17: AAS 86 (1994) 906.
51
Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et Spes, 48: AAS 58 (1966) 1067-1069.
52
Cf. Concilio Vaticano II, Decr. Apostolicam actuositatem, 11: AAS 58 (1966) 848.
112
a) La importancia de la familia para la persona

212 La familia es importante y central en relación a la persona. En esta cuna de la vida y del amor, el
hombre nace y crece. Cuando nace un niño, la sociedad recibe el regalo de una nueva persona, que está «
llamada, desde lo más íntimo de sí a la comunión con los demás y a la entrega a los demás » 53. En la
familia, por tanto, la entrega recíproca del hombre y de la mujer unidos en matrimonio, crea un ambiente
de vida en el cual el niño puede « desarrollar sus potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y
prepararse a afrontar su destino único e irrepetible ». 54

En el clima de afecto natural que une a los miembros de una comunidad familiar, las personas son
reconocidas y responsabilizadas en su integridad: « La primera estructura fundamental a favor de la
“ecología humana” es la familia, en cuyo seno el hombre recibe las primeras nociones sobre la verdad y el
bien; aprende qué quiere decir amar y ser amado y, por consiguiente, qué quiere decir en concreto ser una
persona ».55 Las obligaciones de sus miembros no están limitadas por los términos de un contrato, sino
que derivan de la esencia misma de la familia, fundada sobre un pacto conyugal irrevocable y
estructurada por las relaciones que derivan de la generación o adopción de los hijos.

b) La importancia de la familia para la sociedad

213 La familia, comunidad natural en donde se experimenta la sociabilidad humana, contribuye en modo
único e insustituible al bien de la sociedad. La comunidad familiar nace de la comunión de las personas: «
La “comunión” se refiere a la relación personal entre el “yo” y el “tú”. La “comunidad”, en cambio,
supera este esquema apuntando hacia una “sociedad”, un “nosotros”. La familia, comunidad de personas,
es por consiguiente la primera “sociedad” humana». 56

Una sociedad a medida de la familia es la mejor garantía contra toda tendencia de tipo
individualista o colectivista, porque en ella la persona es siempre el centro de la atención en cuanto fin y
nunca como medio. Es evidente que el bien de las personas y el buen funcionamiento de la sociedad están
estrechamente relacionados con « la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar » 57.

214 …Ha de afirmarse la prioridad de la familia respecto a la sociedad y al Estado. La familia, al menos
en su función procreativa, es la condición misma de la existencia de aquéllos. En las demás funciones en
pro de cada uno de sus miembros, la familia precede, por su importancia y valor, a las funciones que la
sociedad y el Estado deben desempeñar. 58 La familia, sujeto titular de derechos inviolables, encuentra su
legitimación en la naturaleza humana y no en el reconocimiento del Estado. La familia no está, por lo
tanto, en función de la sociedad y del Estado, sino que la sociedad y el Estado están en función de la
familia.

Todo modelo social que busque el bien del hombre no puede prescindir de la centralidad y de la
responsabilidad social de la familia. La sociedad y el Estado, en sus relaciones con la familia, tienen la
obligación de atenerse al principio de subsidiaridad. En virtud de este principio, las autoridades públicas
53
Juan Pablo II, Exh. ap. Christifideles laici, 40: AAS 81 (1989) 468.

54
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 39: AAS 83 (1991) 841.
55
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 39: AAS 83 (1991) 841.
56
Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 7: AAS 86 (1994) 875; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2206.
57
Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 47: AAS 58 (1966) 1067; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2210.
58
Cf. Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, Preámbulo, D-E, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p.
6.
113
no deben sustraer a la familia las tareas que puede desempeñar sola o libremente asociada con otras
familias; por otra parte, las mismas autoridades tienen el deber de auxiliar a la familia, asegurándole las
ayudas que necesita para asumir de forma adecuada todas sus responsabilidades. 59

II. EL MATRIMONIO, FUNDAMENTO DE LA FAMILIA

a) El valor del matrimonio

215 La familia tiene su fundamento en la libre voluntad de los cónyuges de unirse en matrimonio,
respetando el significado y los valores propios de esta institución, que no depende del hombre, sino de
Dios mismo: « Este vínculo sagrado, en atención al bien, tanto de los esposos y de la prole como de la
sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha
dotado con bienes y fines varios ».60 La institución matrimonial —« fundada por el Creador y en posesión
de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor » 61 — no es una creación debida a
convenciones humanas o imposiciones legislativas, sino que debe su estabilidad al ordenamiento divino 62.
Nace, también para la sociedad, « del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben
mutuamente »63 y se funda sobre la misma naturaleza del amor conyugal que, en cuanto don total y
exclusivo, de persona a persona, comporta un compromiso definitivo expresado con el consentimiento
recíproco, irrevocable y público64. Este compromiso pide que las relaciones entre los miembros de la
familia estén marcadas también por el sentido de la justicia y el respeto de los recíprocos derechos y
deberes.

216 Ningún poder puede abolir el derecho natural al matrimonio ni modificar sus características ni su
finalidad. El matrimonio tiene características propias, originarias y permanentes. A pesar de los
numerosos cambios que han tenido lugar a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras
sociales y actitudes espirituales, en todas las culturas existe un cierto sentido de la dignidad de la unión
matrimonial, aunque no siempre se trasluzca con la misma claridad. 65 Esta dignidad ha de ser respetada en
sus características específicas, que exigen ser salvaguardadas frente a cualquier intento de alteración de su
naturaleza. La sociedad no puede disponer del vínculo matrimonial, con el cual los dos esposos se
prometen fidelidad, asistencia recíproca y apertura a los hijos, aunque ciertamente le compete regular sus
efectos civiles.

