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Todo empieza con las vasijas de la vida.

Los seres oníricos y celestiales contemplan cada


uno de los elementos que componen la vida misma y de a pocos comienzan a derramarlos
dentro de las vasijas. Dependiendo de las cantidades de los mismos, se definirá la
naturaleza del individuo, su aspecto físico y mental, sus gustos, disgustos, instintos y
raciocinio. Nada es al azar, necesitan de esa variedad en las cantidades de las vasijas para
mantener el equilibrio caótico que implica el universo.
Para hacerlo fácil de entender son como alquimistas que saben con exactitud la cantidad de
cada uno de los elementos para poder crear uno nuevo, son cuidadosos. A su vez, son
conscientes de los propios elementos que los componen a ellos mismos, y una vez cada
tanto (no se sabría con exactitud, ya que para ellos el concepto del tiempo es algo
inadmisible) crean un ser que tienen la misma cantidad de elementos en cada una de las
vasijas, un ser divino perfectamente equilibrado. Su única desgracia, ser enviado a la tierra.
Ku’yiba nació cuando la luna estaba en cuarto creciente, en el año 374 del dios Nierpatul.
Su familia estaba dichosa, esta luna era buena, implicaba nuevas oportunidades, esperanza,
expectativa. A pesar de la madre estar agotada, fue imposible para ella no unirse a la
euforia y disfrutar del banquete y los bailes organizados en nombre de su recién nacido.
Las lunas progresaron y Ku’yiba creció fuerte y saludable. Era buena en todo, la
agricultura, el tejido, los astros. Sabía cuándo cortar la madera y el cabello, con solo su
olfato podía distinguir si un animal estaba pronto a parir, sabía cuándo sembrar y cultivar
con solo fijarse en las estrellas. Además, su físico era enigmático, de extremidades esbeltas
y alargadas, era muy fuerte y ágil, era el predilecto para cazar, la presa se enteraba que la
estaban acechando ya cuando tenía la flecha atravesada de lado a lado.
Cuando ya tuvo la suficiente edad, el shaman Tlunox convocó a Ku’yiba junto con su
familia para contemplar el oráculo, el cual le revelaría su deber para con su pueblo y, por lo
tanto, su futuro. Después de una larga sesión de rezos, Tlunox comenzó a verter diversas
yerbas y líquidos en un gran caldero y finalmente arrancar un trozo de la larga y oscura
cabellera de Ku’yiba. Apenas el vaho se dispersó el shaman miró con vehemencia al
muchacho y la invitó a observar lo que el oráculo había dibujado para ella.
Era un poco difícil de distinguir, pero luego de que el shaman le explicara la posición de las
yerbas, se podía ver claramente la forma del Acna’tur (un arma hecha de madera y
ornamentada con filosas piedras volcánicas extraídas del monte TiltiKu). Esto indicaba que
Ku’yiba estaba destinada a ser un guerrero, uno de los más poderosos, ya que este tipo de
arma solo lo portaba los guerreros a cargo del líder del pueblo.
A las pocas semanas comenzó su entrenamiento. Era extenuante, agotador, pero lo resistía,
en parte porque su cuerpo lo permitía y por otro lado porque tenía presente los rostros
llenos de felicidad y orgullo que sus padres tenían al momento de enterarse de la noticia. Se
sentía fuerte, empoderada. Por sus sorprendentes habilidades, había logrado ganarse la
admiración y respecto de los más veteranos y experimentados. Pero sus compañeros
pensaban todo lo contrario, le odiaban porque sabían que había sido favorecido por los
dioses y siempre contaría con más ventaja sobre los demás.
Este rechazo no afectó para nada a Ku’yiba, entendía la frustración de sus compañeros y
simplemente se disponía a hacer su trabajo ya que, paralelo a su entrenamiento, había
logrado entablar una relación cercada con el shaman y en sus momentos libres ella
aprovechaba los conocimientos de Tlunax y los propios sobre los astros. Era conocimiento
común que el año de Nierpatul estaba próximo a terminar, al igual que los años de paz que
la deidad les había ofrecido. Por esta razón era que el oráculo había revelado tantos
Acna’tur en la última década, porque se sabía que el ciclo de los 12 dioses se había
completado y debían de iniciar nuevamente.
Este nuevo inicio implicaba el comienzo de la era de Luklexpa, el dios de la guerra y el
caos. Como en las épocas anteriores, el shaman y el líder esperaban la invasión de algún
pueblo vecino y debían estar preparados, ya que los foráneos de tierras vecinas eran
conocidos por sus habilidades en la guerra y su temperamento bravo e incansable.
Dos soles antes de que terminara la era de Nierpatul, todos los guerreros habían terminado
su formación y habían sido enviados a sus hogares para celebrar el final de esta era y poder
retomar sus energías para estar preparados a lo que el destino les deparaba.
Pasaron varios soles y varias lunas, unas 15 se podría decir, y no ocurrió nada. Los
soldados, el shaman, los consejeros, el líder, todo el mundo estaba perplejo, la era de
Lucklexpa no había iniciado como se había predicho. Algunos se consolaban diciéndose
que quizá esta vez Lucklexpa se había compadecido de ellos, después de todo, el pueblo
había cumplido a cabalidad con las celebraciones, sacrificios y demás requerimientos
solicitados por los dioses. Pero Ku’yiba no estaba tranquila, algo en su interior le decía que
no bajara la guardia.
Mientras que todo esto ocurría, a un par de millas de la costa más cercana del pueblo de
Ku’yiba, en la cabina de un barco, un hombre agotado escribía en una bitácora: “octubre 12
de 1492, después de meses de confusión y desespero hemos avistado tierra”

¿FIN?

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