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ARISTÓTELES

POLÍTICA
ÍNDICE Y SUMARIO

POLÍTICA

LIBRO PRIMERO

DE LA SOCIEDAD CIVIL.-DE LA ESCLAVITUD.


DE LA PROPIEDAD.-DEL PODER DOMÉSTICO

CAPÍTULO I.-Origen del Estado y de la sociedad


La sociedad es un hecho natural. -Elementos de la familia; el marido y la mujer, el se-
ñor y el esclavo.-El pueblo se forma mediante la asociación de familias.-El Estado se
forma mediante la asociación de pueblos: es el fin de todas las demás asociaciones; el
hombre es un ser esencialmente sociable.-Superioridad del Estado sobre los individuos;
necesidad de la justicia social.

CAPÍTULO II.-De la esclavitud


Opiniones diversas en pro y en contra de la esclavitud: opinión de Aristóteles; necesi-
dad de instrumentos sociales; necesidad y utilidad del poder y de la obediencia.-La su-
perioridad y la inferioridad naturales determinan la existencia de los señores y de los
esclavos: la esclavitud natural es necesaria, justa y útil; el derecho de la guerra no pue-
de fundar la esclavitud.-Ciencia del señor; ciencia del esclavo.

CAPÍTULO III.-De la adquisición de los bienes


De la propiedad natural y de la artificial.-Teoría de la adquisición de los bienes; la ad-
quisición de los bienes no afecta directamente a la economía doméstica, que emplea los
bienes, pero no los crea.Diversos modos de adquirir: la agricultura, el pastoreo, la caza,
la pesca, la piratería, etc. Todos estos modos constituyen la adquisición natural.-El co-
mercio es un modo de adquisición que no es natural; doble valor de las cosas, uso y
cambio; necesidad y utilidad de la moneda: la venta; codicia insaciable del comercio;
reprobación de la usura.

CAPÍTULO IV.-Consideración práctica sobre la adquisición de los bienes


Riqueza natural, riqueza artificial; explotación de los bosques y de las minas como
una tercera especie de riqueza.-Autores que han escrito sobre estas materias: Cares de
Paros y Apolodoro de Lemnos.-Especulaciones ingeniosas y seguras para adquirir for-
tuna: especulación de Tales; monopolios utilizados por los particulares y por los Esta-
dos.

CAPÍTULO V.-Del poder doméstico


Relaciones del marido a la mujer y del padre a los hijos.-Virtudes particulares y gene-
rales del esclavo, de la mujer y del hijo.Diferencia profunda entre el hombre y la mujer:
error de Sócrates: trabajos estimables de Gorgias-Cualidades del obrero.Importancia de
la educación de las mujeres y de los hijos.

LIBRO SEGUNDO

EXAMEN CRÍTICO DE LAS TEORÍAS ANTERIORES


Y DE LAS PRINCIPALES CONSTITUCIONES

CAPÍTULO I.-Examen de la República, de Platón


Crítica de sus teorías sobre la comunidad de las mujeres y de los hijos —La unidad
política, tal como la concibe Platón, es una quimera, y destruiría el Estado, lejos de forti-
ficarle.-Indiferencia que ordinariamente tienen los asociados respecto dulas propiedades
comunes; imposibilidad de ocultar a los ciudadanos los lazos de familia que los unen;
peligros de ignorarlos; crímenes contra naturaleza; indiferencia de unos ciudadanos
para con otros.Condenación absoluta de este sistema.

CAPÍTULO II.-Continuación del examen de la República, de Platón


Crítica de sus teorías sobre la comunidad de bienes; dificultades generales que nacen
de la mancomunidad, cualquiera que ella sea. La benevolencia recíproca de los ciuda-
danos puede, hasta cierto punto, reemplazar la mancomunidad, y vale más que ella;
importancia del sentimiento de propiedad; el sistema de Platón sólo tiene una apariencia
seductora; es impracticable, y no tiene las ventajas que su autor dice.-Observaciones
críticas sobre la posición excepcional de los guerreros y sobre la perpetuidad de las
magistraturas.
CAPÍTULO III.-Examen del tratado de las Leyes, de Platón
Relaciones y diferencias entre las Leyes y la República. Observaciones críticas: el
número de guerreros es excesivo, y no se toma en cuenta para nada la guerra exterior;
falta de claridad y de precisión en lo relativo a los límites de la propiedad; olvido en lo
concerniente al número de hijos; no se advierte en Fedón este vacío; el carácter general
de la constitución propuesta en las Leyes es, sobre todo, oligárquico, como lo prueba el
modo de elección para los magistrados.

CAPÍTULO IV.-Examen de la constitución propuesta por Faleas de Calcedonia


De la igualdad de bienes; importancia de esta ley política; la igualdad de los bienes
lleva consigo la igualdad de educación; insuficiencia de este principio.-Faleas nada ha
dicho de las relaciones de su ciudad con los Estados vecinos: es preciso extender la
igualdad de bienes hasta los muebles, y no limitarla a los bienes raíces.Disposición de
Faleas sobre los artesanos.

CAPÍTULO V.-Examen de la constitución ideada por Hipódamo de Mileto


Análisis de esta constitución; división de las propiedades; tribunal su premo de apela-
ción; recompensa a los inventores de descubrimientos políticos; educación de los huér-
fanos de los guerreros.-Crítica de la división de las clases y de la propiedad; crítica del
sistema propuesto por Hipódamo respecto al tribunal de apelación: cuestión relativa a
las innovaciones en materia política; es conveniente dejar de hacer innovaciones, para
no debilitar el respeto debido a la ley.

CAPÍTULO VI.-Examen de la constitución de Lacedemonia


Crítica de la organización de la esclavitud en Esparta; vacío de la legislación lacede-
moniana respecto a las mujeres.-Desproporción enorme de las propiedades territoriales
causada por la imprevisión del legislador; consecuencias fatales.-Defectos en la institu-
ción de los éforos; defectos en la institución del Senado; defectos en la institución del
reinado.-Organización viciosa de las comidas comunes.-Los almirantes tienen demasia-
do poder.-Esparta, según Platón, sólo ha desarrollado la virtud guerrera.Organización
defectuosa de las rentas públicas.

CAPÍTULO VII. -Examen de la constitución de Creta


Sus relaciones con la constitución de Lacedemonia; admirable posición de Creta; sier-
vos. Cosmos, Senado; la organización de las comidas públicas y comunes es mejor en
Creta que en Esparta.Costumbres viciosas de los cretenses autorizadas por el legisla-
dor; desórdenes monstruosos del gobierno cretense.

CAPÍTULO VIII.-Examen de la constitución de Cartago


Su mérito probado por la tranquilidad interior que ha disfrutado y la estabilidad del Es-
tado; analogías entre la constitución de Cartago y la de Esparta.-Defectos de la consti-
tución cartaginesa; demasiado poder de las magistraturas; estimación exagerada de la
riqueza; acumulación de empleos; la constitución cartaginesa no es bastante fuerte para
que el Estado pueda soportar un contratiempo.

CAPÍTULO IX.-Consideraciones acerca de varios legisladores


Solón: verdadero espíritu de sus reformas.-Zaleuco, Carondas, Ono mácrito; Filolao,
legislador de Tebas; ley de Carondas contra los testigos falsos; Dracón, Pítaco, Andró-
damas.

LIBRO TERCERO

DEL ESTADO Y DEL CIUDADANO.-TEORÍA DE LOS


GOBIERNOS Y DE LA SOBERANÍA.-DEL REINADO

CAPÍTULO I.-Del Estado y del ciudadano


Condiciones necesarias para ser ciudadano: el domicilio no basta; el carácter distinti-
vo del ciudadano es la participación en las funciones de juez y de magistrado; esta defi-
nición general varía según los gobiernos, y se aplica principalmente al ciudadano de la
democracia; insuficiencia de las definiciones que ordinariamente se dan.-De la identidad
del Estado en sus relaciones con los ciudadanos; la identidad del suelo no constituye la
identidad del Estado; el Estado varía con la constitución misma.

CAPÍTULO II.-Continuación del mismo asunto


La virtud del ciudadano no se confunde con la del hombre privado; el ciudadano está
siempre en relación con el Estado.-La virtud del individuo es absoluta, sin que las rela-
ciones exteriores la limiten; estas dos virtudes no se confunden en la república perfecta;
sólo se dan reunidas en el magistrado digno de mandar; cualidades muy diversas que
exigen el mando y la obediencia, bien que el buen ciudadano debe saber igualmente
obedecer que mandar; la virtud especialmente propia del mando es la prudencia.

CAPÍTULO III.-Conclusión del asunto anterior


Los artesanos no pueden ser ciudadanos en un Estado bien constituido; excepciones
diversas a este principio; posición de los artesanos en las aristocracias y en las oligar-
quías; necesidades a que los Estados deben someterse a veces.-Concepto definitivo
del ciudadano.

CAPÍTULO IV.-División de los gobiernos y de las constituciones


Idea general y fin del Estado; el amor instintivo de la vida y la sociabilidad en el hom-
bre; el poder, en la comunión política, debe tener siempre por mira el bien de los admi-
nistrados.-Según este principio, se dividen los gobiernos en gobiernos de interés gene-
ral, que son los buenos, y gobiernos de interés particular, que son los corruptos.

CAPÍTULO V.-División de los gobiernos


Gobiernos puros: reinado, aristocracia, república; gobiernos corruptos: tiranía, oligar-
quía, demagogia.-Las objeciones que se hacen a esta división general se apoyan en
hipótesis y no en hechos. Disentimiento de los ricos y de los pobres sobre la justicia y el
derecho políticos; unos y otros ven tan sólo una parte de la verdad. Noción exacta y
esencial de la ciudad y de la asociación política que tienen principalmente en cuenta la
virtud y la felicidad de los asociados, y no tan sólo la vida común.-Solución general del
litigio entre la riqueza y la pobreza.

CAPÍTULO VI.-De la soberanía


El gobierno del Estado puede ser profundamente injusto; pretensiones recíprocas e
igualmente inicuas de la mayoría y de la minoría.-Argumentos diversos en favor de la
soberanía popular y enumeración de los objetos a que puede extenderse: objeciones a
estos argumentos y respuesta a estas objeciones.-La soberanía debe residir en las le-
yes fundadas en la razón; estrecha relación entre las leyes y la constitución.

CAPÍTULO VII.-Continuación de la teoría de la soberanía


Para saber a quién pertenece la soberanía, deben tenerse en cuenta las condiciones
verdaderamente políticas, y no otras, cualesquiera que ellas sean: la nobleza, la liber-
tad, la fortuna, la justicia, el valor militar, la ciencia, la virtud.-Insuficiencia de las preten-
siones exclusivas: la igualdad es, en general, el fin que el legislador debe proponerse a
fin de conciliar aquéllas.

CAPÍTULO VIII.-Conclusión de la teoría de la soberanía


Excepción al principio de igualdad en favor del hombre superior; origen y justificación
del ostracismo; uso del ostracismo en los gobiernos de todas clases; el ostracismo no
es posible en la ciudad perfecta; el Estado debe someterse al hombre superior; apoteo-
sis del genio.

CAPÍTULO IX.-Teoría del reinado


De la utilidad o de los peligros de esta forma de gobierno.-Cinco especies diversas de
reinado, que debe ser siempre legal: la primera especie no es más que un generalato
vitalicio; la segunda es la que tienen ciertos pueblos bárbaros, y se aproxima a la tiranía
por lo ilimitado de su poder; la tercera comprende las esimenetias o tiranías voluntarias
consentidas por un tiempo más o menos largo; la cuarta es el reinado de los tiempos
heroicos; la quinta, en fin, es aquella en que el rey es dueño absoluto del poder, a la
manera que lo es el padre en el seno de la familia.

CAPÍTULO X.-Continuación de la teoría del reinado


Las cinco especies pueden reducirse a dos principales.-Del reinado absoluto: ¿vale
más encomendar el poder a un solo individuo que a las leyes hechas por ciudadanos
ilustrados y hombres de bien?Argumentos en pro y en contra del reinado absoluto; la
aristocracia es muy preferible; causas que han producido el establecimiento y después
la ruina de los reinados.-La sucesión hereditaria del poder real no es admisible.-De la
fuerza pública puesta a disposición del reinado.

CAPÍTULO XI.-Conclusión de la teoría del reinado


Superioridad de la ley; aun cuando ésta disponga siempre de una manera general, va-
le más que el poder arbitrario de un individuo; auxiliares precisos de que el monarca ha
de servirse siempre para poder ejercer la autoridad; condenación en general del reinado
absoluto.-Única excepción en favor del genio.-Fin de la teoría del reinado.
CAPÍTULO XII.-Del gobierno perfecto o de la aristocracia

LIBRO CUARTO
TEORÍA GENERAL DE LA CIUDAD PERFECTA

CAPÍTULO I.-De la vida perfecta


Teoría de la república perfecta.-Indagación preliminar de la vida más perfecta: división
de los bienes de que el hombre puede gozar; bienes exteriores, bienes del alma: supe-
rioridad de estos últimos; la felicidad está siempre en proporción de la virtud; los hechos
y la razón lo prueban.

CAPÍTULO II.-De la felicidad con relación al Estado


¿La felicidad tiene los mismos elementos cuando se trata del Estado qué cuando el
individuo?-Ventajas e inconvenientes de la dominación; ejemplos diversos de algunos
pueblos que siempre la han ambicionado; condenación de este sistema político; la con-
quista no debe ser aspiración de la ciudad.

CAPÍTULO III.-De la vida política


Examen de las opiniones que recomiendan o proscriben la vida política; la actividad
es el verdadero fin de la vida, lo mismo para los individuos que para el Estado; la verda-
dera actividad es la del pensamiento, que prepara y rige los actos exteriores.

CAPÍTULO IV.-De la extensión que debe tener el Estado


De la extensión que el Estado perfecto debe tener; hay límites que no deben traspa-
sarse; aunque no se deba fijar un número exacto de ciudadanos, es preciso que sea tal
que pueda bastar a todas las necesidades de la vida común, y no sea tan excesivo que
puedan los ciudadanos evitar la vigilancia de la autoridad; peligros de una excesiva po-
blación.

CAPÍTULO V.-Del territorio del Estado perfecto


Condiciones militares que debe reunir: la ciudad debe ser marítima; medios seguros
de sacar partido de la proximidad del mar; peligros de la preocupación exclusiva del
comercio marítimo; precauciones que el legislador debe tomar para que las relaciones
marítimas no perjudiquen al buen orden de la ciudad.

CAPÍTULO VI.-De las cualidades naturales que deben tener los ciudadanos en la re-
pública perfecta
Caracteres diversos de los pueblos según el clima; diversidad de sus instituciones po-
líticas.-Superioridad incontestable de la raza griega; un pueblo debe tener a la vez inte-
ligencia y valor; papel notable que desempeña el corazón en la vida humana.

CAPÍTULO VII.-De los elementos indispensables a la existencia de la ciudad


Son de seis especies: subsistencias, artes, armas, rentas públicas, sacerdocio y ges-
tión de los intereses generales y decisión de los juicios; sin estos elementos la ciudad
no puede subsistir ni ser independiente.

CAPÍTULO VIII.-Elementos políticos de la ciudad


Reducción de los mismos a dos en el gobierno perfecto; son ciudadanos únicamente
los que empuñan las armas y tienen derecho a votar en la asamblea pública; exclusión
de todos los artesanos; los bienes raíces deben pertenecer sólo a los ciudadanos; entre
los ciudadanos, las armas deben confiarse a la juventud; las funciones públicas, a los
de edad madura, y el sacerdocio a los ancianos.

CAPÍTULO IX.-Antigüedad de ciertas instituciones políticas


Antigüedad de la división en castas y de las comidas en común; ejemplos del Egipto y
de la Italia: de la división de la propiedad en la república perfecta; de la elección de es-
clavos.

CAPÍTULO X.-De la situación de la ciudad


Condiciones que debe procurarse que tenga: la salubridad, las aguas; de las fortifica-
ciones de la ciudad: necesita de murallas que sirvan de auxiliar al valor de sus habitan-
tes; falsas teorías que se han expuesto sobre este punto: los progresos del arte de sitiar
exigen que las ciudades sepan defenderse con tanta habilidad como la que pueda em-
plearse en el ataque.

CAPÍTULO XI.-De los edificios públicos y de la policía


De los edificios consagrados al culto en la república perfecta; de las comidas en co-
mún; de los magistrados; de las plazas públicas y de los gimnasios; de la policía de la
ciudad; la policía rural debe organizarse poco más o menos de la misma manera.

CAPÍTULO XII.-De las cualidades que los ciudadanos deben tener en la república per-
fecta
Condiciones generales de la felicidad; influencia de la naturaleza, de los hábitos y de
la razón; unión necesaria de estos tres elementos para constituir la felicidad del indivi-
duo y de la ciudad; es preciso suponer que se dan reunidos en la ciudad perfecta.

CAPÍTULO XIII.-De la igualdad y de la diferencia entre los ciudadanos en la ciudad


perfecta
Subordinación natural según las diversas edades.-Las ocupaciones de la paz consti-
tuyen la vida verdadera de la ciudad; es preciso saber emplear convenientemente el
tiempo de sobra; la cultura de la razón debe ser el principal objeto que se han de propo-
ner el hombre en la vida y el legislador en la educación de los ciudadanos.

CAPÍTULO XIV.-De la educación de los hijos en la ciudad perfecta


Cuidados que el legislador debe tomar en lo relativo a la generación; de la edad de los
esposos; condiciones indispensables para que la unión sea lo que debe ser; peligros de
las uniones demasiado precoces: cuidados que deben tenerse con las mujeres encin-
tas; abandono de los hijos cuando son deformes o numerosos; el aborto; castigo de la
infidelidad conyugal.

CAPÍTULO XV.-De la educación durante la primera infancia


Cuidados higiénicos: ejercicios corporales.-Debe evitarse el roce con los esclavos;
debe proscribirse toda palabra o acción deshonesta delante de los niños; importancia de
las primeras impresiones. De cinco a siete años los niños deben asistir a las lecciones
sin tomar parte en ellas; hay que distinguir dos épocas en punto a la educación; de los
siete años a la pubertad; de la pubertad a los veintiún años.
LIBRO QUINTO
DE LA EDUCACIÓN EN LA CIUDAD PERFECTA

CAPÍTULO I.-Condiciones de la educación


Importancia capital de esta cuestión; la educación debe ser pública; diversidad de opi-
niones sobre los objetos que la educación debe comprender, si bien generalmente se
está de acuerdo sobre el fin que debe proponerse.

CAPÍTULO II.-Cosas que debe comprender la educación


Cosas que deben ser objeto de ella: las letras, la gimnástica, la música y el dibujo; lí-
mites en que debe encerrarse el estudio para los hombres libres.-Del lugar que en otro
tiempo ocupó la música en la educación; es una ocupación propia de los momentos de
ocio.

CAPÍTULO III.-De la gimnástica como elemento de la educación


De la utilidad de la gimnástica; excesos cometidos en este punto por algunos gobier-
nos; no debe intentarse hacer que los ciudadanos sean atletas ni guerreros feroces;
sólo debe procurarse dar al cuerpo robustez y destreza y al espíritu valor generoso; la
experiencia de diversos pueblos basta para fijar con certidumbre los límites en que con-
viene encerrar la gimnástica; edad en que debe el hombre dedicarse a ella.

CAPÍTULO IV.-De la música como elemento de la educación


De la música; no todos están de acuerdo acerca de la naturaleza y utilidad de la músi-
ca; si es un puro pasatiempo, se le puede obtener lo mismo oyendo a artistas de profe-
sión que ejercitándose uno mismo; análisis de las diversas objeciones que se hacen al
estudio de la música.

CAPÍTULO V.-Continuación de lo relativo a la música como elemento de la educación


La música no es un mero placer; puede ejercer un gran influjo sobre las almas; diver-
sos hechos que lo prueban; diferencia entre la música y las demás artes, particularmen-
te la pintura; siendo incontestable el poder moral de la música, es preciso hacerla entrar
en la educación; y en este sentido es en el que es útil.

CAPÍTULO VI.-Continuación de lo relativo a la música.


Conviene que los niños practiquen la música; ventajas de esta ejecución; límites en
que debe encerrarse; elección de instrumentos; no todos deben admitirse; proscripción
de la flauta; diversas fases por que ha pasado el estudio de este instrumento; ha sido
condenado por la misma Minerva, si hemos de dar crédito a la fábula.

CAPÍTULO VII.-Conclusión de lo relativo a la música.


Elección de las armonías y de los ritmos que deben entrar en la educación de los ni-
ños; los cantos son de tres especies: moral, animado, apasionado; los primeros son los
que casi exclusivamente deben constituir esta enseñanza; el modo dórico es, sobre
todo, el conveniente; crítica de lo dicho por Platón.

LIBRO SEXTO
DE LA DEMOCRACIA Y DE LA OLIGARQUÍA.-DE LOS TRES
PODERES: LEGISLATIVO, EJECUTIVO Y JUDICIAL

CAPÍTULO I.-De los deberes del legislador


No debe limitarse el legislador a conocer el mejor gobierno posible; debe saber tam-
bién mejorar en la práctica los elementos actuales de que puede disponer; de aquí nace
para él la necesidad de conocer las diversas especies de constituciones y las leyes es-
peciales que son esenciales a cada una de ellas.

CAPÍTULO II.-Resumen de lo precedente e indicación de lo que sigue


Subordinación de los malos gobiernos; matices diversos de la democracia y de la oli-
garquía; la teoría de las revoluciones deberá ser la conclusión de esta obra.

CAPÍTULO III.-Relación de las constituciones con los elementos sociales


La diferencia de constituciones nace de la diferencia misma de los elementos socia-
les; la pobreza y la riqueza dan origen a dos formas principales de constituciones, la
democracia y la oligarquía. Carácter esencial de la una y de la otra; el número no es su
condición capital; es la fortuna.-Enumeración de las partes necesarias del Estado; críti-
ca del sistema de Platón; todas las funciones sociales pueden acumularse; sólo la po-
breza y la riqueza no pueden reunirse en unas mismas manos.

CAPÍTULO IV.-Especies diversas de democracia


Sus caracteres y sus causas; son cinco.-Influencia desastrosa de los demagogos en
las democracias en que la ley ha cesado de ser soberana; tiranía del pueblo extraviado
por sus aduladores.

CAPÍTULO V.-Especies diversas de oligarquía


Son éstas cuatro.-Influencia general de las costumbres sobre la naturaleza del gobier-
no.-De las causas de las diversas especies de democracia y de oligarquía.-Examen de
las formas de gobierno distintas de la democracia y de la oligarquía.-Algunas palabras
sobre la aristocracia.

CAPÍTULO VI.-Ideal general de la república


Sus relaciones con la democracia.-Elementos que el Estado debe combinar: la liber-
tad y la riqueza constituyen principalmente la república, mezclándose de diversos mo-
dos.-Relaciones de la república con la aristocracia.

CAPÍTULO VII.-Más sobre la república


La república es una combinación de la oligarquía y de la democracia; medios diversos
de hacer esta combinación.-Carácter de una verdadera república; ejemplo tomado del
gobierno de Lacedemonia; la república debe sostenerse sólo por el amor de los ciuda-
danos.

CAPÍTULO VIII.-Breves consideraciones sobre la tiranía


Sus relaciones con el reinado y la monarquía absoluta; siempre es un gobierno funda-
do en la violencia.

CAPÍTULO IX.-Continuación de la teoría de la república propiamente dicha


Excelencia política de la clase media; diversas cualidades sociales que solamente ella
presenta: es la verdadera base de la república.Esta forma de gobierno se encuentra
raras veces.

CAPÍTULO X.-Principios generales aplicables a estas diversas especies de gobierno


Calidad y cantidad de los ciudadanos que gozan de derechos políticos; es necesario
combinar con equidad los diversos elementos del Estado, y dar a cada cual su parte;
ardides de la oligarquía; ardides contrarios de la democracia; reglas que deben seguirse
respecto de los pobres.-Consideraciones históricas; importancia creciente de la infante-
ría procedente de las filas del pueblo.

CAPÍTULO XI.-Teoría de los tres poderes en cada especie de gobierno: poder legisla-
tivo
Teoría de los tres poderes: legislativo o de la asamblea general, ejecutivo o de los
magistrados y judicial o de los tribunales. Organización del poder legislativo; sus formas
diversas en la democracia y en la oligarquía.-De las sentencias judiciales encomenda-
das a la decisión de la asamblea general; vicios del sistema actual.

CAPÍTULO XII.-Del poder ejecutivo


De la organización de las magistraturas.-Dificultades de esta cuestión; idea general
del magistrado; su carácter distintivo; diferencia en este respecto entre los grandes Es-
tados y los pequeños: en los unos se pueden dividir las magistraturas, en los otros es
preciso con frecuencia reunirlas en una sola mano.-Las magistraturas varían con las
constituciones; diferentes combinaciones según las cuales se pueden establecer; los
electores; los elegibles; modo de nombramiento, matices diversos según las diversas
constituciones.

CAPÍTULO XIII.-Del poder judicial


De la organización de los tribunales; su personal, sus atribuciones, su modo de for-
mación; especies diversas de tribunales; nombramiento de los jueces; formas distintas
según la diversidad de constituciones.

LIBRO SÉPTIMO
DE LA ORGANIZACION DEL PODER EN LA DEMOCRACIA
Y EN LA OLIGARQUÍA

CAPÍTULO I.-De la organización del poder en la democracia


Consecuencias que se desprenden del principio de la democracia; aplicaciones más o
menos completas que pueden hacerse.-Carácter de la democracia, la libertad; del turno
en el poder y de la independencia absoluta de las acciones individuales como conse-
cuencia de aquélla; organización especial del poder en la democracia; la asamblea ge-
neral; el senado; retribución de los funcionarios; de la igualdad democrática.
CAPÍTULO II.-Organización del poder en la democracia (continuación)
El pueblo agricultor es el más acomodado para la democracia; instituciones que con-
vienen al mismo; leyes hechas en algunos Estados para favorecer la agricultura.-De los
pueblos pastores.-De la demagogia extrema; medios propios de la misma.

CAPÍTULO III. -Continuación de lo relativo a la organización del poder en la democra-


cia
Condiciones necesarias para la duración de las democracias: no exagerar las conse-
cuencias del principio democrático; evitar la opresión de los ricos y las confiscaciones
en provecho del tesoro público; procurar proporcionar al pueblo un bienestar general.-
Medios empleados por algunos gobiernos.

CAPÍTULO IV.-De la organización del poder en las oligarquías


Las bases son generalmente las opuestas a las de la democracia; condiciones diver-
sas del censo.-La administración de las oligarquías exige mucha prudencia, porque su
principio es malo; necesidad del orden debido; relación de las diversas formas o grados
de la oligarquía con la composición del ejército.-Los oligarcas deben hacer ciertos gas-
tos; faltas que cometen las más de las oligarquías.

CAPÍTULO V.-De las diversas magistraturas indispensables o útiles a la ciudad


Objetos a que se aplican estas magistraturas: el mercado, la limpieza y mantenimiento
de calles y caminos, etc.; los campos, las rentas del Estado; los actos y contratos; la
ejecución de las sentencias; los negocios, militares; el ajuste de las cuentas públicas;
presidencia de la asamblea general; el culto religioso y civil; inspección de las mujeres y
de los jóvenes.-Fin de la teoría sobre la organización del poder.

LIBRO OCTAVO
TEORÍA GENERAL DE LAS REVOLUCIONES

CAPÍTULO I.-Procedimientos de las revoluciones


Teoría de las revoluciones; su lugar en esta obra; causa general de la diversidad de
constituciones: la necesidad de igualdad mal comprendida.-Procedimientos generales
de las revoluciones; se dirigen ya a las cosas, ya a las personas.-De la igualdad positiva
y de la igualdad proporcional; la república tiene, en especial, probabilidades de estabili-
dad.

CAPÍTULO II.-Causas diversas de las revoluciones


Disposición de los espíritus; fin de las revoluciones; circunstancias determinantes; es-
tas circunstancias son muy complejas; el ansia de riquezas y de honores, el insulto, el
miedo, el desprecio, el aumento desproporcionado de una clase, las cábalas, la negli-
gencia, las causas imperceptibles, la diversidad de origen.-Citas históricas en apoyo de
estas consideraciones.

CAPÍTULO III. -Continuación de la teoría precedente


Las causas verdaderas de las revoluciones son siempre muy graves, pero la ocasión
puede ser fútil; la igualdad de los partidos produce muchas veces las revoluciones; pro-
cedimientos empleados ordinariamente por los revolucionarios.

CAPÍTULO IV.-De las causas de las revoluciones en las democracias


El carácter turbulento de los demagogos es la más común, como lo prueba la historia.-
De los demagogos que son al mismo tiempo jefes del ejército; peligros que tiene el reu-
nir grandes atribuciones en una misma mano; utilidad y ventaja del voto por fracciones
en lugar del voto en masa.

CAPÍTULO V.-De las causas de las revoluciones en las oligarquías


División entre los mismos oligarcas: los que se ven excluidos del poder se sublevan, y
a veces se hacen demagogos; conducta de los oligarcas que no saben conservar su
propia fortuna; causas de las revoluciones en la oligarquía en tiempo de guerra; violen-
cias de unos oligarcas contra otros; circunstancias accidentales.-Las oligarquías y las
democracias se convierten raras veces en los gobiernos contrarios.

CAPÍTULO VI.-De las causas de las revoluciones en las aristocracias


Minoría demasiado limitada de los miembros del gobierno; infracción del derecho
constitucional; influencia de los partidos contrarios, que exageran su principio; fortuna
excesiva de los principales ciudadanos; causas imperceptibles; causas exteriores de
destrucción.-Fin de la teoría de las revoluciones en los Estados republicanos.
CAPÍTULO VII.-Medios generales de conservación y de prosperidad en los Estados
democráticos, oligárquicos y aristocráticos
Respecto a las leyes; franqueza en las cosas políticas; corta duración de las funcio-
nes; inspección activa ejercida por todos los ciudadanos; revisión frecuente del censo;
precauciones que deben tomarse contra las notabilidades políticas; inspección de las
costumbres de los ciudadanos; integridad de los funcionarios públicos; concesión de los
empleos poco importantes al pueblo; amor de la mayoría de los ciudadanos a la consti-
tución; moderación en el ejercicio del poder; esmero en lo relativo a la educación públi-
ca.

CAPÍTULO VIII.-De las causas de revolución y de conservación en las monarquías


Diferencia entre el rey y el tirano; las causas de revolución en las monarquías son
idénticas en parte a las de las repúblicas; conspiraciones contra las personas y contra el
poder; insultos hechos por los tiranos; influencia del miedo y sobre todo del despresti-
gio; conspiraciones tramadas por el deseo de la gloria; ataques exteriores contra la tira-
nía; ataques de sus propios partidarios; causas de ruina para el reinado; peligros de la
sucesión hereditaria.

CAPÍTULO IX.-De los medios de conservación en los Estados monárquicos


El reinado se salva por la moderación.-Las tiranías tienen dos siste mas muy diferen-
tes para sostenerse: la violencia unida a la astucia y la buena administración; examen
del primer sistema: sus vicios; examen del segundo sistema: sus ventajas; retrato del
tirano; duración de las diversas tiranías; datos históricos.

CAPÍTULO X.-Crítica de la teoría de Platón sobre las revoluciones


Errores cometidos por Platón con relación al orden en que se suceden más común-
mente los diversos gobiernos; Platón ha reducido a límites estrechos la cuestión.

LIBRO PRIMERO

DE LA SOCIEDAD CIVIL.-DE LA ESCLAVITUD.- DE LA PROPIEDAD.-DEL PODER


DOMÉSTICO
CAPÍTULO I

ORIGEN DEL ESTADO Y DE LA SOCIEDAD

Todo Estado es, evidentemente, una asociación, y toda asociación no se forma sino
en vista de algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca
hacen nada sino en vista de lo que les parece ser bueno. Es claro, por tanto, que todas
las asociaciones tienden a un bien de cierta especie, y que el más importante de todos
los bienes debe ser el objeto de la más importante de las asociaciones, de aquella que
encierra todas las demás, y a la cual se llama precisamente Estado y asociación políti-
ca.
No han tenido razón, pues, los autores para afirmar que los caracteres de rey, magis-
trado, padre de familia y dueño se confunden. Esto equivale a suponer que toda la dife-
rencia entre éstos no consiste sino en el más y el menos, sin ser específica; que un pe-
queño número de administrados constituiría el dueño, un número mayor el padre de
familia, uno más grande el magistrado o el rey; es de suponer, en fin, que una gran fa-
milia es en absoluto un pequeño Estado. Estos autores añaden, por lo que hace al ma-
gistrado y al rey, que el poder del uno es personal e independiente, y que el otro es en
parte jefe y en parte súbdito, sirviéndose de las definiciones mismas de su pretendida
ciencia.
Toda esta teoría es falsa; y bastará, para convencerse de ello, adoptar en este estudio
nuestro método habitual. Aquí, como en los demás casos, conviene reducir lo compues-
to a sus elementos indescomponibles, es decir, a las más pequeñas partes del conjunto.
Indagando así cuáles son los elementos constitutivos del Estado, reconoceremos mejor
en qué difieren estos elementos, y veremos si se pueden sentar algunos principios cien-
tíficos para resolver las cuestiones de que acabamos de hablar. En esto, como en todo,
remontarse al origen de las cosas y seguir atentamente su desenvolvimiento es el ca-
mino más seguro para la observación.
Por lo pronto, es obra de la necesidad la aproximación de dos seres que no pueden
nada el uno sin el otro: me refiero a la unión de los sexos para la reproducción. Y en
esto no hay nada de arbitrario, porque lo mismo en el hombre que en todos los demás
animales y en las plantas1 existe un deseo natural de querer dejar tras sí un ser formado
a su imagen.
1 Algunos comentadores, al ver que Aristóteles atribuía a las plantas este deseo, han
creído que conocía la diferencia de sexos en los vegetales. Saint-Hilaire.

La naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha creado a unos


seres para mandar y a otros para obedecer. Ha querido que el ser dotado de razón y de
previsión mande como dueño, así como también que el ser capaz por sus facultades
corporales de ejecutar las órdenes, obedezca como esclavo, y de esta suerte el interés
del señor y el del esclavo se confunden.
La naturaleza ha fijado, por consiguiente, la condición especial de la mujer y la del es-
clavo. La naturaleza no es mezquina como nuestros artistas, y nada de lo que hace se
parece a los cuchillos de Delfos fabricados por aquéllos. En la naturaleza un ser no tie-
ne más que un solo destino, porque los instrumentos son más perfectos cuando sirven,
no para muchos usos, sino para uno solo. Entre los bárbaros, la mujer y el esclavo es-
tán en una misma línea, y la razón es muy clara; la naturaleza no ha creado entre ellos
un ser destinado a mandar, y realmente no cabe entre los mismos otra unión que la de
esclavo con esclava, y los poetas no se engañan cuando dicen:

Sí, el griego tiene derecho a mandar al bárbaro,


puesto que la naturaleza ha querido que bárbaro y esclavo fuesen una misma cosa2.
Estas dos primeras asociaciones, la del señor y el esclavo, la del esposo y la mujer,
son las bases de la familia, y Hesíodo lo ha dicho muy bien en este verso3:

La casa, después la mujer y el buey arador;

porque el pobre no tiene otro esclavo que el buey. Así, pues, la asociación natural y
permanente es la familia, y Corondas ha podido decir de los miembros que la componen
«que comían a la misma mesa», y Epiménides de Creta «que se calentaban en el mis-
mo hogar».
La primera asociación de muchas familias, pero formada en virtud de relaciones que
no son cotidianas, es el pueblo, que justamente puede llamarse colonia natural de la
familia, porque los individuos que componen el pueblo, como dicen algunos autores,
«han mamado la leche de la familia», son sus hijos, «los hijos de sus hijos». Si los pri-
meros Estados se han visto sometidos a reyes, y si las grandes naciones lo están aún
hoy, es porque tales Estados se formaron con elementos habituados a la autoridad real,
puesto que en la familia el de más edad es el verdadero rey, y las colonias de la familia
han seguido filialmente el ejemplo que se les había dado. Por esto, Homero ha podido
decir4:
Cada uno por separado gobierna como señor a sus mujeres y a sus hijos. En su ori-
gen todas las familias aisladas se gobernaban de esta manera. De aquí la común opi-
nión según la que están los dioses sometidos a un rey, porque todos los pueblos reco-
nocieron en otro tiempo o reconocen aún hoy la autoridad real, y los hombres nunca
han dejado de atribuir a los dioses sus propios hábitos, así como se los representaban a
imagen suya.
2. Véase la Ifigenia de Eurípides, v. 1400.
3. Verso de Hesíodo, Las obras y los días, v. 403.
4. Odisea, IX, 104, 115.

La asociación de muchos pueblos forma un Estado completo, que llega, si puede de-
cirse así, a bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo por origen las necesidades de
la vida, y debiendo su subsistencia al hecho de ser éstas satisfechas.
Así el Estado procede siempre de la naturaleza, lo mismo que las primeras asociacio-
nes, cuyo fin último es aquél; porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin,
y lo que es cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento
se dice que es su naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo o de una
familia. Puede añadirse que este destino y este fin de los seres es para los mismos el
primero de los bienes, y bastarse a sí mismos es, a la vez, un fin y una felicidad. De
donde se concluye evidentemente que el Estado es un hecho natural, que el hombre es
un ser naturalmente sociable, y que el que vive fuera de la sociedad por organización y
no por efecto del azar es, ciertamente, o un ser degradado, o un ser superior a la espe-
cie humana; y a él pueden aplicarse aquellas palabras de Homero5:

Sin familia, sin leyes, sin hogar...

El hombre que fuese por naturaleza tal como lo pinta el poeta, sólo respiraría guerra,
porque sería incapaz de unirse con nadie, como sucede a las aves de rapiña.
5. Ilíada, IX, 63.
Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás
animales que viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la
naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusi-
vamente. Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no
les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos
afecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar
el bien y el mal, y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de espe-
cial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto y
todos los sentimientos del mismo orden cuya asociación constituye precisamente la
familia y el Estado.
No puede ponerse en duda que el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre
cada individuo, porque el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una
vez destruido el todo, ya no hay partes, no hay pies, no hay manos, a no ser que por
una pura analogía de palabras se diga una mano de piedra, porque la mano separada
del cuerpo no es ya una mano real. Las cosas se definen en general por los actos que
realizan y pueden realizar, y tan pronto como cesa su aptitud anterior no puede decirse
ya que sean las mismas; lo único que hay es que están comprendidas bajo un mismo
nombre. Lo que prueba claramente la necesidad natural del Estado y su superioridad
sobre el individuo es que, si no se admitiera, resultaría que puede el individuo entonces
bastarse a sí mismo aislado así del todo como del resto de las partes; pero aquel que
no puede vivir en sociedad y que en medio de su independencia no tiene necesidades,
no puede ser nunca miembro del Estado; es un bruto o un dios.
La naturaleza arrastra, pues, instintivamente a todos los hombres a la asociación polí-
tica. El primero que la instituyó hizo un inmenso servicio, porque el hombre, que cuando
ha alcanzado toda la perfección posible es el primero de los animales, es el último
cuando vive sin leyes y sin justicia. En efecto, nada hay más monstruoso que la injusti-
cia armada. El hombre ha recibido de la naturaleza las armas de la sabiduría y de la
virtud, que debe emplear sobre todo para combatir las malas pasiones. Sin la virtud es
el ser más perverso y más feroz, porque sólo tiene los arrebatos brutales del amor y del
hambre. La justicia es una necesidad social, porque el derecho es la regla de vida para
la asociación política, y la decisión de lo justo es lo que constituye el derecho.

