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PROBLEMAS DEL CONOCIENTO Y

FORMAS DE RAZONAMIENTO
JURÍDICO
Cátedra B

Profesor: Mgter. Pablo M. Pecchio

Facultad de Derecho

UNIVERSIDAD NACIONAL DE CÓRDOBA

ZELAYA, Yanina S.
2019
Zelaya, Y. - 2019 Facultad de Derecho - UNC

PRINCIPIOS DE FILOSOFÍA: UNA INTRODUCCIÓN A SU


PROBLEMÁTICA
CARPIO, P. Adolfo

 CAPÍTULO 1: LOS PROBLEMAS DE LA FILOSOFÍA

 Los principios ontológicos

Se llama ente a todo aquello que “es”, a todo lo que puede predicarse de este término (por ej., una
silla, una montaña) y, en la medida que ello ocurre, se trata de “entes” -así como “pudiente” es “el que
puede”, “viviente” lo que vive, “floreciente” lo que florece, “amante” el que ama, “lo que es” se llama
“ente”-. A lo que hace que los entes sean se lo llama ser -tal como pudiente participa del poder, lo
viviente del vivir, etcétera-.
La ontología es la disciplina que se ocupa de estudiar los entes. Esta disciplina enuncia una serie de
principios, válidos para todos los entes, que se denominan principios ontológicos.

a) El principio de la identidad, que afirma que “todo ente es idéntico así mismo”. Lo que no
significa que todo ente sea “igual” a sí mismo, ya que la identidad y la igualdad no son lo
mismo.
Ejemplo:
2+2 es igual a, pero no idéntico a 4; mientras que 2+2 es idéntico a 2+2 y 4 es idéntico a 4.

La palabra identidad deriva del vocablo latín ídem, que quiere decir “lo mismo”, de manera que
“identidad” significa “mismidad”. Si a todo lo que no es idéntico se denomina diferente, podrá
decirse que los iguales son, no idénticos, sino diferentes. La diferencia admite la igualdad como
una de sus formas, junto con otras formas suyas como lo mayor y lo menor (Romero, 1945). Por
tanto, si entre dos entes no se encuentra diferencia ninguna, no se tratará de dos entes, sino de
uno solo; este es el principio de la identidad de los indiscernibles (Leibniz).

b) El principio de contradicción sostiene que “ningún ente puede ser al mismo tiempo ‘P’ y ‘no-
P’”. Con la letra P se simboliza cualquier predicado posible (por ej. “papel”, o “cenizas”, o
“justicia”, etc.), y con “no-P”, su negación (todo lo que no sea papel, o todo lo que no sea
cenizas, o todo lo que no sea justicia, respectivamente). Lo que el principio señala es que
ningún ente puede ser al mismo tiempo, por ejemplo, “papel y no-papel”; si bien ello puede
ocurrir en tiempos distintos, dado que, si se quema la hoja de papel, esta dejará de ser papel,
para convertirse en cenizas (no-papel).

c) El principio del tercero excluido dice que “todo ente tiene que ser necesariamente ‘P’ o ‘no-P’”
(por ej., todo ente tiene que ser papel o no-papel). Forzosamente tiene que tratarse de una de
las posibilidades -o P o no-P-, excluyéndose absolutamente una tercera.

d) El principio de razón suficiente, o principio de razón (o del fundamento), o principio de Leibniz


(enunciado por él por primera vez), afirma que “todo tiene su razón o fundamento”; o, dicho
negativamente, que no hay nada porque sí. No puede haber nada absolutamente que no tenga
su respectivo fundamento; no sostiene, ni mucho menos, que se conozca ese fundamento,
porque en efecto ocurre muchísimas veces que se desconoce el fundamento o razón de tal o
cual ente. En tal caso, hay situaciones en las que nuestra capacidad para penetrar en las cosas y
determinar sus respectivas razones se ve afectada.

 La diversidad de los entes

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Puede decirse que no hay una sola especie de entes, sino varias. Se adopta una clasificación de las
más corrientes y que resulta cómoda a tales fines. Se distinguirán tres géneros de entes: los sensibles,
los ideales y los valores.

a) Los entes sensibles (también llamados “reales” por algunos autores) son los que se captan por
medio de los sentidos, tanto los sentidos fisiológicamente considerados, como el sentido
íntimo o de autoconciencia que nos permite, por ejemplo, en cierto momento discernir si
estamos tristes o alegres. Los entes sensibles se subdividen en físicos y psíquicos.
- Los entes físicos son espaciales, es decir, están en el espacio, ocupan lugar.
- Los entes psíquicos, en cambio, son inespaciales. Si bien van siempre ligados a un cuerpo
orgánico, no significa que sean lo mismo o tengan sus mismas características, tal como
ocurre en el caso de la espacialidad.
Sean físicos o psíquicos, los entes sensibles son temporales. Es decir, están en el tiempo, tienen
cierta duración, un origen y un fin. O, lo que es lo mismo, son finitos.
Además, están ligados entre sí por un tipo de relación temporal, la relación de causalidad:
todo ente físico es causa de otro posterior y, a su vez, es efecto de otro anterior. La causa es
siempre anterior al efecto y el efecto es posterior a la causa (forma especial de fundamento o
razón -4° principio ontológico-).

b) Como ejemplo de entes ideales se pueden mencionar los entes matemáticos (números, figuras,
cuerpos geométricos), las relaciones (la identidad, la igualdad, la diferencia, la relación de
mayor o menor, etc.) y las esencias.
Se caracterizan por:
- Su intemporalidad, por no ser temporales. Si lo fueran, hubieran tenido un comienzo en el
tiempo, pero éste no los afecta en absoluto. Solo tiene relación con el espíritu del hombre
que los conoce, y esto sí es susceptible de ser fechado. Que el descubrimiento tenga autor
y fecha no supone que también lo tenga lo descubierto, (por ej., el teorema de Pitágoras).
- La relación de principio a consecuencia, o relación de implicación, que alude al especial
tipo de vinculación que enlaza unos entes ideales con otros. Esta relación se diferencia de
la relación causal, entre otras cosas, porque mientras esta última esta enlazada con el
tiempo, tal enlace no se da entre los entes ideales.
Ejemplo:
a=b, b=c, c=d, …, x=y; luego a=y

Las cosas mismas, los teoremas, los entes de que se trata y las relaciones que los vinculan, son
todos verdaderos a la vez, sin ninguna relación con el tiempo; y el orden según el cual se los
dispone no es sino el que corresponde a la relación de principio a consecuencia, a que unos se
fundan o están implicados por los anteriores; o también, si se quiere, se trata del orden que va
de lo más simple a lo más complejo.

c) El tercer género de entes lo constituyen los valores (por ej., la belleza, la fealdad, la justicia, la
injusticia, etc.). Son muy diferentes de todos los anteriores y poseen las siguientes
características:
- Los valores valen, distintiva de este género que lo separa de los anteriores. Significa que
frente a ellos no podemos permanecer indiferentes, porque ante un valor se despierta en
nosotros una reacción, una respuesta -la valoración o la estimación-, que puede ser de
adhesión -si el valor es positivo- o de rechazo -si el valor es negativo-. La disciplina que se
ocupa del estudio de los valores se denomina axiología.
Los objetos sensibles en los cuales se dan valores, o en los cuales estos encarnan, son
denominados bienes (por ej., una estatua, en que se da el valor belleza).
- Poseen polaridad. Lo que significa que frente a todo valor hay siempre un contravalor o
disvalor o valor negativo (por ej., justicia-injusticia, bondad-maldad, etc.). La dualidad de
las estimaciones -adhesión o rechazo- se encuentra vinculada a esta característica.
- Tienen jerarquía. Lo que significa que no valen todos uniformemente, sino que algunos
valen más que otros, que son más “altos”, en tanto los otros son más “bajos”; unos son
“superiores” y otros “inferiores”. De acuerdo con tal jerarquía, los valores se ordenan en

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una serie o tabla de valores, desde los que valen menos o son menos importantes, hasta
los que valen en grado máximo.
En cuanto a los parámetros para determinar cuáles valen más, las opiniones de los filósofos
son muy divergentes. Hay quienes sostienen que entre los valores hay relaciones
jerárquicas objetivas, rigurosas y absolutas (objetivismo axiológico); en tanto que otros
afirman que las relaciones jerárquicas entre los valores (y los valores mismos) son
netamente subjetivas o relativas (relativismo axiológico), es decir, que varían según las
épocas (relativismo historicista), o según los individuos (relativismo subjetivista), o de
acuerdo con el grupo social de que se trate (relativismo sociologista), etc.
Si los valores son relativos, si cada cual valora las cosas a su manera, en el fondo -al
parecer- estaría autorizado a hacer lo que le parezca; el relativismo, entonces, promete
una vida más fácil. Sin embargo, en cuanto se piensa la cuestión con un poco de cuidado,
se nota enseguida que lo que hagan los demás sobre la base del principio de que cada uno
puede hacer lo que le guste, bien puede repercutir desagradablemente sobre nosotros.
Un ejemplo claro es el régimen nazi que, con esa teoría, asesinó a millones de personas.
Puede parecer entonces que, al relativismo si no se lo elimina, por lo menos hay que
restringirlo un poco. Debe haber en ciertas zonas de la vida humana algunos valores
absolutamente negativos, que en ninguna circunstancia debieran ser admisibles, porque si
no, se correría el riesgo de degradar nuestra propia humanidad.
Max Scheler sostuvo que hay ceguera axiológica, esto es, una incapacidad para captar o
acceder a ciertos valores. Así como no se puede sostener que no hay cosas visibles porque
los ciegos no las ven, de la misma manera -siguiendo su razonamiento- no se puede negar
la existencia de valores, porque haya personas incapacitadas para captarlos, o, en el caso
de la jerarquía, para aprehender adecuadamente el orden que objetivamente les
corresponde.

 Una primera definición de la filosofía

Aristóteles dijo que la filosofía (o, más rigurosamente, la ontología o metafísica) es “un saber
que se ocupa teoréticamente del ente en tanto ente (en lo que tiene de ente) y de las propiedades
que como tal le son propias”. Este giro “en tanto ente” se refiere, por ejemplo, en el caso de los entes
matemáticos, a lo que éstos tienen de entes y no en lo que tienen de matemáticos, en las propiedades
que como tal, es decir, en cuanto entes, les corresponden; atendiendo a sus características más
generales.
La filosofía se ocupa de la totalidad de los entes, a diferencia de las ciencias, cada una de las
cuales trata tan solo de un determinado sector de entes. Podría caracterizársela diciendo que es el saber
más amplio de todos, ya que, según la definición aristotélica, no hay nada que no esté a su alcance, pues
todo, de una manera u otra, cae bajo su consideración, nada le escapa, ni siquiera la “nada” misma.