217 El matrimonio tiene como rasgos característicos: la totalidad, en razón de la cual los cónyuges se
entregan recíprocamente en todos los aspectos de la persona, físicos y espirituales; la unidad que los hace
« una sola carne » (Gn 2,24); la indisolubilidad y la fidelidad que exige la donación recíproca y definitiva;
la fecundidad a la que naturalmente está abierto. 66 El sabio designio de Dios sobre el matrimonio —
designio accesible a la razón humana, no obstante las dificultades debidas a la dureza del corazón (cf. Mt
19,8; Mc 10,5)— no puede ser juzgado exclusivamente a la luz de los comportamientos de hecho y de las
situaciones concretas que se alejan de él. La poligamia es una negación radical del designio original de

59
Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 45: AAS 74 (1982) 136-137; Catecismo de la Iglesia Católica, 2209.
60
Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et Spes, 48: AAS 58 (1966) 1067- 1068.
61
Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1067.
62
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1603.
63
Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1067.
64
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1639.
65
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1603.
66
Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 13: AAS 74 (1982) 93-96.
114
Dios, « porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se
dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo ».67

218 El matrimonio, en su verdad « objetiva », está ordenado a la procreación y educación de los hijos. 68
La unión matrimonial, en efecto, permite vivir en plenitud el don sincero de sí mismo, cuyo fruto son los
hijos, que, a su vez, son un don para los padres, para la entera familia y para toda la sociedad. 69 El
matrimonio, sin embargo, no ha sido instituido únicamente en orden a la procreación: 70 su carácter
indisoluble y su valor de comunión permanecen incluso cuando los hijos, aun siendo vivamente deseados,
no lleguen a coronar la vida conyugal. Los esposos, en este caso, « pueden manifestar su generosidad
adoptando niños abandonados o realizando servicios abnegados en beneficio del prójimo ». 71

b) El sacramento del matrimonio

219 Los bautizados, por institución de Cristo, viven la realidad humana y original del matrimonio, en la
forma sobrenatural del sacramento, signo e instrumento de Gracia. La historia de la salvación está
atravesada por el tema de la alianza esponsal, expresión significativa de la comunión de amor entre Dios
y los hombres y clave simbólica para comprender las etapas de la alianza entre Dios y su pueblo. 72 El
centro de la revelación del proyecto de amor divino es el don que Dios hace a la humanidad de su Hijo
Jesucristo, « el Esposo que ama y se da como Salvador de la humanidad, uniéndola a sí como su cuerpo.
El revela la verdad original del matrimonio, la verdad del “principio” (cf. Gn 2,24; Mt 19,5) y, liberando
al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente ». 73 Del amor esponsal de
Cristo por la Iglesia, cuya plenitud se manifiesta en la entrega consumada en la Cruz, brota la
sacramentalidad del matrimonio, cuya Gracia conforma el amor de los esposos con el Amor de Cristo por
la Iglesia. El matrimonio, en cuanto sacramento, es una alianza de un hombre y una mujer en el amor. 74

220 El sacramento del matrimonio asume la realidad humana del amor conyugal con todas las
implicaciones y « capacita y compromete a los esposos y a los padres cristianos a vivir su vocación de
laicos, y, por consiguiente, a “buscar el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos
según Dios” ».75 Íntimamente unida a la Iglesia por el vínculo sacramental que la hace Iglesia doméstica o
pequeña Iglesia, la familia cristiana está llamada « a ser signo de unidad para el mundo y a ejercer de ese
modo su función profética, dando testimonio del Reino y de la paz de Cristo, hacia el cual el mundo
entero está en camino ».76

67
Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 19: AAS 74 (1982) 102.
68
Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48. 50: AAS 58 (1966) 1067-1069. 1070-1072.
69
482Cf. Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 11: AAS 86 (1994) 883-886.
70
Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 50: AAS 58 (1966) 1070-1072.
71
Catecismo de la Iglesia Católica, 2379.
72
Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 12: AAS 74 (1982) 93: « Por esta razón, la palabra central de la Revelación,
‘‘Dios ama a su pueblo'', es pronunciada a través de las palabras vivas y concretas con que el hombre y la mujer se declaran su
amor conyugal. Su vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la Alianza que une a Dios con su pueblo (cf. por ejem.: Os
2,21; Jer 3,6-13; Is 54). El mismo pecado que puede atentar contra el pacto conyugal se convierte en imagen de la infidelidad del
pueblo a su Dios: la idolatría es prostitución (cf. Ez 16,25), la infidelidad es adulterio, la desobediencia a la ley es abandono del
amor esponsal del Señor. Pero la infidelidad de Israel no destruye la fidelidad eterna del Señor; por tanto, el amor siempre fiel de
Dios se pone como ejemplo de las relaciones de amor fiel que deben existir entre los esposos (cf. Os 3) ».
73
Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 13: AAS 74 (1982) 93-94.
74
Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1067-1069.
75
488Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 47: AAS 74 (1982) 139. La cita interna es de: Concilio Vaticano II, Const. dogm.
Lumen gentium, 31: AAS 57 (1965) 37.
76
Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 48: AAS 74 (1982) 140; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1656-1657. 2204.
115
La caridad conyugal, que brota de la caridad misma de Cristo, ofrecida por medio del
Sacramento, hace a los cónyuges cristianos testigos de una sociabilidad nueva, inspirada por el Evangelio
y por el Misterio pascual. La dimensión natural de su amor es constantemente purificada, consolidada y
elevada por la gracia sacramental. De esta manera, los cónyuges cristianos, además de ayudarse
recíprocamente en el camino de la santificación, son en el mundo signo e instrumento de la caridad de
Cristo. Con su misma vida, están llamados a ser testigos y anunciadores del sentido religioso del
matrimonio, que la sociedad actual reconoce cada vez con mayor dificultad, especialmente cuando acepta
visiones relativistas del mismo fundamento natural de la institución matrimonial.

