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La escuela y la biblioteca como comunidad de lectura

Clase Nro. 1: La pedagogía de la lectura y su aportación a la


construcción y consolidación de la escuela y la biblioteca como
comunidades lectoras. (Fragmento)

La pedagogía de la lectura y su aporte a la consolidación de una


sociedad de lectores

La propuesta educativa que aquí se despliega fue pensada y elaborada para


atender a las crecientes demandas de formación y actualización de los maestros y
profesores de todos los niveles y modalidades, entre los que se incluyen directivos,
bibliotecarios y formadores de formadores, de todo el país, quienes solicitan –en
términos de capacitación– herramientas epistemológicas que les permitan
desempeñar con eficacia procesos sostenidos de mediación lectora en las diversas
situaciones –tanto didácticas como sociales– en las que desempeñan su tarea
profesional. El sistema educativo nacional necesita contar con instituciones y
personas cada vez más preparadas y convencidas de la importancia de leer y dar
de leer (Reyes, 2016) en sus comunidades, que puedan lograr con mayor
idoneidad pedagógica actuar tanto en espacios y situaciones didácticas
(generando escenas de lectura individuales y colectivas), como en múltiples
contextos sociales y culturales. Mediadores capacitados, además, porque ellos
mismos son lectores y, por ende, capaces de valorar e impulsar prácticas diarias,
situadas y contextualizadas como lecturas literarias en voz alta, en tanto poderosa
y democrática estrategia de formación lectora (Castro, 2013) y conversaciones
literarias que enriquezcan el vínculo de los lectores con el texto y con otros
lectores.
En esta línea se orienta la pedagogía de la lectura cuando reconoce el rol
primordial que tienen los maestros, profesores y bibliotecarios frente a la tarea de
formar lectores o alentar su desarrollo. Estos deben estar preparados para
tomar decisiones de modo constante acerca de qué, cómo, cuándo y por qué
leer y dar de leer. En esta y en las próximas clases se abordarán diferentes
aspectos relacionados con estas cuestiones centrales.

La pedagogía de la lectura se enfoca en ofrecer a los docentes alternativas


didácticas de formación y autoformación. Reconoce, además, la importancia que
tiene la literatura en general, y la Literatura Infantil y Juvenil (LIJ), en particular,
para fundar, enriquecer o renovar el vínculo con los libros de los lectores en
formación. Por ello, propone que los docentes de toda orientación disciplinar,
así como, por supuesto, los bibliotecarios, lean literatura para formarse o
afirmarse como lectores asiduos, activos y creativos, capaces de fertilizar en
otros (sus pares, sus estudiantes, sus familiares y otros miembros de las
comunidades) la simiente del gusto y el deseo de leer (Moreno, 1993).

En esto también juega un papel preponderante la existencia en nuestras escuelas


y bibliotecas del acervo creciente y diverso de la literatura para niños y jóvenes,
como un singular y generoso acopio de obras literarias que los docentes, en
términos de bagaje lector, debieran conocer y aprovechar. Libros hermosos y
diversos que han ido llegando, y continuarán haciéndolo a partir del año próximo, a
nuestros jardines de infantes, escuelas primarias y secundarias e institutos de
formación docentes de todo el territorio nacional, de mano del Plan Nacional de
Lecturas.

Al respecto, resulta interpelante lo que dos reconocidas especialistas argentinas,


Cecilia Bajour y Marcela Carranza (2005) plantean:

De allí la necesidad de insistir en la urgencia de que los docentes y los


bibliotecarios se habiliten a sí mismos como lectores de literatura. En este sentido
la literatura para niños y jóvenes puede ser un fabuloso portal de entrada a la
experiencia gratificante de la lectura, no solo para la infancia sino incluso para los
adultos que se vinculan con ella.

Nuestro país es cuna de enormes y prolíficos escritores: M. E. Walsh, J. Villafañe,


L. Devetach, E. Bornemann, G. Roldán, G. Montes, E. Wolf, M. C. Ramos, M. T.
Andruetto, solo por mencionar algunos de los más reconocidos autores y autoras
de obras de irrefutable calidad y belleza literaria. Sus publicaciones están a la
espera de sus lectores en nuestras bibliotecas, en las colecciones literarias para el
aula distribuidas los últimos años a todos los establecimientos escolares del país…
Es necesario que pronto más y más docentes y bibliotecarios argentinos puedan
conocer estas magníficas colecciones en nuestras escuelas, institutos y bibliotecas
y, a partir de esas experiencias lectoras, proporcionen a sus alumnos las mismas
oportunidades de conocerlas y disfrutarlas.

