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LA IDEA DEL BIEN – BREVE HISTORIA

Palabras claves:
Felicidad, epicureísmo, estoicismo, ataraxia, apatía, autarquía, hedonismo, utilitarismo,
pragmatismo, summum bonum, visión beatífica

Objetivo:
Contrastar de manera crítica las diversas y más sobresalientes concepciones del bien a
lo largo de la historia con la idea del bien tal como la entiende el cristianismo, al punto
de establecer que, aun en el mejor de los casos, todas estas concepciones son
incompletas y se quedan cortas ante la concepción plena del bien revelada en las
Escrituras y en la experiencia cristiana que relativiza todas las demás concepciones del
bien al compararla con el Bien supremo que se revela en la persona de Cristo, juzgando
de paso y poniendo en evidencia los aspectos inconvenientes y equivocados de todas
las demás concepciones del bien.

Resumen:
La idea del bien y del mal es universal de modo que se halla presente siempre en todo
grupo humano a lo largo de la historia. Sin embargo, el contenido del concepto del bien
defendido y perseguido por cada uno de estos grupos humanos es diferente,
concretándose de formas muy diversas en las principales escuelas de pensamiento a lo
largo de la historia. Un recuento sumario de las diferentes concepciones o formas de
entender el bien sostenidas por las más sobresalientes escuelas de pensamiento
antiguo y moderno nos permite apreciar más la superioridad y el carácter absoluto de la
idea del bien tal y como la concibe el cristianismo, derivada y fundamentada a su vez en
las Escrituras, estimulando la reflexión ética como parte importante e ineludible del
cultivo de la piedad, la adoración y la devoción a Dios que debe caracterizar la vivencia
cristiana.

4. La idea del bien – Breve historia

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Llegamos ahora a la consideración de aquello que constituye el meollo o el propósito
perseguido por la ética que no es otro que la promoción del bien como quiera que
éste se entienda. En efecto, la conciencia moral de todo ser humano concibe alguna
forma de bien y alguna clase de mal al margen de las posturas relativistas que nos
dificultan o llevan incluso a quienes las suscriben a declararse impedidos para
ponerse de acuerdo con nosotros sobre qué es lo que entendemos bajo estos dos
conceptos. Como sea, lo cierto es que la ética es la reflexión acerca del bien y de la
manera en que podemos conformarnos a él en nuestra práctica vital, identificando la
auténtica felicidad con la plena conformidad a este bien.

A lo largo de la historia humana podemos identificar algunas ideas más o menos


destacadas y difundidas de lo que es el bien que, como es de esperarse, determinan
diferentes sistemas éticos construidos alrededor de cada una de estas concepciones
particulares del bien. Veamos brevemente algunas de ellas propias de las escuelas
moralistas de las culturas griega y romana antiguas así como las que caracterizan el
pensamiento de la modernidad:

 Epicureismo: para esta escuela el bien supremo es la búsqueda del placer, pero
entendiendo a éste no como la invitación a la gratificación y exaltación plena de
los sentidos, sino más bien como la capacidad de renunciar al deseo fuente de
los problemas que inhiben el placer alcanzando ese estado ideal que llaman
ataraxia o imperturbabilidad. Esta concepción del bien y la reflexión ética asociada
a ella es muy similar a la del budismo en dónde también el deseo es la fuente del
dolor a la que se debe renunciar para alcanzar el nirvana.

 Estoicismo: En el estoicismo se considera que el bien supremo es la práctica de la


virtud, entendida ésta como las acciones que están de acuerdo con la naturaleza y
la razón. En este orden de ideas, más que la ataraxia, lo que promueven es una
actitud emparentada de cerca con ella pero de cualquier modo distinta: la apatía o
ausencia de pasiones, pues éstas serían la fuente del dolor y del mal, y la
autarquía o capacidad para gobernarse a sí mismo

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 Hedonismo: Los hedonistas, emparentados con los epicúreos, consideran también
la búsqueda del placer como el bien supremo, pero a diferencia de éstos,
conciben el placer exclusivamente en su aspecto físico meramente sensual,
mediante la gratificación y exaltación de los sentidos y la promoción de
sensaciones placenteras.