III. LA SUBJETIVIDAD SOCIAL DE LA FAMILIA

a) El amor y la formación de la comunidad de personas

221 La familia se presenta como espacio de comunión —tan necesaria en una sociedad cada vez más
individualista—, que debe desarrollarse como una auténtica comunidad de personas 77 gracias al incesante
dinamismo del amor, dimensión fundamental de la experiencia humana, cuyo lugar privilegiado para
manifestarse es precisamente la familia: « El amor hace que el hombre se realice mediante la entrega
sincera de sí mismo. Amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar
libre y recíprocamente ».78

Gracias al amor, realidad esencial para definir el matrimonio y la familia, cada persona, hombre y
mujer, es reconocida, aceptada y respetada en su dignidad. Del amor nacen relaciones vividas como
entrega gratuita, que « respetando y favoreciendo en todos y cada uno la dignidad personal como único
título de valor, se hace acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad desinteresada, servicio
generoso y solidaridad profunda ». 79 La existencia de familias que viven con este espíritu pone al
descubierto las carencias y contradicciones de una sociedad que tiende a privilegiar relaciones basadas
principalmente, cuando no exclusivamente, en criterios de eficiencia y funcionalidad. La familia que vive
construyendo cada día una red de relaciones interpersonales, internas y externas, se convierte en la «
primera e insustituible escuela de socialidad, ejemplo y estímulo para las relaciones comunitarias más
amplias en un clima de respeto, justicia, diálogo y amor ». 80

222 El amor se expresa también mediante la atención esmerada de los ancianos que viven en la familia:
su presencia supone un gran valor. Son un ejemplo de vinculación entre generaciones, un recurso para el
bienestar de la familia y de toda la sociedad: « No sólo pueden dar testimonio de que hay aspectos de la
vida, como los valores humanos y culturales, morales y sociales, que no se miden en términos
económicos o funcionales, sino ofrecer también una aportación eficaz en el ámbito laboral y en el de la
responsabilidad. Se trata, en fin, no sólo de hacer algo por los ancianos, sino de aceptar también a estas
personas como colaboradores responsables, con modalidades que lo hagan realmente posible, como
agentes de proyectos compartidos, bien en fase de programación, de diálogo o de actuación ». 81 Como
dice la Sagrada Escritura, las personas « todavía en la vejez tienen fruto » (Sal 92,15). Los ancianos
constituyen una importante escuela de vida, capaz de transmitir valores y tradiciones y de favorecer el

77
Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 18: AAS 74 (1982) 100-101.
78
Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 11: AAS 86 (1994) 883.
79
Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 43: AAS 74 (1982) 134.
80
Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 43: AAS 74 (1982) 134.
81
Juan Pablo II, Mensaje a los participantes en la II Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento, Madrid (3 de abril de 2002): AAS
94 (2002) 582; cf. Id., Exh. ap. Familiaris consortio, 27: AAS 74 (1982) 113-114.
116
crecimiento de los más jóvenes: estos aprenden así a buscar no sólo el propio bien, sino también el de los
demás. Si los ancianos se hallan en una situación de sufrimiento y dependencia, no sólo necesitan
cuidados médicos y asistencia adecuada, sino, sobre todo, ser tratados con amor.

223 El ser humano ha sido creado para amar y no puede vivir sin amor. El amor, cuando se manifiesta en
el don total de dos personas en su complementariedad, no puede limitarse a emociones o sentimientos, y
mucho menos a la mera expresión sexual. Una sociedad que tiende a relativizar y a banalizar cada vez
más la experiencia del amor y de la sexualidad, exalta los aspectos efímeros de la vida y oscurece los
valores fundamentales. Se hace más urgente que nunca anunciar y testimoniar que la verdad del amor y
de la sexualidad conyugal se encuentra allí donde se realiza la entrega plena y total de las personas con las
características de la unidad y de la fidelidad. 82 Esta verdad, fuente de alegría, esperanza y vida, resulta
impenetrable e inalcanzable mientras se permanezca encerrados en el relativismo y en el escepticismo.

224 En relación a las teorías que consideran la identidad de género como un mero producto cultural y
social derivado de la interacción entre la comunidad y el individuo, con independencia de la identidad
sexual personal y del verdadero significado de la sexualidad, la Iglesia no se cansará de ofrecer la propia
enseñanza: « Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su identidad sexual. La
diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del
matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. La armonía de la pareja humana y de la sociedad depende
en parte de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo
mutuos ».83 Esta perspectiva lleva a considerar necesaria la adecuación del derecho positivo a la ley
natural, según la cual la identidad sexual es indiscutible, porque es la condición objetiva para formar una
pareja en el matrimonio.

225 La naturaleza del amor conyugal exige la estabilidad de la relación matrimonial y su indisolubilidad.
La falta de estos requisitos perjudica la relación de amor exclusiva y total, propia del vínculo
matrimonial, trayendo consigo graves sufrimientos para los hijos e incluso efectos negativos para el tejido
social.

La estabilidad y la indisolubilidad de la unión matrimonial no deben quedar confiadas


exclusivamente a la intención y al compromiso de los individuos: la responsabilidad en el cuidado y la
promoción de la familia, como institución natural y fundamental, precisamente en consideración de sus
aspectos vitales e irrenunciables, compete principalmente a toda la sociedad. La necesidad de conferir un
carácter institucional al matrimonio, fundándolo sobre un acto público, social y jurídicamente reconocido,
deriva de exigencias básicas de naturaleza social.

La introducción del divorcio en las legislaciones civiles ha alimentado una visión relativista de la
unión conyugal y se ha manifestado ampliamente como una «verdadera plaga social». 84 Las parejas que
conservan y afianzan los bienes de la estabilidad y de la indisolubilidad «cumplen... de manera útil y
valiente, el cometido a ellas confiado de ser un “signo” en el mundo —un signo pequeño y precioso, a
veces expuesto a la tentación, pero siempre renovado— de la incansable fidelidad con que Dios y
Jesucristo aman a todos los hombres y a cada hombre». 85

82
Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1067-1069; Catecismo de la Iglesia Católica, 1644-
1651.

