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El nuevo coronavirus también

infecta el cerebro

Un nuevo estudio liderado por científicos de la Universidad Johns


Hopkins encuentra pruebas de la presencia del nuevo coronavirus en
algunas neuronas. Los expertos estudian qué consecuencias podría tener
la infección a largo plazo.

Infección cerebral
Un equipo científico multidisciplinar ha descubierto que algunas neuronas son
capaces de expresar el receptor ACE2, la entrada que permite al coronavirus
Sars-CoV2 infectar otras células del organismo.  Los investigadores estudian
qué consecuencias podría tener esta infección.

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PANDEMIA
La comunidad científica ha certificado recientemente que las personas
enfermas de COVID-19 pueden desarrollar complicaciones neurológicas que
incluyen delirios, confusión e incluso algunos tipos de encefalopatías. Ahora
tenemos la certeza de que el nuevo coronavirus no solo afecta a las funciones
del cerebro, sino que también es capaz de infectar algunas neuronas. Son
las conclusiones a las que ha llegado un equipo multidisciplinar formado por
neurotoxicólogos y virólogos de la Escuela de Salud Pública de Bloomberg y
especialistas en enfermedades infeccionsas de Escuela de Medicina de la
Universidad Johns Hopkins, quienes han descubierto la presencia del patógeno
en tejidos neuronales creados artificialmente.
En concreto, el equipo científico descubrió que unos organoides hechos de
células cerebrales humanas, denominados "mini-cerebros", pueden infectarse
por el coronavirus causante de la COVID-19.
Los investigadores han demostrado que las células del cerebro también
tienen el receptor ACE2, el mismo que el virus utiliza para introducirse e
infectar otras células humanas, como, por ejemplo, las de los pulmones. Los
resultados, publicados a finales de junio en la revistaALTEX: Alternatives to
Animal Experimentation, podrían suponer la primera prueba científica de
infección y replicación del patógeno en el cerebro.

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Protección contra el virus
Normalmente, la barrera hematoencefálica, una extensa red de tejidos y vasos
sanguíneos, sirve al cerebro humano para protegerse de virus, bacterias y
agentes químicos, pero “esta protección no consigue frenar todas las
infecciones víricas, puntualiza el doctor Thomas Hartung, doctor en toxicología
de la Escuela de Salud Pública Bloomberg a National Geographic España. El
experto advierte que, aunque el modelo desarrollado por él y otros científicos
no ha analizado esta protección natural, otros estudios habían encontrado la
presencia del virus en las células endotélicas de la barrera hematoencefácila.
Por ejemplo, una investigación llevada a cabo por científicos de la Universidad
Paris Saclay concluyó que el SarS-CoV2 era capaz de cruzar la placenta
durante el desarrollo embrionario. Por otro lado, se sabe que esta protección
natural se debilita considerablemente durante los procesos inflamatorios
producidos como consecuencia de la enfermedad, la conocida como 'tormenta
de citoquinas'.

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Minicerebros
Los investigadores llegaron a esta conclusión después de analizar la presencia
del virus en una suerte de cultivo cerebral llamado ‘minicerebro’, una muestra
artificial de un cerebro humano obtenido con células madre humanas. Estos
cerebros diminutos, denominados "BrainSpheres", se desarrollaron hace cuatro
años en la Escuela de Salud Pública de Bloomberg y fueron los primeros
organoides altamente estandarizados producidos en masa. Desde su
descubrimiento, han sido utilizados para investigar distintas enfermedades,
incluidos las infecciones producidas por diferentes virus, como el del zika, el
dengue o el VIH.

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Muestra de un 'mini cerebro' obtenido a través de técnicas de
cultivo celular.
Hace unos años era muy difícil crear modelos del cerebro humano para llevar a
cabo estudios científicos -señala Hartung-, pero esto cambió con la
reprogramación de células madre de la piel humana para la creación de otros
tejidos. Además de los resultados en sí, la investigación ha demostrado que la
biotecnología puede servir para llevar a cabo investigaciones que no pueden
realizarse en animales. Aunque no hemos podido precisar qué células se ven
más afectadas, por el momento sí podemos asegurar que el patógeno es capaz
de multiplicarse en el cerebro, y que es capaz de infectar tanto neuronas como
otras células.

