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La Estética en Walter Benjamin y Theodor W. Adorno


Rafael García Alonso, Universidad Complutense de Madrid

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La estética deductible de los escritos de Karl Marx (1818-1883) se halla en buena parte
ligada a la de Schiller. La aspiración a lograr el pleno desarrollo de las capacidades
humanas choca con obstáculos históricos que pueden ser afrontados a través de la praxis
revolucionaria. Quizás uno de los aspectos más fructíferos de las observaciones de Marx
en su aplicación a la estética deriven de su insistencia en partir de la práctica real de los
hombres y no de lo que creen estar haciendo. Ello invita al menos a un triple
planteamiento metodológico: (a) estudiar en qué condiciones son producidas las ideas -
incluidas las representaciones de las artes-; (b) analizar la situación social de los
productores de tales manifestaciones y, (c) comprender que la producción artística
conlleva la formación de sus destinatarios. Es decir que no sólo se produce un objeto
para el sujeto, sino también un sujeto para el objeto. Un tema decisivo para la sociología
del arte y para el análisis del receptor.

La controvertida figura de Georg Lukacs (1885-1971) presenta en su periodo marxista


una concepción de la obra de arte muy ligada a una concepción hegeliana de la historia
como proceso unitario en que la cohesión significativa de la obra permite establecer un
criterio de valor referido a la forma. El literato como observador omnisciente debe ser
capaz de conducir la atención del lector de tal forma que al final el significado resulte
coherente, acabado y palmario. También es posible elaborar un criterio de corrección
respecto al contenido cuando se alcance un conocimiento profundo del proceso real de
la historia y de cómo las contradicciones implícitas estarían destinadas a ser superadas.

Ya se mencionó como, por el contrario, Adorno descreía de la organicidad de la


experiencia estética y tenía en cuenta la fragmentación como categoría central de la
modernidad. Un aspecto del que era muy consciente su amigo, pero también frecuente
antagonista teórico, Walter Benjamin (1892-1940) Sobre Benjamin influyen una
variedad de puntos de vista teóricos. No sólo el marxismo -espacialmente en
proximidad con Bertolt Brecht- sino también su formación judía, el surrealismo, el cine,
Max Weber, Heinrich Wöllflin o Georg Simmel. Consciente de la fragmentación y de la
pobreza de la existencia moderna su obra formula un doble principio de recomposición.
(1º) La recuperación de la tradición y de la experiencia permitiendo articular un hilo
temporal que vincula el origen, el presente y el futuro concebido en clave teológica. (2º)
La posibilidad de articular "imágenes dialécticas" en las que el fragmento aparece como
miniatura de la totalidad, tal como ha sintetizado David Frisby. Apareciendo las figuras
del coleccionista, del trapero, del flâneur... El método benjaminiano señala también que
el pensar entraña no sólo la corriente de pensamientos, sino también su detención. Cabe
volver a hacer presentes las cosas pasadas y al mismo tiempo despertar salvíficamente
de los sueños propios del siglo XIX; hacer transparentes los mitos evitando la alienación
tal como pretendió hacer al analizar los pasajes. Su análisis de las masas y de las
fantasmagorías en las que éstas viven -y de forma notable, la concepción de la novedad
como condensación de la falsedad de la conciencia- constituyen un ejemplo de la
formación de sujetos para un objeto tal como habíamos visto en Marx.
En definitiva, Benjamin comprende que en la modernidad la experiencia se vive de
modo discontinuo. Situación ante la que parece comportarse entre la lucidez, la
fascinación y la nostalgia. En su célebre ensayo "La obra de arte en la época de la
reproductibilidad técnica" (1933) Benjamin analiza tres planos: (a) el proceso de
producción. Advirtiendo la crisis de la dicotomía entre original y copia. Señalando
también la existencia de artes que son fruto del esfuerzo colectivo. (b) El proceso de
recepción. Advirtiendo la importancia creciente de las masas así como la modificación
de la relación de éstas con el arte. Se produce una modificación de los modos de
percepción sensorial con una tendencia a la recepción táctil así como la aparición de una
percepción para lo igual en conexión con la aparición de nuevas posibilidades de
exhibición. (c) Modificaciones en la sensibilidad estética de época con la emancipación
del arte frente al ritual, pero también con la pérdida del aura -un concepto en el que
recrea observaciones de Simmel- y la posibilidad de politización del arte.

Si Benjamin tiene en cuenta la discontinuidad de la experiencia moderna, Theodor W.


Adorno (1903-1969) critica la ideología de la Ilustración que había alimentado la
reflexión estética de forma dominante. También para él la modernidad es el momento en
el que la experiencia se empobrece en aislada vivencia. En su "Teoría estética" (1970)
parte de la consideración de que la autonomía del arte puede ser aprovechada por el
medio burgués para hacer del arte un motivo de distracción banal. La pretensión de
crear mundos propios puede convertirse en una forma de eludir el mundo empírico. Sin
embargo, es propio de las obras de arte auténticas la conquista de su autonomía. Es
decir, el establecimiento de una vida sui generis que, gracias a su concentración,
contrasta con la dispersión de lo puramente existente. Pero las obras de arte son también
artefactos, resultados de poíesis, y tienen una dimensión también social, heterónoma.

