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Programa de Especialización en Familia

Curso: Persona, Matrimonio y Familia

Ciclo matrimonial
Por Manuel Rodríguez Canales

Las crisis conyugales son inevitables. Como en toda relación y crecimiento


humano no se puede seguir avanzando sin enfrentar situaciones de tensión propias
del proceso de maduración. La crisis es un momento de discernimiento en el que el
dolor emotivo y afectivo puede hacerse muy fuerte e impedir ver con claridad, por
ello es indispensable nunca tomar decisiones en crisis. Otro aspecto fundamental
es saber que toda crisis es menos larga de lo que parece.
El amor, atravesando el tiempo, conoce ciertas transformaciones. Como el
hombre, que nace, crece, madura y envejece, el amor pasará por diversas etapas y
crisis.
Los esposos, por mucho que se amen, no se amarán siempre de la misma manera.
Existen avances y retrocesos, momentos de calma y épocas de crisis.
La maduración de la unión se opera lentamente, pero también sufre circunstancias
difíciles que obligan a los cónyuges a vivir en estado de alerta, para no irse a pique
en estos momentos críticos.

 La infancia del amor. Los primeros meses de matrimonio son una época
de euforia amorosa. Los conflictos son mínimos; los hábitos, que darán lugar mas
tarde a la peligrosa rutina, todavía no están constituidos; el amor es nuevo y está
intacto. Surgen, claro está, algunos malentendidos aquí o allí, pero apenas
esbozados se superan de inmediato. Se está demasiado ocupado en edificar el
futuro: la casa común, el ser común, el círculo de amigos común; después, tarea la
más preciosa de todas, el recién nacido, fruto del amor, que lanza a los jóvenes
esposos a una esperanza nueva, maravillosamente fascinadora.

El amor en esta fase es fácil y generoso. Sin embargo, no escapará a los embates
del tiempo. Una primera crisis, la de la desilusión, sacudirá el hogar naciente.
Aparece entre el segundo y el tercer año de matrimonio. A la luz radiante pero
engañosa del noviazgo, se había construido uno de otro una imagen ideal.
Después, cuando los días comienzan a sucederse con cotidianidad reveladora, llena
de pequeñas cosas, la imagen ideal comienza a desvanecerse. Era fácil soñar con el
otro cuando no estaba presente, es arduo vivir con él cuando se está siempre
juntos, y se revela imperfecto con el paso del tiempo.

Viene entonces la etapa del primer desajuste. Ambos se amaban antes como en un
sueño; ahora, habrá que amar la realidad. Esto supone, que para vencer esta crisis
de desilusión, se apliquen a aceptar al otro en su imperfección, a amarlo hasta con
sus limitaciones. Ésta es la época en la cual el matrimonio se constituye realmente.

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Donde sólo había una fascinación impetuosa, aparece un esfuerzo constante.


Menos arrobamiento, y más paciencia recíproca.

 La juventud del amor. La pareja entra, ahora, en la segunda etapa de su


evolución. Las primeras dificultades han sido vencidas, los dos o tres primeros
años han corregido las perspectivas ilusorias del comienzo, el amor se ha
cristalizado en la realidad cotidiana.

Hacia el quinto año, el matrimonio entra en posesión de sí mismo.


La fase de adaptación terminó; hay un mutuo conocimiento que impide mayores
roces. Ya están presentes los hijos, dando sentido al hogar; en esta época el amor
se instala definitivamente.

¡La juventud del amor! Como todo lo que es joven crece, madura, se robustece y
adquiere fuerza. Hombre y mujer están en estado de encuentro; su presencia es
constante en esta etapa. Quizá sea este el momento en que el amor es percibido
como más sabroso y esperanzado. Sin embargo, no todo ocurre sin peligros.

