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Faunologías

Faunologías.
Aproximaciones literarias al estudio de animales inusuales

Primera edición, 2015.


© Andrés Cota Hiriart.
© Ana J. Bellido, por las ilustraciones.
© Emmanuel Peña, por el diseño de la colección.
© Montzalez Editores, S.C.
Bajo el sello editorial FESTINA PUBLICACIONES M.R.
Santa María la Ribera 151, A-201,
Col. Santa María la Ribera, Del. Cuauhtémoc,
C.P. 06400, México, D.F.
Tel. 55 41 26 74
www.festinapublicaciones.com

Corrección de estilo: Ainamar Clariana Rodagut.


Cuidado Editorial: Festina Publicaciones.

ISBN: 978-607-96996-1-1

Queda rigurosamente prohibido, bajo las sanciones establecidas


por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cual-
quier medio o procedimiento sin la autorización por escrito de
los editores.

Impreso en México.
Printed in Mexico.
Faunologías
Aproximaciones literarias al estudio de los
animales inusuales

ANDRÉS COTA HIRIART


Ilustraciones de Ana J. Bellido

ovo
Para don Gabriel Cota, quien además de los
genes me heredó el vicio por la lectura y el
placer de la ciencia

Y para Jerónimo Barruecos, compañero de


expediciones bestiales
Prefacio

Comencemos por declarar un punto quizás un tanto evi-


dente: la naturaleza es demasiado extensa para abarcarla por
completo. En sus manos unos cuantos ingredientes primor-
diales se transforman en un vasto abanico de organismos.
Desde los microscópicos como la amiba amorfa, cuya
constitución se limita a una sola célula, hasta los cetáceos
colosales con sus más de doscientas toneladas de tejidos.
Seres de variedad tal que ni siquiera Funes el Memorioso
podría nombrarlos en su totalidad. Química orgánica con-
feccionada con creatividad pasmosa. Presiones selectivas
superadas de modos insospechados. Imaginación sin inten-
ción, fin o voluntad alguna, pero aun así prodigiosa en lo
que a pluralidad de anatomías se refiere. Es el sueño del
inventor de juguetes y el delirio del miniaturista. Biodiver-
sidad en todas sus posibilidades. De la efímera levadura,
al gran árbol del Tule. Del temible cisticerco, al glorioso
tigre de Bengala. Setas, musgos, peces ciegos. Arañas ma-
rinas, bacterias anaeróbias, serpientes voladoras y helechos
arborescentes. Los intrincados caminos evolutivos condu-
cen en ocasiones, al menos bajo la lupa de unos cuantos
modestos homínidos, a resultados descabellados. Ciclos de

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vida casi dementes. La selección natural favorece mutacio-
nes que dan pie a entes singulares cuya existencia misma
parece desafiar el mecanismo biológico de prueba y error.
Individuos que encarnan en sí mismos la idea de que la
realidad supera la ficción.

La labor enciclopédica se nos da bien a los humanos.


Nuestra ansia por dar sentido a los fenómenos orgánicos
que imperan en la floresta nos empuja a dividir, agrupar y
elaborar listados taxonómicos. Clasificaciones y filogenias
que pretenden conceptualizar la inagotable inventiva silves-
tre. Son intentos, quizás algo ambiciosos, de comprender
el mundo que nos rodea. No queremos figurar únicamente
como testigos sino descubrir sus engranajes; revelar el instruc-
tivo y dilucidar aquellos principios unificadores que sean
válidos para el grueso de la muestra, y así promulgarlos
como leyes.
No obstante, siempre habrá algunos cuantos ejem-
plares que pongan en jaque las conjeturas a las que hemos
llegado. Especímenes que retan a la cordura a un duelo de
probabilidades. Metazoarios de aspecto y hábitos insólitos.
La zoología fantástica de Borges puesta de cabeza. Un bes-
tiario de los animales reales que podrían ser inventados.
El catálogo es amplio y opera en función de qué tanto
se sepa sobre el tema. Para el naturalista versado quizás la
enigmática medusa inmortal —Turritopsis nutricola, único
ser vivo conocido que goza de la capacidad de revertir el
reloj biológico y, una vez alcanzada la etapa adulta, retornar
a una versión más joven de sí misma— no resulte tan sor-
presiva. Como probablemente tampoco lo sean para él los
osos de agua con su tremenda resistencia física y azorante

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posibilidad de sobrevivir en el espacio estelar. Podría ser
incluso que la esquiva sanguijuela del Borneo, de siete ojos,
le sea también familiar. Pero imaginemos por un momento
que no conociéramos al celacanto, a la salamandra gigante
del Japón o al cefalópodo Nautilus, sus dotes fisiológicos
los tornan organismos prácticamente imposibles de con-
cebir. Este breve tratado va dirigido a todos aquéllos que
gustan de tales rarezas de la fauna.

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[ Pr im e ra Par t e ]
ORGANISMOS REALES
QUE PODRÍAN SER INVENTADOS
Tardígr ados
Los animales que desafían toda preconcepción biológica

Retomemos la afirmación de que en la naturaleza “la realidad


supera la ficción”. No es necesario detenerse largamente a de-
fender el supuesto, los ejemplos para justificarlo son numero-
sos: fósiles vivientes como el celacanto o improbables como el
narval; absurdos como el ayeaye o enervantes como la avispa
ahorca-caballos. Dicho eso habrá algún erudito, con plena se-
guridad, que se muestre reacio a aceptar dicha tesis. Después de
todo, no es una aseveración que se pueda tomar muy a la ligera.
Sin embargo, para aquellos insensatos que, después de
meditarlo un poco, aún se inclinen por vanagloriar más los
artificios de la fantasía que las posibilidades de la evolución,
la biodiversidad les tiene deparada una sorpresa: un ente que
produce desconcierto profundo y asombro inmediato, más
propio de la pluma del gran Stanislaw Lem o de las sagas de
Asimov que de los charcos en donde habita. Y no nos esta-
mos refiriendo al notable ajolote y a su poder de regeneración
corporal extrema, sino a un ente invertebrado. Un animal
microscópico que desafía a toda convención zoológica, único

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ejemplar de la fauna capaz de sobrevivir en el espacio sideral.
Adentrémonos pues en el fascinante grupo de los tardígra-
dos, comúnmente llamados osos de agua, y comprobemos
porqué en este caso resulta imposible negar que, en efecto, la
biología supera la imaginación.

***
Los tardígrados poseen un tamaño que oscila entre los
0.05 y 1.5 milímetros, pero a pesar de su modesta anatomía
tienen la capacidad de hacer lo que ningún otro ser orgáni-
co conocido: sobrevivir en el vacío. Claro que también son
tolerantes a las temperaturas más extremas de las que se
tiene noticia, no sucumben ante la radiación, soportan la
deshidratación prolongada y las presiones altas no dejan
mella en ellos. Arsenal de dotes que les permite resistir las
inhóspitas condiciones del espacio exterior.
Descritos por primera vez en 1773 por el pastor protes-
tante de origen alemán Johan August Ephraim Goeze, quien
los denominó Kleine Wasser-Bären, literalmente traducido
como “osito de agua”, los tardígrados recibieron su nombre
oficial un par de años más tarde por cortesía del investigador
Lazzaro Spallanzani. El término significa “de paso lento”, en
alusión a su locomoción pausada: movilidad flotante, podría
decirse que casi etérea, dentro del fluido.
Son animales segmentados, de cuerpo cilíndrico abul-
tado y simetría bilateral que cuenta con entre cuatro y
ocho extremidades que terminan en garras o ventosas y un
aparato bucal tipo probóscide, equipado con anillos filosos
y papilas sensoriales. No poseen ojos complejos ni aparato
circulatorio y carecen de órganos respiratorios (el intercam-
bio gaseoso se realiza en la superficie de todo su cuerpo). Se
encuentran recubiertos de una cutícula quitinosa que mudan

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periódicamente y que adopta distintos colores según la ilumi-
nación circundante. Casi toda su constitución corresponde
a la de un gran intestino y son eutélicos, esto significa que
el número de células de su cuerpo es constante a lo largo
de toda su vida, es decir que no crecen por el método que
nos es afín a los mamíferos: el de la división celular, sino por
el incremento de las células con las que ya cuentan al nacer.
Su caprichosa fisonomía resulta invariablemente seducto-
ra y también ligeramente incomprensible. En primera instan-
cia se puede tener la impresión de estar alucinando. El bizarro
perfil hinchado podría encajar con facilidad en la historia
de una animación japonesa, quizás como un personaje dis-
paratado del maestro Hayao Miyazaki. Pero es bajo el mi-
croscopio de barrido que su atributos exteriores alcanzan
todo su potencial. Entonces su silueta sugiere materiales
desconocidos para el humano. Superficies de una rigidez
pasmosa, texturas ásperas y turgentes.
De expresión relativamente ingenua, es probable que
haya quien incluso lo llegue a considerar un ser tierno.
Pero no nos engañemos, los tardígrados son en realidad
hambrientos depredadores. Sumamente temidos entre los
de su mismo tamaño. Forrajean el entorno en busca de pre-
sas —bacterias, algas, rotíferos y nematodos—, a las que atra-
viesan utilizando los estiletes punzantes de su conspicua
probóscide. Después, a la manera de una aspiradora, sor-
ben las células que constituyen su merienda por medio de
músculos retractores circulares.

***
Resulta curioso que aun poseyendo características tan sin-
gulares y siendo tan abundantes —por sorpresivo que pueda
parecer, están presentes en prácticamente todos los ambien-

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tes del planeta— se trate de criaturas tan poco conocidas.
Siempre y cuando exista agua de por medio los tardígrados
podrán encontrar su hogar. Se los ha visto merodeando por
las capas polares bajo el hielo de los glaciares, en la cima de las
sierras volcánicas y en los oasis de los desiertos. En las playas
del trópico y en la tundra siberiana; también en las junglas
de Papua Nueva Guinea y en la estepa mapuche. Se ha
comprobado su presencia en las ventilas hidrotermales del
lecho marino y dentro de las hendiduras del pavimento de
los núcleos urbanos. Sin embargo, es posible que su sitio
preferido sea la película líquida que cubre musgos, helechos
y líquenes; ecosistemas diminutos que generalmente pasan
desadvertidos para el ciudadano promedio pero que llegan
a albergar hasta veintidós mil individuos de osos de agua
por gramo botánico. Poblaciones nutridas en apenas unos
centímetros de vegetación rastrera.
Al día de hoy se han reportado alrededor de mil especies
distintas dentro del phylum, con buenas posibilidades de que
esta cifra aumente considerablemente durante los años venide-
ros, pues su campo de estudio apenas comienza a florecer.
El médico Guillermo Nossa fue uno de los primeros
en notar los prodigiosos dotes de estos organismos cuando
detectó la presencia enigmática de unos cuerpos extraños
sobre la hoja deshidratada de un helecho en el herbario. Al
agregar agua, el científico comprobó que los cuerpos de los
tardígrados se reanimaban y que seguían su ciclo vital con
normalidad después de haber pasado décadas disecados
dentro de la colección.
El secreto de su incomparable resistencia biológica,
que desafía toda preconcepción sobre el mundo animal, se
debe en gran medida al letargo voluntario. Ante condicio-

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nes adversas —por ejemplo, la reducción de agua u oxígeno
en el medio o el frío extremo— los tardígrados entran en
un estado similar a la hibernación denominado criptobio-
sis. Durante dicho estadio suspenden prácticamente todos
sus procesos metabólicos y eliminan el líquido corporal,
pasando de tener un 85% de agua —que es su composición
habitual— a menos del 3%. Conforme van expulsando
los fluidos su cuerpo se desinfla. Su coraza se arruga y se
abraza a un compuesto de azúcares de reserva que fungirán
como combustible necesario para la temporada inanimada.
Quedan así reducidos a una especie de momia o fruto seco
de sí mismos, recubiertos por una matriz de trehalosa (di-
sacárido fundamental para que los osos de agua puedan
tolerar todo lo ya se ha mencionado) en vida latente a la
espera de que las condiciones ambientales sean propicias
nuevamente.
Ahora bien, los osos de agua no son los únicos animales
que cuentan con la capacidad de pausar su existencia mo-
mentáneamente. Algunos anfibios, peces e insectos tam-
bién atraviesan etapas de criptobiosis a lo largo de su
ciclo vital. No obstante, sólo pueden perdurar en este
estado un tiempo limitado. Los tardígrados, en cambio,
son capaces de permanecer en animación suspendida
decenas de años y tolerar condiciones medioambientales
sumamente drásticas durante estos largos periodos. Se ha
comprobado que en estado de criptobiosis son capaces de
soportar varios minutos a temperaturas cercanas al cero
absoluto (-227ºC.) e incluso días congelados a -200ºC. En
el extremo opuesto del espectro, pueden resistir tempe-
raturas mayores que el punto de ebullición del agua; hasta
150ºC sin mayores problemas.

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Asimismo sobreviven a presiones altísimas, hasta 6000
atmósferas, seis veces la presión que detectó James Cameron
en su expedición al fondo marino. Además toleran canti-
dades de radiación ionizante altísimas, letales para cualquier
otro ser vivo del que se tenga noticia hasta el momento. Y
por si no fuera suficiente, la inmersión en alcohol puro o
éter no los ofende.
Claro que tampoco es que sean inmortales. En su mo-
dalidad animada son tan vulnerables como cualquier otro ser
vivo. Se los podría aplastar como se hace con una incómoda
mosca de la fruta. Para desplegar los extraordinarios dotes
de resistencia es necesario que los referidos primero entren
en criptobiosis, proceso que les lleva cierto tiempo.

***
Gracias al descubrimiento de algunos tardígrados vivos en
la lámina de un cohete ruso tras su regreso a la Tierra, la
cuestión cobró dimensiones de novela de Stanislaw Lem e
hizo que estos gráciles organismos abandonaran la ignominia
comenzando a figurar en los encabezados de periódicos y re-
vistas. Ante una noticia de tal índole y con alcances tan
extraordinarios, no fue necesario esperar mucho para que
distintos grupos de científicos occidentales pusieran en
marcha experimentos para refutar, al más puro estilo fal-
sacionista de Karl Popper, las observaciones clamadas por
los cosmonautas soviéticos. Sin embargo, sucedió exacta-
mente lo opuesto. En el 2007 la agencia espacial europea
colocó ejemplares de osos de agua en el exterior de la nave
Foton-M3. Tras el viaje cósmico, los investigadores regis-
traron con sorpresa que los ejemplares no únicamente
estaban vivos, sino que, tras su reanimación, aún eran
capaces de reproducirse.

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Otra prueba realizada por la NASA en 2011, en la que se
pusieron tardígrados en orbita anclados sobre la cubierta del
transbordador espacial Endeavor, corroboró estos resultados
y con ello se concluyó de manera definitiva que, en efecto,
los pequeños osos de agua son capaces de sobrevivir al vacío
del espacio estelar.
No son pocos los autores que, partiendo de dichos
estudios y haciendo alusión a la tenaz resistencia de los
tardígrados, han vuelto a poner sobre la mesa el debate
acerca de la panspermia. Es decir, la teoría de que la vida en
nuestro planeta pudo haber tenido un origen extraterrestre
y llegado a bordo de un meteorito. Yo no me aventuraría a
ir tan lejos, son meras especulaciones que para corroborarse
necesitarían de un análisis mucho más profundo. Además
de que la información recabada a partir del material genético
no apunta hacia esa dirección. Los tardígrados están confec-
cionados con el mismo ADN y proteínas que los demás seres
vivos de la Tierra y, aun siendo tan especiales, encuentran un
nicho particular dentro del árbol filogenético.
Pero bueno, un poco de disputa siempre hace bien al
conocimiento, en especial si la disertación, como en este
caso, va seguir derribando paradigmas zoológicos.

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La bestia acuática del oriente
Andrias japonicus, el anfibio más grande del mundo

En las aguas frías del oriente lejano habita un organismo arcaico y siniestro,
un depredador compulsivo y vicioso propio de infiernos dantescos.
Este amorfo ser, de constitución blanda y amplias fauces,
se arrastra por el fondo de los arroyos fríos
que bañan las montañas…
—Bitácora de Marco Polo, posible apunte de expedición.

Imperio del sol naciente, época medieval. En la provincia de Shi-


koku un samurai descansa bajo la sombra de un cerezo. El viento
apenas sopla, la tarde invita a la contemplación. A los pies de la
loma se adivina un poblado modesto con casas de madera y el río
cristalino que divide los arrozales. La paz sólo es interrumpida
por un grupo de niños que juegan sobre un puente de bambú. De
un momento a otro, los gritos de los pequeños pasan del júbilo al
terror: uno de ellos ha caído al agua. El samurai se incorpora con
un salto y corre en su auxilio. El niño chapotea dominado por el
pánico. El samurai entra en el agua con prisa, se abre paso con

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agilidad entre las rocas y toma el brazo del accidentado. Sin em-
bargo, al intentar jalar al infante hacia la salvación, el guerrero
descubre con desespero que algo también reclama al joven cuerpo
desde las profundidades. Forcejean brevemente. Por unos instantes
parece que el justiciero podrá evitar la tragedia, no obstante, sus
esfuerzos son en vano: el niño desaparece bajo la superficie. El
silencio vuelve a reinar en la escena; la bestia del río ha reclamado
una nueva víctima.
El nombre que recibía esta feroz criatura en la mitología
nipona era Kappa, un poderoso dios-demonio acuático que
tenía la forma de una rana gigante o una tortuga antropomor-
fa. Hokusai, el gran cronista visual del Japón antiguo, pre-
sentaba la figura del monstruo-deidad con escamas, garras
y cabeza de galápago. Otros maestros del pincel preferían
retratarlo más semejante al pez o a la manera de un hombre
viejo con características reptilianas.
Los Kappa eran descritos como entes curiosos y malig-
nos. Se decía que gustaban de espiar a las mujeres durante el
baño y en ocasiones también las violaban. Pero ante todo eran
cazadores furtivos, un don admirable de paciencia los dotaba
de la capacidad de pasar horas, e incluso días, inmóviles so-
bre el fondo lodoso al acecho de su captura. Permanecían
así, imperturbables aguardando la emboscada, hasta que una
alteración rompía el continuo espejo de la superficie líquida.
En ese momento el semblante de las fieras cambiaba drásti-
camente, se deslizaban con gran agilidad y devoraban a la in-
cauta presa con violencia demente. No hace falta mencionar
que su comida favorita consistía en niños tiernitos.
¿Mito o realidad? Por inverosímiles que pudieran llegar
a parecer las leyendas del Kappa a un ciudadano contem-
poráneo con educación media superior, es muy probable

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que, hasta cierto grado, éstas se encuentren sustentadas en
hechos reales. Un poco exagerados, claro está, pero, al me-
nos en relación al aspecto antropófago, factibles. Después
de todo, no son pocas las fieras del mundo silvestre capaces
de tragarse a un humano de talla pequeña como merienda.
Quizá sea cierto que en el caso de los ecosistemas de agua
dulce el número de posibles devoradores de personas sea
menor en comparación con el medio marino o terrestre,
pero no faltan algunos candidatos hambrientos que, ante
la oportunidad, ocuparían el puesto con deleite. Si nos en-
contráramos en el Amazonas, por ejemplo, podríamos pro-
poner a la temible anaconda como la originaria del mito.
Si fuera en el Misisipi, a la enorme tortuga lagarto. Y, en
el caso de Australia, al salvaje cocodrilo porosus. Pero esta-
mos en Japón, isla en la que no se han reportado avistamientos
de serpientes ni quelonios de gran envergadura, y demasiado
norteña para hallar en ella cocodrilos de ningún tipo.
¿Qué pudo haber devorado entonces al infante nipón?
¿Sobre qué bestia de la realidad se encontrará anclado el
mito? Haciendo un breve análisis etnozoológico de la fauna
local queda claro que sólo existe una respuesta plausible:
la salamandra gigante del Japón o Andrias japonicus para
el naturalista versado. Este brutal urodelo, de proporcio-
nes descomunales, figura como uno de los anfibios más
grandes del planeta. Su impresionante envergadura —que
puede llegar a rebasar el metro y medio de largo y los trein-
ta kilogramos de peso— únicamente es superada por su pa-
riente cercana: Andrias davidianus, la salamandra gigante de
China. Y el hecho de que en la literatura de ese otro país
asiático se incluyan también relatos sobre seres mitológicos
similares a los Kappa parece corroborar nuestra hipótesis.

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Pero dejémonos ya de preámbulos literarios, entremos de
una buena vez en materia y comencemos con la taxidermia
escrita de la bestia acuática del oriente.

