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HORA SANTA CON LOS MINISTROS

Del Libro del Deuteronomio


En aquel tiempo, habló Moisés al pueblo y le dijo: “Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho
recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte, para ponerte a prueba y conocer si ibas a
guardar sus mandamientos o no.
Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, que ni tú ni tus padres
conocían, para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino también de toda palabra que sale de la
boca de Dios.
No sea que te olvides del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto y de la esclavitud; que te hizo recorrer
aquel desierto inmenso y terrible, lleno de serpientes y alacranes; que en una tierra árida hizo brotar para ti
agua de la roca más dura, y que te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres”.
Palabra de Dios

Salmo 77
Mi voz hacia Dios: yo clamo, mi voz hacia Dios: él me escucha. En el día de mi angustia voy buscando al
Señor, por la noche tiendo mi mano sin descanso, mi alma el consuelo rehúsa. De Dios me acuerdo y gimo,
medito, y mi espíritu desmaya. Los párpados de mis ojos tú retienes, turbado estoy, no puedo hablar; pienso en
los días de antaño, de los años antiguos me acuerdo; en mi corazón musito por la noche, medito y mi espíritu
inquiere: ¿Acaso por los siglos desechará el Señor, no volverá a ser propicio? ¿Se ha agotado para siempre su
amor? ¿Se acabó la Palabra para todas las edades? ¿Se habrá olvidado Dios de ser clemente, o habrá cerrado de
ira sus entrañas? Y digo: «Este es mi penar: que se ha cambiado la diestra del Altísimo.» Me acuerdo de las
gestas de Yahveh, sí, recuerdo tus antiguas maravillas, medito en toda tu obra, en tus hazañas reflexiono. ¡Oh
Dios, santos son tus caminos! ¿Qué dios hay grande como Dios? Tú, el Dios que obras maravillas, manifestaste
tu poder entre los pueblos; con tu brazo a tu pueblo rescataste, a los hijos de Jacob y de José. Miraron, oh Dios,
las aguas, las aguas te vieron y temblaron, también se estremecieron los abismos. Las nubes derramaron sus
aguas, su voz tronaron los nublados, también cruzaban tus saetas. ¡Voz de tu trueno en torbellino! Tus
relámpagos alumbraban el orbe, la tierra se estremecía y retemblaba. Por el mar iba tu camino, por las muchas
aguas tu sendero, y no se descubrieron tus pisadas. Tú guiaste a tu pueblo cual rebaño por la mano de Moisés y
de Aarón."

«Recuerda todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer» ( Dt 8,2). Recuerda: la Palabra de Dios
comienza hoy con esa invitación de Moisés. Un poco más adelante, Moisés insiste: “No te olvides del Señor, tu
Dios” (cf. v. 14). La Sagrada Escritura se nos dio para evitar que nos olvidemos de Dios. ¡Qué importante es
acordarnos de esto cuando rezamos! Como nos enseña un salmo, que dice: «Recuerdo las proezas del Señor;
sí, recuerdo tus antiguos portentos» (77,12). También las maravillas y prodigios que el Señor ha hecho en
nuestras vidas.

Es fundamental recordar el bien recibido: si no hacemos memoria de él nos convertimos en extraños a


nosotros mismos, en “transeúntes” de la existencia. Sin memoria nos desarraigamos del terreno que nos
sustenta y nos dejamos llevar como hojas por el viento. En cambio, hacer memoria es anudarse con lazos más
fuertes, es sentirse parte de una historia, es respirar con un pueblo. La memoria no es algo privado, sino el
camino que nos une a Dios y a los demás. Por eso, en la Biblia el recuerdo del Señor se transmite de
generación en generación, hay que contarlo de padres a hijos, como dice un hermoso pasaje: «Cuando el día
de mañana te pregunte tu hijo: “¿Qué son esos mandatos […] que os mandó el Señor, nuestro Dios?”,
responderás a tu hijo: “Éramos esclavos […] ―toda la historia de la esclavitud― y el Señor hizo signos y
prodigios grandes […] ante nuestros ojos» (Dt  6,20-22). Tú le darás la memoria a tu hijo.