CAPÍTULO II
DE LA ESCLAVITUD

Ahora que conocemos de una manera positiva las partes diversas de que se compone
el Estado, debemos ocuparnos ante todo del régimen económico de las familias, puesto
que el Estado se compone siempre de familias. Los elementos de la economía domésti-
ca son precisamente los de la familia misma, que, para ser completa, debe comprender
esclavos y hombres libres. Pero como para darse razón de las cosas es preciso ante
todo someter a examen las partes más sencillas de las mismas, siendo las partes primi-
tivas y simples de la familia el señor y el esclavo, el esposo y la mujer, el padre y los
hijos, deberán estudiarse separadamente estos tres órdenes de individuos para ver lo
que es cada uno de ellos y lo que debe ser. Tenemos primero la autoridad del señor,
después la autoridad conyugal, ya que la lengua griega no tiene palabra particular para
expresar esta relación del hombre a la mujer; y, en fin, la generación de los hijos, idea
para la que tampoco hay una palabra especial. A estos tres elementos, que acabamos
de enumerar, podría añadirse un cuarto, que ciertos autores confunden con la adminis-
tración doméstica, y que, según otros, es cuando menos un ramo muy importante de
ella: la llamada adquisición de la propiedad, que también nosotros estudiaremos.
Ocupémonos, desde luego, del señor y del esclavo, para conocer a fondo las relacio-
nes necesarias que los unen y ver, al mismo tiempo, si podemos descubrir en esta ma-
teria ideas que satisfagan más que las recibidas hoy día.
Se sostiene, por una parte, que hay una ciencia, propia del señor, la cual se confunde
con la del padre de familia, con la del magistrado y con la del rey, de que hemos habla-
do al principio. Otros, por lo contrario, pretenden que el poder del señor es contra natu-
raleza; que la ley es la que hace a los hombres libres y esclavos, no reconociendo la
naturaleza ninguna diferencia entre ellos; y que, por último, la esclavitud es inicua,
puesto que es obra de la violencia6.
Por otro lado, la propiedad es una parte integrante de la familia; y la ciencia de la po-
sesión forma igualmente parte de la ciencia doméstica, puesto que sin las cosas de pri-
mera necesidad los hombres no podrían vivir, y menos vivir dichosos. Se sigue de aquí
que, así como las demás artes necesitan, cada cual en su esfera, de instrumentos es-
peciales para llevar a cabo su obra, la ciencia doméstica debe tener igualmente los su-
yos. Pero entre los instrumentos hay unos que son inanimados y otros que son vivos;
por ejemplo, para el patrón de una nave, el timón es un instrumento sin vida y el marine-
ro de proa un instrumento vivo, pues en las artes al operario se le considera como un
verdadero instrumento. Conforme al mismo principio, puede decirse que la propiedad no
es más que un instrumento de la existencia, la riqueza una porción de instrumentos y el
esclavo una propiedad viva; sólo que el operario, en tanto que instrumento, es el prime-
ro de todos. Si cada instrumento pudiese, en virtud de una orden recibida o, si se quie-
re, adivinada, trabajar por sí mismo, como las estatuas de Dédalo7 o los trípodes de
Vulcano8, «que se iban solos a las reuniones de los dioses»; si las lanzaderas tejiesen
por sí mismas; si el arco tocase solo la cítara, los empresarios prescindirían de los ope-
rarios y los señores de los esclavos. Los instrumentos propiamente dichos son instru-
mentos de producción; la propiedad, por el contrario, es simplemente para el uso. Así, la
lanzadera produce algo más que el uso que se hace de ella; pero un vestido, una cama,
sólo sirven para este uso. Además, como la producción y el uso difieren específicamen-
te, y estas dos cosas tienen instrumentos que son propios de cada una, es preciso que
entre los instrumentos de que se sirven haya una diferencia análoga. La vida es el uso y
no la producción de las cosas, y el esclavo sólo sirve para facilitar estos actos que se
refieren al uso. Propiedad es una palabra que es preciso entender como se entiende la
palabra parte: la parte no sólo es parte de un todo, sino que pertenece de una manera
absoluta a una cosa distinta de ella misma. Lo mismo sucede con la propiedad; el señor
es simplemente señor del esclavo, pero no depende esencialmente de él; el esclavo,
por lo contrario, no es sólo esclavo del señor, sino que depende de éste absolutamente.
Esto prueba claramente lo que el esclavo es en sí y lo que puede ser. El que por una ley
natural no se pertenece a sí mismo, sino que, no obstante ser hombre, pertenece a otro,
es naturalmente esclavo. Es hombre de otro el que, en tanto que hombre, se convierte
en una propiedad, y como propiedad es un instrumento de uso y completamente indivi-
dual.
6. Teopompo, historiador contemporáneo de Aristóteles, refiere (Ateneo, lib. VI, pág.
265) que los Quiotes fueron los que introdujeron la costumbre de comprar los esclavos,
y que el oráculo de Delfos, al tener conocimiento de semejante crimen, declaró que los
Quiotes se habían hecho merecedores de la cólera de los dioses. Esto sería una espe-
cie de protesta del cielo contra este abuso de la fuerza. S. H., pág. 12.
7. Platón habla de este talento de Dédalo en el Eutifrón y en el Menón.
8 Ilíada, XVIII, 376.
Es preciso ver ahora si hay hombres que sean tales por naturaleza o si no existen, y
si, sea de esto lo que quiera, es justo y útil el ser esclavo, o bien si toda esclavitud es un
hecho contrario a la naturaleza. La razón y los hechos pueden resolver fácilmente estas
cuestiones. La autoridad y la obediencia no son sólo cosas necesarias, sino que son
eminentemente útiles. Algunos seres, desde el momento en que nacen, están destina-
dos, unos a obedecer, otros a mandar; aunque en grados muy diversos en ambos ca-
sos. La autoridad se enaltece y se mejora tanto cuanto lo hacen los seres que la ejercen
o a quienes ella rige. La autoridad vale más en los hombres que en los animales, por-
que la perfección de la obra está siempre en razón directa de la perfección de los obre-
ros, y una obra se realiza dondequiera que se hallan la autoridad y la obediencia. Estos
dos elementos, la obediencia y la autoridad, se encuentran en todo conjunto formado de
muchas cosas que conspiren a un resultado común, aunque por otra parte estén sepa-
radas o juntas. Esta es una condición que la naturaleza impone a todos los seres ani-
mados, y algunos rastros de este principio podrían fácilmente descubrirse en los objetos
sin vida: tal es, por ejemplo, la armonía en los sonidos. Pero el ocuparnos de esto nos
separaría demasiado de nuestro asunto.
Por lo pronto, el ser vivo se compone de un alma y de un cuerpo, hechos naturalmen-
te aquélla para mandar y éste para obedecer. Por lo menos así lo proclama la voz de la
naturaleza, que importa estudiar en los seres desenvueltos según sus leyes regulares y
no en los seres degradados. Este predominio del alma es evidente en el hombre perfec-
tamente sano de espíritu y de cuerpo, único que debemos examinar aquí. En los hom-
bres corruptos, o dispuestos a serlo, el cuerpo parece dominar a veces como soberano
sobre el alma, precisamente porque su desenvolvimiento irregular es completamente
contrario a la naturaleza. Es preciso, repito, reconocer ante todo en el ser vivo la exis-
tencia de una autoridad semejante a la vez a la de un señor y a la de un magistrado; el
alma manda al cuerpo como un dueño a su esclavo, y la razón manda al instinto como
un magistrado, como un rey; porque, evidentemente, no puede negarse que no sea na-
tural y bueno para el cuerpo el obedecer al alma, y para la parte sensible de nuestro ser
el obedecer a la razón y a la parte inteligente. La igualdad o la dislocación del poder,
que se muestra entre estos diversos elementos, sería igualmente funesta para todos
ellos. Lo mismo sucede entre el hombre y los demás animales: los animales domestica-
dos valen naturalmente más que los animales salvajes, siendo para ellos una gran ven-
taja, si se considera su propia seguridad, el estar sometidos al hombre. Por otra parte,
la relación de los sexos es análoga; el uno es superior al otro; éste está hecho para
mandar, aquél para obedecer.
Esta es también la ley general que debe necesariamente regir entre los hombres.
Cuando es un inferior a sus semejantes, tanto como lo son el cuerpo respecto del alma
y el bruto respecto del hombre, y tal que es la condición de todos aquellos en quienes el
empleo de las fuerzas corporales es el mejor y único partido que puede sacarse de su
ser, se es esclavo por naturaleza. Estos hombres, así como los demás seres de que
acabamos de hablar, no pueden hacer cosa mejor que someterse a la autoridad de un
señor; porque es esclavo por naturaleza el que puede entregarse a otro; y lo que preci-
samente le obliga a hacerse de otro es el no poder llegar a comprender la razón sino
cuando otro se la muestra, pero sin poseerla en sí mismo. Los demás animales no pue-
den ni aun comprender la razón, y obedecen ciegamente a sus impresiones. Por lo de-
más, la utilidad de los animales domesticados y la de los esclavos son poco más o me-
nos del mismo género. Unos y otros nos ayudan con el auxilio de sus fuerzas corporales
a satisfacer las necesidades de nuestra existencia. La naturaleza misma lo quiere así,
puesto que hace los cuerpos de los hombres libres diferentes de los de los esclavos,
dando a éstos el vigor necesario para las obras penosas de la sociedad, y haciendo, por
lo contrario, a los primeros incapaces de doblar su erguido cuerpo para dedicarse a tra-
bajos duros, y destinándolos solamente a las funciones de la vida civil, repartida para
ellos entre las ocupaciones de la guerra y las de la paz.
Muchas veces sucede lo contrario, convengo en ello; y así los hay que no tienen de
hombres libres más que el cuerpo, como otros sólo tienen de tales el alma. Pero lo cier-
to es que si los hombres fuesen siempre diferentes unos de otros por su apariencia cor-
poral, como lo son las imágenes de los dioses, se convendría unánimemente en que los
menos hermosos deben ser los esclavos de los otros; y si esto es cierto, hablando del
cuerpo, con más razón lo sería hablando del alma; pero es más difícil conocer la belleza
del alma que la del cuerpo.
Sea de esto lo que quiera, es evidente que los unos son naturalmente libres y los
otros naturalmente esclavos; y que para estos últimos es la esclavitud tan útil como jus-
ta.
Por lo demás, difícilmente podría negarse que la opinión contraria encierra alguna
verdad. La idea de esclavitud puede entenderse de dos maneras. Puede uno ser redu-
cido a esclavitud y permanecer en ella por la ley, siendo esta ley una convención en
virtud de la que el vencido en la guerra se reconoce como propiedad del vencedor; de-
recho que muchos legistas consideran ilegal, y como tal lo estiman muchas veces los
oradores políticos, porque es horrible, según ellos, que el más fuerte, sólo porque puede
emplear la violencia, haga de su víctima un súbdito y un esclavo9.
9. En la guerra del Peloponeso se degollaba a los prisioneros, y lo refiere Tucídides
como si fuera el hecho más indiferente. Lib. I, cap. XXX; lib. II, cap. V.
Estas dos opiniones opuestas son sostenidas igualmente por hombres sabios. La
causa de este disentimiento y de los motivos alegados por una y otra parte es que la
virtud tiene derecho, como medio de acción, de usar hasta de la violencia, y que la vic-
toria supone siempre una superioridad laudable en ciertos conceptos. Es posible creer,
por tanto, que la fuerza jamás está exenta de todo mérito, y que aquí toda la cuestión
estriba realmente sobre la noción del derecho, colocado por los unos en la benevolencia
y la humanidad y por los otros en la dominación del más fuerte. Pero estas dos argu-
mentaciones contrarias son en sí igualmente débiles y falsas; porque podría creerse, en
vista de ambas, tomadas separadamente, que el derecho de mandar como señor no
pertenece a la superioridad del mérito.
Hay gentes que, preocupadas con lo que creen un derecho, y una ley tiene siempre
las apariencias del derecho, suponen que la esclavitud es justa cuando resulta del
hecho de la guerra. Pero se incurre en una contradicción; porque el principio de la gue-
rra misma puede ser injusto, y jamás se llamará esclavo al que no merezca serlo; de
otra manera, los hombres de más elevado nacimiento podrían parar en esclavos, hasta
por efecto del hecho de otros esclavos, porque podrían ser vendidos como prisioneros
de guerra. Y así, los partidarios de esta opinión10 tienen el cuidado de aplicar este nom-
bre de esclavos sólo a los bárbaros, no admitiéndose para los de su propia nación. Esto
equivale a averiguar lo que se llama esclavitud natural; y esto es, precisamente, lo que
hemos preguntado desde el principio.
10. En la República aconseja Platón a los griegos que no reduzcan a esclavitud a los
griegos y sí sólo a los bárbaros.

Es necesario convenir en que ciertos hombres serían esclavos en todas partes, y que
otros no podrían serlo en ninguna. Lo mismo sucede con la nobleza: las personas de
que acabamos de hablar se creen nobles, no sólo en su patria, sino en todas partes;
pero, por el contrario, en su opinión los bárbaros sólo pueden serlo allá entre ellos; su-
ponen, pues, que tal raza es en absoluto libre y noble, y que tal otra sólo lo es condicio-
nalmente. Así, la Helena de Teodectes exclama:
¿Quién tendría el atrevimiento de llamarme esclava
descendiendo yo por todos lados de la raza de los dioses?

Esta opinión viene, precisamente, a asentar sobre la superioridad y la inferioridad natu-


rales la diferencia entre el hombre libre y el esclavo, entre la nobleza y el estado llano.
Equivale a creer que de padres distinguidos salen hijos distinguidos, del mismo modo
que un hombre produce un hombre y que un animal produce un animal. Pero cierto es
que la naturaleza muchas veces quiere hacerlo, pero no puede.
Con razón se puede suscitar esta cuestión y sostener que hay esclavos y hombres li-
bres que lo son por obra de la naturaleza; se puede sostener que esta distinción subsis-
te realmente siempre que es útil al uno el servir como esclavo y al otro el reinar como
señor; se puede sostener, en fin, que es justa, y que cada uno debe, según las exigen-
cias de la naturaleza, ejercer el poder o someterse a él. Por consiguiente, la autoridad
del señor sobre el esclavo es a la par justa y útil; lo cual no impide que el abuso de esta
autoridad pueda ser funesto a ambos. Y así, entre el dueño y el esclavo, cuando es la
naturaleza la que los ha hecho tales, existe un interés común, una recíproca benevolen-
cia; sucediendo todo lo contrario cuando la ley y la fuerza por sí solas han hecho al uno
señor y al otro esclavo.
Esto muestra con mayor evidencia que el poder del señor y el del magistrado son muy
distintos, y que, a pesar de lo que se ha dicho, todas las autoridades no se confunden
en una sola: la una recae sobre hombres libres, la otra sobre esclavos por naturaleza; la
una, la autoridad doméstica, pertenece a uno solo, porque toda familia es gobernada
por un solo jefe; la otra, la del magistrado, sólo recae sobre hombres libres e iguales.
Uno es señor, no porque sepa mandar, sino porque tiene cierta naturaleza: y por distin-
ciones semejantes es uno esclavo o libre. Pero sería posible educar a los señores en la
ciencia que deben practicar ni más ni menos que a los esclavos, y en Siracusa ya se ha
practicado esto último, pues por dinero se instruía allí a los niños, que estaban en es-
clavitud, en todos los pormenores del servicio doméstico. Podríase muy bien extender
sus conocimientos y enseñarles ciertas artes, como la de preparar las viandas11 o cual
quiera otra de este género, puesto que unos servicios son más estimados o más nece-
sarios que otros, y que, como dice el proverbio, hay diferencia de esclavo a esclavo y de
señor a señor. Todos estos aprendizajes constituyen la ciencia de los esclavos. Saber
emplear a los esclavos constituye la ciencia del señor, que lo es, no tanto porque posee
esclavos, cuanto porque se sirve de ellos. Esta ciencia, en verdad, no es muy extensa ni
tampoco muy elevada; consiste tan sólo en saber mandar lo que los esclavos deben
saber hacer. Y así tan pronto como puede el señor ahorrarse este trabajo, cede su
puesto a un mayordomo para consagrarse él a la vida política o a la filosofía.
11. La cocina de Siracusa tenía gran reputación. Véase el libro III de la República, de
Platón.

La ciencia del modo de adquirir, de la adquisición natural y justa, es muy diferente de


las otras dos de que acabamos de hablar; ella participa algo de la guerra y de la caza.
No necesitamos extendernos más sobre lo que teníamos que decir del señor y del es-
clavo.

CAPÍTULO III

DE LA ADQUISICIÓN DE LOS BIENES

Puesto que el esclavo forma parte de la propiedad, vamos a estudiar, siguiendo nues-
tro método acostumbrado, la propiedad en general y la adquisición de los bienes.
La primera cuestión que debemos resolver es si la ciencia de adquirir es la misma que
la ciencia doméstica, o si es una rama de ella o sólo una ciencia auxiliar. Si no es más
que esto último, ¿lo será al modo que el arte de hacer lanzaderas es un auxiliar del arte
de tejer? ¿O como el arte de fundir metales sirve para el arte del estatuario? Los servi-
cios de estas dos artes subsidiarias son realmente muy distintos: lo que suministra la
primera es el instrumento, mientras que la segunda suministra la materia. Entiendo por
materia la sustancia que sirve para fabricar un objeto; por ejemplo, la lana de que se
sirve el fabricante, el metal que emplea el estatuario. Esto prueba que la adquisición de
los bienes no se confunde con la administración doméstica, puesto que la una emplea lo
que la otra suministra. ¿A quién sino a la administración doméstica pertenece usar lo
que constituye el patrimonio de la familia?
Resta saber si la adquisición de las cosas es una rama de esta administración, o si es
una ciencia aparte. Por lo pronto, si el que posee esta ciencia debe conocer las fuentes
de la riqueza y de la propiedad, es preciso convenir en que la propiedad y la riqueza
abrazan objetos muy diversos. En primer lugar, puede preguntarse si el arte de la agri-
cultura, y en general la busca y adquisición de alimentos, están comprendidas en la
adquisición de bienes, o si forman un modo especial de adquirir. Los modos de alimen-
tación son extremadamente variados, y de aquí esta multiplicidad de géneros de vida en
el hombre y en los animales, ninguno de los cuales puede subsistir sin alimentos; varia-
ciones que son, precisamente, las que diversifican la existencia de los animales. En el
estado salvaje unos viven en grupos, otros en el aislamiento, según lo exige el interés
de su subsistencia, porque unos son carnívoros, otros frugívoros y otros omnívoros.
Para facilitar la busca y elección de alimentos es para lo que la naturaleza les ha desti-
nado a un género especial de vida. La vida de los carnívoros y la de los frugívoros difie-
ren precisamente en que no gustan por instinto del mismo alimento, y en que los de
cada una de estas clases tienen gustos particulares.
Otro tanto puede decirse de los hombres, no siendo menos diversos sus modos de
existencia. Unos, viviendo en una absoluta ociosidad, son nómadas que sin pena y sin
trabajo se alimentan de la carne de los animales que crían. Sólo que, viéndose precisa-
dos sus ganados a mudar de pastos, y ellos a seguirlos, es como si cultivaran un campo
vivo. Otros subsisten con aquello de que hacen presa, pero no del mismo modo todos;
pues unos viven del pillaje12 y otros de la pesca, cuando habitan en las orillas de los
estanques o de los lagos, o en las orillas de los ríos o del mar, y otros cazan las aves y
los animales bravíos. Pero los más de los hombres viven del cultivo de la tierra y de sus
frutos.
12. Como observa Tucídides (lib. I, cap. V), el hacer esto no era una cosa deshonrosa
en los primeros tiempos de la Grecia.

Estos son, poco más o menos, todos los modos de existencia, en que el hombre sólo
tiene necesidad de prestar su trabajo personal, sin acudir, para atender a su subsisten-
cia, al cambio ni al comercio: nómada, agricultor, bandolero, pescador o cazador. Hay
pueblos que viven cómodamente combinando estos diversos modos de vivir y tomando
del uno lo necesario para llenar los vacíos del otro: son a la vez nómadas y salteadores,
cultivadores y cazadores, y lo mismo sucede con los demás que abrazan el género de
vida que la necesidad les impone.
Como puede verse, la naturaleza concede esta posesión de los alimentos a los ani-
males a seguida de su nacimiento, y también cuando llegan a alcanzar todo su desarro-
llo. Ciertos animales en el momento mismo de la generación producen para el nacido el
alimento que habrá de necesitar hasta encontrarse en estado de procurárselo por sí
mismo. En este caso se encuentran los vermíparos13 y los ovíparos. Los vivíparos llevan
en sí mismos, durante un cierto tiempo, los alimentos de los recién nacidos, pues no
otra cosa es lo que se llama leche. Esta posesión de alimentos tiene igualmente lugar
cuando los animales han llegado a su completo desarrollo, y debe creerse que las plan-
tas están hechas para los animales, y los animales para el hombre. Domesticados, le
prestan servicios y le alimentan; bravíos, contribuyen, si no todos, la mayor parte, a su
subsistencia y a satisfacer sus diversas necesidades, suministrándole vestidos y otros
recursos. Si la naturaleza nada hace incompleto, si nada hace en vano14, es de necesi-
dad que haya creado todo esto para el hombre.
13. Sin duda, Aristóteles se refiere a aquellos insectos cuyos huevos son demasiado
pequeños para poderse descubrir a la simple vista.
14. Principio de las causas finales de que Aristóteles hace un uso muy frecuente.

La guerra misma es, en cierto modo, un medio natural de adquirir, puesto que com-
prende la caza de los animales bravíos y de aquellos hombres que, nacidos para obe-
decer, se niegan a someterse; es una guerra que la naturaleza misma ha hecho legíti-
ma.
He aquí, pues, un modo de adquisición natural que forma parte de la economía do-
méstica, la cual debe encontrárselo formado o procurárselo, so pena de no poder reunir
los medios indispensables de subsistencia, sin los cuales no se formarían ni la asocia-
ción del Estado ni la asociación de la familia. En esto consiste, si puede decirse así, la
única riqueza verdadera, y todo lo que el bienestar puede aprovechar de este género de
adquisiciones está bien lejos de ser ilimitado, como poéticamente pretende Solón:

El hombre puede aumentar ilimitadamente sus riquezas.

Sucede todo lo contrario, pues en esto hay un límite como lo hay en todas las demás
artes. En efecto, no hay arte cuyos instrumentos no sean limitados en número y exten-
sión; y la riqueza no es más que la abundancia de los instrumentos domésticos y socia-
les.
Existe, por tanto, evidentemente un modo de adquisición natural, que es común a los
jefes de familia y a los jefes de los Estados. Ya hemos visto cuáles eran sus fuentes.
Resta ahora este otro género de adquisición que se llama, más particularmente y con
razón, la adquisición de bienes, y respecto de la cual podría creerse que la fortuna y la
propiedad pueden aumentarse indefinidamente. La semejanza de este segundo modo
de adquisición con el primero es causa de que ordinariamente no se vea en ambos más
que un solo y mismo objeto. El hecho es que ellos no son ni idénticos, ni muy diferentes;
el primero, es natural, el otro no procede de la naturaleza, sino que es más bien el pro-
ducto del arte y de la experiencia. Demos aquí principio a su estudio.
Toda propiedad tiene dos usos que le pertenecen esencialmente, aunque no de la
misma manera: el uno es especial a la cosa, el otro no lo es. Un zapato puede a la vez
servir para calzar el pie o para verificar un cambio. Por lo menos puede hacerse de él
este doble uso. El que cambia un zapato por dinero o por alimentos, con otro que tiene
necesidad de él, emplea bien este zapato en tanto que tal, pero no según su propio uso,
porque no había sido hecho para el cambio. Otro tanto diré de todas las demás propie-
dades; pues el cambio, efectivamente, puede aplicarse a todas, puesto que ha nacido
primitivamente entre los hombres de la abundancia en un punto y de la escasez en otro
de las cosas necesarias para la vida. Es demasiado claro que en este sentido la venta
no forma en manera alguna parte de la adquisición natural. En su origen, el cambio no
se extendía más allá de las primeras necesidades, y es ciertamente inútil en la primera
asociación, la de la familia. Para que nazca es preciso que el círculo de la asociación
sea más extenso. En el seno de la familia todo era común; separados algunos miem-
bros, se crearon nuevas sociedades para fines no menos numerosos, pero diferentes
que los de las primeras, y esto debió necesariamente dar origen al cambio. Este es el
único cambio que conocen muchas naciones bárbaras, el cual no se extiende a más
que al trueque de las cosas indispensables; como, por ejemplo, el vino que se da a
cambio de trigo.
Este género de cambio es perfectamente natural, y no es, a decir verdad, un modo de
adquisición, puesto que no tiene otro objeto que proveer a la satisfacción de nuestras
necesidades naturales. Sin embargo, aquí es donde puede encontrarse lógicamente el
origen de la riqueza. A medida que estas relaciones de auxilios mutuos se transforma-
ron, desenvolviéndose mediante la importación de los objetos de que se carecía y la
exportación de aquellos que abundaban, la necesidad introdujo el uso de la moneda,
porque las cosas indispensables a la vida son naturalmente difíciles de transportar.
Se convino en dar y recibir en los cambios una materia que, además de ser útil por sí
misma, fuese fácilmente manejable en los usos habituales de la vida; y así se tomaron
el hierro, por ejemplo, la plata, u otra sustancia análoga, cuya dimensión y cuyo peso se
fijaron desde luego, y después, para evitar la molestia de continuas rectificaciones, se
las marcó con un sello particular, que es el signo de su valor. Con la moneda, originada
por los primeros cambios indispensables, nació igualmente la venta, otra forma de ad-
quisición excesivamente sencilla en el origen, pero perfeccionada bien pronto por la
experiencia, que reveló cómo la circulación de los objetos podía ser origen y fuente de
ganancias considerables. He aquí cómo, al parecer, la ciencia de adquirir tiene princi-
palmente por objeto el dinero, y cómo su fin principal es el de descubrir los medios de
multiplicar los bienes, porque ella debe crear la riqueza y la opulencia. Esta es la causa
de que se suponga muchas veces que la opulencia consiste en la abundancia de dine-
ro, como que sobre el dinero giran las adquisiciones y las ventas; y, sin embargo, este
dinero no es en sí mismo más que una cosa absolutamente vana, no teniendo otro valor
que el que le da la ley, no la naturaleza, puesto que una modificación en las convencio-
nes que tienen lugar entre los que se sirven de él, puede disminuir completamente su
estimación y hacerle del todo incapaz para satisfacer ninguna de nuestras necesidades.
En efecto, ¿no puede suceder que un hombre, a pesar de todo su dinero, carezca de
los objetos de primera necesidad?, y ¿no es una riqueza ridícula aquella cuya abundan-
cia no impide que el que la posee se muera de hambre?15. Es como el Midas de la mito-
logía, que, llevado de su codicia desenfrenada, hizo convertir en oro todos los manjares
de su mesa.
Así que con mucha razón los hombres sensatos se preguntan si la opulencia y el ori-
gen de la riqueza están en otra parte, y ciertamente la riqueza y la adquisición natura-
les, objeto de la ciencia doméstica, son una cosa muy distinta. El comercio produce bie-
nes, no de una manera absoluta, sino mediante la conducción aquí y allá de objetos que
son precisos por sí mismos. El dinero es el que parece preocupar al comercio, porque el
dinero es el elemento y el fin de sus cambios; y la fortuna que nace de esta nueva rama
de adquisición parece no tener realmente ningún límite. La medicina aspira a multiplicar
sus curas hasta el infinito, y como ella todas las artes colocan en el infinito el fin a que
aspiran y pretenden alcanzarlo empleando todas sus fuerzas. Pero, por lo menos, los
medios que les conducen a su fin especial son limitados, y este fin mismo sirve a todas
de límite. Lejos de esto, la adquisición comercial no tiene por fin el objeto que se propo-
ne, puesto que su fin es precisamente una opulencia y una riqueza indefinidas. Pero si
el arte de esta riqueza no tiene límites, la ciencia doméstica los tiene, porque su objeto
es muy diferente. Y así podría creerse, a primera vista, que toda riqueza, sin excepción,
tiene necesariamente límites. Pero ahí están los hechos para probarnos lo contrario:
todos los negociantes ven acrecentarse su dinero sin traba ni término.
15. Montesquieu observa que las inmensas cantidades de oro y plata del Nuevo Mun-
do no impidieron que España cayera en la miseria, ocasionada por una multitud de cau-
sas.

Estas dos especies de adquisición tan diferentes emplean el mismo capital a que am-
bas aspiran, aunque con miras muy distintas, pues que la una tiene por objeto el acre-
centamiento indefinido del dinero y la otra otro muy diverso. Esta semejanza ha hecho
creer a muchos que la ciencia doméstica tiene igualmente la misma extensión, y están
firmemente persuadidos de que es preciso a todo trance conservar o aumentar hasta el
infinito la suma de dinero que se posee. Para llegar a conseguirlo, es preciso preocu-
parse únicamente del cuidado de vivir, sin curarse de vivir como se debe. No teniendo
límites el deseo de la vida, se ve uno directamente arrastrado a desear, para satisfacer-
le, medios que no tiene. Los mismos que se proponen vivir moderadamente, corren
también en busca de goces corporales, y como la propiedad parece asegurar estos go-
ces, todo el cuidado de los hombres se dirige a amontonar bienes, de donde nace esta
segunda rama de adquisición de que hablo. Teniendo el placer necesidad absoluta de
una excesiva abundancia, se buscan todos los medios que pueden procurarla. Cuando
no se pueden conseguir éstos con adquisiciones naturales, se acude a otras, y aplica
uno sus facultades a usos a que no estaban destinadas por la naturaleza. Y así, el
agenciar dinero no es el objeto del valor, que sólo debe darnos una varonil seguridad;
tampoco es el objeto del arte militar ni de la medicina, que deben darnos, aquél la victo-
ria, ésta la salud; y, sin embargo, todas estas profesiones se ven convertidas en un ne-
gocio de dinero, como si fuera éste su fin propio, y como si todo debiese tender a él.
Esto es lo que tenía que decir sobre los diversos medios de adquirir lo superfluo;
habiendo hecho ver lo que son estos medios y cómo pueden convertirse para nosotros
en una necesidad real. En cuanto al arte que tiene por objeto la riqueza verdadera y
necesaria, he demostrado que era completamente diferente del otro, y que no es más
que la economía natural, ocupada únicamente con el cuidado de las subsistencias; arte
que, lejos de ser infinito como el otro, tiene, por el contrario, límites positivos.
Esto hace perfectamente clara la cuestión que al principio proponíamos; a saber, si la
adquisición de los bienes es o no asunto propio del jefe de familia y del jefe del Estado.
Ciertamente, es indispensable suponer siempre la preexistencia de estos bienes. Así
como la política no hace a los hombres, sino que los toma como la naturaleza se los da
y se limita a servirse de ellos, en igual forma a la naturaleza toca suministrarnos los pri-
meros alimentos que proceden de la tierra, del mar o de cualquier otro origen, y des-
pués queda a cargo del jefe de familia disponer de estos dones como convenga hacerlo;
así como el fabricante no crea la lana, pero debe saber emplearla, distinguir sus cuali-
dades y sus defectos y conocer la que puede o no servir.
También podría preguntarse cómo es que mientras la adquisición de bienes forma
parte del gobierno doméstico, no sucede lo mismo con la medicina, puesto que los
miembros de la familia necesitan tanto la salud como el alimento o cualquier otro objeto
indispensable para la vida. He aquí la razón: si por una parte el jefe de familia y el jefe
del Estado deben ocuparse de la salud de sus administrados, por otra parte este cuida-
do compete, no a ellos, sino al médico. De igual modo lo relativo a los bienes de la fami-
lia bajo cierto punto compete a su jefe, pero bajo otro no, pues no es él y sí la naturale-
za quien debe suministrarlos. A la naturaleza, repito, compete exclusivamente dar la
primera materia. A la misma corresponde asegurar el alimento al ser que ha creado,
pues en efecto, todo ser recibe los primeros alimentos del que le transmite la vida; y he
aquí por qué los frutos y los animales forman una riqueza natural, que todos los hom-
bres saben explotar.
Siendo doble la adquisición de los bienes, como hemos visto, es decir, comercial y
doméstica, ésta necesaria y con razón estimada, y aquélla con no menos motivo des-
preciada16, por no ser natural y sí sólo resultado del tráfico, hay fundado motivo para
execrar la usura, porque es un modo de adquisición nacido del dinero mismo, al cual no
se da el destino para que fue creado. El dinero sólo debía servir para el cambio, y el
interés que de él se saca, le multiplica, como lo indica claramente el nombre que le da la
lengua griega. Los padres, en este caso, son absolutamente semejantes a los hijos. El
interés es dinero producido por el dinero mismo; y de todas las adquisiciones es esta la
más contraria a la naturaleza.
16. Platón ha explicado con gran claridad y con más moderación que Aristóteles las
causas del desprecio en que cayó, en general, el comercio.

CAPÍTULO IV

CONSIDERACIÓN PRACTICA SOBRE LA ADQUISICIÓN DE LOS BIENES


De la ciencia, que suficientemente hemos desenvuelto, pasemos ahora a hacer algu-
nas consideraciones sobre la práctica. En todos los asuntos de esta naturaleza un cam-
po libre se abre a la teoría; pero la aplicación tiene sus necesidades.
Los ramos prácticos de la riqueza consisten en conocer a fondo el género, el lugar y el
ejemplo de los productos que más prometan; en saber, por ejemplo, si debe uno dedi-
carse a la cría de caballos, o de ganado vacuno, o del lanar, o de cualesquiera otros
animales, teniendo el acierto de escoger hábilmente las especies que sean más prove-
chosas según las localidades; porque no todas prosperan indistintamente en todas par-
tes. La práctica consiste también en conocer la agricultura y las tierras que deben tener
arbolado, y aquellas en que no conviene; se ocupa, en fin, con cuidado de las abejas y
de todos los animales volátiles y acuáticos que pueden ofrecer algunas ventajas. Tales
son los primeros elementos de la riqueza propiamente dicha.
En cuanto a la riqueza que produce el cambio, su elemento principal es el comercio,
que se divide en tres ramas diversamente lucrativas: comercio marítimo, comercio te-
rrestre y comercio al por menor. Después entra en segundo lugar el préstamo a interés,
y, en fin, el salario, que puede aplicarse a obras mecánicas, o bien a trabajos puramen-
te corporales para hacer cosas en que no intervienen los operarios más que con sus
brazos.
Hay un tercer género de riqueza, que está entre la riqueza natural y la procedente del
cambio, que participa de la naturaleza de ambas y procede de todos aquellos productos
de la tierra que, no obstante no ser frutos, no por eso dejan de tener su utilidad: es la
explotación de los bosques y la de las minas, que son de tantas clases como los meta-
les que se sacan del seno de la tierra.
Estas generalidades deben bastarnos. Entrar en pormenores especiales y precisos
puede ser útil a cada una de las industrias en particular; mas para nosotros sería un
trabajo impertinente. Entre los oficios, los más elevados son aquellos en que interviene
menos el azar; los más mecánicos los que desfiguran el cuerpo más que los demás; los
más serviles los que más ocupan; los más degradados, en fin, los que requieren menos
inteligencia y mérito17.
Algunos autores han profundizado estas diversas materias. Cares de Paros y Apolo-
doro de Lemnos18, por ejemplo, se han ocupado del cultivo de los campos y de los bos-
ques. Las demás cosas han sido tratadas en otras obras, que podrán estudiar los que
tengan interés en estas materias. También deberán recoger las tradiciones esparcidas
sobre los medios que han conducido a algunas personas a adquirir fortuna. Todas estas
enseñanzas son provechosas para los que a su vez aspiren a conseguir lo mismo. Cita-
ré lo que se refiere a Tales de Mileto19, a propósito de una especulación lucrativa que le
dio un crédito singular, honor debido sin duda a su saber, pero que está al alcance de
todo el mundo. Gracias a sus conocimientos en astronomía pudo presumir, desde el
invierno, que la recolección próxima de aceite sería abundante, y al intento de respon-
der a algunos cargos que se le hacían por su pobreza, de la cual no había podido librar-
le su inútil filosofía, empleó el poco dinero que poseía en darlo en garantía para el
arriendo de todas las prensas de Mileto y de Quíos; y las obtuvo baratas, porque no
hubo otros licitadores. Pero cuando llegó el tiempo oportuno, las prensas eran buscadas
de repente por un crecido número de cultivadores, y él se las subarrendó al precio que
quiso. La utilidad fue grande; y Tales probó por esta acertada especulación que los filó-
sofos, cuando quieren, saben fácilmente enriquecerse, por más que no sea este el obje-
to de su atención. Se refiere esto como muestra de un grande ejemplo de habilidad de
parte de Tales; pero, repito, esta especulación pertenece en general a todos los que
están en posición de constituir en su favor un monopolio. También hay Estados que en
momentos de apuro han acudido a este ar
bitrio, atribuyéndose el monopolio general de todas las ventas. En Sicilia un particular
empleó las cantidades que se le habían dado en depósito en la compra de todo el hierro
que había en las herrerías, y luego, cuando más tarde llegaban los negociantes de dis-
tintos puntos, como era el único vendedor de hierro, sin aumentar excesivamente el
precio, lo vendía sacando cien talentos de cincuenta. Informado de ello Dionisio20, le
desterró de Siracusa, por haber ideado una operación perjudicial a los intereses del
príncipe, aunque permitiéndole llevar consigo toda su fortuna. Esta especulación, sin
embargo, es en el fondo la misma que la de Tales; ambos supieron crear un monopolio.
Conviene a todos, y también a los jefes de los Estados, tener conocimiento de tales
recursos. Muchos gobiernos tienen necesidad, como las familias, de emplear estos me-
dios para enriquecerse; y podría decirse que muchos gobernantes creen que sólo de
esta parte de la gobernación deben ocuparse.
17. Esta clasificación de los oficios parece intercalada y extraña al pensamiento gene-
ral del autor, que continúa desenvolviéndose en el párrafo siguiente.
18. Cares de Paros era contemporáneo de Aristóteles. Apolodoro de Lemnos vivía
también en la misma época. Varrón. De re rustica, lib. I, cap. VIII.
19. Tales de Mileto, jefe de la escuela jónica y uno de los siete sabios de Grecia. Re-
pública, de Platón, lib. X.
20. Dionisio el Antiguo, que reinó desde 406 a 367 a. de J. C.

CAPÍTULO V

DEL PODER DOMÉSTICO

Ya hemos dicho que la administración de la familia descansa en tres clases de poder:


el del señor, de que hablamos antes, el del padre y el del esposo. Se manda a la mujer
y a los hijos como a seres igualmente libres, pero sometidos, sin embargo, a una autori-
dad diferente, que es republicana respecto de la primera, y regia respecto de los segun-
dos. El hombre, salvas algunas excepciones contrarias a la naturaleza, es el llamado a
mandar más bien que la mujer, así como el ser de más edad y de mejores cualidades
es el llamado a mandar al más joven y aún incompleto. En la constitución republicana
se pasa de ordinario alternativamente de la obediencia al ejercicio de la autoridad, por-
que en ella todos los miembros deben ser naturalmente iguales y semejantes en todo; lo
cual no impide que se intente distinguir la posición diferente del jefe y del subordinado,
mientras dure, vasliéndose ya de un signo exterior, ya de ciertas denominaciones o dis-
tinciones honoríficas. Esto mismo pensaba Amasis21 cuando refería la historia de su
aljofaina. La relación del hombre y la mujer es siempre tal como acabo de decir. La au-
toridad del padre sobre sus hijos es, por el contrario, completamente regia; las afeccio-
nes y la edad dan el poder a los padres lo mismo que a los reyes, y cuando Homero
llama a Júpiter22

Padre inmortal de los hombres y de los dioses,

tiene razón en añadir que es también rey de ellos, porque un rey debe a la vez ser su-
perior a sus súbditos por sus facultades naturales, y ser, sin embargo, de la misma raza
que ellos; y esta es precisamente la relación entre el más viejo y el más joven, entre el
padre y el hijo.
21. Amasis hizo de una aljofaina de oro una estatua de un dios, que bien pronto fue
adorada por los egipcios; y contando a los principales de éstos la historia de la aljofaina,
les dijo que él también, antes de llegar a ser rey, había sido un oscuro ciudadano, pero
que desde que había ascendido al trono había merecido el respeto y el homenaje de
sus súbditos.
22. Ilíada, I, 544.

No hay para qué decir que se debe poner mayor cuidado en la administración de los
hombres que en la de las cosas inanimadas, en la perfección de los primeros que en la
perfección de las segundas, que constituyen la riqueza, y más cuidado en la dirección
de los seres libres que en la de los esclavos. La primera cuestión respecto al esclavo es
la de saber si, además de su cualidad de instrumento y de servidor, se puede encontrar
en él alguna otra virtud, como la sabiduría, el valor, la equidad, etc., o si no se debe
esperar hallar en él otro mérito que el que nace de sus servicios puramente corporales.
Por ambos lados ha lugar a duda. Si se suponen estas virtudes en los esclavos, ¿en
qué se diferenciarán de los hombres libres? Si lo contrario, resulta otro absurdo no me-
nor, porque al cabo son hombres y tienen su parte de razón. Una cuestión igual, sobre
poco más o menos, puede suscitarse respecto a la mujer y al hijo. ¿Cuáles son sus vir-
tudes especiales? ¿La mujer debe ser prudente, animosa y justa como un hombre? ¿El
hijo puede ser modesto y dominar sus pasiones? Y en general, el ser formado por la
naturaleza para mandar y el destinado a obedecer, ¿deben poseer las mismas virtudes
o virtudes diferentes? Si ambos tienen un mérito absolutamente igual, ¿de dónde nace
que eternamente deben el uno mandar y el otro obedecer? No se trata aquí de una dife-
rencia entre el más y el menos; autoridad y obediencia difieren específicamente, y entre
el más y el menos no existe diferencia alguna de este género. Exigir virtudes al uno y no
exigirlas al otro sería aún más extraño. Si el ser que manda no tiene prudencia, ni equi-
dad, ¿cómo podrá mandar bien? Si el ser que obedece está privado de estas virtudes,
¿cómo podrá obedecer cumplidamente? Si es intemperante y perezoso, faltará a todos
sus deberes. Evidentemente es necesario que ambos tengan virtudes, pero virtudes tan
diversas como lo son las especies de seres destinados por la naturaleza a la sumisión.
Esto mismo es lo que hemos dicho ya al tratar del alma. La naturaleza ha creado en ella
dos partes distintas: la una destinada a mandar, la otra a obedecer, siendo sus cualida-
des bien diversas, pues que la una está dotada de razón y privada de ella la otra. Esta
relación se extiende evidentemente a los otros seres, y respecto de los más de ellos la
naturaleza ha establecido el mando y la obediencia. Así, el hombre libre manda al es-
clavo de muy distinta manera que el marido manda a la mujer y que el padre al hijo; y,
sin embargo, los elementos esenciales del alma se dan en todos estos seres, aunque
en grados muy diversos. El esclavo está absolutamente privado de voluntad; la mujer la
tiene, pero subordinada; el niño sólo la tiene incompleta. Lo mismo sucede necesaria-
mente respecto a las virtudes morales. Se las debe suponer existentes en todos estos
seres, pero en grados diferentes, y sólo en la proporción indispensable para el cumpli-
miento del destino de cada uno de ellos. El ser que manda debe poseer la virtud moral
en toda su perfección. Su tarea es absolutamente igual a la del arquitecto que ordena, y
el arquitecto en este caso es la razón. En cuanto a los demás, deben estar adornados
de las virtudes que reclamen las funciones que tienen que llenar.
Reconozcamos, pues, que todos los individuos de que acabamos de hablar tienen su
parte de virtud moral, pero que el saber del hombre no es el de la mujer, que el valor y
la equidad no son los mismos en ambos, como lo pensaba Sócrates23, y que la fuerza
del uno estriba en el mando y la de la otra en la sumisión. Otro tanto digo de todas las
demás virtudes, pues si nos tomamos el trabajo de examinarlas al por menor, se descu-
bre tanto más esta verdad. Es una ilusión el decir, encerrándose en generalidades, que
«la virtud es una buena disposición del alma» y la práctica de la sabiduría, y dar cual-
quiera otra explicación tan vaga como esta. A semejantes definiciones prefiero el méto-
do de los que, como Gorgias, se han ocupado de hacer la enumeración de todas las
virtudes. Y así, en resumen, lo que dice el poeta de una de las cualidades de la mujer:

Un modesto silencio hace honor a la mujer24

es igualmente exacto respecto a todas las demás; reserva aquella que no sentaría bien
en el hombre.
Siendo el niño un ser incompleto, evidentemente no le pertenece la virtud, sino que
debe atribuirse ésta al ser completo que le dirige. La misma relación existe entre el se-
ñor y el esclavo. Hemos dejado sentado que la utilidad del esclavo se aplicaba a las
necesidades de la existencia, así que su virtud había de encerrarse en límites muy es-
trechos, en lo puramente necesario para no descuidar su trabajo por intemperancia o
pereza. Pero admitido esto, podrá preguntarse: ¿deberán entonces los operarios tener
también virtud, puesto que muchas veces la intemperancia los aparta del trabajo? Pero
hay una grande diferencia. El esclavo participa de nuestra vida, mientras que el obrero,
por lo contrario, vive lejos de nosotros, y no debe tener más virtud que la que exige su
esclavitud, porque el trabajo del obrero es en cierto modo una esclavitud limitada. La
naturaleza hace al esclavo, pero no hace al zapatero ni a ningún otro operario. Por con-
siguiente, es preciso reconocer que el señor debe ser para el esclavo la fuente de la
virtud que le es especial, bien que no tenga, en tanto que señor, que comunicarle el
aprendizaje de sus trabajos. Y así se equivocan mucho los que rehúsan toda razón a
los esclavos, y sólo quieren entenderse con ellos dándoles órdenes25, cuando, por el
contrario, deberían tratarles con más indulgencia aún que a los hijos. Basta ya sobre
este punto.
23. Platón expone esta doctrina en la República, lib. V, y en el Menón.
24. Este verso es tomado del Ayax, de Sófocles, 291.
25. Aristóteles parece que critica en esto a Platón. Véanse las Leyes, libro VI.

En cuanto al marido y la mujer, al padre y los hijos y la virtud particular de cada uno
de ellos, las relaciones que les unen, su conducta buena o mala, y todos los actos que
deben ejecutar por ser loables o que deben evitar por ser reprensibles, son objetos to-
dos de que es preciso ocuparse al estudiar la Política. En efecto, todos estos individuos
pertenecen a la familia, así como la familia pertenece al Estado, y como la virtud de las
partes debe relacionarse con la del conjunto, es preciso que la educación de los hijos y
de las mujeres esté en armonía con la organización política, como que importa realmen-
te que esté ordenado lo relativo a los hijos y a las mujeres para que el Estado lo esté
también. Este es necesariamente un asunto de grandísima importancia, porque las mu-
jeres componen la mitad de las personas libres, y los hijos serán algún día los miembros
del Estado.
En resumen, después de lo que acabamos de decir sobre todas estas cuestiones, y
proponiéndonos tratar en otra parte las que nos quedan por aclarar, demos aquí fin a
una discusión que parece ya agotada, y pasemos a otro asunto; es decir, al examen de
las opiniones emitidas sobre la mejor forma de gobierno.