***
Las salamandras gigantes son organismos de sangre fría —o
siendo más estrictos con la terminología científica: poiqui-
lotermos, “cuya temperatura es variada y depende de la del
medio”—, apetito voraz y que llevan el término fósil viviente
hasta sus últimas consecuencias. Sus atributos toscos, carac-
teres rupestres y múltiples plesiomorfías evocan de manera
tajante el Jurásico, época geológica en la que floreció esta
especie. No se requiere contar con una imaginación admi-
rable para ensoñarlas caminando junto a los dinosaurios.
De hecho, su origen es bastante anterior al de los famosos
titanes. Evolucionaron durante el reinado de los primeros
tetrápodos y, al remitirnos a su registro fósil, se observa que
las cuatro especies que perduran en la actualidad —que en
conjunto conforman la familia Chyptobanchidae, los urodelos
más antiguos que aún caminan sobre la faz de la Tierra— no
han sufrido cambios drásticos desde entonces.
Si nunca se ha sido testigo presencial, o por lo menos a
través de imágenes, de un animal de este tipo, quizás resulte
un tanto difícil comprender su magnitud. Para ayudar un
poco a generar la fotografía mental de su silueta, podemos
aportar que los ejemplares de mayor tamaño bien podrían
ser comparados con un perro labrador doméstico o con un
puerco mediano.
Una vez que la escala quedó clara, agreguemos algu-
nos detalles morfológicos para seguir integrando el retrato
hablado que nos atañe. La cabeza es plana y ancha y algo
más grande que el resto del cuerpo. La generosa boca, que

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se extiende de lado a lado del rostro, no presenta dientes.
Sus ojos son diminutos y primitivos; su cola corta y ma-
ciza; no cuenta con oídos externos y sus cuatro extremi-
dades están rematadas por dedos redondos y chatos que no
pocos declararían ser semejantes a salchichas tipo coctel.
Aquellos lectores quisquillosos, a los que estas propiedades
aún no les basten, quizás querrán saber también que la
dermis es suave y rugosa, con numerosos tubérculos que
salpican la anatomía. Que los numerosos pliegues longitudi-
nales de piel dan la impresión de que el traje de membrana
le quedara un par de tallas grande al ejemplar. Que están
completamente recubiertas por una mucosa pegajosa que
cuenta con un fuerte componente antibiótico. Y que, si
el individuo se sostiene fuera del agua, se comprueba que
su consistencia es resbaladiza, a primera impresión babosa
pero rígida a la vez; por si acaso esto pudiera llegar a sonar
un tanto ambiguo o contradictorio, piénsese en algo así
como el interior de una penca de sábila.
Para terminar de componer el rompecabezas zoológico,
incluyamos que su coloración por el lado dorsal presenta
un patrón marmoleado —con tonos que van del café oscuro
al marrón pálido o rojizo— mientras que el vientre general-
mente es más claro y uniforme. Según la procedencia del
organismo, existen ligeras variaciones en los colores. Los
ejemplares sureños tienden a ser más verdosos y con man-
chas negras.

***
Comprendido ya el aspecto físico de la bestia, adentré-
monos en su biología. Andrias japonicus es una especie
endémica de las montañas japonesas. Se encuentra en los
bosques de altura, en el interior de arroyos y ríos con flujo

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anual constante. Muestra siempre predilección por aguas frías
y claras, es de hábitos completamente acuáticos con actividad
nocturna y se inclina por una existencia más bien solitaria.
La mayor parte del día permanece en un estado semile-
tárgico, guarecido dentro de cavernas. Pero al caer la noche,
su conducta cambia de manera rotunda. Emerge de su mo-
rada y forrajea el fondo acuático con ansiedad en busca de
alimento. No es un depredador selectivo, al contrario, devora
todo lo que quepa en su boca (en ocasiones presas casi de su
mismo tamaño). Su dieta incluye crustáceos, insectos, peces y
otros anfibios que encuentra a su paso, también embosca rep-
tiles, aves y mamíferos que se acercan a beber agua. Cuando
descubre un botín tentador, se abalanza sobre éste con furia
utilizando una potente succión para atraparlo. Después toma
a la presa con las fauces abiertas de par en par y la engulle com-
pleta. No tiene la capacidad de masticar, así que se ve forzada
a cazar y tragar en un solo acto.
Al llegar la época de apareamiento, que tiene lugar duran-
te los meses de agosto y septiembre, los machos abandonan su
territorio en busca de doncellas que cortejar. Si tienen éxito,
la hembra en cuestión depositará largas cadenas de hasta
seiscientos huevos, mismos que clamarán ser fertilizados.
Al igual que sucede con el resto de anfibios, los machos
no cuentan con pene u órgano reproductor externo, por lo
que la fecundación sucede a través de un saco espermático:
un paquete de células reproductoras envueltas en gel que el
macho expulsa y la hembra recoge con la cloaca.
La gestación de lo huevos dura aproximadamente
doce semanas, periodo tras el cual las larvas eclosionan
y comienzan su existencia devoradora. Son caníbales oca-
sionales, no es extraño que su primera merienda sean sus

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propios hermanos. La larva de la salamandra gigante, como
en el caso de los demás integrantes de su estirpe, es un
ajolote que presenta branquias conspicuas tipo plumero,
cola alargada a la manera de una aleta caudal y membranas
interdactilares. En esta forma larvaria pasan los primeros
cinco años de vida, momento en el que es probable que
los papeles se volteen y el depredador supremo se convierta
en presa. Si consigue sobrevivir a los embistes de peces,
reptiles y sus congéneres alcanzará el momento de atravesar
por el proceso de metamorfosis. Los caracteres juveniles se
pierden, los tejidos son reabsorbidos y adoptan la forma
propia de los adultos.
La madurez sexual es alcanzada pasados otros diez años
y el ciclo vuelve a comenzar. Bajo condiciones normales
son criaturas longevas, se estima que pueden llegar a vivir
cerca de sesenta años. No obstante, su condición anfibia
los torna extremadamente sensibles a la contaminación
del agua. Esto, aunado a la devastación trepidante de su
hábitat, ha ocasionado que, en tiempos recientes, su po-
blación haya diezmado. Actualmente esta especie, como la
mayoría de sus parientes cercanos, se encuentra en franco
peligro de extinción y es posible que ni ofreciéndole niños
en sacrificio ritual podamos rescatarla de la desaparición a
la que la hemos orillado.

25
El pequeño monstruo del pant ano
El anfibio que ha cautivado a ciencia y literatura

El semblante de la criatura es difícil de olvidar. Su aspecto


remite al de un ser antediluviano propio de un mundo per-
dido o del caldero humeante de las brujas. Perturbador como
pesadilla de infancia. Extraordinario cual invención de Julio
Verne. Portentoso, milagroso, deidad precolombina. Una
criatura acuática, endémica del gran valle central del altiplano
mexicano, que posee la llave de los secretos de la eterna juven-
tud y el don de la regeneración corporal extrema.
En términos generales se denomina ajolote —por fa-
vor no confundir con el renacuajo de las ranas— a todas
las larvas de los caudados; es decir, que existen tantos
ajolotes distintos como especies de salamandras (más o
menos unos seiscientos setenta tipos diferentes). Sin em-
bargo, en el presente texto me refiero a uno en particular, al
ajolote de Xochimilco, axolotl o Ambystoma mexicanum. Espe-
cie que, a diferencia de sus parientes cercanos, no realiza la

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metamorfosis y, por consiguiente, pasa toda su vida siendo
ajolote. Es decir que presenta la peculiaridad de ser capaz
de reproducirse sin antes pasar por los pasos necesarios,
típicos de los demás miembros del grupo, para llegar a la
etapa adulta. Rasgo denominado en biología como neo-
tenia. Retiene así los caracteres larvarios durante toda su
existencia o, si se prefiere, es como un niño perene: una
Lolita eterna. Peter Pan sí existe, pero, en lugar de volar por
el firmamento del país de Nunca jamás, se arrastra por los
suelos lodosos de los canales de Xochimilco.
Otro aspecto fisiológico llamativo —que produce ob-
sesión inmediata en el estudioso de estas gentiles fieras del
pantano— es su capacidad regenerativa. Ante la necesidad,
estos singulares anfibios cuentan con la posibilidad de re-
novar su anatomía a voluntad: vuelven a crecerles miembros
perdidos, se les duplican extremidades, hacen emerger de su
cuerpo branquias, ojos, cola, lengua y hasta mandíbulas ex-
traviadas. Y lo pueden hacer tantas veces como sea preciso.
Uno podría amputar, por ejemplo, la pata izquierda de un
individuo en repetidas ocasiones y, en cada una, el animal
la generará nuevamente. Además, el evento no deja tras de
si huella alguna. No queda cicatriz remanente del proceso.
El tejido o, mejor dicho, los tejidos se restablecen de forma
perfecta e indistinguible. En algunos experimentos se ha
demostrado que el Ambystoma mexicanum incluso es capaz
de regenerar la mitad completa de su cuerpo. Siempre y
cuando el cerebro y la mayoría de la espina dorsal sean
conservados, el organismo volverá a hacer crecer todos los
apéndices perdidos.
Por supuesto que tal artificio ha despertado la curiosi-
dad del humano. No es para menos. Desde los tiempos de
Hipócrates la regeneración anatómica —como la que puede

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observarse con la cola de las lagartijas— siempre ha figu-
rado como un tema central de las aspiraciones médicas.
Claro que en el caso del ajolote, el factor de que además
no quede cicatriz tras el evento, sólo ha servido para darle
mayor atención. Y aunque en un principio se consideraba
que quizás la respuesta a tal fenómeno tenía que ver con
que, al no realizar la metamorfosis, el ajolote contaba con un
gran arsenal de células madre a su disposición, hoy en día la
hipótesis es distinta.
Tras múltiples estudios ahora se piensa que la clave re-
side en la desdiferenciación y transdiferenciación celular. A
través de estos mecanismos una célula dada, digamos un
hepatocito del hígado, tiene la posibilidad de ser revertida
a un estado primigenio, o pluripotencial, y posteriormente
reprogramada, diferenciada nuevamente y convertida en el
tipo de célula que se precise. Algo así como si se fundiera
una moneda de plata para después elaborar una cuchara con
el mismo metal. Pero no ahondaremos más en la cuestión,
después de todo se trata de un tema bioquímico bastante
complejo y el presente no es un ensayo especializado. Mejor
continuemos con la aproximación literaria.

***
Al observar al ajolote flotando en el agua se tiene la sen-
sación de que la evolución con él se portó de forma un
poco más laxa que con el resto de seres vivos. La selección
natural fue moldeando, a través de los años, a un ente casi
surrealista. Absurdo, como una fantasía de Lewis Caroll, la
enorme boca y ojos diminutos sugieren que está condenado
a vivir de buen humor, y el conspicuo penacho de branquias
que se dispara por detrás de su cabeza ovoide lo asemeja a
un dragón chino.

29
En un primer acercamiento los ajolotes sugieren una
tranquilidad casi pasmosa. Una quietud digna de pieza ar-
queológica. Suspendidos en el fluido emulan a la perfección
el concepto de serenidad. Sin embargo, estamos ante una
impresión un tanto acotada de su personalidad; la concep-
ción equívoca de su letargo perene se debe, en gran medida,
a que son animales de hábitos nocturnos. Lo que implica
que la mayoría de testigos presenciales sólo los hayan visto
en el zoológico mientras duermen. Sin embargo, al caer la
noche, el pacífico ajolote se transforma en ansioso depreda-
dor. Patrulla el fondo acuático en busca de cualquier presa
que quepa en su boca. Son carnívoros generalistas, su dieta
incluye: insectos, peces, crustáceos, anfibios y caracoles que
asecha y engulle con devoción demente. Cuando detecta al-
guna posible merienda, se abalanza sobre ésta con ardor y se
la traga completa. La primera vez que se atestigua este com-
portamiento, la violencia con la que actúan, invariablemente
resulta sorpresiva para el espectador.

***
En la cosmovisión náhuatl el ajolote es la encarnación
acuática del dios Xólotl, hermano mellizo de Quetzlcoatl con
rasgos monstruosos. De acuerdo con la leyenda del Quinto
sol, el futuro del mundo estaba en gran riesgo a causa de
que el sol y la luna no se movían; era un evento cósmico que
vaticinaba una catástrofe segura. Los dioses entonces toma-
ron la resolución de ofrecerse en sacrificio para renovar el
movimiento astral. Sin embargo, un dios cobarde llamado
Xólotl rehusó confrontar su destino y trató de zafarse bur-
lando al verdugo mediante sus poderes de transformación.

30
El dios prófugo primero se escondió entre la milpa,
lugar en el que se convirtió en una planta de maíz de dos
cañas. Pero el verdugo dio con él. Al ser descubierto, Xólotl
echó a correr nuevamente hasta que alcanzó un campo con
magueyes y se transformó en un agave de penca doble o
mejolote. Pero sirvió de poco y una vez más el verdugo lo
encontró. Xólotl entonces saltó al agua en un intento de-
sesperado por conservar su vida y adoptó la forma de una
criatura acuática. Un casi pez, un monstruo del pantano
llamado axolotl. De esta forma logró evadir el sacrificio por
algún tiempo, pero el verdugo no desistió hasta que lo lo-
calizó y finalmente lo mató (digo, era de esperarse, después
de todo el título de verdugo de dioses no es algo que se
obtenga con facilidad).
En su emblemática obra Cosas de la Nueva España, Ber-
nardino de Sahagún relata sobre el ajolote: “Es carne delgada
muy más que el capón y puede ser de vigilia. Pero altera los
humores y es mala para la incontinencia. Dijéronme los vie-
jos que comían axolotl asados que estos pejes venían de una
dama principal que estaba con su costumbre, y que un señor
de otro lugar la había tomado por fuerza y ella no quiso su
descendencia, y que se había lavado luego en la laguna que
dicen Axoltitla, y que de allí vienen los acholotes”.
En Historia antigua de Méjico, Francisco Javier Clavijero
aporta sobre él: “Su figura es fea y su aspecto ridículo”. Y
agrega: “Lo más singular de este pez, es tener el útero como el
de la mujer, y estar sujeto como ésta a evacuación periódica
de sangre”. En aquel momento se pensaba que las hembras
de ajolote menstruaban, percepción herrada probablemente
debida a Francisco Hernández, que aseguraba: “Tiene vulva

31
muy parecida a la de la mujer… Se ha observado repetidas
veces que tiene flujos sanguíneos como las mujeres, y que
comido excita la actividad genésica”.
Quizás el primero en desmentir varios de los supues-
tos acuñados hasta entonces fue el científico José Antonio
de Alzate. Él cuestionó las aseveraciones de Clavijero con
respecto a la vulva de la hembra del ajolote, tras realizar
algunas disecciones para concluir, de forma definitiva, que
la hembra del ajolote no producía menstruación alguna.
El misterio de este animal representó un enigma que
suscitó grandes debates entre los naturalistas clásicos. Fue
Alexander Von Humboldt quien, al regresar de sus expedi-
ciones por México alrededor de 1804, entregó al afamado
zoólogo francés Georges Cuvier dos ejemplares conservados
en formol para que los estudiara. Cuvier realizó una disec-
ción exhaustiva y publicó uno de los primeros estudios
formales sobre el extraño anfibio. Sin embargo, no atinó
a resolver el acertijo biológico pues, fiel a la disciplina de
la anatomía comparada, no fue capaz de valorar al ajolote
como un adulto y concluyó que se trataba de la larva de una
gran salamandra desconocida.
No fue hasta 1864, durante la intervención francesa en
México, que los científicos europeos tuvieron ajolotes vivos
a su disposición. Auguste Dumeríl, un discípulo de Cuvier,
recibió los ejemplares, los colocó dentro de acuarios, cuidó
de ellos y consiguió que la mayoría sobreviviera. No sólo eso,
tiempo después atestiguó con emoción cómo se multiplica-
ban y realizó el primer reporte íntegro de la reproducción
del ajolote. Pero la suerte quiso que unos años más tarde
algunas de las crías nacidas de aquel evento metamorfo-
searan; lo cual complicó un poco el panorama, pues el pie
de cría original permaneció generando descendencia en es-

32
tado larvario. Cuando parecía que por fin se podría resolver
el rompecabezas del siredon mexicano, como se le llamaba
entonces, el nudo sobre su identidad se tornó más ceñido.
En 1859, el gran Darwin propuso una posible so-
lución al enigma. En El origen de las especies incluyó una
anotación al respecto, no propiamente sobre el ajolote,
sino sobre el mecanismo de propagación que podría estar
operando en ellos: “Se sabe de algunos animales que son
capaces de reproducirse a una edad muy temprana, antes
de que hayan adquirido sus caracteres perfectos, y, si esa
facultad se llegase a desarrollar por completo en una espe-
cie, parece probable que, más pronto o más tarde, desapa-
recería el estado adulto, y en este caso, especialmente si la
larva difiere mucho de la forma adulta, los caracteres de la
especie cambiarían y se degradarían considerablemente”.
Finalmente en 1885, Arthur Kollmann acuñó el término
neotenia para referirse a la conservación de los caracteres
larvarios durante toda la vida, poniendo fin a cientos de
años de misterio sobre la naturaleza del ajolote.

***
La singularidad del ajolote no sólo ha despertado interés
dentro del mundo científico, también un gran número
de escritores y poetas han encontrado en su especial fi-
sonomía un tema para disertar. No son pocos los que
identifican al inocente anfibio con una pulsión sexual y,
haciendo alusión a su peculiar anatomía fálica, lo consi-
deran un ser casi erótico. Otro pensamiento recurrente en
las obras literarias es que guarda un marcado parecido con
el humano. No sólo de manera metafórica, sino anatómica.
En varios textos se mencionan sus patas, ojos y cabeza
como ejemplo de ello.

33
Probablemente el cuento Axolotl de Julio Cortázar, de
1956, sea el más famoso entre las obras de literatura que
centran su atención en el emblemático anfibio mexicano.
En él, el propio escritor vive una época de arrebato por
los ejemplares exhibidos en el zoológico de París que visita
obsesivamente, “los ojos del los axolotl me decían de la pre-
sencia de una vida diferente, de otra manera de mirar”. Así
pasa mañanas y tardes absorto en su contemplación, hasta
que se transforma en uno de ellos y el eje de su mirada
cambia del exterior al interior de la pecera.
Salvador Elizondo también sintió particular atracción
por estos organismos, tanto que mantenía en su casa un
tanque con varios ejemplares vivos. En su texto de 1972
Ambystoma tigrinum dice: “Todo en ellos delata una profun-
da nostalgia del lodo. El habitante ideal de un medio ambi-
guo: el fango, que no es ni líquido ni sólido, como el ajolote
no es ni acuático ni terrestre; ni cabalmente branquial ni
totalmente pulmonar, sino ambos o ninguno a la vez”. Juan
José Arreola, por su parte, se refiere al organismo, en su Bes-
tiario de 1972: “Pequeño lagarto de jalea. Gran gusarapo de
cola aplanada y orejas de pólipo coral. Lindos ojos de rubí,
el ajolote es un lingam de transparente alusión genital”. Y
José Emilio Pacheco en Acrosoma de 2009, apunta: “Ni pez
ni salamandra, ni sapo ni lagarto, posee rasgos humanoides y
es, como nosotros, el habitante quintaesencial de Nepantla,
la cuna de Sor Juana, la tierra de en medio, el lugar de nadie,
el recinto y tumba de quienes, a lo largo de todas nuestras
metamorfosis, tampoco llegamos a la verdad de ser adultos y
lo único que sabemos es reproducirnos”.
Si resultara de interés para el lector asiduo consultar
los textos mencionados, así como los de otros autores —
Carlos Chimal, Octavio Paz, Rafael Lemus, Ruy Sánchez y

34
demás— que tienen al ajolote como su eje principal, habrá
que remitirse a Axolotiada, vida y mito de un anfibio mexicano,
agradable almanaque editado por Roger Bartra y publicado
por el Fondo de Cultura Económica en 2011.

***
Para su pequeño tamaño, los ajolotes son criaturas rela-
tivamente longevas. Bajo condiciones óptimas se calcula
que en vida libre pueden alcanzar entre los diez y quince
años de edad. En cautiverio incluso un poco más, el récord
para la especie ronda los treinta años. Pero para llegar a
viejos, es necesario que los organismos corran con mucha
suerte y que estén al máximo de sus potenciales. Su hábitat
natural se encuentra gravemente deteriorado, la alarmante
contaminación y desecación de los canales de Xochimilco
representa, sin duda, el mayor desafío para la esperanza de
vida de estos animales. Se ha observado, hoy en día, que
es poco frecuente que ejemplares que habitan en libertad
lleguen a su quinto cumpleaños. No obstante, el brutal
impacto sobre su ecosistema no es el único obstáculo
que deben superar. Si el singular anfibio pretende llegar
a la senectud, primero debe evadir, por fuerza, los ataques
frecuentes de múltiples depredadores. Algunos de ellos
naturales a su entorno; muchos otros, como la carpa y la
tilapia, introducidos por el humano. En su ardua lucha por
la supervivencia incluso tendrían que librarse de nosotros
como especie y evitar caer en las redes que lo cazan para
convertirlo en taco, mascota o ejemplar de laboratorio.
De 1998 al 2008 la densidad de población de estos or-
ganismos decreció desde aproximadamente seis mil indi-
viduos por kilómetro cuadrado, a menos de cien. Se estima
que actualmente la población total de la especie en vida

35
libre es menor a mil; algunos investigadores incluso han
determinado que no quedan más de un par de decenas.
Lo que es seguro es que su extinción es inminente y, a
menos que se tomen acciones concretas para su conser-
vación y la de su entorno, la amenaza de que el pequeño
monstruo del pantano mexicano pronto desaparezca por
completo es sumamente seria. Y con ello la humanidad
estaría perdiendo a uno de los seres vivos que más la han
cautivado e intrigado.

