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Capítulo 3
OBLIGATORIEDAD DE LA RELIGIÓN1
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2«En favor de la autenticidad de los Evangelios existe tal tradición literaria como no existe de
ningún otro escrito de la antigüedad. Una tradición antiquísima, pública, universal, constante.
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No tiene ni la menor comparación con la de ciertos escritores profanos cuyas obras nadie pone
en tela de juicio» [JUAN LEAL, S.I.: Valor histórico de los Evangelios, I,5. Ed. Escelicer. Cádiz.].
A nadie se le ocurre dudar de la autenticidad de las obras de los clásicos latinos César, Cicerón,
Horacio y Virgilio. A pesar de que - aunque todos ellos vivieron tan sólo 50 años antes de
Jesucristo- no conservamos, ni con mucho, las pruebas que conservamos de los Evangelios. El
autor clásico contemporáneo de Jesucristo de quien conservamos mejores documentos es
Virgilio. Pues bien, de Virgilio, sólo tenemos tres códices unciales. En cambio de los Evangelios
tenemos doscientos doce.
¡Superioridad aplastante! [Id. s, I, 5. Ed. Escelicer. Cádiz]. De Platón los manuscritos que
conservamos son 1500 años posteriores a él [VITTORIO MESSORI: Hipótesis sobre Jesús, VI, 11.
Ed. Mensajero. Bilbao, 1978]. De Aristóteles, que vivió 300 años antes de Cristo, «quizá el hombre
de inteligencia más amplia que haya existido» [CHESTERTON: El hombre eterno, 2ª, II. Ed. LEA.
Buenos Aires. 1987], cuyo Tratado de Lógica sigue siendo hoy día la base de todo razonamiento
filosófico, el manuscrito más antiguo que conservamos es 1400 años posterior a él. Nuestro gran
historiador contemporáneo de fama mundial, Menéndez Pidal, Premio March, que murió en
1968, en su Historia de España [MENÉNDEZ PIDAL: Historia de España, Tomo I, vol. 3, pg.267],
en treinta tomos, de la Editorial Espasa Calpe, fundamenta algunas de sus afirmaciones en la
obra Germania del historiador romano
Tácito, posterior a Cristo, pues murió el año 120. Pues bien, de la Germania, de Tácito, el códice
más antiguo que se conserva es 1340 años posterior a él [LUIS CONDE, S.I.: Los manuscritos del
Nuevo Testamento. Rev.Proyección,27 y 28. Gr.]. Del historiador griego Polibio, que murió 120
años antes de Cristo, y de quien Mommsen, Catedrático de Historia Antigua de la Universidad
de Berlín y Premio Nobel, dice que «a él es a quien deben las generaciones posteriores, incluso
la nuestra, los mejores documentos acerca de la marcha de la civilización romana»[ TEODORO
MOMMSEN: Historia de Roma, 1º, XIII. Ed. Aguilar. Madrid], el manuscrito más antiguo que
de él conservamos es 1067 años posterior a su muerte [JUAN IRIGOIN: Revista Scriptorium,
XIII, 2, (1959) 177-209]. En cambio, de los Evangelios conservamos manuscritos muy próximos
a ellos. El Evangelio de San Juan se escribió el año 95 [LEON-DUFOUR, S.I.: Los Evangelios y la
historia de Jesús, IV, 1. Ed. Estela. Barcelona]; pues bien, en 1935 se descubrió el papiro Rylands
(P.52) sobre este Evangelio, que se conserva en Manchester. Fue encontrado en Egipto en 1920
por el científico británico B.P.Granfell para el librero John Rylands [B. MANZANO, S.I.: La vida
de Jesucristo, nº 427. Zaragoza]. Según los especialistas se escribió hacia el año 130 [FRANCISCO
VIZMANOS, S.I.: Teología fundamental para seglares, nº432. Ed.BAC. Madrid]. Tan sólo 35 años
después. ¡Esto es maravilloso! (Para salvarte, P. Jorge Loring. Versión electrónica)
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los deberes de los hijos nacen de las relaciones que los ligan con sus
padres. – Dios no precisa que nosotros respetemos las reglas de la
justicia; sin embargo lo manda porque estas reglas están fundadas sobre
nuestras relaciones con nuestros semejantes. – Así, aun cuando Dios no
necesite de nuestros homenajes, los demanda porque son la expresión
de las relaciones del hombre con Dios. La religión quiere que seamos
religiosos para con Dios, como la moral quiere que seamos justos para
con los hombres.
A todo derecho corresponde un deber: a los derechos de Dios
corresponden los deberes de los hombres. Los derechos de Dios sobre el
hombre son evidentes, eternos, imprescriptibles, más que los derechos
de un padre sobre su hijo; luego, tales son los deberes del hombre para
con Dios. La religión es para nosotros un deber de justicia, que hay que
llenar so pena de violar los derechos esenciales de Dios.
¿Puede Dios dispensar de la religión al hombre?
No; porque Dios no puede renunciar a sus derechos de Creador, de
Señor, de fin último. Así como el padre no puede dispensar a sus hijos
del respeto, de la sumisión y del amor que le deben, así tampoco puede
Dios dispensarnos de practicar la religión.
Dios, sabiduría infinita y justicia suprema, debe necesariamente
prescribir el orden. Pero el orden requiere que los seres inferiores estén
subordinados al Ser supremo, que las criaturas glorifiquen a su Creador,
cada una conforme a su naturaleza. Luego el orden requiere que el
hombre inteligente y libre rinda a Dios:
1º, el homenaje de su dependencia, porque Él es su Creador y su
Señor;
2º, el homenaje de su gratitud, porque Él es su bienhechor;
3º, el homenaje de su amor, porque Él es su Padre y su Soberano
Bien;
4º el homenaje de sus expiaciones, porque Él es su legislador y su
juez;
5º el homenaje de su oraciones, porque Él es la fuente y el océano
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posesión de Dios.