 Utilitarismo: Para el utilitarismo el bien supremo es lo útil, por lo que la ética gira
aquí alrededor de lograr la mayor utilidad para el mayor número de personas.

 Pragmatismo: Emparentado con el utilitarismo, el pragmatismo no es propiamente


una escuela moralista como las anteriores, sino una escuela epistemológica. Es
decir que más que por el bien, se preocupa por la verdad. Pero dada la asociación
que todos (incluyendo aún a los relativistas que lo niegan de manera formal y
expresa, pero lo afirman inadvertidamente al reclamar superioridad para su propio
punto de vista), hacemos entre la verdad y el bien en el sentido de que todos
consideramos de manera intuitiva y natural que la verdad es buena; los
pragmatistas consideran a la inversa que lo bueno debe ser verdad. Y lo bueno
para ellos es lo que funciona. Así, para los pragmatistas si la verdad viene
determinada por lo que funciona, entonces el bien supremo que la ética debe
perseguir es la promoción de todo aquello que funciona.

No nos detendremos aquí a considerar lo que pueda haber de rescatable en cada


una de estas escuelas de pensamiento y su respectiva concepción del bien supremo
al analizarlas desde el punto de vista bíblico, pues esta labor ya se llevó a cabo de
manera satisfactoria en la materia de Filosofía y Cristianismo y fue tocada, además,
de manera tangencial cuando se habló de la coherencia interna y la utilidad práctica
como requisitos para otorgar validez a un sistema de pensamiento.

Nos limitaremos, entonces, a señalar que sin perjuicio de lo que puedan tener de
rescatable, todas ellas adolecen de una garrafal deficiencia que no es otra que tratar
de establecer el bien supremo definiéndolo según criterios meramente humanos, sin
referirlo a Dios. Todas estas escuelas trabajan entonces bajo la premisa de
Protágoras de que el hombre es la medida de todas las cosas, incluyendo, por

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supuesto, al bien supremo dentro de todas estas cosas. No es de extrañarse
entonces que el relativismo, el escepticismo y el subjetivismo sean el punto en el que
terminan desembocando con el tiempo todas estas ideas, pues no existe para
ninguna de ellas una autoridad final superior a la humana que sancione sus
conclusiones de tal modo que a la postre todo se reduce a una cuestión de
preferencias y nada más.

Por el contrario, las religiones pueden diferir entre sí en muchas cosas y, como es
apenas obvio, no todas ellas pueden estar en lo cierto habida cuenta de los aspectos
en que se contradicen que hacen que sean mutuamente excluyentes entre sí, sin
mencionar las demandas de exclusividad de la mayor parte de ellas, incluyendo al
cristianismo, pero todas ellas refieren el bien a Dios como quiera que lo conciban.
En la religión es Dios entonces quien determina qué es el bien supremo y el hombre
debe acatar esta determinación para su propio provecho y beneficio, pero aún si la
rechaza para asumir una concepción diferente de su propia invención y preferencia,
el bien supremo no deja de ser lo que es, razón por la cual la ética debe ser universal
al margen de que muchos no lo asuman así.

Porque el bien supremo sancionado por Dios provee placer, tanto a la manera
epicúrea de no ser esclavo de los deseos, como a la manera hedonista de gratificar
los sentidos, pero con seguridad y moderación, y promueve a su vez la práctica
razonable y desapasionada de la virtud en consonancia con la naturaleza de las
cosas, a la manera estoica. Y finalmente es útil en grado superlativo y funciona en la
vida práctica cotidiana, como lo promulgan utilitarismos y pragmatismos por igual,
pero a diferencia de todos ellos el bien supremo no está determinado por ninguno de
estos rasgos que lo acompañan y que no dejan entonces de ser tan sólo
consecuencias que emanan del bien supremo, pero no causa del mismo de donde el
bien supremo no está, por tanto, sujeto a las veleidades de las opiniones humanas.

En este orden de ideas, el bien supremo en el contexto de la ética cristiana no es


ninguna de las virtudes cristianas clásicas. Ni siquiera alguno o algunos de los
atributos propios de Dios tal y como los define la teología, sino Dios mismo. Así, pues,

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la ética cristiana no se estructura alrededor de la verdad, de la libertad, de la
santidad, de la justicia y ni siquiera del amor, sino de Aquel que posee y compendia
en su propio ser todas estas realidades en grado superlativo y que es quien define la
ética cristiana alrededor y por referencia a sí mismo únicamente.