 El fundamento. Primer origen de la filosofía: El asombro

Que la filosofía se ocupa de la totalidad del ente, tiene relación con el cuarto principio
ontológico, el principio de razón suficiente. De su aplicación a la totalidad de los entes resultará un sinfín
de preguntas. ¿Por qué hay mundo?, ¿por qué hay entes? La parte de la filosofía que se ocupa de este
problema del fundamento, con todas las inflexiones propias de él, se llama metafísica.
Si todo ente debe tener un fundamento, ¿cuál es el fundamento de los entes en totalidad?, es
decir, ¿qué es lo que hace que los entes sean, en qué consiste el ser de los entes, de cada uno de ellos y
de la totalidad? Los entes son, en efecto; pero ¿qué quiere decir ser? ¿Qué es eso -el ser- por virtud de
lo cual los entes en cada caso son, y son tal cual son? Todas estas preguntas nacen del asombro del
hombre frente a la totalidad del ente, surgen del asombro ante el hecho de que haya entes cuando bien
pudo no haber habido nada. Por ello se dice, desde Platón y Aristóteles, que el asombro o sorpresa es el
origen de la filosofía, lo que impulsa al hombre a filosofar. En efecto, que algo sorprenda hace que uno
se pregunte por lo que ocasiona la sorpresa; y la pregunta lo lleva al hombre a buscar el conocimiento.
El asombro filosófico es el asombro ante la totalidad del ente, ante el mundo. Y este asombro
(que aconteció por primera vez entre los griegos, -comienzos del siglo VI a.C.-) ocurre cuando el hombre,
libre de exigencias vitales más urgentes, y también libre de las supersticiones que estrechan su
consideración de las cosas, se pone en condiciones de elevar la mirada, mucho más allá de sus

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necesidades y contorno más inmediatos, para contemplar la totalidad y formularse preguntas. En el


momento en que el hombre fue capaz de formularlas de manera conceptual, con independencia de toda
concepción mítica, religiosa o tradicional, en ese momento había nacido la filosofía.
Desde otro punto de vista, no conceptual, también responde a estas preguntas otra
manifestación de la vida humana, distinta de la filosofía: la religión. Toda religión y toda mitología dan
respuesta a aquellas preguntas. La diferencia está en que la filosofía da una respuesta puramente
conceptual. Lo que parece haber sido obra de Tales de Mileto (~585 a.C.) y por lo cual pasa por ser el
primer filósofo. En efecto, él no se refiere a nada sobrenatural, no habla de dioses que hayan hecho este
mundo ni de las relaciones, amistades y luchas entre ellos. Simplemente, se pregunta qué son las cosas.
Y contesta con una respuesta que puede parecer extraña: el agua; todo procede del agua, el principio o
fundamento de todas las cosas es el agua.
Se desconoce su argumentación, las razones para sostener esta tesis. Conjetura Aristóteles que el curso
de su razonamiento pudo haber sido el siguiente: los fenómenos fundamentales de la vida -la digestión
y la reproducción- se realizan en un medio húmedo; por tanto, según una inferencia analógica, Tales
habría sacado la conclusión de que es de la humedad, es decir, del agua, de donde se han generado
todas las cosas.
Bertrand Russell observaba que la respuesta, a pesar de que pueda parecer elemental y mal
fundada, en el fondo no se aleja mucho de las teorías más modernas acerca de la constitución de la
materia, según las cuales el átomo más simple, y en ese sentido base de todos los demás, es el de
hidrógeno un solo protón y un solo electrón), el cual constituye las dos terceras partes del agua; Tales se
habría equivocado, según esto, por un error de solo un tercio. Semejante interpretación, sin duda, es un
flagrante anacronismo, porque atribuye a Tales teorías propias de nuestra época, que él desconoció por
completo. Pero lo que interesa es ver que, en todo caso, su pensamiento no tenía nada de absurdo, aun
a la luz de la ciencia actual.
Importante es notar que la afirmación de Tales carece de elementos míticos o fantásticos,
porque no habla del agua como algo sobrenatural, sino que encara su asunto de manera puramente
pensante, de modo puramente conceptual. Con Tales nace el pensamiento racional, y pasa por ser el
primer filósofo precisamente porque intenta explicar la realidad en términos exclusivamente
conceptuales. Junto con ello Tales descubre a su manera la idea fundamental de la unidad de la realidad,
porque todo, a pesar de su multiplicidad, e reduce a una sola cosa, a un solo principio: el agua.
Sin embargo, es preciso formular de inmediato una advertencia, si no se quiere desconocer el
sentido del pensamiento de Tales. Por el hecho de que el principio o fundamento de todas las cosas sea
el agua, no hay que creer que Tales fuese lo que se llamaría un materialista, por lo menos en el sentido
con que se usa hoy en día este término. Porque esa sustancia primordial -el agua- era para él algo
fundamentalmente animado y animante, vale decir, algo dotado de vida y a la vez capaz de otorgarla.
(Por ello suele decirse que Tales, y otros filósofos que inmediatamente le siguen -Anaximandro,
Anaxímenes-, son “hilozoístas”, porque conciben la materia como algo viviente).

 Filosofía e historia de la filosofía

Para esta pregunta acerca del fundamento no hay una sola respuesta, son muchas, tantas como
filósofos. Si Tales dijo que el principio de todas las cosas está en el agua, Anaximandro afirmará que se lo
encuentra en lo indefinido o indeterminado. Anaxímenes en el aire y Pitágoras en los números; los
materialistas sostienen que el fundamento de todas las cosas es la materia, y según otros filósofos ese
fundamento lo constituye Dios, sea que se lo entienda como trascendente al mundo, o bien como
inmanente a las cosas, como constituyendo su sentido o su organización interior; y habrá quienes digan,
como Platón, que el verdadero fundamento se halla en el Espíritu, tal como sostendrá Hegel.
Prima facie, la pregunta por el fundamento de todas las cosas tiene respuestas diversas,
contradictorias entre sí, y -de nuevo, prima facie- sin que ninguna parezca por lo tanto más verdadera
que las otras. Hay quienes dicen que la realidad es en su fondo materia, o que la realidad es Espíritu, o
que la realidad es Dios. Pero no se ve, en primera instancia, que ninguna de estas tesis tenga más
privilegios que las otras (no se trata no de “preferencias”, sino de lo que las cosas mismas son).
También por este lado hay una profunda diferencia entre la filosofía y las ciencias. Porque la
historia de la ciencia es una historia progresiva, donde cada etapa elimina o supera las anteriores; por
eso, para saber ciencia a nadie se le ocurre estudiar historia de la ciencia. En cada momento del
desarrollo de la ciencia, los científicos están de acuerdo unos con otros, por lo menos en lo esencial
respecto de la mayor parte de su material de estudio; y si hay sectores en los que surgen discrepancias,

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se tratará justo de aquellas zonas donde el conocimiento científico no se ha asentado aun


suficientemente: el ámbito de las hipótesis o las teorías.
Pero al revés de lo que ocurre con la de la ciencia, la historia de la filosofía -por lo menos en
primera instancia- no parece tener carácter progresivo, si con ello se entiende que Platón ha sido
superado por Descartes, por ejemplo, o por tal o cual pensador actual, y que por ello el estudiarlo sería
tan inútil y anacrónico. En cada gran filósofo parece latir un valor permanente, de manera parecida a lo
que ocurre con el arte o la literatura, cuyas grandes obras encierran sugerencias, inspiraciones,
enseñanzas siempre nuevas. Por eso, estudiar filosofía es en buena parte estudiar historia de la filosofía,
y la historia de la filosofía no es historia, sino filosofía.
Aristóteles, o Plotino, o Descartes, o Kant, son tan “actuales” como los filósofos vivientes.
Platón es tan actual como Heidegger, y es por ello por lo que en cada momento de la historia de la
filosofía no hay acuerdo (al revés de lo que pasa en la ciencia). Este es el fenómeno de lo que se llama la
“anarquía de los sistemas filosóficos”. Ningún sistema filosófico que goce de mayor privilegio que los
demás.

 Segundo origen de la filosofía: la duda

El conocimiento humano está constantemente asechado por el error, entonces aquellas


preguntas y este estado de cosas nos llevan a señalar un segundo origen de la filosofía y a plantearnos el
problema del conocimiento.
El primer origen de la filosofía se lo encontró en el asombro. Pero la satisfacción del asombro,
lograda mediante el conocimiento filosófico, pronto comienza a vacilar y se transforma en duda en
cuanto se observa la multiplicidad de los sistemas filosóficos y su desacuerdo recíproco, y, en general, la
falibilidad de todo conocimiento. Esta situación lleva al filósofo a someter a crítica nuestro conocimiento
y nuestras facultades de conocer, entonces la duda, la desconfianza radical ante todo saber, se
convierte en origen de la filosofía.
Reflexionando acerca de los errores de los sentidos podemos decir que éstos con frecuencia
nos engañan, que nuestras percepciones suelen ser engañosas. Con nuestra otra facultad de conocer,
con el pensamiento, con la razón tampoco podemos tener la plena seguridad de que no nos engañen, ya
que a veces nos equivocamos en los razonamientos más sencillos, como en una suma, por ejemplo.
Pensando en los tantos sistemas políticos que el hombre ha ideado, muchos de ellos
enteramente racionales, perfectamente bien pensados, pero que, llevados a la práctica, si no han sido
un desastre, por lo menos han quedado muy lejos de las pretensiones de quienes los idearon y creyeron
en sus bondades, confiados en que con ellos se iban a eliminar las mil y una injusticias que afligen a las
sociedades humanas. Parece como si hubiera una falta de coherencia entre la razón y la realidad, cierto
coeficiente de irracionalidad en las cosas.
En primera instancia todos creemos ingenuamente en la posibilidad de conocer, el
conocimiento se nos ofrece con una evidencia original; pero esta evidencia desaparece pronto y la
reemplaza la duda no bien se toma conciencia de la inseguridad e incerteza de todo saber. Nace la duda
cuando nos damos cuenta de este estado de las cosas, de la falibilidad de las percepciones y de los
razonamientos.
La duda filosófica puede asumir dos formas diferentes: la duda por la duda misma, la duda
sistemática o pirroniana, y la duda metódica o cartesiana.

a) El escepticismo absoluto o sistemático se lo llama también pirroniano porque fue Pirrón de


Elis el que lo formuló; si puede decirse que lo haya formulado, porque Pirrón era un
escéptico absoluto, es decir, negaba cualquier conocimiento, fuera de lo que fuese; y por lo
mismo negaba que pudiera siquiera afirmarse esto, que “el conocimiento es imposible”,
puesto que ello implicaría ya cierto conocimiento: el de que no se sabe nada. Pirrón, por
tanto, consecuente con su pensamiento, prefería no hablar, y en última instancia, como
recurso final, trataba de limitarse a señalar con el dedo.
Conviene observar dos cosas. En primer lugar, que Pirrón era hombre íntegro, en el sentido
de que tomaba con toda seriedad lo que enseñaba. En segundo lugar, que no hay dudas de
que debió haber sido un hombre muy extraordinario.

b) Pero interesa más la duda metódica, la duda de Descartes. Esta duda no se practica por la
duda misma, sino como medio para buscar un conocimiento que sea absolutamente cierto,

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como instrumento o camino (método) para llegar a la certeza. Descartes dice: si me pongo
a dudar de todo, e incluso exagero mi duda llevándola hasta su colmo más absurdo, hasta
dudar de que 2+2 sea igual a 4 porque quizás estoy loco, o porque mi razón está
deformada o es incapaz de conocer, y me parece que 2+2 es igual a 4 cuando en realidad
es igual a 5; si dudo de todo, pues, y llevo la duda hasta el extremo máximo de exageración
a que pueda llevarla, sin embargo tropezaré por último con algo de lo que ya no podré
dudar, por más esfuerzos que hiciere, y que es la afirmación “pienso, luego existo”. Esta
afirmación representa un conocimiento, no meramente verdadero, sino absolutamente
cierto, porque ni aun la duda más disparatada, sostiene Descartes, puede hacernos dudar
de él.
El asombro lleva al hombre a formular preguntas y, primordialmente, la pregunta por el
fundamento. Por su parte, la pregunta conduce al conocimiento; pero a su vez, cuando se
tiene cierta experiencia con el conocimiento, se descubre la existencia del error, y el error
nos hace dudar. Se plantea entonces el problema acerca de qué es el conocimiento, cuál es
su enlace o valor, cuáles son las fuentes del conocimiento y a cuál de las dos -los sentidos o
la razón- debe dársele primacía. De todas estas cuestiones se ocupa una parte de la
filosofía denominada teoría del conocimiento o gnoseología. Surge, entonces, otra
diferencia entre la ciencia y la filosofía, porque la ciencia no se plantea el problema del
conocimiento; la ciencia, por el contrario, parte del supuesto de que, simplemente, el
conocimiento es posible, supuesto sin el cual ella misma no sería posible.