Si el matrimonio obedece a la ley de la convergencia, se encuentra en la firme


posición que implica una felicidad de hecho. Pero, si por desgracia, se ha
malogrado cuando la primera crisis de la desilusión, y no consigue encontrar su
ritmo, el tiempo lo precipitará en la segunda crisis, la del silencio. Ya nos hemos
referido en anteriormente a este enorme peligro. Si marido y mujer, en vez de
avanzar uno en dirección al otro, superando las decepciones inevitables que surgen
en el transcurso de los primeros años, se atrincheran en el silencio y en el
conformismo, entran, más o menos en esta época, en una etapa decisiva.

Vencer al tiempo, y a esta segunda crisis, es indispensable para que sobreviva el


amor. Esta fase segunda, crítica por excelencia, es la piedra de toque de la
durabilidad de la unión. Una vez vencida, da paso al tercer momento, el de mayor
felicidad: el amor de madurez; pero, si el tiempo victorioso envuelve al matrimonio
en el silencio, ambos avanzan en dirección a la crisis de la madurez.

 La madurez del amor. Se han acumulado una quincena de años, y se tiene


un pasado: la infancia y la juventud del amor, la primera y la segunda crisis. Si el
matrimonio logra vencerla, se puede creer que está definitivamente consolidado. El
tiempo se torna, ahora, un precioso aliado.

Los esposos, jóvenes en otro tiempo, quizás hayan perdido el brillo de la juventud,
pero han adquirido la profunda apertura de la madurez. Plenamente hombre y
plenamente mujer, ambos han llegado a la cumbre de la virilidad y de la feminidad,
respectivamente.

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El amor se ha hecho fuerte, purificado de toda vacilación, y sus raíces son tan
profundas en el tiempo que el hogar no podría ser turbado por ninguna oscilación.

Es la hora de la madurez en el amor. Todavía joven, pero con una juventud


madura, mas vigoroso que nunca, vive con serenidad y estabilidad. Son,
verdaderamente, los años más hermosos de la vida conyugal, en los cuales la
felicidad es tan grande, y está tan bien integrada en la vida diaria, que se desarrolla
sin que nos demos cuenta siquiera de ello. La felicidad, el amor y la vida se han
vuelto una sola y misma cosa.

Pero también en esta época es posible que se produzca lo contrario. Porque si el


matrimonio, en lugar de vencer las dos primeras crisis, ha salido de ellas con
ciertas vacilaciones, incapaz de encontrar mas allá del silencio el camino del diálogo
y de su unidad, es probable que choque, hacia los quince años de vida en común,
con una tercera crisis, con frecuencia fatal: la de la indiferencia. Anteriormente ya
se ha explicado esto. Es una hora fatídica, ya que, rodeados por la indiferencia, los
esposos recobran entonces su disponibilidad afectiva. Cuando el amor no existe
más, siempre hay lugar para "un nuevo amor", tanto mas seductor cuanto que,
habiendo sido el primero un fracaso, se apega uno desesperadamente a esta
segunda promesa, que quizá sea la última posibilidad. Entonces, el matrimonio se
separa, la vida en común se transforma en un infierno, y se consuma la ruptura.

Resulta indispensable evitar este fracaso, que proviene del tedio. Para lograrlo, el
matrimonio tiene que quebrar la rutina que lo domina. Todo lo que es habitual
termina por engendrar la indiferencia. También es necesario que marido y mujer se
concedan momentos privilegiados en los que rompan la monotonía
inevitablemente acarreada por el tiempo; si no es así, fácilmente se caerá en la
indiferencia.

Para evitar este desenlace y preservar la lozanía del amor, es indispensable saber
practicar -con mesura y ponderación- el arte de la ausencia. Para devolver al amor
la fuerza inicial, todos deben someterse periódicamente a una cura de ausencia.

Marido y mujer deberían tener vacaciones “solos”, pero también tenerlas “solos y
juntos”. Esto ayudará, sin lugar a dudas, a superar la inexorable marcha del tiempo
y a salvar de esta crisis de indiferencia los quince años de vida conyugal,
amenazados seriamente.