Ahora bien, si el arte se relaciona con la realidad es por su capacidad de transformar en


formas, y en problemas formales, la alusión a aspectos sociales. Son leyes formales lo
que le son inmanentes pero esas mismas leyes pueden verse afectadas por los elementos
materiales o de contenido. El arte debe, pues, ser capaz de vehicular la dialéctica
autonomía / heteronomía. Lo propio del arte se orienta hacia lo que no él mismo -la
dimensión social, la dimensión de lo inconsciente ...- supeditándose a la ley de la forma.
Incluyéndose aquí la relación ambivalente de procurar atracción sensible incluso
mediante el dolor. Específicamente en la modernidad es relevante enfrentarse a la
ilusión de un arte de esencia orgánica. De ahí también que Adorno se oponga a la
reducción del universo cultural -y por tanto, también del arte- a mercancía. Se
recomienda, pues, el enfrentamiento a la razón instrumental y, en ese sentido, un arte
negativo; capaz de introducir la disonancia en un universo aparentemente armónico.
Algo opuesto al arte que se ofrece como consuelo de una vida detestable. Por eso, apoya
el arte que no se entrega cómodamente al receptor sino que constituye un enigma al
borde de la ininteligibilidad. En un mundo donde reina la alienación y la cosificación es
necesario un arte perturbador, reacio a convertirse en mera distracción, como ya
denunció Nietzsche.

Además de la racionalidad formal y la racionalidad instrumental Adorno habla de una


racionalidad mimética presente en el campo de la literatura y de las artes plásticas que
debe ser capaz de conjuntar la realización de un contenido espiritual con formas de
aparición sensible tal como sucede a través de sonidos, imágenes, palabras. En efecto el
arte es un "conjunto significativo de la apariencia" y en el trabajo del artista es esencial
el proceso creativo concebido como conjunción dialéctica entre lo espiritual y lo
sensible. Un desarrollo que, a juicio de Adorno, debe resistirse a la tentación de
perseguir una totalidad predefinida quedando por tanto abierta la obra artística a la
aparición de modificaciones a lo largo del proceso artístico. En ese sentido –y
acudiendo por nuestra parte a un ejemplo de Adorno acerca de la música- Adorno
considera como casos de rígida racionalidad formal aquellos en los que el compositor
dodecafonista está tentado a predeterminar la obra sin variación posible en su
construcción. Tal aspiración es una ilusión condenada al fracaso que, además, ahoga la
dialéctica creativa.

De singular importancia en la estética de Adorno es la distinción entre arte


mercantilizado y arte auténtico. Continuando la estela de Benjamín, Adorno condena el
primero debido a su contribución a empobrecer la experiencia mediante la regresión del
espectador. Ésta consiste, en buena parte, en alentar la impotencia crítica de los
receptores conduciéndoles a la búsqueda de mero entretenimiento así como de fomentar
la "pasión de palpar" que reduce impúdicamente la distancia entre obra de arte y
observador. Recordemos, a este respecto, que Benjamín había definido el aura como "la
manifestación irrepetible de una lejanía por cercana que pueda estar" y,
consiguientemente, con el establecimiento de una distancia entre la obra y el espectador.
La actitud contemporánea respecto del arte fomenta su conversión en un bien de
consumo reducido a mero fetiche puesto al servicio de la adquisición de prestigió, o de
mostrar el estar al día. En definitiva el burgués pretende obtener algún tipo de beneficio
de la obra de arte, en vez de olvidarse de sí mismo perdiéndose en la experiencia
estética. La obra de arte pierde, en esas circunstancias, su carácter diferencial y se
convierte en una cosa más entre las cosas, en una mercancia. En sentido contrario, y
merced al desarrollo de progresos intraestéticos, el arte puede volverse contra la
sociedad alienante convirtiéndose en anticipo de un mundo posible. A este respecto
resulta evidente el carácter normativo de la estética de Adorno en la que es central la
pretensión de ser acorde con el propio tiempo. Buena muestra de ello es que la obra
moderna por la que Adorno se interesa renuncia a la pretensión de perennidad
reconciliándose con "lo efímero de la vida" y adopta una "concepción modesta de la
verdad ya no supuestamente duradera en su abstracción, sino consciente de su núcleo
temporal" (46) Por otra parte, en su negación del mundo alienante Adorno recomienda
lo que podría denominarse "negatividad" de la obra de arte merced a cuatro categorías
fundamentales. (a) El carácter ficticio, ilusorio, irreal de la obra de arte; (b) el displacer
que puede provocar como una forma de mostrar resistencia y diferencia frente al afán
homogeneizador del mundo alienado; (c) La voluntad de introducir la disonancia
perceptiva por medio de distintos recursos entre los que sobresale su admisión de lo
fragmentario frente a la ilusión de conseguir la organicidad completa de la obra; (d) La
enigmaticidad en la medida en que la obra no se brinda al receptor como un producto
fácilmente digerible sino que, por el contrario, le incita –como había anticipado
Benjamín- a una interpretación en la que el receptor adopta un papel activo. Esto es, por
ejemplo, lo que ocurre con las parábolas de Franz Kafka a quién tanto Benjamín como
Adorno dedicaron diversos escritos.

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