 Tercer origen de la filosofía: las situaciones límites

Con la duda se inaugura la reflexión del hombre sobre sí mismo, que llega a su forma más
honda y trágica cuando el hombre toma conciencia de las situaciones límites.
Esta expresión la introdujo un filósofo contemporáneo, Karl Jaspers. El hombre se encuentra
siempre en situaciones que cambian o pueden cambiar. Pero además de las situaciones de este tipo, de
por sí cambiantes, hay otras “que, en su esencia, permanecen aun cuando sus manifestaciones
momentáneas varíen y aun cuando su poder dominante y embargador se nos disfrace”, dice Jaspers; y
agrega: “debo morir, debo sufrir, debo luchar, estoy sometido al azar, inevitablemente me enredo en la
culpa”. A estas situaciones fundamentales e insuprimibles de nuestra existencia es a las que Jaspers
llama “situaciones límites”.
Se trata de situaciones insuperables, más allá de las cuales no se puede ir, situaciones que el
hombre no puede cambiar porque son constitutivas de su existencia, es decir, son las propias de nuestro
ser-hombres. Porque el hombre no puede dejar de morir, ni puede escapar al sufrimiento, ni puede
evitar hacerse siempre culpable de una manera u otra. En cuanto tales situaciones limitan al hombre, le
fijan ciertas fronteras más allá de las cuales no puede ir, puede decirse también que manifiestan la
radical finitud del hombre, una de cuyas expresiones se encuentra en las palabras de Sócrates “solo sé
que no sé nada”, revelando la importancia del hombre en general, y de todo conocimiento humano en
particular. En la conciencia de las situaciones límites, o en la finitud del hombre, se encuentra el tercer
origen de la filosofía.
Epicteto, filósofo de la escuela estoica (integrada por filósofos que perseguían el ideal de vida
de lograr la más completa impasibilidad frente a todo cuanto pueda perturbarnos), sostuvo que el
origen del filosofar reside “en la conciencia de la propia debilidad e impotencia” del hombre (lo que
llamamos su finitud). Enseñaba que hay dos órdenes de cosas y de situaciones: las que dependen de
nosotros, y las que no dependen de nosotros. Las últimas son cosas sobre las que no tengo poder
ninguno, sino que están determinadas por el destino. Por tanto, tratándose de cosas que no dependen
de mí, sobre las cuales no tengo influencia ninguna, es insensato que me preocupe o me impaciente. Lo
que corresponde es que el hombre en cada caso trate de cumplir lo mejor que pueda el papel que ha
sido destinado desempeñar, sea como esclavo, sea como emperador (dos de los principales filósofos de
esta escuela estoica fueron, uno -Epicteto- esclavo, y otro -Marco Aurelio Antonio-, emperador romano).
Resumiendo, lo único que de mí depende son mis pensamientos, mis opiniones, mis deseos, o todo acto
del espíritu; esto es lo único que puedo modificar, y el hombre logrará la felicidad en la medida en que
se aplique solamente a este propósito.
De acuerdo con esto, el interés fundamental de la reflexión de Epicteto se centra en la
conducta del hombre, problema del que se ocupa la ética o moral. Puede concluirse entonces, que la
filosofía brota

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de tres principales estados de ánimo -asombro, duda y angustia o preocupación por la finitud y por lo
que se debe hacer o no hacer-, a cada uno de los cuales corresponde, en líneas generales, una disciplina
filosófica: metafísica, gnoseología y ética, respectivamente.

 CAPÍTULO 2: CAMBIO Y PERMANENCIA

 Devenir e inmutabilidad

Como se mencionó, al aplicar el principio de razón al conjunto de todo lo que es, se planteaba
el problema metafísico, es decir, el problema relativo al fundamento de los entes en totalidad; y a este
problema se han dado las respuestas más diversas. Entre esa variedad hay dos doctrinas capitales, que
constituyen como dos modelos primordiales, y a la vez contrapuestos, que han determinado de manera
decisiva todo el pensamiento ulterior -el cual, en este sentido, puede describirse como serie de posibles
compromisos o transacciones entre aquellos dos modelos-.
Lo que movió a los griegos a filosofar fue el asombro, y ese asombro fue ante todo asombro por
el cambio, es decir, por el hecho de que las cosas pasen del ser al no-ser y viceversa. Por ejemplo, un
árbol gracias a ese cambio que se llama crecimiento pasa de ser pequeño y, por tanto, no ser grande, a
ser grande y no ser pequeño. El cambio o devenir se manifiesta en múltiples fenómenos del universo.
Un filósofo, Heráclito, afirma que el fundamento de todo está en el cambio incesante, que el
ente deviene, que todo se transforma, en un proceso de continuo nacimiento y destrucción al que nada
escapa. El otro, al contrario, Parménides, enseña que el fundamento de todo es el ente inmutable, único
y permanente; que el ente “es”, simplemente, sin cambio ni transformación alguna.

 Heráclito: El fuego

Heráclito expresó la idea de que la realidad es devenir, incesante transformación: “todo fluye”,
“todo pasa y nada pertenece”, frases atribuidas por Platón a los heraclitianos. Heráclito compara la
realidad con el curso de un río: “no podemos bañarnos dos veces en el mismo río”, porque cuando
regresamos a él sus aguas, continuamente renovadas, ya son otras, y hasta su lecho y sus riberas se han
transformado, de manera que no hay identidad estricta entre el río del primer momento y el de nuestro
regreso a él. El río de Heráclito simboliza el cambio perpetuo de todas las cosas. Por lo tanto, lo
sustancial, lo que tiene cierta consistencia fija, solo la puede tener en apariencia; todo lo que se ofrece
como permanente es nada más que una ilusión que encubre un cambio tan lento que resulta difícil de
percibir (por ej., corrosión de un bloque de mármol o de una montaña, procesos geológicos). Y lo que
menciona de cada cosa individual vale para la totalidad, para el mundo entero, que es un perenne
hacerse y deshacerse. Uno de sus fragmentos dice: “Este mundo, el mismo para todos, no lo hizo
ninguno de los dioses ni ninguno de los hombres, sino que siempre fue, es y será fuego siempre vivo,
que se enciende según medida y se apaga según medida”.
La palabra griega que se traduce por “mundo” es cosmos, término que no solo significaba “el
universo”, sino tenía también el sentido de “adorno”, “ornamento”, “arreglo”, “orden”, y no cualquier
orden, sino el orden armonioso, equilibrado, bello. Esto quiere decir que al llamar “cosmos” al mundo,
los griegos pensaban el mundo como una totalidad ordenada, armónica, hermosa: el mundo era para
ellos la armonía, la disposición ordenada de todas y cada una de las cosas desde siempre y para siempre.
Las representaciones mítico-religiosas hablaban de un origen del mundo, no a partir de la nada, como en
la creencia judeocristiana, sino a partir del caos o “apertura” primordial que la divinidad o divinidades
ordenaban. En oposición, Heráclito sostiene que el cosmos no es obra de los dioses, ni mucho menos,
naturalmente, de los hombres; por el contrario, el mundo “siempre fue, es y será”, es decir, es eterno,
de duración infinita, desde siempre y para siempre, con lo cual Heráclito fue “el primero en presentar en
Grecia un concepto de eternidad que es infinidad temporal del ser”. El cosmos es, además, único: “el
mismo para todos”, y con esta idea de su unicidad niega Heráclito la pluralidad de los mundos.
Heráclito afirma que el mundo es “fuego siempre vivo”. Caben dos interpretaciones diferentes
respecto del significado que le diera el filósofo el fuego, las cuales no son incompatibles en el fondo. En
primer lugar, se puede pensar que “fuego” designa el principio o fundamento de todas las cosas, como
especie de “material” primordial del que todo está hecho (equivalente al “agua” de Tales). “El camino
hacia arriba y el camino hacia abajo, uno y el mismo camino”, lo cual se referiría al proceso por el cual se
generan todas las cosas del fuego y por el cual todas retornan a él; el camino hacia abajo sería el

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proceso de “condensación” por el cual del fuego proviene el mar (el agua) y de este la tierra; el proceso
inverso es el camino hacia lo alto, que por “rarefacción” lleva de la tierra al mar y del mar al fuego. En
segundo lugar, puede pensarse que “fuego” sea una metáfora, una imagen del cambio incesante que
domina toda la realidad, elegido símbolo porque, entre todas las cosas y procesos que se nos ofrecen a
la percepción, no hay ninguno donde el cambio se manifieste de manera tan patente como en el fuego:
la llama que arde es cambio continuo, y cuanto más quieta parece estar, tanto más rápido es el proceso
de combustión. Ambas interpretaciones del “fuego” no son necesariamente excluyentes: el fuego bien
pudo haber sido para Heráclito símbolo del cambio, y a la vez su motor y su sustancia. En cuanto al
calificativo de “siempre vivo” que se le aplica al fuego, significa no solo la eternidad del mundo, sino
también que Heráclito piensa esa “sustancia” que es el fuego como algo animado (hilozoísmo), quizás
aun de índole psíquica; el fuego es un principio generador, autoformador y autoordenador, inmanente a
todas las cosas.