LIBRO SEGUNDO

EXAMEN CRÍTICO DE LAS TEORÍAS ANTERIORES


Y DE LAS PRINCIPALES CONSTITUCIONES

CAPÍTULO I

EXAMEN DE LA «REPÚBLICA», DE PLATÓN


Puesto que nuestro propósito consiste en indagar cuál es entre todas las asociaciones
políticas la que deberán preferir los hombres dueños de escoger una a su gusto,
habremos de estudiar, a la vez, la organización de los Estados que pasan por ser los
que tienen mejores leyes y las constituciones imaginadas por los filósofos, limitándonos
a las más notables. Por este medio descubriremos lo que cada una de ellas puede en-
cerrar de bueno y de aplicable, y al mismo tiempo demostraremos que si intentamos
formar una combinación política diferente de todas ellas, nos ha movido a ello, no un
vano deseo de lucir nuestro ingenio, sino la necesidad de poner en claro los defectos
mismos de todas las constituciones existentes.
Sentaremos, ante todo, este principio, que debe servir de punto de partida para nues-
tro estudio, a saber: que la comunidad política debe necesariamente abrazarlo todo, o
no abrazar nada, o comprender ciertos objetos con exclusión de otros. Que la comuni-
dad política no se proponga algún objeto, es una cosa evidentemente imposible, puesto
que el Estado es una asociación, Y, por de pronto, el suelo por lo menos ha de ser ne-
cesariamente común, pues que la unidad del lugar lleva consigo la unidad de ciudad, y
la ciudad pertenece en común a todos los ciudadanos.
Comencemos por preguntar si respecto de las cosas en que tiene facultad de hacer o
no la comunidad, es conveniente, en el Estado bien organizado que buscamos, que se
extienda a todos los objetos sin excepción, o que se limite a algunos. ¿Puede extender-
se a los hijos, a las mujeres, a los bienes? Platón lo propone en su República, y Sócra-
tes sostiene en ella que los hijos, las mujeres y los bienes deben ser comunes a todos
los ciudadanos. Y yo pregunto: ¿el actual estado de cosas es preferible, o deberá adop-
tarse esta ley de la República?
La comunidad de mujeres presenta muchas dificultades en que el autor no parece
creer, siendo los motivos alegados por Sócrates para legitimarla una consecuencia poco
rigurosa de su misma doctrina; más aún, es incompatible con el fin mismo que Platón
asigna a todo Estado, por lo menos bajo la forma en que él la presenta; no habiéndonos
dicho nada en cuanto a los medios de resolver esta contradicción. Me refiero a esta
unidad perfecta de la ciudad toda, que es para la misma el primero de los bienes, por-
que esta es la hipótesis de Sócrates. Pero es evidente que, si semejante unidad se la
lleva un poco más adelante, la ciudad desaparece por entero. Naturalmente, la ciudad
es múltiple, y si se aspira a la unidad, de ciudad se convertirá en familia, y la familia en
individuo, porque la familia tiene más unidad que la ciudad, y el individuo mucho más
aún que la familia. Y así, aun cuando fuese posible realizar este sistema, sería preciso
dejar de hacerlo, so pena de destruir la ciudad. Pero la ciudad no se compone sólo de
cierto número de individuos, sino que se compone también de individuos específica-
mente diferentes, porque los elementos que la forman no son semejantes. No es como
una alianza militar, la cual vale siempre en proporción del número de los miembros que
se reúnen para prestarse mutuo apoyo, aun cuando la especie de los asociados fuese,
por otra parte, perfectamente idéntica. Una alianza es como una balanza, en la que
siempre vence el platillo que tiene más peso.
Por esta circunstancia, una sola ciudad está por encima de una nación entera1, si se
supone que los individuos que forman ésta, por numerosos que sean, no están reunidos
en pueblos, sino que viven aislados a la manera de los árcades. La unidad sólo puede
resultar de elementos de diversa especie, y así la reciprocidad en la igualdad, como dije
en la Moral, es la salvación de los Estados, es la relación necesaria entre los individuos
libres o iguales; porque si no pueden todos obtener, a la vez, el poder, deben, por lo
menos, pasar por él, sea cada año o cada cualquiera otro período, o según un sistema
dado, con tal que todos, sin excepción, lleguen a ser poder. Así es como los que traba-
jan en piel o en madera podrían cambiar de ocupación, para que, de este modo, unos
mismos trabajos no fuesen ejecutados constantemente por las mismas manos. Si em-
bargo, la fijeza actual de estas profesiones es ciertamente preferible, y en la asociación
política la perpetuidad del poder no lo sería menos, si fuese posible; pero allí donde es
incompatible con la igualdad natural de todos los ciudadanos, y donde, además, es justo
que el poder, ya sea un honor, ya una carga, se reparta entre todos, es preciso imitar,
por lo menos, esta perpetuidad mediante el turno en el poder cedido a los iguales por
los iguales, que a su vez lo recibieron antes de aquéllos. Entonces es cuando cada uno
manda y obedece alternativamente como si fuese un hombre distinto, y cada vez que se
obtienen los cargos públicos, se puede llevar la alternativa hasta ejercer ya uno, ya otro
cargo.
1. Puede verse aquí claramente la diferencia entre ciudad y nación. La ciudad es el
Estado, es la sociedad civil constituida con todas las leyes necesarias para su armonía
y existencia. La nación es la agregación, la reunión de los hombres en cuerpo, pero sin
instrucciones fijas, sin relaciones determinadas y constantes que los mantengan políti-
camente unidos entre sí. La verdadera sociedad política es la primera.
De aquí se debe concluir que la unidad política está bien lejos de ser lo que se imagi-
na a veces, y que lo que se nos presenta como el bien supremo del Estado es su ruina.
El bien para cada cosa es precisamente lo que asegura su existencia.
Desde otro punto de vista, esta aspiración exagerada a la unidad del Estado no tiene
nada de ventajosa. Una familia se basta mejor a sí misma que un individuo, y un Estado
mejor aún que una familia, puesto que de hecho el Estado no existe realmente sino
desde el momento en que la masa asociada puede bastarse y satisfacer todas sus ne-
cesidades. Luego, si la más completa suficiencia es también la más apetecible, una
unidad menos cerrada será necesariamente preferible a una unidad más compacta.
Pero esta unidad extrema de la asociación que se estima como la primera de las venta-
jas no resulta, como se nos asegura, de que unánimemente digan todos los ciudadanos
al hablar de un solo y mismo objeto: «esto es mío o esto no es mío», prueba infalible, si
hemos de creer a Sócrates2, de la perfecta unidad del Estado. La palabra todos tiene
aquí un doble sentido: si se aplica a los individuos tomados separadamente, Sócrates
obtendrá entonces mucho más de lo que pide, porque cada uno dirá hablando de un
mismo niño y de una misma mujer: «he aquí mi hijo, he aquí mi esposa», y otro tanto
dirá respecto a las propiedades y de todo lo demás. Pero, dada la comunidad de muje-
res y de hijos, esta expresión no convendrá tampoco a los individuos aislados, y sí sólo
al cuerpo entero de los ciudadanos, y la propiedad misma pertenecerá, no a cada uno
tomado aparte, sino a todos colectivamente. Todos es en este caso un equívoco eviden-
te: todos, en su doble acepción significa tanto lo uno como lo otro, lo par como lo impar,
lo cual no deja de ser ocasión de que se introduzcan en la discusión de Sócrates argu-
mentos muy controvertibles. Este acuerdo de todos los ciudadanos en decir lo mismo
es, por una parte, muy hermoso, si se quiere, pero imposible; y por otra, prueba la una-
nimidad lo mismo que otra cosa.
2. Véase Platón, República, lib. V.

El sistema propuesto ofrece todavía otro inconveniente, que es el poco interés que se
tiene por la propiedad común, porque cada uno piensa en sus intereses privados y se
cuida poco de los públicos, sino es en cuanto le toca personalmente, pues en todos los
demás descansa de buen grado en los cuidados que otros se toman por ellos, suce-
diendo lo que en una casa servida por muchos criados, que unos por otros resulta mal
hecho el servicio. Si los mil niños de la ciudad pertenecen a cada ciudadano, no como
hijos suyos, sino como hijos de todos, sin hacer distinción de tales o cuales, será bien
poco lo que se cuidarán de semejantes criaturas. Si un niño promete, cada cual dirá:
«es mío», y si no promete, cualesquiera que sean los padres a quienes, por otra parte,
deba su origen conforme a la nota de inscripción, se dirá: «es mío o de cualquier otro»,
y estas razones se alegarán y estas dudas se suscitarán para los mil y más hijos que el
Estado puede encerrar, puesto que será igualmente imposible saber de quién es el hijo
y si ha vivido después de su nacimiento.
¿Vale más que cada ciudadano diga de dos mil o de diez mil niños, al hablar de cada
uno de ellos: «he aquí mi hijo», o es preferible lo que el uso actualmente tiene estable-
cido? Hoy uno llama hijo a un niño que otro llama hermano, o primo hermano, o compa-
ñero de fratria o de tribu3, según los lazos de familia, de sangre, de unión o de amistad
contraídos directamente por los individuos o por sus mayores. Ser sólo primo bajo este
concepto vale mucho más que ser hijo a la manera de Sócrates.
Pero, hágase lo que se quiera, no podrá evitarse que algunos ciudadanos, por lo me-
nos, tengan sospecha de quiénes sean sus hermanos, sus hijos, sus padres, sus ma-
dres, y les bastarán para reconocerse indudablemente las semejanzas tan frecuentes
entre los hijos y sus padres. Los autores que han escrito lo que han visto en sus viajes
alrededor del mundo refieren hechos análogos: en algunos pueblos de la alta Libia,
donde existe la comunidad de mujeres, se reparten los hijos según su parecido; y lo
mismo sucede entre las hembras de los animales, de los caballos y de los bueyes, al-
gunas de las cuales producen hijos exactamente iguales al macho; por ejemplo, la ye-
gua de Farsalia llamada la Justa 4.
3. Fratria era en Atenas una subdivisión de la tribu.
4. Aristóteles cita este hecho también en su Historia de los animales, lib. VII, cap. VI.

No será tampoco fácil librarse de otros inconvenientes que produce esta comunidad,
tales como los ultrajes, los asesinatos voluntarios o cometidos por imprudencia, los al-
tercados y las injurias, cosas que son mucho más graves si se cometen contra un pa-
dre, una madre, o parientes muy próximos, que contra extraños; y, sin embargo, han de
ser mucho más frecuentes necesariamente entre gentes que ignoran los lazos que los
unen. Por lo menos, cuando se conocen, es posible la expiación legal, la cual se hace
imposible cuando no se conocen.
No es menos extraño, cuando se establece la comunidad de los hijos, prohibir a los
amantes sólo el comercio carnal, y no el amor mismo y todas esas familiaridades ver-
daderamente vergonzosas5 entre el padre y el hijo, el hermano y el hermano, so pretex-
to de que estas caricias no traspasen los límites del amor. No es, asimismo, menos ex-
traño prohibir el comercio carnal sólo por el temor de que se haga el placer demasiado
vivo, sin dar la menor importancia a que tenga lugar entre un padre y un hijo o entre
hermanos.
Si la comunidad de mujeres y de hijos parece a Sócrates más útil para el orden de los
labradores que para el de los guerreros, guardadores del Estado, es porque destruiría
todo lazo y todo acuerdo en esta clase, que sólo debe pensar en obedecer y no en in-
tentar revoluciones.
En general, esta ley de la comunidad producirá necesariamente efectos completamen-
te opuestos a los que leyes bien hechas deben producir, y precisamente por el motivo
mismo que inspira a Sócrates sus teorías sobre las mujeres y los hijos. A nuestros ojos,
el bien supremo del Estado es la unión de sus miembros, porque evita toda disensión
civil; y Sócrates, en verdad, no se descuida en alabar la unidad del Estado, que a nues-
tro parecer, y también según él, no es más que el resultado de la unión entre los ciuda-
danos6. Aristóteles, en su tratado sobre el amor, dice, precisamente, que la pasión,
cuando es violenta, nos inspira el deseo de identificar nuestra existencia con la del obje-
to amado y de constituir con él un solo ser. En este caso es de toda necesidad que las
dos individualidades, o, por lo menos, una de ellas, desaparezcan; mas en el Estado en
que esta comunidad prevaleciera, se extinguiría toda benevolencia recíproca; el hijo
pensará en todo menos en buscar a su padre, y al padre sucedería lo mismo respecto
de su hijo. Y así como la dulzura de unas gotas de miel desaparece en una gran canti-
dad de agua, de igual modo la afección, que nace de tan queridos nombres, se perderá
en un Estado en que será completamente inútil que el hijo piense en el padre, el padre
en el hijo, y los hermanos en sus hermanos. Hay en el hombre dos grandes móviles de
solicitud y de amor, que son la propiedad y la afección; y en la República de Platón no
tienen cabida ni uno ni otro de estos sentimientos. Este cambio de los hijos que pasan,
a seguida de su nacimiento, de manos de los labradores y de los artesanos, sus padres,
a las de los guerreros, y, recíprocamente, presenta también dificultades en la ejecución.
Los que los lleven del poder de los unos al de los otros, sabrán, a no dudar, qué hijos
dan y a quiénes los dan. Entonces será cuando se reproducirán los graves inconvenien-
tes de que hablé antes. Aquellos ultrajes, aquellos amores criminales, aquellos asesina-
tos, contra los que no pueden servir ya de garantía los lazos de parentesco, puesto que
los hijos que pasen a las otras clases de ciudadanos no conocerán, entre los guerreros,
ni padres, ni madres, ni hermanos, y los hijos que entren en la clase de guerreros se
verán también desligados de todo lazo de unión con el resto de la ciudad.
Hagamos aquí alto en lo relativo a la comunidad de las mujeres y de los hijos.
5. Se advertirá que Aristóteles no presenta muy fielmente el pensamiento de Platón, el
cual no ha dicho precisamente esto. República, libros III y V.
6. Zenón de Cío, fundador del Estoicismo, decía: «el amor es el dios que contribuye a
garantizar la salvación del Estado».

CAPÍTULO II

CONTINUACIÓN DEL EXAMEN DE LA «REPÚBLICA», DE PLATÓN

La primera cuestión que se presenta después de la anterior es la de saber cuál debe


ser, en la mejor constitución posible del Estado, la organización de la propiedad, y si
debe admitirse o desecharse la comunidad de bienes. Se puede, por otra parte, exami-
nar este punto independientemente de lo que ha podido estatuirse sobre las mujeres y
los hijos. Respetando en esto la situación actual de las cosas y la división admitida por
todo el mundo, se pregunta si en lo concerniente a la propiedad, la mancomunidad7 de-
be extenderse al suelo o solamente al usufructo. Así, suponiendo que se posee el suelo
individualmente, ¿se deberán reunir los frutos para consumirlos en común, como lo
practican algunas naciones? O, por lo contrario, siendo la propiedad y el cultivo comu-
nes, ¿se dividirán los frutos entre los individuos, especie de mancomunidad, que tam-
bién existe, según se dice, en algunos pueblos bárbaros, o bien, las propiedades y los
frutos deben ser igualmente comunes? Si el cultivo está confiado a manos extrañas, la
cuestión es distinta y la solución más fácil; pero si los ciudadanos trabajan personal-
mente, es mucho más embarazosa. No estando igualmente repartidos el trabajo y el
goce, necesariamente se suscitarán reclamaciones contra los que gozan y reciben mu-
cho, trabajando poco, de parte de los que reciban poco y trabajen mucho. Entre los
hombres son, en general, las relaciones permanentes de vida y de comunidad muy difí-
ciles, pero lo son más aún en la materia que nos ocupa. Basta ver lo que pasa en las
reuniones ocasionadas por los viajes y peregrinaciones; en ellas el más fortuito y fútil
accidente es suficiente para provocar una disensión. ¿Nos irritamos principalmente co-
ntra aquellos de nuestros criados cuyo servicio es personal y constante?
7. Platón, República, lib. V.
Además de este primer inconveniente, la comunidad de bienes tiene otros todavía
mayores. Yo prefiero, y mucho, el sistema actual, completado por las costumbres públi-
cas y sostenido por buenas leyes. Reúne las ventajas de los otros dos; quiero decir, de
la mancomunidad y de la posesión exclusiva. La propiedad en este caso se hace común
en cierta manera, permaneciendo al mismo tiempo particular; las explotaciones, estando
todas ellas separadas, no darán origen a contiendas; prosperarán más, porque cada
uno las mirará como asunto de interés personal, y la virtud de los ciudadanos arreglará
su aplicación, de conformidad con el proverbio: «entre amigos, todo es común». Aún
hoy se encuentran rastros de este sistema en algunas ciudades, lo cual prueba que no
es imposible; sobre todo en los Estados bien organizados o existe en parte o podría
fácilmente com pletarse. Los ciudadanos, poseyéndolo todo personalmente, ceden o
prestan a sus amigos el uso común de ciertos objetos. Y así en Lacedemonia cada cual
emplea los esclavos, los caballos y los perros de otros, como si le perteneciesen en
propiedad, y esta mancomunidad se extiende a las provisiones de viaje cuando la nece-
sidad sorprende a uno en despoblado.
Es por tanto evidentemente preferible que la propiedad sea particular, y que sólo me-
diante el uso se haga común. Guiar a los espíritus en el sentido de esta benevolencia
compete especialmente al legislador.
Por lo demás, es poco cuanto se diga de lo gratos que son la idea y el sentimiento de
la propiedad. El amor propio8, que todos poseemos, no es un sentimiento reprensible;
es un sentimiento completamente natural, lo cual no impide que se combata con razón
el egoísmo, que no es ya este mismo sentimiento, sino un exceso culpable; a la manera
que se censura la avaricia, si bien es cosa natural, si puede decirse así, que todos los
hombres aprecien el dinero. Es un verdadero encanto el favorecer y socorrer a los ami-
gos, a los huéspedes, a los compañeros, y esta satisfacción sólo nos la puede propor-
cionar la propiedad individual. Este encanto desaparece cuando se quiere establecer
esa exagerada unidad del Estado, así como se arranca a otras dos virtudes la ocasión
de desenvolverse; en primer lugar, a la continencia, puesto que es una virtud respetar
por prudencia la mujer de otro; y en segundo, a la generosidad, que es imposible sin la
propiedad individual, porque en semejante república el ciudadano no puede mostrarse
nunca liberal, ni ejercer ningún acto de generosidad, puesto que esta virtud sólo puede
nacer con motivo del destino que se dé a lo que se posee.
El sistema de Platón tiene, lo confieso, una apariencia verdaderamente seductora de
filantropía. A primer golpe de vista encanta por la maravillosa y recíproca benevolencia
que parece deber inspirar a todos los ciudadanos, sobre todo cuando se quiere formar
el proceso9 de los vicios de las constituciones actuales, suponiendo proceder éstos de
no ser común la propiedad; por ejemplo, los pleitos que ocasionan los contratos, las
condenaciones por falsos testimonios, las viles adulaciones a los ricos; cosas todas que
dependen, no de la posesión individual de los bienes, sino de la perversidad de los
hombres. En efecto, ¿no tienen los asociados y propietarios comuneros muchas más
veces pleitos entre sí que los poseedores de bienes personales, y eso que el número de
los que puedan provocar estas querellas en las asociaciones es mucho menor compara-
tivamente que el de los poseedores de propiedades particulares? Por otra parte, sería
justo enumerar no sólo los males, sino también las ventajas que la comunión de bienes
impide; a mi parecer, la existencia es con ella completamente impracticable. El error de
Sócrates nace de la falsedad del principio de que parte. Sin duda, el Estado y la familia
deben tener una especie de unidad, pero no una unidad absoluta. Con esta unidad, lle-
vada a cierto punto, el Estado ya no existe; o si existe, su situación es deplorable por-
que está siempre en vísperas de no existir. Esto equivaldría a intentar hacer un acorde
con un solo sonido, o un ritmo con una sola medida. Por medio de la educación es co-
mo conviene atraer a la comunidad y a la unidad al Estado, que es múltiple, como ya he
dicho, y me sorprende que, pretendiendo introducir en el Estado la educación, y me-
diante ella la felicidad, se imagine poderlo conseguir por tales medios, más bien que por
las costumbres, la filosofía y las leyes. Deberá tenerse presente que en Lacedemonia y
en Creta el legislador ha fundado sabiamente la comunidad de bienes sobre las comi-
das públicas.
8. Este elogio del amor se encuentra también en Platón, Leyes, lib. V.
9. Platón, República, lib. V.

Es imposible dejar de tener en cuenta también el largo transcurso de tiempo y de años


durante el cual semejante sistema, si fuese bueno, no habría quedado desconocido. En
esta materia, bien puede decirse que todo ha sido obra de la imaginación; pero unas
ideas no han podido echar raíces y otras no están en uso, por más que se las conozca.
Lo que decimos de la República de Platón sería aún mucho más evidente si existiese
un gobierno semejante en la realidad. Por de pronto, no podría establecerse sino a con-
dición de dividir e individualizar la propiedad, destinando una porción a las comidas pú-
blicas, y dando otra a las fratrias y a las tribus. Así toda esta legislación sólo conduciría
a prohibir la agricultura a los guerreros; que es precisamente lo que intentan hacer en
nuestros días los lacedemonios. En cuanto al gobierno general de esta comunidad, Só-
crates no dice una sola palabra, y tan fácil nos sería a nosotros como a él decir más; y,
sin embargo, el todo de la ciudad se compondrá de esta masa de ciudadanos para
quienes nada se ha estatuido. Respecto de los labradores, por ejemplo, ¿la propiedad
será particular o será común? ¿Sus mujeres y sus hijos serán o no serán comunes? Si
las reglas de la comunidad son las mismas para todos, ¿en qué consistirá la diferencia
entre los labradores y los guerreros? ¿Dónde tendrán los primeros la compensación que
merecen por la obediencia que deben a los segundos? ¿Quién los enseñará a obede-
cer? A menos que se emplee con ellos el expediente de los cretenses, que sólo prohi-
ben a sus esclavos dos cosas: el dedicarse a la gimnástica y el poseer armas. Si todos
estos puntos están ordenados aquí como lo están en los demás Estados, ¿en qué se
convertirá, entonces, la comunidad? Se habrán creado necesariamente en el Estado
dos Estados, enemigo el uno del otro; porque de los labradores y artesanos se habrán
formado ciudadanos, y de los guerreros se habrán hecho guardadores encargados de
vigilarlos perpetuamente.
En cuanto a las disensiones, pleitos y otros vicios que Sócrates echa en cara a las so-
ciedades actuales, yo afirmo que se encontrarán todos ellos sin excepción en la suya.
Sostiene que, gracias a la educación, no habrá necesidad en su República de todos
esos reglamentos de policía, de mercados y de otras materias tan poco importantes
como éstas; y, sin embargo, no se cuida de dar educación más que a sus guerreros.
Por otra parte, deja a los labradores la propiedad de las tierras a condición de entre-
gar los productos de ellas; pero es muy de temer que estos propietarios sean mucho
más indóciles y mucho más altivos que los ilotas, los penestes10 o tantos otros esclavos.
Sócrates, por lo demás, nada ha dicho acerca de la importancia relativa de todas estas
cosas. También ha hablado de otras muchas que tenía bien cerca, tales como el go-
bierno, la educación Y las leyes especiales para la clase de labradores; porque no es ni
más fácil ni menos importante saber cómo se ha de organizar ésta para que la comuni-
dad de guerreros pueda subsistir a su lado. Supongamos que para los labradores se
establezca la comunidad de mujeres con la división de bienes: ¿quién será el encarga-
do de la administración doméstica, así como lo están los maridos de la agricultura? ¿A
cargo de quién correrá aquélla una vez admitida entre los labradores la comunidad igual
de las mujeres y de los bienes? Ciertamente, es muy extraño que se vaya a buscar una
comparación entre los animales para probar que las funciones de las mujeres deben ser
absolutamente las mismas que las de los maridos, a quienes, por otra parte, se prohíbe
toda ocupación en el interior de la casa.
10. Esclavos de la Tesalia.

El establecimiento de las autoridades tal como lo propone Sócrates, ofrece también


muchos peligros: las quiere perpetuas, y esto sólo bastaría para ocasionar guerras civi-
les hasta entre los hombres menos celosos de su dignidad, y con más razón entre los
belicosos y de corazón ardiente. Pero esta perpetuidad es indispensable en la teoría de
Sócrates. «Dios no derrama el oro unas veces en el alma de los unos, otra en la de los
otros, sino siempre en las mismas almas.» Y así Sócrates sostiene que en el momento
mismo del nacimiento, Dios pone en el alma de unos oro, en la de otros plata, y bronce
y hierro en el alma de los que deben ser artesanos y labradores.
Tuvo por conveniente prohibir toda clase de placeres a sus guerreros, sin dejar por
eso de sostener que el deber del legislador es hacer dichoso al Estado todo; pero el
Estado todo no podrá ser dichoso cuando la mayor parte o algunos de sus miembros, si
no todos, están privados de esa dicha. Y es que la felicidad no se parece a los números
impares, la suma de los cuales puede tener esta o aquella propiedad que no tenga nin-
guna de sus partes. En punto a felicidad, pasan las cosas de otra manera. Y si los mis-
mos defensores de la ciudad no son dichosos, ¿quién aspirará a serlo? Al parecer, no
serán los artesanos ni la masa de obreros consagrados a trabajos mecánicos.
He aquí algunos de los inconvenientes de la República preconizada por Sócrates, y
aún podría indicar algunos otros no menos graves.

CAPÍTULO III

EXAMEN DEL TRATADO DE LAS «LEYES», DE PLATÓN

Los mismos principios se encuentran en el tratado de las Leyes11 compuesto poste-


riormente. Y así, me limitaré a hacer algunas observaciones sobre la constitución que
en ellas propone Platón.
En el tratado de la República, Sócrates profundiza muy pocas cuestiones: la comuni-
dad de mujeres y de hijos, el modo de aplicar este sistema, la propiedad de la organiza-
ción del gobierno. Divide la masa de los ciudadanos en dos clases: los labradores, de
una parte, y de otra, los guerreros, una fracción de los cuales forma una tercera clase,
que delibera sobre los negocios del Estado y los dirige soberanamente. Sócrates se ha
olvidado decir si los labradores y artesanos deben ser totalmente excluidos, y si tienen o
no el derecho de poseer armas y de tomar parte en las expediciones militares; en cam-
bio, cree que las mujeres deben acompañar a los guerreros al combate y recibir la mis-
ma educación que ellos. El resto del tratado lo forman varias digresiones y ciertas con-
sideraciones sobre la educación de los guerreros.
En las Leyes, por el contrario, apenas se encuentra otra cosa que disposiciones legis-
lativas. Sócrates es, en este tratado, muy conciso en lo relativo a la constitución; mas,
sin embargo, queriendo hacer la que propone aplicable a los Estados en general, vuelve
paso por paso sobre su primer proyecto. Si se exceptúa la comunidad de mujeres y de
bienes, en todo lo demás hay un perfecto parecido entre sus dos Repúblicas; educa-
ción, dispensa de trabajos pesados concedida a los guerreros, comidas en común, todo
es igual. Sólo que en la segunda extiende las comidas en común a las mujeres y eleva
de mil a cinco mil12 el número de los ciudadanos armados.
11. El resumen que hace aquí Aristóteles no es exacto, porque los principios de las
Leyes son más prácticos y más positivos que los de la República, que es una pura teo-
ría.
12. Platón dice cinco mil cuarenta.

Sin duda alguna, los diálogos de Sócrates son eminentemente notables, y están lle-
nos de elegancia, de originalidad y de imaginación; pero era difícil, quizá, que fuese
todo en ellos igualmente preciso. Y así, no hay que engañarse, se necesitaría toda la
campiña de Babilonia u otra llanura inmensa para esta multitud, que debe alimentar
cinco mil ociosos salidos de su seno, sin contar aquella otra multitud de mujeres y de
servidores de toda especie. Indudablemente, cada cual es dueño de crear hipótesis a su
gusto, pero no deben tocarse los límites de lo imposible.
Sócrates afirma que en materia de legislación no deben perderse nunca de vista dos
cosas: el suelo y los hombres. Pudo añadir también los Estados vecinos, a no ser que
niegue al Estado toda existencia política exterior. En casos de guerra es preciso que la
fuerza militar esté organizada, no sólo para defender al país, sino también para luchar
en el exterior. Aun admitiendo que la vida del Estado y la de los individuos no sea habi-
tualmente la guerrera, siempre es necesario hacerse temible a los enemigos no sólo
cuando invaden el suelo, sino también cuando lo han evacuado.
En cuanto a los límites asignables a la propiedad, podría exigirse que fuesen otros
que los que señala Sócrates, y, sobre todo, que fuesen más precisos y más claros. «La
propiedad, dice, debe ser la bastante para satisfacer las necesidades de una vida so-
bria», queriendo decir con esto lo que se entiende ordinariamente por una existencia
cómoda, expresión que tiene, ciertamente, un sentido más amplio. Una vida sobria pue-
de ser muy penosa; «sobria y liberal» hubiera sido una definición mucho mejor. Si una
de estas dos condiciones falta, se cae en el lujo o en el sufrimiento. El empleo de la
propiedad no permite otras cualidades; no podrían referirse a ella la dulzura ni el valor,
pero sí podrían referirse la moderación y la liberalidad, que son necesariamente las vir-
tudes que se pueden mostrar al hacer uso de la fortuna.
También es un gran error, cuando se llega hasta dividir los bienes en partes iguales,
no establecer nada sobre el número de los ciudadanos y el dejarles que procreen sin
limitación alguna, abandonando al azar que el número de las uniones estériles compen-
se el de los nacimientos, cualquiera que él sea, so pretexto de que en el estado actual
de las cosas este equilibrio parece establecerse naturalmente. Está muy distante de ser
exacto este cálculo. En nuestras ciudades nadie se queda desnudo, porque las propie-
dades se dividen entre los hijos, cualquiera que sea su número. Admitiendo, por lo con-
trario, que sean indivisas, todos los hijos, salvo un número igual al de éstas, sean pocos
o muchos, se quedarían sin poseer nada. Lo más prudente sería limitar la población y
no la propiedad, determinando un máximum del cual no se pudiera pasar, fijar el que
habría de tenerse en cuenta a la par de la proporción eventual de los hijos que mueren
y la esterilidad de los matrimonios. Dejándolo al azar, como hacen en los más de los
Estados, sería una causa inevitable de miseria en la República de Sócrates y la miseria
engendra las discordias civiles y los crímenes. Al intento de prevenir estos males, uno
de los legisladores más antiguos, Fidón de Corinto, quería que el número de familias y
de ciudadanos fuese inmutable, aun cuando los lotes primitivos hubiesen sido desigua-
les. En las Leyes, precisamente, sucede lo contrario. Más adelante diremos nuestra
opinión sobre este punto.
Tampoco se determina, en el tratado de las Leyes, la diferencia entre gobernantes y
gobernados. Sócrates se limita a decir que la relación entre unos y otros será la misma
que entre la urdimbre y la trama, hechas ambas de distintas lanas. Por otra parte, pues-
to que permite el acrecentamiento de bienes muebles hasta el quíntuplo13, ¿por qué no
deja también alguna amplitud respecto de los bienes raíces? Es preciso tener también
en cuenta si acaso que la separación de las habitaciones es un falso principio en punto
a la economía doméstica. Sócrates no da a sus ciudadanos menos de dos habitaciones
completamente aisladas; y es ciertamente muy difícil sostener constantemente dos ca-
sas.
13. Platón dice el cuádruplo

En su conjunto, el sistema político de Sócrates ni es una democracia ni una oligar-


quía; es el gobierno intermedio que se llama república, puesto que se compone de to-
dos los ciudadanos que empuñan las armas. Si pretende que esta constitución es la
más común, la existente en la mayor parte de los Estados actuales, quizá tiene razón;
pero está en un error si cree que es la que más se aproxima a la constitución perfecta.
Muchos preferirían sin dudar la de Lacedemonia o cualquiera otra un poco más aristo-
crática. Algunos autores pretenden que la constitución perfecta debe reunir los elemen-
tos de todas las demás, y en este concepto alaban la de Lacedemonia, en la cual se
encuentran combinados los tres elementos: la oligarquía, la monarquía y la democracia;
representadas: la primera, por los reyes; la segunda, por el senado, y la tercera, por los
éforos, que proceden siempre de las filas del pueblo. Es verdad que otros ven en los
éforos el elemento tiránico, y encuentran el elemento democratico en las comidas públi-
cas y en el orden y disciplina constante de la ciudad.
En el tratado de las Leyes14 se pretende que es preciso que la constitución perfecta
sea un compuesto de demagogia y de tiranía, dos formas de gobierno que hay derecho
para negar completamente o para considerarlas como las peores de todas. Hay, pues,
razón para admitir una combinación más amplia, y la mejor constitución será aquella
que reúna los más diversos elementos. El sistema de Sócrates no tiene nada de mo-
nárquico; sólo es oligárquico y democrático, o más bien tiene una tendencia pronuncia-
da hacia la oligarquía, como lo prueba el modo de instituir los magistrados. Dejar que la
suerte escoja entre los candidatos elegidos tanto pertenece a la oligarquía como a la
democracia; pero imponer a los ricos la obligación de presentarse en las asambleas y
de nombrar en ellas las autoridades y ejercer todas las funciones políticas, eximiendo a
los demás ciudadanos de estos deberes, es una institución oligárquica. También prueba
lo mismo el llamar a ocupar el poder principalmente a los ricos y reservar las más altas
funciones a los que figuran en los puestos más elevados del censo. La elección de su
senado tiene también un carácter oligárquico. Todos los ciudadanos, sin excepción,
están obligados a votar, pero han de escoger los magistrados en la primera clase del
censo, nombrar en seguida un número igual de la segunda clase y luego otros tantos de
la tercera. Con la diferencia de que los ciudadanos de la tercera y cuarta clase son li-
bres de votar o no votar, y en las elecciones del cuarto censo y de la cuarta clase el
voto no es obligatorio sino para los ciudadanos de las dos primeras. En fin, Sócrates
quiere que se repartan todos los elegidos en número igual para cada clase de censo.
Este sistema dará lugar necesariamente al predominio de los ciudadanos que pagan
más, pues que muchos de los que son pobres se abstendrán de votar, porque no se les
puede obligar a ello.
No es esta, por tanto, una constitución en la que se combinen el elemento monárquico
y el democrático, y basta con lo dicho para convencerse de ello, y aún resultará más
claro cuando más tarde tratemos de esta especie particular de constitución. Aquí sólo
añadiré que tiene peligros el escoger los magistrados en una lista de candidatos elegi-
dos. Basta entonces que algunos ciudadanos, aunque sean pocos, quieran concertarse
para que puedan constantemente disponer de las elecciones.
Termino aquí mis observaciones sobre el sistema desenvuelto en el tratado de las Le-
yes.
14. En la República, Platón se inclina evidentemente a la aristocracia, que en su opi-
nión es el gobierno de los mejores. República, lib. VIII.

CAPÍTULO IV

EXAMEN DE LA CONSTITUCIÓN PROPUESTA POR FALEAS


DE CALCEDONIA

También hay constituciones que se deben o a simples ciudadanos o a la filosofía y a


los hombres de Estado. No hay una que no se aproxime a las formas recibidas y ac-
tualmente en vigor mucho más que las dos repúblicas de Sócrates. Sólo éste se ha
permitido esas innovaciones de la comunidad de las mujeres y de los hijos, y de las
comidas en común de las mujeres; porque todos se han ocupado más bien de cosas
esenciales. Para muchos el punto capital parece ser la organización de la propiedad,
origen único, a su parecer, de las revoluciones. Faleas de Calcedonia es el que, guiado
por este pensamiento, ha sido el primero que ha sentado el principio de que la igualdad
de fortuna entre los ciudadanos era indispensable. Le parece fácil establecerla en el
momento mismo de constituirse el Estado; y aunque menos fácil de introducir en los
Estados que cuenten largo tiempo de existencia, tampoco es imposible, en su opinión,
si se prescribe que los ricos den dotes a sus hijas, sin que los hijos reciban nada, y que
los pobres reciban y no den. Ya he dicho que Platón, en el tratado de las Leyes, permi-
tía la acumulación de la riqueza hasta cierto límite, que no podía pasar en ningún caso
del quíntuplo de un mínimum determinado. No hay que olvidar, cuando se trata de leyes
semejantes, un punto omitido por Faleas y Platón, y es que, fijando la parte alícuota de
las fortunas, es indispensable fijar también el número de hijos. Si el número de éstos no
está en relación con la propiedad, será preciso violar muy pronto la ley; y, aparte de
esto, es peligroso que tantos ciudadanos pasen del bienestar a la miseria, porque, en
este caso, es muy difícil que dejen de tener el deseo de provocar revoluciones.
Este influjo de la igualdad de bienes en la asociación política ha sido comprendido por
algunos de los antiguos legisladores, como lo muestran, por ejemplo, las leyes de Solón
y la ley que prohíbe la adquisición ilimitada de tierras. De conformidad con este mismo
principio, ciertas legislaciones, como la de Locres, prohiben la venta de los bienes, a
menos de una desgracia perfectamente justificada, o prescriben el mantenimiento inal-
terable de los lotes primitivos. La abrogación de una ley de este género en Léucade15
cambió la constitución haciéndola completamente democrática, porque desde aquel
acto se pudieron obtener las magistraturas sin las condiciones del censo que antes se
exigían. Pero esta igualdad misma, si se la supone establecida, no impide que el límite
legal de las fortunas pueda ser o demasiado lato, lo cual produciría en la ciudad el lujo y
la molicie, o demasiado limitado, lo cual sería muy molesto para los ciudadanos. Y así
no basta que el legislador haga que las fortunas sean iguales, sino que es preciso que
procure sean de debidas proporciones. Pero nada se ha adelantado con haber fijado
esta medida perfecta para todos los ciudadanos, puesto que lo importante es no nivelar
las propiedades, sino nivelar las pasiones, y esta igualdad sólo resulta de la educación
establecida mediante buenas leyes.
Faleas podría responder que esto es precisamente lo que él ha dicho, porque, a su
parecer, las bases de todo Estado son la igualdad de fortuna y la igualdad de educa-
ción. Pero ¿en qué consistirá esta educación? Esto es lo que importa saber. Tiene que
ser una y la misma para todos, pero puede ser una y la misma para todos los ciudada-
nos, y, sin embargo, ser tal, que dé por resultado una insaciable sed de riquezas o de
honores, o ambas cosas a la vez. Además, las revoluciones nacen lo mismo de la des-
igualdad en los honores que de la desigualdad de fortuna. Lo único que varía es la clase
de pretendientes. La multitud se rebela a causa de la desigualdad de las fortunas, y los
hombres superiores se indignan con la repartición igual de los honores. Es lo que dice el
poeta:

¡Qué! ¿El cobarde y el valiente han de ser igualmente estimados?16.

Esto consiste en que los hombres se ven arrastrados al crimen no sólo por carecer de
lo necesario, lo cual Faleas cree evitar por medio de la igualdad de bienes, medio exce-
lente, en su opinión, de impedir que un hombre robe a otro hombre para no morirse de
frío o de hambre, sino que se ven arrastrados también por la necesidad de dar amplitud
a su deseo de gozar en todos sentidos. Si estos deseos son desordenados, los hom-
bres apelarán al crimen para curar el mal que los atormenta; y yo añado que no sólo por
esta razón se precipitarán por semejante camino, sino que lo harán también si el capri-
cho se lo sugiere, por el simple motivo de no ser perturbado en sus goces. ¿Y cuál será
el remedio para estos tres males? En primer lugar, la propiedad, por pequeña que sea,
después, el hábito del trabajo, y, por último, la templanza. Mas el que quiera encontrar
la felicidad en sí mismo, no tiene que buscar el remedio en otra parte que en la filosofía,
porque los demás placeres no pueden tener lugar sin el intermedio de los hombres. Lo
superfluo, y no lo necesario, es lo que hace que se cometan los grandes crímenes. No
se usurpa la tiranía para librarse de la intemperie, y por el mismo motivo las grandes
distinciones están reservadas, no para el que mata a un ladrón, sino para el homicida
de un tirano.
15. Léucade, colonia de Corinto, fundada bajo el reinado de Periandro el Tirano.
16. Es tomado con una pequeña variante de la Ilíada, cap. IX, v. 319.

Y así el expediente político propuesto por Faleas sólo es una garantía contra los crí-
menes de poca importancia.
Por otra parte, las instituciones de Faleas sólo afectan al orden y a la felicidad interio-
res del Estado, y era preciso proponer también un sistema de relaciones con los pue-
blos vecinos y con los extranjeros. El Estado tiene, precisamente, necesidad de una
organización militar, y Faleas no dice sobre esto ni una sola palabra. Igual olvido ha
cometido respecto a las rentas públicas; deben alcanzar, no sólo para satisfacer las
necesidades interiores, sino también para evitar los peligros de fuera. Y así no sería
conveniente que su abundancia provocase la codicia de vecinos más poderosos que los
poseedores, que serían demasiado débiles para rechazar un ataque, ni que su escasez
impidiese sostener la guerra contra un enemigo igual en fuerzas y en número. Faleas
guardó silencio sobre este punto, y es preciso convencerse de que la extensión de los
recursos es un punto importante en política. El verdadero límite es, quizá, que el vence-
dor no encuentre jamás medios de indemnización de los gastos de la guerra en la ri-
queza del pueblo conquistado, y que ésta no pueda producir ni aun a enemigos más
pobres lo que por este motivo hayan gastado. Cuando Autofradates puso sitio a Atar-
nea, Éubolo17 le aconsejó que calculara el tiempo y el dinero que iba a gastar en la con-
quista del país, y considerara si no le resultaría mayor ventaja en abandonar el sitio,
prometiendo por su parte evacuar inmediatamente a Atarnea, previo el pago de una
indemnización muy inferior a aquellos gastos. La advertencia hizo reflexionar a Autofra-
dates, y desistió inmediatamente de su empeño. La igualdad de fortuna entre los ciuda-
danos sirve perfectamente, lo confieso, para prevenir las disensiones civiles; pero, a
decir verdad, este medio no es infalible, porque los hombres superiores se irritarán al
verse reducidos a tener lo mismo que todos, y esto será con frecuencia causa de turba-
ciones y revueltas. Además, la avidez de los hombres es insaciable; al pronto se con-
tentan con dos óbolos18, pero una vez que han formado un patrimonio, sus necesidades
aumentan sin cesar, hasta que sus aspiraciones no conocen límites; y aunque la natura-
leza de la codicia consiste precisamente en no tener límites, los más de los hombres
sólo viven para intentar saciarla. Vale más, por tanto, remontarse al principio de estos
desarreglos, y en lugar de nivelar las fortunas, hacer de modo que los hombres mode-
rados por temperamento no quieran enriquecerse, y que los malos no puedan hacerlo; y
el mejor medio es hacer que éstos, estando en minoría, no puedan ser dañosos, y no
oprimirlos.
Fáleas se ha equivocado también al llamar igualdad de fortunas a la repartición igual
de tierras, única de que se ocupa; porque la fortuna comprende también los esclavos,
los ganados, el dinero y toda la propiedad que se llama mueble. La ley de igualdad debe
extenderse a todas las cosas, o, por lo menos, es preciso someterlas a ciertos límites
regulares, o bien no estatuir absolutamente nada respecto a la propiedad. Su legisla-
ción, por lo demás, parece hecha teniendo en cuenta tan sólo un Estado poco extenso,
puesto que todos los artesanos deben ser propiedad del Estado, sin formar en él una
clase accesoria de ciudadanos. Si los obreros encargados de todos los trabajos perte-
necen al Estado, es preciso que sea bajo las condiciones establecidas para los de Epi-
damno19 o para los de Atenas por Diofanto20.
Lo que hemos dicho de la constitución de Faleas basta para formar juicio de sus ven-
tajas y de sus defectos.
17. Autofradates era sátrapa de Lidia. El sitio de Atarnea tuvo lugar en 362 a. de J. C.,
al fin del reinado de Artajerjes Mnemón.
18. El salario de los jueces en Atenas fue al principio un óbolo, después dos, y, por úl-
timo, Pericles lo subió a tres.
19. Epidamno, hoy Durazzo, en el mar Adriático.
20. Diofanto era arconte de Atenas en la Olimpiada 96, 394 años a. de J. C.

CAPÍTULO V

EXAMEN DE LA CONSTITUCIÓN IDEADA POR HIPÓDAMO DE MILETO

Hipódamo de Mileto21, hijo de Eurifón, inventor de la división de las ciudades en calles,


que aplicó al Pireo, y que, por otra parte, mostraba en su manera de vivir una excesiva
vanidad, complaciéndose en arrostrar la opinión pública, que le censuraba por la com-
postura de su cabellera y la elegancia de su vestido, usando lo mismo en verano que en
invierno trajes a la vez ligeros y de abrigo, hombre que tenía la pretensión de no ignorar
nada de cuanto existía en la naturaleza, es también el primero que, sin haberse ocupa-
do nunca de los negocios públicos, se aventuró a publicar algo sobre la mejor forma de
gobierno. Su república se componía de diez mil ciudadanos, distribuidos en tres clases:
artesanos, labradores y defensores de la ciudad, que eran los que hacían uso de las
armas. Dividía el territorio en tres partes: una sagrada, otra pública y la tercera poseída
individualmente. La que debía subvenir a los gastos legales del culto de los dioses era
la porción sagrada; la que debía alimentar a los guerreros, la porción pública, y la que
pertenecía a los labradores, la porción individual. Creía que las leyes no podían tampo-
co ser más que de tres especies, porque los actos justiciables, en su opinión, sólo pue-
den proceder de tres cosas: la injuria, el daño y la muerte. Creaba un tribunal supremo y
único, al que habrían de ir en apelación todas las causas que se estimaran mal juzga-
das. Este tribunal se componía de ancianos nombrados por elección. En cuanto a la
forma de los juicios, Hipódamo rechazaba el voto por bolas. Cada juez debía llevar una
tablilla, en la que escribía, si condenaba pura y simplemente; la dejaba en blanco, si
absolvía en igual forma, y estampaba en ella sus razones, si absolvía o condenaba sólo
en parte. El sistema actual le parecía vicioso, en cuanto obliga a los jueces muchas ve-
ces
a ser perjuros, cuando votan de una manera absoluta en uno o en otro sentido. Ga-
rantizaba también por medio de la ley las recompensas debidas a los descubrimientos
políticos de utilidad general, y aseguraba la educación de los hijos de los guerreros que
morían en los combates, hacièndo que los tomara a su cargo el Estado. Esta última
institución le pertenece exclusivamente: pero hoy Atenas y otros muchos Estados po-
seen una ley análoga. Todos los magistrados debían ser elegidos por el pueblo, que
para Hipódamo se compone de las tres clases del Estado; y una vez nombrados, los
magistrados se encargan mancomunadamente de la vigilancia de los intereses genera-
les, de los asuntos extranjeros y de la tutela de los huérfanos.
21. Hipódamo, famoso arquitecto que fue el primero que imaginó la división de las ciu-
dades en calles regulares, y lo aplicó, no sólo al Pireo, en cuyo punto una calle llevaba
su nombre, sino también a la ciudad de Rodas tal como existía en tiempo de Estrabón.
Véase la geografía de éste, lib. XVI, pág. 622.

