Está en la página 1de 7

Toda la oración es muy hermosa, pero a mí me ha impresionado

especialmente
su primera línea porque no es muy frecuente que seamos conscientes de esa
terrible
realidad: «Yo puedo colaborar a la extensión del mal en el mundo.»
Y es que nos hemos acostumbrado a pensar que el mal del mundo es una
cosa
anónima, que está ahí y de la que nadie tuviera la culpa. El terrorismo, la
violencia,
el consumismo, la obsesión por el dinero, la adoración de la carne, el
embotamiento
de las almas, todo eso y mucho más nos parece que es algo que nosotros
padecemos, pero con lo que no tuviéramos nada más que ver. Decimos:
«¡Qué mal
va el mundo! ¡Qué pena el tiempo que nos ha tocado vivir!» Pero ni se nos
ocurre
pensar que nosotros pudiéramos ser corresponsables de ese mal que flota
sobre
nuestras cabezas.
Pero sucede que el mal no es hijo de padre desconocido, ni es algo que el
demonio fabrique de la nada, ni es una especie de virus que genere la
sociedad,
entendida así, genéricamente. El mal es hijo del hombre, de la voluntad del
hombre.
El mal es una suma de males fabricados por una suma de seres humanos.
Somos los
hombres quienes hemos inventado y creado el hambre del mundo. Son
compañeros
nuestros quienes asesinan en los callejones. Son hombres como nosotros
quieres
respiran el clima de violencia en el que todos colaboramos y en el que cada
uno de
nosotros ha echado su mayor o menor paletada. Es el hombre quien ha
envenenado
la Naturaleza con sus gases tóxicos. El dinero no es un becerro de oro
surgido de
las minas, sino un veneno consumido a diario, y a diario adorado por cada
uno de
nosotros.
Sí, sí, los hombres -es decir, nosotros- somos los autores, fabricantes,
constructores, sostenedores del mal del mundo. Nace gracias a nosotros,
por
nosotros vive, de nosotros se alimenta; cada uno de nosotros puede
contribuir a su
aumento a poco que descuide el egoísmo de su corazón. Soñamos con
hacer el bien
y no sería ya poco que comenzáramos por no aumentar el mal.
Entiendo que esa monja pida a Dios que le ayude a no hacer sufrir a los que
la
rodean. Porque, ¿quién no ha hecho sufrir?, ¿quién no hace sufrir a
alguien? Sí, son
nuestras cóleras, nuestras intemperancias, nuestras «geniadas» (esas que
disculpamos diciendo: «Yo soy así.») las que engendran la gran violencia
del
mundo, el clima arisco que respiramos y que nosotros mismos hemos
alimentado.
Ya sé que un hombre no debe vivir obsesionado por el mal. No hay,
siquiera, que
pensar en el mal más de lo justo. Pero no deberíamos ser tan ingenuos
como para
olvidar que ese mal puede ser en parte hijo nuestro.
37. Los padres ancianos.
La ancianidad de los padres es para muchos hijos el gran crisol de su
cariño,
la prueba de si les quieren de veras y también la hora de grandes
amarguras.
Las está pasando, por ejemplo, esta mujer que me escribe angustiada
diciéndome que «duda muchas veces de que quiera a su madre». ¿Por qué?
Su
madre ha cruzado ya la frontera de los ochenta, está enferma y la edad y la
enfermedad la han vuelto absorbente.
Quiere que su hija esté todo el día a su lado, la obliga a renunciar a sus
vacaciones, a sus amistades, controla incluso las horas de entradas y salidas
para ir
al trabajo, se vuelve a veces insoportable y la hija no puede menos de
estallar en
algunas ocasiones; dice entonces cosas desagradables que dan un disgusto a
su
madre y se lo dan mucho mayor a la hija, que después se queda deshecha
por haber
perdido los nervios.
Con todo ello, la hija no puede evitar que suban a su cabeza pensamientos
absurdos: «Pienso muchas veces internarla en una residencia para estar yo
más
tranquila. Pero piensa también que su madre fue siempre buenísima con
ella y se
avergüenza de tales pensamientos. «¿Es -me pregunta- que yo soy egoísta?
¿Es que
soy una mala hija?»
Pues no, querida amiga, usted no es una mala hija, es usted un ser humano.