 Heráclito: El logos

Uno de sus fragmentos concluye diciendo que el fuego, que es el mundo, se enciende y se
apaga “según medida”. Esta expresión indica que el cambio de que se trata está sometido a cierto ritmo
alterno -por ej., el ritmo cíclico de las estaciones, el de la vida). Se encuentra, junto a la del fuego, la otra
idea fundamental de Heráclito, su tema capital. Tanto como el cambio, a Heráclito le preocupa la
“medida” de ese cambio, la regla o norma a que ese devenir está sujeto. El cambio no es cambio puro,
por así decirlo, sin orden ni concierto, sino un cambio que sigue ciertas pautas. Con lo cual aparece por
primera vez -al menos prefigurado- el concepto de lo que luego se llamará ley científica, y que Heráclito
denomina Diké (Justicia) y logos.
Esa “ley” o norma es pensada por Heráclito como ritmo u oscilación entre opuestos; y en otro
de sus fragmentos dice que “la guerra de todas las cosas es padre, de todas las cosas es rey”. “Guerra”,
pólemos, es un nuevo nombre para el cambio. Heráclito la llama “padre” y “rey”, la considera aquello
que genera, aquello de donde las cosas se originan, y a la vez lo que manda, gobierna o domina sobre
ellas. Estos son los dos sentidos principales de la palabra arjé, usualmente traducida por “fundamento”
o “principio”, porque el fundamento de todos los entes se lo piensa como aquel algo primordial de que
todos provienen, del que dependen y por el que están dominados, pues les impone su ley. El término
“guerra” pone de relieve en la noción de cambio un matiz: la guerra supone siempre enemigos,
contrarios, y según ya sabemos el cambio implica el par de opuestos ser y no-ser, como si fueran
contendientes o contrincantes. Heráclito concibió lo absoluto como proceso dialéctico, según observaba
Hegel: “dialéctico”, porque en ese proceso se realiza la unidad de los opuestos, la coincidentia
oppositorum (coincidencia de los opuestos). Porque toda cosa, en su incesante cambio, reúne en sí
determinaciones opuestas, es y no es, es hecha y deshecha, destruida y rehecha.
“Es preciso saber que la guerra es común (a todas las cosas), y (que) la justicia (es) discordia, y
que todas las cosas ocurren según discordia y necesidad.
Que la guerra es “común” a todas las cosas, significa una vez más que constituye el principio
universal que todo lo domina, pues “todas las cosas ocurren o se generan según la discordia”; y ello
antecede inexorablemente (”según necesidad”). La unidad de los contrarios la insinúa la frase de
acuerdo con la cual “la justicia es discordia”, que a la vez insiste en que la “ley” (la justicia) es la lucha.
Respecto de la identidad de los contrarios Heráclito aduce algunos ejemplos: “El mar es el agua
más pura y la más sucia, para los peces potable y saludable, para los hombres potable y deletérea; “Los
cerdos gozan del fango más que del agua pura”.
Esto enseña que los opuestos, sin dejar de serlo, no son nada separado de modo absoluto, sino
más bien momentos alternos y complementarios de un solo dinamismo, de una unidad superior que los
engloba y domina, a saber, la guerra. En comprenderlo reside la sabiduría: “Uno es lo sabio: llegar al
saber de que todas las cosas están gobernadas por todas”. En efecto: “Las cosas, consideradas
justamente, son un todo y no son un todo, convergentes y divergentes, acordes y discordes; de todas las
cosas resulta uno y de uno todas las cosas”.
La “guerra” no significa entonces desorden, sino, por el contrario, una armonía: la que de una
pluralidad de cosas y acontecimientos discordantes hace el cosmos único, bello y ordenado, y que no es
sino un mundo mismo como armonía que incesantemente se construye a sí mismo: “es sabio convenir
en que todo es uno”.
A esta especie de ley que todo lo domina Heráclito la llama logos. Este es un término
fundamental, reducido a tres significados principales: a) palabra, dicho, discurso; b) relación,

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proporción; y c) razón, inteligencia, concepto. Y de todo ello hay resonancias en Heráclito: el logos dice
a) cuál es la relación entre las cosas; b) su comportamiento, que expresa un cierto orden inteligible; y c)
inmanente al mundo. Pero el sentido primero, primordial, parece ser más bien el de “reunión”. El logos,
en efecto, la unidad de los contrarios reúne todas esas cosas, puesto que las armoniza, y de la
multiplicidad inagotable de ellas constituye o forma el mundo único. Y si se quiere ir más al fondo, podrá
decirse que en definitiva aquello en que están propiamente reunidos los entes, en lo que todos
coinciden o acuerdan, es en que son: lo que reúne es el ser, y nombra entonces el ser de los entes. El
logos, entendido como el ser en tanto dador de unidad, es el fundamento de todo, que todo traspasa y
domina.

 Parménides: El ente y sus caracteres

Su teoría representará la antítesis de Heráclito. Es el primer filósofo que procede con total rigor
racional, convencido de que únicamente con el pensamiento -no con los sentidos- puede alcanzarse la
verdad y de que todo lo que se aparte de aquel es error; solo lo (racionalmente) pensado “es”, y, a la
inversa, lo que es, responde rigurosamente al pensamiento: “Pues lo mismo es pensar y ser”. El pensar
solo puede ser pensar del ente: no hay posibilidad de alcanzar el ser sino mediante la razón. “La
posibilidad de concebir algo (concebibilidad) (y, en consecuencia, la posibilidad de expresarlo) es criterio
y prueba de la realidad de lo que es concebido (y expresado) porque solamente lo real puede concebirse
(y expresarse) y lo irreal no puede concebirse (ni expresarse). Con lo cual Parménides llega a expresar no
solo que pensar una cosa equivale a pensarla existente, sino también que la pensabilidad de una cosa
prueba su existencia; porque si solo lo real es pensable, lo pensado resulta necesariamente real”. ”Y lo
mismo es pensar y aquello por lo cual hay pensamiento”. El pensar solo es tal pensar para el ser.
Parménides comienza por colocarse ante la alternativa más amplia que pueda uno enfrentar
(como se mencionó antes, la filosofía es el saber más amplio), ante las dos máximas posibilidades
pensables: o hay algo, algo es, es decir, hay ente, o bien no hay nada:
Evidentemente no puede haber posibilidad de más alcance que la que se plantea en esta
disyuntiva: la más amplia, porque dentro de ella cae todo absolutamente (la filosofía se ocupa de la
totalidad), incluso la nada, que aparece en el segundo miembro de la alternativa. De esta forma “La
decisión consiste en esto: o es o no es”. O uno o lo otro; pero sin que quepa una tercera posibilidad.
Es evidente también que la segunda posibilidad enunciada -que no sea nada- es un absurdo; porque
decir “no hay nada” es como afirmar que “lo que hay es la nada”, que “la nada es”, “que el no-ente es”:
esto resulta contradictorio, por lo que debe rechazarse: “porque el no-ente no lo puede pensar -pues no
es posible-, ni lo puede expresar”.
Se puede concluir de manera precisa afirmando decisivamente el primer miembro de la alternativa, que
“es”. Pero si hay algo, si algo “es”, a ese algo se lo llamará ente. Entonces, el ente es necesario.
Características del ente:
- Es único. Porque si no, sería múltiple, o habría dos entes. Si hubiese dos entes, tendría que
haber una diferencia entre ambos, ya que, si no se diferenciasen en nada, no serían dos,
sino uno solo. Pero lo que se diferencia del ente es lo que no es ente, el no-ente, la nada.
Mas como la nada no es nada, resulta que no puede haber diferencia alguna y no puede
haber en consecuencia, más que un solo ente.
- Es inmutable, no está sometido al cambio en ninguna de sus formas –“permaneciendo el
mismo en el mismo estado, reposa en sí mismo”-, porque cualquier tipo de cambio
supondría que el ente se transformase en algo diferente; pero como lo diferente del ente
es el no-ente, y el no-ente es la nada, y la nada no es nada, el ente no puede cambiar.
- Es inmóvil. Para moverse, el ente necesitaría un espacio donde desplazarse, Este espacio o
lugar debería ser diferente del ente; pero como lo diferente del ente es el no-ente, la nada,
no puede haber espacio ninguno donde el ente se mueva.
- Es inengendrado. Carece de origen, resultado de inmutabilidad. Si el ente hubiera tenido
origen, habría tenido que ser engendrado o producido, o bien por lo que es, por el ente -lo
cual es imposible, puesto que ya es-; o bien por algo diferente del ente. Pero como lo
diferente del ente es el no-ente, la nada, no hay nada que pueda haberlo originado; por
consiguiente, es ingenerado.

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- Es imperecedero. El ente nunca puede dejar de ser. “Así como es ingenerado es también
imperecedero”. Si el ente se destruyese, si dejase de ser, entonces sería el no-ente, la
nada; y como esto es absurdo, es necesario eliminar la posibilidad de la desaparición del
ente.
- Es intemporal. Parménides piensa en la eternidad del ente como eternidad supratemporal,
como constante presencia, como eterno presente. “jamás era ni será, puesto que es ahora
todo a la vez”. Decir “fue” o “será” supone un proceso de devenir a través del cual el ente
dura; pero el ente es pleno y completo, y por tanto no tiene sentido aplicarle
determinaciones temporales.
- Es indivisible. Es todo del mismo modo. En el ente no hay diferencias, sino que es todo y
simplemente ente, de modo perfectamente “continuo”, sin “interrupciones” entre algo
que fuera menos y algo que fuera más, Y si no hay diferencias, no es posible dividirlo,
puesto que toda división se la hace según partes diferentes.

 Parménides: Impugnación del mundo simple

Todas las cosas sensibles y sus propiedades todas -movimiento, nacimiento, color, etc.- no son
más que ilusión, vana apariencia, nada verdaderamente real, sino fantasmas verbales en los que solo
pueden creer quienes, en lugar de marchar por el camino de la verdad, andan perdidos por el camino de
la mera “opinión”, vericueto.
Los hombres en general (corrientes y filósofos), apoyándose en la mera “opinión”, en lo que les
“parece”, coinciden en creer en la realidad del mundo sensible, mundo de diversidad en que todo es y
no es. “Creen que lo que es, puede cambiar y devenir lo que no era antes”. Ser y no ser son lo mismo en
cuanto que ambos se encuentran en todo hecho; y sin embargo es obvio que son opuestos y, por tanto,
en sentido más exacto, no son lo mismo”. A esos hombres Parménides los llama “bicéfalos” justamente
porque unen ser y no ser, que son inconciliables.
Tenemos una percepción, un conocimiento sensible. Pero justamente Parménides enseña que
el conocimiento sensible es falaz, que no es más que pura “opinión” engañosa, ilusión, ignorancia. No
debe escucharse más que la enseñanza del pensamiento, que demuestra -no simplemente afirma, sino
demuestra-, que el ente es inmóvil, etc. Zenón, discípulo de Parménides, demostrará que lo absurdo no
es rechazar el testimonio de los sentidos, sino que lo son las consecuencias que se desprenden de
suponer la realidad del movimiento.