36
Bebedores de sangre
En las fauces de los vampiros tropicales

Dependiendo de que tanto se domine el tema de la vampi-


rología, probablemente se tenga la noción de que las criaturas
bebedoras de sangre son originarias de Rumania. Que el mito
sobre el que se sustenta su existencia surgió de creencias gita-
nas —muertos vivientes que abandonan sus tumbas— en com-
binación con la epidemia de rabia que azotó al este de Europa
en la Edad Media. Y que fue Bram Stoker quien incrementó
la leyenda en unos órdenes de magnitud cuando dio vida lit-
eraria al famoso conde Drácula —basándose en la figura del
cruel príncipe de Walakia, Vlad III, mejor conocido como
Vlad Tepes “El empalador”—. El resto se lo debemos a la ma-
gia de la pantalla grande y a innumerables sagas narrativas.
Pero todo esto corresponde al terreno de la fantasía
y, aunque pudiera figurar como material potencial para
nutrir un buen ensayo al respecto, en este caso nos tiene
completamente sin cuidado. Con perdón de los fanáticos
del género, los protagonistas de Entrevista con el vampiro,
Blade y demás descendientes draculianos, no nos podrían
importar menos. Lo que nos atañe son los depredadores ac-

37
tuales que acechan en las penumbras, organismos acéfalos
que persiguen el plasma sanguíneo con ansiedad. Y no, no
estamos hablando de los tiernos murciélagos hematófagos,
que apenas lamen unas cuantas gotas de hemoglobina de
pollos y bovinos distraídos, sino de seres bastante más gro-
tescos. Gusanos esquivos y determinados cuya evolución
los ha llevado a ser capaces de consumir hasta siete veces
su peso en sangre. Nosferatu sí existe pero es invertebrado.
Nos referimos al grupo de las sanguijuelas: los verdaderos
vampiros del trópico.
Para cualquiera que haya recorrido los bosques húmedos
del planeta el asunto es tema conocido. Un día inmerso en
la vegetación es suficiente para comprobar que los vampiros
no sólo son reales, sino que su ataque resulta prácticamente
imposible de evitar. A diferencia de los seres mitológicos,
estos bebedores de sangre son diurnos y el hecho de que
no puedan volar no los hace ni remotamente menos hábiles
para alcanzar a su presa. El calor del cuerpo y el olor del
plasma guían sus pasos ciegos a través de la selva. El ham-
bre los enloquece hasta el punto de llegar a la esquizofre-
nia. Su cuerpo flexible y elástico les permite deformar su
contorno y escurrirse por las aberturas más efímeras. No
importa que tan ceñido se lleve el calcetín por encima del
pantalón o que tan convincente haya resultado la publi-
cidad de esas calcetas antisangijuelas, al final de la jornada
invariablemente se descubrirá que varios bultos negros
han penetrado las capas protectoras con éxito y succionan
con desespero la carne. Y, por si quedara duda, la escena
no tiene nada de agradable. Menos aún si los enemigos
gelatinosos consiguieron abrirse paso hasta las zonas más
sensibles de la anatomía y se alojan dentro de alguno de los

38
orificios corporales. Sabido es que en Borneo, por ejemplo,
la rotunda sanguijuela de siete ojos muestra predilección
marcada por cavidades oscuras, su idea de merienda per-
fecta consiste en sentarse a la mesa dentro de una nariz,
boca, oreja o ano.
El naturalista experimentado estará al tanto de que es
mejor esperar pacientemente a que los intrusos terminen su
platillo, lo que puede llevar poco más de una hora, o se corre
el riesgo de contraer enfermedades incurables. Sucede que
las sanguijuelas están equipadas con varias hileras de dien-
tes y una ventosa bucal sumamente potente que, una vez
anclada sobre la piel, las hace prácticamente imposibles
de arrancar. Se aferran a la dermis con tal ímpetu que, in-
tentar retirarlas por la fuerza, invariablemente conllevará a
que se desagarre el tejido de la víctima. Momento en el que
puede suceder una de estas tres opciones nefastas:
1) El gusano vomita dentro de la herida, vertiendo,
junto con la sangre a media digestión, patógenos
que pueden figurar como vectores de enferme-
dades terribles.
2) Debido al forcejeo, el cuerpo del gusano se troza
en dos. La fracción correspondiente a sus estructuras
bucales se queda dentro de la herida incrementando
la amenaza de infecciones cruentas.
3) El anticoagulante presente en la saliva del animal
ocasiona que la herida no sane hasta varios días
después. Lo que en climas húmedos y calientes repre-
senta una situación nada idílica.
Así que ni hablar, la mejor estrategia, si es que se
pretende salir ileso del encuentro, es aguardar a que los
vampiros sacien su apetito. El antes pequeño y delgado ser

39
terminará del tamaño de una berenjena. Hinchado por
la sangre que ha deglutido, se dejará caer al piso cual boa
empachada y sobre la piel del afectado sólo quedará una
especie de chupetón como testigo del banquete. Otra op-
ción es espolvorear sobre ellos tabaco o pasta de dientes —el
análogo al ajo y los crucifijos para los vampiros de las nove-
las— sin embargo, existe la posibilidad de que esto ofenda
sus entrañas y ocasione el temido vómito.

***
Las sanguijuelas, o hirudíneos para los biólogos, son gusanos
anélidos de cuerpo plano y segmentado. Poseen dos cora-
zones, su respiración es cutánea y son hermafroditas. Habitan
en cuerpos de agua dulce y salada, medios terrestres y el dosel
forestal. El tamaño del cuerpo oscila entre 10mm, en el caso de
las especies más pequeñas, y hasta 20cm para las más grandes.
Se ha estimado que los representantes más longevos podrían
superar los veintisiete años de edad.
No todos los miembros del grupo son vampiros. De
hecho, de las más de seiscientas especies reportadas a nivel
mundial, sólo una pequeña fracción se ha especializado
para alimentarse únicamente de fluido sanguíneo. De las
que forman parte de este grupo, las terrestres son, sin duda,
las más voraces. Sus detectores químicos les permiten iden-
tificar una posible víctima a varios kilómetros de distancia.
Después, utilizando un radar infrarrojo, escanean la ve-
getación y localizan el calor del cuerpo. Se desplazan, en-
tonces, realizando péndulos graciosos sobre su propio eje
—movimiento que recuerda al de esos resortes con los que
se jugaba en los años ochenta— y se detienen a olfatear.
Analizan el entorno. Recogen el rastro de sangre y se abren

40
paso desenfrenadamente hasta alcanzar la fuente de su de-
voción. Una vez que lo consiguen, se adhieren al cuerpo
con fuerza. En su saliva se encuentran presentes sustancias
anestésicas que evitan que el dolor de la mordida sea de-
tectado por la incauta presa, así como anticoagulantes que
facilitan el flujo continuo del preciado líquido que corre
por las venas. Abren un boquete en la carne con sus cuchi-
llas afiladas y el resto es historia ya conocida.
Probablemente la especie más emblemática sea Hirudo
medicinalis, cuyo nombre científico revela su identidad. El
empleo terapéutico de estas criaturas se remonta a hace
más de tres mil años. En la Grecia de Sócrates se utilizaban
con regularidad para realizar sangrías —durante las cuales
la sangre del paciente era extraída por numerosas sangui-
juelas dispuestas sobre la espalda— y se afirmaba que con
tal acción se podían curar males de toda índole, desde
hipertensión hasta enfermedades mentales. Posterior-
mente la especie continuó figurando como una herramienta
común en la práctica médica transcultural. Hasta el siglo
XIX no era extraño encontrar especímenes vivos en los
anaqueles de farmacias europeas. Actualmente se recurre a
estos vampiros invertebrados, sobre todo en cirugía plástica
y reconstructiva, para incrementar el flujo sanguíneo hacia
los apéndices transplantados, evitar que se bloque la cir-
culación, fomentar que se conecten los vasos sanguíneos y
contrarrestar la necrosis del tejido.
Con toda seguridad el vampiro tropical más temible
es la sanguijuela T-Rex del Amazonas, Tyrannobdella rex.
Descubierta en el 2007, en las selvas del Perú, esta espe-
cie ostenta los dientes más grandes del género. Aunque su
tamaño no es colosal, raramente superan los seis centí-

41
metros de longitud, su afición particular por albergarse
dentro de los huecos corporales de mamíferos las convierte
en pesadillas propias de las películas de David Cronenberg.

***
El método más sencillo para comprobar qué tantos vampiros
rondan en la floresta es el siguiente: primero se localiza un cla-
ro en la selva, se toma asiento sobre un tronco o una piedra y
se remueven las botas. Después, utilizando la navaja de bolsillo,
se realiza una pequeña incisión sobre el tejido para que escurra
un poco de sangre, no necesita ser muy profunda, unas cuantas
gotas bastan. Luego se aguarda por unos minutos.
Pronto comenzarán a notarse pequeños movimientos
sobre el sustrato, sacudidas sutiles entre las hojas, desplaza-
mientos furtivos en la espesura. Al cabo de unos segundos
las siluetas empezarán a tomar forma. Sus contornos pla-
nos abriéndose paso hacia uno a través de movimientos
pendulares. Se debe contar entonces cuántas sanguijuelas
hay presentes por metro cuadrado y después multiplicar
este resultado por el área bajo inspección. Así se tendrá un
estimado de la cantidad total de depredadores que acechan
el plasma sanguíneo escondidos entre las sombras.
Finalmente, si es que se desea experimentar en carne
propia el desenlace del ataque, habrá que permanecer estoi-
co ante el embiste invertebrado. Si no es así, será imperante
calzar las botas de inmediato y salir corriendo tan rápido
como sea posible.

42
Secuestr adores de mentes
Parásitos que controlan la voluntad

Pocas cosas en el mundo viviente resultan más enervantes


que los parásitos. Organismos turbadores cuya evolución
los ha llevado a tenerse que valer de otros organismos para
poder subsistir. Entes que violan la intimidad anatómica
de otros entes. Polizontes corporales que se multiplican ávi-
damente dentro de alguna cavidad abdominal que no les
pertenece. La fisiología irrumpida por seres invasores que
allanan el metabolismo ajeno para sus propios menesteres:
los órganos del prójimo usurpados en busca de sustento,
cobijo y un medio para la propagación de la especie.
Entre los más conocidos y que atormentan al Homo
sapiens están los famosos oxiuros, Enterobius vermicularis,
lombrices que depositan sus huevos urticantes sobre los
glúteos de su hospedero; mismos que incitan al acto de
rascado, aumentando la posibilidad de ser recogidos por
la mano del susodicho y así pasados a otras víctimas po-
tenciales a través de alimentos o utensilios de cocina de
lesa higiene. O las filarias, Wuchereria bancrofti y Brugai ma-

43
layi, que producen una brutal inflamación de los tejidos
denominada elefantiasis: acumulación de una gran canti-
dad de líquido linfático en las zonas bajas de cuerpo, que
desfigura de manera rotunda las extremidades y testículos
de los pacientes afectados. También hay los que migran a
los ojos y producen ceguera infecciosa, como la Onchocera
volvulus o Loa loa, que se trasmiten por la picadura de mos-
cas y tábanos. Y no podríamos omitir en esta breve lista al
Plasmodium, causante de la malaria y responsable de cientos
de miles de muertes anualmente; al Trypanosoma gambien-
sis, que ocasiona la “enfermedad del sueño” de la temida
mosca tse-tse; y al Trypanosoma cruzi, de la enfermedad de
Chagas, trasmitida por la aberrante chinche besucona.
Existen decenas de miles de especies parasíticas, tenias,
protozoarios, hongos, virus, insectos y gusanos cuya condición
existencial se basa en tomar como rehén el cuerpo de algún
miembro de un grupo zoológico específico y utilizarlo como
morada. De hecho, no son escasos los ecosistemas en los
que la abundancia total de parásitos, tanto en número como
en biomasa, supera a la del resto de individuos. No llegaría
tan lejos como para declarar que los parásitos dominan el
planeta, pero de que tienen una inferencia marcada sobre
el comportamiento y evolución de una buena fracción del
inventario faunístico no hay duda alguna.
De toda esta vasta diversidad, definitivamente los ejem-
plares que resultan más perturbadores son los que, para
lograr sus fines de supervivencia y perpetuarse, manipulan
la voluntad de su hospedero y alteran drásticamente su con-
ducta habitual. Valiéndose de proteínas y neurotransmisores
que introducen en el cerebro del desafortunado, reescriben
sus pautas instintivas, secuestran su mente y aniquilan su

44
libre albedrío; en los casos más extremos, castran quími-
camente a la víctima, cambiando sus atributos físicos de
manera rotunda o atentando contra la vida del infestado,
pues en su muerte está la clave que necesita el parásito para
continuar con su plan y alcanzar la siguiente etapa de su ci-
clo de vida. Y no, no nos estamos refiriendo al grotesco cis-
ticerco, cuya calcificación dentro del cerebro puede devenir
en alucinaciones y arranques convulsivos, sino a invasores
mucho más maquiavélicos. Intrusos difíciles de detectar y
que cuentan con la capacidad de convertir, a los individuos
que les dan posada, en sus títeres.
Los zombis existen, pero no son producto de la magia
negra o el vudú, sino de una serie de criaturas invertebra-
das tan siniestras como fascinantes. Pesadillas biológicas,
delirios taxonómicos con el don de ejercer un control
neuronal fino sobre sus anfitriones, lo que impulsa a estos
últimos a cometer actos que de otra manera serían incon-
cebibles para el animal en cuestión. Parásitos con ciclos de
vida desquiciados, que en muchas ocasiones involucran a
una serie de hospederos de diferentes tipos de fauna para
sus distintas fases de desarrollo, transformando así a los
anfitriones en meros transportes que el usurpador manio-
bra a placer para continuar con su desplazamiento vital.
Historias de manipulación cerebral funestas y encantado-
ras, dignas de película de terror coreana o cuento de H.P.
Lovecraft, mucho más comunes en la floresta de lo que se
podría suponer. Aquí algunas de estas historias.

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Ophinocordyceps unilaterales: el hongo que esclaviza a
las hormigas

Este hongo que invade a hormigas de distintas especies,


accede a sus victimas a través de esporas microscópicas.
Una vez dentro, crece desarrollando filamentos que toman
el control de su hospedero. Después, en contra del más
básico instinto de supervivencia por parte de su anfitriona,
la obliga a engullir fragmentos de hojas venenosas. Cuando
ésta se encuentra convaleciente, el hongo la fuerza a que
se ancle sobre la vegetación cercana, manejándola como
un títere para que gane altura y así las esporas alcancen
el radio más extenso posible. También puede suceder que
otras hormigas encuentren a su compañera en mal estado
y la transporten de vuelta a la seguridad del nido. Da igual,
el propósito del parásito es aproximarse lo más posible a
nuevas víctimas potenciales. Por fuera pareciera que se
trata tan sólo de una hormiga muerta, pero en realidad
es una bomba de tiempo. Al interior del exoesqueleto del
insecto, el hongo está gestando un estructura reproductiva
alargada, que al poco tiempo saldrá expulsada, atravesando
la cabeza de la víctima y liberando esporas que infectarán
a más hormigas.

Leucochloridium paradoxum: el gusano que desquicia


a los caracoles

Este parásito se reproduce dentro del aparato digestivo de


distintas aves. Las larvas son expulsadas a través del excre-
mento del pájaro infestado y aterrizan sobre el follaje. El
parásito pasa a su siguiente fase cuando un caracol se traga
la larva, junto con su alimento vegetal, y ésta posteriormente

46
toma el control del molusco. Secuestra su mente manipu-
lándola para que abandone la seguridad de su guarida y
trepe hasta las copas de lo árboles, sitio en el que aumenta
la probabilidad de que alguna ave lo atrape y así el gusano
pueda completar su ciclo de vida. Sin embargo, para no dejar
la cuestión a la suerte, el parásito realiza uno de los actos
con apariencia más extravagante dentro del reino animal: se
interna dentro de los tentáculos oculares del caracol, los in-
flama y hace que se vean como espirales coloridas, señuelo
que atrae a las aves... El resto es historia conocida.

Spinochordodes tellinii: el gusano de los grillos suicidas

La diminuta larva del gusano gordiano entra en sus vícti-


mas, grillos de especies variadas, por medio de su aparato
digestivo. Dentro de ellos se desarrolla apaciblemente, ro-
bando el alimento que consume el infestado para así pasar
del estado larvario a la etapa adulta: un gusano delgado y
largo como un cabello, que puede rebasar los diez centí-
metros de longitud. Este parásito sólo puede reproducirse
dentro del agua, así que cuando llega el momento de bus-
car pareja, el gusano secreta unas proteínas que confunden
la mente de su anfitrión y lo hacen comportarse errática-
mente. Cuando el grillo se aproxima a cuerpos de agua,
el parásito lo empuja a que salte dentro del líquido y se
suicide. Una vez dentro del líquido, el gusano escapa del
cadáver de su hospedero y se reproduce. Los grillos para-
sitados no son la excepción en su entorno, algunos autores
japoneses han reportado que existen sistemas cercanos a
riachuelos donde los grillos ahogados constituyen más del
sesenta por ciento del alimento de los peces locales.

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Avispas que convierten en zombis a diferentes artrópodos

Pareciera que los himenópteros han perfeccionado el arte de


crear muertos vivientes, pues los casos de avispas parasíticas
que se valen de algún artrópodo zombie para multiplicarse
no son raros. El Dinacampus coccinellae, por ejemplo, uti-
liza a las catarinas como incubadora. Introduce en éstas
su afilado aguijón para depositar un huevo y una serie de
químicos que toman control del insecto moteado. Durante
algunos días la catarina actúa normalmente, ignorando por
completo que el alimento que consume en realidad está
nutriendo a la larva de la avispa que se encuentra en su in-
terior. Cuando la larva llega a su desarrollo óptimo, emerge
de la catarina pero sin matarla y forma una crisálida bajo el
contorno del insecto. Los químicos entonces transforman
a la infectada en un zombi que cuidará de la crisálida hasta
que la avispa alcance la etapa adulta.
Algo similar sucede en el caso de Hymenoepimecis arggyra-
phaga, una avispa que emplea a una araña en lugar de una
catarina. Mamá avispa pega su huevo sobre el vientre de
la araña, cuando la larva eclosiona hace tres orificios en el
abdomen de la víctima, succiona su sangre y la convierte
en zombie. Cuando la larva llega a su tamaño máximo,
la araña deshace su telaraña habitual para tejer una nueva
y diferente, una estructura especial que ninguna araña en
su sano juicio erigiría y cuya única función es mantener a
salvo a la crisálida de la avispa hasta llegar a la etapa adulta.
Existen también avispas parasíticas que utilizan orugas,
otras prefieren escarabajos y algunas más se inclinan por
las moscas.

48
***
La lista de víctimas de estos abductores de mentes podría
extenderse ampliamente: ranas que son obligadas a rebotar
panza arriba sobre la orilla de los lagos, comportándose bási-
camente como carnada viviente para que una serpiente —el
siguiente hospedero que necesita el parásito— se las coma;
o peces cuyos secuestradores los empujan a saltar fuera del
agua, siendo así presa fácil para aves marinas. En algunos
casos los parásitos no sólo afectan a un individuo aislado
sino a un conjunto de ejemplares, modificando la con-
ducta de todo un grupo. Tal es el caso de la planaria, que
ataca a los diminutos camarones de agua dulce conocidos
como artemia, cambiándoles el color, de trasparente a rojo
brillante, además de obligarlos a nadar en grupos nutridos,
cuando por lo general son organismos más bien solitarios.
Sobra decir que estas nubes difusas de camarones color rojo
brillante aumentan la probabilidad de que un flamenco se las
coma y así el parásito sea capaz de completar su ciclo de vida.
¿Es posible que el Homo sapiens se encuentre exento de
ser presa de la manipulación mental parasítica? ¿O acaso
existe algún organismo que secuestre nuestra mente y con-
trole nuestras acciones?
La respuesta es sobrecogedora y la encontramos en un
Protozoario llamado Toxoplasma gondii. Éste es un parásito
unicelular que se alberga en los gatos domésticos y que es
responsable de la infame toxoplasmosis congénita, infec-
ción que puede llegar a causar la muerte intrauterina del
feto, en caso de infectar a mujeres embarazadas, o producir
afecciones graves que se manifestarán a lo largo de la vida
de la criatura en gestación. Dicho parásito tiene como pri-
mer hospedero a la rata común y es en ésta donde realiza su

49
manipulación neuronal más severa. Afecta específicamente
el área sensorial encargada del olfato, intercambiando el mie-
do habitual que muestran los roedores ante la orina de gato
por un desplante francamente erótico. Así, la rata afectada
lejos de huir ante la presencia de feromonas felinas se res-
triega, casi extasiada, sobre las vetas donde detecta el olor
en cuestión. No hace falta mencionar que esto aumenta las
probabilidades de que un gato se la coma y así el parásito
alcance al siguiente organismo dentro de su ciclo de vida.
En el interior del gato el parásito se multiplica y libera, a
través de las heces fecales, los llamados ooquistes que infec-
tarán a otras ratas.
Los humanos nos podemos llegar a contagiar al in-
gerir de manera accidental estos ooquistes, ya sea por te-
ner prácticas alimenticias de lesa higiene o por consumir
carne cruda contaminada. Las mujeres embarazadas y
sus productos en gestación no son los únicos afectados:
los pacientes inmunodeprimidos, como aquéllos que
padecen sida o lupus, pueden sufrir males transitorios
como mononucleosis, inflamación de ganglios linfáticos,
fiebre, inflamación del hígado y en casos más agudos en-
fermedades del tejido conectivo.
Aunque por lo general pasan desapercibidos, por
tratarse de cuadros asintomáticos, se calcula que actual-
mente un tercio de la población mundial aloja toxoplasmas
de este tipo dentro de sus cerebros. Es decir, una de cada
tres personas los tiene; figura alarmante por sí misma, que
en tiempos recientes se ha tornado más apremiante pues al-
gunas investigaciones comienzan a relacionar su incidencia
con cuadros de esquizofrenia, distintas patologías sexuales
y depresiones clínicas.