El pensamiento judío comparte este enfoque, como se puede apreciar en la petición


que el apóstol Felipe hizo al Señor cuando se dirigió a Él diciéndole: “Señor dijo
Felipe, muéstranos al Padre y con eso nos basta” (Jn. 14:8). En realidad, esta es
una declaración que no es muy propia de nuestros tiempos de dudosa ética y
consumo desbocado en búsqueda de un elusivo estado de bienestar y comodidad
material cada vez mayor, en el cual nada parece bastar a nuestras aspiraciones y
ambiciones terrenales. Hoy sí que se cumple de manera palpable lo declarado por
Salomón en su momento: “Todas las cosas hastían más de lo que es posible
expresar. Ni se sacian los ojos de ver, ni se hartan los oídos de oír” (Ecl. 1:8).

Porque cada persona deja ver cuál es su concepción práctica del bien supremo en el
momento en que declara qué es aquello con lo cual, de poder obtenerlo, le bastaría
en esta vida: ¿belleza, salud, conocimiento, dinero, fama, poder, prestigio? El
problema es que, cualquiera que sea el bien que se persigue, nunca se sabe cuánto
de él es suficiente. Por el contrario, para los judíos ver al Padre era suficiente. Es
decir: ver a Dios. Y el cristianismo comparte esta convicción al sostener que ver a
Dios es lo único que puede aplacar y satisfacer por completo nuestros anhelos en
esta vida y brindarnos plena felicidad. Escoger algo diferente es conformarse con
menos.

El cristianismo considera, entonces, que el problema ético que muchos padecen no


es que desean demasiado, sino que desean muy poco. Su concepción particular del
bien supremo es muy pobre. C. S. Lewis lo expresó bien de este modo: “Somos
criaturas mediocres… nos complacemos con demasiada facilidad”. Pero mucho
antes de él, Agustín de Hipona abordó este asunto al abrir su tal vez más divulgada
obra: Confesiones, con esa célebre y puntual frase de muchos conocida que dice: “Tú
nos hiciste para ti mismo, y nuestro corazón no hallará reposo hasta que encuentre

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descanso en Ti”.

Cabe preguntarse entonces ¿por qué ver a Dios basta? ¿Qué beneficio palpable
reporta la visión de Dios y como puede esta visión orientar y dar forma a nuestra
reflexión ética? Al fin y al cabo la misma Biblia indica que la fe implica siempre, de un
modo u otro, la expectativa de obtener algún tipo de beneficio concreto al creer: “En
realidad, sin fe es imposible agradar a Dios, ya que cualquiera que se acerca a Dios
tiene que creer que él existe y que recompensa a quienes lo buscan” (Heb. 11:6). De
acuerdo. Pero, ¿cuál es la primera y principal recompensa que Dios brinda a los que
le buscan con humilde y sincero arrepentimiento y una fe confiada? Esa recompensa
que hace que todos nuestros demás problemas y necesidades sentidas, aunque no
se resuelvan de manera inmediata, pasen sin embargo a un completo segundo plano
y dejen de obsesionarnos y de importarnos tanto? ¡Pues ver a Dios!

La recompensa principal y definitiva que el creyente maduro deriva de su fe es,


justamente, la contemplación de Dios. Ver a Dios pone todos los asuntos de la vida
humana en la perspectiva correcta. Sólo al ver a Dios las cosas incluyendo a la
ética caen en su sitio, no antes. Antes de eso no vemos con claridad. Antes de eso
vivimos en un ofuscamiento y confusión permanente y no podemos ver más allá de
nuestras narices o de nuestros problemas inmediatos. Esto explica por qué los
místicos medievales hicieron de la búsqueda del summum bonum (el “sumo bien” o
el “bien supremo”) la razón de sus vidas, convencidos de alcanzar este summum
bonum en la llamada “visión beatífica” que consiste en ver a Dios de una manera tan
directa e inmediata que no habría ningún otro bien en este mundo que pudiera
compararse con esto, constituyéndose entonces la visión de Dios en la fuente final
de la felicidad absoluta e incomparable del ser humano. Ver a Dios y morir.