El mediodía del amor. Suponiendo que el matrimonio haya sabido vencer al


tiempo y que su amor haya alcanzado esta feliz madurez que mencionábamos
antes, ¿debe dejar de temer el paso de los años? ¿Está, desde ahora, a salvo de los
sutiles ataques del tiempo?

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La experiencia revela que no. Un nuevo peligro surgirá con el mediodía de la vida.
Esto ocurre entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años.

En la mujer, por una parte, es el difícil momento de la menopausia. Este fenómeno


no es exclusivamente biológico. Por el contrario, provoca serios trastornos, tanto
desde el punto de vista psicológico como desde el meramente físico. Claro está que
algunas mujeres escapan a ella, y la cuestión se resuelve sin complicaciones. Sin
embargo, para la mayoría constituye un cambio violento, que con frecuencia
transforma a la esposa, hasta entonces afectuosa y tierna, en una mujer fría,
irritable e irritante.

Por otra parte, simultáneamente, el hombre -algo mayor- pasa por una
transformación que, aunque diferente, no deja de ser importante. Podría decirse,
en cierto modo, que paralelamente al fenómeno de la menopausia, se da en el
hombre un fenómeno de “andropausia”. Del mismo modo que la mujer pierde un
atributo de su feminidad -la fecundidad- el hombre pierde un carácter de su
virilidad: el vigor de su potencia sexual. Sin embargo, antes que disminuya para
después extinguirse prácticamente durante la senilidad, experimenta un
recrudecimiento que hace que el hombre vuelva a la adolescencia. Entre el adulto
que bordea la vejez y el adolescente que llega a la pubertad, hay algo en común: la
necesidad de probar su virilidad, su capacidad de conquista. Así vemos a hombres
de edad más que madura, honrados padres de familia, hasta entonces buenos
esposos, pasar por una extraña crisis durante la cual, olvidando su “respetabilidad”,
se comportan como adolescentes. Fenómeno curioso, en ocasiones ridículo, triste
y chocante, que corre el riesgo de despertar en ellos el gusto -necio, pero violento-
por ciertas aventuras, en las que creerán descubrir su segunda adolescencia.

Si el matrimonio, en el momento en que se produce este impulso, está minado por


la crisis de la indiferencia, este período puede ser fatal. De pronto, se entera uno de
que cierto marido que, según todas las apariencias, se conducía según las normas
de un “buen padre de familia”, se ha permitido el lujo de dar un escándalo y
destrozar su matrimonio.

En cambio, si el matrimonio entra en esta fase con una plena armonía, vencerá
fácilmente las dificultades inherentes a este momento de la evolución, y su unidad
no estará comprometida para nada. Abordará entonces la etapa siguiente de su
larga peregrinación amorosa a través del tiempo, y entrará en el reposo de una
madurez recobrada.

 El renacimiento del amor. Es el momento del renacimiento del amor. El


tiempo ya ha avanzado mucho. El matrimonio llega la fase de la existencia en la
que, sin estar todavía en la vejez, se desarrolla una segunda madurez, durante la

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cual el amor, triunfante, avanza sin percances y se encamina hacia un reposo lleno
de ternura, de recíproco reconocimiento, de amistad definitiva. Los hijos han
crecido, el tiempo ha pasado, las crisis han sido vencidas, el amor ha cristalizado
definitivamente, las vidas se han fundido, se ha logrado la paz, y se tiene todavía
una última juventud, antes de que se extinga la vida.

 El reposo del amor. Vendrá, por último, la hora del reposo, en que el
hombre y la mujer, habiendo envejecido en el amor, sólo tendrán reconocimiento
el uno para el otro. Ni siquiera la dolorosa perspectiva de la muerte podrá
perturbar la vejez del amor. Haberse amado hasta la muerte no es un privilegio
sino una victoria.

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