 El descubrimiento de la razón

No hay juego ninguno en lo que Parménides dice, sino que se trata de decir qué es el ente, lo
que es; se trata simplemente de decir esto: que es necesario, inmóvil, etc. Es muy abstracto, el máximo
de la abstracción o aun del pensamiento vacío. Solo estas abstracciones pueden predicarse del ente,
porque cualquier otra cosa que se dijera de él significaría confundirlo con las cosas sensibles, de las que
Parménides lo separa tajantemente. El ente de Parménides es justamente tal abstracción, este colmo de
la abstracción. En ello reside la imperecedera gloria de este pensador “enérgico, vehemente espíritu que
lucha con el ser para captarlo y expresarlo”, según Hegel.
Hegel enseña que con Parménides se inicia la filosofía en el sentido más propio de la palabra
porque solo con Parménides el pensamiento se ciñe a lo ideal o racional. Con él el pensamiento se libera
de todo ello y se atiene solo a sí mismo, al dominio del concepto, y rechaza todo lo que tenga origen en
lo sensible y en las “opiniones” de los hombres, que se nutren de lo sensible.
En la medida en que descalifica el conocimiento sensible y se atiene única y exclusivamente a lo
que enseña el pensar, la razón, puede decirse que Parménides es el primer racionalista de la historia, y
el más decidido y extremo de todos ellos; tanto, que el rigor y consecuencia con que procede, su
“racionalidad” incondicionada, es lo que sorprende. La reflexión de Parménides representa
históricamente el momento en que el hombre descubre la razón, un acontecimiento histórico; la
importancia del descubrimiento, el entusiasmo ocasionado por él, pueden explicar las consecuencias tan
extremas y unilaterales que Parménides saca.
Afirmar que Parménides descubrió la razón, significa en este contexto dos cosas. De un lado, que fue el
primero en darse cuenta de que hay un conocimiento -el conocimiento racional- necesario y universal, a
diferencia del conocimiento empírico o sensible, que es contingente y particular. De otro lado, significa
que enunció por primera vez los tres principios ontológicos, los principios fundamentales de la razón,

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echando luz sobre ella, sobre las bases de todo conocimiento científico en general, y sobre la naturaleza
misma del hombre, si es que este se define por poseer esa facultad que llamamos “razón”.
Todo esto no quiere decir que antes de Parménides nadie hubiese empleado la razón o realizado
inferencias correctas. Peor una cosa es usar la razón, y otra muy diferente reflexionar sobre la razón y
los principios que la constituyen.

LA FILOSOFÍA Y EL BARRO DE LA HISTORIA


Del sujeto cartesiano al sujeto absoluto comunicacional

FEINMANN, José Pablo

 CLASE 1. DESCARTES: EL SUJETO CAPITALISTA

Hoy todos los debates son actuales. Acaso porque todos han entrado en crisis. Acaso porque
non hay debates en el ámbito público. Acaso porque muchos creen que la historia y solo resta analizarla
como un fósil venerable. Pero que no haya debates significa el desafío de reinstalarlos todos. No hay
filosofía “actual”.
Debate modernidad-posmodernidad: Si un pensamiento -como las filosofías posmodernas-
profundamente crítico de las filosofías de la totalización, de la centralidad del sujeto, las filosofías
marxistas y hegelianas, que propugnó los particularismos, las diferencias, la fragmentación, el
caleidoscopismo, si un pensamiento, en suma, que, en algunos de sus representantes más notorios
como Gianni Vattimo, llegó a postular una sociedad transparente, tiene aún cierta vigencia. Desde que
Vattimo postula eso hasta el presente, el dominio de los medios de comunicación se ha ido acentuando
poderosamente. Hasta tal punto que es casi necesario hablar de una sociedad opaca, de una
información controlada, de una fusión comunicacional que ahoga las diferencias en lugar de
posibilitarlas.
Toda filosofía surge dentro de un marco histórico (que implica, también, como elemento
esencial un “marco lingüístico”), surge para responder a otras filosofías, para cuestionarlas, para
intentar superarlas y a la vez, en esta superación, expresar el surgimiento de un nuevo tiempo, de una
temporalidad distinta, de un nuevo espacio histórico político.

 Adorno: “La totalidad es lo falso”

La Dialéctica del Iluminismo de Adorno y Horkheimer cobra tanta importancia para los
pensadores posmodernos, posestructuralistas, porque Adorno tiene un dictum contundente (hace un
arte de las aseveraciones explosivas; sabe, como Nietzsche, filosofar a martillazos: “no es posible escribir
poesía después de Auschwitz”), y ese dictum se esgrime contra la concepción de la verdad en Hegel: “la
totalidad es lo falso”. Contrariamente a Hegel que dice “la verdad es el todo, es el delirio báquico en el
que cada miembro se entrega a la embriaguez”. El libro de los frankfurtianos implica un ataque al
racionalismo de la Ilustración, de la Razón centrada en el sujeto, de la razón instrumental. Punto en el
que se acercan muchísimo a Heidegger.
La modernidad, entendida como el surgimiento del hombre que se ubica como sujeto del
conocimiento: en la centralidad del conocimiento, y en el lugar central de la historia. Es menester hacer
una breve disquisición histórica: la Edad Media es una edad de la espera, porque lo que la caracteriza es
que el hombre espera el cumplimiento de la Promesa: el Reino de los Cielos nos aguarda, lo que hay que
hacer es esperar ese Reino. Cuando el hombre vive en la espera, el dinamismo histórico se extravía, la
historia deviene con una enorme lentitud, los hombres han depositado la iniciativa en Dios, y al hacerlo
pierden su propio dinamismo y creatividad históricos. La historia se detiene porque ya no es la historia
de los hombres, es la historia de los hombres que esperan el cumplimiento de la Promesa para acceder

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al Reino de Dios. Estas filosofías medievales, escolásticas, urdidas entre Aristóteles y Santo Tomás de
Aquino constituyeron el entramado intelectual y confesional de la Edad Media. Tuvo una lentitud
histórica excepcional porque los hombres delegaron la tarea de hacer historia en la divinidad y no la
asumieron ellos mismos. Siguiendo este hilo, la modernidad es el momento en que los hombres se
hacen cargo de la historia. Lo que define el espíritu de la modernidad es el pathos de la rebelión, el
espíritu prometeico que retoma la idea de ese dios rebelde que roba el fuego de los dioses y lo entrega
a los hombres -los hombres son quienes tienen el fuego ahora, tienen la antorcha en la modernidad- y
son los que van a hacer historia. La modernidad es la historia de la vanidad y del orgullo humanos, pero
también del coraje humano, de la valentía humana, de la decisión humana: dejar de lado a Dios y
hacerse cargo los hombres mismos de la historia. La frase que podría sintetizar el surgimiento de la
modernidad es “Dios ha muerto, frase que está en Hegel y que luego acuñó Nietzsche. Esta frase
comienza a decirse en el renacimiento y subyace poderosamente en la actitud cartesiana. En el Discurso
del Método (publicado el 8 de junio de 1637), cuando Descartes dice “pienso, luego existo” o “dudo, y
de lo único que no puedo dudar es de mi duda” está matando a Dios. Esto es fundamental en la historia
de la filosofía: Descartes mata a Dios porque de lo único que no duda es de su subjetividad. Lo
indubitable, aquello de lo cual van a ser deducidas las otras verdades, ya no es la verdad divina, sino que
es la subjetividad humana. Descartes es llamado por Hegel, en sus Lecciones sobre la historia de la
Filosofía, “un héroe del pensamiento”.

 El capitalismo, lodo y sangre

Este hacerse cargo de su propia historia tiene que ver con el surgimiento del capitalismo. Esas
tres carabelas que cruzan el océano son el espíritu conquistador del capitalismo. Ahí comienza el
capitalismo. Se lanza a la historia como elemento globalizador, empieza a través de una empresa
globalizadora, empieza buscando la constitución del mundo: el mundo existe, y existe cuando el
capitalismo decide que exista porque decide dominarlo. Es desde el punto de vista del sistema de
producción capitalista que Colón descubre América. Y es simultáneamente invadida y descubierta. Es
descubierta para el capitalismo: la mirada europea, cuando mira, descubre. Que hayan sido los
europeos quienes desembarcaron en los territorios americanos y no los incas en los territorios europeos
no responde a una supremacía “cultural” sino “técnica”. El capitalismo -impulsado por el proyecto de la
acumulación originaria del capital- emprende la “conquista”. Colón es, ya, el espíritu de la burguesía. Y la
burguesía -como lo dice Marx en el Manifiesto- es la clase más revolucionaria de la historia. Así, se lanza
el saqueo del continente americano. América -América Latina, sobre todo- es la primera y fundante de
las solidificaciones que la rapacidad burguesa “disuelve en el aire” (parafraseando a Marshall Berman).
La “disolución” de América Latina es impiadosa, sanguinaria. Se trató de un saqueo destinado a la
acumulación del capital comercial que posibilitará después el surgimiento del capital industrial. “El
capital viene al mundo chorreando sangre y lodo” (Marx, capítulo XXIV del primer todo de El capital).
Durante todo el siglo XIX argentino, los pensadores liberales autóctonos deseaban ser mirados
por Europa y en la medida en que eran mirados sentían su entidad ontológica, existían: Europa me mira,
yo existo. De aquí que Colón tenga una progresividad histórica formidable: incorpora esos territorios al
sistema capitalista. El capitalismo mata a Dios, es “el hombre” lo que aparece, el que se lanza a la
conquista de los territorios nuevos, a establecer un nuevo sistema de producción. (Aun cuando para
hacerlo utilice la cruz y no solo la espada: la Evangelización como excusa). Todo esto apunta a la
Revolución Francesa, donde comienzan estrepitosamente los dos siglos de modernidad, de los
doscientos años que la historia debiera haberse saltado, los doscientos años del terror, de las
revoluciones (como dicen los ideólogos del neoconservadurismo). Por eso también al pensamiento
posmoderno se lo llama pensamiento posmarxista, pensamiento posrevolucionario.
A Colón le sigue el Renacimiento, cuyo nombre también indica la muerte del “hombre de la
espera” de la Edad Media. También muere en la hoguera Giordano Bruno, y Galileo es silenciado por
seguir los pasos de Copérnico. Hay un gran movimiento hacia lo que vamos a llamar el humanismo, esa
filosofía que pone al hombre en el centro de la escena.
El hombre es el punto de partida epistemológico, gnoseológico, el fundamento ontológico y el
que hace, constituye y construye la historia. Esto es lo que van a venir a negar las filosofías posmodernas
y posestructuralistas: todas basadas en Heidegger. Hasta el momento estamos en una especie de
epifanía del hombre, con Giordano Bruno, Copérnico, Galileo es que el hombre comienza a mirar a los
cielos, a atreverse a cambiar lo establecido, el geocentrismo ptolemaico. Todo esto confluye en ese gran