50
Para finalizar sería pertinente revalorar la cuestión de
si los parásitos dominan o no el planeta. No los organismos
como tales, sino su estrategia evolutiva. Como argumento
se podría decir que no existe ser vivo que no cuente con,
al menos, una especie que lo parasite y que incluso, en
muchos casos, tenga una influencia directa sobre el tama-
ño de su población. Quizás no siempre a través de métodos
tan drásticos como la manipulación mental, pero en defini-
tiva causando un impacto determinante sobre la ecología
en sentido amplio. Visto de esta manera quizás habría que
cuestionarse varias de nuestras suposiciones relacionadas
con la biología; sin ir más lejos, en estudios recientes, se ha
identificado que algunos de los parásitos secuestradores de
mentes a su vez son controlados por un virus. Lo cual torna
el asunto en algo bastante más complicado y trae a cuenta
nuevamente las ideas de Richard Dawkins sobre el feno-
tipo extendido y el famoso gen egoísta, pues ni siquiera
podemos asegurar que sean únicamente los genes propios
los que se estén perpetuando al propagar la especie.

51
Divagación sobre la medusa
La vida llevada a su extremo más gelatinoso

Con referencia a las medusas no estoy seguro de qué descrip-


ción me parece más acertada: membrana semiconsciente que
flota a la deriva o jalea dolorosa que insinúa una inteligen-
cia incomprendida. No lo sé. Posiblemente ambas propuestas
sean al final parcas o pretenciosas. Por lo menos ambiguas. Sin
mencionar que dejan de lado el aspecto anatómico, porque
habrá que reconocer que estos frágiles organismos poseen el
más alto grado estético. Pero la verdad es que no soy poeta,
ni pretendo serlo. Basta observar los sumamente variados y
siempre enigmáticos contornos de las medusas con atención
para concluir que todo intento por emular su sutil compleji-
dad en lenguaje figurado será fallido.
Entonces, ¿cómo rasgar su superficie extravagante
y amorfa? ¿De qué otra forma, que no sea la monografía
científica, podemos aproximarnos a ellas? No tengo idea.
Sin embargo, habrá que hacer un intento, pues no queda
duda de que son demasiado llamativas.

53
Más propias del espacio sideral que de las aguas oceáni-
cas, las emblemáticas y conspicuas medusas son parte de la
fracción animal en la que la evolución pareció sufrir de alu-
cinaciones febriles. Poseen la gracia única de la ingravidez y,
estructuradas bajo las normas propias de la simetría radial,
viven absolutamente ajenas a las condiciones que rigen al
tetrápodo promedio. Demarcadas del medio marino úni-
camente por una cutícula aguada y transparente, bien po-
drían ser definidas por su propio estado de agregación de la
materia: algo entre el plasma y el coloide. Digamos simple-
mente, para no caer en lirismos excesivos, que representan
la vida llevada a su extremo más gelatinoso.
Frágiles, inquietantes, de colores estridentes y natu-
raleza hipnotizadora han sido arrastradas por la corriente
desde tiempos remotos, fascinando a todo aquél que po-
sea conciencia. No es casualidad que Werner Herzog haya
elegido sus siluetas ameboideas para dar fundamento a su
evocativa película The Wild Blue Yonder y que numerosos
escritores hayan recurrido a sus particularidades dentro de
sus textos. Uno de los ejemplos más celebres es el cuento
La aventura de la melena de león del gran maestro de la novela
negra Sir Arthur Conan Doyle. En este relato el famoso
detective heroinómano y violinista aficionado, Sherlock
Holmes, resuelve la misteriosa muerte de un eminente pro-
fesor a las orillas de una laguna al concluir que el asesino
no ha sido otro que una gran medusa.
Resulta paradójico que las medusas sean tan singulares,
porque, al menos en términos de biomasa, prácticamente
no existen. Al estar conformadas casi en su totalidad por
agua, hasta en un noventa y seis por ciento, pertenecen
más al medio líquido que las rodea que a ellas mismas.

54
Sin embargo, el escaso material filamentoso que las con-
forma es suficiente para dar vida a un ser de preciosidad
tal que sólo un insensato no alcanzaría a apreciar de lleno
su traslúcida belleza.
Se podría llegar a pensar que las medusas no se mueven
más que por la fuerza del oleaje y que flotan inútilmente a
merced de su entorno. No obstante, tal conjetura no sólo
es completamente falaz sino propia de un bípedo con no-
ciones muy limitadas de mecanismos de desplazamiento
animal y que considera la locomoción por medio de apén-
dices como la única opción existente. Lejos de carecer de la
capacidad de desplazamiento autónomo, las medusas pueden
navegar a placer en todas las direcciones posibles de la gráfica
marina. Contrayendo su cuerpo rítmicamente se propul-
san por medio de la eyección de un chorro definido de
líquido. Como si se tratara de globos hidrostáticos que se
hincharan de agua, surcan el mar en busca de alimento y
rompen de golpe el espejismo de su falta de libre albedrío.
La grácil y siempre sutil medusa podría sugerir quizás,
para el iletrado en zoología, inocencia y carencia de inten-
ción alguna. Sin embargo, la realidad es que todas ellas son
feroces depredadores. Utilizando sus delicados tentáculos
cargados de veneno envuelven a su presa en un abrazo tóxi-
co que la aniquila en cuestión de segundos. Posteriormente,
sin soltar el agarre fatídico, se llevan el cadáver con fervor
hacia la boca y lo engullen con devoción. Así es, por sorpre-
sivo que pudiera parecer para el naturalista inexperto, las
medusas poseen boca, tracto digestivo y ano.
Son los mismos tentáculos que emplean para la cacería,
los que les han conferido una fama pésima entre los bañis-
tas. Apenas un ligero roce con sus extensiones de tegumento

55
es suficiente para que la piel sufra una irritación dolorosa
que —dependiendo de la especie, el grado y tiempo de ex-
posición— podrá ir desde una simple herida superficial has-
ta una quemadura parecida a la del ácido. Situación que, se
afirma, sólo puede ser aliviada aplicando urea; es decir, por
medio de orina ajena. Las huellas del contacto quedarán
tatuadas sobre la dermis del incauto durante largo tiem-
po, en situaciones extremas es posible que perduren por
el resto de la vida. Claro que todo lo anterior asumiendo
que uno haya sobrevivido al encuentro, porque, aunque
no sucede con regularidad, el contacto puede llegar a ser
mortal. La terrible picadura de la avispa de mar, Chironex
flecheri, tiene la capacidad de terminar con la vida de un
humano adulto en cuestión de minutos. Y en ocasiones
la exposición a los filamentos de la temida fragata portu-
guesa, Physalia physalis, que pueden rebasar los seis metros
de largo, también resulta mortal.

***
Su complejo y extraño ciclo de vida figuró por muchos
años como un rompecabezas biológico irresoluble. La
razón de esto es que la medusa representa tan sólo una
etapa dentro de un patrón complejo de existencia, una de
las manifestaciones temporales de un ser que cuenta con
dos fases anatómicas distintas. Una sésil —fija en el sus-
trato— llamada pólipo, que no es otra cosa que las bien
conocidas anémonas, y otra de movimiento libre, denomi-
nada medusa. Generación tras generación, el organismo va
cambiando entre estas dos morfologías, pasando a través
de múltiples estados larvarios. Alternando así entre anémo-
nas, que presentan la capacidad de reproducirse asexual-

56
mente por medio de gemación, y medusas, entre las que
hay hembras y machos, y por tanto, un tipo de reproduc-
ción sexual que es más afín a la de los vertebrados.
Tan poco sabían los taxónomos predarwinianos sobre
ellas, que el nombre con el que las describieron y clasifi-
caron sólo hace alusión al estadio de vida libre. Se estima
que existen aproximadamente diez mil especies distintas de
estos seres coloidales (como dato, para tener una referencia,
se han registrado poco más de cuatro mil especies de mamífe-
ros). Habitan en todos los ecosistemas marinos, desde las
aguas tropicales hasta debajo de los hielos polares. Junto
con cangrejos, mejillones y gusanos tubícolas son de los po-
cos organismos que se han encontrado por debajo de los
siete mil metros de profundidad durante las exploraciones
de las trincheras abisales. Algunas especies optan por una
vida solitaria y casi contemplativa, mientras que otras mi-
gran en bancos compuestos por miles de individuos. Pocas
cosas en el mundo silvestre producen más azoro que una
nube difusa de medusas flotando a la deriva, más si uno
se encuentra bajo la superficie y las descubre aproximán-
dose sobre el horizonte acuático para pronto ser devorado
por incontables seres globosos que tapizan el cuadro de
visión en todas direcciones. Es una experiencia digna de
ensoñación opioide que puede ser experimentada, sin riesgo
alguno de por medio, en unas cuantas lagunas salobres de las
islas del Pacífico sur, como Sulawesi y Borneo en Indonesia
o Palau en Micronesia —donde se estima que la población
total alcanza la cifra impresionante de los ocho millones
de ejemplares—. Las especies de medusas que habitan en
dichas lagunas son completamente inofensivas, por lo que
permiten la posibilidad remota de inmersión y contacto

57
sin necesidad de protección. Pero basta de evocar vivencias
distantes, mejor concentrémonos en mencionar algunos de
los integrantes más llamativos del phylum: Cnidaria.
La imponente medusa melena de león del ártico, Cya-
nea capillata, probablemente sea el representante de mayor
tamaño dentro del grupo (hago énfasis en probablemente
pues una gran parte del océano queda aún por explorar).
Esta descomunal medusa rebasa con regularidad los ciento
cincuenta kilogramos de peso y exhibe tentáculos de más
de diez metros de largo. Aunque se afirma que existen
ejemplares con tentáculos que alcanzan los sesenta metros
de longitud, el individuo más grande jamás comprobado
apareció en las costas de Massachusetts en 1870 y se re-
portó que su colosal cuerpo medía dos metros de diámetro
con tentáculos que sobrepasaban los treinta y cinco metros
de extensión.
En contraste, la diminuta medusa irukandji, Carukia
barnesi, que habita en las aguas del norte de Australia, tiene
un cuerpo traslúcido que rara vez supera el centímetro de
diámetro. Pero no nos dejemos engañar por su modesto
tamaño, pues cuenta con un veneno sumamente potente
que opaca al de las cobras por varios órdenes de magnitud.
Su acción desencadena el denominado “síndrome Iru-
kandji”, que inicia con un trepidante aumento de la pre-
sión sanguínea que tiene como posibles consecuencias:
derrame cerebral, paro cardiaco o parálisis. Se le ha dado
el “honorable” título de: “El animal más pequeño capaz de
matar a un ser humano”.
Hay también las que cuentan con capacidades biolu-
miniscentes, como Pelagia noctiluca, cuya luz autogestiva es
empleada para defenderse, cazar o comunicarse con sus

58
pares. Existen también las que cambian de color y domi-
nan a la perfección el arte de la invisibilidad; o bien, las que
se aventuran a sacar los tentáculos fuera del agua para cazar
algún animal propio de la superficie.
Pero, sin duda alguna, la más enigmática es la llamada
medusa inmortal, Turritopsis nutricola, único representante
conocido de la fauna capaz de revertir el reloj biológico y
hacerlo marchar hacia atrás. Es decir, una vez que ha al-
canzado la etapa adulta puede regresar a una versión más
joven de sí misma. En momentos de crisis esta medusa se co-
loca sobre el sustrato y, por medio de la transdiferenciación
celular, modifica sus estructuras devolviéndolas a estados
menos especializados o definidos (células primigenias plu-
ripotenciales que posteriormente pueden ser transformadas
en cualquier tipo de tejido que se precise). Retrocede así en
la escala morfológica y adopta la manifestación temprana
de pólipo. Tras lo cual continúa quitada de la pena con su
ciclo vital hasta llegar a una segunda madurez, rejuvenece
nuevamente y alcanza una tercera, y así sucesivamente.
Valiéndose de tal mecanismo este pequeño hidrozoo, que
ronda el medio centímetro de longitud, tiene la posibilidad
de escapar de condiciones adversas —falta de alimento, da-
ños corporales o simple y llanamente de la vejez— y burlar
a la muerte.

***
Cerremos este breve retrato con una declaración gastronómi-
ca. El pueblo japonés es el único que consume medusas como
alimento. Los descendientes del Imperio del sol naciente son
la única nación en la que entrar en un restaurante y or-
denar una sopa de medusa babosa y humeante representa

59
un evento cotidiano. Platillo ingrato y de consistencia in-
cómoda dentro de la boca que, dicho sea de paso, resulta
absolutamente repulsivo para el paladar no entrenado.

60
[ Int e r m e d io]
MONOGRAFÍAS
Fósiles vivientes

No es extraño experimentar un profundo desconcierto la


primera vez que uno se cruza con el término fósil viviente.
Sin duda alguna, el concepto resulta problemático. Contra-
dictorio en el mejor de los casos. Incluso se podría llegar a
decir que falaz. Si nuestra intención fuera ser estrictos con
el lenguaje, podríamos concluir que la expresión carece de
lógica: no puede haber algo muerto que al mismo tiempo
esté vivo. Además de que su significado no es del todo cla-
ro. Pueden suscitarse confusiones graves dado que un fósil
es un remanente petrificado de lo que alguna vez estuvo
vivo. ¿Nos estamos refiriendo a una roca bendecida con
el don del libre albedrío? ¿Acaso proponemos la existencia
de un milagroso mineral animado? Por supuesto que no.
Aunque confieso que sería por demás interesante, dichas
propuestas no tienen ningún sentido.
Es posible que el término se lo debamos, como otros tan-
tos fundamentos biológicos, al buen Darwin; que lo utilizó
cuando hizo mención del ornitorrinco y de un pez pulmona-
do sudamericano, en su exquisito Origen de las especies: “Y en
agua dulce encontramos actualmente algunas de las formas

63
vivas más anómalas que se conocen en el mundo, tal como
el Ornithorhynchus y el Lepidosiren, que, como fósiles, ahora
conectan hasta cierto punto con órdenes que se separaron
ampliamente en la escala natural. Estas formas anómalas se
pueden así llamar los fósiles vivientes”.
Lo que el gran científico inglés quería señalar con tal
sentencia eran las peculiares características que demarcan a
dichos organismos del resto de sus parientes cercanos y que
parecen enlazarlos directamente con grupos taxonómicos
completamente distintos a su estirpe. En el caso del orni-
torrinco: la reproducción por medio de huevo, la presencia
de pico en el rostro y el empleo de veneno como medio de
defensa (así es, por sorprendente que pueda parecer, los
ornitorrincos son venenosos; los machos cuentan con un
espolón en las extremidades posteriores que utilizan para
descargar una toxina poderosa). En el caso del Lepidosiren,
Darwin se estaba refiriendo a la conformación ósea que
estos peces poseen en sus extremidades superiores, que son
similares a las que se observan en los tetrápodos terrestres,
y a la presencia de pulmones.
Pero volviendo al tema en cuestión, desde que el tér-
mino fuera acuñado a mediados del siglo XIX, y a pesar
de su rotunda ambigüedad conceptual, se ha enraizado
con fuerza dentro de la disciplina naturalista. No hace
falta mencionar que los académicos más rigurosos se
crispan al escucharlo; a fin de cuentas, aquello que está
vivo por definición no puede ser un fósil. Pero no sea-
mos tan rancios y demos una oportunidad al juego de
palabras. La verdad es que estamos ante una constricción
lingüística, un atajo comunicativo para designar varios
posibles casos:

64
1) Organismos vivientes que guardan una similitud
estrecha con el registro fósil que los representa. Es
decir, durante un periodo de tiempo geológico ex-
tremadamente largo, aparentemente no han sufrido
mayores cambios morfológicos y/o fisiológicos dentro
de toda la especie. Por ejemplo, los famosos límulos.
2) Organismos que, hasta el momento sorpresivo
del descubrimiento de algunos ejemplares con vida,
sólo se tenía constancia de su existencia a través del
registro fósil. Es decir, especies que se pensaba que
habían dejado de habitar la Tierra en un pasado re-
moto y que, sin embargo, siguen vivas. En ocasiones
referido en la literatura como el Efecto Lázaro, el caso
más conocido es el del celacanto, un pez enorme de
los profundidades oceánicas.
3) Los últimos organismos con vida de grupos taxonómicos
que florecieron millones de años atrás. Especies que
aún pueblan la tierra y que están completamente aisla-
das en términos filogenéticos del resto de seres vivos.
Es decir, son los últimos representantes de árboles
genealógicos que se conocen principalmente por sus
fósiles. Como es el caso de la tuátara de Nueva Zelanda.

Quizás se podría decir que, bajo un escrutinio severo, las


definiciones aquí ofrecidas no atinan a resolver el asunto.
Y no voy a negarlo, pero estamos ante un término biológico
escurridizo que cuenta con múltiples acepciones. Pero de-
jémonos ya de elaboraciones crípticas, aceptemos un poco
de incertidumbre en el campo de estudio y comencemos de
una buena vez con el catálogo de los fósiles vivientes más
representativos de la fauna.

65
Sphenodon punctatus / Sphenodon guntheri

Las tuátaras son reptiles de cuerpo tosco y cabeza grande en-


démicos de las islas vecinas a Nueva Zelanda. En apariencia
son similares a los lagartos —piénsese en una iguana negra—
pero en realidad no están emparentados con estos. Son los
últimos representantes del orden de los rincocéfalos, grupo
que floreció hace aproximadamente 200 millones de años
junto a los dinosaurios. Presentan una cresta espinosa a lo
largo del dorso y no tienen tímpanos. Se alimentan de in-
sectos y otra presas pequeñas. Pueden llegar a medir 25cm
de largo y vivir más de cien años.

66
Latimeria chalumnae / Latimeria menadoensis

Los celacantos son peces carnívoros que pueden llegar a


medir dos metros de largo y rebasar los 90kg de peso. Pre-
sentan aletas lobuladas que se disparan desde su cuerpo
en forma de patas, rasgo por el cual se consideran ances-
tros directos de los vertebrados terrestres. Durante mucho
tiempo se pensó que estaban extintos desde hace más de
65 millones de años; sin embargo, en 1938 se descubrió un
ejemplar vivo en las costas sudafricanas. Ahora se sabe que
existen poblaciones estables en las profundidades marinas
del este africano y cerca de Sulawesi, una isla del archipié-
lago indonesio.

67
Nautilus pompilius

Los nautilos son moluscos cefalópodos conocidos general-


mente por el interior de su concha en forma de espiral (un
ejemplo sublime de la sucesión de Fibonacci en la natu-
raleza). Habitan desde tiempos inmemoriales cerca de los
arrecifes coralinos del Pacífico Sur. Presentan una concha
redonda y lisa de color café claro con bandas blancas que
alcanza los 25cm de diámetro. Por el extremo abierto de la
coraza sobresale la cabeza del organismo con sus noventa
tentáculos sin ventosas. Se desplazan a gran velocidad,
siempre en reversa, propulsándose por medio de la eyec-
ción de un potente chorro de agua. Pueden llegar a vivir
veinte años.

68
Limulus polyphemus

Los límulos son una de las cuatro especies que subsisten ac-
tualmente pertenecientes a la familia de los merostomados,
artrópodos marinos emparentados con los arácnidos que
florecieron hace 400 millones de años. Su duro cuerpo color
gris claro está dividido en una concha dorsal lisa y convexa,
que presenta dos ojos compuestos y cuatro ojos simples,
además de un abdomen con cola en forma de aguja. Cuen-
tan con cinco pares de apéndices caminadores rematados
por tenazas. Viven en el arenal alimentándose de moluscos e
invertebrados y realizan migraciones masivas. Su sangre azul
cobalto contiene amebocitos, células que reaccionan ante las
endotoxinas bacterianas coagulándose.

69
Caenolestes caniventer

Las zarigüeyas musaraña o ratones runchos son pequeños


mamíferos marsupiales característicos de las zonas andinas.
Representan una de las pocas especies aún con vida de la
familia Caenolestidae, que incluye a algunos de los mar-
supiales más pequeños que se conocen. Son de hábitos
nocturnos y crepusculares. Poseen una cola larga y prensil,
diminutos dientes afilados y ojos negros brillantes. Su cuer-
po está cubierto de pelaje grisáceo y denso, que remite al
de las musarañas. Se alimentan principalmente de insec-
tos e invertebrados y, en ocasiones, de crías de roedores.

70
Opisthocomus hoazin

El hoacín, también conocido como guacharaca de agua


o pava hedionda, es un ave sudamericana de distribu-
ción tropical que habita en todos los ramales de los ríos
Amazonas y Orinoco. Se alimenta de hojas y frutos que
descompone en el estómago por medio de fermentación
bacteriana, proceso digestivo similar al de los rumiantes
y único entre las aves. Alcanza una envergadura de 60cm
y su habilidad para volar es limitada. Tiene un plumaje
café pinto, cara desnuda de color azul, ojos rojos y cresta
erguida sobre la cabeza. Es la última especie representativa
de la familia Opisthocomidae.

71
***
Claro está que la lista de fósiles vivientes no se limita a
ejemplares propios de la fauna. Entre los ejemplares bo-
tánicos que podrían ser denominados como tales están el
famoso Ginkgo biloba, las cícadas y el Equisetum, plantas que
salpican las zonas cálidas del planeta desde el reinado de
los dinosaurios y que, desde entonces, no han atravesado
cambios morfológicos o fisiológicos aparentes. También
existen numerosos hongos, bacterias y protozoarios que
podrían ser incluidos dentro del conjunto nominativo,
sin embargo, debido a la naturaleza frágil de los tejidos
de todos estos, no suelen conservarse adecuadamente en
el registro pétreo de épocas geológicas pasadas y por con-
siguiente complican la labor de identificación y estudio.
Concluyamos declarando que si bien se trata de un concep-
to, al menos en términos lingüísticos, un tanto ambiguo, los
organismos mencionados merecen admiración profunda,
pues no todas las especies pueden jactarse de haber supe-
rado durante millones de años las demandas y presiones de
la ardua competencia por la supervivencia cotidiana, y haber
salido airosas de extinciones masivas, cambios drásticos en el
entorno y aún perdurar hasta estos días de violencia cruenta
contra el medio ambiente.