Tales son, poco más o menos, las disposiciones principales de la constitución de


Hipódamo.
Desde luego, se tropieza con la dificultad que ofrece una clasificación de ciudadanos,
en la que labradores, artesanos y guerreros toman una parte igual en el gobierno: los
primeros, sin armas; los segundos sin armas y sin tierras; es decir, casi esclavos de los
terceros, que están armados. Más aún, es imposible que entren todos a participar de las
funciones públicas. Es necesario sacar de la clase de los guerreros los generales y los
guardas de la ciudad, y, por decirlo así, todos los principales funcionarios. Pero si los
artesanos y los labradores son excluidos del gobierno de la ciudad, ¿cómo podrían te-
ner amor a la patria? Si se objeta que la clase de los guerreros será más poderosa que
las otras dos, observemos por el pronto que esto no es fácil, porque no serán numero-
sos; pero si son los más fuertes, ¿a qué viene dar al resto de los ciudadanos derechos
políticos y hacerlos dueños del nombramiento de magistrados? ¿Qué papel hacen, por
otra parte, los labradores en la república de Hipódamo? Los artesanos ya se concibe
que son indispensables como en todas partes, y pueden, lo mismo que en los demás
Estados, vivir de su oficio. Pero en cuanto a los labradores, si se les supone encargados
de proveer a la subsistencia de los guerreros, podría con razón hacérseles miembros
del Estado; pero aquí, en esta república, por el contrario, son dueños de las tierras que
les pertenecen en propiedad, y sólo las cultivan para su provecho.
Si los guerreros cultivan personalmente las tierras públicas destinadas a su sosteni-
miento, la clase de guerreros no será entonces distinta de la de los labradores; y, sin
embargo, el legislador pretende distinguirlos. Si hay otros ciudadanos, además de los
guerreros y los labradores, que posean en propiedad bienes raíces, estos ciudadanos
formarán en el Estado una cuarta clase sin derechos políticos y extraña a la constitu-
ción. Si se encomienda a los mismos ciudadanos el cultivo de las propiedades públicas
y de las particulares, no se sabrá precisamente lo que cada uno deberá cultivar para
satisfacer las necesidades de las dos familias, y, en este caso, ¿por qué no dar desde el
principio a los labradores un solo y mismo lote de tierra que sea bastante para su propio
sostenimiento y para producir lo que habrán de suministrar a los guerreros? Todos es-
tos puntos de la constitución de Hipódamo ofrecen graves dificultades.
Su ley relativa a los juicios no es mejor, pues, al permitir a los jueces dividir sus fallos
y no dictarlos de una manera absoluta, los convierte en simples árbitros. Este sistema
puede ser admisible, aun siendo numerosos los jueces, en las sentencias arbitrales dis-
cutidas en común por los que las han de dictar, pero no puede aplicarse a los tribunales;
y, así, los más de los legisladores han tenido gran cuidado de prohibir toda comunica-
ción entre los jueces. ¿Qué confusión no resultaría en un negocio de interés si el juez
concediese una suma que no fuese completamente igual a la que reclama el deman-
dante? Éste reclama veinte minas, y un juez concede diez; otro más, otro menos, este
cinco, aquel cuatro, y estas divergencias ocurrirán a cada momento, concediendo uno la
suma toda y negándola otros. ¿Cómo conciliar todas estas opiniones? Por lo menos
absolviendo o condenando, en absoluto, el juez no corre el riesgo de ser perjuro, puesto
que de una manera absoluta se ha intentado la acción, y la absolución quiere decir, no
que no se deba nada al demandante, sino que no se le deben las veinte minas, y sólo
tendría lugar el perjurio si se votase el pago de las veinte minas no creyendo en con-
ciencia que el demandado las debe.
En cuanto a las recompensas que se conceden a los que hacen algunos descubri-
mientos útiles para la ciudad, es una ley seductora en la apariencia, pero peligrosa. Se-
rá origen de muchas intrigas y quizá causa de revoluciones. Hipódamo toca aquí una
cuestión sobre un objeto bien diferente: ¿están o no interesados los Estados en cambiar
sus instituciones antiguas en el caso de poderlas reemplazar con otras mejores? Si se
decide que tienen interés en no cambiarlas, no podría admitirse sin un maduro examen
el proyecto de Hipódamo, porque un ciudadano podría proponer el trastorno de las le-
yes y de la constitución como un beneficio público.
Puesto que hemos indicado esta cuestión, creemos deber entrar en explicaciones
más amplias acerca de ella, porque es, repito, muy controvertible, y lo mismo podría
darse la preferencia al sistema de la innovación. La innovación ha sido provechosa en
todas las ciencias, en la medicina, que ha prescindido de sus viejas prácticas, en la
gimnástica y, en general, en todas las artes en que se ejercitan las facultades humanas;
y como la política debe ocupar también un lugar entre las ciencias, es claro que es ne-
cesariamente aplicable a ella el mismo principio. Podría añadirse que los hechos mis-
mos vienen en apoyo de esta aserción. Nuestros antepasados vivían en medio de una
barbarie y de una sencillez singulares, así que por mucho tiempo los griegos no cami-
naban sino armados y vendían a sus mujeres. Las pocas leyes antiguas que nos han
quedado son de una rudeza increíble. En Cumas, por ejemplo, la ley que castigaba el
asesinato, declaraba culpable al acusado en el caso de que el acusador presentase
cierto número de testigos sacados de entre los propios parientes de la víctima. La
humanidad en general debe ir en busca, no de lo que es antiguo, sino de lo que es bue-
no. Nuestros primeros padres, ya hayan salido del seno de la tierra, ya hayan sobrevivi-
do a alguna gran catástrofe, se parecen probablemente al vulgo y a los ignorantes de
nuestros días; por lo menos, esta es la idea que la tradición nos da de los gigantes hijos
de la tierra; y sería un solemne absurdo atenerse a la opinión de semejantes gentes.
Además, la razón nos dice que las leyes escritas no deben conservarse siempre inmu-
tables. La política, y lo mismo pasa con las demás ciencias, no puede precisar todos los
pormenores. La ley debe en absoluto disponer de un modo general, mientras que los
actos humanos recaen todos sobre casos particulares. La consecuencia necesaria de
esto es que en ciertas épocas es preciso modificar determinadas leyes.
Pero considerando las cosas desde otro punto de vista22, requiere esta materia la ma-
yor circunspección. Si la mejora deseada es poco importante, es claro que, para evitar
el funesto hábito de cambiar con demasiada facilidad las leyes, conviene tolerar algunos
extravíos de la legislación y del gobierno. Más peligroso sería el hábito de la desobe-
diencia que útil la innovación. También podría desecharse como inexacta la compara-
ción de la política con las demás ciencias. La innovación en las leyes es una cosa distin-
ta de la innovación en las artes; la ley, para hacerse obedecer, no tiene otro poder que
el del hábito, y el hábito sólo se forma con el tiempo y los años, de tal manera que susti-
tuir ligeramente las leyes existentes con otras nuevas, es debilitar la fuerza misma de la
ley. Pero más aún, admitiendo la utilidad de la innovación, se puede preguntar si en los
Estados debe dejarse la iniciativa en este punto a todos los ciudadanos sin distinción, o
ha de quedar reservada a algunos evidentemente; porque hay una gran diferencia entre
estos dos sistemas. Mas terminemos aquí estas consideraciones, que tendrán su lugar
propio en otra parte.
22. Aristóteles, en esta como en otras cuestiones, expone el pro y el contra, pero no
dice claramente lo que piensa, que es precisamente lo que interesa saber.

CAPÍTULO VI

EXAMEN DE LA CONSTITUCIÓN DE LACEDEMONIA

Respecto a las constituciones de Lacedemonia y de Creta pueden hacerse dos pre-


guntas aplicables a todos los demás Estados: la primera, cuáles son los méritos y los
defectos de estos Estados comparados con el tipo de la constitución perfecta; y la se-
gunda, si no presenta nada que sea contradictorio con el principio y la naturaleza de su
propia constitución.
En un Estado bien constituido, los ciudadanos no deben ocuparse de las primeras ne-
cesidades de la vida, punto en que todos están de acuerdo, siendo sólo el modo de eje-
cución lo que ofrece dificultades. Más de una vez la esclavitud de los penestes ha
sido peligrosa para los tesalios, como la de los ilotas a los espartanos. Son enemigos
eternos, que espían sin cesar la ocasión de sacar provecho de cualquier calamidad. La
Creta nada ha tenido que temer en este punto, y probablemente la causa de esto es
que los diversos Estados que la componen, aunque se han hecho la guerra, jamás han
prestado a la rebelión un apoyo que pudiese volverse contra ellos mismos, puesto que
poseen todos siervos periecos. Lacedemonia, por el contrario, sólo tenía en torno suyo
enemigos: la Mesenia, la Argólide, la Arcadia23. La primera insurrección de los esclavos
entre los tesalios estalló precisamente con ocasión de la guerra que sostuvieron contra
los aqueos, los perrebes y los magnesianos, pueblos limítrofes. Si hay un punto que
exige laborioso cuidado, es, ciertamente, la conducta que debe observarse con los es-
clavos. Si son tratados con dulzura, se hacen insolentes y se atreven a considerarse
como iguales a sus dueños; tratados con severidad, conspiran contra ellos y los aborre-
cen. Cuando no se consigue despertar otros sentimientos que estos en el corazón de
los ilotas, es prueba de que no se ha resuelto bien el problema.
El relajamiento de las leyes de Lacedemonia respecto a las mujeres es, a la vez, con-
trario al espíritu de la constitución y al buen orden del Estado. El hombre y la mujer,
elementos ambos de la familia, forman igualmente, si puede decirse así, las dos partes
del Estado; de un lado los hombres, de otro las mujeres; de suerte que, dondequiera
que la constitución ha dispuesto mal lo relativo a las mujeres, es preciso decir que la
mitad del Estado carece de leyes. Esto puede observarse en Esparta; el legislador, al
exigir de todos los miembros de su república templanza y firmeza, lo ha conseguido
gloriosamente respecto a los hombres, pero se ha malogrado por completo su intento
respecto a las mujeres, que pasan la vida entregadas a todos los desarreglos y excesos
del lujo. La consecuencia necesaria de esto es que bajo semejante régimen, el dinero
debe ser muy estimado, sobre todo cuando los hombres se sienten inclinados a dejarse
dominar por las mujeres, tendencia habitual en las razas enérgicas y guerreras. Excep-
túo, sin embargo, a los celtas y algunos otros pueblos que, según se dice, rinden culto
francamente al amor varonil. Fue una buena idea la del mitólogo que imaginó por prime-
ra vez la unión de Marte con Venus, porque todos los guerreros son naturalmente incli-
nados al amor del uno o del otro sexo.
23. La Argólide estaba al noroeste de la Laconia; la Mesenia al oeste, y la Arcadia al
noroeste. Por los demás puntos, la Laconia confinaba con el mar.

Los lacedemonios no han podido evitar esta condición general, y en tanto que su po-
der ha durado, sus mujeres han decidido muchos negocios. ¿Y qué más da que las mu-
jeres gobiernen en persona, o que los que gobiernan lo hagan arrastrados por ellas? El
resultado siempre es el mismo. Teniendo una audacia que es completamente inútil en
las circunstancias ordinarias de la vida y sólo buena en la guerra, las lacedemonias no
han sido menos perjudiciales a sus maridos cuando han llegado los momentos de peli-
gro. La invasión tebana24 lo ha demostrado bien. Inútiles como siempre, causaron ellas
más desórdenes en la ciudad que los enemigos mismos.
Causas hubo para que en Lacedemonia se desatendiese desde el principio la educa-
ción de las mujeres. Los hombres, ocupados por mucho tiempo en expediciones exterio-
res durante las guerras contra la Argólide y más tarde contra la Arcadia y la Mesenia, y
educados en la vida de los campos, escuela de tantas virtudes, fueron después de la
paz materia a propósito para la reforma del legislador. En cuanto a las mujeres, Licurgo,
después de haber intentado, según se dice, someterlas a las leyes, se vio obligado a
ceder ante su resistencia y abandonar los proyectos que tenía. Y así, cualquiera que
haya sido su influencia más tarde, a ellas es a las que es preciso atribuir únicamente
este vacío de la constitución. Nuestras indagaciones tienen, por lo demás, por fin, no el
elogio o la censura de todo cuanto se presente, sino el examen de las cualidades y de-
fectos de los gobiernos. Repetiré, sin embargo, que el desarreglo de las mujeres ade-
más de ser una mancha para el Estado, arrastra a los ciudadanos al amor desordenado
de las riquezas.
Otro defecto que se puede añadir a los que se acaban de señalar en la constitución
de Lacedemonia, es la desproporción de las propiedades: unos poseen bienes inmen-
sos, otros no tienen casi nada; así que el territorio está en manos de pocos. La falta, en
este caso, está en la ley misma. La legislación ha considerado con razón como cosas
deshonrosas la compra y la venta de un patrimonio; pero ha permitido disponer arbitra-
riamente de los bienes, sea por donación entre vivos, sea por testamento25. Y, sin em-
bargo, en ambos casos la consecuencia es la misma. Además, las mujeres poseen las
dos quintas partes de las tierras, porque muchas de ellas son herederas únicas o se
han constituido en su favor crecidas dotes. Hubiera sido preferible abolir enteramente el
uso de las dotes, o haberles fijado una tasa muy baja y lo más módica posible. En Es-
parta, por el contrario, uno puede casar a su única heredera con quien quiera, y si el
padre muere sin haber dispuesto nada, el tutor puede a su elección casar la pupila; de
donde resulta que un país que es capaz de presentar mil quinientos jinetes y treinta mil
infantes, apenas cuenta mil combatientes.
Los hechos mismos han demostrado bien claramente el vicio de la ley en este punto;
el Estado no ha podido soportar ni un solo revés26, y la falta de hombres ha causado su
ruina. Se asegura que bajo los primeros reyes, para evitar este grave inconveniente que
las dilatadas guerras debían producir, se dio el derecho de ciudad a extranjeros; y los
espartanos, se dice, eran entonces diez mil, poco más o menos. Que este hecho sea
verdadero o inexacto, poco importa; lo mejor sería procurar una población guerrera al
Estado, haciendo las fortunas iguales. Pero la misma ley relativa al número de hijos es
contraria a esta mejora. El legislador, con el fin de aumentar el número de los esparta-
nos, ha hecho cuanto puede hacerse para que los ciudadanos procreen todo lo posible.
Según la ley, el padre de tres hijos está exento de hacer guardias; y el ciudadano que
tiene cuatro está exento de todo impuesto. No era difícil prever que aumentando el nú-
mero de los ciudadanos y subsistiendo la misma división territorial, no se hacía otra co-
sa que aumentar el número de desgraciados.
24. La invasión de Laconia por Epaminondas tuvo lugar en el año cuarto de la Olim-
piada 102, 367 a. de J. C.
25. La ley que esto dispuso no pertenece a Licurgo, sino a un éforo llamado Epitades.
26. Alusión a la batalla de Leuctra, 371 a. de J. C.

La institución de los éforos27 también es defectuosa. Aunque éstos constituyen la pri-


mera y más poderosa de las magistraturas, todos salen de las clases inferiores de los
espartanos; y así ha resultado que tan eminentes funciones han caído en manos de
gente pobre que se ha vendido a causa de su miseria. Pueden citarse muchos ejemplos
antiguos; pero lo que ha pasado en nuestros días, con ocasión de los Andrias, lo prueba
bastante. Algunos hombres ganados con dinero han arruinado al Estado en cuanto han
podido. El poder ilimitado y hasta tiránico de los éforos ha precisado a los mismos reyes
a hacerse demagogos. La constitución recibió así un doble golpe, y la aristocracia debió
dejar su puesto a la democracia. Debe reconocerse, sin embargo, que esta magistratura
puede dar estabilidad al gobierno. El pueblo permanece tranquilo cuando tiene partici-
pación en la magistratura suprema; y este resultado, ya sea el legislador el que lo pro-
duzca, ya sea obra del azar, no es menos ventajoso para la ciudad. El Estado no puede
encontrarse bien sino cuando de común acuerdo los ciudadanos quieren su existencia y
su estabilidad. Pues esto es lo que sucede en Esparta; el reinado se da por satisfecho
con las atribuciones que le han concedido; la clase superior lo está por los puestos que
ocupa en el senado, la entrada en el cual se obtiene como un premio a la virtud; y, en
fin, lo está el resto de los espartanos por la institución de los éforos, que descansa en la
elección general.
Pero si era conveniente someter al sufragio general la elección de los éforos, debió
adoptarse un método menos pueril28 que el actual. Por otra parte, como los éforos, no
obstante proceder de las clases más humildes, deciden soberanamente las cuestiones
más importantes, hubiera sido muy bueno no fiarse a su juicio arbitrario, y sí someterlos
a reglas estrictas y leyes positivas. En fin, las mismas costumbres de los éforos no es-
tán en armonía con el espíritu de la constitución, porque son muy relajadas, mientras
que los demás ciudadanos están sometidos a un régimen que podría tacharse más bien
de excesivamente severo, y al cual los éforos no tienen el valor de someterse, y así
eluden la ley entregándose en secreto a toda clase de placeres.
27. Esta magistratura fue fundada por Teopompo setenta años después de Licurgo.
28. La elección de los magistrados en Esparta se hacía a gritos.
La institución del senado está también muy lejos de ser perfecta. Compuesto de hom-
bres de edad madura y cuya educación parece una prenda de su mérito y virtud, debe-
ría creerse que esta asamblea era una garantía para el Estado. Pero dejar a ciertos
hombres durante toda su vida la decisión de las causas importantes es base de una
institución cuya utilidad puede ponerse en duda, porque la inteligencia tiene su anciani-
dad como el cuerpo, y el peligro es tanto mayor cuanto que la educación de los senado-
res no ha impedido que el mismo legislador desconfiara de su virtud. Se ha visto que
hombres revestidos con esta magistratura se han dejado corromper y han sacrificado al
favor los intereses del Estado; así que más seguro habría sido no hacer irresponsables,
como lo son en Esparta. Sería un error pensar que la suprema inspección de los éforos
garantice la responsabilidad de todos los magistrados, porque es conceder demasiado
al poder de aquéllos, y no es, por otra parte, en este sentido en el que nosotros desea-
mos la responsabilidad. Es preciso añadir que la elección de los senadores es, en su
forma, tan pueril como la de los éforos, y no puede aprobarse que el ciudadano, que es
digno del desempeño de una función pública, se presente a solicitarla en persona. Las
magistraturas deben confiarse al mérito, ya las acepte, ya las renuncie el que lo tenga.
Pero en este punto el legislador se ha guiado por el principio que resalta en toda su
constitución. Excitando la ambición de los ciudadanos es como se procede a hacer la
elección de los senadores, porque nunca se solicita una magistratura sino por ambición;
y sin embargo, los más de los crímenes voluntarios que cometen los hombres no tienen
otro origen que la ambición y la codicia.
En cuanto al reinado, en otra parte examinaré si es una institución funesta o ventajosa
para los Estados. Pero en verdad que la organización que aquél ha recibido y conserva
aún en Lacedemonia 29 no guarda proporción con la elección vitalicia de cada uno de
los dos reyes. El mismo legislador ha puesto en duda su virtud, y sus leyes prueban que
desconfiaba de su probidad. Y así los lacedemonios los han obligado con frecuencia a ir
a las expediciones militares acompañados por enemigos personales; y la discordia de
los dos reyes la consideraban ellos como una salvaguardia del Estado.
29. Es sabido que los dos reyes de Esparta fueron tomados siempre por orden de
primogenitura de las dos ramas de los heraclidas, después que los dorios conquistaron
el Peloponeso en el siglo XII a. de J. C.
Las comidas comunes, que llaman ellos fidicias, han sido igualmente mal organizadas
por culpa de su fundador; pues los gastos deberían correr a cargo del Estado, como en
Creta. En Lacedemonia, por el contrario, cada uno debe llevar la parte prescrita por la
ley, por más que la extrema pobreza de algunos ciudadanos no le permita hacer ese
gasto. La intención del legislador ha sido completamente defraudada; quería hacer de
las comidas comunes una institución completamente popular, y gracias a la ley no es
nada de esto. Los más pobres no pueden tomar parte en estas comidas; y, sin embar-
go, desde tiempo inmemorial, el derecho político sólo se adquiere mediante esta condi-
ción, y la pierde todo el que no se halla en situación de soportar esta carga.
Con razón se ha criticado la ley relativa a los almirantes, porque es un origen de di-
sensiones, puesto que equivale a crear, al lado de los reyes, que son generales vitali-
cios del ejército de tierra, otro reinado casi tan poderoso como el suyo.
Se puede hacer al sistema en conjunto del legislador el mismo cargo que Platón le ha
hecho en sus Leyes30: el de tender exclusivamente a desenvolver una sola virtud: el
valor guerrero. No niego la utilidad del valor para llegar a la dominación, pero Lacede-
monia, que se ha sostenido mientras ha hecho la guerra, ha perdido el poder por no
saber gozar de la paz y por no haberse dedicado a ejercicios más elevados que los de
los combates. Una falta no menos grave es que, reconociendo que las conquistas de-
ben ser el premio de la virtud y no de la cobardía, idea ciertamente muy justa, los espar-
tanos han llegado a considerar a aquéllas como cosa superior a la virtud misma, lo cual
es mucho menos laudable.
Todo lo relativo a las rentas públicas es muy defectuoso en
el gobierno de Esparta. El Estado, no obstante estar expuesto a sostener guerras muy
dispendiosas, no tiene tesoro; y, además, las contribuciones públicas son poco menos
que nulas, porque, como casi todo el suelo pertenece a los espartanos, se apuran muy
poco a hacer efectivos los impuestos. El legislador se ha equivocado completamente en
lo relativo al interés general, al hacer al Estado muy pobre y a los particulares desmesu-
radamente codiciosos.
He aquí las principales observaciones críticas que pueden hacerse a la constitución
de Lacedemonia, y a las que ponemos aquí fin.
30. Platón, lib. I de las Leyes.

CAPÍTULO VII
EXAMEN DE LA CONSTITUCIÓN DE CRETA

La constitución de Creta tiene muchos puntos de contacto con la de Esparta. Aventaja


a ésta en algunas cosas poco importantes; pero en su conjunto es inferior a ella. La
razón es muy sencilla: se asegura, y es un hecho muy probable, que Lacedemonia tomó
de Creta casi todas sus leyes; y es sabido que las cosas antiguas son ordinariamente
menos perfectas que las que han venido más tarde. Cuando Licurgo, después de haber
estado bajo la tutela de Carilao, comenzó a viajar, se dice que residió mucho tiempo en
Creta, donde se encontraba con un pueblo de la misma raza que el suyo; porque los
lictios eran una colonia de Lacedemonia que, al llegar a Creta, adoptaron las institucio-
nes de los primeros ocupantes, y todos los siervos de la isla se rigen todavía por las
mismas leyes de Minos, que pasa por su primer legislador.
Por su posición natural, la Creta parece llamada a dominar todos los pueblos griegos,
establecidos en su mayor parte en las orillas de los mares en que se encuentra esta
gran isla. Por una parte toca casi con el Peloponeso y por otra con el Asia, hacia Trío-
pe31 y la isla de Rodas. Además, Minos alcanzó el imperio del mar y de todas las islas
inmediatas que conquistó o colonizó; y en fin, llevó sus armas hasta la Sicilia, donde
murió cerca de Camico.
He aquí algunas de las analogías que hay entre la constitución de los cretenses y la
de los lacedemonios. Éstos obligan a cultivar sus tierras a los ilotas, aquéllos a los sier-
vos periecos; las comidas en común están establecidas en ambos pueblos; y se debe
añadir que en otro tiempo se llamaban en Esparta, no fidicias, sino andrias, como se
llamaban en Creta, prueba evidente de que de allí procedían. En cuanto al gobierno, los
magistrados, llamados cosmos por los cretenses, gozan de una autoridad igual a la de
los éforos, con la sola diferencia de que éstos son cinco y los cosmos diez. Los geron-
tes, que constituyen en Creta el senado, son absolutamente los mismos que los geron-
tes de Esparta. En un principio los cretenses tenían el reinado, que quitaron más tarde;
correspondiendo hoy el mando de los ejércitos a los cosmos. En fin, todos los ciudada-
nos, sin excepción, tienen voz en la asamblea pública, cuya soberanía consiste única-
mente en sancionar los decretos de los senadores y de los cosmos, sin extenderse a
más.
31. Tríope, ciudad de la Caria, en el Asia menor.
La organización de las comidas en común está mejor dispuesta en Creta que en La-
cedemonia. En Esparta cada cual debe suministrar la cuota que la ley señala, so pena
de verse privado de sus derechos políticos, como ya he dicho. En Creta, la institución se
aproxima mucho más a la mancomunidad. De los frutos que se recogen y de los gana-
dos que se crían, ya pertenezcan al Estado o ya provengan de los tributos pagados por
los siervos, se hacen dos partes, una destinada al culto de los dioses y a los funciona-
rios públicos, y otra para las comidas comunes, en las que son alimentados a expensas
del Estado hombres, mujeres y niños.
Los propósitos del legislador son excelentes respecto de las ventajas de la templanza
y del aislamiento de las mujeres cuya fecundidad teme; pero ha establecido el comercio
de unos hombres con otros"; disposición cuyo valor, bueno o malo examinaremos más
tarde, pues aquí me limito a decir que la organización de las comidas comunes en Creta
es evidentemente superior a la de Lacedemonia.
32. Esta era la llaga asquerosa de la Grecia, siendo los cretenses los primeros que
dieron el ejemplo. Los que hayan leído las obras de Platón habrán advertido que si bien
combate este horrible vicio, no se atreve a legislar directamente para extirparle, porque
lo considera profundamente arraigado en las costumbres.

La institución de los cosmos es inferior, si es posible, a la de los éforos; tiene todos


sus vicios, puesto que los cosmos son también gentes de un mérito muy vulgar. Pero no
tiene en Creta las ventajas que Esparta ha sabido sacar de esta institución. En Lace-
demonia, la prerrogativa que concede al pueblo esta suprema magistratura, nombrada
por sufragio universal, le obliga a amar la constitución; en Creta, por lo contrario, los
cosmos son tomados de ciertas familias privilegiadas y no de la universalidad de los
ciudadanos; y, además, es preciso haber sido cosmo para entrar en el senado. Esta
última institución presenta los mismos defectos que en Lacedemonia; la irresponsabili-
dad de estos puestos vitalicios constituye un poder exorbitante; y aquí aparece también
el inconveniente de abandonar las decisiones judiciales al arbitrio de los senadores, sin
imponerles leyes escritas. La aquiescencia pasiva del pueblo excluido de esta magistra-
tura no prueba el mérito de la constitución. Los cosmos no tienen como los éforos oca-
sión de dejarse ganar; nadie va a su isla a comprarlos.
Para remediar los vicios de su constitución, los cretenses han imaginado un expedien-
te que contradice todos los principios de gobierno, y que es violento hasta el absurdo.
Los cosmos se ven muchas veces depuestos por sus propios colegas o por simples
ciudadanos que se sublevan contra ellos. Los cosmos tienen también la facultad de ab-
dicar cuando les parezca; lo cual debía someterse a la ley más bien que al capricho
individual, que no es ciertamente una regla segura. Pero lo que es todavía más funesto
para el Estado es la suspensión absoluta de esta magistratura, cuando algunos ciuda-
danos poderosos, que se unen al efecto, derriban a los cosmos para sustraerse por este
medio a los juicios de que están amenazados. El resultado de todas estas perturbacio-
nes es que la Creta, a decir verdad, en lugar de tener un gobierno sólo tiene una som-
bra de él; que la violencia es la única cosa que allí reina, y que continuamente los fac-
ciosos llaman a las armas al pueblo y a sus amigos, y, reconociendo a uno como jefe,
provocan la guerra civil para llevar a cabo una revolución. ¿En qué difiere un desorden
semejante del anonadamiento provisional de la constitución y de la disolución absoluta
de todo vínculo político? Un Estado perturbado de esta manera es fácilmente presa del
que quiera o pueda atacarlo. Repito que sólo la situación aislada de la Creta ha podido
hasta ahora salvarla; este aislamiento ha hecho lo que no hicieron las leyes, que, ade-
más, proscriben a los extranjeros, siendo esta la causa de que mantengan los siervos
en el deber, mientras que los ilotas se sublevan continuamente. Los cretenses no han
extendido su poder en el exterior; y la guerra que los extranjeros han llevado reciente-
mente a la isla ha dejado ver la debilidad de sus instituciones.
No diré más sobre el gobierno de Creta.

CAPÍTULO VIII

EXAMEN DE LA CONSTITUCIÓN DE CARTAGO

Cartago33 goza, al parecer, todavía de una buena constitución, más completa que la
de otros Estados en muchos puntos y semejante en ciertos conceptos a la de Lacede-
monia. Estos tres gobiernos de Creta, de Esparta y de Cartago tienen grandes relacio-
nes entre sí, y son muy superiores a todos los conocidos. Los cartagineses, en particu-
lar, poseen instituciones excelentes, y lo que prueba el gran mérito de su constitución es
que, a pesar de la parte de poder que concede al pueblo, nunca ha habido en Cartago
cambios de gobierno, y, lo que es más extraño, jamás ha conocido ni las revueltas ni la
tiranía.
Citaré algunas de las analogías que hay entre Esparta y Cartago. Las comidas en
común de las sociedades políticas se parecen a las fidicias lacedemonias: los Ciento
Cuatro reemplazan a los éforos, aunque la magistratura cartaginesa es preferible, en
cuanto sus miembros, en lugar de salir de las clases oscuras, se toman de entre los
hombres más virtuosos. Los reyes y el senado se parecen mucho en las dos constitu-
ciones, pero Cartago, que es más prudente y no toma sus reyes de una familia única,
tampoco los toma de todas indistintamente, y remite a la elección y no a la edad el que
sea el mérito el que ocupe el poder. Los reyes, que poseen una inmensa autoridad, son
muy peligrosos cuando son medianías, y en este concepto en Lacedemonia han causa-
do mucho mal.
33. Aristóteles es el único escritor de la Antigüedad que ha dado una idea un poco ex-
tensa del gobierno cartaginés. El odio romano borró todos sus recuerdos y hasta se
ignoraba el punto que ocupaba la ciudad. Véase el discurso que precede al Periplo de
Hannón del señor Campomanes, impreso en Madrid en 1756.

Las desviaciones de los principios señalados y criticados tantas veces son comunes a
todos los gobiernos que hasta ahora hemos examinado. La constitución cartaginesa,
como todas aquellas cuya base es a la vez aristocrática y republicana, se inclina tan
pronto del lado de la demagogia como del de la oligarquía: por ejemplo, el reinado y el
senado, cuando su dictamen es unánime, pueden decidir ciertos negocios y sustraer
otros al conocimiento del pueblo, que sólo tiene derecho a decidir en caso de disenti-
miento. Pero cuando este caso llega, puede no sólo hacer que los magistrados expon-
gan sus razones, sino también fallar como soberano, y cada ciudadano puede tomar la
palabra sobre el objeto puesto a discusión; prerrogativa que no hay que buscar en otras
constituciones. Por otra parte, dar a las Pentarquías, encargadas de una multitud de
asuntos importantes, la facultad de constituirse por sí mismas; permitirles nombrar la
primera de todas las magistraturas, la de los Ciento; concederles un ejercicio más am-
plio que el de todas las demás funciones, puesto que los pentarcas, después de dejar el
cargo o siendo simples candidatos, son siempre igualmente poderosos; todas estas son
instituciones oligárquicas. De otro lado es una institución aristocrática el desempeño de
funciones gratuitas, sin que en la designación haya intervenido la suerte; y la misma
tendencia advierto en algunas otras, como la de los jueces, que fallan toda especie de
causas, sin tener, como en Lacedemonia, atribuciones especiales.
Si el gobierno de Cartago degenera principalmente de aristocrático en oligárquico, es
preciso buscar la causa en una opinión allí generalmente recibida. Creen que las fun-
ciones públicas deben confiarse no sólo a los hombres distinguidos, sino también a la
riqueza, y que un ciudadano pobre no puede abandonar sus negocios y regir con probi-
dad los del Estado. Por consiguiente, si escoger en vista de la riqueza es un principio
oligárquico, y escoger según el mérito es un principio aristocrático, el gobierno de Car-
tago constituye una tercera combinación, puesto que tiene en cuenta a la vez estas dos
condiciones, sobre todo en la elección de los magistrados supremos, de los reyes y de
los generales. Esta alteración del principio aristocrático es una falta cuyo origen se re-
monta hasta el mismo legislador. Uno de sus primeros cuidados debe ser desde el prin-
cipio asegurar una vida desahogada a los ciudadanos más distinguidos, y hacer de ma-
nera que la pobreza no pueda venir en daño de la consideración que se les debe, ya
como magistrados, ya como simples particulares. Pero es preciso reconocer que si la
fortuna merece que se la tome en cuenta a causa del tiempo desocupado que procura,
no es menos peligroso hacer venales las funciones más elevadas, como las de rey y de
general. Una ley de esta clase honra más al dinero que al mérito, e infiltra en el corazón
de toda la república el amor al oro. La opinión de los primeros hombres del Estado
constituye una regla para todos los demás ciudadanos, siempre dispuestos a seguirlos.
Ahora bien, dondequiera que no es estimado el mérito sobre todo lo demás, no puede
existir constitución aristocrática verdaderamente sólida. Es muy natural que los que han
comprado sus cargos se habitúen a indemnizarse cuando a fuerza de dinero han alcan-
zado erpoder. Lo absurdo es suponer que un pobre, pero que es hombre de bien, puede
querer enriquecerse, y que un hombre depravado, que ha pagado caramente su em-
pleo, no lo quiera. Las funciones públicas deben confiarse a los más capaces, y el legis-
lador, si se ha desentendido de asegurar una fortuna a los ciudadanos distinguidos,
podría, por lo menos, garantizar un pasar decente a los magistrados.
También puede censurarse la acumulación de varios empleos en una misma persona,
lo cual pasa en Cartago por un gran honor, porque un hombre no puede dar cumpli-
miento a la vez más que a un solo cometido. Es un deber del legislador establecer la
división de empleos y no exigir de un mismo individuo que sea músico y haga zapatos.
Cuando el Estado es algo extenso, es más conforme al principio republicano y democrá-
tico hacer posible al mayor número de ciudadanos al acceso a las magistraturas; porque
entonces se obtiene, como hemos dicho, la doble ventaja de que los negocios adminis-
trativos en común se despachan mejor y más pronto. Puede verse la verdad de esto en
las operaciones de la guerra y en las de la marina, donde cada hombre tiene, por decirlo
así, un empleo especial, ya le toque desde el obedecer o mandar. Cartago se salva de
los peligros de su gobierno oligárquico enriqueciendo continuamente a una parte del
pueblo, que envía a las colonias. Es un medio de depurar y mantener el Estado; pero
resulta entonces que sólo debe su tranquilidad al azar, siendo así que al legislador es a
quien toca afianzarla. Así que, en caso de un revés, si la masa del pueblo llega a suble-
varse contra la autoridad, las leyes no ofrecerán ni un solo recurso para dar al Estado la
paz interior.
Termino aquí el examen de las constituciones justamente renombradas de Esparta,
Creta y Cartago.

CAPÍTULO IX

CONSIDERACIONES ACERCA DE VARIOS LEGISLADORES

Entre los hombres que han publicado un sistema sobre la mejor constitución los hay
que jamás manejaron los negocios públicos, habiendo sido simples particulares, y ya
hemos citado todo lo que de los mismos merecía alguna atención. Otros han sido legis-
ladores, ya en su propio país, ya en países extranjeros, y ellos mismos han gobernado.
Entre éstos, unos se han limitado a dictar leyes y otros han fundado también Estados.
Licurgo y Solón, por ejemplo, ambos dictaron leyes y fundaron gobiernos.
Ya hemos examinado la constitución de Lacedemonia. En cuanto a Solón34, es un
gran legislador a los ojos de los que le atribuyen haber destruido la omnipotencia de la
oligarquía, haber puesto fin a la esclavitud del pueblo y haber constituido la democracia
nacional mediante un debido equilibrio de instituciones, que son oligárquicas en lo rela-
tivo al senado del areópago,
aristocráticas en punto a la elección de los magistrados, y democráticas en lo referen-
te a la organización de los tribunales. Pero también es cierto que Solón conservó en la
misma forma que los encontró el senado del areópago y el principio de elección para los
magistrados, y lo único que hizo fue crear el poder del pueblo, abriendo el camino de las
funciones judiciales a todos los ciudadanos. En este sentido se le echa en cara el haber
destruido el poder del senado y el de los magistrados elegidos, haciendo la judicatura,
designada por la suerte, dueña y soberana del Estado. Una vez establecida esta ley, las
adulaciones de que era objeto el pueblo, como si fuera un verdadero tirano, dieron ori-
gen a que se pusiera al frente de los negocios la democracia tal como reina en nuestros
días. Efialto mermó las atribuciones del areópago, y lo mismo hizo también Pericles,
que llegó hasta fijar un salario a los jueces; y siguiendo el ejemplo de ambos, cada de-
magogo ensalzó la democracia más y más, hasta el punto en que la vemos hoy. Pero
no es de creer que haya sido esta la primera intención de Solón, pues estos caminos
sucesivos han sido más bien accidentales. Y así, el pueblo, orgulloso por haber conse-
guido la victoria naval en la guerra Médica, descartó de las funciones públicas a los
hombres virtuosos, para poner los negocios del Estado en manos de demagogos co-
rruptos. Solón sólo había concedido al pueblo la parte indispensable del poder, es decir,
la elección de los magistrados y el derecho de obligarles a que le dieran cuenta de su
conducta, porque sin estas dos prerrogativas el pueblo es esclavo u hostil. Pero todas
las magistraturas fueron dadas por Solón a los ciudadanos distinguidos y a los ricos
poseedores de quinientos modios de renta, a los zeugitas y a la tercera clase, compues-
ta de caballeros; la cuarta, que era la de los mercenarios, no tenía acceso a ningún car-
go público.
34. Solón murió hacia el año 559 a. de J. C., a la edad de ochenta años.

Zaleuco35 dio leyes a los locrios apizefirios; y Carondas de Catania, a su ciudad natal
y a todas las colonias que fundó Calcis en Italia y en Sicilia. A estos dos nombres, algu-
nos autores añaden el de Onomácrito 36, el primero, según ellos, que estudió
la legislación con fruto. Aunque Locrio había estudiado la legislación de Creta, adonde
había ido para aprender el arte de los adivinos. Se añade que fue amigo de Tales, de
quien fueron discípulos Licurgo y Zaleuco, así como Carondas lo fue de Zaleuco; mas
para hacer todas estas aserciones, es preciso confundir de un modo muy extraño los
tiempos.
Filolao de Corinto37, que fue el legislador de Tebas, era de la familia de los Baquíades,
y cuando Diocles, el vencedor en los juegos olímpicos, de quien era amante, se vio pre-
cisado a huir de su patria para sustraerse a la pasión incestuosa de su madre Alcione,
Filolao se retiró a Tebas, donde ambos terminaron sus días. Todavía hoy se encuentran
allí sus sepulcros, el uno frente al otro, viéndose desde el uno el territorio de Corinto, y
no desde el otro. Si hemos de creer la tradición, los mismos Diocles y Filolao lo ordena-
ron así en sus testamentos; el primero, resentido a causa de su destierro, no quiso que
desde su tumba se pudiera ver la llanura de Corinto; y el segundo, por lo contrario, lo
deseó. Tal es la historia de su residencia en Tebas. Entre las leyes que Filolao dio a
esta ciudad, citaré las que conciernen a los nacimientos, y que aún se llaman leyes fun-
damentales. Lo verdaderamente peculiar de este legislador es el haber ordenado que el
número de pertenencias fuese siempre inmutable.
35. No se sabe de fijo en qué época vivió Zaleuco; ordinariamente se supone que fue
en el siglo VIII a. de J. C.
36. Algunos autores suponen que Onomácrito vivió en el siglo X a. de J. C.
37. Según Müller (Die Dorier, tit. II, pág. 200), Filolao vivió hacia la Olimpiada 13, 730
a. de J. C.

En cuanto a Carondas, lo único digno de especial mención es su ley contra los testi-
gos falsos, siendo el primero que se ocupó de esta clase de delitos; pero en razón de la
precisión y claridad de sus leyes, supera hasta a los legisladores de nuestros días. La
igualdad de fortunas es el principio que desenvolvió particularmente Faleas. Los princi-
pios especiales de Platón son la comunidad de mujeres y de hijos, la de los bienes y las
comidas en común de las mujeres. En sus obras es de notar también la ley contra la
embriaguez; la que confiere a los hombres sobrios la presidencia de los banquetes; la
que en la educación militar prescribe el ejercicio simultáneo de ambas manos, para que
no resulte una inútil y puedan utilizarse las dos. Dracón también hizo leyes, pero fue
para un gobierno ya constituido, y nada tienen de particular ni de memorables como no
sea un rigor excesivo y la gravedad de las penas. Pítaco hizo leyes, pero no fundó go-
bierno, y la disposición peculiar de él es la de castigar con doble pena las faltas cometi-
das durante la embriaguez. Como los delitos son más frecuentes en este estado que el
de sano juicio, consultó en esto más la utilidad general de la represión que la indulgen-
cia a que es acreedor un hombre ebrio. Andródamas de Regio, legislador de Calcis, en
Tracia, dictó leyes sobre el asesinato y sobre las hijas que son herederas únicas; sin
embargo, no puede citarse de él ninguna institución que le pertenezca en propiedad.
Tales son las consideraciones que nos ha sugerido el examen de las constituciones
existentes y de las que han imaginado algunos escritores.

LIBRO TERCERO

DEL ESTADO Y DEL CIUDADANO.-TEORÍA DE LOS GOBIERNOS Y DE LA


SOBERANÍA.DEL REINADO

CAPÍTULO I

DEL ESTADO Y DEL CIUDADANO


Cuando se estudia la naturaleza particular de las diversas clases de gobiernos, la pri-
mera cuestión que ocurre es saber qué se entiende por Estado. En el lenguaje común
esta palabra es muy equívoca, y el acto que, según unos, emana del Estado, otros le
consideran como el acto de una minoría oligárquica o de un tirano. Sin embargo, el polí-
tico y el legislador no tienen en cuenta otra cosa que el Estado en todos sus trabajos; y
el gobierno no es más que cierta organización impuesta a todos los miembros del Esta-
do. Pero siendo el Estado, así como cualquier otro sistema completo y formado de mu-
chas partes, un agregado de elementos, es absolutamente imprescindible indagar, ante
todo, qué es el ciudadano, puesto que los ciudadanos en más o menos número son los
elementos mismos del Estado. Y así sepamos en primer lugar a quién puede darse el
nombre de ciudadano y qué es lo que quiere decir, cuestión controvertida muchas veces
y sobre la que las opiniones no son unánimes, teniéndose por ciudadano en la demo-
cracia uno que muchas veces no lo es en un Estado oligárquico. Descartaremos de la
discusión a aquellos ciudadanos que lo son sólo en virtud de un título accidental, como
los que se declaran tales por medio de un decreto.
No depende sólo del domicilio el ser ciudadano, porque aquél lo mismo pertenece a
los extranjeros domiciliados y a los esclavos. Tampoco es uno ciudadano por el simple
derecho de presentarse ante los tribunales como demandante o como demandado, por-
que este derecho puede ser conferido por un mero tratado de comercio. El domicilio y el
derecho de entablar una acción jurídica pueden, por tanto, tenerlos las personas que no
son ciudadanos. A lo más, lo que se hace en algunos Estados es limitar el goce de este
derecho respecto de los domiciliados, obligándolos a prestar caución, poniendo así una
restricción al derecho que se les concede. Los jóvenes que no han llegado aún a la
edad de la inscripción cívica', y los ancianos que han sido ya borrados de ella se en-
cuentran en una posición casi análoga: unos y otros son, ciertamente, ciudadanos, pero
no se les puede dar este título en absoluto, debiendo añadirse, respecto de los prime-
ros, que son ciudadanos incompletos, y respecto de los segundos, que son ciudadanos
jubilados. Empléese, si se quiere, cualquier otra expresión; las palabras importan poco,
puesto que se concibe sin dificultad cuál es mi pensamiento. Lo que trato de encontrar
es la idea absoluta del ciudadano, exenta de todas las imperfecciones que acabamos
de señalar. Respecto a los ciudadanos declarados infames y a los desterrados, ocurren
las mismas dificultades y procede la misma solución.
El rasgo eminentemente distintivo del verdadero ciudadano es el goce de las funcio-
nes de juez y de magistrado. Por otra parte, las magistraturas pueden ser ya tempora-
les, de modo que no pueden ser desempeñadas dos veces por un mismo individuo o
limitadas en virtud de cualquiera otra combinación, ya generales y sin límites, como la
de juez y la de miembro de la asamblea pública. Quizá se niegue que estas sean ver-
daderas magistraturas y que confieran poder alguno a los individuos que las desempe-
ñen, pero sería cosa muy singular no reconocer ningún poder precisamente en aquellos
que ejercen la soberanía. Por lo demás, doy a esto muy poca importancia, porque es
más bien cuestión de palabras. El lenguaje no tiene un término único que nos dé la idea
de juez y de miembro de la asamblea pública, y con objeto de precisar esta idea adopto
la palabra magistratura en general y llamo ciudadanos a todos los que gozan de ella.
Esta definición del ciudadano se aplica mejor que ninguna otra a aquellos a quienes se
da ordinariamente este nombre.
1. El registro público que llevaban en Atenas los lexiarcas.