83
Catecismo de la Iglesia Católica, 2333.

84
Catecismo de la Iglesia Católica, 2385; cf. también 1650-1651. 2384.

85
Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 20: AAS 74 (1982) 104.
117
226 La Iglesia no abandona a su suerte aquellos que, tras un divorcio, han vuelto a contraer matrimonio.
La Iglesia ora por ellos, los anima en las dificultades de orden espiritual que se les presentan y los
sostiene en la fe y en la esperanza. Por su parte, estas personas, en cuanto bautizados, pueden y deben
participar en la vida de la Iglesia: se les exhorta a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de
la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad a
favor de la justicia y de la paz, a educar a los hijos en la fe, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia
para implorar así, día a día, la gracia de Dios.

La reconciliación en el sacramento de la penitencia, —que abriría el camino al sacramento


eucarístico— puede concederse sólo a aquéllos que, arrepentidos, están sinceramente dispuestos a una
forma de vida que ya no esté en contradicción con la indisolubilidad del matrimonio. 86

Actuando así, la Iglesia profesa su propia fidelidad a Cristo y a su verdad; al mismo tiempo, se
comporta con ánimo materno para con estos hijos suyos, especialmente con aquellos que sin culpa suya,
han sido abandonados por su cónyuge legítimo. La Iglesia cree con firme convicción que incluso cuantos
se han apartado del mandamiento del Señor y persisten en ese estado, podrán obtener de Dios la gracia de
la conversión y de la salvación si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad. 87

227 Las uniones de hecho, cuyo número ha ido progresivamente aumentando, se basan sobre un falso
concepto de la libertad de elección de los individuos 88 y sobre una concepción privada del matrimonio y
de la familia. El matrimonio no es un simple pacto de convivencia, sino una relación con una dimensión
social única respecto a las demás, ya que la familia, con el cuidado y la educación de los hijos, se
configura como el instrumento principal e insustituible para el crecimiento integral de toda persona y para
su positiva inserción en la vida social.

La eventual equiparación legislativa entre la familia y las «uniones de hecho» se traduciría en un


descrédito del modelo de familia, que no se puede realizar en una relación precaria entre personas, 89 sino
sólo en una unión permanente originada en el matrimonio, es decir, en el pacto entre un hombre y una
mujer, fundado sobre una elección recíproca y libre que implica la plena comunión conyugal orientada a
la procreación.

228 Un problema particular, vinculado a las uniones de hecho, es el que se refiere a la petición de
reconocimiento jurídico de las uniones homosexuales, objeto, cada vez más, de debate público. Sólo una
antropología que responda a la plena verdad del hombre puede dar una respuesta adecuada al problema,
que presenta diversos aspectos tanto en el plano social como eclesial. 90 A la luz de esta antropología se
evidencia «qué incongruente es la pretensión de atribuir una realidad “conyugal” a la unión entre personas
del mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio
mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser
humano. Asimismo, también se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad
interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente
86
El respeto debido, tanto al sacramento del matrimonio como a los mismos cónyuges y a sus familiares, como también a la
comunidad de los fieles, prohíbe a todo sacerdote, por cualquier motivo o pretexto, aunque sea pastoral, llevar a cabo ceremonias
de cualquier tipo a favor de los divorciados que vuelven a contraer matrimonio. Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 20:
AAS 74 (1982) 104.

87
Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 77. 84: AAS 74 (1982) 175-178. 184-186.

88
Cf. Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 14: AAS 86 (1994) 893-896; Catecismo de la Iglesia Católica, 2390.

89
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2390.

90
Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a todos los Obispos sobre La atención pastoral a los homosexuales (1º de
octubre de 1986), 1-2: AAS 79 (1987) 543-544.
118
psicológico, entre el varón y la mujer. Únicamente en la unión entre dos personas sexualmente diversas
puede realizarse la perfección de cada una de ellas, en una síntesis de unidad y mutua complementariedad
psíco-física».91

La persona homosexual debe ser plenamente respetada en su dignidad, 92 y animada a seguir el


plan de Dios con un esfuerzo especial en el ejercicio de la castidad. 93 Este respeto no significa la
legitimación de comportamientos contrarios a la ley moral ni, mucho menos, el reconocimiento de un
derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo, con la consiguiente equiparación de estas uniones
con la familia:94 « Si, desde el punto de vista legal, el casamiento entre dos personas de sexo diferente
fuese sólo considerado como uno de los matrimonios posibles, el concepto de matrimonio sufriría un
cambio radical, con grave deterioro del bien común. Poniendo la unión homosexual en un plano jurídico
análogo al del matrimonio o al de la familia, el Estado actúa arbitrariamente y entra en contradicción con
sus propios deberes ».95

229 La solidez del núcleo familiar es un recurso determinante para la calidad de la convivencia social. Por
ello la comunidad civil no puede permanecer indiferente ante las tendencias disgregadoras que minan en
la base sus propios fundamentos. Si una legislación puede en ocasiones tolerar comportamientos
moralmente inaceptables,96 no debe jamás debilitar el reconocimiento del matrimonio monogámico
indisoluble, como única forma auténtica de la familia. Es necesario, por tanto, que las autoridades
públicas « resistiendo a las tendencias disgregadoras de la misma sociedad y nocivas para la dignidad,
seguridad y bienestar de los ciudadanos, procuren que la opinión pública no sea llevada a menospreciar la
importancia institucional del matrimonio y de la familia ». 97

Es tarea de la comunidad cristiana y de todos aquellos que se preocupan sinceramente por el bien
de la sociedad, reafirmar que « la familia constituye, más que una unidad jurídica, social y económica,
una comunidad de amor y de solidaridad, insustituible para la enseñanza y transmisión de los valores
culturales, éticos, sociales, espirituales y religiosos, esenciales para el desarrollo y bienestar de los
propios miembros y de la sociedad ».98

b) La familia es el santuario de la vida


91
Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Rota Romana (21 de enero de 1999), 5: AAS 91 (1999) 625.