72
Ver tebrados terrestres poco conocidos

¿Qué puede resultar más placentero para el naturalista, tan-


to aficionado como profesional, que el descubrimiento de
nuevos organismos? Más si estos corresponden al grupo de
los vertebrados terrestres. Porque lo cierto es que, al menos
en lo que a invertebrados se refiere, los casos de anatomías
usualmente ignoradas son numerosos. No así cuando se
trata de anfibios, reptiles, aves o mamíferos. Entes de tama-
ño considerable de los que se desconocía previamente su
existencia o, si es que su imagen había sido captada por
el ojo con anterioridad, no se tenía consciencia plena de
aquellos atributos que los tornan tan especiales: rasgos
morfológicos propios, adaptaciones únicas, semblantes pe-
culiares. Especies nuevas para la ciencia o cuya naturaleza
tímida y conductas huidizas las han mantenido alejadas de
la luz pública.
Quizás se trate de zoologías gravemente amenazadas,
como el caso del kakapo o perico nocturno de Nueva Zelanda,
Strigops haboroptilus, cuya población actual se compone de pocas
decenas de individuos que pasan generalmente desapercibidos
para le grueso de la humanidad. También está la posibili-
dad de que se trate de grupos taxonómicos endémicos de

73
una región muy pequeña de la geografía; seres insulares,
como el curioso tarsio de Siau, Tarsius tumbara, cuya área
de distribución total se limita únicamente a un volcán es-
pecífico de una isla recóndita en el archipiélago indonesio.
En fin, los motivos de su carencia de popularidad obe-
decen a razones distintas. Pero todos ellos comparten ser
vertebrados terrestres poco conocidos por la mayoría y estar
entre los organismos más sorprendentes de dicho rubro.

74
Daubentonia madagascariensis

El aye-aye es un lémur oriundo de la isla de Madagascar y


el primate nocturno más grande que existe. Presenta pelaje
revuelto, prominentes ojos amarillos y orejas puntiagudas.
Exhibe un comportamiento alimenticio singular, denomi-
nado forrajeo de percusión: patrulla las copas de los árboles
dando golpecitos sobre las cortezas —de la manera en la que
uno llamaría a una puerta— para comprobar si están hue-
cas y localizar así los canales donde podrían encontrarse sus
posibles presas: larvas de insectos. Cuando localiza una veta
prometedora hace una incisión en la madera utilizando los
colmillos e introduce su dedo medio modificado —alargado
y con uña protuberante— para hurgar en la cavidad. De esta
manera ocupa el mismo nicho ecológico que en otros ecosiste-
mas es propio de los pájaros carpinteros.

75
Hidropotes inermis

El ciervo de agua oriental o ciervo vampiro es un venado de


talla pequeña que habita cerca de los ríos de China y Corea.
No supera el metro de largo y apenas llega a los 14kg de peso.
A pesar de sus dimensiones, es un nadador potente: puede
desplazarse grandes distancias a contracorriente. Su pelaje
suele ser color café claro y no presenta cuernos en ningún
momento de su desarrollo. Salvo durante la época de repro-
ducción, son organismos solitarios y sumamente territoria-
les. Sin duda alguna el rasgo más significativo de esta especie
son los dos colmillos que sobresalen de su boca; dos dientes
alargados y filosos que llegan a medir hasta 8cm y tienen
la particularidad de ser movibles: pueden ser retraídos a la
hora de pastar o dirigidos hacia enfrente ante un embiste. Se
emplean principalmente en los combates por territorio.

76
Cercophitecus hamlyni

El mono búho es un primate de hábitos nocturnos que ronda


las selvas centrales del continente africano, generalmente a
elevaciones superiores a los 1000m de altura. Tiene una cola
gruesa y corta, extremidades fuertes y pelaje que va desde el
color café oscuro jaspeado al negro. Su emblemático rostro
está coronado por dos ojos protuberantes de aguda visión en
la oscuridad —que le confieren su mote—, así como por una
raya de coloración clara que se extiende desde el nacimiento
de la nariz hasta el labio superior. Es de tamaño mediano,
alcanza los 50cm de largo y los 7kg de peso. Se alimenta de
distintos tipos de vegetales y frutas. Son organismos tímidos,
prácticamente desconocidos para la ciencia, cuyos avista-
mientos en vida silvestre son sumamente escasos.

77
Buceros rhinoceros

El cálao rinoceronte es un ave de tamaño grande que habita


en las selvas húmedas del sureste asiático e Indonesia, inclu-
yendo Borneo, Java, Sumatra, Singapur y la península Malaya.
Puede alcanzar los 130cm de alto y rebasar los 3kg de peso
(piénsese en el tamaño aproximado de un cisne pero con el
cuello corto). Presenta la cabeza desnuda en tonos naranja
rojizos con un pico conspicuo y alargado sobre el que se
proyecta una estructura ósea que le brinda su nombre y le
confiere la posibilidad de emitir un sonido profundo. La
coloración característica del plumaje es negra brillante con
vetas blancas. Se alimenta de frutos, bayas, nueces, insectos
y pequeños vertebrados que caza en el dosel forestal. Rara-
mente baja a tierra. Se ha reportado que en cautiverio esta
especie puede superar los 60 años de vida.

78
Tapirus indicus

El tapir malayo es un mamífero herbívoro de semblante


gracioso que habita en la vegetación selvática de Myan-
mar, Tailandia, la península Malaya y Sumatra. Es el único
representante de los tapires que no es propio del continente
americano y, a diferencia del resto de su estirpe, tiene una
coloración adulta divida en dos tonos: blanco y negro (simi-
lar a la de un panda). Cuando son crías exhiben un pelaje
manchado con el fondo negro y conforme crecen las man-
chas se van fusionando entre sí. Poseen trompa sensible,
patas que recuerdan a las del rinoceronte y gustan de pasar
largas horas dentro del agua. Son enormes, pueden llegar
a medir 2.40m de largo y pesar 320kg. Se encuentran en
grave peligro de extinción.

79
***
La lista podría extenderse, por ejemplo, a la rana voladora
de Wallace, Rhacophorus nigropalmatus, que abriendo sus
generosas membranas interdactilares a la manera de un
paracaídas es capaz de planear por el aire a lo largo de de-
cenas de metros; o a la boa de arena de Kenia, Gongylophis
colubrinus, que se desliza por el sustrato del desierto como
si éste fuera un fluido, lo que remite a esos gusanos gigan-
tes del clásico de ciencia ficción Dunas. Pero por ahora
no mencionaremos más. Para cerrar mejor hagamos hin-
capié en el placer de descubrir zoologías, éste es uno de los
puntos fundamentales para conservar el medio silvestre y
los escasos remanentes prístinos de la naturaleza. De otra
manera nos arriesgamos a permanecer para siempre en la
oscuridad con respecto a la existencia de miles de organis-
mos aún desconocidos.

80
[ Se g u nd a par t e]
INVES TIGACIONES ZOOLÓGICAS
La devast ación del pez león
Los arrecifes coralinos bajo la amenaza de un invasor

Recuerdo con claridad la primera vez que fui embrujado por


un pez león. Visitaba un acuario el día de mi cumpleaños
número nueve y, desde que mis ojos descubrieron ese con-
torno arlequín con abanicos en lugar de aletas, me quede pas-
mado. Se trataba de un ser marino como ningún otro que yo
hubiera visto, decenas de proyecciones radiales y espinosas se
disparaban en torno a un cuerpo como de porcelana. Una
especie de puercoespín acuático majestuoso e imponente. Tan
distinto a los de su clase que más que aletas parecía que tuviera
plumas. Sin embargo, lo más hipnotizante de aquel sorpren-
dente ser no era el delicado patrón negro y blanco que lo re-
cubría, sino su forma de permanecer completamente estático
sobre la columna de agua. Suspendido, ingrávido. Tal era su
quietud que bien podría haberse tratado de una alucinación.
Después mi atención cambió por un momento y se centró en
la placa de metal que enmarcaba el cristal, al leerla comprobé
con emoción que la fascinante bestia también era venenosa.
Muchos años después volví a caer presa de aquella em-
blemática criatura, pero, en esta ocasión, dentro de su medio
silvestre. Me encontraba al sur de Cozumel buceando en un

83
barranco oceánico cuando se me presentó la visión: aproxi-
madamente a veinte metros de profundidad me encontré de
frente con dos grandes peces león flotando inmóviles en-
cima de un montículo de corales morados y amarillos. Su
actitud era como la de un sultán sobre su trono. Recorrían
la superficie rugosa del arrecife con la mirada, vigilando rece-
losamente el terreno; daba la sensación de que el área les
pertenecía, que éste era su reino.
Extasiado, me acerqué un poco más. Para mi sorpresa
los peces ni se inmutaron. Simplemente cambiaron de
flanco, rotaron sobre su propio eje y me encararon con aire
altivo. Eran animales impresionantes y, en combinación
con los colores que los rodeaban, casi demasiado bellos. Fue
en ese instante que el guía se aproximó ágilmente por mi lado
derecho y con destreza notable atravesó a uno de ellos con un
arpón. El movimiento fulminante duró apenas unos segun-
dos. Una estocada limpia y certera que traspasó al animal
de lado a lado. Mi ensoñación se desvaneció de golpe. No
tuve tiempo de comprender claramente lo que estaba suce-
diendo. ¿Era posible que en efecto el guía hubiera matado
a uno de los peces? ¿No se suponía que justo debería de ser
al revés?, ¿que la labor del buzo era proteger a la fauna?...
El siguiente pinchazo me sacó de dudas. El guía acababa de
finiquitar al otro pez. Luego los ensartó con precaución en
el fierro y se los llevó a la superficie.
De regreso en la lancha, no pude esconder mi descon-
cierto. Algo molesto le pregunté al guía de qué se había
tratado todo eso. Me contestó que era su modesto esfuerzo
por intentar salvar Cozumel del desastre que azotaba al res-
to del Caribe: la brutal invasión del pez león. No lo sabía
entonces, pero el felino escamoso es el culpable de una de
las peores debacles ecológicas de las que se tienen registro.

84
Los llamados peces león pertenecen a la familia de los
peces escorpión o Scorpanidae, para ser más formales. En
dicha familia se agrupan los nadadores más venenosos del
mundo. Comprende un total de doscientas siete especies
tropicales divididas en veintiséis géneros. La mayoría osten-
tan coloración y anatomía peculiares, con crestas y espinas
prominentes, aletas en forma de abanico y patrones intrinca-
dos. Algunos de sus representantes figuran, sin duda, entre
los organismos marinos más hermosos que existen; y dos de
ellos también se enlistan como los peores invasores de los
que las aguas del nuevo mundo hayan tenido jamás noticia.
Las especies en cuestión son Pterois miles y Pterois voli-
tans, ambas referidas comúnmente como pez león; y debido
a que presentan características biológicas y ecológicas similares
y exhiben comportamientos e impactos sobre el medio seme-
jantes, para fines de este texto no haremos mayor distinción
entre ellas. Sus áreas de distribución natural son suma-
mente extensas, P. miles es originaria del pacífico índico (se
encuentra desde la costa oriental africana hasta Tailandia)
y P. volitnas es oriunda de los mares indonesios (se halla
desde Corea hasta Australia).
Llegan a medir entre treinta y cuarenta centímetros de
largo y a pesar poco más de un kilo. Su esperanza de vida
ronda los quince años de edad. Habitan a lo largo de toda
la columna de agua, bajando en ocasiones a profundidades
mayores a trescientos metros y se les ha encontrado en di-
versos hábitats marinos que incluyen: arrecifes de coral,
manglares, pastos de algas, zonas rocosas, naufragios y are-
nales. Son territoriales, eligen una cueva o grieta como mo-
rada y claman un área a su alrededor para sí mismos. Desde
los años cincuenta figuran como una de las especies más
populares dentro del mundo de la acuicultura. Quizás en

85
parte porque son organismos resistentes y toleran cambios
en la salinidad, se han adecuado fácilmente al cautiverio.
Es común encontrarlos en acuarios y tiendas de mascotas,
y son un clásico de las peceras de restaurantes, hoteles y
películas de yakuzas.
Cuentan con dieciocho espinas venenosas repartidas
alrededor del cuerpo que utilizan como método de defensa.
La toxina que inyectan es poderosa, aunque no resulta letal
para el ser humano, aquéllos que han sufrido su picadura
describen el dolor como uno de los más agudos asociados
al reino marino; es posible que eclipse al producido por las
rayas e incluso al de las medusas. Chaac Say, un pescador y
guía de turismo de la zona de Punta Allen en la reserva de
Sian Ka’an, Tulum, cuenta que tras la descarga de veneno
en su brazo, éste se hinchó brutalmente por dos días y que
fue tan doloroso su efecto que consideró amputarse la ex-
tremidad. Quizás fuera de contexto esto suene un tanto
exagerado, pero es que los analgésicos no ayudan mucho y
el tormento no cesa de intensidad durante las largas horas
en que se prolonga su efecto.

***
Los peces león son carnívoros generalistas, se alimentan
de una gran cantidad de peces pequeños, crías de peces
grandes, pulpos, calamares, caballitos de mar, langostas,
camarones y otros crustáceos (análisis estomacales han
revelado que consumen más de setenta especies distintas).
Son depredadores voraces y poco selectivos, se comportan
como una especie de aspiradora viviente que succiona la
biodiversidad marina a mansalva; todo organismo que se
ajuste al tamaño de su boca será una merienda viable, con

86
el agravante de que, debido a que se trata de una especie in-
troducida, los animales que devora no lo reconocen como
un depredador potencial y por consiguiente no huyen ante
su presencia. Al contrario, muchos peces pequeños interpre-
tan la silueta espinosa como un posible refugio y se acercan
ingenuamente a su muerte. Se ha comprobado que un solo
ejemplar de pez león puede llegar a consumir hasta veinte
presas en media hora. Y se calcula que en tan sólo cinco
semanas este individuo tiene la capacidad de acabar con
todos los peces juveniles de la cabeza de coral donde habita
y hasta con el noventa por ciento de la fauna local. Tal es su
efecto sobre los ambientes arrecífales caribeños y del Atlán-
tico cálido-templado que ya se considera la peor amenaza
del siglo XXI para dichos ecosistemas.
Si sumamos el apetito insaciable de estas fieras a una
tasa de reproducción muy elevada, entonces comenzamos
a acariciar la punta del iceberg del conflicto y a compren-
der porqué la presencia de estos animales en ambientes
donde resultan exóticos es tan alarmante. Son organismos
de crecimiento rápido, alcanzan la madurez sexual con
apenas un año de vida y desde ese momento cada hem-
bra puede llegar a depositar hasta treinta mil huevos por
puesta. Lo que en condiciones favorables puede suceder
cada cuatro o cinco días, es decir, generan un total de dos
millones de huevos anuales; rasgo que los convierte en con-
tendientes dignos del título de procreador más rápido de la
cuenca del Atlántico occidental.
En su área de distribución natural diversos factores
controlan la población de estas pequeñas bestias, pero en
ecosistemas donde no son nativos tales variables no entran
en la ecuación y la especie atraviesa por una explosión

87
demográfica sin precedentes. Sin depredadores que los
cacen ni parásitos o virus patógenos que los ataquen, sus
números incrementan considerablemente. Se estima que la
densidad de individuos en algunas zonas del gran Caribe es
hasta doscientas veces mayor que en su área de distribución
natural. En las Bahamas, por ejemplo, donde la invasión ha
alcanzado su cota más fulminante, se han reportado cuatro-
cientos ejemplares por hectárea, mientras que en los arrecifes
asiáticos —de donde es oriundo— lo normal es una densidad
de entre doce y veinte individuos para la misma superficie.
El desastre ecológico que implica la invasión está poten-
ciado tremendamente por el estado actual de los arrecifes del
Caribe y Atlántico, los cuales distan mucho de encontrarse
en condiciones óptimas. Se ha observado que algunos tibu-
rones y meros de buen tamaño llegan a comer peces león,
sin embargo, debido a la sobrepesca la presencia de este
tipo de fauna es cada vez más escasa. Lo que ha dejado a
los invasores libres de presión depredadora para colonizar
el nuevo entorno a placer.
Existen distintas teorías sobre cómo se inició la ca-
tástrofe. La más fundamentada estipula que fue en 1992
cuando los invasores tocaron por primera vez aguas ameri-
canas, posiblemente porque el huracán Andrew, que azotó
la costa sureste de EE.UU., destrozó los tanques de algunos
acuarios provocando que ciertos ejemplares consiguieran
llegar hasta la bahía. También podría ser que unos cuan-
tos individuos fueran liberados de manera voluntaria por
personas irresponsables que los mantenían como masco-
tas y que decidieron estúpidamente devolverlos al mar;
operación denominada posteriormente efecto Nemo. A
lo largo de la historia casos como éste han sucedido con dis-

88
tintas especies, como pitones burmeses, Python bivittatus,
en Florida o camaleones de Jackson, Chamaeleo jacksonii,
en Hawai.
Otra teoría de cómo pudo haber comenzado la inva-
sión propone que el lastre de los barcos juega un papel
fundamental en la diseminación de especies marinas exóti-
cas. Los grandes navíos succionan cantidades industriales
de agua para utilizarla como contrapeso, lo que arrastra
consigo animales de todo tipo y sus huevecillos. El líqui-
do después es transportado dentro de las esclusas de las
embarcaciones y posteriormente liberado a miles de kiló-
metros de distancia. Operación que funge como vector
importante de propagación.
Lo que es seguro es que alrededor de mediados de los
noventa los primeros individuos de pez león comenzaron
a asentarse sobre toda la costa de Florida. Posteriormente
emigraron a las Antillas y de ahí al total del Caribe. Hoy
en día se encuentran plenamente instalados en numerosos
países que incluyen: Estados Unidos, México, Aruba, Baha-
mas, Bermudas, Honduras, Costa Rica, Panamá, Nicaragua,
Cuba, Colombia, Venezuela y el resto de las Antillas mayores.
Y se pronostica que pronto alcancen Guyana, Surinam y Brasil.
En México se ha registrado su presencia en toda la Riviera
Maya, no obstante, aún no penetran en el golfo por com-
pleto, por lo que todavía se podría albergar la esperanza de
frenar, al menos un poco, su rotundo avance.

***
La tercera vez que observé nadar el perfil puntiagudo y mar-
moleado de un pez león, ya no me dejé embelesar por su
figura. Era consciente de que bajo aquel sugestivo disfraz se

89
escondía una pesadilla biológica, que sus delicadas aletas
en forma de pluma resguardaban espinas venenosas y que
la aparente pasividad inmóvil del organismo era tan sólo
un espejismo.
De nuevo me encontraba cerca de Punta Allen, Quin-
tana Roo, pero ahora acompañando a algunos integrantes
del World Lionfish Hunters Association a una cacería sub-
acuática. Bueno, en realidad yo sólo iba a ser capaz de
presenciar la primera parte de la inmersión, pues se de-
bía descender a profundidades bastante mayores que los
treinta metros; para lo cual es necesario contar con equipo
y entrenamiento especializado, de los cuales yo adolecía en
aquel momento.
Saltamos al agua. Los cazadores acomodaron sus ar-
mas: arpones, tridentes, guantes, linternas, redes y botes,
y ayudados por rebreathers —tanques diseñados para recircu-
lar el aire que uno expulsa eliminando el CO2— y turbinas
propulsoras se enfilaron hacia el abismo. Su plan de buceo
involucraba alcanzar los setenta metros de profundidad y
después ir subiendo lentamente, realizando transectos para
eliminar a todo pez león que se cruzara en su camino.
Escenas como ésta son cada vez más comunes en todo
lo largo y ancho del mar Caribe y del océano Atlántico que
la especie ha colonizado.

***
Seguramente habrá un par de ecologistas radicales, del
tipo que engruesan las filas de Sea Shepard, que se opon-
gan terminantemente a la medida de cacería del pez león,
argumentando que los animales no tienen la culpa. Y de al-
guna manera podrían tener un poco de razón, las especies

90
introducidas no son directamente responsables de los actos
que cometen; al menos no en principio. Después de todo,
si no fuera por la estupidez humana estos peces no estarían
a miles de kilómetros de su casa ocasionando una debacle
zoológica. Pero menos culpables son todos los organismos
que se ven afectados por la intromisión repentina de este
depredador en ecosistemas de donde no es nativo. Pagan
justos por pecadores y el precio es muy elevado: la extinción.
Así es que, con el perdón de los miembros ortodoxos
de la sociedad protectora de animales, la verdad es que en
el presente caso —al igual que en muchos otros en los que
se ha lidiado con problemas concernientes a especies in-
troducidas, por ejemplo, cabras en isla Guadalupe, sapos
en Vietnam o gatos domésticos en Australia— no queda de
otra más que intervenir y retirar de la ecuación a todos los
ejemplares que sea posible de estos colonizadores exóticos.
Como dice el dicho: “Para situaciones desesperadas, me-
didas desesperadas”. Y lo cierto es que el panorama que
comienza a pintarse sobre las costas invadidas es de cuali-
dades dantescas.
Si todo lo mencionado no es materia suficiente para
asentar el atroz contexto y elevar la sirena de alerta hasta su
máximo grado, exploremos dos de las virtudes más intimi-
dantes del monstruo. Quizás con ello la cuestión de si es
un acto justificable matar al pez león, y hasta cierto grado
necesario, quede resuelta.
La primera de éstas tiene que ver con la tolerancia que
muestra la especie a los cambios en la salinidad del agua. O
para ser más claros, la habilidad que tienen para adecuarse
a distintos entornos acuáticos. Para muchos organismos ma-
rinos la salinidad del agua opera como factor determinante,

91
una especie de frontera abiótica que delimita las zonas en las
cuales pueden o no habitar. Sin embargo, existen algunos para
los que esto no aplica, seres oceánicos con una notoria capaci-
dad de osmorregulación que les posibilita acceder también a
medios salobres y hasta dulceacuícolas. Tal parece ser el caso
del protagonista de esta historia. Recientemente en Florida se
han registrado avistamientos de ejemplares a más de ocho kiló-
metros de la costa, en ambientes de estuarios con salinidades
menores a ocho partes por mil (para referencia la salinidad del
mar es en promedio de treinta y tres partes por mil). Motivo
de preocupación, pues los estuarios, como son las zonas de
manglares, hacen la función de guardería para miles de espe-
cies distintas, son lugares estratégicos donde las crías nacen y
se desarrollan. Esto sugiere que aún no hemos visto lo peor de
la invasión y que pronto el pez león podría estar destruyendo,
además de los arrecifes de coral, uno de los hábitats más im-
portantes del planeta para la biodiversidad marina.
La segunda virtud, tan milagrosa como intimidante, es la
resistencia que estos animales tienen a estar periodos extensos
sin alimento. En condiciones de laboratorio se ha reportado
que después de tres meses de privación total del sustento, los
organismos estudiados apenas perdieron un 10% de su peso
corporal. Hecho que no hace falta explorar más para que
cauce conmoción y ayude a comprender las posibles implica-
ciones funestas a las que llegaríamos si no se hace nada por
eliminar a estas fieras colonizadoras de ciertos ecosistemas.