Pero hay un problema, ¿qué pasa si la cadena de transmisión de los recuerdos se interrumpe? Y luego, ¿cómo
se puede recordar aquello que sólo se ha oído decir, sin haberlo experimentado? Dios sabe lo difícil que es,
sabe lo frágil que es nuestra memoria, y por eso hizo algo inaudito por nosotros: nos dejó un memorial. No
nos dejó sólo palabras, porque es fácil olvidar lo que se escucha. No nos dejó sólo la Escritura, porque es fácil
olvidar lo que se lee. No nos dejó sólo símbolos, porque también se puede olvidar lo que se ve. Nos dio, en
cambio, un Alimento, pues es difícil olvidar un sabor. Nos dejó un Pan en el que está Él, vivo y verdadero, con
todo el sabor de su amor. Cuando lo recibimos podemos decir: “¡Es el Señor, se acuerda de mí!”. Es por eso
que Jesús nos pidió: «Haced esto en memoria mía» (1 Co  11,24). Haced: la Eucaristía no es un simple
recuerdo, sino un hecho; es la Pascua del Señor que se renueva por nosotros. En la Misa, la muerte y la
resurrección de Jesús están frente a nosotros. Haced esto en memoria mía: reuníos y como comunidad, como
pueblo, como familia, celebrad la Eucaristía para que os acordéis de mí. No podemos prescindir de ella, es el
memorial de Dios. Y sana nuestra memoria herida.

Ante todo, cura nuestra memoria huérfana. Vivimos en una época de gran orfandad. Cura la memoria
huérfana.  Muchos tienen la memoria herida por la falta de afecto y las amargas decepciones recibidas de
quien habría tenido que dar amor pero que, en cambio, dejó desolado el corazón. Nos gustaría volver atrás y
cambiar el pasado, pero no se puede. Sin embargo, Dios puede curar estas heridas, infundiendo en nuestra
memoria un amor más grande: el suyo. La Eucaristía nos trae el amor fiel del Padre, que cura nuestra
orfandad. Nos da el amor de Jesús, que transformó una tumba de punto de llegada en punto de partida, y que
de la misma manera puede cambiar nuestras vidas. Nos comunica el amor del Espíritu Santo, que consuela,
porque nunca deja solo a nadie, y cura las heridas.

Con la Eucaristía el Señor también sana nuestra memoria negativa, esa negatividad que aparece muchas veces
en nuestro corazón. El Señor sana esta memoria negativa.  que siempre hace aflorar las cosas que están mal y
nos deja con la triste idea de que no servimos para nada, que sólo cometemos errores, que estamos
“equivocados”. Jesús viene a decirnos que no es así. Él está feliz de tener intimidad con nosotros y cada vez
que lo recibimos nos recuerda que somos valiosos: somos los invitados que Él espera a su banquete, los
comensales que ansía. Y no sólo porque es generoso, sino porque está realmente enamorado de nosotros: ve
y ama lo hermoso y lo bueno que somos. El Señor sabe que el mal y los pecados no son nuestra identidad;
son enfermedades, infecciones. Y viene a curarlas con la Eucaristía, que contiene los anticuerpos para nuestra
memoria enferma de negatividad. Con Jesús podemos inmunizarnos de la tristeza. Ante nuestros ojos siempre
estarán nuestras caídas y dificultades, los problemas en casa y en el trabajo, los sueños incumplidos. Pero su
peso no nos podrá aplastar porque en lo más profundo está Jesús, que nos alienta con su amor. Esta es la
fuerza de la Eucaristía, que nos transforma en portadores de Dios: portadores de alegría y no de negatividad.
Podemos preguntarnos: Y nosotros, que vamos a Misa, ¿qué llevamos al mundo? ¿Nuestra tristeza, nuestra
amargura o la alegría del Señor? ¿Recibimos la Comunión y luego seguimos quejándonos, criticando y
compadeciéndonos a nosotros mismos? Pero esto no mejora las cosas para nada, mientras que la alegría del
Señor cambia la vida.