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3 Este libro influyó de una manera pavorosa en aquellos pensadores que siempre están a la
búsqueda y a la caza de novedades, causando pérdidas de fe, abandonos del sacerdocio y de la
vida religiosa, politización de la religión e incluso derramamiento de sangre por parte de los que
entendieron tal “compromiso social” como un “compromiso con la subversión armada”. Como
si nada hubiera pasado y con la misma irresponsabilidad con la que 30 años antes proclamaba
la llegada de una civilización sin religión, el mismo Cox a mediados de la década del 90
publicaba otro libro titulado “Fuego del cielo” en el que afirmaba que todo cuanto había
enseñado en “La ciudad secular” eran previsiones erróneas y que en lugar de una civilización
sin Dios lo que tenemos ahora es una civilización atorada de religiosidad: ahora consideraba
“obvio que en lugar de ‘la muerte de Dios’ que algunos teólogos habían declarado no hace
muchos años, o de la decadencia de la religión que los sociólogos habían previsto, ha ocurrido
algo completamente distinto”.
No vamos a usar sus conclusiones como datos seguros, puesto que el perro cambia las
mañas pero no las pulgas, y por eso hogaño como antaño Cox sigue haciendo un análisis
incorrecto de la religiosidad (así como antes se entusiasmaba con una sociedad atea, ahora se
ilusiona con una sociedad pletórica de religiosidad, que en realidad no es tal sino que es en parte
el rebrote de una religiosidad sentimental fuertemente imbuida del espíritu de la New Age).
Pero el ejemplo nos sirve para ver lo superficial de los diagnósticos de los teólogos que se apartan
de la sana doctrina. Pues, los que en nuestras aulas despotrican contra la religión y la atribuyen
a una invención humana, no pasan del nivel académico de Cox, y terminan la mayor parte de
las veces dejándose llevar por las modas del momento... como Cox. En lugar, entonces, de
aceptar estas enseñanzas peligrosas, mejor haremos en preguntarnos “¿por qué somos
religiosos?”, “¿por qué todos los pueblos tienen su religión, verdadera o falsa?” La religión, es
decir, el “hecho religioso”, es uno de los fenómenos más profundos de nuestra naturaleza
(incluso algunos han querido ver en él una prueba de la existencia de Dios..., y de hecho no es
un método desacertado aunque no tenga el rigor de las pruebas que ya vimos en su lugar). Decía
Chesterton en “El hombre eterno”: “La naturaleza no se llama Isis ni busca a Osiris; pero busca,
sin embargo, busca desesperadamente lo sobrenatural”. Y en otro lugar añadía: “lo que hay de
más natural en el hombre es lo sobrenatural; he aquí la última palabra de la cuestión. Su
naturaleza lo obliga a adorar, y por muy deforme que sea el dios y extraña y rígida su postura,
la actitud de adorar es siempre generosa y grandiosa. Postrándose se eleva; con las manos juntas
es libre; arrodillado es grande. Liberadlo de su culto y lo encadenaréis; prohibidle doblar las
rodillas y lo rebajaréis. El hombre que no puede rezar lleva una mordaza... El individuo que
ejecuta los gestos de la adoración y del sacrificio, que derrama la libación o levanta la espada,
no ignora que ejecuta un acto viril y magnánimo y vive uno de los momentos para los cuales ha
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nacido”.
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que busquen en todas partes y en todo la justicia del reino de Dios. Hay
que establecer el orden temporal de forma que, observando
íntegramente sus propias leyes, esté conforme con los últimos principios
de la vida cristiana, adaptado a las variadas circunstancias de lugares,
tiempos y pueblos. Entre las obras de este apostolado sobresale la acción
social de los cristianos, que desea el Santo Concilio se extienda hoy a
todo el ámbito temporal, incluso a la cultura» (AA, 7).
«Aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y
crecimiento del reino de Cristo, SIN EMBARGO, EL PRIMERO, EN
CUANTO PUEDE CONTRIBUIR A ORDENAR MEJOR LA SOCIEDAD
HUMANA, INTERESA EN GRAN MEDIDA AL REINO DE DIOS» (GS,
39).
—Se dice que en los tiempos actuales no es conveniente esta
proclamación del Reino social de Jesucristo...
Entonces habrá que aplicarse de nuevo a la misma respuesta del
cardenal Pie al Emperador Napoleón III: «Si no ha llegado para
Jesucristo el momento de reinar, tampoco ha llegado para los gobiernos
el momento de durar».
—Pero el cardenal Pie vivió en el siglo XIX, y ahora estamos en la
frontera del siglo XXI. Luego no puede predicarse lo mismo.
La doctrina no es de una época ni está fosilizada. Es para todos los
tiempos. Precisamente san Juan Pablo II, en la homilía en que
inauguraba su pontificado, el 22 de octubre de 1978, repitió la misma
enseñanza. Estas son sus palabras: «Hermanos y hermanas, no tengáis
miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad, ayudad al Papa y a
todos los que quieren servir a Cristo. En nuestro conocimiento y, con la
potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera. No temáis.
Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo. Abrid a su
potestad salvadora los confines de los Estados, tanto los sistemas
económicos como los políticos, los campos extensos de la cultura, de la
civilización y del desarrollo. No temáis, Cristo conoce la intimidad del
hombre. Sólo él lo conoce. Con frecuencia el hombre actual no sabe lo
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