92
Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Algunas consideraciones acerca de la respuesta a ciertas propuestas de ley sobre la
no discriminación de las personas homosexuales (23 de julio de 1992): L'Osservatore Romano, edición española, 31 de julio 1992,
p. 7; Id., Decl. Persona humana (29 de diciembre de 1975), 8: AAS 68 (1976) 84-85.

93
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2357-2359.

94
Cf. Juan Pablo II, Discurso a los Obispos españoles en visita ad limina (19 de febrero de 1998), 4: AAS 90 (1998) 809-810;
Pontificio Consejo para la Familia, Familia, matrimonio y ‘‘uniones de hecho'', (26 de julio de 2000), 23, Librería Editrice Vaticana,
Ciudad del Vaticano 2000, pp. 42-44; Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los proyectos de
reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales (3 de junio de 2003): L'Osservatore Romano, edición española,
8 de agosto de 2003, pp. 4-5.

95
Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre
personas homosexuales, (3 de junio de 2003): L'Osservatore Romano, edición española, 8 de agosto de 2003, p. 5.

96
Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 71: AAS 87 (1995) 483; Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I-II, q. 96, a.
2 (« Utrum ad legem humanam pertineat omnia cohibere »): Ed. Leon. 7, 181.

97
Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 81: AAS 74 (1982) 183.

98
Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, Preámbulo, E, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 6.
119
230 El amor conyugal está por su naturaleza abierto a la acogida de la vida. 99 En la tarea procreadora se
revela de forma eminente la dignidad del ser humano, llamado a hacerse intérprete de la bondad y de la
fecundidad que proviene de Dios: « La paternidad y la maternidad humanas, aún siendo biológicamente
parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí mismas, de manera esencial y exclusiva, una
“semejanza” con Dios, sobre la que se funda la familia, entendida como comunidad de vida humana,
como comunidad de personas unidas en el amor (communio personarum) ». 100

231 La familia fundada en el matrimonio es verdaderamente el santuario de la vida, « el ámbito donde la


vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a los
que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano ». 101 La
función de la familia es determinante e insustituible en la promoción y construcción de la cultura de la
vida,102 contra la difusión de una «“anticivilización” destructora, como demuestran hoy tantas tendencias
y situaciones de hecho».103 Las familias cristianas tienen, en virtud del sacramento recibido, la peculiar
misión de ser testigos y anunciadoras del Evangelio de la vida. Es un compromiso que adquiere, en la
sociedad, el valor de verdadera y valiente profecía. Por este motivo, «servir el Evangelio de la vida
supone que las familias, participando especialmente en asociaciones familiares, trabajan para que las
leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo el derecho a la vida, desde la concepción hasta
la muerte natural, sino que la defiendan y promuevan». 104

232 La familia contribuye de modo eminente al bien social por medio de la paternidad y la maternidad
responsables, formas peculiares de la especial participación de los cónyuges en la obra creadora de
Dios.105 La carga que conlleva esta responsabilidad, no se puede invocar para justificar posturas egoístas,
sino que debe guiar las opciones de los cónyuges hacia una generosa acogida de la vida: «En relación con
las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone en
práctica, ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la
decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento
durante algún tiempo o por tiempo indefinido». 106 Las motivaciones que deben guiar a los esposos en el
ejercicio responsable de la paternidad y de la maternidad, derivan del pleno reconocimiento de los propios
deberes hacia Dios, hacia sí mismos, hacia la familia y hacia la sociedad, en una justa jerarquía de
valores.

233 En cuanto a los « medios » para la procreación responsable, se han de rechazar como moralmente
ilícitos tanto la esterilización como el aborto. 107 Este último, en particular, es un delito abominable y

99
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1652.

100
Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 6: AAS 86 (1994) 874; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2366.

101
Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 39: AAS 83 (1991) 842.
102
Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 92: AAS 87 (1995) 505-507.

103
Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 13: AAS 86 (1994) 891.

104
Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 93: AAS 87 (1995) 507-508.

105
Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 50: AAS 58 (1966) 1070-1072; Catecismo de la Iglesia Católica, 2367.

106
Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae, 10: AAS 60 (1968) 487; cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 50: AAS 58
(1966) 1070-1072.

107
Cf. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae, 14: AAS 60 (1968) 490-491.
120
constituye siempre un desorden moral particularmente grave; 108 lejos de ser un derecho, es más bien un
triste fenómeno que contribuye gravemente a la difusión de una mentalidad contra la vida, amenazando
peligrosamente la convivencia social justa y democrática. 109

Se ha de rechazar también el recurso a los medios contraceptivos en sus diversas formas. 110 Este
rechazo deriva de una concepción correcta e íntegra de la persona y de la sexualidad humana, 111 y tiene el
valor de una instancia moral en defensa del verdadero desarrollo de los pueblos. 112 Las mismas razones de
orden antropológico, justifican, en cambio, como lícito el recurso a la abstinencia en los períodos de
fertilidad femenina.113 Rechazar la contracepción y recurrir a los métodos naturales de regulación de la
natalidad comporta la decisión de vivir las relaciones interpersonales entre los cónyuges con recíproco
respeto y total acogida; de ahí derivarán también consecuencias positivas para la realización de un orden
social más humano.

234 El juicio acerca del intervalo entre los nacimientos y el número de los hijos corresponde solamente a
los esposos. Este es uno de sus derechos inalienables, que ejercen ante Dios, considerando los deberes
para consigo mismos, con los hijos ya nacidos, la familia y la sociedad. 114 La intervención del poder
público, en el ámbito de su competencia, para la difusión de una información apropiada y la adopción de
oportunas medidas demográficas, debe cumplirse respetando las personas y la libertad de las parejas: no
puede jamás sustituir sus decisiones; 115 tanto menos lo pueden hacer las diversas organizaciones que
trabajan en este campo.