Daños a largo plazo


¿Qué daños podría producir el nuevo coronavirus en el cerebro?, preguntamos
al científico. “Podría dar lugar a cualquiera de los síntomas conocidos [descritos
anteriormente], sin embargo, ahora también sabemos que estas infecciones
podrían alimentar el desarrollo de trastornos como el autismo o acelerar
las enfermedades neurodegenerativas”, explica. Aunque de momento no
tenemos pruebas de ello, existe una gran probabilidad de que este virus
provoque infecciones a largo plazo que acaben acarreando problemas
serios para la salud, asevera Hartung, quien alerta del riesgo implícito que
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este descubrimiento tiene en las campañas de captación de voluntarios para
probar posibles vacunas. “¿De verdad podemos alentar a los voluntarios a
infectarse, sabiendo que les podemos provocar daños neurológicos a largo
plazo?”, se pregunta el profesor, quien afirma que el descubrimiento pone de
relieve la necesidad de encontrar tratamientos más amplios para tratar la
COVID-19. "No hay duda de que el virus infecta las neuronas y se multiplica-
agrega - ahora tenemos que descubrir qué significa esto para los pacientes, y
qué consecuencias tiene para la salud pública", concluye
A pesar de las evidencias científicas del citado estudio, la investigación forma
parte de un 'prepaper', y deberán ser cotejadas a través de la revisión por
pares.

CARRERA CONTRA EL RELOJ PARA ENCONTRAR


UNA VACUNA CONTRA LA COVID-19
Investigadores, multinacionales farmacéuticas y Gobiernos de todo el
mundo aúnan esfuerzos con un único objetivo: dar con una vacuna efectiva
contra el coronavirus SARS-COV2 lo antes posible. Para ello será
necesario culminar en meses un proceso que normalmente tarda hasta 10
años en completarse. Además, habrá que buscar un modo de conseguir los
recursos necesarios para suministrar la vacuna a toda la población mundial.

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El primer requisito que hay que exigir a una vacuna es que
sea eficaz, y eso requiere de cientos de ensayos científicos.
El 31 de diciembre de 2019 las autoridades sanitarias de Wuhan, la capital de
la provincia china de Hubei, informaron de un brote de neumonía vírica que
había afectado a 27 personas. Cinco meses después nos enfrentamos a una
pandemia que ha puesto en jaque a los sistemas sanitarios de todo el
mundo. La única medida efectiva, más allá del distanciamiento social, para
acabar con la pandemia será una vacuna que nos proteja contra el
patógeno, un esfuerzo titánico para el que no existen precedentes y en el que
trabajan simultáneamente miles de expertos en todo el planeta.
La pregunta del millón es: ¿Cuándo tendremos la ansiada
vacuna?
Según el director del Instituto de Enfermedades Infecciosas de EE.UU.,
Anthony S. Fauci, la vacuna estaría lista en 18 meses.
Una respuesta imposible de responder, al menos de forma precisa. Anthony S.
Fauci,  director del Instituto de Enfermedades Infecciosas de Estados Unidos,
manifestó recientemente que estaría lista en 18 meses. Es una posibilidad.
Para Bill Gates -cuya fundación ha financiado con 250 millones de dólares un
proyecto liderado por la Coalición para las Innovaciones en Preparación para

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Epidemias (CEPI) para el hallazgo de una posible vacuna- el tiempo de espera
podría discurrir entre los 9 meses y 2 años. Otros expertos son menos
optimistas… no en vano, se trata de reducir a 10 meses un proceso que puede
requerir hasta 10 años. Y todo riesgo tiene un coste.

¿Por qué necesitamos una vacuna?


En primer lugar, podemos decir que habremos combatido con éxito la COVID-
19 cuando dispongamos de alguna de estas dos soluciones: o bien un
medicamento que nos permita combatir la enfermedad con eficacia o la certeza
de haber vacunado a toda la población mundial.
Según Bill Gates, quien ha aportado 250 millones de dólares a un proyecto de
investigación al respecto, pasarán entre 9 y 24 meses antes de tener una
posible vacuna.

La primera opción es muy improbable. Necesitaríamos un tratamiento


milagroso que tuviera al menos un 95% de eficacia, y por ahora la mayoría de
los medicamentos más prometedores del mercado, incluido el
famoso Remdesivir, todavía están lejos de alcanzar esta meta. Puede que
salven muchas vidas, pero no las suficientes para que podamos volver a la
normalidad. Lo que nos deja como la vacuna como la única posibilidad.
Siendo realistas, no volveremos a la normalidad hasta que no tengamos
una vacuna segura y efectiva. Además, es necesario producir miles de

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millones de dosis y llevarlas a todos los rincones del mundo. Y todo ello en el
menor tiempo posible.

¿Cuánto tiempo tendremos que esperar?


