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SOL

Mi amigo el sol bajó a la aldea

A repartir su alegría entre todos,

Bajó a la aldea y en todas las cosas

Entró y alegró los rostros.

Aurelio rememora lejos de su tierra y con nostalgia, a través de sus versos sobrios, místicos,
que añoran ser leídos con la lentitud de un barco a la deriva, aquellos días en los que
esperaba al sol y veía como los campesinos empezaban el día gustosos de que su sol saliera
mágicamente de entre las montañas, traspasando objetos y cuerpos para iluminar los
corazones. Los rayitos de sol tibios, atravesaban cerros y valles, pasaban por el pueblo y
llegaban a casa, a tibiar la carne y la piel de los rostros diluidos por el trajín del día anterior;
esa gentecita amable, generosa y trabajadora que tenía la esperanza de que la luz se posara
sobre el tiempo y les ayudara en su labor matutino.

Recuerdo despertarme muy temprano, cuando el viento resoplaba indeleble, el rocío se


disolvía con la ilusión de un nuevo amanecer y el sol a penas lanzaba uno que otro rayito
que tintaba el cielo poco a poco de un celeste atomatado. En mi habitación oscura, tapiada
por puertas y ventanas de madera rustica y un cielo estrellado por varitas de madera, que
sobresalían de aquellas altas paredes hechas de bahareque, horneaba sueñitos con sabor a
café, panela y pambazos, rodeado de álamos, robles y violetas, antes de ir a respirar el
oxigeno exhalado por las plantas, antes de ir a visitar y consentir a mis vacas y a mis
gallinas que ya cacareaban desde hace algunas horas.

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