Y, por ello, a veces se cansa de luchar y a su cabeza acuden pensamientos
absurdos
-que yo sé que usted no realizará nunca-, pero que no puede evitar que
visiten su
mente. Pero, a fin de cuentas, lo que mide a los hombres es lo que hacemos
y no las
fantasías que pueden cruzar por nuestra cabeza inevitablemente.
Usted tendrá que empezar por serenarse y asumir como una tarea difícil
pero,
a fin de cuentas, importantísima y hermosa- la de hacer feliz a su madre en
los años
que le queden en este mundo. Ella, con su edad, con su enfermedad, no
puede
evitar el ser como es. Quiere mimos, quiere cariño. Y es porque se siente
débil y
tampoco ella puede evitar el actuar con un poco de egoísmo invasor.
Pero usted, que es más joven, es quien tiene ahora que llevar el timón del
problema. Y como usted quiere en serio a su madre, en conjunto lo llevará
bien. A
veces fallará. Llegarán momentos en que saltarán sus nervios y dirá
palabras idiotas
que luego la avergonzarán. Pero lo importante es que usted siga
esforzándose por
encima de esos fallos transitorios.
Piense: cuando usted tenía uno, dos, tres años, también era una niña
caprichosa, lloraba de noche por tonterías, cogía pequeñas berraquinas. Y
seguro
que más de una vez alteró los nervios de su madre, que se dijo a sí misma:
«¡Con
qué ganas la tiraba por la ventana!» Pero, naturalmente, no lo hizo. La
quiso a usted
a pesar de sus manías.
Ahora se ha invertido el juego: es su madre la que se ha vuelto niña. Es
usted
quien debe demostrar que es adulta.
38. Oración para pedir el buen humor
Quienes hayan leído con frecuencia este cuadernillo mío, sabrán ya de mi
cariño
hacía Santo Tomás Moro, ese santo fascinante a quien la Iglesia debería
proclamar
patrón del buen humor. No se cuenta que hiciera en vida milagro alguno e
incluso
para su canonización le dispensó la Santa Sede los habitualmente
necesarios
milagros, tal vez porque toda su vida, y muy especialmente su muerte,
fueron un
milagro prolongado.
Encarcelado en la Torre de Londres (en un torreón que aún hoy impresiona
visitar, oscuro, estrecho, sin sol y sin luz, sin libros ni fuego), vivió en ella
el más
largo de los secuestros, catorce meses, que invirtió en escribir uno de los
libros más
bellos y esperanzados de la tradición cristiana: sus comentarios a «La
agonía de
Cristo», que eran, a la vez, la historia de su propia agonía.
De él no sólo puede decirse que nunca perdió la esperanza, sino tampoco el
buen
humor, aunque nunca negara que sentía esa angustia «que tiene atornillado
el
corazón del prisioneros.
Pocos días antes de ir al patíbulo escribía a su hija, Margarete. «Te suplico,
con
sincero corazón, que sirvas a Dios y estés contenta y te alegres. Y si ha de
sucederme algo que te estremezca, entonces suplica a Dios por mí, pero no
te
conturbes.»
Y esta serenidad que pedía a los demás la vivió él mismo: cuando en la
madrugada del 6 de julio de 1535 se le comunicó que nueve horas más
tarde le
cortarían la cabeza, se limitó a dar las gracias por «las buenas noticias» que
le
daban. Y caminó luego serenamente y sonriendo hacia el patíbulo. Cuando
una
mujer le ofreció un jarro de vino, lo rechazó amablemente diciendo: «A mi
Señor le
dieron hiel y vinagre, no vino.» Y un momento después, al comprobar que
los
peldaños del cadalso estaban mal claveteados y se bamboleaban, pidió a
uno de sus
acompañantes: «Por favor, ayúdame a subir. Para bajar ya bajaré yo solo.»
Y aún
tuvo el coraje de animar a su verdugo que estaba impresionado: Haz acopio
de
valor, muchacho. Y no temas cumplir tu oficio. Mi cuello es muy corto, así
que
procura asestar bien el golpe, no vayan a creer que no conoces tu oficio.» Y
él
mismo se vendó los ojos, puso la cabeza sobre el tajo y se detuvo aún para
colocar
bien la barba, no fuera cortada por el hacha, mientras aún comentaba: «La
barba no
ha cometido delito alguno de lesa traición.»