Y aquí está el problema. El desarrollo de una vacuna suele tardar años, en
ocasiones más de un decenio, solo para superar la fase de investigación y
ensayos clínicos, que se calcula solo supera una media de un 6% de todos los
proyectos que se emprenden.
El primer requisito que hay que exigir a una vacuna es que sea eficaz. Además,
es necesario que sea segura: podemos aceptar algunos efectos secundarios

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menores (como pueden ser fiebre, hinchazón del punto en el que se ha
inoculado la vacuna…) pero no sería admisible que el remedio sea peor que la
enfermedad.

El desarrollo de una vacuna suele tardar varios años, pues debe ser eficaz y
segura para evitar que el remedio sea peor que la enfermedad.
Es por ello que antes de “salir al mercado”, cada vacuna necesita superar una
serie de pruebas: En primer lugar, debe probarse en animales. Es la fase en la
que se encuentran algunos de los proyectos desarrollados en España, como el
liderado por Mariano Esteban y Juan García Arrizanza, del Centro Nacional de
Biotecnología (CNB) y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas
(CSIC). Una vez superado esa primera prueba, empieza un arduo camino de
ensayos clínicos en humanos, la parte más delicada, en la que no vale
escatimar esfuerzos y que debe seguir los siguientes pasos:

1. Prueba de seguridad. En esta fase se inocula la vacuna candidata a un


pequeño grupo de voluntarios sanos. En ella se prueban distintas dosis con
un objetivo: crear la respuesta inmune más fuerte con la dosis más baja, y
todo ello controlando que no provoque efectos secundarios graves.

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2. Estudio de cohorte. En esta etapa se indica qué tan bien funciona la
vacuna en una muestra representativa de la población de destino. En este
caso se inocula la solución a cientos de voluntarios de diferentes edades y
distintos estados de salud.

3. Prueba en población objetivo: En esta última fase, la más larga, se


prueba la posible vacuna en miles de personas. Se aplica normalmente a
población que ya ha estado expuesta a la infección, con lo que la
administración de la posible vacuna permite calcular realmente cuántas
personas han dejado de contraer la enfermedad.

Hasta la fecha solo 7 de los aproximadamente 90 macro proyectos de vacuna


en marcha han conseguido alcanzar este período de ensayo clínico. Las que la
superen ese escollo todavía tendrán que pasar una prueba de fuego: el visto

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bueno de las organizaciones sanitarias, entre ellas de la Organización Mundial
de la Salud.

¿Hay suficientes recursos?

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La población mundial supera los 7.000 millones de personas y lo óptimo sería
fabricar, almacenar, transportar y administrar dicha vacuna, una vez esté lista a
toda la población en el menor tiempo posible.
Algunas de las principales multinacionales farmacéuticas del mundo se han
apresurado a dejar claro que tienen suficiente capacidad para producir en
tiempo récord decenas de millones de dosis. Pero eso no soluciona
definitivamente el problema. Existen dos escollos añadidos: el
almacenamiento y la conservación.
En primer lugar, cada vacuna suele administrarse en un vial de vidrio, un
instrumento mundano que, aunque parezca increíble, podría enfrentarse -como
ha pasado, por ejemplo, con las mascarillas- a un importante
desabastecimiento. Es decir, aunque se pueda crear la vacuna líquida, no
existen suficientes viales de vidrio de uso médico para miles de millones de
personas.
En segundo lugar, las vacunas deben mantenerse generalmente a una
temperatura de unos 4ºC, algo relativamente fácil en el mundo desarrollado,
donde normalmente disponemos de refrigeradores, pero no tan obvio en el
mundo en desarrollo. Es más, una de las vacunas más prometedoras, la de
ARN, debe conservarse a una temperatura de -80 ºC, lo que complica todavía
más su producción en masa.
Una de las vacunas más prometedoras, la de ARN, debe conservarse a una
temperatura de -80 ºC, lo que complica su distribución a nivel mundial.

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Una vacuna con garantías
Si de verdad queremos acabar con la pandemia, habrá que exigir las
máximas garantías en cada fase del proceso. La reducción del tiempo de las
fases de ensayos no puede ir en detrimento de la exigencia de seguridad, sin
las cuales una vacuna puede llegar a ser más peligrosa que la propia
enfermedad. El método científico sigue sus tempos, y solo han pasado cinco
meses desde el descubrimiento del nuevo coronavirus. Recaptar decenas de
miles voluntarios para pruebas de posibles vacunas, como hace la
organización 1daysooner, puede ser muy esperanzador, pero poco
factible, según los expertos. No nos podemos permitir poner a más gente en
riesgo. Por otro lado, la necesidad de reducir al máximo los períodos de prueba
y aprobación no pueden menoscabar la eficacia de la vacuna: es necesario
asegurarse que el posible remedio no provoca efectos secundarios, y eso es
algo que solo el tiempo puede demostrarnos.