Son moralmente condenables, como atentados a la dignidad de la persona y de la familia, los


programas de ayuda económica destinados a financiar campañas de esterilización y anticoncepción o
subordinados a la aceptación de dichas campañas. La solución de las cuestiones relacionadas con el
crecimiento demográfico se debe buscar, más bien, respetando contemporáneamente la moral sexual y la
social, promoviendo una mayor justicia y una auténtica solidaridad para dar en todas partes dignidad a la
vida, comenzando por las condiciones económicas, sociales y culturales.

235 El deseo de maternidad y paternidad no justifica ningún «derecho al hijo», en cambio, son evidentes
los derechos de quien aún no ha nacido, al que se deben garantizar las mejores condiciones de existencia,
mediante la estabilidad de la familia fundada sobre el matrimonio y la complementariedad de las dos

108
Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 51: AAS 58 (1966) 1072-1073; Catecismo de la Iglesia Católica, 2271-
2272; Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 21: AAS 86 (1994) 919-920; Id., Carta enc. Evangelium vitae,
58.59.61-62: AAS 87 (1995) 466-468. 470-472.

109
Cf. Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 21: AAS 86 (1994) 919-920; Id., Carta enc. Evangelium vitae, 72.101:
AAS 87 (1995) 484-485. 516-518; Catecismo de la Iglesia Católica, 2273.

Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 51: AAS 58 (1966) 1072-1073; Pablo VI, Carta enc.
110

Humanae vitae, 14: AAS 60 (1968) 490-491; Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 32: AAS 74 (1982) 118-120;
Catecismo de la Iglesia Católica, 2370. Pío XI, Carta enc. Casti connubii (31 de diciembre de 1930): AAS 22 (1930) 559-561.

111
Cf. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae, 7: AAS 60 (1968) 485; Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 32: AAS 74 (1982)
118-120.

112
Cf. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae, 17: AAS 60 (1968) 493-494.

113
Cf. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae, 16: AAS 60 (1968) 491-492; Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 32: AAS 74
(1982) 118-120; Catecismo de la Iglesia Católica, 2370.

114
Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 50: AAS 58 (1966) 1070-1072; Catecismo de la Iglesia Católica, 2368;
Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 37: AAS 59 (1967) 275-276.

115
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2372.
121
figuras, paterna y materna.116 El acelerado desarrollo de la investigación y de sus aplicaciones técnicas en
el campo de la reproducción, plantea nuevas y delicadas cuestiones que exigen la intervención de la
sociedad y la existencia de normas que regulen este ámbito de la convivencia humana.

Es necesario reafirmar que no son moralmente aceptables todas aquellas técnicas de reproducción —
como la donación de esperma o de óvulos; la maternidad sustitutiva; la fecundación artificial heteróloga
— en las que se recurre al útero o a los gametos de personas extrañas a los cónyuges. Estas prácticas
dañan el derecho del hijo a nacer de un padre y de una madre que lo sean tanto desde el punto de vista
biológico como jurídico. También son reprobables las prácticas que separan el acto unitivo del
procreativo mediante técnicas de laboratorio, como la inseminación y la fecundación artificial homóloga,
de forma que el hijo aparece más como el resultado de un acto técnico, que como el fruto natural del acto
humano de donación plena y total de los esposos. 117 Evitar el recurso a las diversas formas de la llamada
procreación asistida, la cual sustituye el acto conyugal, significa respetar —tanto en los mismos padres
como en los hijos que pretenden generar— la dignidad integral de la persona humana. 118 Son lícitos, en
cambio, los medios que se configuran como ayuda al acto conyugal o en orden a lograr sus efectos. 119

236 Una cuestión de particular importancia social y cultural, por las múltiples y graves implicaciones
morales que presenta, es la clonación humana, término que, de por sí, en sentido general, significa
reproducción de una entidad biológica genéticamente idéntica a la originante. La clonación ha adquirido,
tanto en el pensamiento como en la praxis experimental, diversos significados que suponen, a su vez,
procedimientos diversos desde el punto de vista de las modalidades técnicas de realización, así como
finalidades diferentes. Puede significar la simple replicación en laboratorio de células o de porciones de
ADN. Pero hoy específicamente se entiende por clonación la reproducción de individuos, en estado
embrional, con modalidades diversas de la fecundación natural y en modo que sean genéticamente
idénticos al individuo del que se originan. Este tipo de clonación puede tener una finalidad reproductiva
de embriones humanos o una finalidad, llamada terapéutica, que tiende a utilizar estos embriones para
fines de investigación científica o, más específicamente, para la producción de células estaminales.

Desde el punto de vista ético, la simple replicación de células normales o de porciones del ADN
no presenta problemas particulares. Muy diferente es el juicio del Magisterio acerca de la clonación
propiamente dicha. Ésta es contraria a la dignidad de la procreación humana porque se realiza en ausencia
total del acto de amor personal entre los esposos, tratándose de una reproducción agámica y asexual. 120 En
segundo lugar, este tipo de reproducción representa una forma de dominio total sobre el individuo
reproducido por parte de quien lo reproduce. 121 El hecho que la clonación se realice para reproducir
embriones de los cuales extraer células que puedan usarse con fines terapéuticos no atenúa la gravedad
moral, porque además para extraer tales células el embrión primero debe ser producido y después
eliminado.122

116
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2378.

117
Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae (22 de febrero de 1987) II/2.3.5: AAS 80 (1988) 88-89.92-94;
Catecismo de la Iglesia Católica, 2376-2377.

118
Cf. Congregación para Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae (22 de febrero de 1987), II/7: AAS 80 (1988) 95-96.

119
Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2375.

120
Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia para la Vida (21 de febrero de 2004), 2: AAS 96 (2004) 418.