Además, la Eucaristía sana nuestra memoria cerrada. Las heridas que llevamos dentro no sólo nos crean
problemas a nosotros mismos, sino también a los demás. Nos vuelven temerosos y suspicaces; cerrados al
principio, pero a la larga cínicos e indiferentes. Nos llevan a reaccionar ante los demás con antipatía y
arrogancia, con la ilusión de creer que de este modo podemos controlar las situaciones. Pero es un engaño,
pues sólo el amor cura el miedo de raíz y nos libera de las obstinaciones que aprisionan. Esto hace Jesús, que
viene a nuestro encuentro con dulzura, en la asombrosa fragilidad de una Hostia. Esto hace Jesús, que es Pan
partido para romper las corazas de nuestro egoísmo. Esto hace Jesús, que se da a sí mismo para indicarnos
que sólo abriéndonos nos liberamos de los bloqueos interiores, de la parálisis del corazón. El Señor, que se
nos ofrece en la sencillez del pan, nos invita también a no malgastar nuestras vidas buscando mil cosas
inútiles que crean dependencia y dejan vacío nuestro interior. La Eucaristía quita en nosotros el hambre por
las cosas y enciende el deseo de servir. Nos levanta de nuestro cómodo sedentarismo y nos recuerda que no
somos solamente bocas que alimentar, sino también sus manos para alimentar a nuestro prójimo. Es urgente
que ahora nos hagamos cargo de los que tienen hambre de comida y de dignidad, de los que no tienen
trabajo y luchan por salir adelante. Y hacerlo de manera concreta, como concreto es el Pan que Jesús nos da.
Hace falta una cercanía verdadera, hacen falta auténticas cadenas de solidaridad. Jesús en la Eucaristía se
hace cercano a nosotros, ¡no dejemos solos a quienes están cerca nuestro!

Queridos hermanos y hermanas: Sigamos celebrando el Memorial que sana nuestra memoria, ―recordemos:
sanar la memoria; la memoria es la memoria del corazón―, este memorial es la Misa. Es el tesoro al que hay
dar prioridad en la Iglesia y en la vida. Y, al mismo tiempo, redescubramos la adoración, que continúa en
nosotros la acción de la Misa. Nos hace bien, nos sana dentro. Especialmente ahora, que realmente lo
necesitamos.

Primera lectura
Lectura del libro del Génesis 14, 18-20
En aquellos días, Melquisedec, rey de Salem, ofreció pan y vino. Era sacerdote del Dios Altísimo. Y bendijo a
Abrahán diciendo:
–Bendito sea Abrahán de parte del Dios Altísimo, que creó el cielo y la tierra.
Y bendito sea el Dios Altísimo que ha entregado tus enemigos a tus manos.
Y Abrahán le dio el diezmo de todo.

Palabra de Dios

Salmo
Sal 109, 1. 2. 3. 4

R. Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.


Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies.» R.
Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos. R.
«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora.» R.
El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno,
según el rito de Melquisedec.» R.

Segunda lectura
Lectura de la primera carta del Apóstol San Pablo a los Corintios 11, 23-26
Hermanos:
Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido:
Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan y pronunciando la Acción de Gracias, lo
partió y dijo:
«Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía.»
Lo mismo hizo con la copa después de cenar, diciendo:
«Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía.»
Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis de la copa, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Palabra de Dios

Lectura del santo Evangelio según San Lucas 9, 11b-17


En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar a la gente del Reino de Dios, y curó a los que lo necesitaban.
Caía la tarde y los Doce se le acercaron a decirle:
–Despide a la gente que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida; porque aquí
estamos en descampado.
El les contestó:
–Dadles vosotros de comer.
Ellos replicaron:
–No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.
(Porque eran unos cinco mil hombres.)
Jesús dijo a sus discípulos:
–Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.
Lo hicieron así, y todos se echaron.
El, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los
partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron
las sobras: doce cestos.