***
El impacto ecológico ocasionado por la llegada del pez león
a ecosistemas nuevos es, sin duda, el que más perturba a los
biólogos. No obstante, esta pérdida trepidante de biomasa

92
acuática conlleva también otras consecuencias graves; ca-
tástrofes de índole social con repercusiones políticas serias.
Golpes poderosos sobre las actividades mercantiles que
dependen de la fauna regional. Alteraciones del sistema
que ocasionan problemas severos para la subsistencia de
las comunidades costeras y la economía en general. El primer
y más evidente efecto es el que se registra en relación a las
pesquerías locales. Ya sea porque el pez león consume directa-
mente a los juveniles o porque figura como competencia al
eliminar a las posibles presas de otros depredadores; así es
como las poblaciones de numerosas especies importantes
para el mercado se están reduciendo aceleradamente. Lan-
gostas, camarones, cangrejos, lenguados, atunes, robalos,
meros y pargos, por mencionar sólo algunos ejemplos de las
industrias que se están comenzando a colapsar en las áreas
afectadas. Pero quizás aún más apremiante sea la cruenta
situación que comienza a presentarse en miles de pequeños
poblados de pescadores rurales, donde la seguridad alimen-
ticia se está viendo fuertemente truncada. Estas personas
dependen casi exclusivamente de lo que atrapan para poder
sobrevivir y, sin el aporte proteico de los suministros marinos,
su subsistencia es completamente inviable.
Los otros dos efectos mayores sobre la economía son los
que se registran con respecto a las actividades turísticas. Para
ser más específicos, el impacto que el pez león ha tenido so-
bre el buceo y la pesca deportiva. Los antes ricos arrecifes
del gran Caribe están siendo reducidos a páramos semies-
tériles: algunos de los sitios más destacados para el buceo
a nivel mundial han sido despojados de su biodiversidad
y abundancia de criaturas llamativas. La pesca recreativa
de marlín, pez vela, dorado y otras especies se está viendo

93
afectada enormemente. El resultado: miles de turistas cam-
bian la elección de su destino y dejan de inyectar capital
a zonas que no tienen otra forma de ingreso. Hoteles, res-
taurantes, centros de buceo, embarcaciones de pesca de-
portiva, empresas de transporte y todos sus trabajadores,
cocineros, meseros, chóferes, masajistas, artesanos, médi-
cos, guardias y jardineros; cientos de miles de individuos
cuyos salarios y empleos peligran. Una realidad que puede
ser observada en lugares como Cozumel, Cuba, Bahamas,
Islas de Honduras, Islas Caimán, Belize, República Domi-
nicana, Jamaica y resto de Antillas.
Según datos del Centro Regional de Actividad para
las Áreas y las Especies Especialmente Protegidas, son
aproximadamente cuarenta millones de personas las que
actualmente son afectadas directa o indirectamente por la
injerencia del pez león; cifra que, si no se toman medidas
de relevancia internacional de manera inmediata, amenaza
con incrementar rápidamente.
De cierta manera la batalla contra el pez león es similar
a lo que acontece actualmente en relación al calentamiento
global: estamos ante una guerra perdida de antemano. No
importa lo que hagamos de aquí en adelante, al final del día,
la derrota será inevitable. La suerte está echada. Nuestros ac-
tos pasados conllevan consecuencias presentes y futuras de
las que ya no será posible escapar. Es necesario confrontar
el hecho de que el pez león nunca podrá ser erradicado por
completo de las costas que ha invadido. Debido a su tasa
de reproducción extrema, poca selectividad en la dieta,
alta tolerancia a cambios en el medio, gran capacidad de
adecuación y a que habita desde los 0.3 hasta los más de 300
metros de profundidad, deshacerse totalmente de su presen-

94
cia es una empresa imposible. En este caso el colonizador
llegó para quedarse. No obstante, tampoco podemos tirar
la toalla. Cientos de ecosistemas estarían en juego, miles de
seres marinos se enfrentarían a un grave peligro de extin-
ción y millones de personas más verían en riesgo su seguri-
dad económica y alimenticia.
¿Pero si aniquilar al invasor es una labor titánica que
definitivamente ya no está al alcance de nuestras manos,
qué podemos hacer para confrontar la situación?
Una posible respuesta es poner al temible pez bajo la
mira de un ente con capacidades de devastación bastante
más poderosas. Una bestia cruenta y voraz que no se de-
tenga ante nada. El más terrible de todos los depredadores
que hayan caminado jamás sobre la faz de la Tierra. Un
organismo despiadado, sanguinario e imposible de saciar.
Estamos hablando, claro está, de la carne consciente, el
mono parlante. El brutal, efectivo, dedicado y siempre
hambriento Homo sapiens.

***
Desde hace algunos años en restaurantes alrededor de
América se está intentando colocar al pez león como un
manjar novedoso. Da la casualidad de que la carne blanca
de este organismo es particularmente sabrosa, rica, en áci-
dos grasos Omega-3 y con bajas concentraciones de plomo
y mercurio. Se puede preparar en ceviche, a la brasa, como
sashimi, en caldos o cualquier otro guiso que involucre pes-
cado como su componente proteico. Además presentan pocas
espinas y, en sitios donde ya se ha colocado en el menú, el
precio que se paga a los proveedores por su captura es más
que competitivo.

95
El único problema es que su pesca supone un reto. No
suelen morder el anzuelo, por lo que es necesario cazar-
los uno por uno con arpón o instrumentos afines. Lo que
ocasiona que, por lo pronto, debido al costo-beneficio para
mucho pescadores no represente una actividad atractiva.
Por supuesto, el factor de una posible picadura dolorosa no
ayuda mucho a incrementar su popularidad. Sin embargo,
convertirlos en merienda habitual quizá sea la única manera
de hacer frente a la brutal invasión. Resulta imperante que
los gobiernos locales atiendan esta cuestión, brindando fo-
mentos para la pesca masiva del colonizador. En algunos
lugares como Cozumel se ha instaurado el concurso anual
de pesca del pez león y en centros de buceo de las Antillas
los guías reciben una propina por cada uno que capturen.
Si bien la batalla a nivel global parece perdida, existe la
posibilidad de que la explotación regional ayude a controlar
la proliferación de esta especie, así como a prevenir que se
asiente en nuevas geografías. En áreas afectadas, donde los
pescadores mantienen a raya al pez león, se ha observado la
repoblación de peces nativos y otras criaturas marinas.
La última vez que estuve frente a un pez león las condi-
ciones habían cambiado drásticamente. Ahora estábamos
fuera del agua y el invasor se encontraba sobre mi plato:
ceviche de corte generoso con jitomate, pepino y aguacate.
A decir verdad se trata de uno de los peces con sabor más
notable que he ingerido y el placer gastronómico se ve po-
tenciado por la certidumbre de que con cada bocado se
contribuye un poco a la recuperación de la naturaleza.

96
Distrito Fer al
Bestiario de la megalópolis azteca

La rata de la Merced. El cara de niño de San Ángel. La


cucaracha gigante del Pedregal. Todos ellos seres em-
blemáticos de la Ciudad de México. No es precisamente
que los encuentros zoológicos inesperados obstaculicen
una cotidianidad del todo plácida, a fin de cuentas, si por
algo destaca la vida capitalina es por su inagotable salva-
jismo: tráfico demente, enfermedades gastrointestinales,
contaminación ingrata, terremotos, asaltos, secuestros y
corrupción en todas sus modalidades. Sin embargo, nada
como una alimaña veloz, que se escabulle furtivamente de-
bajo de la cama, para incrementar un par de niveles la neu-
rosis habitual. Quizás no debería de sorprendernos que una
variedad considerable de criaturas sobrecogedoras acechen
entre el asfalto, después de todo, y aunque a primera vista no
resulte evidente, vivimos en una de las urbes más biodiversas
del planeta.
Por supuesto que ganas no han faltado de aniquilar
el entorno biológico que nos rodea. En aras del progreso
urbano talamos montes, entubamos ríos, desecamos lagos
y poco a poco recubrimos centímetro tras centímetro de

97
cemento. Pero la madre naturaleza es persistente. Y pese a la
devastación ecológica que conlleva figurar dentro del ranking
de las cinco ciudades más grandes y pobladas del mundo,
en los escasos remanentes rurales de la megalópolis azteca,
aún es posible encontrar animales silvestres. Son los últimos
sobrevivientes de las taxonomías nativas que precedieron al
asentamiento humano y algunos forasteros exóticos que han
hallado su hogar en la caótica selva de concreto.
Para empezar es necesario saber dónde estamos. No
en términos socioeconómicos, sino biológicos. La enorme
mancha metropolitana del D.F. y su zona conurbana se ex-
tiende dentro de la cuenca del Anáhuac: un gran valle de
altura, en otros tiempos decorado por cuatro lagos extensos,
que queda delimitado por escarpadas cordilleras volcánicas.
Nos encontramos en el corazón del eje neovolcánico trans-
versal, por un lado se levanta la Sierra Nevada, donde des-
cansan el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, por el otro, la sierra
Ajusco-Chichinauhtzin. En los extremos opuestos, y ya casi
devoradas en su totalidad por la proyección urbana, la se-
rranía de Santa Catarina y la de Guadalupe, con la Basílica
a sus pies. Esto le confiere al área un gradiente altitudinal
marcado, que va desde los dos mil doscientos metros sobre
el nivel del mar en Xochimilco, hasta cerca de los cuatro
mil en las faldas de los volcanes. Y en biología, diferencias
de altura significan diversidad de biomas; lo que implica un
amplio abanico de nichos ecológicos que explotar.
Igualmente importante es el hecho de que el Valle de
México se localiza sobre una frontera biogeográfica. Un
territorio en el que convergen dos ecozonas distintas: el
neoártico y el neotrópico, cada una constituida por un tipo
de biota particular. Dicho de manera sencilla: La antigua

98
ciudad de los palacios se erige sobre una región de transición
en la que podemos encontrar representantes característicos
de ambas latitudes.
Abramos pues este bestiario urbano y comprobemos
porqué denominar al Distrito Federal como Distrito Feral
no es un acto del todo gratuito.

Arácnidos capitalinos

La primer fiera citadina con la que entré en contacto direc-


to fue una enrome araña peluda. Se trataba de un ejemplar
de proporciones generosas, pelaje gris espeso y semblante
intimidante. En ese entonces yo tendría unos diez años de
edad. El pequeño monstruo aterciopelado se anunció, sin
mayor advertencia, sobre las rocas que circundaban la casa
de mis abuelos. Nos enteramos de su aparición gracias a
los gritos de los vecinos: mis papás, ambos científicos, eran
requeridos para solucionar la situación. Para mi fortuna, su
intervención devino en que yo fuera otorgado con la grata
posibilidad de conservar a la hipnotizante criatura dentro de
una cubeta por unos días. Aquel encuentro marcó mi vida.
Con el pasar del tiempo aprendí que México ocupa el
segundo lugar a nivel mundial en diversidad de tarántulas,
con aproximadamente 66 especies; todas ellas completa-
mente inofensivas para el humano. En la capital es común
encontrar ejemplares del género Aphonopelma en lugares como
el Pedregal y Tlalpan, y del género Brachypelma al oriente de
la ciudad. Nunca supe exactamente a qué especie pertenecía
aquel ser de ocho patas que catalizó mi interés por el reino
animal. El mundo era muy distinto en aquel entonces, la
información no se encontraba tan al alcance de la mano. Si

99
el encuentro hubiera sucedido hoy en día, en cambio, habría
bastado mandar una fotografía del espécimen en cuestión a
los aracnólogos de la Unidad de Manejo Ambiental “Tarán-
tulas de México,” que ofrecen, a través de su portal de Inter-
net, el servicio gratuito de identificación de organismos en-
contrados alrededor de toda la República. De las tarántulas
no hay nada que temer, pero en el D.F. existen dos temibles
bestias invertebradas que sí representan un peligro latente.
Aquellos lectores fanáticos de la lucha libre segura-
mente recordarán a Emilio Charles Jr., mejor conocido
como El Rey del Biutiful. Un gladiador rudo, rudo, rudo que
brilló sobre el cuadrilátero con su melena decolorada. Pero
es probable que no estén al tanto de por qué se esfumó de
las carteleras. Y es que su destreza en el combate no fue su-
ficiente para confrontar al silencioso enemigo de ocho pa-
tas: la terrible araña violinista. Fue una pelea ardua que co-
menzó con una picadura, al parecer inocua, una tarde del
2010 en su casa del Pedregal de San Ángel. Horas después
comenzaron los síntomas: una llaga rosada apareció sobre
la piel, una extraña úlcera cutánea que comenzó a supurar
y crecer. Conforme la herida se extendía incrementaban
los males: fiebre, fatiga y náuseas, hasta que el luchador ter-
minó en terapia intensiva. Dos años más tarde, la leyenda
del ring murió por fallas renales. Tenía apenas cincuenta y
seis años de edad.
Las arañas del género Loxosceles, llamadas comúnmente
violinistas, reclusas o del rincón, poseen un poderoso vene-
no necrótico que inflama y gangrena el tejido, ocasionan-
do una llaga muy difícil de curar. Aproximadamente en el
veinte por ciento de los casos el envenenamiento se vuelve
también sistémico, referido como loxoscelismo visceral, y el

100
riesgo de muerte se torna entonces inminente. Lo que com-
plica el asunto es que la picadura no suele ser dolorosa, por
lo que muchas veces pasa inadvertida hasta que comienzan
a presentarse los síntomas. La mala noticia es que son arañas
domésticas, suelen habitar en bodegas y áreas oscuras de la
casa. No obstante, no son agresivas, los ataques generalmente
suceden por accidente. Existen reportes que confirman su
presencia en Indios Verdes, al norte de la capital, y en Santa
Úrsula, en el extremo opuesto. Si no se la ha encontrado en
el resto de la ciudad es porque, supongo, no se han buscado
debidamente. La buena noticia es que recientemente un gru-
po de investigación dirigido por el doctor Alejandro Alagón,
del Instituto de Biotecnología de la UNAM, desarrolló un
suero para su tratamiento. El antídoto de cuarta generación,
denominado Reclusmyn, fue creado a partir de toxinas clo-
nadas de veneno, lo cual implica que no fue necesario orde-
ñar a miles de arañas para obtener la sustancia.
El otro arácnido mexica, cuya picadura resulta en ver-
dad peligrosa, es la famosa viuda negra o araña capulina,
Latrodectus mactans. De cuerpo lustroso y redondo, con patas
casi metálicas y el característico reloj de arena rojo brillante
sobre su vientre, posee un veneno neurotóxico que ataca al
sistema nervioso y puede llegar a causar la muerte de niños y
ancianos. Son frecuentes al sur de la ciudad. De igual manera
que en el caso de la araña violinista, el antídoto para pica-
duras de viuda negra, Aracmyn plus, es también cortesía del
doctor Alagón y su grupo de investigación
El hecho de que la mayoría de arácnidos capitalinos no
sean peligrosos no significa que no puedan llegar a incomo-
dar. En su estudio Diversidad de arañas asociadas a viviendas en
la Ciudad de México, el investigador del Instituto de Biología

101
de la UNAM César Gabriel Durán-Barrón, concluyó que
en cada casa de la capital mexicana habitan en promedio
cinco especies arácnidas distintas. De las más de mil arañas
recolectadas durante esta investigación, la que se encontró
con mayor frecuencia fue la patona, Physocyclus globosus, se-
guida por la falsa viuda negra, Steatoda grossa.

Morada de cascabeles y lagartos

Muchos años después del encuentro con mi primera fiera


urbana, tuve un tropiezo, que casi termina en tragedia, con
un tipo distinto de zoología oriunda de la capital. Cursaba
el cuarto semestre de la carrera de biología y visitábamos
el Ajusco, un volcán al sur de la ciudad, para hacer un in-
ventario de los reptiles y anfibios presentes. No habíamos
subido mucho todavía, cuando una compañera de clases
se encontró con una víbora de cascabel. La serpiente se
hallaba enroscada debajo de un seto de pasto, era pequeña,
color café claro con patrones intrincados en rojo vino y
mirada amenazante.
Me propuse voluntariamente para atraparla. La aca-
demia requería que el ejemplar fuera pesado y medido. No
resultó demasiado difícil, el día aún no calentaba y el ani-
mal se mostraba algo aletargado y con pocas ganas de dar
pelea. Sujeté a la criatura por la cabeza mientras tomábamos
los datos de longitud correspondientes. Después era nece-
sario meterla dentro de un saco de lona para poderla pesar.
El problema fue que sólo contábamos con sacos peque-
ños, lo que significaba que habría que improvisar y reali-
zar una maniobra riesgosa: meter la mano que sujetaba la
cabeza del espécimen dentro del saco y después cambiar

102
el agarre por la mano que se encontraba afuera. El nivel
de dificultad aumentaba porque la transacción sucedería a
ciegas. Nerviosamente comencé la operación y justo en el
momento del intercambió de manos sentí un pinchazo en
el pulgar. Apreté la mandíbula y terminé la tarea con taqui-
cardia y angustia. Al cerrar el saco la sangre que emanaba
de mi dedo se hizo evidente. La maestra palideció. Pero la
suerte quiso que ése no fuera mi último día. No sentía do-
lor alguno, por lo que, pasados unos minutos, concluimos
que la perforación había sucedido con uno de los dientes
inferiores y no con los colmillos que inyectan el veneno. Al
parecer la bala sólo había pasado rozando.
De acuerdo con Eduardo Cid, veterinario encargado
del vivario de la FES Iztacala, en el D.F. existen seis especies
distintas de víboras de cascabel. Los bosques de las zonas
elevadas, como el Ajusco, son los dominios de la cascabel
pigmea, Crotalus ravus, y de la de montaña, Crotalus triseria-
tus. Mientras que las zonas bajas, como Xochimilco, son el
terreno de la cascabel de pantano, Crotalus polystictus, cuyo
bello patrón moteado también le ha hecho ganar el mote
de cascabel jaguar. Otras especies reportadas son la cascabel
de Querétaro, Crotalus aquilus, y la gravemente amenazada
cascabel de bandas cruzadas, Crotalus transversus. Pero po-
siblemente la más destacada sea la que aparece en la ban-
dera nacional: la cascabel de cola negra, Crotalus molossus.
Víboras imponentes con escamas triangulares delineadas
que alcanzan el metro veinte de longitud y que pueden ser
vistas en el pedregal de Ciudad Universitaria.
Todas las mencionadas poseen fosetas termosensibles y
colmillos retráctiles que inyectan veneno hemolítico –que
literalmente licua el tejido de sus víctimas– a la manera

103
de una aguja hipodérmica. Esta poderosa toxina es capaz de
finiquitar a un adulto promedio en un lapso de cinco horas si
no se administra antídoto. Sin embrago, los accidentes mor-
tales en la capital son escasos. Es difícil saber cuántos exacta-
mente, la Secretaría de Salud no lleva un récord del todo
confiable, pero es probable que la media no rebase un par
de defunciones por año.
Además de las cascabeles, en la Tenochtitlán contem-
poránea abundan un gran número de serpientes inofen-
sivas que van desde las Thamnophis, clásicas culebras de
agua que se venden en los acuarios, hasta las de hocico
moteado del género Salvadora. Quizás la más famosa sea el
cincuate o alicante, Pituophis depie, una culebra color ama-
rillo mango con patrones negros y rojos que puede llegar a
medir más de dos metros de largo y a la cual se le atribuye,
de forma errónea, el robo de la leche de mujeres en etapa
de lactancia. El mito narra que los cincuates se aproximan
sigilosamente por las noches, desplazan a la cría sin que
mamá se dé cuenta y succionan la teta obteniendo el elíxir
nutritivo mientras que, ofreciendo su cola como chupón,
entretienen al bebé para que no llore.
Tristemente no es la única creencia popular que resulta
desfavorable para los organismos de sangre fría chilangos.
A muchas especies se les achacan males potenciales. A
los ajolotes, por ejemplo, se les culpa de embarazar a las
mujeres cuando se bañan en el lago. Y algunas lagartijas,
como Barisia imbricata, son falsamente acusadas de picar
con la cola. Esto, en combinación con el activo mercado
de mascotas exóticas, ha ocasionado que la población de
algunas especies se reduzcan de manera vertiginosa. En
prácticamente todos los tianguis de la ciudad es posible en-

104
contrar puestos dedicados a la venta informal de animales.
Con nombres llamativos como dragón enano vietnamita,
tortuga payaso o falso camaleón, se ofrecen reptiles locales
colectados de manera ilegal. La explotación ha sido a tal
escala que los lagartos cornudos, del genero Phrynosoma, se
consideran ahora, de acuerdo con datos de la Semarnat,
gravemente amenazados; como también lo están la mayoría
de especies de lagartos de los géneros Abronia y Barisia, así
como distintos tipos de tortugas oriundas de la capital, por
ejemplo las del género Kinosternon, y numerosos anfibios.