121
Cf. Pontificia Academia para la Vida, Reflexiones sobre la clonación, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997;
Pontificio Consejo «Justicia y Paz», La Iglesia ante el Racismo. Para una sociedad más fraterna. Contribución de la Santa Sede a
la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia, 21,
Tipografía Vaticana, Ciudad del Vaticano 2001, p. 23.
122
237 Los padres, como ministros de la vida, nunca deben olvidar que la dimensión espiritual de la
procreación merece una consideración superior a la reservada a cualquier otro aspecto: «La paternidad y
la maternidad representan un cometido de naturaleza no simplemente física, sino espiritual; en efecto, por
ellas pasa la genealogía de la persona, que tiene su inicio eterno en Dios y que debe conducir a Él». 123
Acogiendo la vida humana en la unidad de sus dimensiones, físicas y espirituales, las familias
contribuyen a la «comunión de las generaciones», y dan así una contribución esencial e insustituible al
desarrollo de la sociedad. Por esta razón, «la familia tiene derecho a la asistencia de la sociedad en lo
referente a sus deberes en la procreación y educación de los hijos. Las parejas casadas con familia
numerosa, tienen derecho a una ayuda adecuada y no deben ser discriminadas». 124

c) La tarea educativa

238 Con la obra educativa, la familia forma al hombre en la plenitud de su dignidad, según todas sus
dimensiones, comprendida la social. La familia constituye «una comunidad de amor y de solidaridad,
insustituible para la enseñanza y transmisión de los valores culturales, éticos, sociales, espirituales y
religiosos, esenciales para el desarrollo y bienestar de sus propios miembros y de la sociedad». 125
Cumpliendo con su misión educativa, la familia contribuye al bien común y constituye la primera escuela
de virtudes sociales, de la que todas las sociedades tienen necesidad. 126 La familia ayuda a que las
personas desarrollen su libertad y su responsabilidad, premisas indispensables para asumir cualquier tarea
en la sociedad. Además, con la educación se comunican algunos valores fundamentales, que deben ser
asimilados por cada persona, necesarios para ser ciudadanos libres, honestos y responsables. 127

239 La familia tiene una función original e insustituible en la educación de los hijos. 128 El amor de los
padres, que se pone al servicio de los hijos para ayudarles a extraer de ellos («e-ducere») lo mejor de sí
mismos, encuentra su plena realización precisamente en la tarea educativa: «El amor de los padres se
transforma de fuente en alma y, por consiguiente, en norma que inspira y guía toda la acción educativa
concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés, espíritu de
sacrificio, que son el fruto más precioso del amor». 129

El derecho y el deber de los padres a la educación de la prole se debe considerar «como esencial,
relacionado como está con la transmisión de la vida humana; como original y primario, respecto al deber
educativo de los demás, por la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como
122
6Cf. Juan Pablo II, Discurso al XVIII Congreso Internacional de la Sociedad de Trasplantes (29 de agosto de 2000), 8: AAS 92
(2000) 826.

123
Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam sane, 10: AAS 86 (1994) 881.

124
Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 3, c, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 9. La
Declaración Universal de los Derechos del Hombre afirma que « La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y
tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado » (Art. 16,3): Declaración Universal de los Derechos del Hombre,
www.unhchr.ch/udhr/lang/spn.html

125
Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, Preámbulo, E, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 6.

126
Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, 3: AAS 58 (1966) 731-732; Id., Const. past. Gaudium et spes, 52: AAS
58 (1966) 1073-1074; Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 37: AAS 74 (1982) 127-129; Catecismo de la Iglesia Católica,
1653. 2228.

127
Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 43: AAS 74 (1982) 134-135.

128
Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, 3: AAS 58 (1966) 731- 732; Id., Const. past. Gaudium et spes, 61: AAS
58 (1966) 1081-1082; Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 5, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano
1983, pp. 10-11; Catecismo de la Iglesia Católica, 2223. El Código de Derecho Canónico dedica a este derecho-deber de los
padres los cánones 793-799 y 1136.

129
Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 36: AAS 74 (1982) 127.
123
insustituible e inalienable, y... por consiguiente, no puede ser totalmente delegado o usurpado por
otros».130 Los padres tiene el derecho y el deber de impartir una educación religiosa y una formación
moral a sus hijos131: derecho que no puede ser cancelado por el Estado, antes bien, debe ser respetado y
promovido. Es un deber primario, que la familia no puede descuidar o delegar.

240 Los padres son los primeros, pero no los únicos, educadores de sus hijos. Corresponde a ellos, por
tanto, ejercer con sentido de responsabilidad, la labor educativa en estrecha y vigilante colaboración con
los organismos civiles y eclesiales: «La misma dimensión comunitaria, civil y eclesial, del hombre exige
y conduce a una acción más amplia y articulada, fruto de la colaboración ordenada de las diversas fuerzas
educativas. Éstas son necesarias, aunque cada una puede y debe intervenir con su competencia y con su
contribución propias».132 Los padres tienen el derecho a elegir los instrumentos formativos conformes a
sus propias convicciones y a buscar los medios que puedan ayudarles mejor en su misión educativa,
incluso en el ámbito espiritual y religioso. Las autoridades públicas tienen la obligación de garantizar este
derecho y de asegurar las condiciones concretas que permitan su ejercicio. 133 En este contexto, se sitúa el
tema de la colaboración entre familia e institución escolar.