Palabra del Señor

La Palabra de Dios nos ayuda hoy a redescubrir dos verbos sencillos, dos verbos esenciales para la vida de
cada día: decir  y dar.

Decir. En la primera lectura, Melquisedec dice: «Bendito sea Abrán por el Dios altísimo […]; bendito sea el
Dios altísimo» (Gn 14,19-20). El decir de Melquisedec es bendecir. Él bendice a Abraham, en quien todas las
familias de la tierra serán bendecidas (cf. Gn 12,3; Ga 3,8). Todo comienza desde la bendición: las palabras de
bien engendran una historia de bien. Lo mismo sucede en el Evangelio: antes de multiplicar los panes, Jesús
los bendice: «tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la
bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos» ( Lc 9,16). La bendición hace que cinco
panes sean alimento para una multitud: hace brotar una cascada de bien.

¿Por qué bendecir hace bien? Porque es la transformación de la palabra en don. Cuando se bendice, no se
hace algo para sí mismo, sino para los demás. Bendecir no es decir palabras bonitas, no es usar palabras de
circunstancia: no; es decir bien, decir con amor. Así lo hizo Melquisedec, diciendo espontáneamente bien de
Abraham, sin que él hubiera dicho ni hecho nada por él. Esto es lo que hizo Jesús, mostrando el significado de
la bendición con la distribución gratuita de los panes. Cuántas veces también nosotros hemos sido bendecidos,
en la iglesia o en nuestras casas, cuántas veces hemos escuchado palabras que nos han hecho bien, o una
señal de la cruz en la frente... Nos hemos convertido en bendecidos el día del Bautismo, y al final de cada
misa somos bendecidos. La Eucaristía es una escuela de bendición. Dios dice bien de nosotros, sus hijos
amados, y así nos anima a seguir adelante. Y nosotros bendecimos a Dios en nuestras asambleas
(cf. Sal 68,27), recuperando el sabor de la alabanza, que libera y sana el corazón. Vamos a Misa con la certeza
de ser bendecidos por el Señor, y salimos para bendecir nosotros a su vez, para ser canales de bien en el
mundo.

También para nosotros: es importante que los pastores nos acordemos de bendecir al pueblo de Dios.
Queridos sacerdotes, no tengáis miedo de bendecir, bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes: Id
adelante con la bendición: el Señor desea decir bien de su pueblo, está feliz de que sintamos su afecto por
nosotros. Y solo en cuanto bendecidos podremos bendecir a los demás con la misma unción de amor. Es triste
ver con qué facilidad hoy se hace lo contrario: se maldice, se desprecia, se insulta. Presos de un excesivo
arrebato, no se consigue aguantar y se descarga la ira con cualquiera y por cualquier cosa. A menudo, por
desgracia, el que grita más y con más fuerza, el que está más enfadado, parece que tiene razón y recibe la
aprobación de los demás. Nosotros, que comemos el Pan que contiene en sí todo deleite, no nos dejemos
contagiar por la arrogancia, no dejemos que la amargura nos llene. El pueblo de Dios ama la alabanza, no vive
de quejas; está hecho para las bendiciones, no para las lamentaciones. Ante la Eucaristía, ante Jesús
convertido en Pan, ante este Pan humilde que contiene todo el bien de la Iglesia, aprendamos a bendecir lo
que tenemos, a alabar a Dios, a bendecir y no a maldecir nuestro pasado, a regalar palabras buenas a los
demás.