El desafío de formar lectores (persistentes, creativos y críticos) nos exhorta a


replantearnos en términos personales y profesionales muchas de nuestras
acciones, ideas o representaciones epistemológicas, por lo menos:

- las historias y trayectorias lectoras propias;


- el tipo de vínculo que mantenemos con la lectura y con la literatura;
- la asiduidad y la finalidad de los encuentros con los libros;
- la disposición y la disponibilidad de materiales;
- las prácticas pedagógicas que desarrollamos para fomentar la lectura desde
nuestro rol directivo, docente o bibliotecario;
- las concepciones –conscientes o no– desde las que nos posicionamos para
desarrollar esas prácticas;
- el imaginario que conservamos de lo que es –o no es– un buen lector;
- el hecho de concebir la lectura como un derecho o como una práctica escolar
opcional.

En ese orden, desde hace más de cinco décadas, la pedagogía de la


lectura se sigue construyendo a partir de un interesante debate teórico para
(de)mostrar y (re)valorizar la autonomía e independencia de la práctica lectora
emparentada con la naturaleza estética y libertaria de la literatura. En este
marco, lectura y literatura no solo son realidades compatibles, sino expresiones
casi sinónimas. La lectura, tal como afirman numerosos y reconocidos
especialistas e investigadores en la materia, no sirve para nada útil, si por ello
entendemos lograr beneficios de aprovechamiento rápido. Porque, a todas luces,
las ventajas y utilidades de la lectura literaria o no son de otro orden. Lejos de
servir a la solución de problemas fácticos (sean estos de índole pedagógica,
didáctica, intelectual o cultural), la lectura debe ser entendida y encarada como
una práctica social voluntaria y deseosa, vital y solidaria, que puede propender al
desarrollo y al mejoramiento de la condición humana, pero a largo y sostenido
aliento. La lectura nos ayuda a ser.

Las escuelas y bibliotecas están llamadas a recuperar lo que Ángela


Pradelli (2013) llama el “sentido libertario” de la lectura, generando proyectos
lectores que sean sustentables institucional, pedagógica, material y
temporalmente. Proyectos de lectura, como plantea Beatriz Actis (2005), pensados
y diseñados para construir y afianzar esas instituciones educativas emblemáticas
como comunidades de lectores y lectoras, inclusivas, creativas y crecientes, que
se sostengan en el tiempo, sorteando la cultura del evento a la que es tan
propensa la tradición escolar.

Democratizar la lectura implica leer y de dar de leer mucha, buena y variada


literatura. Leer por el simple placer de leer; leer no solo para aprender o para
aprender a leer sino para querer leer; leer con otro/s y para otro/s, asumiendo que
la lectura compartida es un acto hondamente humano, social y solidario. Leer con
especial énfasis literatura, porque es en ella donde mejor irradia y se regenera la
lengua cuando se la comparte y socializa.
Ahora bien, ese “placer de la lectura” no se obtiene fácilmente, como bien nos
aclaró Graciela Montes (1999) en una de sus obras emblemáticas, La frontera
indómita. Cuando decimos que “leemos por el mero placer de leer” no estamos
promoviendo una práctica inocua, ligera y automática. No se trata de “leer y no
hacer nada más”. La lectura en sí –y la lectura literaria en especial– es una de las
más complejas, movilizantes y desafiantes prácticas corporales y psíquicas. Por
esto nuestras escuelas y bibliotecas deben ser espacios donde se lea (mucho) y
se escriba 10
(mucho). Donde se lea, se comparta y se converse sobre lo leído (Chambers,
2007), se recomienden libros, se organicen ferias, se invite escritores, se visiten
bibliotecas y librerías, donde se habiliten todas las prácticas lectoras posibles para
todos los posibles lectores que en ella circulan y que –como dice Privat (2001)–
ningún niño o joven se sienta sapo de otro pozo en esas situaciones.

Esta ambigua vinculación de la lectura y el placer fundamenta la necesidad de


revisar de manera constante eventuales cristalizaciones en las representaciones y
prácticas docentes, ligadas tanto a la enseñanza como a la promoción de la
lectura, a fin de evitar confusiones, distorsiones y homogeneizaciones que
empobrezcan o desnaturalicen la experiencias de los sujetos involucrados.