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momento de la filosofía que es la aparición del Discurso del método. De ahí que este gesto de Descartes
sea un gesto revolucionario.
El proyecto de la deconstrucción del sujeto que anida en las filosofías posmodernas y
posestructuralistas desde hace veinte y hasta treinta años o más es sacar al sujeto de donde Descartes
lo puso. Esta sería la empresa fundamental de Derrida basándose en Nietzsche y Heidegger. Y de
Foucault y de los pensadores posmodernos. El gesto cartesiano fue un gesto revolucionario, son muy
pocos los que dicen “no”, que fue lo que dijo Descartes. Son muy pocos los que apagan el televisor, la
CNN o América on Line. Descartes, por el contrario, apaga el “televisor” de la escolástica medieval, dice
que “no” y decide que va a creer solamente en aquello que aceptará a partir de sí. Seamos cartesianos:
creamos solo en lo que nosotros creemos y no en lo que nos hacen creer sofocantemente todo el
tiempo por medio de los dogmas establecidos por la revolución comunicacional (lo que estamos
viviendo en nuestra época). El capitalismo del siglo XXI se expresa en la revolución comunicacional, que
es un gigantesco sujeto absoluto que constituye todas nuestras conciencias: nos da imágenes,
contenidos, ideas, problemas, temas de debate, dispone la agenda. Nuestras conciencias son
conciencias pasivas, reflejas, que discuten lo que quieren que se discuta, que ven lo que quieren que se
vea, que piensan lo que quieren que sea pensado. Y hay aquí una constitución de un dogma
poderosísimo, instrumentado a través de la enorme red comunicacional manejada por el imperio bélico
comunicacional. Si en el siglo XVII Descartes se va a Holanda y desde allí decide que va a dudar de todo
aquello que ha aprendido a lo largo de su vida, esta es la posibilidad del surgimiento de la política.
Feinmann cree que la política siempre surge en el momento en que el sujeto establece un quiebre entre
él y aquello que la realidad, que es siempre la realidad del poder, le propone. La realidad (su
“construcción” en tanto “verdad”) está en manos del poder: el orden que el poder le propone
constantemente al sujeto: verdades, estilos, modas, frases, imágenes que el sujeto, pasivamente,
absorbe. En determinado momento Descartes dice: no voy a creer más ni en Santo Tomás de Aquino,
Aristóteles, Plotino, San Buenaventura. No cree en más nadie, se va a Holanda, se siente seguro y
comienza a elaborar el Discurso del método. Hegel admira tanto a Descartes porque es el gran momento
de la negatividad, de la conciencia en tanto negatividad. Es la conciencia que le dice “no” a lo dado, a lo
fáctico, a lo que ya está ahí. Y todo lo que está ahí está sacralizado, siempre de alguna manera está
propuesto como Dios: esto es Dios, esto no se discute, esto es así. La palabra justa la tengo que buscar a
partir de una negación radical, que es la negación de todo lo que me ha sido dado. Rompo con todo eso,
rompo con mi tradición, mis hábitos, costumbres y empiezo de nuevo.
No nos convertimos en lo que somos sino mediante la negación íntima y radical de lo que han
hecho de nosotros (Sartre -cartesiano). Y esto es lo que hace Descartes: hasta cierta altura de su vida
hicieron de él muchas cosas, pero hay un momento en el que uno tiene que romper con aquello que
hicieron de uno y comenzar a ser lo que uno quiere ser. Esta es la negación ontológica fundamental de
la conciencia cartesiana y la actitud revolucionaria de Descartes y el nacimiento del humanismo. Si es el
sujeto el principio indubitable, es el hombre el que se ubica en la centralidad: ya no está Dios, el que
está es el hombre. La consecuencia inmediata es que la historia se acelera. De Descartes a la Revolución
Francesa hay muy poco tiempo. Y este aceleramiento se produce porque son los hombres quienes
deciden hacer la historia, no esperar más y desobedecer a Dios. Lo cual era desobedecer a los reyes,
dado que los reyes siempre dicen gobernar en nombre de Dios, o de distintos dioses. Entonces lo que
hace Descartes es una injuria, una insolencia. No hay dioses. Está poniendo al hombre en lugar de Dios,
es fundamental. Lo pone en el lugar que antes ocupada Dios. En este sentido el hombre es ahora el
subjectum, el que subyace a todo lo que es. El ente a partir del cual pueden ser explicados los entes.
La revolución comunicacional reclama la pasividad del receptor. Uno recibe pasivamente, la
actitud de la conciencia es refleja, condicionada, es una conciencia que absorbe, que no es crítica. Una
conciencia crítica es siempre una conciencia de la ruptura, que confía en el discurso del emisor, pero
tiene el poder de la duda, se trata de una conciencia abierta, en disponibilidad para negar la verdad del
discurso del emisor. En Hegel la conciencia se entiende como “escisión”. Toda la Fenomenología del
espíritu es el desarrollo de una conciencia que no logra saber que ella es parte del proceso de
constitución de la realidad, que es autoconsciente. Sin embargo, este es un gran momento del
pensamiento hegeliano, porque la realidad es reaccionaria, las cosas son reaccionarias. Las cosas las
tiene el poder, el poder instituido, el poder que “construye” la realidad. Incluso lo que Lacan llama la
realidad y que es un orden estructurado de símbolos, esos símbolos los impone el poder. Cuando
nosotros surgimos a la realidad surgimos a la realidad del poder, y esa realidad intenta absorbernos.
Nuestra subjetividad auténtica, verdadera, esencialmente libre, surge cuando somos capaces de

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establecer un quiebre entre aquello que viene hacia nosotros, y nosotros. Esa insolencia es la de la
libertad de la conciencia “crítica”.

 Descartes, la centralización del logos

Lo que hace Descartes es poner a la razón como centro de explicación de la historia. El gesto de
Descartes de poner al hombre en el centro del conocimiento es una teoría del ser: el ser ahora reside en
la conciencia del hombre, en la medida en que es la conciencia del hombre aquello a partir de lo cual se
puede explicar el resto de la realidad.
La historia de las ideas se desarrolla complejamente y cómo la historia de las ideas se desarrolla
complejamente y cómo esa complejidad responde a sus infinitas conexiones.
La historia de las ideas se complejamente y esa complejidad responde a sus infinitas conexiones.
Que aparezca Freud y la teoría del inconsciente es un golpe muy duro para la conciencia traslúcida, clara
y distinta cartesiana.
Con Descartes, estamos en el sujeto. Sartre dice (en La libertad cartesiana) que Descartes se queda
en el cogito como conteniendo la respiración.
Descartes se pone a demostrar la existencia de Dios para poder salir de la conciencia. Un
pensamiento siempre surge contaminado, el pensamiento de Descartes es rupturista, pero está
contaminado de teologales, de escolasticismo. Primero: el sujeto cartesiano expresa el surgimiento del
sujeto europeo o capitalista: Ese sujeto, en 1637, aún no tiene la totalidad del poder. Se siente seguro
de sí. Pero la “realidad no le pertenece”. De aquí las limitaciones del cartesianismo. Segundo: la
Inquisición. La osadía de los cruzados del espíritu capitalista se paga cara. No es casual que Descartes
incurra en la cautela, en concesiones. Los intelectuales suelen adular a los poderes que critican para
salvar, entre otras cosas de menor importancia, salvar su vida.
El problema de Descartes es muy claro: cómo salir de la conciencia. Y este va a ser el problema del
idealismo filosófico. El problema constante, álgido del idealismo filosófico es salir de la conciencia.
Establecer la conciencia fue relativamente fácil (pero contundente y subversivo) porque dijo algo que
todos tenemos incorporados al sentido común, a eso que Descartes llama “el buen sentido”: “El buen
sentido es la cosa que mejor repartida está en el mundo”.
El mundo es un invento de la filosofía moderna. Para Parménides el hombre no era el centro de la
explicación de las cosas, era el ser. El ser era uno: el ser es y el no ser no es. No ponía al hombre en el
centro. De ahí lo que dirá Foucault (basándose en Heidegger -quien caracteriza a descartes como el
“surgimiento del sujeto en la época moderna), cuestionando este surgimiento del humanismo: el
hombre no existía antes de Descartes. No existía como concepto ontológico, gnoseológico, explicativo
de la realidad.

 CLASE 2. LA FILOSOFÍA COMO ASESINO SERIAL

 Razón y revolución

El Discurso del método fue el texto que —según nuestra interpretación— es a la subjetividad capitalista
lo que la conquista de América fue para el fortalecimiento de ese sistema por medio de la expoliación de
las colonias. Empieza diciendo: lo único que nos distingue de las bestias es la razón. Por lo tanto, va a
interrogar a la razón, va a ir en busca de la razón. “Sé cuán expuestos estamos a equivocarnos cuando se
trata de nosotros mismos y cuán sospechosos deben sernos también los juicios de los amigos que se
pronuncian en nuestro favor». Dice: «Propongo este escrito tan solo a modo de historia o, si se prefiere,
de fábula”. Este que aquí inaugura Descartes es un relato, el gran relato del hombre y su relación
constitutiva con la historia. “Me embargaban —dice Descartes— tantas dudas y errores que procurando
instruirme no había conseguido más provecho que el reconocer más y más mi ignorancia”. Esto es
socrático, es decir, los filósofos suelen partir de un estadio de ignorancia. “Mis designios no han sido
nunca otros que reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno que sea enteramente
mío». En esta remisión al yo, está la revolución cartesiana: “Mis propios pensamientos”. Y no deja de
asomar el poderoso eurocentrismo que marca toda la filosofía occidental. “Un mismo hombre,
poseyendo idéntico espíritu, si se ha criado desde niño entre franceses o alemanes llega a ser muy
diferente de lo que sería si hubiese vivido siempre entre chinos o caníbales”. Este texto (el que postula
la supremacía del sujeto) solo puede surgir en el centro de Europa, en el corazón del saber, no “entre

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chinos o caníbales”. Conclusión: la razón es europea. Porque este proceso filosófico-histórico,