Sin embargo, es preciso no perder de vista que en toda serie de objetos en que éstos
son específicamente desemejantes puede suceder que sea uno primero, otro segundo,
y así sucesivamente, y que, a pesar de eso, no exista entre ellos ninguna relación de
comunidad por su naturaleza esencial, o bien que esta relación sea sólo indirecta. En
igual forma, las constituciones se nos presentan diversas en sus especies, éstas en
último lugar, aquéllas en el primero; puesto que es imprescindible colocar las constitu-
ciones falseadas y corruptas detrás de las que han conservado toda su pureza. Más
adelante diré lo que entiendo por constitución corrupta. Entonces el ciudadano varía
necesariamente de una constitución a otra, y el ciudadano, tal como le hemos definido,
es principalmente el ciudadano de la democracia. Esto no quiere decir que no pueda ser
ciudadano en cualquier otro régimen, pero no lo será necesariamente. En algunas cons-
tituciones no se da cabida al pueblo; en lugar de una asamblea pública encontramos un
senado, y las funciones de los jueces se atribuyen a cuerpos especiales, como sucede
en Lacedemonia, donde los éforos se reparten todos los negocios civiles, donde los
gerontes conocen en lo relativo a homicidios, y donde otras causas pueden pasar a dife-
rentes tribunales; y como en Cartago, donde algunos magistrados tienen el privilegio
exclusivo de entender en todos los juicios.
Nuestra definición de ciudadano debe, por tanto, modificarse en este sentido. Fuera
de la democracia, no existe el derecho común ilimitado de ser miembro de la asamblea
pública y juez. Por lo contrario, los poderes son completamente especiales; porque se
puede extender a todas las clases de ciudadanos o limitar a algunas de ellas la facultad
de deliberar sobre los negocios del Estado y de entender en los juicios; y esta misma
facultad puede aplicarse a todos los asuntos o limitarse a algunos. Luego, evidentemen-
te, es ciudadano el individuo que puede tener en la asamblea pública y en el tribunal
voz deliberante, cualquiera que sea, por otra parte, el Estado de que es miembro; y por
Estado entiendo positivamente una masa de hombres de este género, que posee todo
lo preciso para satisfacer las necesidades de la existencia.
En el lenguaje actual, ciudadano es el individuo nacido de padre ciudadano y de ma-
dre ciudadana, no bastando una sola de estas condiciones. Algunos son más exigentes
y quieren que tengan este requisito dos y tres ascendientes, y aún más. Pero de esta
definición, que se cree tan sencilla como republicana, nace otra dificultad: la de saber si
este tercero o cuarto ascendiente es ciudadano.
Así Gorgias de Leoncio2, ya por no saber qué decir o ya por burla, pretendía que los
ciudadanos de Larisa eran fabricados por operarios que no tenían otro oficio que este y
que fabricaban larisios como un alfarero hace pucheros. Para nosotros, la cuestión
habría sido muy sencilla; serían ciudadanos si gozaban de los derechos enunciados en
nuestra definición; porque haber nacido de un padre ciudadano y de una madre ciuda-
dana es una condición que no se puede razonablemente exigir a los primeros habitan-
tes, a los fundadores de la ciudad.
Con más razón podría ponerse en duda el derecho de aquellos que han sido declara-
dos ciudadanos a consecuencia de una revolución, como lo hizo Clístenes después de
la expulsión de los tiranos de Atenas, introduciendo de tropel en las tribus a los extranje-
ros y a los esclavos domiciliados. Respecto de éstos, la verdadera cuestión está en sa-
ber no si son ciudadanos, sino si lo son justa o injustamente. Es cierto que aun en este
concepto podría preguntarse si uno es ciudadano cuando lo es injustamente, equiva-
liendo en este caso la injusticia a un verdadero error. Pero se puede responder que ve-
mos todos los días ciudadanos injustamente elevados al ejercicio de las funciones pú-
blicas, y no por eso son menos magistrados a nuestros ojos, por más que no lo sean
justamente. El ciudadano, para nosotros, es un individuo revestido de cierto poder, y
basta, por tanto, gozar de este poder para ser ciudadano, como ya hemos dicho, y en
este concepto los ciudadanos hechos tales por Clístenes lo fueron positivamente.
2. Gorgias de Leoncio, sofista contemporáneo de Pericles, y cuyo nombre lleva uno
de los diálogos de Platón.
En cuanto a la cuestión de justicia o de injusticia, se relaciona con la que habíamos
suscitado en primer término: ¿tal acto ha emanado del Estado o no ha emanado? Este
punto es dudoso en muchos casos. Y así, cuando la democracia sucede a la oligarquía
o a la tiranía, muchos creen que se deben dejar de cumplir los tratados existentes, con-
traídos, según dicen, no por el Estado, sino por el tirano. No hay necesidad de citar
otros muchos razonamientos del mismo género, fundados todos en el principio de que
el gobierno no ha sido otra cosa que un hecho de violencia sin ninguna relación con la
utilidad general. Si la democracia, por su parte, ha contraído compromisos, sus actos
son tan actos del Estado como los de la oligarquía y de la tiranía. Aquí la verdadera
dificultad consiste en determinar en qué casos se debe sostener que el Estado es el
mismo, y en cuáles que no es el mismo, sino que ha cambiado por completo. Se mira
muy superficialmente la cuestión cuando nos fijamos sólo en el lugar y en los individuos,
porque puede suceder que el Estado tenga su capital aislado y sus miembros disemina-
dos, residiendo unos en un paraje y otros en otro. La cuestión, considerada de este mo-
do, sería de fácil solución, y las diversas acepciones de la palabra ciudad bastan sin
dificultad para resolverla. Mas, ¿cómo se reconocerá la identidad de la ciudad, cuando
el mismo lugar subsiste ocupado constantemente por los habitantes? No son las mura-
llas las que constituyen esta unidad; porque sería posible cerrar con una muralla conti-
nua todo el Peloponeso. Hemos conocido ciudades de dimensiones tan vastas que pa-
recían más bien una nación que una ciudad; por ejemplo, Babilonia 3, uno de cuyos ba-
rrios no supo que la había tomado el enemigo hasta tres días después. Por lo demás,
en otra parte tendremos ocasión de tratar con provecho esta cuestión; la extensión de la
ciudad es una cosa que el hombre político no debe despreciar, así como debe informar-
se de las ventajas de que haya una sola ciudad o muchas en el Estado.
3. Diodoro (lib. II, pág. 95) supone que Babilonia tenía trescientos sesenta estadios en
redondo, o sea, catorce leguas.

Pero admitamos que el mismo lugar continúa siendo habitado por los mismos indivi-
duos. Entonces, ¿es posible sostener, en tanto que la raza de los habitantes sea la
misma, que el Estado es idéntico, a pesar de la continua alternativa de muertes y de
nacimientos, lo mismo que se reconoce la identidad de los ríos y de las fuentes por más
que sus ondas se renueven y corran perpetuamente? ¿O más bien debe decirse que
sólo los hombres subsisten y que el Estado cambia? Si el Estado es efectivamente una
especie de asociación; si es una asociación de ciudadanos que obedecen a una misma
constitución, mudando esta constitución y modificándose en su forma, se sigue necesa-
riamente, al parecer, que el Estado no queda idéntico; es como el coro que, al tener
lugar sucesivamente en la comedia y en la tragedia, cambia para nosotros, por más que
se componga de los mismos cantores. Esta observación se aplica igualmente a toda
asociación, a todo sistema que se supone cambiado cuando la especie de combinación
cambia también, sucede lo que con la armonía, en la que los mismos sonidos pueden
dar lugar, ya al tono dórico, ya al tono frigio. Si esto es cierto, a la constitución es a la
que debe atenderse para resolver sobre la identidad del Estado. Puede suceder, por
otra parte, que reciba una denominación diferente, subsistiendo los mismos individuos
que le componen, o que conserve su primera denominación a pesar del cambio radical
de sus individuos.
Cuestión distinta es la de averiguar si conviene, a seguida de una revolución, cumplir
los compromisos contraídos o romperlos.

CAPÍTULO II

CONTINUACIÓN DEL MISMO ASUNTO

La cuestión que viene después de la anterior es la de saber si hay identidad entre la


virtud del individuo privado y la virtud del ciudadano, o si difieren una de otra. Para pro-
ceder debidamente en esta indagación, es preciso, ante todo, nos formemos idea de la
virtud del ciudadano.
El ciudadano, como el marinero, es miembro de una asociación. A bordo, aunque ca-
da cual tenga un empleo diferente, siendo uno remero, otro piloto, éste segundo, aquél
el encargado de tal o de cual función, es claro que, a pesar de las funciones o deberes
que constituyen, propiamente hablando, una virtud especial para cada uno de ellos,
todos, sin embargo, concurren a un fin común, es decir, a la salvación de la tripulación,
que todos tratan de asegurar, y a que todos aspiran igualmente. Los miembros de la
ciudad se parecen exactamente a los marineros; no obstante la diferencia de sus desti-
nos, la prosperidad de la asociación es su obra común, y la asociación en este caso es
el Estado. La virtud del ciudadano, por tanto, se refiere exclusivamente al Estado. Pero
como el Estado reviste muchas formas, es claro que la virtud del ciudadano en su per-
fección no puede ser una; la virtud, que constituye al hombre de bien, por el contrario,
es una y absoluta. De aquí, como conclusión evidente, que la virtud del ciudadano pue-
de ser distinta de la del hombre privado.
También se puede tratar esta cuestión desde un punto de vista diferente, que se rela-
ciona con la indagación de la república perfecta. En efecto, si es imposible que el Esta-
do cuente entre sus miembros sólo hombres de bien, y si cada cual debe, sin embargo,
llenar escrupulosamente las funciones que le han sido confiadas, lo cual supone siem-
pre alguna virtud, como es no menos imposible que todos los ciudadanos obren idénti-
camente, desde este momento es preciso confesar que no puede existir identidad entre
la virtud política y la virtud privada. En la república perfecta, la virtud cívica deben tener-
la todos, puesto que es condición indispensable de la perfección de la ciudad; pero no
es posible que todos ellos posean la virtud propia del hombre privado, a no admitir en
esta ciudad modelo que todos los ciudadanos han de ser necesariamente hombres de
bien. Más aún: el Estado se forma de elementos desemejantes, y así como el ser vivo
se compone esencialmente de un alma y un cuerpo; el alma, de la razón y del instinto;
la familia, del marido y de la mujer; la propiedad del dueño y del esclavo, en igual forma
todos aquellos elementos se encuentran en el Estado acompañados también de otros
no menos heterogéneos, lo cual impide necesariamente que haya unidad de virtud en
todos los ciudadanos, así como no puede haber unidad de empleo en los coros, en los
cuales uno es corifeo y otro bailarín de comparsa.
Es, por tanto, muy cierto que la virtud del ciudadano y la virtud tomada en general no
son absolutamente idénticas. Pero ¿quién podrá entonces reunir esta doble virtud, la del
buen ciudadano y la del hombre de bien? Ya lo he dicho: el magistrado digno del mando
que ejerce, y que es, a la vez, virtuoso y hábil: porque la habilidad no es menos necesa-
ria que la virtud para el hombre de Estado. Y así se ha dicho que era preciso dar a los
hombres destinados a ejercer el poder una educación especial; y realmente vemos a los
hijos de los reyes aprender particularmente la equitación y la política. Eurípides mismo,
cuando dice:

Nada de esas vanas habilidades, que son inútiles para el Estado4,

parece creer que se puede aprender a mandar. Luego, si la virtud del buen magistrado
es idéntica a la del hombre de bien, y si se permanece siendo ciudadano en el acto
mismo de obedecer a un superior, la virtud del ciudadano, en general, no puede ser
entonces absolutamente idéntica a la del hombre de bien. Lo será sólo la virtud de cierto
y determinado ciudadano, puesto que la virtud de los ciudadanos no es idéntica a la del
magistrado que los gobierna; y este era, sin duda, el pensamiento de Jasón5 cuando
decía: «Que se moriría de miseria si cesara de reinar, puesto que no había aprendido a
vivir como simple particular.» No se estima como menos elevado el talento de saber, a
la par, obedecer y mandar; y en esta doble perfección, relativa al mando y a la obedien-
cia, se hace consistir ordinariamente la suprema virtud del ciudadano. Pero si el mando
debe ser patrimonio del hombre de bien, y el saber obedecer y el saber mandar son
condiciones indispensables en el ciudadano, no se puede, ciertamente, decir que sean
ambos dignos de alabanzas absolutamente iguales. Deben concederse estos dos pun-
tos: primero, que el ser que obedece y el que manda no deben aprender las mismas
cosas; segundo, que el ciudadano debe poseer ambas cualidades: la de saber ejercer la
autoridad y la de resignarse a la obediencia. He aquí cómo se prueban estas dos aser-
ciones.
4. Verso de una pieza de Eurípides, titulada Eolo, que no ha llegado hasta nosotros.
5. Tirano de Feres, en Tesalia.

Hay un poder propio del señor, el cual, como ya hemos reconocido, sólo es relativo a
las necesidades indispensables de la vida; no exige que el mismo ser que manda sea
capaz de trabajar. Más bien exige que sepa emplear a los que le obedecen: lo demás
toca al esclavo; y entiendo por lo demás la fuerza necesaria para desempeñar todo el
servicio doméstico. Las especies de esclavos son tan numerosas como lo son los diver-
sos oficios; y podrían muy bien comprenderse en ellos los artesanos, que viven del tra-
bajo de sus manos; y entre los artesanos deben incluirse también todos los obreros de
las profesiones mecánicas; y he aquí por qué en algunos Estados han sido excluidos los
obreros de las funciones públicas, las cuales no han podido obtener sino en medio de
los excesos de la democracia. Pero ni el hombre virtuoso, ni el hombre de Estado, ni el
buen ciudadano, tienen necesidad de saber todos estos trabajos, como los saben los
hombres destinados a la obediencia, a no ser cuando de ello les resulte una utilidad
personal. En el Estado no se trata de señores ni de esclavos; en él no hay más que una
autoridad, que se ejerce sobre seres libres e iguales por su nacimiento. Esta es la auto-
ridad política que debe tratar de conocer el futuro magistrado, comenzando por obede-
cer él mismo; así como se aprende a mandar un cuerpo de caballería siendo simple
soldado; a ser general, ejecutando las órdenes de un general; a conducir una falange,
un batallón, sirviendo como soldado en éste o en aquélla. En este sentido es en el que
puede sostenerse con razón que la única y verdadera escuela del mando es la obedien-
cia6.
No es menos cierto que el mérito de la autoridad y el de la sumisión son muy diversos,
bien que el buen ciudadano deba reunir en sí la ciencia y la fuerza de la obediencia y
del mando, consistiendo su virtud precisamente en conocer estas dos fases opuestas
del poder que se ejerce sobre los seres libres. También debe conocerlas el hombre de
bien, y si la ciencia y la equidad con relación al mando son distintas de la ciencia y la
equidad
respecto de la obediencia, puesto que el ciudadano subsiste siendo libre en el acto
mismo que obedece, las virtudes del ciudadano, como, por ejemplo, su ciencia, no pue-
den ser constantemente las mismas, sino que deben variar de especie, según que obe-
dezca o que mande. Del mismo modo, el valor y la prudencia difieren completamente de
la mujer al hombre. Un hombre parecería cobarde si sólo tuviese el valor de una mujer
valiente; y una mujer parecería charlatana si no mostrara otra reserva que la que mues-
tra el hombre que sabe conducirse como es debido. Así también en la familia, las fun-
ciones del hombre y las de la mujer son muy opuestas, consistiendo el deber de aquél
en adquirir, y el de ésta en conservar. La única virtud especial exclusiva del mando es la
prudencia; todas las demás son igualmente propias de los que obedecen y de los que
mandan. La prudencia no es virtud del súbdito; la virtud propia de éste es una justa con-
fianza en su jefe; el ciudadano que obedece es como el fabricante de flautas; el ciuda-
dano que manda es como el artista que debe servirse del instrumento.
Esta discusión ha tenido por objeto hacer ver hasta qué punto la virtud política y la vir-
tud privada son idénticas o diferentes, en qué se confunden y en qué se separan una de
otra.
6. Era uno de los preceptos de Solón.

CAPÍTULO III

CONCLUSIÓN DEL ASUNTO ANTERIOR

Aún falta una cuestión que resolver respecto al ciudadano. ¿No es uno realmente ciu-
dadano sino en tanto que pueda entrar a participar del poder público, o debe compren-
derse a los artesanos entre los ciudadanos? Si se da este título también a individuos
excluidos del poder público, entonces el ciudadano no tiene, en general, la virtud y el
carácter que nosotros le hemos asignado, puesto que de un artesano se hace un ciuda-
dano. Pero si se niega este título a los artesanos, ¿cuál será su puesto en la ciudad? No
pertenecen, ciertamente, ni a la clase de extranjeros, ni a la de los domiciliados. Puede
decirse, en verdad, que en esto no hay nada de particular, puesto que ni los esclavos ni
los libertos pertenecen tampoco a las clases de que acabamos de hablar. Pero, cierta-
mente, no se debe elevar a la categoría de ciudadanos a todos los individuos de que el
Estado tenga necesidad. Y así, los niños no son ciudadanos como los hombres; éstos lo
son de una manera absoluta, aquéllos lo son en esperanza; son ciudadanos sin duda,
pero imperfectos. En otro tiempo, en algunos Estados, todos los artesanos eran escla-
vos o extranjeros; y en la mayor parte de aquéllos sucede hoy lo mismo. Pero una cons-
titución perfecta' no admitiría nunca al artesano entre los ciudadanos. Si se quiere que
el artesano sea también ciudadano, entonces la virtud del ciudadano, tal como la hemos
definido, debe entenderse con relación, no a todos los hombres de la ciudad, ni aun a
todos los que tienen solamente la cualidad de libre, sino tan sólo respecto de aquellos
que no tienen que trabajar necesariamente para vivir. Trabajar para un individuo en las
cosas indispensables de la vida es ser esclavo; trabajar para el público es ser obrero y
mercenario. Basta prestar a estos hechos alguna atención para que la cuestión sea per-
fectamente clara una vez que se la presenta en esta forma. En efecto, siendo diversas
las constituciones, las condiciones de los ciudadanos lo han de ser tanto como aquéllas;
y esto es cierto sobre todo con relación al ciudadano considerado como súbdito. Por
consiguiente, en una constitución, el obrero y el mercenario serán de toda necesidad
ciudadanos; en la de otro punto no podrían serlo de ninguna manera; por ejemplo, en el
Estado que nosotros llamamos aristocrático, en el cual el honor de desempeñar las fun-
ciones públicas está reservado a la virtud y a la consideración; porque el aprendizaje de
la virtud es incompatible con la vida de artesano y de obrero. En las oligarquías, el mer-
cenario no puede ser ciudadano, porque el acceso a las magistraturas sólo está abierto
a los que figuran a la cabeza del censo; pero el artesano puede llegar a serlo, puesto
que los más de ellos llegan a hacer fortuna. En Tebas, la ley excluía de toda función al
que diez años antes no había cesado de ejercer el comercio. Casi todos los gobiernos
han declarado ciudadanos a hombres extranjeros; y en algunas democracias el derecho
politico puede adquirirse por la línea materna. Así también, generalmente, se han dicta-
do leyes para la admisión de los bastardos, pero esto ha nacido de la escasez de ver-
daderos ciudadanos, y todas estas leyes no tienen otro origen que la falta de hombres8.
Cuando, por el contrario, la población abunda, se eliminan, en primer lugar, los ciuda-
danos nacidos de padre o de madre esclavos, después los que son ciudadanos sólo por
la línea materna, y, en fin, sólo se admiten aquellos cuyo padre y cuya madre eran ciu-
dadanos.
Hay, por tanto, indudablemente, diversas especies de ciudadanos, y sólo lo es plena-
mente el que tiene participación en los poderes públicos. Si Homero pone en boca de
Aquiles estas palabras:

¡Yo, tratado como un vil extranjero!9,

es que a sus ojos es uno extranjero en la ciudad cuando no participa de las funciones
públicas; y allí donde se tiene cuidado de velar estas diferencias políticas, se hace úni-
camente al intento de halagar a los que no tienen en la ciudad otra cosa que el domici-
lio.
Toda la discusión precedente ha demostrado en qué la virtud del hombre de bien y la
virtud del ciudadano son idénticas, y en qué difieren; hemos hecho ver que en un Esta-
do el ciudadano y el hombre virtuoso no son más que uno; que en otro se separan; y, en
fin, que no todos son ciudadanos, sino que este título pertenece sólo al hombre político,
que es o puede ser dueño de ocuparse, personal, o colectivamente, de los intereses
comunes.
7. Toda esta teoría, que parece tan falsa, se desprende de los principios antes senta-
dos sobre la necesidad de que los ciudadanos tengan tiempo de sobra.
8. La oligantropía o escasez de hombres fue la causa de la ruina de las repúblicas an-
tiguas; esto se hizo sobre todo patente en Esparta.
9. Homero, Ilíada, X, v. 648.

CAPÍTULO IV

DIVISIÓN DE LOS GOBIERNOS Y DE LAS CONSTITUCIONES

Una vez fijados estos puntos, la primera cuestión que se presenta es la siguiente:
¿Hay una o muchas constituciones políticas? Si existen muchas, ¿cuáles son su natura-
leza, su número y sus diferencias? La constitución es la que determina con relación al
Estado la organización regular de todas las magistraturas, sobre todo de la soberana, y
el soberano de la ciudad es en todas partes el gobierno; el gobierno es, pues, la consti-
tución misma. Me explicaré: en las democracias, por ejemplo, es el pueblo el soberano;
en las oligarquías, por el contrario, lo es la minoría compuesta de los ricos; y así se dice
que las constituciones de la democracia y de la oligarquía son esencialmente diferentes;
y las mismas distinciones podemos hacer respecto de todas las demás.
Aquí es preciso recordar cuál es el fin asignado por nosotros al Estado, y cuáles son
las diversas clases que hemos reconocido en los poderes, tanto en los que se ejercen
sobre el individuo como en los que se refieren a la vida común. En el principio de este
trabajo hemos dicho, al hablar de la administración doméstica y de la autoridad del se-
ñor, que el hombre es por naturaleza sociable, con lo cual quiero decir que los hombres,
aparte de la necesidad de auxilio mutuo, desean invenciblemente la vida social. Esto no
impide que cada uno de ellos la busque movido por su utilidad particular y por el deseo
de encontrar en ella la parte individual de bienestar que pueda corresponderle. Este es,
ciertamente, el fin de todos en general y de cada uno en particular; pero se unen, sin
embargo, aunque sea únicamente por el solo placer de vivir; y este amor a la vida es,
sin duda, una de las perfecciones de la humanidad. Y aun cuando no se encuentre en
ella otra cosa que la seguridad de la vida, se apetece la asociación política, a menos
que la suma de males que ella cause llegue a hacerla verdaderamente intolerable. Ved,
en efecto, hasta qué punto sufren la miseria la mayor parte de los hombres por el simple
amor de la vida; la naturaleza parece haber puesto en esto un goce y una dulzura inex-
plicables.
Por lo demás, es bien fácil distinguir los diversos géneros de poder de que queremos
hablar aquí, y que son con frecuencia objeto de discusión de nuestras obras exotéricas.
Bien que el interés del señor y el de su esclavo se identifiquen, cuando es verdadera-
mente la voz de la naturaleza la que le asigna a aquéllos el puesto que ambos deben
ocupar, el poder del señor tiene, sin embargo, por objeto directo la utilidad del dueño
mismo, y por fin accidental la ventaja del esclavo, porque, una vez destruido el esclavo,
el poder del señor desaparece con él. El poder del padre sobre los hijos, sobre la mujer,
sobre la familia entera, poder que hemos llamado doméstico, tiene por objeto el interés
de los administrados, o, si se quiere, un interés común a los mismos y al que los rige.
Aun cuando este poder esté constituido principalmente en bien de los administrados
puede, según sucede en muchas artes, como en la medicina y la gimnástica, convertir-
se secundariamente en ventaja del que gobierna. Así, el gimnasta puede muy bien
mezclarse con los jóvenes a quienes enseña, como el piloto es siempre a bordo uno de
los tripulantes. El fin a que aspiran así el gimnasta como el piloto es el bien de todos los
que están a su cargo; y si llega el caso de que se mezclen con sus subordinados, sólo
participan de la ventaja común accidentalmente, el uno como simple marinero, el otro
como discípulo, a pesar de su cualidad de profesor. En los poderes políticos, cuando la
perfecta igualdad de los ciudadanos, que son todos semejantes, constituye la base de
aquéllos, todos tienen el derecho de ejercer la autoridad sucesivamente. Por lo pronto,
todos consideran, y es natural, esta alternativa como perfectamente legítima, y conce-
den a otro el derecho de resolver acerca de sus intereses, así como ellos han decidido
anteriormente de los de aquél; pero, más tarde, las ventajas que proporcionan el poder
y la administración de los intereses generales inspiran a todos los hombres el deseo de
perpetuarse en el ejercicio del cargo; y si la continuidad en el mando pudiese por sí sola
curar infaliblemente una enfermedad de que se viesen atacados, no serían más codicio-
sos en retener la autoridad una vez que disfrutan de ella.
Luego, evidentemente10, todas las constituciones hechas en vista del interés general
son puras porque practican rigurosamente la justicia; y todas las que sólo tienen en
cuenta el interés personal de los gobernantes están viciadas en su base, y no son más
que una corrupción de las buenas constituciones; ellas se aproximan al poder del señor
sobre el esclavo, siendo así que la ciudad no es más que una asociación de hombres
libres.
10. Véanse las Leyes, lib. IX, y la República, lib. I.

Después de los principios que acabamos de sentar, podemos examinar el número y la


naturaleza de las constituciones. Nos ocuparemos primero de las constituciones puras;
y una vez fijadas éstas, será fácil reconocer las constituciones corruptas.

CAPÍTULO V

DIVISIÓN DE LOS GOBIERNOS

Siendo cosas idénticas el gobierno y la constitución, y siendo el gobierno señor su-


premo de la ciudad, es absolutamente preciso que el señor sea o un solo individuo, o
una minoría, o la multitud de los ciudadanos. Cuando el dueño único, o la minoría, o la
mayoría, gobiernan consultando el interés general, la constitución es pura necesaria-
mente; cuando gobiernan en su propio interés, sea el de uno solo, sea el de la minoría,
sea el de la multitud, la constitución se desvía del camino trazado por su fin11, puesto
que, una de dos cosas, o los miembros de la asociación no son verdaderamente ciuda-
danos o lo son, y en este caso deben tener su parte en el provecho común.
11. Platón se había anticipado a Aristóteles al probar que el poder sólo debe ejercerse
en beneficio de los súbditos. Véase la República, lib. I.

Cuando la monarquía o gobierno de uno solo tiene por objeto el interés general, se le
llama comúnmente reinado. Con la misma condición, al gobierno de la minoría, con tal
que no esté limitada a un solo individuo, se le llama aristocracia; y se la denomina así,
ya porque el poder está en manos de los hombres de bien, ya porque el poder no tiene
otro fin que el mayor bien del Estado y de los asociados. Por último, cuando la mayoría
gobierna en bien del interés general, el gobierno recibe como denominación especial la
genérica de todos los gobiernos, y se le llama república. Estas diferencias de denomi-
nación son muy exactas. Una virtud superior puede ser patrimonio de un individuo o de
una minoría; pero a una mayoría no puede designársela por ninguna virtud especial, si
se exceptúa la virtud guerrera, la cual se manifiesta principalmente en las masas; como
lo prueba el que, en el gobierno de la mayoría, la parte más poderosa del Estado es la
guerrera; y todos los que tienen armas son en él ciudadanos.
Las desviaciones de estos gobiernos son: la tiranía, que lo es del reinado12; la oligar-
quía, que lo es de la aristocracia; la demagogia, que lo es de la república. La tiranía es
una monarquía que sólo tiene por fin el interés personal del monarca; la oligarquía tiene
en cuenta tan sólo el interés particular de los ricos; la demagogia, el de los pobres. Nin-
guno de estos gobiernos piensa en el interés general.
Es indispensable que nos detengamos algunos instantes a notar la naturaleza propia
de cada uno de estos tres gobiernos; porque la materia ofrece dificultades. Cuando ob-
servamos las cosas filosóficamente, y no queremos limitarnos tan sólo al hecho prácti-
co, se debe, cualquiera que sea el método que por otra parte se adopte, no omitir nin-
gún detalle ni despreciar ningún pormenor, sino mostrarlos todos en su verdadera luz.
12. Voltaire, al comentar a Montesquieu, dice: «La monarquía y el despotismo son dos
hermanos que tienen entre sí tanta semejanza, que muchas veces se toma el uno por el
otro».

La tiranía, como acabo de decir, es el gobierno de uno solo, que reina como señor so-
bre la asociación política; la oligarquía es el predominio político de los ricos; y la dema-
gogia, por el contrario, el predominio de los pobres con exclusión de los ricos. Veamos
una objeción que se hace a esta última definición. Si la mayoría, dueña del Estado, se
compone de ricos, y el gobierno es de la mayoría, se llama demagogia; y, recíproca-
mente, si da la casualidad de que los pobres, estando en minoría relativamente a los
ricos, sean, sin embargo, dueños del Estado, a causa de la superioridad de sus fuerzas,
debiendo el gobierno de la minoría llamarse oligarquía, las definiciones que acabamos
de dar son inexactas. No se resuelve esta dificultad mezclando las ideas de riqueza y
minoría, y las de miseria y mayoría, reservando el nombre de oligarquía para el gobier-
no en que los ricos, que están en minoría, ocupen los empleos, y el de la demagogia
para el Estado en que los pobres, que están en mayoría, son los señores. Porque,
¿cómo clasificar las dos formas de constitución que acabamos de suponer: una en que
los ricos forman la mayoría; otra en que los pobres forman la minoría; siendo unos y
otros soberanos del Estado, a no ser que hayamos dejado de comprender en nuestra
enumeración alguna otra forma política? Pero la razón nos dice sobradamente que la
dominación de la minoría y de la mayoría son cosas completamente accidentales, ésta
en las oligarquías, aquélla en las democracias; porque los ricos constituyen en todas
partes la minoría, como los pobres constituyen dondequiera la mayoría. Y así, las dife-
rencias indicadas más arriba no existen verdaderamente. Lo que distingue esencialmen-
te la democracia de la oligarquía es la pobreza y la riqueza; y dondequiera que el poder
está en manos de los ricos, sean mayoría o minoría, es una oligarquía; y dondequiera
que esté en las de los pobres, es una demagogia. Pero no es menos cierto, repito, que
generalmente los ricos están en minoría y los pobres en mayoría; la riqueza pertenece a
pocos, pero la libertad a todos. Estas son las causas de las disensiones políticas entre
ricos y pobres.
Veamos ante todo cuáles son los límites que se asignan a la oligarquía y a la dema-
gogia, y lo que se llama derecho en una y en otra. Ambas partes reivindican un cierto
derecho, que es muy verdadero. Pero de hecho su justicia no pasa de cierto punto, y no
es el derecho absoluto el que establecen ni los unos ni los otros. Así, la igualdad parece
de derecho común, y sin duda lo es, no para todos, sin embargo, sino sólo entre igua-
les; y lo mismo sucede con la desigualdad; es ciertamente un derecho, pero no respecto
de todos, sino de individuos que son desiguales entre sí. Si se hace abstracción de los
individuos, se corre el peligro de formar un juicio erróneo. Lo que sucede en esto es que
los jueces son jueces y partes, y ordinariamente es uno mal juez en causa propia. El
derecho limitado a algunos, pudiendo aplicarse lo mismo a las cosas que a las perso-
nas, como dije en la Moral, se concede sin dificultad cuando se trata de la igualdad
misma de la cosa, pero no así cuando se trata de las personas a quienes pertenece
esta igualdad; y esto, lo repito, nace de que se juzga muy mal cuando está uno intere-
sado en el asunto. Porque unos y otros son expresión de cierta parte del derecho, ya
creen que lo son del derecho absoluto: de un lado, superiores unos en un punto, en
riqueza, por ejemplo, se creen superiores en todo; de otro, iguales otros en un punto, de
libertad, por ejemplo, se creen absolutamente iguales. Por ambos lados se olvida lo
capital.
Si la asociación política sólo estuviera formada en vista de la riqueza, la participación
de los asociados en el Estado estaría en proporción directa de sus propiedades, y los
partidarios de la oligarquía tendrían entonces plenísima razón; porque no sería equitati-
vo que el asociado que de cien minas sólo ha puesto una tuviese la misma parte que el
que hubiere suministrado el resto, ya se aplique esto a la primera entrega, ya a las ad-
quisiciones sucesivas. Pero la asociación política tiene por fin, no sólo la existencia ma-
terial de todos los asociados, sino también su felicidad y su virtud; de otra manera po-
dría establecerse entre esclavos o entre otros seres que no fueran hombres, los cuales
no forman asociación por ser incapaces de felicidad y de libre albedrío. La asociación
política no tiene tampoco por único objeto la alianza ofensiva y defensiva entre los indi-
viduos, ni sus relaciones mutuas, ni los servicios que pueden recíprocamente hacerse;
porque entonces los etruscos y los cartagineses, y todos los pueblos unidos mediante
tratados de comercio, deberían ser considerados como ciudadanos de un solo y mismo
Estado, merced a sus convenios sobre las importaciones, sobre la seguridad individual,
sobre los casos de una guerra común; aunque cada uno de ellos tiene, no un magistra-
do común para todas estas relaciones, sino magistrados separados, perfectamente indi-
ferentes en punto a la moralidad de sus aliados respectivos, por injustos y por perversos
que puedan ser los comprendidos en estos tratados, y atentos sólo a precaver recípro-
camente todo daño. Pero como la virtud y la corrupción política son las cosas que prin-
cipalmente tienen en cuenta los que sólo quieren buenas leyes, es claro que la virtud
debe ser el primer cuidado de un Estado que merezca verdaderamente este título, y que
no lo sea solamente en el nombre. De otra manera, la asociación política vendría a ser
a modo de una alianza militar entre pueblos lejanos, distinguiéndose apenas de ella por
la unidad de lugar; y la ley entonces sería una mera convención; y no sería, como ha
dicho el sofista Licofrón, «otra cosa que una garantía de los derechos individuales, sin
poder alguno sobre la moralidad y la justicia personales de los ciudadanos». La prueba
de esto es bien sencilla. Reúnanse con el pensamiento localidades diversas y encié-
rrense dentro de una sola muralla a Megara y Corinto13; ciertamente que no por esto se
habrá formado con tan vasto recinto una ciudad única, aun suponiendo que todos los en
ella encerrados hayan contraído entre sí matrimonio, vínculo que se considera como el
más esencial de la asociación civil. O si no, supóngase cierto número de hombres que
viven aislados los unos de los otros, pero no tanto, sin embargo, que no puedan estar
en comunicación; supóngase que tienen leyes comunes sobre la justicia mutua que de-
ben observar en las relaciones mercantiles, pues que son, unos carpinteros, otros la-
bradores, zapateros, etc., hasta el número de diez mil, por ejemplo; pues bien, si sus
relaciones se limitan a los cambios diarios y a la alianza en caso de guerra, esto no
constituirá todavía una ciudad. ¿Y por qué? En verdad no podrá decirse que en este
caso los lazos de la sociedad no sean bien fuertes. Lo que sucede es que cuando una
asociación es tal que cada uno sólo ve el Estado en su propia casa, y la unión es sólo
una simple liga contra la violencia, no hay ciudad, si se mira de cerca; las relaciones de
la unión no son en este caso más que las que hay entre individuos aislados. Luego,
evidentemente, la ciudad no consiste en la comunidad del domicilio, ni en la garantía de
los derechos individuales, ni en las relaciones mercantiles y de cambio; estas condicio-
nes preliminares son indispensables para que la ciudad exista; pero aun suponiéndolas
reunidas, la ciudad no existe todavía. La ciudad es la asociación del bienestar y de la
virtud, para bien de las familias y de las diversas clases de habitantes, para alcanzar
una existencia completa que se baste a sí misma.
13. Megara estaba 210 estadios, cerca de ocho leguas, distante de Corinto.

Sin embargo, no podría alcanzarse este resultado sin la comunidad de domicilio y sin
el auxilio de los matrimonios; y esto es lo que ha dado lugar en los Estados a las alian-
zas de familia, a las fratrias, a los sacrificios públicos y a las fiestas en que se reúnen
los ciudadanos. La fuente de todas estas instituciones es la benevolencia, sentimiento
que arrastra al hombre a preferir la vida común; y siendo el fin del Estado el bienestar
de los ciudadanos, todas estas instituciones no tienden sino a afianzarle. El Estado no
es más que una asociación en la que las familias reunidas por barrios deben encontrar
todo el desenvolvimiento y todas las comodidades de la existencia; es decir, una vida
virtuosa y feliz. Y así la asociación política tiene, ciertamente, por fin la virtud y la felici-
dad de los individuos, y no sólo la vida común. Los que contribuyen con más a este fon-
do general de la asociación tienen en el Estado una parte mayor que los que, iguales o
superiores por la libertad o por el nacimiento, tienen, sin embargo, menos virtud política;
y mayor también que la que corresponda a aquellos que, superándoles por la riqueza,
son inferiores a ellos, sin embargo, en mérito.
Puedo concluir de todo lo dicho que, evidentemente, al formular los ricos y los pobres
opiniones tan opuestas sobre el poder, no han encontrado ni unos ni otros más que una
parte de la verdad y de la justicia.

CAPÍTULO VI

DE LA SOBERANÍA

Es un gran problema el saber a quién corresponde la soberanía en el Estado. No


puede menos de pertenecer o a la multitud, o a los ricos, o a los hombres de bien, o a
un solo individuo que sea superior por sus talentos, o a un tirano. Pero, al parecer, por
todos lados hay dificultades. ¡Qué!, ¿los pobres, porque están en mayoría, podrán re-
partirse los bienes de los ricos y esto no será una injusticia, porque el soberano de de-
recho propio haya decidido que no lo es? ¡Horrible iniquidad! Y cuando todo se haya
repartido, si una segunda mayoría se reparte de nuevo los bienes de la minoría, el Es-
tado, evidentemente, perecerá. Pero la virtud no destruye aquello en que reside; la justi-
cia no es una ponzoña para el Estado. Este pretendido derecho no puede ser, cierta-
mente, otra cosa que una patente injusticia.
Por el mismo principio, todo lo que haga el tirano será necesariamente justo; empleará
la violencia, porque será más fuerte, del mismo modo que los pobres lo eran respecto
de los ricos. ¿Pertenecerá el poder de derecho a la minoría o a los ricos? Pero si se
conducen como los pobres y como el tirano, si roban a la multitud y la despojan, ¿esta
expoliación será justa? Entonces también se tendrá por justo lo que hacen los primeros.
Como se ve, no resulta de todos lados otra cosa que crímenes e iniquidades.
¿Debe ponerse la soberanía absoluta para la resolución de todos los negocios en
manos de los ciudadanos distinguidos? Entonces vendría a envilecerse a todas las de-
más clases, que quedan excluidas de las funciones públicas; el desempeño de éstas es
un verdadero honor, y la perpetuidad en el poder de algunos ciudadanos rebaja necesa-
riamente a los demás. ¿Será mejor dar el poder a un hombre solo, a un hombre supe-
rior? Pero esto es exagerar el principio oligárquico, y dejar excluida de las magistraturas
una mayoría más considerable aún. Además se cometería una falta grave si se sustitu-
yera la soberanía de la ley con la soberanía de un individuo, siempre sometido a las mil
pasiones que agitan a toda alma humana. Pero se dirá: que sea la ley la soberana. Ya
sea oligárquica, ya democrática, ¿se habrán salvado mejor todos los escollos? De nin-
guna manera. Los mismos peligros que acabamos de señalar subsistirán siempre.
En otra parte volveremos a tratar este punto.
Atribuir la soberanía a la multitud antes que a los hombres distinguidos, que están
siempre en minoría, puede parecer una solución equitativa y verdadera de la cuestión,
aunque aún no resuelva todas las dificultades. Puede, en efecto, admitirse que la mayo-
ría, cuyos miembros tomados separadamente14 no son hombres notables, está, sin em-
bargo, por cima de los hombres superiores, si no individualmente, por lo menos en ma-
sa, a la manera que una comida a escote es más espléndida que la que pueda dar un
particular a sus solas expensas. En esta multitud, cada individuo tiene su parte de virtud
y de ilustración, y todos reunidos forman, por decirlo así, un solo hombre, que tiene ma-
nos, pies, sentidos innumerables, un carácter moral y una inteligencia en proporción.
Por esto la multitud juzga con exactitud las composiciones musicales y poéticas; éste da
su parecer sobre un punto, aquél sobre otro, y la reunión entera juzga el conjunto de la
obra. El hombre distinguido, tomado individualmente, se dice, difiere de la multitud, co-
mo la belleza difiere de la fealdad, como un buen cuadro producto del arte difiere de la
realidad, mediante la reunión en un solo cuerpo de todos los rasgos de belleza despa-
rramados por todas partes, lo cual no impide que, si se analizan las cosas, sea posible
encontrar otro cuerpo mejor que el del cuadro y que tenga ojos más bellos o mejor otra
cualquiera parte del cuerpo. No afirmaré que en toda multitud o en toda gran reunión
sea ésta la diferencia constante entre la mayoría y el pequeño número de hombres dis-
tinguidos; y ciertamente podría decirse más bien, sin temor de equivocarse, que en más
de un caso semejante diferencia es imposible; porque podría aplicarse la comparación
hasta a los animales, pues ¿en qué, pregunto, se diferencian ciertos hombres de los
animales? Pero la aserción, si se limita a una multitud dada, puede ser completamente
exacta.
14. Es la soberanía popular claramente expuesta.