El método científico requiere tiempo para lograr sus objetivos, y solo han
pasado cinco meses desde el descubrimiento del nuevo coronavirus.
Además, para acabar con la pandemia, también debe existir la certeza de que
la vacuna llegará a todo el mundo. Y analizando la situación que viven los
países en vías de desarrollo relacionadas con la falta de agua, de
saneamientos. 

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¿Será posible fabricar una vacuna en masa, teniendo en cuenta
las infraestructuras existentes?
Sin duda, además de un esfuerzo humano sin precedentes, este proyecto
hercúleo necesitará de miles de millones de dólares, y lo que es más difícil,
del acuerdo y la entrega sin condiciones de todos los países del mundo,
Sin excepción, Y remando todos en la misma dirección.

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CONCLUCION

Al concluir este trabajo pude aprender que algunas neuronas son capaces de
expresar el receptor ACE2, la entrada que permite al coronavirus Sars-CoV2
infectar otras células del organismo.
Las personas enfermas de COVID-19 pueden desarrollar complicaciones
neurológicas que incluyen delirios, confusión e incluso algunos tipos de
encefalopatías
Las células del cerebro también tienen el receptor ACE2, el mismo que el
virus utiliza para introducirse e infectar otras células humanas, como, por
ejemplo, las de los pulmones.

La presencia del virus en una suerte de cultivo cerebral llamado ‘minicerebro’,


una muestra artificial de un cerebro humano obtenido con células madre
humanas. Estos cerebros diminutos, denominados "BrainSpheres", se
desarrollaron hace cuatro años en la Escuela de Salud Pública de Bloomberg y
fueron los primeros organices altamente estandarizados producidos en masa.

El 31 de diciembre de 2019 las autoridades sanitarias de Wuhan, la capital de


la provincia china de Hubei, informaron de un brote de neumonía vírica que
había afectado a 27 personas. Cinco meses después nos enfrentamos a una
pandemia que ha puesto en jaque a los sistemas sanitarios de todo el mundo. 

El desarrollo de una vacuna suele tardar años, en ocasiones más de un


decenio, solo para superar la fase de investigación y ensayos clínicos, que se
calcula solo supera una media de un 6% de todos los proyectos que se
emprenden.
El primer requisito que hay que exigir a una vacuna es que sea eficaz. Además,
es necesario que sea segura: podemos aceptar algunos efectos secundarios
menores (como pueden ser fiebre, hinchazón del punto en el que se ha
inoculado la vacuna…) pero no sería admisible que el remedio sea peor que la
enfermedad.
El desarrollo de una vacuna suele tardar varios años, pues debe ser eficaz y
segura para evitar que el remedio sea peor que la enfermedad.

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Es por ello que antes de “salir al mercado”, cada vacuna necesita superar una
serie de pruebas: En primer lugar, debe probarse en animales. Es la fase en la
que se encuentran algunos de los proyectos desarrollados en España, como el
liderado por Mariano Esteban y Juan García Arrizanza, del Centro Nacional de
Biotecnología (CNB) y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas
(CSIC).

En la prueba de seguridad se inocula la vacuna candidata a un pequeño grupo


de voluntarios sanos. En ella se prueban distintas dosis con un objetivo: crear
la respuesta inmune más fuerte con la dosis más baja, y todo ello controlando
que no provoque efectos secundarios graves.

En el estudio de cohorte se indica qué tan bien funciona la vacuna en una


muestra representativa de la población de destino. En este caso se inocula la
solución a cientos de voluntarios de diferentes edades y distintos estados de
salud.

Prueba en población es la última fase, la más larga, se prueba la posible


vacuna en miles de personas. Se aplica normalmente a población que ya ha
estado expuesta a la infección, con lo que la administración de la posible
vacuna permite calcular realmente cuántas personas han dejado de contraer la
enfermedad.

Si de verdad queremos acabar con la pandemia, habrá que exigir las


máximas garantías en cada fase del proceso. La reducción del tiempo de las
fases de ensayos no puede ir en detrimento de la exigencia de seguridad, sin
las cuales una vacuna puede llegar a ser más peligrosa que la propia
enfermedad.

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