Seres del pantano mexicano

Mi mamá cuenta que cuando era chica las ranas eran una
constante en el jardín. En los charcos que se formaban
durante la temporada de lluvias era posible ver miles de
diminutos renacuajos. Y no es que mi mamá creciera en
el campo, ni que nos estemos refiriendo a principios de si-
glo. La casa estaba en una avenida transitada del sur de la
ciudad y corrían los años sesenta. Durante el tiempo que
ha transcurrido desde esa escena hasta el día de hoy, se
ha manifestado un cambio drástico. Los cantos de las ra-
nas ya no se mezclan con los del tráfico y los renacuajos
no pululan por los estanques estacionales, creados por
las trepidantes precipitaciones características de la capital
mexicana. Ha sido una debacle de alcances globales, quizás
imperceptible para el grueso de la población, pero no por
ello menos atroz: el Apocalipsis anfibio.
La fragmentación del hábitat, la desecación de los la-
gos y la extrema contaminación de los cuerpos acuíferos de
la zona metropolitana han diezmado las poblaciones de ra-

105
nas y salamandras, al punto de prácticamente erradicarlas
por completo. Algunas, como la rana de Tlaloc, Lithobates
tlaloci, antes sumamente abundante en la cuenca del Ana-
huac, ya han desaparecido por completo del medio natu-
ral; otras se encuentran en crítico peligro de extinción. Tal
es el caso de dos especies endémicas del Valle de México,
cuya población actual se limita a apenas unos centenares
de individuos restringidos a fracciones pequeñas del área
urbana. Una de ellas es la rana fisgona de labios blancos,
Eleutherodactylus grandis, que ya sólo puede ser encontrada
en el Pedregal de San Ángel y cuyos números declinan año
tras año. Y la otra es el emblemático axolotl, Ambystoma
mexicanum, considerado por muchos el anfibio más sobre-
saliente del mundo y cuyos escasos últimos supervivientes
hoy batallan por sobrevivir en los canales de Xochimilco.
La situación actual de este magnífico organismo, que has-
ta principios de siglo se contaba por decenas de miles, es
tan desesperada que algunos investigadores lo consideran
ya perdido. En censos recientes se ha estimado que la po-
blación silvestre probablemente ni siquiera llegue a los cien
ejemplares, mismos que están confinados a una de las áreas
naturales más deterioradas de la ciudad; lo cual torna su
conservación una empresa prácticamente imposible de
lograr, pues, si no se salva el entorno, la viabilidad de la
especie está en jaque.
¿Cuál es el interés de mantener con vida a una especie
si su existencia estará condenada para siempre al cautiverio?
La respuesta es tema de debate, sin embargo, para nu-
merosos anfibios no queda suficiente tiempo como para
encontrar una resolución. Encierro o extinción, a eso es a
lo que hemos orillado a las fieras del pantano. Y aquéllos

106
que consideren la cuestión como si fuera de lesa relevancia
para la humanidad no podrían estar más equivocados. Los
anfibios, además de figurar como organismos clave para la
investigación científica, prestan un servicio ecológico de
importancia inconmensurable: mantienen a raya a las po-
blaciones de insectos, que constituyen su dieta. El factor
de que ya no sea frecuente encontrar renacuajos o ajolotes
en los cuerpos de agua dulce tiene una consecuencia di-
recta: más moscos. Y un mayor número de moscos conlleva
implícito un incremento en el riesgo de trasmisión de las en-
fermedades para las que estos insectos sirven de vector. Males
como el dengue y la chikungunya, que en tiempos recientes
han registrado un aumento considerable de casos en la capi-
tal y comienzan a figurar como un problema de salud serio,
de alguna manera están estrechamente relacionados con la
disminución de anfibios. Si acaso, al menos por eso, de-
bería interesarle a todo ciudadano conservar a los Anuros
y Urodelos.

El ave de la bandera y el gorrión serrano

La primera vez que escuche que en el aeropuerto Benito


Juárez se utilizaban halcones entrenados para limpiar el espa-
cio aéreo de otras aves que podrían presentar una amenaza
para las aeronaves, me mostré un tanto escéptico. Un amigo
me lo dijo así: “¿Sabes de qué magnitud sería el impacto
generado por la colisión de un avión, que se desplaza a
setecientos kilómetros por hora, contra una parvada de
palomas que vuelan en dirección contraria? Los ingenuos
pájaros serían como granadas. Por eso es que los asustan
empleando aves de presa”.

107
Resultó que era cierto, tanto en la capital como en varios
otros aeropuertos del país, la estrategia es puesta en prac-
tica cotidianamente. El amigo que me contó esto se llama
Jerónimo Berruecos, biólogo obsesionado por la biogeo-
grafía y posiblemente una de las personas que más sabe so-
bre la biota de la capital mexicana. Persona adecuada para
indagar sobre las especies que componen el emblema na-
cional: el ave poderosa que devora a una serpiente posada
sobre un nopal. Leyenda clásica, y dicho sea de paso, de
veracidad improbable, sobre la fundación de Tenochtitlán.
El consenso generalizado, avalado por la Secretaría de
Gobernación en el segundo capítulo de la Ley sobre el Es-
cudo, la Bandera y el Himno Nacionales, es que las especies
que integran el lábaro patrio son un águila dorada, Aquila
chrysaetos, y una serpiente cascabel de cola negra, Crota-
lus molossus. Con respecto a la serpiente no parece existir
mayor debate, sin embrago, desde los años sesenta, algunos
ornitólogos destacados, como Rafael Martín del Campo,
han cuestionado la identificación del ave; o, al menos, lo han
hecho con respecto a aquélla que pudo haberse presentado
frente a los migrantes provenientes de Aztlán.
La razón principal de este cuestionamiento tiene que
ver con la distribución natural y los hábitos del ave en
cuestión. Las águilas doradas son típicas del hemisferio
norte de la Tierra, particularmente de los ecosistemas de
alta montaña. Se han registrado pocos avistamientos de la
especie más al sur que Sonora y, aún cuando sería teórica-
mente plausible que algún ejemplar despistado haya llega-
do a aparecerse por el barrio mexica, lo más factible es que
no hubiera descendido hasta los islotes del lago de Texcoco
y mucho menos que hubiese detenido su vuelo sobre una

108
cactácea. El segundo problema es la relación de tamaño:
“O se trataba de una águila bebé o de una serpiente gigan-
te”, dice Jerónimo. Las águilas doradas son animales corpu-
lentos, su envergadura rebasa con facilidad los dos metros
de largo, con las alas extendidas. Por lo que, si tomamos en
cuenta que las cascabeles de cola negra rara vez sobrepasan
el metro veinte de longitud, se hace evidente que existe un
conflicto de escala.
¿Pero entonces qué es?... Martín del Campo piensa que
podría tratarse de un quebrantahuesos mexicano, Caracara
cheriway; un ave de presa de tamaño mediano que antigua-
mente predominaba en la cuenca del Anáhuac. Jerónimo, por
su parte, opina que la identidad del plumífero patriótico
responde más probablemente a la de un gavilán. Considera
que podría ser o bien una aguililla de cola roja, Buteo jamai-
censis, o una aguililla de Harris, Parabuteo unicinctus; ambas
especies también referidas comúnmente como halcones
y que habitualmente encontramos en el Valle de México.
Actualmente es posible avistar representantes de estos dos
tipos de rapaces en varias delegaciones de la ciudad. Según
Macario Arteaga, globero que desde hace quince años tra-
baja en la plaza de Coyoacán, son seis los individuos que
habitan en la zona alimentándose de ratas, ardillas y palo-
mas. Colonos de la colonia Nápoles, también al sur de la
ciudad, han reportado que al menos dos parejas anidan en
las copas de los árboles del Parque Hundido, y también en
el bosque de Tlalpan e Iztapalapa es frecuente escuchar sus
enigmáticos graznidos.
En total están reportadas aproximadamente 350 espe-
cies de aves en el D.F., de las cuales alrededor del cuarenta
por ciento son migratorias y el resto residentes. Colibríes,

109
garzas, zanates y carpinteros. Pero posiblemente el más es-
pecial sea el gorrión serrano, Xenospiza baileyi, ya que es en-
démico de la capital y actualmente sólo habita en algunos
pastizales de Milpa Alta.

Musarañas, teporingos y murciélagos

Probablemente los animales más afectados por el trepidante


desarrollo urbano, además de los anfibios, sean los mamífe-
ros de mayor tamaño. En el sentido de que requieren de te-
rritorios extensos de vegetación para poder sobrevivir. Son ya
más bien escasos los registros de gato montés, venado y coyote,
en las zonas adyacentes al D.F., y prácticamente nulos los de
puma, oso negro y lobo, que hasta los años cincuenta aún era
posible encontrar merodeando por las distintas serranías.
El cacomixtle, Bassariscus astutus, un curioso animal
nocturno que parece una mezcla entre mapache y gato con
cola larga anillada, figura entre nuestros animales más con-
notados. Aunque antes era usual verlo en toda la ciudad,
ahora sólo habita en el Bosque de Chapultepec, la reserva
de la UNAM y en áreas periféricas como el Desierto de
los Leones. Tampoco es tan común encontrarse al resto de
mamíferos medianos oriundos del Valle de México: arma-
dillos, mapaches, tejones, zorrillos, comadrejas y tlacuaches
(también conocidos como zarigüeyas, únicos marsupiales
presentes en el nuevo mundo). Quizás las musarañas no
sean muy conocidas. Sus hábitos fosoriales y carácter esquivo
las mantienen lejos de la luz pública, pero es relevante men-
cionarlas pues son los mamíferos carnívoros más pequeños
que existen. También habría que enlistar al teporingo o
zacatuche, Romerolagus diazi, un conejo de orejas reducidas
endémico del área de los volcanes.

110
Los murciélagos están representados en la capital, de
acuerdo con Laura Navarro Noriega —coordinadora del
área de educación y comunicación ambiental del Programa
para la Conservación de los Murciélagos de México—, por
dieciséis especies. Algunos utilizan los túneles del drenaje pro-
fundo y el metro como guarida, otros pasan el día escondidos
en cuevas y árboles, o en edificios y estructuras de anun-
cios espectaculares. Muchos de ellos prestan servicios am-
bientales importantes para la ciudad: los que se alimentan de
néctar, por ejemplo, polinizan a las plantas; y los insectívoros
limpian las calles de bichos. Podrá sonar como algo poco re-
marcable, pero hay que tomar en cuenta que un murciélago
hambriento puede devorar hasta tres mil insectos por noche.
Por último queda nombrar a un animal tan abundante
en la megalópolis que sus números superan con creces a los
de la población humana. Jorge Francisco Monroy, de la Facul-
tad de Medicina Veterinaria y Zootecnia de la UNAM, estima
que por cada ciudadano capitalino existen aproximadamente
diez ratas. Lo que implica que compartimos la ciudad con
más de doscientos millones de roedores. Alejandro Velasco
Said, médico veterinario del Centro Antirrábico del D.F.,
afirma que esta situación es como estar sentados sobre una
bomba de tiempo y lo peor es que no estamos haciendo nada
concreto para desactivarla. Quizás una posible solución, al
menos desde mi punto de vista, sería dejar de matar a las
serpientes para que ellas se ocupen del resto.

Brigada de vigilancia animal

No podríamos cerrar este breve catálogo de bestias urba-


nas sin mencionar qué podemos hacer en caso de tener un
encuentro afortunado o desafortunado, según sea el caso,

111
con la fauna silvestre de la Ciudad de México. La Brigada
de Vigilancia Animal es el órgano de la policía encargado
de brindar auxilio en tales instancias. Aunque general-
mente lidian con denuncias de tráfico, maltrato, o gatos
que se trepan a los árboles y no saben cómo bajarse, el per-
sonal también está capacitado para manejar fieras salvajes.
Aproximadamente veinte por ciento de las llamadas que
atienden anualmente tienen que ver con los organismos
mencionados en este ensayo.

112
La infame chinche besucona
Chagas, el mal de la muerte silenciosa

“Se mete en tu cama, te muerde y te caga, luego te rascas y


te contagias”. Así rezaba un grafiti que me encontré deam-
bulando por San Pedro Pochutla, desquiciado paraje urbano
enclavado entre la sierra y la costa oaxaqueña. Asfalto chi-
closo por el calor, tráfico agobiante, comercio revuelto,
retenes militares y algunos tugurios de mala muerte que
harían parecer a los de Tijuana un mero entretenimiento
para niños. En suma, todos los atributos necesarios para
constituir exactamente lo opuesto al paraíso terrenal que
uno tiene en mente cuando viaja a estas latitudes zapote-
cas. ¿Motivo de la visita? Escala obligatoria hacia la playa:
cambio de transporte, del autobús nocturno a la suburban
colectiva. O quizás la razón sea de tipo monetaria, pues
Pochutla es el poblado más próximo a Zipolite, San Agus-
tinillo y Mazunte que cuenta con cajeros automáticos fun-
cionales. Y también está la posibilidad, como era mi caso,
de que la finalidad de pisar tan hosco territorio se deba
al mercado de los lunes, donde se vende el mejor chicha-
rrón de todo el hemisferio norte del planeta. En fin, no es

113
tan importante, el punto es que al doblar una esquina me
encontré de súbito con ese muro sudoroso. La roca áspera
adornada por aquella leyenda incómoda.
Volví a leer los carácteres del rótulo pintados con color
rojo, de manera que asemejaban sangre, y me llené de descon-
cierto. No estaba del todo seguro de a qué se refería la frase
angustiante que formulaban aquellas palabras: “se mete en
tu cama, te muerde y te caga, luego te rascas y te contagias”.
Sonaba a la peor de las enfermedades venéreas. Sin embargo,
tal hipótesis parecía más propia de la escena sadomasoquista
berlinesa que del México profundo. Fue entonces que atiné
a identificar el dibujo de fondo.
Al principio su contorno me pareció incomprensible,
la pintura desgastada tampoco ayudaba en mucho al pro-
ceso. No obstante, tras recorrer varias veces la silueta con la
mirada, poco a poco la anatomía plasmada comenzó a co-
brar sentido. Hasta que no quedó lugar a dudas, se trataba
de un insecto. Una especie de cucaracha grande y plana
que hundía malignamente su probóscide dentro de un bra-
zo humano. Sentí un escalofrío, había que reconocer que el
artista tenía destreza: el dibujo producía asco.
Me alejé perturbado por la grotesca imagen. Tenía la
extraña sensación de que no era la primera vez que la veía.
¿Dónde había escuchado antes algo similar? Te muerde y te
caga. Rumié mentalmente un poco al respecto, pero pronto
el sol inclemente me hizo olvidar todo menos el deseo im-
perioso de un agua de guanábana.
No fue hasta unos días después que el asunto recobró
importancia. En la ventana de una clínica de Puerto Ángel
descubrí un cartel descolorido de la Secretaría de Salud y
de golpe todas las piezas del rompecabezas encontraron su

114
lugar. La superficie lustrosa mostraba tres fotografías, de in-
sectos similares al retratado en el grafiti que había visto en
Pochutla, acompañadas por la frase: “Zona de Chagas, ex-
treme sus precauciones”. En ese momento caí en la cuenta
de que me había equivocado en mi lectura del dibujo sobre
la pared, no se trataba de una cucaracha, sino de la temible
e infame chinche besucona. Hurgué un poco en mi memo-
ria y pronto los recuerdos de la carrera de biología comen-
zaron a aflorar. Claro que había escuchado la historia con
anterioridad. El déjà vu dejó de ser un misterio para dar
paso a la certidumbre. Aquella pieza de arte callejero hacía
alusión a la enfermedad infecciosa tropical conocida como
Mal de Chagas, la muerte silenciosa.
En palabras de la doctora Teresa Uribarren Berrueta,
del Departamento de Microbiología y Parasitología, Facul-
tad de Medicina, UNAM: “La enfermedad de Chagas o
Trypanosomosis americana es una infección sistémica causada
por el protozoo Trypanosoma cruzi. Es una zoonosis en la
que participan un gran número de reservorios vertebrados y
transmisores triatómicos (chinches). Su importancia radica
en su elevada prevalencia, su incurabilidad, las grandes
pérdidas económicas por incapacidad laboral, y la muerte
repentina de personas aparentemente sanas. Se contempla
dentro de la lista de las principales ‘enfermedades desaten-
didas’ por la organización mundial de la salud (OMS)”.
No son declaraciones para ser tomadas a la ligera,
según la OMS actualmente existen entre 8 y 10 millones de
personas contagiadas, principalmente en México y Améri-
ca Latina, donde la enfermedad de Chagas es endémica;
con un riesgo latente de que 25 millones de incautos más
sean infectados próximamente, a razón de 56 mil nuevos

115
casos anuales y 12 mil muertes sorpresivas por año. Así mis-
mo cada vez son más frecuentes los casos en países donde
antes no se encontraba el mal, incluyendo Estados Unidos,
Canadá, Australia y varias naciones europeas, con un brote
considerable en España.
El mal de Chagas recibió su nombre gracias al inves-
tigador que la describió por primera vez en 1909: Carlos
Justiniano Ribeiro das Chagas (1879-1934), célebre medico
brasileño que dedicó gran parte de su trabajo a combatir
las enfermedades tropicales y que hoy en día aún aparece
plasmado en los billetes de la nación carioca.

***
Al igual que tantos otros males que aquejan a la humani-
dad, el Chagas es ocasionado por un parásito. Para ser más
exactos por Trypanosoma cruzi, un diminuto protozoario
flagelado que utiliza la sangre y los tejidos humanos, así
como los de otros mamíferos, como reservorio para multi-
plicarse; y se vale de insectos hematófagos para propagarse.
El nombre de este género de parásitos proviene del griego:
τρÚπανον, trýpanon, que significa taladro, y σῶμα, soma,
que significa cuerpo; pues en su gran mayoría los miem-
bros de este grupo taxonómico penetran en la anatomía
ajena a través del piquete de distintos tipos de artrópodos.
Su ciclo de vida es sumamente complejo, involucra varios
estadios corporales distintos dentro de cada uno de los hos-
pederos a los que invade.
Como quizás ya sea un tanto obvio para estas alturas
del partido, el principal vector de trasmisión del Chagas
es la chinche besucona, conocida también como vinchuca
en el cono sur, pito en Colombia, chipo en Venezuela y

116
bareiros en Brasil. En realidad, todos estos son nombres
genéricos para referirse a un grupo de insectos triatóminos
que se alimentan de sangre. Se estima que existen alrededor
de una veintena de especies distintas de este tipo de ar-
trópodos capaces de trasmitir el parásito, las siguientes son
las más comunes en México: Triatoma barberi, T. pallidipen-
nis y T. dimidiata.
Los organismos de los que estamos hablando son relativa-
mente grandes cuando alcanzan su estado adulto, o al menos
en lo que a chinches se refiere, alcanzan unos 3 centímetros
de longitud, con cuerpos anchos y aplanados. Cuentan con
alas rugosas, seis patas alargadas, cabeza pequeña en relación
con el cuerpo y antenas y probóscide prominentes. Sus colo-
res y patrones varían de acuerdo con la especie, pero con
frecuencia los ejemplares son negros con detalles naranjas,
amarillos o cafés. No iría tan lejos como para afirmar que
su aspecto es maligno, pero si uno quisiera forzar el tér-
mino no resultaría del todo descabellado para el ciudadano
promedio. Lo que es seguro es que su semblante invariable-
mente resulta angustiante.
La chinche besucona es de hábitos nocturnos, suele
refugiarse dentro de grietas y ranuras en áreas rurales du-
rante el día y salir a buscar alimento por la noche. Cuando
encuentra una merienda apetitosa, digamos un niño dor-
mido, por poner un ejemplo, clava su probóscide afilada a
través de la piel y alcanza el dulce elíxir que constituye su
alimento. Siempre pican en áreas expuestas, por lo que no
es extraño que el avance hematófago suceda sobre el rostro
del desgraciado. Sin embargo, a pesar de lo que podría pa-
recer, el parásito no se transmite por medio de la picadura,
sino a través de las heces fecales del insecto. Sucede que

117
el Trypanosoma cruzi se alberga en el tracto digestivo de su
hospedero artrópodo y para ser capaz de invadir el torrente
sanguíneo del siguiente organismo en su esquema exis-
tencial parasitario, en este caso el niño del que estábamos
hablando, es menester que la chinche defeque sobre la piel
del afectado. Claro que los estómagos de los triatóminos
son pequeños y una vez saciado su apetito regularmente
se ven en la necesidad de ir al baño. Como los modales de
los insectos no dictan nada en contra de comer y cagar en la
misma mesa, pues no es extraño que el desecho que expulsan
termine sobre la herida. Esto aumenta considerablemente la
posibilidad de atinar en el blanco, debido a la reacción urti-
cante causada por la laceración del tejido, misma que lleva
a la incauta víctima a rascarse o frotarse y así introducir de
manera ingenua al parásito en su vida.
Cabe señalar que las heces fecales no necesariamente
tienen que aterrizar sobre la picadura para que el tripano-
soma cumpla con su cometido de invasión, cualquier otra
herida abierta funcionará para la misiva, al igual que los
ojos o la boca.
Aunque la chinche definitivamente constituye el me-
dio de transmisión más importante, también existen otras
maneras de contraer el parásito:
• Por transfusión sanguínea o transplante de órganos
infectados.
• De manera congénita, de la madre infectada al
hijo durante el embarazo o el parto; la OMS es-
tima que únicamente en Latinoamérica hay unos
2 millones de mujeres en edad fértil susceptibles
de pasar el parásito al feto.
• De manera oral, a través de la ingesta de mate-
riales contaminados con excretas de chinches o

118
secreciones de otros reservorios infectados (arma-
dillo, perro, gato, tlacuache, etc.).
• Accidentes de laboratorio.