Estas consideraciones tocan a nuestra primera pregunta relativa al soberano, y a la


siguiente, que está íntimamente ligada con ella. ¿A qué cosas debe extenderse la sobe-
ranía de los hombres libres y de la masa de los ciudadanos? Entiendo por masa de los
ciudadanos la constituida por todos los hombres de una fortuna y un mérito ordinarios.
Es peligroso confiarles las magistraturas importantes; por falta de equidad y de luces
serán injustos en unos casos y se engañarán en otros. Excluirlos de todas las funciones
no es tampoco oportuno: un Estado en el que hay muchos individuos pobres y privados
de toda distinción pública, cuenta necesariamente en su seno otros tantos enemigos.
Pero puede dejárseles el derecho de deliberar sobre los negocios públicos y el derecho
de juzgar. Así Solón y algunos otros legisladores les han concedido la elección y la cen-
sura de los magistrados, negándoles absolutamente las funciones individuales. Cuando
están reunidos, la masa percibe siempre las cosas con suficiente inteligencia; y unida a
los hombres distinguidos, sirve al Estado a la manera que, mezclando manjares poco
escogidos con otros delicados, se produce una cantidad más fuerte y más provechosa
de alimentos. Pero los individuos tomados aisladamente son incapaces de formar ver-
daderos juicios.
A este principio político se puede hacer una objeción, y preguntar si, cuando se trata
de juzgar del mérito de un tratamiento curativo, no es imprescindible acudir a la misma
persona que sería capaz de curar el mismo mal de que se trata, si llegara el caso, es
decir, acudir a un médico; a lo cual añado yo que este razonamiento puede aplicarse a
todas las demás artes y a todos los casos en que la experiencia desempeña el principal
papel. Luego si los jueces naturales del médico son los médicos, lo mismo sucederá en
todas las demás cosas. Médico significa a la vez el que ejecuta el remedio ordenado, el
que lo prescribe y el que ha estudiado esta ciencia. Puede decirse que todas las artes
tienen, como la medicina, parecidas divisiones, y el derecho de juzgar lo mismo se con-
cede a la ciencia teórica que a la instrucción práctica.
A la elección de los magistrados hecha por la multitud puede hacerse la misma obje-
ción. Sólo los que saben hacer las cosas, se dirá, tienen las luces necesarias para elegir
bien. Al geómetra corresponde escoger los geómetras, y al piloto escoger los pilotos;
porque, si se pueden hacer en ciertas artes algunas cosas sin previo aprendizaje, no
por eso las harán mejor los ignorantes que los hombres entendidos. Y así por esta mis-
ma razón no debe dejarse a la multitud ni el derecho de elegir los magistrados ni el de-
recho de exigir a éstos cuenta de su conducta. Pero quizá esta objeción no es muy
exacta, si tenemos en cuenta las razones que antes expuse, a no ser que supongamos
una multitud completamente degradada. Los individuos aislados no juzgarán con tanto
acierto como los sabios, convengo en ello; pero reunidos todos, o valen más, o no valen
menos. El artista no es el único ni el mejor juez en muchas cosas y en todos aquellos
casos en que se puede conocer muy bien su obra sin poseer su arte. El mérito de una
casa, por ejemplo, puede ser estimado por el que la ha construido, pero mejor lo apre-
ciará todavía el que la habita; esto es, el jefe de familia. De igual modo el timonel de un
buque conocerá mejor el mérito de los timones que el carpintero que los hace; y el con-
vidado, no el cocinero, será el mejor juez de un festín15.
Estas consideraciones son las suficientes para contestar a la primera objeción.
He aquí otra que tiene relación con la anterior. No hay motivo, se dirá, para dar a la
muchedumbre sin mérito un poder mayor que a los ciudadanos distinguidos. Nada es
superior a este derecho de elección y de censura, que muchos Estados, como ya he
dicho, han concedido a las clases inferiores, y que éstas ejercen soberanamente en la
asamblea pública. Esta asamblea, el senado y los tribunales están abiertos, mediante
un censo moderado, a los ciudadanos de todas edades; y al mismo tiempo para las fun-
ciones de tesorero, de general, y para las demás magistraturas importantes, se exige
que ocupen un puesto elevado en el censo.
La respuesta a esta segunda objeción no es tampoco difícil. Quizá las cosas no estén
mal en la forma en que se encuentran. No es el individuo, juez, senador, miembro de la
asamblea pública, el que falla soberanamente; es el tribunal, es el senado, es el pueblo,
de los cuales este individuo no es más que una fracción mínima en su triple carácter de
senador, de juez y de miembro de la asamblea general. Desde este punto de vista es
justo que la multitud tenga un poder más amplio, porque ella es la que forma el pueblo,
el senado y el tribunal. La riqueza poseída por esta masa entera sobrepuja a la que po-
seen individualmente en su minoría todos los que desempeñan los cargos más eminen-
tes. No diré más sobre esta materia. Pero en cuanto a la primera cuestión que senta-
mos, relativa a la persona del soberano, la consecuencia más evidente que se despren-
de de nuestra discusión es que la soberanía debe pertenecer a las leyes fundadas en la
razón16, y que el magistrado, único o múltiple, sólo debe ser soberano en aquellos pun-
tos en que la ley no ha dispuesto nada por la imposibilidad de precisar en reglamentos
generales todos los pormenores. Aún no hemos dicho lo que deben ser las leyes funda-
das en la razón, y nuestra primera cuestión queda en pie. Sólo diré que las leyes son de
toda necesidad lo que son los gobiernos: malas o buenas, justas o inicuas, según que
ellos son lo uno o lo otro. Por lo menos, es de toda evidencia que las leyes deben hacer
relación al Estado, y una vez admitido esto, no es menos evidente que las leyes son
necesariamente buenas en los gobiernos puros, y viciosas en los gobiernos corruptos.
15. En Platón se encuentran ideas análogas. República, lib. X.
16. En otros términos, la soberanía de la razón.
CAPÍTULO VII

CONTINUACIÓN DE LA TEORÍA DE LA SOBERANÍA

Todas las ciencias, todas las artes, tienen un bien por fin; y el primero de los bienes
debe ser el fin supremo de la más alta de todas las ciencias; y esta ciencia es la política.
El bien en política es la justicia; en otros términos, la utilidad general. Se cree, común-
mente, que la justicia es una especie de igualdad; y esta opinión vulgar está hasta cierto
punto de acuerdo con los principios filosóficos de que nos hemos servido en la Moral.
Hay acuerdo, además, en lo relativo a la naturaleza de la justicia, a los seres a que se
aplica, y se conviene también en que la igualdad debe reinar necesariamente entre
iguales; queda por averiguar a qué se aplica la igualdad y a qué la desigualdad, cues-
tiones difíciles que constituyen la filosofía política.
Se sostendrá, quizá, que el poder político debe repartirse desigualmente y en razón
de la preeminencia nacida de algún mérito; permaneciendo, por otra parte, en todos los
demás puntos perfectamente iguales, y siendo los ciudadanos por otro lado completa-
mente semejantes; y que los derechos y la consideración deben ser diferentes cuando
los individuos difieren. Pero si este principio es verdadero, hasta la frescura de la tez, la
estatura u otra circunstancia, cualquiera que ella sea, podrá dar derecho a ser superior
en poder político. ¿No es este un error manifiesto? Algunas reflexiones, deducidas de
las otras ciencias y de las demás artes, lo probarán suficientemente. Si se distribuyen
flautas entre varios artistas, que son iguales, puesto que están dedicados al mismo arte,
no se darán los mejores instrumentos a los individuos más nobles, puesto que su noble-
za no les hace más hábiles para tocar la flauta; sino que se deberá entregar el instru-
mento más perfecto al artista que más perfectamente sepa servirse de él. Si el razona-
miento no es aún bastante claro, se le puede extremar aún más. Supóngase que un
hombre muy distinguido en el arte de tocar la flauta lo es mucho menos por el nacimien-
to y la belleza, ventajas que, tomada cada una aparte, son, si se quiere, muy preferibles
al talento de artista; y que en estos dos conceptos, en nobleza y belleza, le superen sus
rivales mucho más que los supera él como profesor; pues sostengo que en este caso a
él es a quien pertenece el instrumento superior. De otra manera sería preciso que la
ejecución musical sacase gran provecho de la superioridad en nacimiento y en fortuna;
y, sin embargo, estas circunstancias no pueden proporcionar en este orden el más lige-
ro adelanto.
Ateniéndonos a este falso razonamiento, resultaría que una ventaja cualquiera podría
ser comparada con otra; y porque la talla de tal hombre excediese la de otro, se seguiría
como regla general que la talla podría ser puesta en parangón con la fortuna y con la
libertad. Si porque uno se distinga más por su talla que otro se distingue por su virtud,
se coloca en general la talla muy por cima de la virtud, las cosas más diferentes y extra-
ñas aparecerán entonces al mismo nivel; porque si la talla hasta cierto grado puede
sobrepujar a otra cualidad en otro cierto grado, es claro que bastará fijar la proporción
entre estos grados para obtener la igualdad absoluta. Pero como para hacer esto hay
una imposibilidad radical, es claro que no se pretende, ni remotamente, en punto a de-
rechos políticos, repartir el poder según toda clase de desigualdades. El que los unos
sean ligeros en la carrera y los otros muy pesados no es una razón para que en política
los unos tengan más y los otros menos; en los juegos gimnásticos es donde deberán
apreciarse estas diferencias en su justo valor; aquí no deben entrar en concurrencia
otras cosas que las que contribuyen a la formación del Estado. Es muy justo conceder
una distinción particular a la nobleza, a la libertad, a la fortuna; porque los individuos
libres y los ciudadanos que tienen la renta legal17 son los miembros del Estado; y no
existiría el Estado si todos fuesen pobres o si todos fuesen esclavos. Pero a estos pri-
meros elementos es preciso unir evidentemente otros dos: la justicia y el valor guerrero,
de que el Estado no puede carecer; porque si los unos son indispensables para su exis-
tencia, los otros lo son para su prosperidad. Todos estos elementos, por lo menos los
más de ellos, pueden disputarse con razón el honor de constituir la existencia de la ciu-
dad; pero, como dije antes, a la ciencia y a la virtud es a las que debe atribuirse su feli-
cidad.
Además, como la igualdad y la desigualdad completas son injustas tratándose de indi-
viduos que no son iguales o desiguales entre sí uno en un solo concepto, todos los go-
biernos en que la igualdad y la desigualdad están establecidas sobre bases de este
género, necesariamente son gobiernos corruptos. También hemos dicho más arriba que
todos los ciudadanos tienen razón en considerarse con derechos, pero no la tienen al
atribuirse derechos absolutos: como, por ejemplo, lo creen los ricos, porque poseen una
gran parte del territorio común de la ciudad y tienen ordinariamente más crédito en las
transacciones comerciales; y los nobles y los hombres libres, clases muy próximas entre
sí, porque a la nobleza corresponde realmente más la ciudadanía que al estado llano,
siendo muy estimada en todos los pueblos, y además porque descendientes virtuosos
deben, según todas las apariencias, tener virtuosos antepasados, puesto que la nobleza
no es más que un mérito de raza. Ciertamente, la virtud puede, en nuestra opinión, le-
vantar su voz con no menos razón; la virtud social es la justicia, y todas las demás vie-
nen necesariamente después de ella y como consecuencias. En fin, la mayoría también
tiene pretensiones que puede oponer a las de la minoría, porque la mayoría, tomada en
su conjunto, es más poderosa, más rica Y mejor que la minoría.
17. Según la cual se clasificaba a los ciudadanos en el censo.

Supongamos por tanto, reunidos en un solo Estado, de un lado, individuos distingui-


dos, nobles y ricos, y de otro una multitud a la que puede concederse derechos políti-
cos. ¿Podrá decirse sin vacilar a quién debe pertenecer la soberanía?, ¿o será posible
que aún haya duda? En cada una de las constituciones que hemos enumerado más
arriba, la cuestión de saber quién debe mandar no es cuestión, puesto que la diferencia
entre ellas descansa precisamente en la del soberano. En unos puntos la soberanía
pertenece a los ricos, en otros a los ciudadanos distinguidos, etc. Veamos ahora lo que
debe hacerse cuando todas estas diversas condiciones se encuentran simultáneamente
en la ciudad. Suponiendo que la minoría de los hombres de bien sea extremadamente
débil, ¿cómo podrá constituirse el Estado respecto a éstos? ¿Se mirará, si, débil y todo
como es, podrá bastar, sin embargo, para gobernar el Estado, y aun para formar por sí
sola una ciudad completa? Pero entonces ocurre una objeción, que igualmente puede
hacerse a todos los que aspiran al poder político, y que, al parecer, echa por tierra todas
las razones de los que reclaman la autoridad como un derecho debido a su fortuna, así
como las de los que la reclaman como un derecho debido a su nacimiento. Adoptando
el principio que todos éstos alegan en su favor, la pretendida soberanía debería eviden-
temente residir en el individuo que por sí solo fuese más rico que todos los demás jun-
tos. Y asimismo, el más noble por su nacimiento querría sobreponerse a todos los que
sólo tienen en su apoyo la cualidad de hombres libres. La misma objeción se hace co-
ntra la aristocracia que se funda en la virtud, porque si tal ciudadano es superior en vir-
tud a todos los miembros del gobierno, muy apreciables por otra parte, el mismo princi-
pio obligaría a conferirle la soberanía. También cabe la misma objeción contra la sobe-
ranía de la multitud, fundada en la superioridad de su fuerza relativamente a la minoría,
porque si por casualidad un individuo o algunos individuos, aunque menos numerosos
que la mayoría, son más fuertes que ella, le pertenecería la soberanía antes que a la
multitud. Todo esto parece demostrar claramente que no hay completa justicia en nin-
guna de las prerrogativas a cuya sombra reclama cada cual el poder para sí y la servi-
dumbre para los demás. A las pretensiones de los que reivindican la autoridad fundán-
dose en su mérito o en su fortuna, la multitud podría oponer excelentes razones. Es
posible, en efecto, que sea ésta más rica y más virtuosa que la minoría, no individual-
mente, pero sí en masa. Esto mismo responde a una objeción que se aduce y se repite
con frecuencia como muy grave. Se pregunta si en el caso que hemos supuesto el le-
gislador que quiere dictar leyes perfectamente justas debe tener en cuenta, al hacerlo,
el interés de la multitud o el de los ciudadanos distinguidos. La justicia en este caso es
la igualdad, y esta igualdad de la justicia se refiere tanto al interés general del Estado
como al interés individual de los ciudadanos. Ahora bien, el ciudadano en general es el
individuo que tiene participación en la autoridad y en la obediencia pública, siendo por
otra parte la condición del ciudadano variable, según la constitución; y en la república
perfecta es el individuo que puede y quiere libremente obedecer y gobernar sucesiva-
mente de conformidad con los preceptos de la virtud.

CAPÍTULO VIII

CONCLUSIÓN DE LA TEORÍA DE LA SOBERANÍA

Si hay en el Estado un individuo, o, si se quiere, muchos, pero demasiado pocos, sin


embargo, para formar por sí solos una ciudad, que tengan tal superioridad de mérito,
que el de todos los demás ciudadanos no pueda competir con el suyo, siendo la influen-
cia política de este individuo único o de estos individuos incomparablemente más fuerte,
semejantes hombres no pueden ser confundidos en la masa de la ciudad. Reducirlos a
la igualdad común, cuando su mérito y su importancia política los deja tan completa-
mente fuera de toda comparación, es hacerles una injuria, porque tales personajes bien
puede decirse que son dioses entre los hombres. Esta es una nueva prueba de que la
legislación necesariamente debe recaer sobre individuos iguales por su nacimiento y
por sus facultades. Pero la ley no se ha hecho para estos seres superiores, sino que
ellos mismos son la ley. Sería ridículo intentar someterlos a la constitución, porque po-
drían responder lo que, según Antístenes, respondieron los leones al decreto dado por
la asamblea de las liebres sobre la igualdad general de los animales18. Este es también
el origen del ostracismo en los Estados democráticos, que más que ningún otro son
celosos de que se conserve la igualdad. Tan pronto como un ciudadano parecía elevar-
se por cima de todos los demás a causa de su riqueza, por lo numeroso de sus partida-
rios, o por cualquiera otra condición política, el ostracismo le condenaba a un destierro
más o menos largo. En la mitología, los argonautas no tuvieron otro motivo para aban-
donar a Hércules. Argos declara que no quiere llevarle a bordo, porque pesaba mucho
más que el resto de sus compañeros. Y así no ha habido razón para censurar en abso-
luto la tiranía de Trasíbulo y el consejo que Periandro le dio. No se le ocurrió a éste dar
otra respuesta al enviado que fue a pedirle consejo que igualar cierto número de espi-
gas, cortando las que sobresalían en el manojo. El mensajero no comprendió nada de lo
que esto significaba, pero Trasíbulo, cuando lo supo, entendió perfectamente que debía
deshacerse de los ciudadanos poderosos.
Este expediente no es útil solamente a los tiranos, y así no son los únicos que de él se
aprovechan. Con igual éxito se emplea en las oligarquías y en las democracias. El os-
tracismo en éstas produce los mismos resultados, poniendo coto por medio del destierro
al poder de los personajes a él condenados. Cuando es posible, se aplica este principio
político a Estados y pueblos enteros. Puede verse la conducta que observaron los ate-
nienses respecto de los samios, los chiotas y los lesbios; apenas afirmaron aquéllos su
poder, tuvieron buen cuidado de debilitar a sus súbditos, a pesar de todos los tratados.
El rey de los persas ha castigado más de una vez a los medos, a los babilonios y a
otros pueblos demasiado ensoberbecidos con los recuerdos de su antigua dominación.
18. «Sería preciso, dijeron los leones, que pudierais sostener semejante pretensión
con uñas y dientes como los que nosotros tenemos.»

Esta cuestión interesa a todos los gobiernos, sin exceptuar ninguno, ni aun los bue-
nos. Los gobiernos corruptos emplean estos medios movidos por un interés particular;
pero no se emplean menos en los gobiernos que se guían por el interés general. Se
puede poner más claro este razonamiento por medio de una comparación tomada de
las otras ciencias y artes. El pintor no dejará en su cuadro un pie que no guarde propor-
ción con las otras partes de la figura, aun cuando este pie fuese mucho más bello que el
resto; el carpintero de marina no pondrá una proa u otra parte de la nave, si es despro-
porcionada; y el maestro de canto no admitirá en un concierto una voz más fuerte y más
hermosa que todas las que forman el resto del coro. Así que no es imposible que los
monarcas en este punto estén de acuerdo con los Estados que rigen, si realmente no
apelan a este expediente sino cuando la conservación de su propio poder interesa al
Estado.
Y así los principios del ostracismo, aplicados a las superioridades bien reconocidas,
no carecen por completo de toda equidad política. Es, ciertamente, preferible que la
ciudad, gracias a las instituciones primitivamente establecidas por el legislador, pueda
excusar este remedio; pero si el legislador recibe por segunda mano el timón del Esta-
do, puede, en caso de necesidad, apelar a este medio de reforma. Por lo demás, no han
sido estos los móviles que hasta ahora han motivado tal medida; en el ostracismo no se
ha tenido en cuenta el verdadero interés de la república, sino que se ha mirado simple-
mente como un arma de partido.
En los gobiernos corruptos, como el ostracismo sirve a un interés particular, es por es-
to mismo evidentemente justo; pero también es no menos evidente que no es de una
justicia absoluta. En la ciudad perfecta, la cuestión es mucho más difícil. La superioridad
en cualquier concepto que no sean el mérito, la riqueza o la influencia, no puede causar
embarazo; pero ¿qué puede hacerse contra la superioridad de la virtud? Ciertamente no
se dirá que es preciso desterrar o expulsar al ciudadano que se distingue en este res-
pecto. Tampoco se pretenderá que es preciso reducirle a la obediencia; porque esto
sería dar un jefe al mismo Júpiter. El único camino que naturalmente deben, al parecer,
seguir todos los ciudadanos, es el de someterse de buen grado a este grande hombre y
tomarle por rey mientras viva.

CAPÍTULO IX

TEORÍA DEL REINADO

Las consideraciones que preceden nos conducen directamente al estudio del reinado,
que hemos clasificado entre los buenos gobiernos. ¿La ciudad o el Estado bien consti-
tuido debe, en interés suyo, ser gobernado por un rey? ¿No existe un gobierno preferi-
ble a éste, que si es útil a algunos pueblos, no puede serlo a otros muchos? Tales son
las cuestiones que vamos a examinar. Pero indaguemos, ante todo, si el reinado es
simple o si es de muchas y diferentes especies. Es fácil reconocer que es múltiple, y
que sus atribuciones no son idénticas en todos los Estados. Así, el reinado en el gobier-
no de Esparta parece ser el más legal, pero no constituye un señorío absoluto. El rey
dispone soberanamente sólo en dos cosas: en los negocios militares, que dirige cuando
está fuera del territorio nacional, y en los asuntos religiosos. El reinado, comprendido de
esta manera, no es verdaderamente más que un generalato inamovible, investido de
poderes extraordinarios. No tiene el derecho de vida y muerte, sino en un solo caso,
exceptuado también entre los antiguos: en las expediciones militares, en el ardor del
combate. Homero nos lo dice: Agamenón, cuando delibera, deja pacientemente que le
insulten; pero cuando marcha al enemigo, su poder llega hasta tener el derecho de ma-
tar, y exclama:

Al que entonces encuentro cerca de mis naves,


le arrojo, le echo a los perros y a las aves de rapiña;
porque tengo el derecho de matar... 19.

19. Ilíada, cap. II, v. 301, y cap. XV. El verso último no se encuentra en los poemas de
Homero.

Esta primera especie de reinado no es más que un generalato vitalicio; puede ser así
hereditario como electivo.
Después de esta, debo hablar de una segunda especie de reinado, que encontramos
establecido en algunos pueblos bárbaros; y que, en general, tiene, poco más o menos,
los mismos poderes que la tiranía, bien sea aquél legítimo y hereditario. Hay pueblos
que, arrastrados por una tendencia natural a la servidumbre, inclinación mucho más
pronunciada entre los bárbaros que entre los griegos, más entre los asiáticos que entre
los europeos, soportan el yugo del despotismo sin pena y sin murmurar; y he aquí por
qué los reinados que pesan sobre estos pueblos son tiránicos, si bien descansan, por
otra parte, sobre las sólidas bases de la ley y de la sucesión hereditaria. He aquí tam-
bién por qué la guardia que rodea a estos reyes es verdaderamente real, y no como la
guardia que tienen los tiranos. Son ciudadanos armados los que velan por la seguridad
de un rey; mientras que el tirano sólo confía la suya a extranjeros; y esto consiste en
que en el primer caso la obediencia es legal y voluntaria, y en el segundo, forzosa. Los
unos tienen una guardia de ciudadanos; los otros una guardia contra los ciudadanos.
Después de estas dos especies de monarquías viene una tercera, de la que encon-
tramos ejemplos entre los antiguos griegos, y que se llama esimenetia20. Es, a decir
verdad, una tiranía electiva, distinguiéndose del reinado bárbaro, no en que no es legal,
sino sólo en que no es hereditaria. Los esimenetas recibían el poder unas veces por
vida, y otras por un tiempo dado o hasta un hecho determinado. Así es cómo Mitilene
eligió a Pítaco21 para rechazar a los desterrados que mandaban Antiménides y Alceo, el
poeta. El mismo Alceo nos dice en uno de sus Escolios que Pítaco fue elevado a la tira-
nía, y echa en cara a sus conciudadanos el haberse valido de un Pítaco, enemigo de su
país, para convertirle en tirano de esta ciudad, que no siente el peso de sus males, ni el
peso de su deshonra, y que, al parecer, no se cansa de tributar alabanzas a su asesino.
Los esimenetas antiguos o actuales tienen del despotismo el poder tiránico que se pone
en sus manos, y del reinado la elección libre que los crea.
20. Dionisio de Halicarnaso compara los arminetes con los dos dictadores romanos.
21. Pítaco, tirano de Mitilene hacia el año 600 a. de J. C., y uno de los siete sabios de
Grecia.

Una cuarta especie de reinado es la de los tiempos heroicos, consentida por los ciu-
dadanos y hereditaria por la ley. Los fundadores de estas monarquías, que tanto bien
hicieron a los pueblos, enseñándoles las artes o conduciéndolos a la victoria, reuniéndo-
los o conquistando para ellos terrenos y viviendas, fueron nombrados reyes por recono-
cimiento, y transmitieron el poder a sus hijos. Estos reyes tenían el mando supremo en
la guerra y hacían todos los sacrificios que no requerían el ministerio de los pontífices, y
además de tener estas dos prerrogativas, eran jueces soberanos en todas las causas,
ya sin prestar juramento, ya dando esta garantía. La fórmula del juramento consistía en
levantar el cetro en alto22. En tiempos más remotos el poder de estos reyes abrazaba
todos los negocios políticos, interiores y exteriores, sin excepción; pero, andando el
tiempo, sea por el abandono voluntario de los reyes, sea por las exigencias de los pue-
blos, este reinado se vio reducido casi en todas partes a la presidencia de los sacrifi-
cios, y en los puntos donde mereció llevar todavía este nombre sólo conservó el mando
de los ejércitos fuera del territorio del Estado.
Hemos reconocido cuatro clases de reinado: uno, el de los tiempos heroicos, libre-
mente consentido, pero limitado a las funciones de general, de juez y de pontífice; el
segundo, el de los bárbaros, despótico y hereditario por ministerio de la ley; el tercero,
el que se llama esimenetia, y que es una tiranía electiva; el cuarto, en fin, el de Esparta,
que, propiamente hablando, no es más que un generalato perpetuamente vinculado en
una raza. Estos cuatro reinados son suficientemente distintos entre sí. Hay un quinto
reinado, en el que un solo jefe dispone de todo, en la misma forma que en otros puntos
dispone el cuerpo de la nación, el Estado, de la cosa pública. Este reinado tiene gran-
des relaciones con el poder doméstico, y así como la autoridad del padre es una espe-
cie de reinado en la familia, así el reinado de que aquí hablamos es una administración
de familia, aplicada a una ciudad, a una o muchas naciones.
22. Ilíada, cap. VII, v. 412, y cap. X, v. 321.

CAPÍTULO X

CONTINUACIÓN DE LA TEORÍA DEL REINADO

Nosotros realmente sólo debemos considerar dos formas de reinado: la quinta, de que
acabamos de hablar, y el reinado de Lacedemonia. Los otros están comprendidos entre
estos dos extremos, y son, o más limitados en su poder que la monarquía absoluta, o
más extensos que el reinado de Esparta. Nos circunscribimos a los dos puntos siguien-
tes: primero si es útil o funesto al Estado tener un general perpetuo, ya sea hereditario o
electivo; segundo, si es útil o funesto al Estado tener un dueño absoluto.
La cuestión de un generalato de este género es asunto propio de leyes reglamentarias
más bien que de la constitución, puesto que todas las constituciones podrían admitirlo
igualmente. Y así no me detendré en el reinado de Esparta.
En cuanto a la otra clase de reinado, forma una especie de constitución aparte, y voy
a ocuparme de él especialmente y tratar todas las cuestiones a que puede dar lugar.
El primer punto que en esta indagación importa saber es si es preferible poner el po-
der en manos de un individuo virtuoso o encomendarlo a buenas leyes. Los partidarios
del reinado, que lo consideran tan beneficioso, sostendrán, sin duda alguna, que la ley,
al disponer sólo de una manera general, no puede prever todos los casos accidentales,
y que es irracional querer someter una ciencia, cualquiera que ella sea, al imperio de
una letra muerta, como aquella ley de Egipto que no permite a los médicos obrar antes
del cuarto día de enfermedad, exigiéndoles la responsabilidad si lo hacen cuando este
término no ha pasado aún. Luego, evidentemente, la letra y la ley no pueden por estas
mismas razones constituir jamás un buen gobierno. Pero esta forma de resoluciones
generales es una necesidad para todos los que gobiernan, y su uso es, en verdad, más
acertado en una naturaleza exenta de pasiones que en la que está esencialmente so-
metida a ellas. La ley es impasible, mientras que toda alma humana es, por el contrario,
necesariamente apasionada. Pero el monarca, se dice, será más apto que la ley para
resolver en casos particulares. Entonces se admite, evidentemente, que al mismo tiem-
po que él es legislador, hay también leyes que cesan de ser soberanas en los puntos
que callan, pero que lo son en los puntos de que hablan. En todos los casos en que la
ley no puede decidir o no puede hacerlo equitativamente, ¿debe someterse el punto a la
autoridad de un individuo superior a todos los demás, o a la de la mayoría? De hecho,
hoy la mayoría juzga, delibera, elige en las asambleas públicas, y todos sus decretos
recaen sobre casos particulares. Cada uno de sus miembros, considerado aparte, es
inferior, quizá, si se le compara con el individuo de que acabo de hablar; pero el Estado
se compone precisamente de esta mayoría, y una comida en que cada cual lleva su
parte es siempre más completa que la que pudiera dar por sí solo uno de los convida-
dos. Por esta razón, la multitud, en la mayor parte de los casos, juzga mejor que un in-
dividuo, cualquiera que él sea. Además, una cosa en gran cantidad es siempre menos
corruptible, como se ve, por ejemplo, en una masa de agua, y la mayoría, por la misma
razón, es mucho menos fácil de corromper que la minoría. Cuando el individuo está
dominado por la cólera o cualquiera otra pasión, su juicio necesariamente se falsea,
pero sería prodigiosamente difícil que en un caso igual toda la mayoría se enfureciese o
se engañase. Supóngase, por otra parte, una multitud de hombres libres, que no se
separan de la ley sino en aquello en que la ley es necesariamente deficiente. Aunque no
sea cosa fácil en una masa numerosa, puedo suponer, sin embargo, que la mayoría de
ella se compone de hombres virtuosos, como individuos y como ciudadanos; y pregunto
entonces: ¿un solo hombre será más incorruptible que esta mayoría numerosa, pero
proba? ¿No está la ventaja, evidentemente, de parte de la mayoría? Pero se dice: la
mayoría puede amotinarse, y un hombre solo no puede hacerlo. Mas se olvida que
hemos supuesto en todos los miembros de la mayoría tanta virtud como en este indivi-
duo único. Por consiguiente, si se llama aristocracia al gobierno de muchos ciudadanos
virtuosos, y reinado al de uno solo, la aristocracia será ciertamente para estos Estados
muy preferible al reinado, ya sea absoluto su poder, ya no lo sea, con tal que se com-
ponga de individuos que sean tan virtuosos los unos como los otros. Si nuestros ante-
pasados se sometieron a los reyes, sería, quizá, porque entonces era muy difícil encon-
trar hombres eminentes, sobre todo en Estados tan pequeños como los de aquel tiem-
po; o acaso no admitieron a los reyes sino por puro reconocimiento, gratitud que hace
honor a nuestros padres. Pero cuando el Estado tuvo muchos ciudadanos de un mérito
igualmente distinguido, no pudo tolerarse ya el reinado; se buscó una forma de gobierno
en que la autoridad pudiese ser común, y se estableció la república. La corrupción pro-
dujo dilapidaciones públicas, y dio lugar, muy probablemente, como resultado de la in-
debida estimación dada al dinero, a las oligarquías. Éstas se convirtieron muy luego en
tiranías, como las tiranías se convirtieron luego en demagogias. La vergonzosa codicia
de los gobernantes, que tendía sin cesar a limitar su número, dio tanta . fuerza a las
masas, que pudieron bien pronto sacudir la opresión y hacerse cargo del poder ellas
mismas. Más tarde, el crecimiento de los Estados no permitió adoptar otra forma de
gobierno que la democracia.
Pero nosotros preguntaremos a los que alaban la excelencia del reinado: ¿cuál debe
ser la suerte de los hijos de los reyes? ¿Es que quizá también ellos habrán de reinar?
Ciertamente, si han de ser tales como muchos que se han visto, semejante sucesión
hereditaria será bien funesta23. Pero el rey, se dirá, será árbitro de no transmitir el reina-
do a su raza. En este caso, graves peligros tiene esta confianza, porque la posición es
muy resbaladiza, y semejante desinterés exigiría un heroísmo de que no es capaz el
corazón humano. También preguntaremos si, para ejercer su poder, el rey que pretende
dominar debe tener a su disposición una fuerza armada, capaz de contrarrestar y some-
ter a los rebeldes; o, en otro caso, cómo podrá mantener su autoridad. Suponiendo que
reine con arreglo a las leyes, y que no las sustituya nunca con su arbitrio personal, aun
así será preciso que disponga de cierta fuerza para proteger las mismas leyes. Es cierto
que, tratándose de un rey tan perfectamente ajustado a la ley, la cuestión se resuelve
bien pronto: debe tener, en verdad, una fuerza armada; y esta fuerza debe calcularse de
suerte que sea el rey más poderoso que cada ciudadano en particular o que cierto nú-
mero de ciudadanos reunidos; y también de manera que sea él más débil que todos
juntos. En esta proporción nuestros mayores arreglaban las guardias que concedían, al
poner el Estado en manos de un jefe que llamaban esimeneta o tirano. Partiendo de
esta base también, cuando Dionisio pidió guardias, un siracusano aconsejó en la asam-
blea del pueblo que se le concedieran.
23. Véase el libro VIII, cap. VIII.

CAPÍTULO XI

CONCLUSIÓN DE LA TEORÍA DEL REINADO

La materia nos conduce ahora a tratar del reinado en que el monarca puede hacer to-
do lo que le plazca, y que vamos a estudiar aquí. Ninguno de los reinados que se lla-
man legales constituye, repito, una especie particular de gobierno, puesto que se puede
establecer dondequiera un generalato inamovible, en la democracia lo mismo que en la
aristocracia. Muchas veces el gobierno militar está confiado a un solo individuo, y hay
una magistratura de este género en Epidamno y en Opunto24, donde, sin embargo, los
poderes del jefe supremo son menos extensos. En cuanto a lo que se llama reinado
absoluto25, es decir, aquel en que un solo hombre reina soberanamente como bien le
parece, muchos sostienen que la naturaleza misma de las cosas rechaza este poder de
uno solo sobre todos los ciudadanos, puesto que el Estado no es más que una asocia-
ción de seres iguales, y que entre seres naturales iguales las prerrogativas y los dere-
chos deben ser necesariamente idénticos. Si es en el orden físico perjudicial dar alimen-
to igual y vestidos iguales a hombres de constitución y estatura diferentes, la analogía
no es menos patente cuando se trata de los derechos políticos; y, a la inversa, la des-
igualdad entre iguales no es menos irracional.
24. Opunto, ciudad de la Lócrida.
25. Juliano, siendo emperador y señor absoluto del imperio romano, acordandose de
que era filósofo, aprueba este pasaje.

Es, por tanto, justo que la participación en el poder y en la obediencia sea para todos
perfectamente igual y alternativa; porque esto es, precisamente, lo que procura hacer la
ley, y la ley es la constitución. Es preciso preferir la soberanía de la ley a la de uno de
los ciudadanos; y por este mismo principio, si el poder debe ponerse en manos de mu-
chos, sólo se les debe hacer guardianes y servidores de la ley; porque si la existencia
de las magistraturas es cosa indispensable, es una injusticia patente dar una magistra-
tura suprema a un solo hombre, con exclusión de todos los que valen tanto como él.
A pesar de lo que se ha dicho, allí donde la ley es impotente, un individuo no podrá
nunca más que ella; una ley que ha sabido enseñar convenientemente a los magistra-
dos puede muy bien dejar a su buen sentido y a su justificación el arreglar y juzgar to-
dos los casos en que ella guarda silencio. Más aún; les concede el derecho de corregir
todos los defectos que tenga, cuando la experiencia ha hecho ver que admite una mejo-
ra posible. Por tanto, cuando se reclama la soberanía de la ley se pide que la razón re-
ine a la par que las leyes; pero pedir la soberanía para un rey es hacer soberanos al
hombre y a la bestia; porque los atractivos del instinto y las pasiones del corazón co-
rrompen a los hombres cuando están en el poder, hasta a los mejores; la ley, por el con-
trario, es la inteligencia sin las ciegas pasiones. El ejemplo tomado más arriba de las
ciencias no parece concluyente; es peligroso atenerse en medicina a los preceptos es-
critos, y vale más confiar en los hombres prácticos. El médico nunca se verá arrastrado
por la amistad a prescribir un tratamiento irracional; a lo más, tendrá en cuenta los
honorarios que le ha de valer la curación. En política, por lo contrario, la corrupción y el
favor ejercen muy poderosamente un funesto influjo. Sólo cuando se sospecha que el
médico se ha dejado ganar por los enemigos para atentar a la vida del enfermo, se acu-
de a los preceptos escritos. Más aún, el médico enfermo llama para curarse a otros mé-
dicos, y el gimnasta muestra su fuerza en presencia de otros gimnastas; creyendo unos
y otros que juzgarían mal si fuesen jueces en causa propia, por no poder ser desintere-
sados. Luego, evidentemente, cuando sólo se aspira a obtener la justicia es preciso
optar por un término medio, y este término medio es la ley. Por otra parte, hay leyes
fundadas en las costumbres que son mucho más poderosas e importantes que las leyes
escritas; y, si es posible que se encuentren en la voluntad de un monarca más garantías
que en la ley escrita, seguramente se encontrarán menos que en estas leyes, cuya
fuerza descansa por completo en las costumbres. Pero un solo hombre no puede verlo
todo con sus propios ojos; será preciso que delegue su poder en numerosos funciona-
rios inferiores, y entonces, ¿no es más conveniente establecer esta repartición del po-
der desde el principio que dejarlo a la voluntad de un solo individuo? Además, queda
siempre en pie la objeción que precedentemente hemos hecho: si el hombre virtuoso
merece el poder a causa de su superioridad, dos hombres virtuosos lo merecerán más
aún. Así dice el poeta:

Dos bravos compañeros, cuando marchan juntos... 26,

súplica que hace Agamenón cuando pide al cielo

Tener diez consejeros sabios como Néstor27.

Pero hoy, se dirá, en algunos Estados hay magistrados encargados de fallar sobera-
namente, como lo hace el juez, en los casos que la ley no puede prever, prueba de que
no se cree que la ley sea el soberano y el juez más perfecto, por más que se reconozca
su omnipotencia en los puntos que ella decide28; pero precisamente por lo mismo que la
ley sólo puede abrazar ciertas cosas dejando fuera otras, se duda de su excelencia y se
pregunta si, en igualdad de circunstancias, no es preferible sustituir su soberanía con la
de un individuo, puesto que disponer legislativamente sobre asuntos que exigen delibe-
ración especial es una cosa completamente imposible. No se niega que en tales casos
sea preciso someterse al juicio de los hombres: lo que se niega únicamente es que de-
ba preferirse un solo individuo a muchos, por que cada uno de los magistrados, aunque
sea aislado, puede, guiado por la ley que ha estudiado, juzgar muy equitativamente.
Pero podría parecer absurdo el sostener que un hombre que para formar juicio sólo tie-
ne dos ojos y dos oídos, y para obrar dos pies y dos manos, pueda hacerlo mejor que
una reunión de individuos con órganos mucho más numerosos. En el estado actual, los
monarcas mismos se ven precisados a multiplicar sus ojos, sus oídos, sus manos y sus
pies, repartiendo la autoridad con los amigos del poder y con sus amigos personales. Si
estos agentes no son amigos del monarca no obrarán conforme a las intenciones de
éste; y si son sus amigos, obrarán, por el contrario, en bien de su interés y del de su
autoridad. Ahora bien, la amistad supone necesariamente semejanza, igualdad; y el rey,
al permitir que sus amigos compartan su poder, viene a admitir al mismo tiempo que el
poder debe ser igual entre iguales.
26. Ilíada, cap. X, v. 224.
27. Ilíada, cap. II, v. 372.
28. A Platón le parece la ley inferior a un legislador ilustrado.

Tales son, sobre poco más o menos, las objeciones que se hacen al reinado.
Unas son perfectamente fundadas, mientras que otras lo son quizá menos. El poder
del señor, así como el reinado o cualquier otro poder político justo y útil, es conforme
con la naturaleza, mientras que no lo es la tiranía, y todas las formas corruptas de go-
bierno son igualmente contrarias a las leyes naturales. Lo que hemos dicho prueba que,
entre individuos iguales y semejantes, el poder absoluto de un solo hombre no es útil ni
justo, siendo del todo indiferente que este hombre sea, por otra parte, como la ley viva
en medio de la carencia de leyes o en presencia de ellas, o que mande a súbditos tan
virtuosos o tan depravados como él, o, en fin, que sea completamente superior a ellos
por su mérito. Sólo exceptúo un caso que voy a decir, y que ya he indicado antes.
Fijemos ante todo lo que significan para un pueblo los epítetos de monárquico, aristo-
crático y republicano. Un pueblo monárquico es aquel que naturalmente puede soportar
la autoridad de una familia dotada de todas las virtudes superiores que exige la domina-
ción política. Un pueblo aristocrático es aquel que, teniendo las cualidades necesarias
para tener la constitución política que conviene a hombres libres, puede naturalmente
soportar la autoridad de ciertos jefes llamados por su mérito a gobernar. Un pueblo re-
publicano es aquel en que por naturaleza todo el mundo es guerrero, y sabe igualmente
obedecer y mandar a la sombra de una ley que asegura a la clase pobre la parte de
poder que debe corresponderle.
Así, pues, cuando toda una raza, o aunque sea un individuo cualquiera, sobresale
mostrando una virtud de tal manera superior que sobrepuje a la virtud de todos los de-
más ciudadanos juntos, entonces es justo que esta raza sea elevada al reinado, al su-
premo poder, y que este individuo sea proclamado rey. Esto, repito, es justo, no sólo
porque así lo reconozcan los fundadores de las constituciones aristocráticas, oligárqui-
cas y también democráticas, que unánimemente han admitido los derechos de la supe-
rioridad, aunque estén en desacuerdo acerca de la naturaleza de esta superioridad, sino
también por las razones que hemos expuesto anteriormente. No es equitativo matar o
proscribir mediante el ostracismo a un personaje semejante, ni tampoco someterlo al
nivel común, porque la parte no debe sobreponerse al todo, y el todo, en este caso, es
precisamente esta virtud tan superior a todas las demás. No queda otra cosa que hacer
que obedecer a este hombre y reconocer en él un poder, no alternativo, sino perpetuo.
Pongamos aquí fin al estudio del reinado, después de haber expuesto sus diversas
especies, sus ventajas y sus peligros, según los pueblos a que se aplica, y después de
haber estudiado las formas que reviste.

CAPÍTULO XII

DEL GOBIERNO PERFECTO O DE LA ARISTOCRACIA

De las tres constituciones que hemos reconocido como buenas, la mejor debe ser ne-
cesariamente la que tenga mejores jefes. Tal es el Estado en que se encuentra por for-
tuna una gran superioridad de virtud, ya pertenezca a un solo individuo con exclusión de
los demás, ya a una raza entera, ya a la multitud, y en el que los unos sepan obedecer
tan bien como los otros mandar, movidos siempre por un fin noble. Se ha demostrado
precedentemente que en el gobierno perfecto la virtud privada era idéntica a la virtud
política; siendo no menos evidente que con los mismos medios y las mismas virtudes
que constituyen al hombre de bien se puede constituir igualmente un Estado, aristocrá-
tico o monárquico; de donde se sigue que la educación y las costumbres que forman al
hombre virtuoso son sobre poco más o menos las mismas que forman al ciudadano de
una república o al jefe de un reinado.
Sentado esto, veamos de tratar de la república perfecta, de su naturaleza, y de los
medios de establecerla. Cuando se la quiere estudiar con todo el cuidado que merece,
es preciso... 29.
29. En ninguna de las tres ediciones que tenemos a la vista, la de Basilea, la de Lyón
y la de París, de Ginés Sepúlveda, se halla la frase «cuando se la quiere», que pone en
su traducción M. Barthélemy Saint-Hilaire; y en ninguna aparece este capítulo indepen-
diente, sino que va unido al que le precede. Ginés Sepúlveda termina así el capítulo: de
hac enim hoc in loco necesse est ut res poscit disputare, que si bien no es la misma
frase de M. Saint-Hilaire, se halla en ella implícitamente el pensamiento.

LIBRO CUARTO1

TEORÍA GENERAL DE LA CIUDAD PERFECTA

CAPÍTULO I

DE LA VIDA PERFECTA

Cuando se quiere estudiar la cuestión de la república perfecta con todo el cuidado que
reclama, importa precisar en primer lugar cuál es el género de vida que merece sobre
todo nuestra preferencia. Si se ignora esto, necesariamente se habrá de ignorar cuál es
el gobierno por excelencia, porque es natural que un gobierno perfecto procure a los
ciudadanos a él sometidos, en el curso ordinario de las cosas, el goce de la más perfec-
ta felicidad, compatible con su condición. Y así, convengamos ante todo en cuál es el
género de vida preferible para todos los hombres en general, y después veremos si es
el mismo o diferente para la totalidad que para el individuo. Como creemos haber de-
mostrado suficientemente en nuestras obras exotéricas lo que es la vida más perfecta,
aquí no haremos más que aplicar el principio allí sentado. Un primer punto, que nadie
puede negar, porque es absolutamente verdadero, es que los bienes que el hombre
puede gozar se dividen en tres clases: bienes que están fuera de su persona, bienes del
cuerpo y bienes del alma; consistiendo la felicidad en la reunión de todos ellos. No hay
nadie que pueda considerar feliz a un hombre que carezca de prudencia, justicia, forta-
leza y templanza, que tiemble al ver volar una mosca, que se entregue sin reserva a sus
apetitos groseros de comer y beber, que esté dispuesto, por la cuarta parte de un óbolo,
a vender a sus más queridos amigos y que, no menos degradado en punto a conoci-
miento, fuera tan irracional y tan crédulo como un niño o un insensato. Cuando se pre-
sentan estos puntos en esta forma, se conviene en ellos sin dificultad. Pero en la prácti-
ca no hay esta conformidad, ni sobre la medida, ni sobre el valor relativo de estos bie-
nes. Se considera uno siempre con bastante virtud, por poca que tenga; pero tratándose
de riqueza, fortuna, poder, reputación y todos los demás bienes de este género, no en-
contramos límites que ponerles, cualquiera que sea la cantidad en que los poseamos.
1. Generalmente colocado el séptimo.