antropocéntrico y fonocentrista, que vemos surgir con Descartes, que se va a dar con Kant, con los
pensadores de la Ilustración, con Hegel, es el apoderamiento de la realidad por parte de la burguesía
europea, del capitalismo burgués europeo.
Descartes pone el yo, con lo cual pone al hombre, pero todavía para derivarse a la realidad externa le
pide permiso a Dios. Así razona: “Hay cosas fuera de mi conciencia. Yo las veo. ¿Cómo demostrar su
existencia? Si las veo, es porque existen; de lo contrario Dios me engañaría y Dios no puede
engañarme”. Descartes acude a la “veracidad divina”. Lo que esto significa es que en el plano político
(más que en el económico) la burguesía estaba lejos de tomar el poder. Por eso el saber cartesiano no es
un saber totalizador, no es un sujeto absoluto. En Kant existe la cosa en sí, aquello a lo que el
conocimiento no puede llegar, porque tampoco con Kant la burguesía tomó el poder. En consecuencia,
no instaura un saber total. Los iluministas dicen: la historia no garantiza nada, la historia es un campo
anárquico que hay que transformar. Hay que transformarla de acuerdo con la razón. Y la razón, dicen
Voltaire, D’Alambert, Diderot, Rousseau, somos nosotros. Ergo, hay que hacer la Revolución Francesa. La
Revolución Francesa significa la toma del poder político por parte de la burguesía, clase que ya se había
adueñado del poder económico. En Europa, la burguesía, desde el traspaso de los feudos a los burgos,
se va adueñando del poder económico en la base de la sociedad, pero el asalto al poder político se da
con la Revolución Francesa. Y con ella la burguesía europea pasa a tener el poder político y el poder
económico. De inmediato viene Hegel e instaura el sujeto absoluto.
Hay una interrelación profunda entre el movimiento del saber filosófico y el movimiento del asalto de la
burguesía al poder en tanto totalidad. Cabe señalar que el conocimiento va avanzando y se le va
animando a la materialidad en la medida en que la burguesía capitalista se va apoderando de esa
materialidad. Cuando se apodera, cuando toma el poder político unido al poder económico, Hegel, que
es el pensador de la Revolución Francesa, va a instaurar el sujeto absoluto y va a decir: la realidad y el
sujeto son lo mismo. La postulación fundamental de Hegel es: todo lo real es racional, todo lo racional es
real. La identificación entre el sujeto y la realidad. Se acabó no solo la recurrencia a la veracidad divina
sino la cosa en sí kantiana. Ya no hay cosas en sí, podría decir la burguesía hegeliana: todas las cosas son
nuestras. (Marx: todas las cosas son mercancías). El sujeto es real y la realidad es subjetiva porque la
burguesía se apropió de la totalidad del poder. De aquí que Hegel diga: la historia terminó. No es que no
vaya a seguir, pero la historia terminó porque la burguesía capitalista se ha adueñado totalmente del
poder. Y luego viene Marx y dirá que la historia sigue, porque la burguesía capitalista, al adueñarse de la
historia, engendra su propio enterrador: el proletariado. Éste enterrará a la burguesía y suprimirá la
sociedad de clases. Marx, en 1848, cuando publica el Manifiesto comunista, la consideraba irrefutable.
Hemos sufrido las crueldades de la razón instrumental europea. No es casual que este tema nos
acompañe desde nuestros años tempranos. Lo cual, por otra parte, muestra que uno ha cambiado
muchas ideas, pero no todas. Es decir: no las fundamentales. Somos parte de Occidente en la modalidad
de periferia saqueada. El sujeto dominador del capitalismo se expresó ya en la conquista de América. En
la “acumulación originaria del capital”. La filosofía europea se ha ocupado mucho de nosotros.
Conocerla a fondo es conocer nuestra condición. Somos —aun contradictoriamente— lo que el sujeto
de la modernidad capitalista hizo de nosotros.

 Lateralidad

Slavoj Žižek hace un resumen de la importancia actual del “sujeto cartesiano”: “Un espectro
ronda la academia occidental… el espectro del sujeto cartesiano. Todos los poderes académicos han
entrado en una santa alianza para exorcizarlo: (…) el desconstructivismo posmoderno (para el cual el
sujeto cartesiano es una ficción discursiva, un efecto de mecanismos descentrados); los teóricos
habermasianos de la comunicación (que insisten en querer pasar de la subjetividad monológica
cartesiana
a una intersubjetividad discursiva) y los defensores heideggerianos del pensamiento del ser (quienes
subrayan la necesidad de atravesar el horizonte de la subjetividad moderna que ha culminado en el
actual nihilismo devastador) (…) los “ecólogos profundos” (quienes acusan al materialismo mecanicista
cartesiano de proporcionar el fundamento filosófico para la explotación implacable de la naturaleza); los
(pos)marxistas críticos (quienes sostienen que la libertad ilusoria del sujeto pensante burgués arraiga en
la división de clases) y las feministas (quienes observan que el cogito supuestamente asexuado es en
realidad una formación patriarcal masculina)”. Nosotros no tuvimos sujeto cartesiano, el sujeto
cartesiano nos tuvo a nosotros. La expoliación de nuestro continente posibilitó la acumulación originaria

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que hizo posible a la burguesía, que hizo posible, a su vez, al sujeto cartesiano. Nunca tuvimos un sujeto
fuerte, mal podríamos querer deconstruirlo. Estamos, por el contrario, empeñados en su construcción.
Todavía y pese a todo. Esa construcción es nuestra utópica identidad. De aquí que sea central nuestro
estudio de la filosofía de Occidente. Esa filosofía, en la modalidad de lo periférico, constituye nuestra
identidad. Tenemos una identidad periférica.

 Lateralidad

El gran deconstructor del sujeto cartesiano es Heidegger. A él se remitirán todos los que
vendrán después, lo confiesen o no. Él escribe: “Debemos entender esta palabra, subjectum, como una
traducción del griego hypokéimenon. Dicha palabra designa a lo que yace ante nosotros y que, como
fundamento, reúne todo sobre sí (…) Pero si el hombre se convierte en el primer y auténtico subjectum,
esto significa que se convierte en aquel ente sobre el que se fundamenta todo ente en lo tocante a su
modo de ser y su verdad. El hombre se convierte en centro de referencia de lo ente como tal”. En el
tomo II de su Nietzsche el Rektor de Friburgo desarrolló con mayor hondura y agresividad su concepción
del sujeto cartesiano como sujeto de la dominación que inaugura la modernidad. La centralidad
cartesiana adquiere la figura cuasi ominosa de la “caída” o del pecado, si se quiere. El hombre se
extravía para el Ser cuando se pone en la centralidad y se entrega —instrumentando la técnica— al
dominio de los entes. Todo se transforma «en negocio». Heidegger se constituye, de este modo, en un
crítico tenaz del tecnocapitalismo.

 Qué es la filosofía

Ahora tenemos que formular una pregunta insoslayable. Volvamos nuestro pensamiento sobre
la propia disciplina en la que estamos incurriendo. Al hacerlo surge una pregunta que —según veremos
— es, en sí misma, filosófica. Esa pregunta es: qué es la filosofía. Se trata de darle respuesta. Esa
pregunta no es inocente, es filosófica. Cuando la filosofía se pregunta por su condición esa pregunta
forma parte de ella. Las ciencias no se preguntan por sí mismas. Hay una polémica y hasta algo agresiva
frase de Heidegger: «La ciencia no piensa». Aquí diremos: la filosofía es el saber que se hace cargo
reflexivamente de los otros saberes.
Este planteamiento es muy desafiante, sobre todo, en el momento actual de la filosofía porque
la propone como un saber totalizador. Es decir, la filosofía se plantea como el saber que totaliza todos
los saberes. El saber que reflexiona sobre todos los demás. La política se adueña de la ciencia, sin que
ella lo sospeche, como en el caso de Hiroshima y Nagasaki. La ciencia es instrumentada.
La ciencia no se piensa a sí misma, sino que va hacia adelante estableciendo, ante todo, lo
verificable, que es su típica elemental. Pero la pregunta del por qué y el para qué de la ciencia o de las
distintas disciplinas es una pregunta que corresponde a la filosofía. Al pensar que asume reflexivamente
cada acto de trascendencia. Feinmann propone la filosofía —en su sentido originario griego— como el
saber de los saberes.
Un programa armado como este se pregunta: qué es la filosofía. Esta es una pregunta típica de
la novela policial. Si nos derivamos del qué al quién le damos su relevancia a la pregunta clave de la
novela policial clásica de enigma. Esa pregunta es: quién lo hizo. Esto es lo que define a la novela policial
clásica. Es decir, quién es el asesino. Acá, desde el vamos, nosotros sabemos quién es el asesino. El
asesino es la filosofía. La filosofía —en uno de sus aspectos centrales— es un asesino serial. tiene una
obsesividad por provocar destrucciones, deconstrucciones, destotalizaciones o directamente muertes.
Desde el triunfo del neoliberalismo, la caída del Muro, murieron muchas cosas o su muerte fue
decretada. Murieron los grandes relatos, murió la historia, murió, por supuesto, el comunismo, murió la
Revolución, murieron las ideologías, murieron las utopías, murió el humanismo, murió el sujeto, murió
el logocentrismo, murió el fonocentrismo, murió el autor, murió el estilo. Y esto tiene un gran momento
que surge con Foucault, quien, en su libro Las palabras y las cosas, propone la muerte del hombre. La
propuesta de Foucault suena provocativa. Trasladado a la filosofía significa que cada filósofo que viene,
lo hace para matar a los filósofos anteriores. En realidad, esto es muy humano y legítimo. Cada
generación que viene, lo hace para superar a la anterior, para matarla en ese sentido al menos. En la
primera parte, Feinmann define a la filosofía como un asesino serial. Esto lleva al terreno de la novela
policial y compromete a definir qué es un asesino serial para saber por qué llamamos así a la filosofía.
Las filosofías deconstructivistas se basan en Derrida, quien se basa, a su vez, en Heidegger. Qué
es la filosofía o Qué es eso de filosofía es un texto de Heidegger. Ese “eso” señala la cosa implicada en la

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pregunta. Heidegger en su obra de 1927, Ser y tiempo, menciona el concepto de destrucción, que es el
que los deconstructivistas van a tomar para armar las filosofías de la deconstrucción.

 Heidegger, Jack el destripador: El concepto de destruktion

Heidegger dijo: “Este camino hacia la respuesta de nuestra pregunta (Qué es eso de la filosofía)
no es una ruptura con la historia, no es una negación de la historia, sino una apropiación y
transformación de lo transmitido por tradición. Tal apropiación de la historia es lo que se alude con el
título de “Destrucción” (Destruktion)”. Heidegger señala que el sentido de esta palabra en Ser y tiempo:
“Destrucción no significa aniquilar, sino desmontar, escombrar…” Desmantelar. Nada más que esto por
ahora: que destrucción no es aniquilar, sino desmantelar, desmontar, “escombrar”. Con lo cual anticipó
el término “deconstrucción” que va a significar algo parecido a lo que él dice. Si el término “destrucción”
fuera aniquilar, sería simplemente matar, pero en realidad el término “destrucción” lo plantea
Heidegger para poder después volver a construir y reconstruir en todo caso. Hay algunos filósofos que lo
hacen y otros no. Encuentran en la fragmentación infinita, en la interpretación infinita (en la infinita
hermenéutica), en el preguntar infinito, el sentido de la filosofía.
El sentido final de la filosofía es preguntar más que responder. La filosofía no es una especie
de rama elegante o semierudita de la autoayuda. Es una de las tantas canalladas de estos tiempos
devaluados. La filosofía tampoco tiene por qué dar respuestas edificantes ni tranquilizar angustias
diversas. Al contrario, se propone crearlas. Pregunta mucho antes de animarse a las respuestas. De aquí
que, ante todo, nos preguntemos por la misma filosofía. La filosofía viene a problematizar más que a
calmar, viene a incomodarnos; la filosofía, por ejemplo, viene a preguntar cosas que los animales no se
preguntan y en este sentido el hombre es el ser más patético de la creación y a la vez el más
conmovedor porque es el único que muere y sabe que muere, es decir, que a la muerte le añade la
conciencia de la muerte, lo cual es muy difícil de sobrellevar. Somos finitos en medio de la infinitud,
imperfectos en medio de la perfección. Es por la finitud del hombre que existe la filosofía y existen las
religiones y todos sus sustitutos. Y, sobre todo, dios.
El concepto de asesino serial apareció digamos en los últimos 30 años. Las características del
asesino serial son dos. Primero, que mata de una manera igual o muy semejante siempre y, segundo,
que deja una señal unívoca de que ese asesinato le pertenece.
La filosofía como asesino serial:
La filosofía es una disciplina que se caracteriza por la búsqueda del rigor conceptual. Esto nos
puede llevar a elegir dos caminos: alejarnos por completo de la realidad a través de una técnica de
operación sobre ella que no contamine nuestro conocimiento con la suciedad de la historia u optar por
la célebre fórmula de Marx.
Marx quiere añadirle a la interpretación de la realidad su transformación. Plantea que la realidad no
se puede transformar si antes no se consigue inteligirla, interpretarla. O sea, que filosofía y realidad van
juntas. La filosofía consiste en interpretar la realidad y también consiste en transformarse en praxis. La
praxis es filosofía devenida realidad política transformadora de la realidad social, o, en rigor, de toda
realidad. Lo que Marx impulsó es esta materialidad de la filosofía. La filosofía no consiste solo en pensar,
sino que consiste en pensar para transformar. Porque para Marx lo iluminado por ese pensar va a ser
esencialmente injusto. Para otros filósofos es justo y fin del asunto. Esto es lo que diferencia a un
pensador de derecha. En general, está de acuerdo con el estado general de las cosas. En el pensador de
izquierda hay un desacople, una incomodidad profunda entre él y la realidad. Y esta incomodidad se
agrava a medida que la piensa. Porque a medida que la piensa va descubriendo que esa realidad es
todavía más injusta y, en consecuencia, el conocimiento requiere paralelamente una praxis de
transformación aún más honda.