Democratizar la lectura implica leer y de dar de leer mucha, buena y variada


literatura. Leer por el simple placer de leer; leer no solo para aprender o para
aprender a leer sino para querer leer; leer con otro/s y para otro/s, asumiendo que
la lectura compartida es un acto hondamente humano, social y solidario. Leer con
especial énfasis literatura, porque es en ella donde mejor irradia y se regenera la
lengua cuando se la comparte y socializa.
Ahora bien, ese “placer de la lectura” no se obtiene fácilmente, como bien nos
aclaró Graciela Montes (1999) en una de sus obras emblemáticas, La frontera
indómita. Cuando decimos que “leemos por el mero placer de leer” no estamos
promoviendo una práctica inocua, ligera y automática. No se trata de “leer y no
hacer nada más”. La lectura en sí –y la lectura literaria en especial– es una de las
más complejas, movilizantes y desafiantes prácticas corporales y psíquicas. Por
esto nuestras escuelas y bibliotecas deben ser espacios donde se lea (mucho) y
se escriba (mucho). Donde se lea, se comparta y se converse sobre lo leído
(Chambers, 2007), se recomienden libros, se organicen ferias, se invite escritores,
se visiten bibliotecas y librerías, donde se habiliten todas las prácticas lectoras
posibles para todos los posibles lectores que en ella circulan y que –como dice
Privat (2001)– ningún niño o joven se sienta sapo de otro pozo en esas
situaciones.
Esta ambigua vinculación de la lectura y el placer fundamenta la necesidad de
revisar de manera constante eventuales cristalizaciones en las representaciones y
prácticas docentes, ligadas tanto a la enseñanza como a la promoción de la
lectura, a fin de evitar confusiones, distorsiones y homogeneizaciones que
empobrezcan o desnaturalicen la experiencias de los sujetos involucrados.

Leer y compartir literatura en la escuela y en la biblioteca


La dimensión más enriquecedora de toda escena verdadera de lectura, por la
actividad intelectual que despliega, es, sin dudas, aquella que destaca su
condición de auténtico ejercicio de intercambio (constructivo, colaborativo,
solidario) y de enriquecimiento mutuo entre el lector, el mundo y las experiencias
que promete y atesora cada obra literaria.
Si tomamos en cuenta los interesantes aportes que provienen de corrientes
teóricas que re-valorizan el rol del lector, como la Estética de la Recepción,
podemos afirmar que la lectura de un libro es un activo y cooperativo proceso de
interacción en el que un determinado autor crea un universo con palabras y al que
el lector corresponde (o no) con su tamiz de experiencias del mundo sus
percepciones, sus gustos, sus motivaciones, sus frustraciones y su bagaje de
lecturas previas (Jaus, 1975).
En esa línea, también Umberto Eco (1979) define al texto como “un constructo
teórico perezoso que requiere, necesariamente, de la cooperación del lector”. El
desafío de todo docente/mediador es, entonces, persuadir a los estudiantes para
que deseen “cooperar” con los textos que leen. Cooperar (co-operar, operar con el
texto literario leído) significa no solo buscar comprenderlo, sino también
internalizarlo, activarlo, conectarlo con los saberes previos, con las emociones y
las experiencias vitales de cada lector. Significa actualizarlo, animarlo,
enriquecerlo; en síntesis, integrarlo a la propia vida. Ahora bien, ¿cómo creamos o
alentamos, desde el sistema educativo, a esos lectores dispuestos y predispuestos
a colaborar con los textos que compartimos, manteniendo una actitud activa, crítica
y creativa dentro y fuera de nuestras aulas?
La lectura es, además, una destreza que requiere ejercicio voluntario y sostenido y
un arte que se apre(he)nde ejerciéndolo, ejercitándolo, compartiéndolo y que
requiere de experiencias sistemáticas, progresivas, motivadoras, contextualizadas,
diversificadas, mediadas por personas entendidas y convencidas del valor estético
y del poder de transformación que tienen las palabras.
La inmensa mayoría de nuestros estudiantes no se encontrarían jamás con la
lectura –y mucho menos, con la literatura– sino por medio de sus maestros,
profesores o bibliotecarios, quienes en el aula o en la sala de la biblioteca escolar
–asumiendo una actitud generosa y responsable– deberían hacer de ella una
celebración cotidiana.

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