Esa fue su muerte, porque esa había sido su vida. Y yo quisiera copiar aquí,
y
recomendársela a todos mis lectores, una preciosa oración compuesta por
él, que
marca un buen contraste con todas esas oraciones lacrimógenas que
algunos elevan
a Dios; olvidándose de que también a El le gusta el buen humor.
Dice así esta plegaria de Tomás Moro:
Señor, dame una buena digestión
y, naturalmente, algo que digerir.
Dame la salud del cuerpo
y el buen humor necesario para mantenerla.
Dame un alma sana, Señor,
que tenga siempre ante los ojos lo que es bueno y puro
de modo que, ante el pecado, no me escandalice,
sino que sepa encontrar el modo de remediarlo.
Dame un alma que no conozca el aburrimiento,
los ronroneos, los suspiros ni los lamentos.
Y no permitas que tome demasiado en serio
esa cosa entrometida que se llama <el yo>.
Dame, Señor, el sentido del humorismo.
Dame el saber reírme de un chiste
para que sepa sacar un poco de alegría a la vida
y pueda compartirla con los demás.»
39. Los tres corazones
Decía fray Luis de Granada que los hombres debíamos tener «para con
Dios un
corazón de hijos, para con los hombres un corazón de madre, y para con
nosotros
mismos un corazón de juez».
importante consejo que los hombres solemos cumplir... al revés: teniendo
para
con Dios un corazón de súbditos lejanos, para los demás un corazón de juez
y para
con nosotros mismos un corazón de madraza perdonalotodo. Y tal vez por
eso
funciona tan medianamente el mundo en que vivimos.
Tener para con Dios un corazón lejano es no haberse enterado de nada de la
vida
religiosa. Dios o es padre, o es un ídolo. Y resulta que muchos de nosotros
se han
fabricado una visión idolátrica de Dios a quien ven o con miedo, porque se
le
imaginan más juez que padre, o con interés, como si fuera alguien a quien
hay que
engatusar con mimos porque, sin ellos, no nos querría. Pero resulta que
Dios
exigente es ante todo Padre, es decir: estimulador, amigo desde las
entrañas,
generoso y abierto siempre al perdón y la misericordia.
Y aún lo hacemos peor con nuestros hermanos los hombres a quienes
contemplamos con la escopeta de la crítica bien montada, dispuestos
siempre a ver
sus defectos y jamás sus virtudes. Y somos no sólo jueces, sino jueces
especialmente duros, más amigos de aplicar fríamente la ley (la de nuestros
puntos
personales de vista) que de tratar de entenderles y comprenderles. ¡Con qué
extraiía dureza hablamos los unos de los otros! Y lo llamativo es que nadie
nos ha
nombrado jueces de nadie, pero nosotros nos autoatribuimos esa función y
con
frecuencia tenemos ya dictada nuestra sentencia (condenatoria) antes aún
de oírles.
¡Corno
arriba nos jueguen con la medida con la que nosotros medimos.... es-
taremos
listos!
En cambio, qué magnánimos somos a la hora de disculpar nuestros fallos.
Qué
rara vez no nos absolvemos en el tribunal de nuestro corazón, dejando la
exigencia
para los demás. Incluso en nuestros errores más evidentes encontramos
siempre
montañas de atenuantes, de eximentes, de disculpas justificatorias. ¡Qué
buenos
chicos aparecemos en el espejo de nuestras conciencias debidamente
maquilladas!
¡Qué capacidad de autoengaño tenemos!
Habría que cambiar en el reparto de corazones siguiendo el consejo de fray
Luis
de Granada. Bastaría con eso para cambiar el mundo. Queriendo a Dios
como hijos
cambiaríamos el miedo por el afán de hacerle feliz. Y este afán no
debilitaría la
religión, porque el amor siempre será más obligante que el miedo.
Y bastaría con sentirnos madres de los demás para entregarnos
apasionadamente
a ayudarles; al comprenderles, les estimularíamos en lugar de paralizarles
con el
rayo de nuestras condenas. Y ellos, al saberse y sentirse queridos, serían,
sin
mucho más, mejores.
Y si fuéramos para nosotros mismos un juez exigente, no apaburador, pero

alguien que señala sin miedos los caminos torcidos en nuestro interior, ¡qué
difícil
nos sería dormirnos en los cojines de nuestra comodidad!
Ya lo saben, amigos: hay que poner en su sitio nuestros tres corazones.
40. El

También podría gustarte