El segundo verbo es dar. El “decir” va seguido del “dar", como Abraham que, bendecido por Melquisedec, «le
dio el diezmo de todo» (Gn 14,20). Como Jesús que, después de recitar la bendición, dio el pan para ser
distribuido, revelando así el significado más hermoso: el pan no es solo un producto de consumo, sino también
un modo de compartir. En efecto, sorprende que en la narración de la multiplicación de los panes nunca se
habla de multiplicar. Por el contrario, los verbos utilizados son “partir, dar, distribuir” (cf. Lc 9,16). En
resumen, no se destaca la multiplicación, sino el compartir. Es importante: Jesús no hace magia, no
transforma los cinco panes en cinco mil y luego dice: “Ahora, distribuidlos”. No. Jesús reza, bendice esos cinco
panes y comienza a partirlos, confiando en el Padre. Y esos cinco panes no se acaban. Esto no es magia, es
confianza en Dios y en su providencia.

En el mundo siempre se busca aumentar las ganancias, incrementar la facturación... Sí, pero, ¿cuál es el
propósito? ¿Es dar o tener? ¿Compartir o acumular? La “economía” del Evangelio multiplica compartiendo,
nutre distribuyendo, no satisface la voracidad de unos pocos, sino que da vida al mundo (cf. Jn 6,33). El verbo
de Jesús no es tener, sino dar.

La petición que él hace a los discípulos es perentoria: « Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Tratemos de
imaginar el razonamiento que habrán hecho los discípulos: “¿No tenemos pan para nosotros y debemos
pensar en los demás? ¿Por qué deberíamos darles nosotros de comer, si a lo que han venido es a escuchar a
nuestro Maestro? Si no han traído comida, que vuelvan a casa, es su problema, o que nos den dinero y lo
compraremos”. No son razonamientos equivocados, pero no son los de Jesús, que no escucha otras
razones: Dadles vosotros de comer. Lo que tenemos da fruto si lo damos —esto es lo que Jesús quiere
decirnos—; y no importa si es poco o mucho. El Señor hace cosas grandes con nuestra pequeñez, como hizo
con los cinco panes. No realiza milagros con acciones espectaculares, no tiene la varita mágica, sino que actúa
con gestos humildes. La omnipotencia de Dios es humilde, hecha sólo de amor. Y el amor hace obras grandes
con lo pequeño. La Eucaristía nos los enseña: allí está Dios encerrado en un pedacito de pan. Sencillo y
esencial, Pan partido y compartido, la Eucaristía que recibimos nos transmite la mentalidad de Dios. Y nos
lleva a entregarnos a los demás. Es antídoto contra el “lo siento, pero no me concierne”, contra el “no tengo
tiempo, no puedo, no es asunto mío”; contra el mirar desde la otra orilla.

En nuestra ciudad, hambrienta de amor y atención, que sufre la degradación y el abandono, frente a tantas
personas ancianas y solas, familias en dificultad, jóvenes que luchan con dificultad para ganarse el pan y
alimentar sus sueños, el Señor te dice: “Tú mismo, dales de comer”. Y tú puedes responder: “Tengo poco, no
soy capaz para estas cosas”. No es verdad, lo poco que tienes es mucho a los ojos de Jesús si no lo guardas
para ti mismo, si lo arriesgas. También tú, arriesga. Y no estás solo: tienes la Eucaristía, el Pan del camino, el
Pan de Jesús. También esta tarde nos nutriremos de su Cuerpo entregado. Si lo recibimos con el corazón, este
Pan desatará en nosotros la fuerza del amor: nos sentiremos bendecidos y amados, y querremos bendecir y
amar, comenzando desde aquí, desde nuestra ciudad, desde las calles que recorreremos esta tarde. El Señor
viene a nuestras calles para decir-bien, decir bien de nosotros y para darnos ánimo, darnos ánimo a nosotros.
También nos pide que seamos don y bendición.

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