A los hombres insaciables les diremos que deberían, sin dificultad, convencerse en
esta ocasión, en vista de los mismos hechos, de que, lejos de adquirirse y conservarse
las virtudes mediante los bienes exteriores, son, por el contrario, adquiridos y conserva-
dos éstos mediante aquéllas; que la felicidad, ya se la haga consistir en los goces, ya en
la virtud, o ya en ambas cosas a la vez, es patrimonio, sobre todo, de los corazones
más puros y de las más distinguidas inteligencias; y que está reservada a los hombres
poco llevados del amor a estos bienes que nos importan tan poco, más bien que a
aquellos que, poseyendo estos bienes exteriores en más cantidad que la necesaria,
son, sin embargo, tan pobres respecto de las verdaderas riquezas.
Independientemente de los hechos, la razón basta por sí sola para demostrar perfec-
tamente esto mismo. Los bienes exteriores tienen un límite como cualquier otro medio o
instrumento; y las cosas que se dicen útiles son precisamente aquellas cuya abundan-
cia nos embaraza inevitablemente, o no nos sirven verdaderamente para nada. Respec-
to a los bienes del alma, por el contrario, nos son útiles en razón de su abundancia, si
se puede hablar de utilidad tratándose de cosas que son, ante todo, esencialmente be-
llas. En general, es evidente que la perfección suprema de las cosas que se comparan
para conocer la superioridad de cada una respecto de la otra, está siempre en relación
directa con la distancia misma en que están entre sí estas cosas, cuyas cualidades es-
peciales estudiamos. Luego, si el alma, hablando de una manera absoluta y aun tam-
bién con relación a nosotros, es más preciosa que la riqueza y que el cuerpo, su perfec-
ción y la de éstos estarán en una relación análoga. Según las leyes de la naturaleza,
todos los bienes exteriores sólo son apetecibles en interés del alma, y los hombres pru-
dentes sólo deben desearlos para ella, mientras que el alma nunca debe ser considera-
da como medio respecto de estos bienes. Por tanto, estimaremos como punto perfec-
tamente sentado que la felicidad está siempre en proporción de la virtud y de la pruden-
cia, y de la sumisión a las leyes de éstas, y ponemos aquí por testigo de nuestras pala-
bras a Dios, cuya felicidad suprema no depende de los bienes exteriores, sino que resi-
de por entero en él mismo y en la esencia de su propia naturaleza. Además, la diferen-
cia entre la felicidad y la fortuna consiste necesariamente en que las circunstancias for-
tuitas y el azar pueden procurarnos los bienes que son exteriores al alma, mientras que
el hombre no es justo ni prudente por casualidad o por efecto del azar. Como conse-
cuencia de este principio y por las mismas razones, resulta que el Estado más perfecto
es al mismo tiempo el más dichoso y el más próspero. La felicidad no puede acompañar
nunca al vicio; así el Estado, como el hombre, no prosperan sino a condición de ser
virtuosos y prudentes; y el valor, la prudencia y la virtud se producen en el Estado con la
misma extensión y con las mismas formas que en el individuo; y por lo mismo que el
individuo las posee es por lo que se le llama justo, sabio y templado.
No daremos más extensión a estas ideas preliminares; era imposible que dejáramos
de tocar aquí este punto, si bien no es este el lugar propio para desarrollarlo todo lo
posible, pues toca a otro tratado. Hagamos constar tan sólo que el fin esencial de la
vida, así para el individuo aislado como para el Estado en general, es el alcanzar este
noble grado de virtud y hacer todo lo que ella ordena. En cuanto a las objeciones que
pueden oponerse a este principio, no responderemos a ellas en este momento, a reser-
va de examinarlas más tarde, si quedan todavía dudas después de que nos hayamos
explicado.

CAPÍTULO II

DE LA FELICIDAD CON RELACIÓN AL ESTADO

Nos queda por averiguar si la felicidad, respecto del Estado, está constituida por ele-
mentos idénticos o diversos que la de los individuos. Evidentemente, todos convienen
en que estos elementos son idénticos: si se hace consistir la felicidad del individuo en la
riqueza no se vacilará en declarar que el Estado es completamente dichoso tan pronto
como es rico; si se estima que para el individuo es la mayor felicidad el ejercer un poder
tiránico, el Estado será tanto más dichoso cuanto más vasta sea su dominación; si para
el hombre la felicidad suprema consiste en la virtud, el Estado más virtuoso será igual-
mente el más afortunado. Dos puntos llaman aquí principalmente nuestra atención. En
primer lugar, ¿debe preferir el individuo la vida política, la participación en los negocios
del Estado, a vivir completamente extraño a ella y libre de todo compromiso público? Y
en segundo, ¿qué constitución, qué sistema político, debe adoptarse con preferencia: el
que admite a todos los ciudadanos sin excepción a la gestión de sus negocios, o el que,
haciendo algunas excepciones, llama por lo menos a la mayoría? Esta última cuestión
interesa a la ciencia y a las teorías políticas, que no se cuidan de las conveniencias in-
dividuales; y como precisamente son consideraciones de este género las que aquí nos
ocupan, dejaremos aparte la segunda cuestión, para limitarnos a la primera, que consti-
tuirá el objeto especial de esta parte de nuestro tratado.
Por lo pronto, el Estado más perfecto es evidentemente aquel en que cada ciudadano,
sea el que sea, puede, merced a las leyes, practicar lo mejor posible la virtud y asegurar
mejor su felicidad. Aun concediendo que la virtud deba ser el fin capital de la vida, mu-
chos se preguntan si la vida política y activa vale más que una vida extraña a toda obli-
gación exterior y consagrada por entero a la meditación, única vida, según algunos, que
es digna del filósofo. Los partidarios más sinceros que ha contado la virtud, así en nues-
tros días como en tiempos pasados, han abrazado todos una u otra de estas ocupacio-
nes: la política o la filosofía. En este punto la verdad es de alta importancia, porque todo
individuo, si es prudente, y lo mismo todo Estado, adoptarán necesariamente el camino
que les parezca el mejor. Dominar sobre lo que nos rodea es a los ojos de algunos una
horrible injusticia, si el poder se ejerce despóticamente; y cuando el poder es legal, cesa
de ser injusto, pero se convierte en un obstáculo a la felicidad personal del que lo ejer-
ce. Según una opinión diametralmente opuesta y que tiene también sus partidarios, se
pretende que la vida práctica y política es la única que conviene al hombre, y que la
virtud, bajo todas sus formas, lo mismo es patrimonio de los particulares que de los que
dirigen los negocios generales de la sociedad. Los partidarios de esta opinión, y, por
tanto, adversarios de la otra, persisten y sostienen que no hay felicidad posible para el
Estado sino mediante la dominación y el despotismo; y, realmente, en algunos Estados
la constitución y las leyes van encaminadas por entero a hacer la conquista de los pue-
blos vecinos; y, si, en medio de esta confusión general que presentan casi en todas
partes los materiales legislativos, se ve en las leyes un fin único, no es otro que la do-
minación. Así en Lacedemonia y en Creta el sistema de la educación pública y la mayor
parte de las leyes no están hechos sino para la guerra. Todos los pueblos a quienes es
dado satisfacer su ambición hacen el mayor aprecio del valor guerrero, pudiendo citar-
se, por ejemplo, los persas, los escitas, los tracios, los celtas. Con frecuencia las mis-
mas leyes fomentan esta virtud. En Cartago, por ejemplo, se tiene a orgullo llevar en los
dedos tantos anillos como campañas se han hecho. En otro tiempo, en Macedonia la ley
condenaba al guerrero a llevar un cabestro si no había dado muerte a algún enemigo.
Entre los escitas, en ciertas comidas solemnes, corría la copa de mano en mano, pero
no podía ser tocada por el que no había muerto a alguno en el combate. En fin, los ibe-
ros, raza belicosa2, plantan sobre la tumba del guerrero tantas estacas de hierro como
enemigos ha inmolado. Aún podrían citarse en otros pueblos muchos usos de este gé-
nero, creados por las leyes o sancionados por las costumbres.
2. Que tenía fama de valerosa hasta entre los mismos romanos.

Basta reflexionar algunos instantes para encontrar extraño que un hombre de Estado
pueda nunca meditar la conquista y dominación de los pueblos vecinos, consientan
ellos o no en soportar el yugo. ¿Cómo el hombre político y el legislador habían de poder
ocuparse de una cosa que no es ni siquiera legítima? Buscar el poder por todos los me-
dios, no sólo justos, sino inicuos, es trastornar todas las leyes, porque el mismo triunfo
puede no ser justo. Las otras ciencias no nos presentan nada que se parezca a esto. El
médico y el piloto no piensan en persuadir ni en forzar, aquél a los enfermos que tiene
en cura, éste a los pasajeros que conduce. Pero se dirá que, generalmente, se confun-
de el poder político con el poder despótico del señor; y lo que no encuentra uno equita-
tivo ni bueno para sí mismo, quiere, sin ruborizarse, aplicarlo a otro; así se reclama re-
sueltamente la justicia para sí y se olvida por completo tratándose de los demás. Todo
despotismo es ilegítimo, excepto cuando el señor y el súbdito son tales respectivamente
por derecho natural; y si este principio es verdadero sólo debe quererse reinar como
dueño sobre seres destinados a estar sometidos a un señor, y no indistintamente sobre
todos; a la manera que para un festín o un sacrificio se va a la caza, no de hombres,
sino de animales que se pueden cazar a este fin, es decir, de animales salvajes y bue-
nos de comer. Pero un Estado, en verdad, si se descubriese el medio de aislarle de
todos los demás podría ser dichoso por sí mismo, con la sola condición de estar bien
administrado y de tener buenas leyes. En una ciudad semejante la constitución no aspi-
raría ni a la guerra, ni a la conquista, ideas que nadie debe ni siquiera suponer en ella.
Por tanto, es claro que las instituciones guerreras, por magníficas que ellas sean, no
deben ser el fin supremo del Estado, sino tan sólo un medio para que aquél se realice.
El verdadero legislador deberá proponerse tan sólo procurar a la ciudad toda, a los di-
versos individuos que la componen, y a todos los demás miembros de la asociación, la
parte de virtud y de bienestar que les pueda pertenecer, modificando, según los casos,
el sistema y las exigencias de sus leyes; y si el Estado tiene otros vecinos, la legislación
tendrá cuidado de prever las relaciones que convenga mantener y los deberes que deba
cumplir respecto de ellos. Esta materia se tratará más adelante como ella merece,
cuando determinemos el fin a que debe tender el gobierno perfecto.

CAPÍTULO III

DE LA VIDA POLÍTICA

Según hemos dicho, todos convienen en que lo que debe buscarse esencialmente en
la vida es la virtud; pero no se está de acuerdo en el empleo que debe darse a la vida.
Examinemos las dos opiniones contrarias. De un lado, se condenan todas las funciones
políticas y se sostiene que la vida de un hombre verdaderamente libre, a la cual se da
una gran preferencia, difiere completamente de la vida del hombre de Estado; y de otro,
se pone, por lo contrario, la vida política por cima de toda otra, porque el que no obra no
puede ejecutar actos de virtud, y la felicidad y las acciones virtuosas son cosas idénti-
cas. Estas opiniones son en parte verdaderas y en parte falsas. Que vale más vivir co-
mo un hombre libre que vivir como un señor de esclavos es muy cierto; el empleo de un
esclavo, en tanto que esclavo, no es cosa muy noble, y las órdenes de un señor, relati-
vas a los pormenores de la vida diaria no tienen nada de encantador. Pero es un error
creer que toda autoridad sea necesariamente la autoridad del señor. La que se ejerce
sobre hombres libres y la que se ejerce sobre esclavos no difieren menos que la natura-
leza del hombre libre y la naturaleza del esclavo, como ya hemos demostrado en el
principio de esta obra. Pero se incurre en una gran equivocación al preferir la inacción al
trabajo, porque la felicidad sólo se encuentra en la actividad, y los hombres justos y sa-
bios se proponen siempre en sus acciones fines tan numerosos como dignos.
Mas podría decirse, partiendo de estos mismos principios: «un poder absoluto es el
mayor de los bienes, puesto que capacita para multiplicar cuanto se quiera las buenas
acciones. Así, siempre que pueda uno hacerse dueño del poder, es necesario que no lo
deje ir a otras manos, y en caso necesario es preciso arrancarlo de ellas. Las relaciones
que nacen de la filiación, de la paternidad, de la amistad, todo debe echarse a un lado,
todo debe ser sacrificado, porque es preciso apoderarse a todo trance del bien supremo
y en este caso el bien supremo consiste en el éxito, en el triunfo». Esta objeción sería
verdadera cuando más si las expoliaciones y la violencia pudiesen procurar alguna vez
el bien supremo; pero como no es posible que nunca lo procuren, la hipótesis es radi-
calmente falsa. Para hacer grandes cosas, es preciso ser tan superior a sus semejantes
como lo es el hombre a la mujer, el padre a los hijos, el señor al esclavo; y el que ha
comenzado por violar las leyes de la virtud jamás podrá hacer tanto bien como mal ha
hecho primeramente. Entre criaturas semejantes no hay equidad, no hay justicia más
que en la reciprocidad, porque es la que constituye la semejanza y la igualdad. La des-
igualdad entre iguales y la disparidad entre pares son hechos contrarios a la naturaleza,
y nada de lo que es contra naturaleza puede ser bueno. Pero si hay un mortal que sea
superior por su mérito, y cuyas facultades omnipotentes le impulsen sin cesar en busca
del bien, éste es el que debe tomarse por guía, y al que es justo obedecer. Sin embar-
go, la virtud sola no basta; es preciso, además, poder para ponerla en acción. Luego, si
este principio es verdadero, y si la felicidad consiste en obrar bien, la actividad es para
el Estado todo, lo mismo que para los individuos en particular, el asunto capital de la
vida. No quiere decir esto que la vida activa deba, como se piensa generalmente, ser
por necesidad de relación con los demás hombres, y que los únicos pensamientos ver-
daderamente activos sean tan sólo los que proponen resultados positivos, como conse-
cuencia de la acción misma. Los pensamientos activos son más bien las reflexiones y
las meditaciones completamente personales, que no tienen otro objeto que su propio
estudio; obrar bien es un fin; y esta volición es ya casi una acción; la idea de actividad
se aplica, en primer término, al pensamiento ordenador que combina y dispone los ac-
tos exteriores. El aislamiento, hasta cuando es voluntario con todas las condiciones de
existencia que lleva tras sí, no impone necesariamente al Estado la inacción. Cada una
de las partes que componen la ciudad puede ser activa mediante las relaciones que
necesariamente y siempre tienen las unas con las otras. Otro tanto puede decirse de
todo individuo considerado separadamente, cualquiera que él sea; porque de otra ma-
nera resultaría que Dios y el mundo entero no existían, puesto que su acción no tiene
nada de exterior, sino que permanece concentrada en ellos mismos.
Y así, el fin supremo de la vida es necesariamente el mismo para el individuo que pa-
ra los hombres reunidos y para el Estado en general.

CAPÍTULO IV

DE LA EXTENSIÓN QUE DEBE TENER EL ESTADO


Después de los preliminares que acabamos de desenvolver y de las consideraciones
que hemos hecho sobre las diversas formas de gobierno, entraremos en lo que nos
resta por decir, indicando cuáles deben ser los principios necesarios y esenciales de un
gobierno formado a medida del deseo. Como este Estado perfecto no puede existir sin
las condiciones indispensables para su misma perfección, es lícito dárselas todas en
hipótesis, y tales como se quiera, con tal que no se vaya hasta lo imposible, por ejem-
plo, en cuanto al número de ciudadanos y a la extensión del territorio. Si el obrero en
general, el tejedor, el constructor de naves o cualquier otro artesano, debe antes de
comenzar el trabajo tener la materia primera, de cuyas buenas circunstancias y prepa-
ración depende tanto el mérito de la ejecución, es preciso dar también al hombre de
Estado y al legislador una materia especial, convenientemente preparada para sus tra-
bajos. Los primeros elementos que exige la ciencia política son los hombres en el nú-
mero y con las cualidades naturales que deben tener, y el suelo con la extensión y las
propiedades debidas.
Se cree vulgarmente que un Estado, para ser dichoso, debe ser vasto; y si este prin-
cipio es verdadero, los que lo proclaman ignoran ciertamente en qué consiste la exten-
sión o la pequeñez de un Estado; porque juzgan únicamente de ellas por el número de
sus habitantes y, sin embargo, es preciso mirar no tanto al número como al poder. Todo
Estado tiene una tarea que llenar; y será el más grande el que mejor la desempeñe. Y
así, yo puedo decir que Hipócrates3, no como hombre, sino como médico, es mucho
más grande que otro hombre de una estatura más elevada que la suya. Aun admitiendo
que sólo se debe mirar al número, sería preciso no confundir unos con otros los elemen-
tos que le forman. Bien que el Estado todo encierre necesariamente una multitud de
esclavos, de domiciliados, de extranjeros, sólo pueden tenerse en cuenta los miembros
mismos de la ciudad, los que la componen esencialmente; y el gran número de éstos es
la señal cierta de la grandeza del Estado. Una ciudad de la que saliesen una multitud de
artesanos y pocos guerreros no sería nunca un gran Estado, porque es preciso distin-
guir un gran Estado de un Estado populoso. Ahí están los hechos para probar que es
muy difícil, y quizá imposible, organizar una ciudad demasiado populosa4; y ninguna de
aquellas cuyas leyes han merecido tantas alabanzas ha tenido, como puede verse, una
excesiva población. El razonamiento viene en apoyo de la observación. La ley es la de-
terminación de cierto orden; las buenas leyes producen necesariamente el buen orden;
pero el orden no es posible tratándose de una gran multitud. El poder divino, que abraza
el universo entero, sería el único que podría en ese caso establecerlo. La belleza resulta
de ordinario de la armonía del número con la extensión; y la perfección para el Estado
consistirá necesariamente en reunir una justa extensión y un número conveniente de
ciudadanos. Pero la extensión de los Estados está sometida a ciertos límites, como
cualquiera otra cosa, como los animales, las plantas, los instrumentos. Cada cosa, para
poseer todas las propiedades que le son propias, no debe ser ni desmesuradamente
grande, ni desmesuradamente pequeña, porque, en tal caso, o ha perdido completa-
mente su naturaleza especial, o se ha pervertido. Una nave de una pulgada tendría tan-
to de nave como una de dos estadios; si tiene ciertas dimensiones, será completamente
inútil, ya sea por su extrema pequeñez, ya por su extrema magnitud. Lo mismo sucede
respecto de la ciudad: demasiado pequeña, no puede satisfacer sus necesidades, lo
cual es una condición esencial de la ciudad; demasiado extensa, se basta a sí misma,
pero no como ciudad, sino como nación, y ya casi no es posible en ella el gobierno. En
medio de esta inmensa multitud, ¿qué general puede hacerse oír? ¿Qué Esténtor podrá
servir de heraldo? Se entiende necesariamente formada la ciudad en el momento mis-
mo en que la masa políticamente asociada puede proveer a todas las necesidades de
su existencia. Más allá de este límite, la ciudad puede aún existir en más vasta escala,
pero esta progresión, lo repito, tiene sus límites. Los hechos mismos nos harán ver fá-
cilmente cuáles deben ser. En la ciudad los actos políticos son de dos especies: autori-
dad, obediencia. El magistrado manda y juzga. Para juzgar los negocios litigiosos y para
repartir las funciones según el mérito, es preciso que los ciudadanos se conozcan y se
aprecien mutuamente. Donde estas condiciones no existen, las elecciones y las senten-
cias jurídicas son necesariamente malas. Bajo estos dos conceptos, toda resolución
tomada a la ligera es funesta, y evidentemente no puede menos de serlo, recayendo
sobre una masa tan grande. Por otra parte, será muy fácil a los domiciliados y a los ex-
tranjeros usurpar el derecho de ciudad, y su fraude pasará desapercibido en medio de
la multitud reunida. Puede, pues, sentarse como una verdad que la justa proporción
para el cuerpo político5 consiste, evidentemente, en que tenga el mayor número posible
de ciudadanos que sean capaces de satisfacer las necesidades de su existencia; pero
no tan numerosos que puedan sustraerse a una fácil inspección o vigilancia. Tales son
nuestros principios sobre la existencia del Estado.
3. Este es uno de los más antiguos testimonios, además del de Platón en el Fedro,
que la Antigüedad nos ha dejado acerca de Hipócrates.
4. Dividida la Grecia en ciudades independientes y soberanas, no podía concebir có-
mo podría ser bien gobernado un Estado vasto y populoso, cuestión que el sistema re-
presentativo ha venido a resolver.
5. Esta solución general está tomada de Platón. Las Leyes, lib. V.

CAPÍTULO V

DEL TERRITORIO DEL ESTADO PERFECTO

Los principios que acabamos de indicar respecto a la población del Estado pueden,
hasta cierto punto, aplicarse al territorio. El más favorable, sin contradicción, es aquel
cuyas condiciones sean una mejor prenda de seguridad para la independencia del Es-
tado, porque precisamente el territorio es el que ha de suministrar toda clase de produc-
ciones. Poseer todo lo que se ha menester y no tener necesidad de nadie, he aquí la
verdadera independencia. La extensión y la fertilidad del territorio deben ser tales que
todos los ciudadanos puedan vivir tan desocupados como corresponde a hombres libres
y sobrios. Después examinaremos el valor de este principio con más precisión, cuando
tratemos, en general, de la propiedad, del bienestar y del uso que se debe hacer de la
fortuna, cuestiones muy controvertidas, porque los hombres incurren con frecuencia en
este punto en uno u otro de estos extremos: en una sórdida avaricia o en un lujo desen-
frenado.
Lo relativo a la configuración del territorio no ofrece ninguna dificultad. Los tácticos,
con cuyo dictamen debe contarse, exigen que sea de difícil acceso para el enemigo y
de salida cómoda para los ciudadanos. Añadamos que el territorio, lo mismo que la ma-
sa de sus habitantes, deben estar sometidos a una vigilancia fácil, y un terreno fácil de
observar no es menos fácil de defender. En cuanto al emplazamiento de la ciudad, si es
posible elegirlo, es preciso que sea bueno a la vez por mar y por tierra. La única condi-
ción que debe exigirse es que todos los puntos puedan prestarse mutuo auxilio, y que el
transporte de géneros, maderas y productos manufacturados del país sea fácil. Es
cuestión difícil la de saber si la vecindad del mar es ventajosa o funesta para la buena
organización del Estado. Este contacto con extranjeros, educados bajo leyes completa-
mente diferentes, es perjudicial al buen orden, y la población constituida por esta multi-
tud de mercaderes que van y vienen por mar es ciertamente muy numerosa y también
rebelde a toda disciplina política. Haciendo abstracción de estos inconvenientes, no hay
duda alguna de que, atendiendo a la seguridad y a la abundancia necesarias al Estado,
es muy conveniente a la ciudad y al resto del territorio preferir un emplazamiento a orilla
del mar. Se resiste mejor una agresión enemiga cuando se pueden recibir, a la vez, por
mar y por tierra auxilios de los aliados; y si no se puede batir a los sitiadores por ambos
puntos a un mismo tiempo, se puede hacer con más ventaja por uno de ellos, cuando
simultáneamente se pueden ocupar ambos.
El mar permite también satisfacer las necesidades de la ciudad, es decir, importar lo
que el país no produce y exportar las materias en que abunda. Pero la ciudad, al hacer
el comercio, sólo debe pensar en sí misma y jamás en los demás pueblos. El tráfico
mercantil de todas las naciones6 no tiene otro origen que la codicia, y el Estado, que
debe buscar en otra parte elementos para su riqueza, no debe entregarse jamás a se-
mejantes tráficos. Pero en algunos países y en algunos Estados la rada y el puerto
hecho por la naturaleza están maravillosamente situados con relación a la ciudad, la
cual, sin estar muy distante, aunque sí separada, domina el puerto con sus murallas y
fortificaciones. Gracias a esta situación, la ciudad se aprovechará evidentemente de
todas estas comunicaciones, si le son útiles; y si pueden serle perjudiciales, una simple
disposición legislativa podrá alejar todo peligro, designando especialmente los ciudada-
nos a quienes habrá de permitirse o prohibirse esta comunicación con los extranjeros.
6. Esta reprobación del comercio hecho por el Estado es consecuencia de los princi-
pios establecidos en el libro I, al final del cap. III.

En cuanto a las fuerzas navales, nadie duda que el Estado debe, hasta cierto punto,
ser poderoso por mar, y esto no sólo en vista de sus necesidades interiores, sino tam-
bién con relación a sus vecinos, a los cuales debe poder socorrer o molestar por mar y
por tierra, según los casos. La extensión de las fuerzas marítimas debe ser proporcio-
nada al género de existencia de la ciudad. Si esta existencia es por completo de domi-
nación y de relaciones políticas, es preciso que la marina de la ciudad tenga proporcio-
nes análogas a las empresas que ha de llevar a cabo. Generalmente el Estado no tiene
necesidad de esta población enorme compuesta por las gentes de mar, que no deben
ser jamás miembros de la ciudad. No hablo de los guerreros que se embarcan en las
flotas, que las mandan y que las dirigen, porque éstos son ciudadanos libres y proceden
del ejército de tierra. Dondequiera que las gentes del campo y los labradores abundan,
hay necesariamente gran número de marinos. Algunos Estados nos suministran prue-
bas de este hecho; el gobierno de Heraclea, por ejemplo, aunque su ciudad es muy
pequeña comparada con otras, no por eso deja de equipar numerosas galeras.
No llevaré más adelante estas consideraciones sobre el territorio del Estado, sus
puertos, sus ciudades, su relación con el mar y sus fuerzas navales.

CAPÍTULO VI

DE LAS CUALIDADES NATURALES QUE DEBEN TENER


LOS CIUDADANOS DE LA REPÚBLICA PERFECTA

Hemos determinado antes los límites numéricos del cuerpo político; veamos ahora
qué cualidades naturales se requieren en los miembros que lo componen. Puede for-
marse una idea de ellas con sólo echar una mirada sobre las ciudades más célebres de
la Grecia y sobre las diversas naciones que ocupan la tierra. Los pueblos que habitan
en climas fríos7, hasta en Europa, son, en general, muy valientes, pero son en verdad
inferiores en inteligencia y en industria; y si bien conservan su libertad, son, sin embar-
go, políticamente indisciplinables, y jamás han podido conquistar a sus vecinos. En
Asia, por el contrario, los pueblos tienen más inteligencia y aptitud para las artes, pero
les falta corazón, y permanecen sujetos al yugo de una esclavitud perpetua. La raza
griega, que topográficamente ocupa un lugar intermedio, reúne las cualidades de am-
bas. Posee a la par inteligencia y valor; sabe al mismo tiempo guardar su independencia
y constituir buenos gobiernos, y sería capaz, si formara un solo Estado, de conquistar el
universo. En el seno mismo de la Grecia los diversos pueblos presentan entre sí dese-
mejanzas análogas a las que acabamos de indicar: aquí predomina una sola cualidad;
allí todas se armonizan en una feliz combinación. Puede decirse sin temor de engañar-
se que un pueblo debe poseer a la vez inteligencia y valor, para que el legislador pueda
conducirle fácilmente por el camino de la virtud. Algunos escritores políticos exigen que
sus guerreros sean afectuosos con aquellos a quienes conocen y feroces con los des-
conocidos, y precisamente el corazón es el que produce en nosotros la afección; el co-
razón es la facultad del alma que nos obliga a amar. En prueba de ello podría decirse
que el corazón, cuando se cree desdeñado, se irrita mucho más contra los amigos que
contra los desconocidos. Arquíloco8, cuando quiere quejarse de sus amigos, se dirige a
su corazón y dice:
Oh corazón mío, ¿no es un amigo el que te ultraja?

7. La teoría de las razas ha sucedido en nuestro siglo a la de los climas, completán-


dose la una con la otra.
8. Arquíloco de Paros, poeta lírico y satírico, vivía en el siglo VIII a. de J. C.

En todos los hombres, el amor a la libertad y a la dominación parte de este mismo


principio: el corazón es imperioso y no sabe someterse. Pero los autores que he citado
más arriba hacen mal en exigir la dureza con los extranjeros; porque no es conveniente
tenerla con nadie, y las almas grandes nunca son adustas como no sea con el crimen;
y, repito, se irritan más contra los amigos cuando creen haber recibido de ellos una inju-
ria. Esta cólera es perfectamente racional; porque, en este caso, aparte del daño que tal
conducta pueda producir, se cree perder, además, una benevolencia con que con razón
se contaba. De aquí aquel pensamiento del poeta:

La lucha entre hermanos es más encarnizada.


Y este otro:

El que quiere con exceso, sabe aborrecer del mismo modo.

Al especificar, respecto a los ciudadanos, cuáles deben ser su número y sus cualida-
des naturales, y al determinar la extensión y las condiciones del territorio, nos hemos
encerrado dentro de los límites de una exactitud aproximada, pues no debe exigirse en
simples consideraciones teóricas la misma precisión que en las observaciones de los
hechos que nos suministran los sentidos

CAPÍTULO VII

DE LOS ELEMENTOS INDISPENSABLES A LA EXISTENCIA DE LA CIUDAD

Así como en los demás compuestos que crea la naturaleza no hay identidad entre to-
dos los elementos del cuerpo entero, aunque sean esenciales a su existencia, en igual
forma se puede, evidentemente, no contar entre los miembros de la ciudad a todos los
elementos de que tiene, sin embargo, una necesidad indispensable; principio igualmen-
te aplicable a cualquiera otra asociación que sólo haya de formarse de elementos de
una sola y misma especie. Los asociados deben tener necesariamente un punto de uni-
dad común, ya sean, por otra parte, en razón de su participación en ella iguales o des-
iguales: por ejemplo, los alimentos, la posesión del suelo o cualquier otro objeto seme-
jante. Pueden hacerse dos cosas, la una en vista de la otra, ésta como medio, aquélla
como fin, sin que haya entre ellas más de común que la acción producida por la una y
recibida por la otra. Esta es la relación que hay en un trabajo cualquiera entre el instru-
mento y el obrero. La casa no tiene, ciertamente, nada que pueda ser común a ella y al
albañil, y, sin embargo, el arte del albañil no tiene otro objeto que la casa' En igual for-
ma, la ciudad tiene necesidad seguramente de la propiedad, pero la propiedad no es ni
remotamente parte esencial de la ciudad, por más que de la propiedad formen parte
como elementos seres vivos. La ciudad no es más que una asociación de seres iguales,
que aspiran en común a conseguir una existencia dichosa y fácil. Pero como la felicidad
es el bien supremo; como consiste en el ejercicio y aplicación completa de la virtud, y en
el orden natural de las cosas, la virtud está repartida muy desigualmente entre los hom-
bres, porque algunos tienen muy poca o ninguna; aquí es donde evidentemente hay que
buscar el origen de las diferencias y de las divisiones entre los gobiernos. Cada pueblo,
al buscar la felicidad y la virtud por diversos caminos, organiza también a su modo la
vida y el Estado sobre bases asimismo diferentes.
Veamos cuántos elementos son indispensables a la existencia de la ciudad; porque la
ciudad estará constituida necesariamente por aquellos en los cuales reconozcamos este
carácter. Enumeremos las cosas mismas a fin de ilustrar la cuestión: en primer lugar,
las subsistencias; después, las artes, indispensables a la vida, que tiene necesidad de
muchos instrumentos; luego las armas, sin las que no se concibe la asociación, para
apoyar la autoridad pública en el interior contra las facciones, y para rechazar los ene-
migos de fuera que puedan atacarlos; en cuarto lugar, cierta abundancia de riquezas,
tanto para atender a las necesidades interiores como para la guerra; en quinto lugar, y
bien podíamos haberlo puesto a la cabeza, el culto divino, o, como suele llamársele, el
sacerdocio; en fin, y este es el objeto más importante, la decisión de los asuntos de inte-
rés general y de los procesos individuales.
Tales son las cosas de que la ciudad, cualquiera que ella sea, no puede absolutamen-
te carecer. La agregación que constituye la ciudad no es una agregación cualquiera,
sino que, lo repito, es una agregación de hombres de modo que puedan satisfacer todas
las necesidades de su existencia. Si uno de los elementos que quedan enumerados
llega a faltar, entonces es radicalmente imposible que la asociación se baste a sí mis-
ma. El Estado exige imperiosamente todas estas diversas funciones; necesita trabaja-
dores que aseguren la subsistencia de los ciudadanos; y necesita artistas, guerreros,
gentes ricas, pontífices y jueces que velen por la satisfacción de sus necesidades y por
sus intereses.

CAPÍTULO VIII

ELEMENTOS POLÍTICOS DE LA CIUDAD

Después de haber sentado los principios, tenemos aún que examinar si todas estas
funciones deben pertenecer sin distinción a todos los ciudadanos. Tres cosas son en
este caso posibles: o que todos los ciudadanos sean a la vez e indistintamente labrado-
res, artesanos, jueces y miembros de la asamblea deliberante; o que cada función ten-
ga sus hombres especiales; o, en fin, que unas pertenezcan necesariamente a algunos
individuos en particular y otras a la generalidad. La confusión de las funciones no puede
convenir a cualquier Estado indistintamente. Ya hemos dicho que se podían suponer
diversas combinaciones, admitir o no a todos los ciudadanos en todos los empleos, y
conferir ciertas funciones como privilegio. Esto mismo es lo que constituye la deseme-
janza de los gobiernos. En las democracias todos los derechos son comunes, y lo con-
trario sucede en las oligarquías.
El gobierno perfecto que buscamos es, precisamente, aquel que garantiza al cuerpo
social el mayor grado de felicidad. Ahora bien, la felicidad, según hemos dicho, es inse-
parable de la virtud; y así, en esta república perfecta, en la que la virtud de los ciudada-
nos será una verdad en toda la extensión de la palabra y no relativamente a un sistema
dado, aquéllos se abstendrán cuidadosamente de ejercer toda profesión mecánica y de
toda especulación mercantil, trabajos envilecidos y contrarios a la virtud. Tampoco se
dedicarán a la agricultura, pues se necesita tener tiempo de sobra para adquirir la virtud
y para ocuparse de la cosa pública. Nos quedan aún la clase de guerreros y la que deli-
bera sobre los negocios del Estado y juzga los procesos; dos elementos que deben, al
parecer, constituir esencialmente la ciudad. Las dos funciones que les conciernen, ¿de-
berán ponerse en manos separadas o reunirlas en unas mismas? La respuesta que
debe darse a esta pregunta es clara: deben estar separadas hasta cierto punto, y hasta
cierto punto reunidas; separadas, porque ,-,¡den edades diferentes y necesitan la una
prudencia, la otra v,Dor; reunidas, porque es imposible que gentes que tienen la fuerza
en su mano y que pueden usar de ella se resignen a una perpetua sumisión. Los ciuda-
danos armados son siempre árbitros de mantener o de derribar el gobierno. No hay más
remedio que confiar todas esas funciones a las mismas manos, pero atendiendo a las
diversas épocas de la vida, como la misma naturaleza lo indica; y puesto que el vigor es
propio de la juventud, y la prudencia de la edad madura, deben distribuirse las atribu-
ciones conforme a este principio, tan útil como equitativo, como que descansa en la
diferencia misma que nace del mérito.
Por esta misma razón, los bienes raíces deben pertenecer a los que componen estas
dos clases, porque el desahogo en la vida está reservado para los ciudadanos, y aqué-
llos lo son esencialmente. En cuanto al artesano, no tiene derechos políticos, como no
los tiene ninguna otra de las clases extrañas a las nobles ocupaciones de la virtud, lo
cual es una consecuencia evidente de nuestros principios. La felicidad reside exclusi-
vamente en la virtud, y para que pueda decirse que una ciudad es dichosa es preciso
tener en cuenta no a algunos de sus miembros, sino a todos los ciudadanos sin excep-
ción. Y así las propiedades pertenecerán en propiedad a los ciudadanos, y los labrado-
res serán necesariamente esclavos, o bárbaros, o siervos.
En fin, de los elementos de la ciudad resta que hablemos de los pontífices, cuya posi-
ción en el Estado está bien señalada. Un labrador, un obrero, no pueden alcanzar nun-
ca el desempeño de las funciones del pontificado; sólo a los ciudadanos pertenece el
servicio de los dioses; y como el cuerpo político se divide en dos partes, la una guerre-
ra, la otra deliberante, y es conveniente a la vez rendir culto a la divinidad y procurar el
descanso a los ciudadanos agobiados por los años, a éstos es a quienes debe enco-
mendarse el cuidado del sacerdocio.
Tales son, pues, los elementos indispensables a la existencia del Estado, las partes
que realmente componen la ciudad. Ésta no puede, por un lado, carecer de labradores,
de artesanos y de mercenarios de todas clases; y por otro, la clase guerrera y la clase
deliberante son las únicas que la componen políticamente. Estas dos grandes divisiones
del Estado se distinguen también entre sí, la una por la perpetuidad y la otra por el ca-
rácter alternativo de las funciones.

CAPÍTULO IX

ANTIGÜEDAD DE CIERTAS INSTITUCIONES POLÍTICAS


No es, por lo demás, un descubrimiento de nuestro tiempo, y ni siquiera reciente en la
filosofía política, esta división necesaria de los individuos en clases distintas, los guerre-
ros de una parte, y los labradores de otra. Todavía hoy existe en Egipto y en Creta, ins-
tituida en el primer punto, según se dice, por las leyes de Sesostris9, y en el segundo,
por las de Minos10. El establecimiento de las comidas en común no es menos antiguo,
pues respecto a Creta se remonta al reinado de Minos, y respecto a Italia a una época
más remota aún. Los sabios de este último país aseguran que es debido a un cierto
ítalo, que llegó a ser rey de la Enotria, el que los enotrios hayan mudado su nombre en
el de italianos, y que el nombre de Italia fue dado a toda esta parte de las costas de
Europa, comprendida entre los golfos Escilético y Lamético, distantes entre sí una me-
dida jornada11. Se añade que ítalo hizo agricultores a los enotrios, que antes eran nó-
madas, y que entre otras instituciones les dio la de las comidas en común. Hoy mismo
hay cantones que conservan esta costumbre, a la par que algunas leyes de ítalo. Esta
costumbre existía entre los ópicos, habitantes de las orillas de la Tirrenia, y que llevan
aún su antiguo sobrenombre de ausonios; y también se encuentra entre los caonios,
que ocupan el país llamado Sirteis, en las costas de la Yapigia y del golfo Jónico. Por lo
demás, es sabido que los caonios eran también de origen enotrio.
Las comidas en común tuvieron, pues, su origen en Italia. La división de los ciudada-
nos por clases viene de Egipto, pues el reinado de Sesostris es muy anterior al de Mi-
nos. Debe creerse, por lo demás, que en el curso de los siglos los hombres han debido
idear estas instituciones y otras muchas con frecuencia o, por mejor decir, una infinidad
de veces. Por lo pronto, la misma necesidad ha sugerido precisamente los medios de
satisfacer las primeras exigencias de la vida; y una vez adquirido este fondo, los perfec-
cionamientos y la abundancia han debido, según todas las apariencias, desenvolverse
en la misma proporción; y es, por tanto, una consecuencia muy lógica el creer esta ley
aplicable igualmente a las instituciones políticas. En este punto todo es muy antiguo, y
el Egipto está ahí para probarlo. Nadie negará su prodigiosa antigüedad12, y en todos
los tiempos ha tenido leyes y una organización política. Por tanto, es preciso seguir a
nuestros predecesores en todo aquello en que han obrado bien, y no pensar en nove-
dades, sino en los puntos en que nos han dejado vacíos que llenar.
9. Mil ochocientos años, por lo menos, a. de J. C., debió de vivir Sesostris.
10. Minos, se supone que vivió 1,400 años a. de J. C.
11. Ciento sesenta estadios, según Estrabón.
12. Los astrónomos modernos creen haber probado, en vista de diversos monumen-
tos auténticos, que las observaciones positivas de los egipcios se remontaban a 3.285
años antes de la Era cristiana.

Hemos dicho que los bienes raíces pertenecían de derecho a los que llevan las armas
y tienen derechos políticos, y hemos añadido, al fijar las cualidades y la extensión del
territorio, que los labradores debían formar una clase separada de aquéllos. Hablare-
mos aquí de la división de las propiedades y del número y especie de labradores.
Hemos rechazado ya la comunidad de tierras, admitida por algunos autores; pero
hemos declarado que la benevolencia de unos ciudadanos para con los otros debía
hacer común el uso de aquéllas, para que todos tuvieran, al menos, segura su subsis-
tencia. Se mira generalmente el establecimiento de las comidas en común como perfec-
tamente provechoso a todo Estado bien constituido. Más tarde diremos por qué adop-
tamos nosotros también este principio; pero es preciso que todos los ciudadanos, sin
excepción, tengan un puesto en aquéllas, y es difícil que los pobres, si han de concurrir
con la parte fijada por la ley, puedan, además, atender a todas las demás necesidades
de su familia. Los gastos del culto divino son también una carga común de la ciudad. Y
así, el territorio debe dividirse en dos porciones, una para el público, otra para los parti-
culares, y subdividirse ambas en otras dos. La primera porción se subdividirá para aten-
der, a la vez, a los gastos del culto y a los de las comidas públicas. En cuanto a la se-
gunda, se la dividirá, a fin de que, poseyendo todo ciudadano a un mismo tiempo fincas
en la frontera y en las cercanías de la ciudad, esté igualmente interesado en la defensa
de las dos localidades. Esta repartición, equitativa en sí misma, garantiza la igualdad de
los ciudadanos y su unión más íntima contra los enemigos comunes de los Estados
vecinos. Donde no está establecida esta repartición, a los unos inquieta muy poco la
guerra que asola la frontera; y los otros la temen con una vergonzosa pusilanimidad. En
algunos Estados la ley excluye a los propietarios de la frontera de toda deliberación so-
bre las agresiones enemigas, por considerarlos directamente interesados, y no poder,
por consiguiente, ser buenos jueces. Tales son los motivos que obligan a dividir el terri-
torio en la forma que hemos dicho. En cuanto a los que deben cultivarlo, si cabe elegir,
deben preferirse los esclavos, y tener cuidado de que no sean todos de la misma na-
ción, y principalmente de que no sean belicosos. Con estas dos condiciones serán ex-
celentes para el trabajo, y no pensarán en rebelarse. Después es conveniente mezclar
con los esclavos algunos bárbaros que sean siervos y que tengan las mismas cualida-
des que aquéllos. Los que trabajan en terrenos particulares pertenecerán al propietario;
los que en terrenos públicos, al Estado. Más adelante, diremos el trato que debe darse
a los esclavos, y por qué se debe siempre mostrarles la libertad como recompensa de
sus trabajos13.
13. Esto prueba claramente que Aristóteles no era un partidario ciego de la esclavitud,
como lo demostró en su testamento, dando libertad a todos sus esclavos.

CAPÍTULO X

DE LA SITUACIÓN DE LA CIUDAD

No repetiremos por qué la ciudad debe ser, a la vez, continental y marítima, y en rela-
ción, en cuanto sea posible, con todos los puntos del territorio, puesto que ya lo hemos
dicho más arriba. En cuanto a la situación considerada en sí misma, cuatro cosas deben
tenerse en cuenta. La primera y más importante es la salubridad: la exposición al Le-
vante y a los vientos que de allí soplan es la más sana de todas; la exposición al Medio-
día viene en segundo lugar, y tiene la ventaja de que el frío en invierno es más soporta-
ble. Desde otros puntos de vista, el asiento de la ciudad debe ser también escogido
teniendo en cuenta las ocupaciones que en el interior de ella tengan los ciudadanos y
los ataques de que pueda ser objeto. Es preciso que, en caso de guerra, los habitantes
puedan fácilmente salir, y que los enemigos tengan tanta dificultad de entrar en ella co-
mo en bloquearla. La ciudad debe tener dentro de sus muros aguas y fuentes naturales
en bastante cantidad, y a falta de ellas conviene construir vastos y numerosos aljibes
destinados a guardar las aguas pluviales, para que nunca falte agua, caso de que du-
rante la guerra se interrumpan las comunicaciones con el resto del país. Como la prime-
ra condición es la salud de los habitantes, y ésta resulta, en primer lugar, de la situación
y posición de la ciudad que hemos expuesto, y en segundo, del uso de aguas saluda-
bles, este último punto exige también la más severa atención. Las cosas que obran so-
bre el cuerpo con más frecuencia y más amplitud tienen también mayor influjo sobre la
salud; y en este caso se encuentra precisamente la acción natural del aire y de las
aguas. Y así, en cualquier punto donde las aguas naturales no sean ni igualmente bue-
nas, ni igualmente abundantes, será prudente separar las potables de las que pueden
servir para los usos ordinarios.
En cuanto a los medios de defensa, la naturaleza y la utilidad del emplazamiento varí-
an según las constituciones. Una ciudad situada en lo alto conviene a la oligarquía y a la
monarquía; la democracia prefiere para esto una llanura. La aristocracia desecha todas
estas posiciones y se acomoda más bien en algunas alturas fortificadas. En cuanto a la
disposición de las habitaciones particulares, parecen más agradables y generalmente
más cómodas si están alineadas a la moderna y conforme al sistema de Hipódamo. El
antiguo método tenía, por el contrario, la ventaja de ser más seguro en caso de guerra;
una vez los extranjeros en la ciudad, difícilmente podían salir, después de haberles cos-
tado la entrada no menos trabajo. Es preciso combinar estos dos sistemas, y será muy
oportuno imitar lo que nuestros cosecheros llaman tresbolillo14 en el cultivo de las viñas.
Se alineará, por tanto, la ciudad solamente en algunas partes en algunos cuarteles, y no
en toda su superficie; y de este modo irá unida la elegancia a la seguridad. En fin, en
cuanto a las murallas, los que no quieren para las ciudades otras que el valor de los
habitantes se dejan llevar de una antigua preocupación, por más que han podido ver
que los hechos han dado un mentís a las ciudades que han hecho de esto una singular
cuestión de honra. Poco valor probaría el defenderse de enemigos iguales o poco supe-
riores en número al abrigo de las murallas; pero se ha visto y se puede ver aún pueblos
que atacan en masa, sin que el valor sobrehumano de un puñado de valientes pueda
rechazarlos. Para precaver, pues, reveses y desastres, para evitar una derrota cierta,
los medios más militares son las fortificaciones más inexpugnables, sobre todo hoy en
15
que el arte de sitiar, con sus tiros y sus terribles máquinas , ha hecho tantos progre-
sos. No permitir que haya murallas en las ciudades es tan poco sensato como escoger
un país abierto o nivelar todas las alturas; sería como prohibir rodear de paredes las
casas particulares por temor de hacer cobardes a los habitantes. Es preciso persuadirse
de que, cuando se cuenta con murallas, se puede, según se quiera, servirse o no de
ellas; y que en una ciudad abierta no es posible la elección. Si nuestras reflexiones son
exactas, es preciso no sólo rodear la ciudad de murallas, sino que deben, además de
servir de ornato, ser capaces de resistir todos los sistemas de ataque, y sobre todo los
de la táctica moderna. El que ataca no desperdicia ningún medio para alcanzar el triun-
fo; el que se defiende debe, por su parte, buscar, meditar e inventar nuevos recursos; y
la primera ventaja de un pueblo que está muy sobre sí es que se piensa menos en ata-
carle. Mas como en las comidas en común hay precisión de distribuir los ciudadanos en
muchas secciones, y las murallas deben, igualmente, tener de distancia en distancia y
en puntos convenientes torres y cuerpos de guardia, es claro que estas torres estarán,
naturalmente, destinadas a albergar las secciones de ciudadanos, y que en ellas ten-
drán lugar las comidas.
Tales son los principios que se pueden adoptar relativamente a la situación y a la utili-
dad de las murallas.
14. Serie de plantas colocadas de cierta manera.