***
Según la página electrónica de la OMS, la enfermedad
de Chagas tiene dos fases claramente diferenciadas y una
intermedia insidiosa y difícil de detectar. Las dos etapas
bien identificadas son conocidas como fase aguda y fase
crónica, la primera es con la que se inicia el mal de la muerte
silenciosa: dura unos dos meses después de contraerse la
infección, tiempo durante el cual circulan por el torrente
sanguíneo una gran cantidad de parásitos. En la mayoría
de los casos no hay síntomas o estos son leves. Pero puede
presentarse fiebre, dolor de cabeza, agrandamiento de gan-
glios linfáticos, palidez, dolores musculares, dificultad para
respirar, hinchazón y dolor abdominal o torácico. En me-
nos del cincuenta por ciento de las personas picadas por un
triatomíneo, un signo inicial característico puede ser una
lesión cutánea o una hinchazón amoratada de un párpado,
llamada romaña.
Después, durante la fase crónica, los parásitos per-
manecen ocultos principalmente en el músculo cardiaco
y digestivo. Hasta un treinta por ciento de los pacientes sufren
trastornos cardiacos y hasta un diez por ciento tienen alteracio-
nes digestivas —típicamente, agrandamiento del esófago o del
colon—, neurológicas o mixtas. Con el paso de los años, la
infección puede causar muerte súbita o insuficiencia car-
diaca por la destrucción progresiva del músculo cardiaco. Y
bueno, también está la posibilidad, sumamente sobrecoge-
dora, de que la muerte llegue sin previo aviso; sin que se
presente ningún síntoma o signo que demuestre su presen-

119
cia, podría haber sido contraída diez o quince años antes
y que el enfermo u enferma nunca se hubiera percatado
de ello. Lo cual torna el asunto en una cuestión bastante
turbadora y de ahí el título muerte silenciosa.
Como suele suceder con muchas otras patologías,
el tratamiento efectivo del Chagas depende de un diag-
nóstico temprano. La dificultad, como ya se mencionó
antes, radica en que en muchos casos no se presentan
síntomas, lo que oscurece un posible diagnóstico. En
todo caso, siempre son necesarias pruebas de laboratorio
para determinar su presencia; en la fase aguda se deben
buscar parásitos en la sangre, y en la crónica anticuerpos.
Existen dos medicamentos capaces de eliminar al parásito
con gran éxito, si se administran en los primeros meses de
la infección, el problema es que su eficacia decae radical-
mente conforme avanza la enfermedad; y además son fár-
macos relativamente tóxicos —con reacciones secundarias
adversas en hasta el cuarenta por ciento de los pacientes—
como para utilizarse de manera únicamente preventiva.
Además de que ninguno debe de ser administrado a mu-
jeres embarazadas, ni a personas con insuficiencia renal
o hepática, también están contraindicados en personas
con antecedentes de enfermedades del sistema nervioso,
neurológicas o trastornos psiquiátricos.
Debido a que existen una gran cantidad de animales,
tanto domésticos como salvajes, que pueden fungir como po-
sibles reservorios del parásito, suena sumamente improbable
que algún día el Trypanosoma cruzi sea erradicado por comple-
to. Por lo que quizás la mejor arma con la que contamos
para combatir el Chagas sea evitar su transmisión, es decir,
mantenerse a salvo de la temida chinche: dormir con mos-

120
quitero en zonas de riesgo, aumentar el control de calidad
en la sangre destinada para transfusiones y prestar atención
a la higiene de los alimentos.

***
Dos semanas después de haber presenciado el ya conocido
rótulo que terminó por desatar mi impulso por escribir
este ensayo, un grito me sacó de mi letargo costeño. Era
de noche y me encontraba tumbado en una hamaca en
Zipolite, cuando desde la cocina llegó la voz de alarma de
mi primo: “No mames, ya me picó esta chingadera”, lo es-
cuché vociferar colérico y a la vez un tanto preocupado. De
inmediato en mi cabeza comenzaron a barajarse posibles
culpables del ataque. “No te vayas a rascar”, me escuché
decir estúpidamente mientras dirigía mis pasos hacia el
lugar de los hechos. Evidentemente mi cerebro había elegi-
do a una chinche como la probable responsable. Alcancé
la habitación agitado. Mi primo estaba rojo como un jito-
mate y se sujetaba el brazo con dolor. “¿Qué fue?’”, inquirí
con una voz consternada y quebradiza que denotaba que
involuntariamente me preparaba para lo peor. “Esa pende-
ja”, contestó, señalando con la barbilla hacia una esquina
del techo. Giré la cabeza para constatar la identidad de la
agresora, mis ojos se adecuaron para identificar el rotundo
contorno plano y gordo. Sin embrago, mi mirada no dio
con lo que esperaba y en cambió descubrí un pequeño nido
de avispas. Suspiré, le di una palmada a mi primo que co-
menzaba a aplicar hielo sobre la herida y regresé a mi hamaca
para seguir fantaseando con las infames chinches besuconas.

121
Bibliófagos
El oscuro reino de los comedores de libros

Pocas cosas en la naturaleza son tan constantes como la


ley de recambio energético. El inevitable y generalmente
dramático flujo calórico de un organismo al siguiente. La
eterna transformación química del sustento: un individuo
engulle a otro y se convierte, a su vez, en merienda del
próximo. Eslabones digestivos que se entrelazan para con-
formar una violenta cadena alimenticia. Podemos afirmar,
sin miedo a caer en exageraciones, que siempre que exista
un ser vivo capaz de introducir energía al sistema, habrá
otro que lo intente devorar. Sería francamente estúpido
entonces pensar que los libros, que son tan nutritivos, se
salvarían de terminar en la fauces de algún depredador. Y no
nos estamos refiriendo con nutritivo a un nivel metafórico,
sino a la cualidad física de valor alimenticio.
¿Qué es un libro?
Dejemos de lado la tentativa a dar una respuestas de
carácter filosófico y contestemos de manera concreta: un
libro es principalmente papel, un poco de pegamento y
envoltorio. No es necesario dominar el tema para saber
que el papel se obtiene a partir de fibras vegetales (espe-

123
cíficamente de pulpa de celulosa), por lo que es posible
proponer que, al menos en términos fisiológicos, un libro
no es otra cosa que un gran sándwich de celulosa. Un em-
paredado gourmet que, sin importar el tipo de pan que lo
sostenga (cuero, cartón, pergamino o tela) y el aderezo de
unión empleado (pegamento blanco, hilo o grapas), tiene
la particularidad de ofrecer su contenido energético siem-
pre en rebanadas ultrafinas.
Visto de esta manera, la colección de libros se extiende
como un bufet apetecible. Un bioma tentador. Tierra fértil
para todo aquél al que le sea posible transformar madera
procesada en sustento cotidiano y convertir el librero en eco-
sistema propicio para la vasta proliferación de la especie.
La red trófica de la biblioteca es un tanto austera. Posee
apenas unos cuantos niveles. Quizás su particularidad más
sobresaliente sea que figura como un ciclo abierto por sus
dos extremos. Por un lado están los productores, los orga-
nismos generadores de la materia orgánica sobre la que se
basa el resto del andamiaje. Podrá parecer paradójico para el
naturalista inexperto, pero en este caso en concreto los pro-
veedores del sistema no quedan comprendidos dentro de la
cadena; tan sólo sus productos. Los aportadores del sustento
biológico habitan despreocupados en una órbita existencial
completamente distinta. Estamos hablando obviamente del
intrincado phylum de los escritores, editores y publicistas (que
aunque resulta también llamativo no abordaremos más en el
presente tratado). Para nuestro estudio sólo competen sus fru-
tos: los libros que cumplen la función de base de la pirámide.
En el extremo opuesto del ciclo metabólico encontra-
mos a los cazadores o, para ser más exactos, a los cadáveres
de estos. Los cuales, debido a que no se reintegran al siste-

124
ma, representan el punto final del flujo energético. Salvo
por contadas instancias, como es el caso del ensayo La
muerte de la Polilla de Virginia Woolf, los cuerpos sin vida
de los comedores de libros no sirven como combustible
para que los productores sinteticen materia prima nueva.
Pero dejémonos ya de preámbulos y adentrémonos de
una buena vez en el feroz reino de los bibliófagos. Las pa-
vorosas bestias que componen este apartado de la taxonomía
son todas obstinadas, elusivas, voraces y poseen una resisten-
cia a la aniquilación digna del ejército espartano. Con tres
pares de ojos, mandíbulas fuertes como camiones y tasas
de reproducción sumamente elevadas, infestan el librero
bajo la norma: “para cuando uno detecta su presencia ya es
demasiado tarde”.
En el momento en que se identifica la pequeña mari-
posa nocturna, vulgarmente denominada polilla, el acervo
de conocimiento sucumbe ya bajo las fauces hambrientas
de millones de sus larvas. Y considerar que la referida es el
único o, en todo caso, el peor enemigo de los rebaños de
libros, resulta no sólo ingenuo, sino revelador de una igno-
rancia marcada. No señores, la polilla, aunque perjudicial,
no es aquí el depredador supremo. También hay arácnidos,
artrópodos, ácaros, hongos y hasta el ocasional mamífero.
Sin embargo, ya que la lista es extensa, sólo nombraremos
a los más sobresalientes.

***
Tisanuro plateado (Lepsima saccharina): También conocido
como pececillo de la plata, es un insecto escamoso de cuerpo
plano que presenta dos largas antenas frontales y tres apéndi-
ces caudales. Alcanza poco más de un centímetro de largo y

125
se alimenta de sustancias ricas en hidratos de carbono (pa-
pel, pegamento, fotografías, etc.). Es de hábitos nocturnos
y raspa las superficies como las de cuero o pergamino, en las
que deja un hueco en forma de embudo. Las hembras deposi-
tan alrededor de setenta huevos cada pocos meses; lo cual,
en ausencia de depredadores u otras presiones que limiten
sus números, vaticina un incremento poblacional desastroso.

Termitas (Coptotermes formosanus): Las termitas son organis-


mos pilosos y toscos, específicamente adaptados para alimen-
tarse de la madera. Según sus hábitos existen tres tipos que
representan una amenaza rotunda para la biblioteca: termitas
subterráneas, termitas de madera húmeda o podrida, y la muy
temida carcoma, que muestra especial afición por maderas
secas. Debido a que el papel ofrece menor resistencia a la
masticación que las vigas o los muebles, todas las mencio-
nadas atacan con fervor las colecciones de libros. Sus acti-
vos nidos producen progenie a una velocidad vertiginosa,
la infestación es siempre catastrófica… Muebles y estruc-
turas reducidas a fino polvo. Libros desmaterializados. Su
avance remite a “La nada” de La historia sin fin, una angus-
tiante nube de destrucción que pulveriza narraciones a su
paso; los distintos microuniversos contenidos en cada uno
de los libros perdidos para siempre. Lo peor del asunto es
que resulta prácticamente imposible erradicarlas. Salvo que
se utilicen productos altamente tóxicos (que obligan a la
evacuación del recinto por tiempo prolongado), las colo-
nias proliferarán hasta destruirlo todo.

Psócidos (Troguim pulsatorium): También llamados piojos


de los libros, son insectos diminutos de hábitos silenciosos.
Aunque no se alimentan directamente de celulosa, devoran

126
con ansiedad nerviosa el moho y los hongos que crecen so-
bre los libros que se encuentran en condiciones de humedad
elevada. Destruyen superficialmente la hoja de papel, lo que
supone que el texto desaparezca y las palabras se pierdan
para siempre dentro de sus primitivos tractos digestivos. El
daño que producen no es tan extremo como el de otros
bibliófagos o, en todo caso, no se generaliza a la misma
velocidad. No obstante, debido a que son en extremo si-
gilosos, por lo general la comprobación de su presencia va
acompañada de la tragedia de la desaparición parcial.

Blatodeos: Blatodeo es la manera docta de llamar al insecto


más odiado por la humanidad: la cucaracha. En regiones
tropicales es común que estos artrópodos infesten bibliote-
cas o archivos y produzcan daños severos. Devoran papel en
busca de humedad y destruyen los forros de los libros. Se
comen el cartón y los pergaminos (al parecer muestran es-
pecial gusto por las letras doradas de la encuadernación de
libros antiguos). Ingieren mapas, documentos, fotografías
y lo dejan todo untado con sus heces fecales. Las especies
más nocivas para la literatura son: Blatta orientalis, Blatella
germanica y Periplaneta americana.

Lepidópteros: No podemos cerrar este breve glosario sin


regresar al organismo más famoso del grupo: la polilla. Es
importante mencionar que polilla es un nombre ambiguo
que se emplea para denominar a todas las mariposas noctur-
nas (entre las que se cuentan más de quince mil especies) y
que sólo unas cuantas atacan la biblioteca. Probablemente
las más nocivas sean Tineola bisselliella y Hofmannophila pseu-
dospretella, ambas pequeñas y con alas plumosas. Debemos
remarcar que las polillas en su forma adulta no presentan

127
mayor amenaza contra los libros (pues las características
de su aparato bucal les impiden consumir materia sólida),
pero sus larvas son capaces de engullir librerías completas
en poco tiempo.

Siendo francos también habría que mencionar al mismo


Homo sapiens, ya sea porque sufre de patologías mentales —
ante la necesidad de esconder la información contenida en las
páginas o a manera de castigo—, algunos miembros de nues-
tra especie degluten hoja tras hoja de libros variados. Quizás
el más famoso entre los personajes históricos comedores de
libros, o al menos el que hizo de su extravagante preferencia
dietética una elección de vida, sea el olvidado poeta inglés
Thomas Lloyd, del cual escribe Luigi Amara en su ilustra-
tivo ensayo al respecto de la bibliofagia humana: Thomas
Lloyd o un alimento para el espíritu; en el cual el autor asevera:
“A pesar de que el poeta inglés era para todos los efectos
un ratón de biblioteca que llevó su gusto por los libros al
extremo de devorarlos físicamente, no parece que su com-
portamiento raye en lo aberrante precisamente por caverní-
cola, ni que oculte un signo de ferocidad o locura rupestre; al
contrario, su inclinación a la bibliofagia se antoja un camino
poco transitado, pero a su manera práctico —no sabemos si
eficaz—, para asimilar la obra de los maestros y convocar la
inspiración”.

***
Algún premio Nobel, no recuerdo bien cuál, decretó que la
humanidad es su literatura. Quizás no exactamente con estas
palabras, pero el caso es que tenía razón. Sin libros nuestra
especie no sería nada, o se limitaría tan sólo a existir como lo

128
hacen las bacterias. Nos guste o no, el conocimiento se sus-
tenta en el lenguaje escrito. Por eso es que los devoradores de
libros adquieren una dimensión que rebasa por completo su
naturaleza y merecen la guerra. A fin de cuentas aquello que
mastican en sus afiladas bocas quitinosas es lo que nos hace
ser quienes somos. Suena exagerado, lo sé, pero los bibliófa-
gos son en realidad devoradores de humanidad.
No hace falta insistir en que esto agrava enormemente el
tema. La amenaza de perder nuestra identidad en las fauces
artrópodas no es una cuestión que se pueda tomar muy a la
ligera. En Inspector Carcoma Juan Villoro narra las peripecias
en las que se vio sumergido cuando afrontó el ataque de es-
tos bichos en su departamento de Barcelona. Lo que queda
completamente claro de su testimonio es que, a menos que
uno esté dispuesto a tomar medidas sumamente drásticas, la
guerra está perdida de antemano.
¿Cómo podemos escapar de enfrentar situaciones seme-
jantes? ¿Existe realmente una manera de evitar que algu-
nos insectos acaben con nuestra historia? Porque, aunque
los más férreos dadaístas sostuvieran que no había novela que
realmente valiera la pena si no había sido presa de la polilla
—en su opinión sólo con los cráteres aleatorios, producto del
ataque, se conseguía la espontaneidad necesaria para que la
narrativa escrita alcanzara el grado de arte respetable—, la ver-
dad es que las obras maestras de la literatura funcionan mejor
completas. No hay duda de que es menester salvarlas antes de
que terminen como parte del menú de los invertebrados.
La tinta tóxica desgraciadamente no fue una iniciativa
eficaz, ya que para matar a los invasores ésta tenía que ser
sumamente venenosa. Letal no sólo para el bibliófago prome-
dio, sino también para el lector. No es necesario poseer una

129
imaginación superdotada para figurarse que el asunto fracasó
cuando el público comenzó a morir, como sucede con los
monjes en El nombre de la rosa.
La digitalización se presenta como una solución
prometedora. Sin embargo, no podemos pasar por alto la
dependencia total de este medio a la energía eléctrica. De-
pendencia que torna el panorama un tanto incierto. No
sabemos si seremos capaces de generar electricidad en un
futuro lejano. Además, claro, de su fragilidad ante el ataque
cibernético; Google hizo todo lo posible por ocultarlo, pero
es sabido que en Suecia un grupo de hackers creó The virtual
moth, un gusano informático que roe las bases de datos de las
bibliotecas en línea y las destroza.
Quizás una solución más efectiva sería dar un brinco tec-
nológico pero en sentido inverso. Regresar a la era previa a la
existencia del papiro e implementar los materiales utilizados
en el nacimiento de la escritura. La gloria mesopotámica de
las tabletas de arcilla. Material firme y duradero que no su-
cumbe ante ningún animal.
Como última medida siempre podemos optar por una
estrategia tipo Fahrenheit 451. Con la diferencia de que los
bomberos de Bradbury en vez de quemar libros por repre-
sión, lo harían acudiendo a la llamada de auxilio ante el
embiste de las pestes. Se convertirían en exterminadores
de plagas. Incendiarían tan sólo aquellos ejemplares que
se encuentren infestados. De esta manera se evitaría la
propagación de la especie. Y si la operación se realizara de
manera sistemática y consistente durante un periodo sufi-
cientemente largo, con el tiempo se conseguiría hacer real el
sueño de los bibliotecarios: aniquilar a todos los comedores
de libros de la faz de la tierra.

130
NOTA A LOS TEXTOS

A continuación se aporta la referencia de las publicaciones


en donde versiones preeliminares de los textos que compo-
nen este libro aparecen por primera vez.

Primera parte

«Tardígrados. Los animales que desafían toda preconcepción


biológica» apareció en Pijama Surf el 26 de abril de 2015.
«La bestia acuática del oriente. Andrias japonicus, el an-
fibio más grande del mundo apareció apareció en Avispero,
No. 8, año 3, 2014, pp. 110-116.»
«El pequeño monstruo del pantano. El anfibio que ha
cautivado a ciencia y literatura» apareció por en Avispero, No.
9, año 4, 2015, pp. 97-103.
«Bebedores de sangre. En las fauces de los vampiros
tropicales» apareció en Pijama Surf el 5 de mayo de 2015 bajo
el título «Devoradores de sangre, en las fauces de los verdade-
ros vampiros tropicales».
«Secuestradores de mentes. Parásitos que controlan la
mente a voluntad» apareció enVice (versión electrónica) el 4
de mayo de 2015.

131
«Divagación sobre la medusa. La vida llevada a su ex-
tremo más gelatinoso» apareció en Mutante el 19 de sep-
tiembre de 2013.

Intermedio
«Fósiles vivientes apareció en Límulus (versión electrónica) el
15 de marzo de 2014.»
«Vertebrados terrestres poco conocidos» apareció en
Límulus (versión electrónica) el 28 de junio de 2014.

Segunda parte
«La devastación del pez león. Los arrecifes coralinos bajo la
amenza de un invasor» apareció en dos entregas en Vice (ver-
sión electrónica): 1ª parte el 27 de octubre de 2014, 2ª parte
el 24 de noviembre de 2014.
«Distrito Feral. Bestiario de la megalópolis azteca» apa-
reció en Vice, Vol. 7, No. 8, 2014, pp. 88-95, bajo el tí-
tulo de «Distrito Feral. Los verdaderos sobrevivientes de la
megalópolis azteca»
«La infame chinche besucona. Chagas, el mal de la
muerte silenciosa» apareció por primera vez en Vice (versión
electrónica) el 22 de junio de 2015.
«Bibliófagos. El oscuro reino de los comedores de li-
bros» apareció en Chepela, Emilio (ed.), Die Kurt F. Gödel
Bibliothek, Jumex/Sicomoro, México, 2015.

132
ÍNDICE

5 Prefacio
PRIMERA PARTE
11 Tardígrados
19 La bestia acuática del oriente
27 El pequeño monstruo del pantano
37 Bebedores de sangre
43 Secuestradores de mentes
53 Divagación sobre la medusa

INTERMEDIO
63 Fósiles vivientes
73 Vertebrados poco conocidos

SEGUNDA PARTE
83 La devastación del pez león
97 Distrito Feral
113 La infame chinche besucona
123 Bibiófagos

131 Nota a los textos


Faunologías. Aproximaciones literarias
al estudio de los animales inusuales de Andrés Cota Hiriart
se terminó de imprimir en octubre de 2015
en la Ciudad de México.
¡Festina Lente!

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