Porque ¿qué cabría esperar en este mundo después de ver a Dios? El salmista lo
expresó con las siguientes palabras: “Una sola cosa le pido al Señor, y es lo único
que persigo: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar
la hermosura del Señor y recrearme en su templo” (Sal. 27:4). Y un poco más
adelante, de manera concluyente y final dice: “¿A quién tengo en el cielo sino a ti? Si

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estoy contigo, ya nada quiero en la tierra” (Sal. 73:25). No se trata de que nuestras
necesidades terrenales desaparezcan cuando vemos a Dios y estamos con Él, sino
que pierden importancia ante su presencia. Pierden todo el protagonismo. Cuando
vemos a Dios adquirimos luminosa conciencia de que, en realidad, Él es lo único que
necesitamos. Él es todo lo que nos hace falta. Él es todo por lo que hay que luchar y
que justifica y brinda sentido pleno a la vida humana. Lo demás es arandela,
añadidura que ni quita ni pone gran cosa.

Por eso el Señor Jesucristo nos motivó a buscar el reino de Dios y su justicia con la
seguridad de que todas las demás cosas necesarias para la vida nos serían
añadidas. Porque el reino de Dios y su justicia no es en esencia más que Dios mismo.
Y Él sabe bien de qué cosas tenemos necesidad aún antes de que nosotros le
pidamos. Por eso la reflexión ética cristiana versa alrededor del bien supremo
definido simplemente como ver a Dios, contemplar su rostro.

Sin embargo, ver a Dios parece algo muy etéreo y difuso y suscita la pregunta: ¿es
realmente posible?” Dejemos que el Señor Jesucristo responda a este
cuestionamiento, como lo hizo con Felipe en su momento: “¡Pero, Felipe! ¿Tanto
tiempo llevo ya entre ustedes, y todavía no me conoces? El que me ha visto a mí, ha
visto al Padre. ¿Cómo puedes decirme: “Muéstranos al Padre”?” (Jn. 14:9). Tanto
tiempo que Cristo está entre nosotros, 2000 años ya, y muchos todavía no le
conocen. ¡Porque ver a Cristo es ver a Dios! Las cosas cambian significativamente a
partir de la encarnación de Cristo como hombre en cuanto a la posibilidad de ver a
Dios.

El evangelio de Juan lo ratifica en estos esperanzadores términos: “Y el Verbo se hizo


hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que
corresponde al Hijo unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad… A Dios nadie lo
ha visto nunca; el Hijo unigénito, que es Dios y que vive en unión íntima con el Padre,
nos lo ha dado a conocer” (Jn. 1:14, 18). Cristo es quien nos da a conocer al Padre,
quien nos permite ver a Dios. A todos los que lo deseen, no sólo a unos pocos
privilegiados. Cristo es quien, por decirlo de algún modo, democratiza la visión de

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Dios. La hace asequible a todos los seres humanos sin excepción.

Dios es espíritu, pero Cristo, sin dejar de ser Dios, es un ser humano. Y en ese
sentido es como cada uno de nosotros. Y ser cristiano no es otra cosa que ver a Dios
en el rostro humano de Cristo. La ética cristiana y sus reclamos de universalidad no
gira simplemente alrededor del comportamiento correcto. No es meramente aceptar
y suscribir una doctrina determinada. No es sólo practicar deberes espirituales como
orar, leer la Biblia, congregarse, hacer buenas obras. Si es esto. Pero es mucho más
que esto. Es fundamentalmente ver a Dios en el rostro de Cristo. Ver a Dios con los
ojos de la fe.