 CLASE 3. LA IMPOSIBILIDAD DE TODAS LAS POSIBILIDADES

Empezando por lo elemental: hay una relación erótica que define a la filosofía en sus inicios. La
filosofía habla de un determinado amor. Los griegos definían la palabra filosofía como un amor a algo, al
saber. A la sabiduría. Amor a la sabiduría o amor al saber. Amor a la sabiduría significa que la filosofía
aspira a ser un saber total, aspira a hacer de nosotros sabios, es decir, hombres que saben muchas
cosas: esa es la tarea del filósofo. A los científicos se les dice sabios porque irónica o trágicamente los
hacen su tarea sin saber, sin preguntar quién les paga, para quién trabajan ni cómo van a ser utilizados

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sus conocimientos. El científico no es un sabio porque no tiene ni el saber de su propio saber. Porque a
la ciencia le falta la autorreflexión, le falta contextualizarse con la historia y la política. Entonces los
científicos son unos tipos a los cuales el poder encierra en cómodos y carísimos gabinetes para que
estudien o para que descubran cosas complicadísimas y maravillosas. Luego el poder las toma y las
aplica a su antojo. Y esos científicos no tienen la menor idea de nada. El científico no aspira a un saber
totalizador porque no totaliza su propia praxis, no piensa dentro de qué política y dentro de qué
contexto histórico esa praxis científica se va a encuadrar y va a ser utilizada. Por el contrario, el filósofo
tiene que saber esto. Es obligación del filósofo reflexionar sobre esto: por eso la filosofía piensa a la
ciencia y se piensa a sí misma.

 Heráclito

Heráclito dice acerca de la filosofía “conviene, pues, sin duda, que tengan conocimiento de
muchísimas cosas los hombres amantes de la filosofía”. A partir de la caída de las filosofías dialécticas,
de las filosofías de la totalización, de la caída de Hegel y Marx a mediados de los 60, la filosofía se
caracteriza por lo que es la Academia Francesa y se prolonga en la academia norteamericana.
Inicialmente, se trata de una desagregación del saber, una fragmentarización del saber. Esto trae
elementos interesantes: el de reflexionar sobre aquello que ha pasado desapercibido o no ha ocupado
un primer plano en las reflexiones de los filósofos. Las minorías étnicas y sexuales, el feminismo.
Lo que plantea Heráclito es que el filósofo tiene que saber muchas cosas porque la filosofía es
un saber total: se ocupa de todo, no hay nada que le sea ajeno. Y luego Heráclito dice: «La mucha
erudición no enseña a tener inteligencia». La frase anticipa la figura del erudito. El erudito es un
compulsivo del saber, pero no de la reflexión; sabe, sabe y nunca sabe lo suficiente. En realidad, nunca
en esta vida vamos a saber lo suficiente de modo que el erudito no se detiene nunca; o sea, no piensa
nunca. La reflexión implica siempre un momento de detenimiento. Ese es el momento de la reflexión. El
erudito no se detiene
nunca porque lo que quiere es siempre saber más y como el universo según sabemos está en expansión
jamás vamos a terminar de saber todo lo que hay que saber.
El pensar no es la erudición: el pensar es el poder que tiene el hombre de preguntarse acerca
de la totalidad de lo real. Sobre la cuestión de los géneros, no siempre los filósofos pensaron que la
filosofía involucraba a las mujeres. Por el contrario, Kant decía: el bello sexo puede ahorrarse esa tarea.
Este “bello sexo” habría de permanecer siempre en la minoría de edad ya que no sabía valerse del
entendimiento.

 La filosofía o la fe

El hombre es un ser finito en medio de la infinitud, un ser imperfecto en medio de la


perfección. Por eso existe la filosofía y por eso existe Dios, pero son dos caminos distintos. La filosofía
para existir tiene que renegar de Dios. Dios funciona como un freno al pensamiento. La fe funciona así.
Cuando llegamos a Dios ya no hay filosofía posible porque entra la fe y la fe es la negación de la filosofía.
La filosofía es pensarlo todo, la fe es creerlo todo. La diferencia es abismal. Pero la grandeza del hombre
en esta tierra es que muere y sabe que muere. La filosofía es una práctica que en este planeta ha
instrumentado un ser que es capaz de vivir sabiendo que va a morir. Esto transforma al hombre en un
ser metafísico, el hombre es el único ser en este planeta que se pregunta por el sentido de la existencia,
por el sentido del universo y es el único ser que muere y sabe que va a morir, hecho que se detecta
sobre todo en la muerte de los otros. En la agonía cada la uno se da cuenta de que se está muriendo,
pero, de todos modos, aunque uno se dé cuenta de que está muriendo nunca dice me morí: cuando dice
me morí ya no lo puede decir. Para el hombre morir no es ni siquiera no ser, es dejar de ser.
Una frase atribuida a Charles Chaplin que decía: “Hay una sola cosa tan inevitable como la
muerte, la vida”. Una frase que alienta al optimismo: si la muerte es inevitable la vida también es
inevitable. Lo cual es profundamente falso porque la vida es totalmente evitable. La gente se suicida
masivamente en este mundo con lo cual evita la vida. Hegel dice: “Es posible que la Tierra sea solo un
cascote que gira alrededor del Sol. Es muy posible. Pero la grandeza que tiene este cascote es que en él
hay un ser metafísico que se pregunta por el sentido del Universo”. Este ser finito es capaz de lanzarse a
la aventura de pensar la infinitud y angustiarse porque nunca la puede pensar, porque él es finito,
entonces este ser finito se siente finito en un mundo infinito, se siente imperfecto en un mundo
perfecto, se siente mortal en un mundo que no muere, un Universo que no muere ni tiene apariencias

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de morir. Al contrario, pareciera que estamos ante lo eterno. Entonces ahí hay dos caminos: o la filosofía
o la fe. El afán de infinitud nos hace cada vez más conscientes de nuestra precaria finitud. Entonces, o
existe Dios o yo no tengo cómo explicar ciertas cuestiones; pero con la fe las explico.
Es afortunado quien deposita su fe en alguien que creó este mundo, porque en una primera
mirada, es la solución de todos los problemas. Pero no es fácil. La llamada «fe del carbonero» es difícil
de sostener. Se le llama «fe del carbonero» a la que nada le cuestiona al dios en que ha depositado su
fe. Pero esa fe ni “el carbonero” la sostiene a esta altura de los hechos. Hay un silogismo de Primo Levi
que dice: existe Auschwitz, no existe dios. La negación de la muerte permite evitar la angustia, dado que
esto se retroalimenta: la angustia abre el horizonte de la nada y la nada el de la finitud, el de la muerte.
Es difícil, entre los tantos horrores de la historia humana, sostener la fe en un dios que
intervenga en ella, que tenga sobre ella alguna responsabilidad. Algunas preguntas habría que hacerle, si
pudiéramos hablarle. Pero no es así: la historia la hacen los hombres y los hombres están solos en el
mundo. El hombre —en una reflexión de Heidegger en Ser y tiempo— es el ser-para-la-muerte. El
hombre (o el Dasein, el ser-ahí o el estar-ahí) está arrojado a sus posibles. Estamos estallados hacia
fuera. Nuestras posibilidades son infinitas, pero hay una posibilidad que habita todas nuestras
posibilidades: la de morir. La muerte no es una posibilidad más. Es la posibilidad de todas nuestras
posibilidades. O también: es la imposibilidad de todas ellas. En cada posibilidad habita su imposibilidad.
Significa que en cada una de ellas puedo morir.
Cuando somos conscientes de nuestra finitud y capaces de vivir con esta certeza, como dijo Heidegger,
hemos accedido a nuestra existencia auténtica. La inauténtica niega el hecho de la finitud. Otros
filósofos dicen algo muy similar: que la existencia solo tiene espesor cuando incorpora la finitud. En la
vida de una persona hay dos momentos: cuando vive sin saber que va a morir y cuando llega el
momento en que incorpora la certeza de la propia muerte.
Los positivistas lógicos han encontrado otra forma de la fe que es el lenguaje, el lenguaje y el
análisis lingüístico. Wittgenstein dirá que solo tienen sentido aquellas preguntas que pueden ser
formuladas con corrección lingüística. Entonces los positivistas se dedican a descubrir los
pseudoproblemas: el alma, Dios, la muerte, la existencia. Son problemas serios, pero no pueden tener
una formulación lingüística rigurosa. Wittgenstein, concluye su Tractatus Logico-Philosophicus diciendo:
de lo que no se puede hablar hay que callar. Con lo cual el positivismo lógico, cree Feinmann, es una
filosofía del silencio y, justamente, la filosofía tiene que hablar de todo, incluso de lo que no puede
hablar porque hay cosas de las que no podemos hablar, pero nos angustian enormemente: la muerte, la
infinitud, la existencia de Dios o donde estaba Dios cuando te fuiste, cosas tan sencillas y tan
aterradoramente complejas como esas nos angustian excesivamente.
La filosofía, en un ámbito más decididamente popular, suele identificarse como aquel saber que
consiste en saber un poco de todo, refiriéndose, más bien, a la filosofía de lo existencial cotidiano.

 La angustia y la venganza del tiempo

Feinmann plantea que la filosofía es la aventura de la lucidez. La aventura de atreverse a ser


lúcido. Lo cual suele ser muy doloroso. El filósofo católico-existencial Gabriel Marcel dijo: “Cada día nos
parecemos más al cadáver que habremos de ser». La filosofía —que es pensar— te envenena. Y El paso
del tiempo mata. Ahí, para olvidar, está el alcohol, las drogas, los psicofármacos, el Rivotril o el Valium.
O el sexo, para ahogar la angustia.

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