241 Los padres tienen el derecho de fundar y sostener instituciones educativas. Por su parte, las
autoridades públicas deben cuidar que «las subvenciones estatales se repartan de tal manera que los
padres sean verdaderamente libres para ejercer su derecho, sin tener que soportar cargas injustas. Los
padres no deben soportar, directa o indirectamente, aquellas cargas suplementarias que impiden o limitan
injustamente el ejercicio de esta libertad». 134 Ha de considerarse una injusticia el rechazo de apoyo
económico público a las escuelas no estatales que tengan necesidad de él y ofrezcan un servicio a la
sociedad civil: «Cuando el Estado reivindica el monopolio escolar, va más allá de sus derechos y
conculca la justicia... El Estado no puede, sin cometer injusticia, limitarse a tolerar las escuelas llamadas
privadas. Éstas presentan un servicio público y tienen, por consiguiente, el derecho a ser ayudadas
económicamente».135

242 La familia tiene la responsabilidad de ofrecer una educación integral. En efecto, la verdadera
educación «se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de las
sociedades, de las que el hombre es miembro y en cuyas responsabilidades participará cuando llegue a ser
adulto».136 Esta integridad queda asegurada cuando —con el testimonio de vida y con la palabra— se
educa a los hijos al diálogo, al encuentro, a la sociabilidad, a la legalidad, a la solidaridad y a la paz,
mediante el cultivo de las virtudes fundamentales de la justicia y de la caridad. 137

130
Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 36: AAS 74 (1982) 126; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2221.

131
Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 5: AAS 58 (1966) 933; Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la
Paz 1994, 5: AAS 86 (1994) 159-160.

132
Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 40: AAS 74 (1982) 131.

133
Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, 6: AAS 58 (1966) 733-734; Catecismo de la Iglesia Católica, 2229.

134
Santa Sede, Carta de los derechos de la familia, art. 5, b, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1983, p. 11; cf.
también Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 5: AAS 58 (1966) 933.

135
Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, 94: AAS 79 (1987) 595-596.

136
550Concilio Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, 1: AAS 58 (1966) 729.

137
Cf. Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 43: AAS 74 (1982) 134-135.
124
En la educación de los hijos, las funciones materna y paterna son igualmente necesarias. 138 Por lo
tanto, los padres deben obrar siempre conjuntamente. Ejercerán la autoridad con respeto y delicadeza,
pero también con firmeza y vigor: debe ser una autoridad creíble, coherente, sabia y siempre orientada al
bien integral de los hijos.

243 Los padres tienen una particular responsabilidad en la esfera de la educación sexual. Es de
fundamental importancia, para un crecimiento armónico, que los hijos aprendan de modo ordenado y
progresivo el significado de la sexualidad y aprendan a apreciar los valores humanos y morales a ella
asociados: «Por los vínculos estrechos que hay entre la dimensión sexual de la persona y sus valores
éticos, esta educación debe llevar a los hijos a conocer y estimar las normas morales como garantía
necesaria y preciosa para un crecimiento personal y responsable en la sexualidad humana». 139 Los padres
tienen la obligación de verificar las modalidades en que se imparte la educación sexual en las
instituciones educativas, con el fin de controlar que un tema tan importante y delicado sea tratado en
forma apropiada.

d) Dignidad y derechos de los niños

244 La doctrina social de la Iglesia indica constantemente la exigencia de respetar la dignidad de los
niños. «En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención especialísima al niño,
desarrollando una profunda estima por su dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso
servicio a sus derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular cuando el
niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es minusválido». 140

Los derechos de los niños deben ser protegidos por los ordenamientos jurídicos. Es necesario,
sobre todo, el reconocimiento público en todos los países del valor social de la infancia: «Ningún país del
mundo, ningún sistema político, puede pensar en el propio futuro de modo diverso si no es a través de la
imagen de estas nuevas generaciones, que tomarán de sus padres el múltiple patrimonio de los valores, de
los deberes, de las aspiraciones de la Nación a la que pertenecen, junto con el de toda la familia
humana».141 El primer derecho del niño es «a nacer en una familia verdadera», 142 un derecho cuyo respeto
ha sido siempre problemático y que hoy conoce nuevas formas de violación debidas al desarrollo de las
técnicas genéticas.

245 La situación de gran parte de los niños en el mundo dista mucho de ser satisfactoria, por la falta de
condiciones que favorezcan su desarrollo integral, a pesar de la existencia de un específico instrumento
jurídicointernacional para tutelar los derechos del niño, 143 ratificado por la casi totalidad de los miembros
de la comunidad internacional. Se trata de condiciones vinculadas a la carencia de servicios de salud, de
una alimentación adecuada, de posibilidades de recibir un mínimo de formación escolar y de una casa.
Siguen sin resolverse además algunos problemas gravísimos: el tráfico de niños, el trabajo infantil, el
fenómeno de los «niños de la calle», el uso de niños en conflictos armados, el matrimonio de las niñas, la
138
Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 52: AAS 58 (1966) 1073-1074.

139
Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 37: AAS 74 (1982) 128; cf. Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana:
verdad y significado. Orientaciones educativas familiares (8 de diciembre de 1995) Tipografía Vaticana, Ciudad del Vaticano, 1995.

140
Juan Pablo II, Exh. ap. Familiaris consortio, 26: AAS 74 (1982) 111-112.

141
Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas (2 de octubre de 1979), 21: AAS 71 (1979) 1159; cf.
también Id., Mensaje al Secretario General de las Naciones Unidas con ocasión de la Cumbre Mundial para los Niños (22 de
septiembre de 1990): AAS 83 (1991) 358-361.

142
Juan Pablo II, Discurso al Comité de Periodistas Europeos para los Derechos del Niño (13 de enero de 1979): AAS 71 (1979)
360.

143
Cf. Convención sobre los derechos del niño, entrada en vigor en 1990, ratificada también por la Santa Sede.
125
utilización de niños para el comercio de material pornográfico, incluso a través de los más modernos y
sofisticados instrumentos de comunicación social. Es indispensable combatir, a nivel nacional e
internacional, las violaciones de la dignidad de los niños y de las niñas causadas por la explotación
sexual, por las personas dedicadas a la pedofilia y por las violencias de todo tipo infligidas a estas
personas humanas, las más indefensas. 144 Se trata de actos delictivos que deben ser combatidos
eficazmente con adecuadas medidas preventivas y penales, mediante una acción firme por parte de las
diversas autoridades.

144
Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1996, 2-6: AAS 88 (1996) 104-107.
126

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