Podemos ilustrarlo con la historia de Job, de quien se dice que era: “… un hombre
recto e intachable, que temía a Dios y vivía apartado del mal” (Job 1:1). Es decir un
hombre moralmente responsable y ejemplar. Pero a pesar de este concepto tan
favorable a él, de su temor de Dios, de su rectitud, de su intachabilidad, él no había
visto a Dios. No fue sino hasta después de que pasó por su dura y proverbial prueba:
perder sucesivamente todos sus bienes, sus hijos y su salud sin obtener ninguna
respuesta de Dios al respecto a pesar de preguntar con insistencia, que él hace la
siguiente reveladora declaración en el epílogo de su libro: “Job respondió entonces al
SEÑOR. Le dijo: «Yo sé bien que tú lo puedes todo, que no es posible frustrar ninguno
de tus planes. “¿Quién es éste has preguntado, que sin conocimiento oscurece mi
consejo?” Reconozco que he hablado de cosas que no alcanzo a comprender, de
cosas demasiado maravillosas que me son desconocidas. »“Ahora escúchame, que
voy a hablar dijiste; yo te cuestionaré, y tú me responderás.” De oídas había oído
hablar de ti, pero ahora te veo con mis propios ojos. Por tanto, me retracto de lo que
he dicho, y me arrepiento en polvo y ceniza.»” (Job 42:1-6).

Es claro que después de ver a Dios, las explicaciones que Job demandaba a Dios
sobre las razones por las cuales le había sucedido lo que le sucedió sobraban, se
volvieron innecesarias, improcedentes, triviales. Porque el punto culminante del libro
de Job es el hecho de ver a Dios. Todo lo previo es preparación y lo que sigue es

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simple añadidura.

Resta por decir que en las actuales circunstancias la fe le permite al creyente ver a
Cristo y encontrar en su rostro el consuelo, la fortaleza y la inspiración para su
reflexión ética, mirando hacia adelante con renovada esperanza. Pero esta visión
sigue siendo por lo pronto fragmentaria y deficiente. Pablo, quien quedó ciego en el
camino de Damasco cuando fue arrojado al piso al ver a Cristo resucitado, declara no
obstante con algo de resignación que: “Ahora vemos de manera indirecta y velada,
como en un espejo…” (1 Cor. 13:12).

Y si bien es cierto que las devociones propias de la vida cristiana ayudan a mantener el
enfoque en el rostro de Cristo de manera satisfactoria no podemos olvidar que este
rostro lleva las heridas de la corona de espinas y como tal refleja las luchas y el dolor
que los dilemas éticos conllevan en mayor o menor grado y evocan al mismo tiempo el
rostro del prójimo que sufre y por ende, la consideración de lo que es justo y
conveniente para él. Por lo tanto, la reflexión ética y las acciones subsecuentes del
cristiano tienen que ver con descubrir el rostro de Cristo y ver a Dios justo allí donde
nadie más lo ve.

Cuestionario de repaso

1. ¿Cuál es el propósito perseguido por la ética?

2. ¿Cómo conciben los epicúreos el bien y con qué nombre designan ese bien?

3. ¿Cómo conciben los estoicos el bien y con qué nombre designan ese bien?

4. ¿Cómo conciben los hedonistas el bien?

5. ¿Cómo concibe el bien el utilitarismo?

6. ¿Cómo concibe el bien el pragmatismo?

7. ¿Cuál es la deficiencia garrafal de la que adolecen todas las anteriores concepciones


del bien que reduce la concepción del bien a un asunto de preferencias y nada más?

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8. ¿Qué relación y qué diferencia guarda la idea bíblica del bien con las anteriores
concepciones del bien?

9. ¿Cuál es el bien supremo en la óptica cristiana, en qué consiste y qué nombre


recibe?

10. ¿Qué es lo que logra Cristo en relación con la visión beatífica?

11. ¿Cómo se puede plantear la reflexión ética y las acciones subsecuentes del
cristiano en lo que tiene que ver con la visión beatífica?

Recursos Adicionales:
Diapositivas La Idea del bien – Breve historia

Bibliografía Básica:
La idea del bien – breve historia.pdf

Sproul R. C., Siguiendo a Cristo, Unilit, Miami, 1997

Bibliografía complementaria:
Mangalwadi Vishal, Verdad y transformación, Editorial Jucum, USA, 2010

Criterios de Evaluación:
Adquirir conciencia de la existencia de la idea del bien en todos los grupos humanos a lo
largo de la historia, a la par con el contraste que ofrece esta idea tal como es concebida
en los más significativos sistemas de pensamiento humano y la concepción cristiana
tradicional del bien que supera a las demás, al remitirnos a Dios como el bien supremo
que incorpora en sí mismo el bien relativo de todos los sistemas de pensamiento
humano, ejerciendo sobre ellos de paso una necesaria crítica y corrección.

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