CAPÍTULO XI

DE LOS EDIFICIOS PÚBLICOS Y DE LA POLÍTICA

Los edificios consagrados a las ceremonias religiosas serán tan espléndidos como
sea preciso y servirán, a la vez, para las comidas públicas de los principales magistra-
dos y para la celebración de todos los ritos que la ley o el oráculo de la Pitonisa no han
querido que fuesen secretos. Este lugar, que deberá poder verse desde todos los cuar-
teles que le rodean, será tal como lo exige la dignidad de los personajes que tiene que
albergar. Al pie de la eminencia en que estará situado el edificio será conveniente que
esté la plaza pública, construida como la que se llama en Tesalia Plaza de la Libertad.
No se consentirá nunca que esta plaza se manche dejando tener en ella mercancías, y
se prohibirá la entrada en ella a los artesanos, a los labradores y a todo individuo de
esta clase, a menos que el magistrado expresamente los llame. También es preciso que
el aspecto de este lugar sea agradable, puesto que será allí donde los hombres de edad
madura se dedicarán a los ejercicios gimnásticos, porque hasta desde este punto de
vista deben separarse los ciudadanos según su edad, y algunos magistrados asistirán a
los juegos de la juventud, así como los de madura edad asistirán algunas veces a los de
los magistrados. La presencia del magistrado inspira verdadero acatamiento y aquel
respetuoso temor que es propio del corazón del hombre libre. Lejos de esta plaza, y
bien separada de ella, estará la destinada al tráfico, debiendo ser este sitio de fácil ac-
ceso para todas las mercancías que se transporten, procedentes del mar y del interior
del país.
15. Pericles fue el primero que se sirvió de estas máquinas en el sitio de Samos el
año cuatro de la Olimpiada 84, 441 a. de J. C.

Puesto que el cuerpo de ciudadanos se divide en pontífices y magistrados, es conve-


niente que las comidas de los pontífices tengan lugar en las cercanías de los edificios
sagrados. En cuanto a los magistrados, encargados de fallar en materia de contratos,
acciones civiles y criminales, y todos los negocios de este género, o encargados de la
vigilancia de los mercados y de lo que se llama policía de la ciudad, el lugar de sus co-
midas debe estar situado cerca de la plaza pública y de un cuartel de mucha concurren-
cia. A este efecto, será muy conveniente que esté próximo a la plaza de contratación en
que tienen lugar todas las transacciones. En la otra plaza de que más arriba hemos
hablado, debe reinar una calma absoluta; mientras que ésta, por el contrario, estará
destinada a todas las relaciones de carácter material e indispensables.
Todas las divisiones urbanas que acabamos de enumerar deberán hacerse igualmen-
te en los cantones rurales. En éstos los magistrados, ya se llamen conservadores de
bosques, ya inspectores del campo, tendrán también cuerpos de guardias para la vigi-
lancia y comidas en común. Asimismo, habrá repartidos por el campo algunos templos
consagrados a los dioses unos, y otros a los héroes.
Es inútil que nos detengamos en pormenores más minuciosos sobre esta materia,
puesto que son todas cosas fáciles de imaginar, aunque no lo sea tanto el ponerlas en
práctica. Para decirlas, basta dejarse llevar del propio deseo; mas, para ejecutarlas, se
necesita la ayuda de la fortuna. Y así nos contentaremos con lo dicho en este punto.

CAPÍTULO XII

DE LAS CUALIDADES QUE LOS CIUDADANOS DEBEN TENER


EN LA REPÚBLICA PERFECTA

Examinemos ahora lo que será la constitución misma y qué cualidades deben poseer
los miembros que componen la ciudad, para que el bienestar y el orden del Estado es-
tén perfectamente asegurados. El bienestar, en general, sólo se obtiene mediante dos
condiciones: primera, que el fin que nos proponemos sea laudable; y segunda, que sea
posible realizar los actos que a él conducen. También puede suceder que estas dos
condiciones se encuentren reunidas, o que no se encuentren. Unas veces el fin es ex-
celente, y no se tienen los medios propios para conseguirlo; otras se tienen todos los
recursos necesarios para alcanzarlo, pero el fin es malo; por último, cabe engañarse, a
la vez, sobre el fin y sobre los medios, como lo atestigua la medicina, que tan pronto
desconoce el remedio que debe curar el mal, como carece de los recursos necesarios
para la curación que se propone. En todas las artes y en todas las ciencias es preciso
que el fin y los medios que puedan conducir a él sean igualmente buenos y poderosos.
Es claro que todos los hombres desean la virtud y la felicidad, pero a unos es permitido
y a otros no el conseguirlo, lo cual es resultado ya de las circunstancias, ya de la natura-
leza. La virtud sólo se obtiene mediante ciertas condiciones que fácilmente pueden reu-
nir los individuos afortunados y difícilmente los individuos menos favorecidos; y es posi-
ble, aun supuestas todas las facultades requeridas, extraviarse y apartarse del camino
desde los primeros pasos. Puesto que nuestras indagaciones tienen por objeto la mejor
constitución, base de la administración perfecta del Estado, y que esta administración
perfecta es la que habrá de asegurar la mayor suma de felicidad a todos los ciudada-
nos, necesitamos saber necesariamente en qué consiste esta felicidad. Ya lo hemos
dicho en nuestra Moral, y séanos permitido creer que esta obra no carece de toda utili-
dad; la felicidad es un desenvolvimiento y una práctica completa de la virtud, no relativa,
sino absoluta. Entiendo por relativa la virtud que se refiere a las necesidades precisas
de la vida; por absoluta, la que se refiere únicamente a lo bello y al bien. Y así, en la
esfera de la justicia humana, la penalidad, el justo castigo del culpable, es un acto de
virtud, pero también es un acto de necesidad, es decir, que no es bueno sino en cuanto
es necesario; y sería ciertamente preferible que los individuos y el Estado pudiesen pa-
sar sin la penalidad. Los actos que, por el contrario, sólo tienen por fin la gloria y el per-
feccionamiento moral, son bellos en un sentido absoluto. De estos dos órdenes de ac-
tos, el primero tiende simplemente a librarnos de un mal; el segundo prepara y opera
directamente el bien. El hombre virtuoso puede saber soportar noblemente la miseria, la
enfermedad y otros muchos males; pero el bienestar no por eso deja de consistir en las
cosas contrarias a aquéllas. En la Moral también hemos definido al hombre virtuoso
diciendo que es el que, a causa de su virtud, sólo tiene por bienes los bienes absolutos;
y no hay necesidad de añadir que debe saber también hacer de estos bienes un uso
absolutamente bello y bueno. De esto último ha nacido la opinión vulgar de que la felici-
dad depende de los bienes exteriores. Esto sería lo mismo que atribuir una preciosa
pieza, tocada con la lira, al instrumento más bien que al talento del artista.
De lo que acabamos de decir resulta evidentemente que el legislador debe tener de
antemano ciertos elementos para su obra, pero que puede también preparar por sí
mismo algunos.
Así nos ha sido preciso suponer en el Estado todos los elementos de que el azar sólo
dispone; porque hemos admitido que el azar era a veces el único dueño de las cosas;
pero no es el azar el que asegura la virtud del Estado y sí la voluntad inteligente del
hombre. El Estado no es virtuoso sino cuando todos los ciudadanos que forman parte
del gobierno lo son, y ya se sabe que, en nuestra opinión, todos los ciudadanos deben
tomar parte en el gobierno del Estado. Indaguemos, pues, cómo se educan los hombres
en la virtud. Ciertamente, si esto fuese posible, sería preferible educarlos a todos a la
par, sin ocuparse de los individuos uno a uno; pero la virtud general no es más que el
resultado de la virtud de todos los particulares.
Sea de esto lo que quiera, tres cosas pueden hacer al hombre bueno y virtuoso: la na-
turaleza, el hábito y la razón. Ante todo, es preciso que la naturaleza haga que nazca-
mos formando parte de la raza humana, y no en cualquiera otra especie de animales;
después es preciso que conceda ciertas condiciones espirituales y corporales. Además,
los dones de la naturaleza no bastan: las cualidades naturales se modifican por las cos-
tumbres, que puede ejercer sobre ellas un doble influjo, pervirtiéndolas o mejorándolas.
Casi todos los animales están sometidos solamente al imperio de la naturaleza; algunas
especies, pocas, están también sometidas al imperio del hábito; el hombre es el único
que lo está a la razón, a la vez que a la costumbre y a la naturaleza. Es preciso que
estas tres cosas se armonicen; y muchas veces la razón combate a la naturaleza y a las
costumbres, cuando cree que es mejor desentenderse de sus leyes. Ya hemos dicho
mediante qué condiciones los ciudadanos pueden ser una materia a propósito para la
obra del legislador; lo demás corresponde a la educación, que obra mediante el hábito y
las lecciones de los maestros.

CAPÍTULO XIII

DE LA IGUALDAD Y DE LA DIFERENCIA ENTRE LOS CIUDADANOS


EN LA CIUDAD PERFECTA

Estando compuesta siempre la asociación política de jefes y subordinados, pregunto


si la autoridad y la obediencia deben ser alternativas o vitalicias. Es claro que el sistema
de la educación deberá atenerse a esta gran división de los ciudadanos. Si algunos
hombres superasen a los demás, como según la común creencia los dioses y los
héroes superan a los mortales, tanto respecto del cuerpo, lo cual con una simple ojeada
puede verse, como respecto del alma, y de tal manera que la superioridad de los jefes
fuese incontestable y evidente para los súbditos, no cabe duda de que debe preferirse
que perpetuamente obedezcan los unos y manden los otros. Pero tales desemejanzas
son muy difíciles de encontrar, sin que tampoco pueda suceder aquí lo que con los re-
yes de la India, que, según Escilax16, sobrepujan por completo a los súbditos que les
obedecen. Es, por tanto, evidente que por muchos motivos la alternativa en el mando y
en la obediencia debe, necesariamente, ser común a todos los ciudadanos. La igualdad
es la identidad de atribuciones entre seres semejantes, y el Estado no podría vivir de un
modo contrario a las leyes de la equidad. Los facciosos que hubiese en el país encon-
trarían apoyo siempre y constantemente en los súbditos descontentos, y los miembros
del gobierno no podrían ser nunca bastante numerosos para resistir a tantos enemigos
reunidos.
16. Escilax de Cariandro, geógrafo y navegante, vivía a principios del siglo v a. de J.
C.

Sin embargo, es incontestable que debe haber alguna diferencia entre los jefes y los
subordinados. ¿Cuál será esta diferencia y cuál el modo de dividir el poder? Tales son
las cuestiones que debe resolver el legislador. Ya lo hemos dicho; la misma naturaleza
ha trazado la línea de demarcación al crear en una especie idéntica la clase de los jó-
venes y la de los ancianos, unos destinados a obedecer, otros capaces de mandar. Una
autoridad conferida a causa de la edad no puede provocar los celos, ni fomentar la va-
nidad de nadie, sobre todo cuando cada cual está seguro de que obtendrá con los años
la misma prerrogativa. Y así, la autoridad y la obediencia deben ser a la vez perpetuas y
alternativas, y, por consiguiente, la educación debe ser a la vez igual y diversa, puesto
que, según opinión de todo el mundo, la obediencia es la verdadera escuela del mando.
Ahora bien, la autoridad, según dijimos antes, puede darse en interés del que la posee,
o en interés de aquel sobre quien se ejerce: en el primer caso resulta la autoridad que
ejerce el señor sobre sus esclavos; en el segundo, la autoridad que se ejerce sobre
hombres libres. Además, las órdenes pueden diferir entre sí tanto por el motivo por que
se han dictado como por los resultados mismos que producen. Muchos servicios que se
consideran exclusivamente como domésticos se hacen para honrar a los jóvenes libres
que los realizan. El mérito o el vicio de una acción no se encuentra tanto en la acción
misma como en los motivos que la inspiran y en el fin de cuya realización se trata.
Hemos dejado sentado que la virtud del ciudadano, cuando manda es idéntica a la vir-
tud del hombre perfecto, y hemos añadido que el ciudadano debía obedecer antes de
mandar; de todo lo cual concluimos que al legislador toca educar a los ciudadanos en la
virtud, conociendo los medios que conducen a ella y el fin esencial de la vida más digna.
El alma se compone de dos partes: una que posee en sí misma la razón; otra que, sin
poseerla, es capaz, por lo menos, de obedecer a ella; a una y a otra pertenecen las vir-
tudes que constituyen el hombre de bien. Una vez admitida esta división, tal como la
proponemos, puede decirse sin dificultad cuál de estas dos partes del alma encierra el
fin mismo a que debe aspirarse, porque siempre se hace una cosa menos buena en
vista de otra mejor, lo cual es tan evidente en las producciones del arte como en las de
la naturaleza, y en este caso el objeto mejor es la parte racional del alma.
Adoptando en esta indagación nuestro procedimiento ordinario, el análisis, encontra-
mos que la razón se divide en otras dos partes, razón práctica y razón especulativa.
Como es consiguiente, la división que aplicamos a esta parte del alma se aplica igual-
mente a los actos que ella produce; y si hubiera lugar a escoger, sería preciso preferir
los actos de la parte naturalmente superior, ya lo sea en todos los casos, ya en el caso
único en que las dos partes del alma se hallen en presencia una de otra; porque en to-
das las cosas es preciso preferir siempre lo que conduce a la realización del fin más
elevado.
La vida, cualquiera que ella sea, tiene dos partes: trabajo y reposo, guerra y paz. De
los actos humanos, unos hacen relación a lo necesario, a lo útil; otros únicamente a lo
bello. Una distinción del todo semejante debe encontrarse necesariamente bajo estos
diversos conceptos en las partes del alma y en sus actos: la guerra no se hace sino con
la mira de la paz; el trabajo no se realiza sino pensando en el reposo; y no se busca lo
necesario y lo útil sino en vista de lo bello. En todo esto el hombre de Estado debe arre-
glar sus leyes en vista de las partes del alma y de sus actos, pero, sobre todo, teniendo
en cuenta el fin más elevado a que ambas puedan aspirar. Iguales distinciones se apli-
can a las distintas profesiones, a las diversas ocupaciones de la vida práctica. Es preci-
so estar dispuesto lo mismo para el trabajo que para el combate; pero el descanso y la
paz son preferibles. Es preciso saber realizar lo necesario y lo útil; sin embargo, lo bello
es superior a ambos. En este sentido conviene dirigir a los ciudadanos desde la infan-
cia, y durante todo el tiempo que permanezcan sometidos a jefes. Los gobiernos de la
Grecia, que hoy pasan por ser los mejores, así como los legisladores que los han fun-
dado, al parecer no han dirigido sus instrucciones a la consecución de un fin superior, ni
dictado sus leyes, ni encaminado la educación pública hacia el conjunto de las virtudes,
sino que, antes bien, se han inclinado, no con mucha nobleza, a las que tienen el as-
pecto de útiles y son más capaces de satisfacer la ambición. Autores más modernos
han sostenido poco más o menos las mismas opiniones, y han admirado altamente la
constitución de Lacedemonia y alabado al fundador que la ha inclinado por entero del
lado de la conquista y de la guerra. Basta la razón para condenar estos principios, así
como los hechos mismos realizados ante nuestra vista se han encargado de probar su
falsedad. Compartiendo el sentimiento que arrastra a los hombres en general a la con-
quista en vista de los beneficios de la victoria, Tibrón y todos los que han escrito sobre
el gobierno de Lacedemonia elevan hasta las nubes a su ilustre legislador, porque, mer-
ced al desprecio de todos los peligros, su república ha sabido llegar a ejercer una vasta
dominación. Pero ahora que el poder espartano está destruido, todo el mundo conviene
en que ni Lacedemonia es dichosa, ni su legislador intachable. ¿No es cosa extraordi-
naria que, conservando esta república las instituciones de Licurgo y pudiendo, sin obs-
táculo, atemperarse a ellas a su gusto, haya, sin embargo, perdido toda su felicidad?
Esto consiste en que no se conoce la naturaleza del poder que el hombre político debe
esforzarse en ensalzar. Mandar a hombres libres vale mucho más y es más conforme a
la virtud que mandar a esclavos. Además, no debe tenerse por dichoso a un Estado ni
por muy hábil a un legislador cuando sólo se han fijado en los peligrosos trabajos de la
conquista. Con tan deplorables principios cada ciudadano sólo pensará evidentemente
en usurpar el poder absoluto en su propia patria, tan pronto como pueda hacerse dueño
de ella, que es lo que Lacedemonia consideró como un crimen en el rey Pausanias, sin
que le sirviera de defensa toda su gloria. Semejantes principios y las leyes que de ellos
emanan no son dignos de un hombre de Estado, y son tan falsos como funestos. El
legislador no debe despertar en el corazón de los hombres más que buenos sentimien-
tos, así respecto del público como de los particulares. Si se ejercitan en los combates,
no debe ser para someter a esclavitud a pueblos que no merecen este yugo ignominio-
so, sino, primero, para no ser subyugados por nadie; luego, para conquistar el poder tan
sólo en interés de los súbditos, y, por fin, para no mandar como señor a otros hombres
que a los destinados a obedecer como esclavos. El legislador debe hacer de manera
que así sus leyes sobre la guerra como las demás instituciones sólo tengan en cuenta la
paz y el reposo, y aquí los hechos vienen en apoyo de la razón. La guerra, mientras ha
durado, ha sido la salvación de semejantes Estados, pero una vez asegurado su pode-
río, la victoria les ha sido fatal, pues, al modo del hierro, han perdido su temple tan pron-
to como han tenido paz, y la culpa es del legislador que no ha enseñado la paz a su
ciudad.
Puesto que el fin de la vida humana es el mismo para las masas que para los indivi-
duos, y puesto que el hombre de bien y una buena constitución se proponen, por nece-
sidad, un fin semejante, es evidente que el reposo exige virtudes especiales, porque, lo
repito, la paz es el fin de la guerra, como el reposo lo es del trabajo. Las virtudes que
afianzan el reposo y el bienestar son aquellas que lo mismo están en actividad durante
el reposo que durante el trabajo. El reposo sólo se obtiene mediante la reunión de mu-
chas condiciones indispensables para atender a las primeras necesidades. El Estado,
para gozar de paz, debe ser prudente, valeroso y firme, porque es muy cierto el prover-
bio: «No hay reposo para los esclavos». Cuando no se sabe despreciar el peligro, es
uno presa del primero que le ataca. Por tanto, se necesita tener valor y paciencia en el
trabajo; filosofía en el descanso; prudencia y templanza en ambas situaciones; sobre
todo en medio de la paz y del reposo. La guerra da forzosamente justicia y prudencia a
los hombres que se embriagan y pervierten en medio de las ventajas y de los goces del
reposo y de la paz. Hay, sobre todo, mayor necesidad de justicia y de prudencia cuando
se está a la cima de la prosperidad y se goza de todo lo que excita la envidia de los de-
más hombres. Sucede lo que con los bienaventurados que los poetas nos representan
en las islas Afortunadas; cuanto más completa es su beatitud en medio de todos los
bienes de que se ven colmados, tanto más deben llamar en su auxilio a la filosofía, la
moderación y la justicia. Estas virtudes, evidentemente, no son menos necesarias para
el bienestar y para la vida moral del Estado. Si es vergonzoso no saber aprovecharse
de la fortuna, lo es mucho más no saber utilizarla en el seno de la paz y ostentar valor y
virtud durante los combates, para mostrar después una bajeza propia de un esclavo
durante la paz y el reposo. No debe entenderse la virtud como la entendía Lacedemo-
nia; y no es que ella haya comprendido el bien supremo de distinta manera que todos
los demás, sino que creyó que éste se podía adquirir mediante una virtud especial, la
virtud guerrera. Pero como hay bienes que son superiores a los que procura la guerra,
es evidente que el goce de estos bienes superiores, no teniendo otro objeto que el goce
mismo, es preferible al de los otros. Veamos por qué camino se podrán alcanzar estos
bienes inapreciables.
Ya hemos dicho que ejercen influencia sobre el alma tres cosas: la naturaleza, las
costumbres o el hábito y la razón. Hemos precisado las cualidades que los ciudadanos
deben haber obtenido previamente de la naturaleza. Nos resta indagar si la educación
de la razón debe preceder a la del hábito; porque es preciso que estas dos últimas in-
fluencias estén en la más perfecta armonía, puesto que la razón misma puede extra-
viarse al ir en busca del mejor fin, y las costumbres no están sujetas a menos errores.
En esto, como en lo demás, por la generación comienza todo, pero el fin de la genera-
ción se remonta a un origen cuyo objeto es completamente diferente. En el hombre, el
verdadero fin de la naturaleza es la razón y la inteligencia, únicos objetos que se deben
tener en cuenta cuando se trata de los cuidados que deben aplicarse, ya a la genera-
ción de los ciudadanos, ya a la formación de sus costumbres. Así como el alma y el
cuerpo, según hemos dicho, son muy distintos, así el alma tiene dos partes no menos
diferentes: una irracional, otra dotada de razón; y que se producen de dos maneras de
ser diversas; es propio de la primera el instinto; de la otra, la inteligencia. Si el nacimien-
to del cuerpo precede al del alma, la formación de la parte irracional es anterior a la de
la parte racional. Es fácil convencerse de ello; la cólera, la voluntad, el deseo se mani-
fiestan en los niños apenas nacen; el razonamiento y la inteligencia no aparecen, en el
orden natural de las cosas, sino mucho más tarde. Es de necesidad ocuparse del cuer-
po antes de pensar en el alma; y después del cuerpo, es preciso pensar en el instinto,
bien que en definitiva no se forme el instinto sino para servir a la inteligencia ni se forme
el cuerpo sino para servir al alma.

CAPÍTULO XIV

DE LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS EN LA CIUDAD PERFECTA

Si es un deber del legislador asegurar robustez corporal desde el principio a los ciu-
dadanos que ha de formar, su primer cuidado debe tener por objeto los matrimonios de
los padres y las condiciones, relativas al tiempo y a los individuos, que se requieren
para contraerlos. Dos cosas deben tenerse presentes: las personas y la duración pro-
bable de su unión, a fin de que haya entre las edades una conveniente relación, y que
las facultades de los dos esposos no estén nunca en discordancia, pudiendo el marido
tener aún hijos cuando la mujer se ha hecho estéril, o al contrario; porque estas diferen-
cias en las uniones son origen de querellas y disgustos. Esto importa, en segundo lugar,
a causa de la relación que debe haber entre los padres y los hijos que deben reempla-
zar a aquéllos. No es conveniente que haya entre padres e hijos una excesiva diferen-
cia, porque entonces la gratitud de éstos para con aquéllos, que son demasiado ancia-
nos, es completamente vana, no pudiendo los padres procurar a su familia los recursos
de que tiene necesidad. Tampoco conviene que esta diferencia de edades sea muy
poca, porque se tropieza con otros inconvenientes no menos graves. Los hijos entonces
no tienen a sus padres mayor respeto que a sus compañeros de edad; y esta igualdad
puede dar lugar en la administración de la familia a discusiones poco oportunas.
Pero volvamos a nuestro punto de partida, y veamos cómo el legislador podrá formar,
casi como le plazca, los cuerpos de los niños tan pronto como son engendrados.
Todo esto descansa en un punto, al que hay que prestar una particular atención. Co-
mo la naturaleza ha limitado la facultad generadora hasta los sesenta años, a lo más,
para los hombres, y hasta los cincuenta para las mujeres, ajustándose a estas edades
extremas puede fijarse la edad en que puede comenzar la unión conyugal. Las uniones
prematuras son poco favorables para los hijos que de ellas salen. En toda clase de ani-
males, el emparejamiento de individuos demasiado jóvenes produce crías débiles, las
más veces hembras y de formas raquíticas. La especie humana está necesariamente
sometida a la misma ley. Puede uno convencerse de ello viendo que en todos los paí-
ses donde los jóvenes se unen ordinariamente muy pronto, la raza es débil y de peque-
ñas proporciones. De esto también resulta otro peligro: las mujeres jóvenes padecen
más en los partos y sucumben con más frecuencia. Así se dice que, habiendo los treze-
nios consultado al oráculo sobre la frecuencia con que morían sus jóvenes mujeres,
éste respondió: que se las casaba muy pronto «sin tomar en cuenta el fruto que debían
dar». La unión en una edad más adelantada no es menos útil para asegurar la templan-
za de las pasiones. Las jóvenes que han sentido el amor muy pronto parecen dotadas
en general de un temperamento ardiente. Respecto a los hombres, el uso de la venus
durante su crecimiento daña al desarrollo del cuerpo, que no cesa de adquirir fuerza
sino en el momento fijado por la naturaleza, más allá del cual no puede crecer más.
Se puede fijar la edad para el matrimonio en los dieciocho años para las mujeres y en
los treinta y siete o un poco menos para los hombres. Dentro de estos límites, el mo-
mento de la unión será el de mayor vigor; y los esposos tendrán un tiempo igual para
procrear convenientemente, hasta que la naturaleza quite a ambos el poder generador.
De esta manera su unión podrá ser fecunda, y lo será desde el momento de mayor vi-
gor, si, como debe suponerse, el nacimiento de los hijos sigue inmediatamente al ma-
trimonio, hasta la declinación de la edad, es decir, hacia los setenta años para los mari-
dos. Tales son nuestros principios sobre la época y la duración de los matrimonios. En
cuanto al momento mismo de la unión, participamos de la opinión de aquellos que, en
vista de los buenos resultados de su propia experiencia, creen que la época más favo-
rable es el invierno. Es preciso consultar también lo que los médicos y los naturalistas
han dicho sobre la generación. Los primeros podrán decir cuáles son las cualidades
requeridas en cuanto a la salud, y los segundos dirán qué vientos conviene esperar. En
general el viento del Norte es, según ellos, preferible al del Mediodía.
No nos detendremos en las condiciones de temperamento que han de tener los pa-
dres para que nazcan con vigor sus hijos. Estos pormenores, si se tratase el asunto
profundamente, tendrían su verdadero lugar en un tratado de educación. Aquí podre-
mos ocuparnos de él en pocas palabras. No hay necesidad de que el temperamento
sea atlético, ni para las faenas políticas, ni para la salud, ni para la procreación; tampo-
co es conveniente que sea valetudinario e incapaz de rudos trabajos, sino que es preci-
so que ocupe un término medio entre estos extremos. El cuerpo debe agitarse por me-
dio de la fatiga, pero de modo que ésta no sea demasiado violenta. Tampoco deben
limitarse estos ejercicios a un solo género, como hacen los atletas, sino que debe poder
soportar el cuerpo todos los trabajos dignos de un hombre libre. Estas condiciones me
parecen igualmente aplicables a las mujeres que a los hombres. Las madres, durante el
embarazo, atenderán con cuidado a su propio régimen, y se guardarán bien de perma-
necer inactivas y de alimentarse ligeramente. El medio es fácil, pues bastará que el le-
gislador les ordene que vayan todos los días al templo17 para implorar el favor de los
dioses que presiden a los nacimientos. Pero si su cuerpo necesita la actividad, conven-
drá que su espíritu conserve, por el contrario, la calma más perfecta. Los fetos sienten
las impresiones de las madres que los llevan en su seno, lo mismo que los frutos de la
tierra penden del suelo que los alimenta.
Para distinguir los hijos que es preciso abandonar18 de los que hay que educar, con-
vendrá que la ley prohiba que se cuide en manera alguna a los que nazcan deformes; y
en cuanto al número de hijos, si las costumbres resisten el abandono completo, y si
algunos matrimonios se hacen fecundos traspasando los límites formalmente impuestos
a la población, será preciso provocar el aborto antes de que el embrión haya recibido la
sensibilidad y la vida. El carácter criminal o inocente de este hecho depende absoluta-
mente sólo de esta circunstancia relativa a la vida y a la sensibilidad.
17. Un pensamiento análogo encontramos en las Leyes de Platón, lib. III.
18. La exposición es el depósito de la criatura en un lugar donde pueda ser recogida;
el abandono es el desamparo en un paraje en el que debe morir. Aristóteles, y más aún
Platón, se muestran en esta materia bien poco humanos. Véase el libro V de la Repúbli-
ca.
Pero no basta haber fijado la edad en que el hombre y la mujer podrán llevar a cabo la
unión conyugal; es preciso determinar también la época en que la generación deberá
cesar. Los hombres muy ancianos, y lo mismo los muy jóvenes, sólo producen seres
incompletos de cuerpo y de espíritu, y los hijos de los primeros son de una debilidad
irremediable. Se debe cesar de engendrar en el momento mismo en que la inteligencia
ha adquirido todo su desenvolvimiento, y esta época, si nos atenemos al cálculo de al-
gunos poetas que miden la vida por septenarios, coincide generalmente con los cin-
cuenta años. Y así se debe renunciar a procrear hijos a los cuatro o cinco años a contar
desde este término, y no usar de los placeres del amor sino por motivos de salud o por
consideraciones no menos graves.
En cuanto a la infidelidad, cualquiera que sea la parte de que proceda y cualquiera el
grado en que se verifique, es preciso considerarla como cosa deshonrosa, mientras uno
sea esposo de hecho o de nombre; y si la falta ha sido cometida durante el tiempo fijado
para la fecundidad, deberá ser castigada con una pena infamante y con toda la severi-
dad que merece.

CAPÍTULO XV

DE LA EDUCACIÓN DURANTE LA PRIMERA INFANCIA

Una vez nacidos los hijos, es preciso convencerse de que la calidad del alimento que
se les dé ha de ejercer un gran influjo sobre sus fuerzas corporales. El ejemplo mismo
de los animales, así como el de todas las naciones que hacen un estudio particular de
los temperamentos propios para la guerra, nos prueba que el alimento más sustancial y
que más conviene al cuerpo es la leche, y que es preciso abstenerse de dar vino a los
niños por temor a las enfermedades que engendra.
Importa igualmente saber hasta qué punto conviene dejarles libertad en sus movi-
mientos; y para evitar que sus miembros, tan delicados, no se deformen, algunas nacio-
nes se sirven aún en nuestros días de ciertas máquinas que procuran a estos pequeños
cuerpos un desenvolvimiento regular. También es útil habituarlos, desde la más tierna
infancia, a las impresiones del frío '9, costumbre que no es menos útil para la salud que
para los trabajos de la guerra. Asimismo hay muchos pueblos bárbaros que tienen la
costumbre de bañar a sus hijos en agua fría, o de vestirlos con ropa muy ligera, que es
lo que hacen los celtas.
19. Véase lo que dice Platón en su República, lib. VIII.

Todos los hábitos que deben contraer los niños conviene que comiencen desde la
más tierna edad, teniendo cuidado de proceder por grados; así, el calor natural de los
niños hace que arrostren muy fácilmente el frío. Tales son sobre poco más o menos los
cuidados que más importa tener en la primera edad. En cuanto a la edad que sigue a
ésta y que se extiende hasta los cinco años, no se puede exigir ni la aplicación intelec-
tual, ni ciertas fatigas violentas que impedirían el crecimiento. Pero se les puede exigir
la actividad necesaria para evitar una pereza total del cuerpo. A los niños se les debe
excitar al movimiento empleando diversos medios, sobre todo el juego, los cuales no
deben ser indignos de hombres libres, ni demasiado penosos, ni demasiado fáciles.
Pero sobre todo, que los magistrados encargados de la educación, y que se llaman pe-
dónomos, vigilen con el mayor cuidado las palabras y los cuentos que lleguen a estos
tiernos oídos. Todo esto debe hacerse a fin de prepararles para los trabajos que más
tarde les esperan; y así sus juegos deben ser en general ensayos de los ejercicios a
que habrán de dedicarse en edad más avanzada. Es un gran error ordenar en las leyes
que se compriman los gritos y las lágrimas de los niños, cuando son un medio de desa-
rrollo y un género de ejercicio para el cuerpo. Reteniendo el aliento se adquiere una
nueva fuerza en medio de un penoso esfuerzo, y los niños también se aprovechan de
esta contención cuando gritan. Entre otras muchas cosas, los pedónomos cuidarán
también de que los niños se comuniquen lo menos posible con los esclavos, ya que
hasta los siete años han de permanecer necesariamente en la casa paterna. Mas, no
obstante esta circunstancia, conviene alejar de sus miradas y de sus oídos toda palabra
y todo espectáculo indignos de un hombre libre. El legislador deberá desterrar severa-
mente de su ciudad la obscenidad en las palabras, como lo hace con cualquier otro vi-
cio. El que se permite decir cosas deshonestas está muy cerca de permitirse ejecutar-
las, y, por tanto, debe proscribirse desde la infancia toda palabra y toda acción de este
género. Si algún hombre libre por su nacimiento, pero demasiado joven para ser admiti-
do en las comidas en común, se permite una palabra, una acción prohibida, que se le
castigue poniéndole a la vergüenza, que se le apalee, y si es de edad ya madura, que
se le pene como a un vil esclavo con castigos convenientes a su edad, porque su falta
es propia de un esclavo. Si proscribimos las palabras indecentes, hemos de hacer lo
mismo con las pinturas y las representaciones obscenas. El magistrado debe cuidar de
que ninguna estatua ni dibujo recuerde ideas de este género, a no ser en los templos de
aquellos dioses a quienes la ley misma permite la obscenidad. Pero la ley prescribe, en
una edad más avanzada, no dirigir súplicas a estos dioses ni en favor de uno mismo, ni
de su mujer, ni de sus hijos.
La ley debe prohibir a los jóvenes asistir a la representación de piezas satíricas y de
las comedias, hasta la edad en que puedan tomar asiento en las comidas comunes y
beber vino puro20. Entonces la educación los resguardará de los peligros de estas reu-
niones.
No hemos hecho hasta aquí más que tratar someramente esta materia; pero más ade-
lante veremos, al insistir más en ella, si será conveniente privar a la juventud absoluta-
mente de todo espectáculo, o en caso de admitir este principio, cómo deberá modificar-
se. Por ahora nos hemos limitado a las generalidades más indispensables.
Teodoro21, el actor trágico, quizá tenía razón para decir que no podía tolerar que un
cómico, aunque fuese malo, se presentase en escena antes que él, porque los especta-
dores se acomodaban fácilmente a la voz del primero que oían. Esto es igualmente
exacto en las relaciones con nuestros semejantes y con las cosas que nos rodean. La
novedad es siempre la que más nos encanta; y así debe alejarse de la infancia todo lo
que lleve el sello de algo malo, y principalmente todo aquello que tenga que ver con el
vicio o con la malevolencia.
Desde los cinco a los siete años es preciso que los niños asistan, durante dos, a las
lecciones que más adelante habrán de recibir ellos mismos. Después, la educación
comprenderá necesariamente dos épocas distintas: desde los siete años hasta la puber-
tad, y desde la pubertad hasta los veintiún años. Es una equivocación el querer contar
la vida sólo por septenarios. Debe seguirse más bien para esta división la marcha mis-
ma de la naturaleza, porque las artes y la educación tienen por único fin llenar sus vací-
os.
Veamos, pues, en primer lugar, si conviene que el legislador imponga una regla a la
infancia. Después veremos si vale más que la educación se haga en común por el Es-
tado, o si ha de dejarse a las familias, como sucede en la mayor parte de los gobiernos
actuales; y diremos, por fin, sobre qué objetos debe recaer.
20. Es sabido que los antiguos se acostaban y no se sentaban como nosotros para
comer. Los jóvenes permanecían en pie, y salían del comedor cuando al fin de la comi-
da se presentaba el vino puro para los demás convidados.
21. Teodoro era un actor célebre, contemporáneo de Aristóteles.
LIBRO QUINTO1

DE LA EDUCACIÓN EN LA CIUDAD PERFECTA

CAPÍTULO I

CONDICIONES DE LA EDUCACIÓN

No puede negarse, por consiguiente, que la educación de los niños debe ser uno de
los objetos principales de que debe cuidar el legislador. Dondequiera que la educación
ha sido desatendida, el Estado ha recibido un golpe funesto. Esto consiste en que las
leyes deben estar siempre en relación con el principio de la constitución, y en que las
costumbres particulares de cada ciudad afianzan el sostenimiento del Estado, por lo
mismo que han sido ellas mismas las únicas que han dado existencia a la forma prime-
ra. Las costumbres democráticas conservan la democracia, así como las costumbres
oligárquicas conservan la oligarquía, y cuanto más puras son las costumbres, tanto más
se afianza el Estado.
1. Colocado generalmente el octavo.

Todas las ciencias y todas las artes exigen, si han de dar buenos resultados, nociones
previas y hábitos anteriores. Lo mismo sucede evidentemente con el ejercicio de la vir-
tud. Como el Estado todo sólo tiene un solo y mismo fin, la educación debe ser necesa-
riamente una e idéntica para todos sus miembros, de donde se sigue que la educación
debe ser objeto de una vigilancia pública y no particular, por más que este último siste-
ma haya generalmente prevalecido, y que hoy cada cual educa a sus hijos en su casa
según el método que le parece y en aquello que le place. Sin embargo, lo que es común
debe aprenderse en común, y es un error grave creer que cada ciudadano sea dueño
de sí mismo, siendo así que todos pertenecen al Estado2, puesto que constituyen sus
elementos y que los cuidados de que son objeto las partes deben concordar con aque-
llos de que es objeto el conjunto. En este punto nunca se alabará bastante a los lace-
demonios. La educación de sus hijos se verifica en común, y le dan una extrema impor-
tancia. En nuestra opinión, es de toda evidencia que la ley debe arreglar la educación, y
que ésta debe ser pública. Pero es muy esencial saber con precisión lo que debe ser
esta educación, y el método que conviene seguir. En general, no están hoy todos con-
formes acerca de los objetos que debe abrazar; antes, por el contrario, están muy lejos
de ponerse de acuerdo sobre lo que los jóvenes deben aprender para alcanzar la virtud
y la vida más perfecta; Ni aun se sabe a qué debe darse la preferencia, si a la educa-
ción de la inteligencia o a la del corazón. El sistema actual de educación contribuye mu-
cho a hacer difícil la cuestión. No se sabe, ni poco ni mucho, si la educación ha de diri-
girse exclusivamente a las cosas de utilidad real, o si debe hacerse de ella una escuela
de virtud, o si ha de comprender también las cosas de puro entretenimiento. Estos dife-
rentes sistemas han tenido sus partidarios, y no hay aún nada que sea generalmente
aceptado sobre los medios de hacer a la juventud virtuosa; pero siendo tan diversas las
opiniones acerca de la esencia misma de la virtud, no debe extrañarse que lo sean
igualmente sobre la manera de ponerla en práctica.
2. Platón llevó hasta la exageración este principio, que era fundamental en los anti-
guos gobiernos.

CAPÍTULO II

COSAS QUE DEBE COMPRENDER LA EDUCACIÓN

Es un punto incontestable que la educación debe comprender, entre las cosas útiles,
las que son de absoluta necesidad, pero no todas sin excepción. Debiendo distinguirse
todas las ocupaciones en liberales y serviles, la juventud sólo aprenderá, entre las co-
sas útiles, aquellas que no tiendan a convertir en artesanos a los que las practiquen. Se
llaman ocupaciones propias de artesanos todas aquellas, pertenezcan al arte o a la
ciencia, que son completamente inútiles para preparar el cuerpo, el alma o el espíritu de
un hombre libre para los actos y la práctica de la virtud. También se da el mismo nom-
bre a todos los oficios que pueden desfigurar el cuerpo y a todos los trabajos cuya re-
compensa consiste en un salario, porque unos y otros quitan al pensamiento toda acti-
vidad y toda elevación. Bien que no haya ciertamente nada de servil en estudiar hasta
cierto punto las ciencias liberales; cuando se quiere llevar esto demasiado adelante se
está expuesto a incurrir en los inconvenientes que acabamos de señalar. La gran dife-
rencia depende en este caso de la intención que motiva el trabajo o el estudio. Se pue-
de, sin degradarse, hacer para sí, para sus amigos, o con intención virtuosa, una cosa
que, hecha de esta manera, no rebaja al hombre libre, pero que, hecha para otros, en-
vuelve la idea del mercenario y del esclavo. Los objetos que abraza la educación actual,
lo repito, presentan, en general, este doble carácter, y sirven poco para ilustrar la cues-
tión. Hoy la educación se compone ordinariamente de cuatro partes distintas: las letras3,
la gimnástica, la música y, a veces, el dibujo; la primera y la última, por considerarlas de
una utilidad tan positiva como variada en la vida; y la segunda, como propia para formar
el valor. En cuanto a la música, se suscitan dudas acerca de su utilidad. Ordinariamen-
te, se la mira como cosa de mero entretenimiento, pero los antiguos hicieron de ella una
parte necesaria de la educación, persuadidos de que la naturaleza misma, como he
dicho muchas veces, exige de nosotros, no sólo un loable empleo de nuestra actividad,
sino también un empleo noble de nuestros momentos de ocio. La naturaleza, repito, es
el principio de todo. Si el trabajo y el descanso son dos cosas necesarias, el último es,
sin contradicción, preferible, pero es preciso el mayor cuidado para emplearlo como
conviene. No se dedicará, en verdad, al juego, porque sería cosa imposible hacer aquél
el fin mismo de la vida. El juego es principalmente útil en medio del trabajo. El hombre
que trabaja tiene necesidad de descanso, y el juego no tiene otro objeto que el procurar-
lo. El trabajo produce siempre la fatiga y una fuerte tensión de nuestras facultades, y es
preciso, por lo mismo, saber emplear oportunamente el juego como un remedio saluda-
ble. El movimiento que el juego proporciona afloja el espíritu y le procura descanso me-
diante el placer que causa.
3. La lectura, la escritura y la gramática.

El ocio parece asegurarnos también el placer, el bienestar, la felicidad; porque éstos


son bienes que alcanzan no los que trabajan, sino los que viven descansados. No se
trabaja sino para llegar a un fin que aún no se ha conseguido, y, según opinión de todos
los hombres, el bienestar es, precisamente, el fin que debe conseguirse, no mediante el
dolor, sino en el seno del placer. Es cierto que el placer no es uniforme para todos, pues
cada uno le imagina a su manera y según su temperamento. Cuanto más perfecto es el
individuo, más pura es la felicidad que él imagina y más elevado su origen. Y así es
preciso confesar que para ocupar dignamente el tiempo de sobra hay necesidad de co-
nocimientos y de una educación especial; y que esta educación y estos estudios deben
tener por objeto único al individuo que goza de ellos, lo mismo que los estudios que
tienen la actividad por objeto deben ser considerados como necesidades y no tomar
nunca en cuenta a los demás. Nuestros padres no han incluido la música en la educa-
ción a título de necesidad, porque no lo es; ni a título de cosa útil, como la gramática,
que es indispensable en el comercio, en la economía doméstica, en el estudio de las
ciencias y en una multitud de ocupaciones políticas; ni como el dibujo, que nos capacita
para juzgar mejor las obras de arte; ni como la gimnástica, que da salud y vigor; porque
la música no posee, evidentemente, ninguna de estas ventajas. En la música sólo han
encontrado una digna ocupación para matar el ocio, y esto han tenido en cuenta en la
práctica; porque, según ellos, si hay un solaz digno de un hombre libre, éste es la músi-
ca. Hornero es del mismo dictamen cuando pone en boca de uno de sus héroes estas
palabras:

Convidemos al festín a un cantor armonioso 4,

o cuando dice que algunos de sus personajes llaman

Al cantor, cuya voz sabrá hechizar a todos 5,


y en otro pasaje Ulises dice que el más dulce de los placeres para los hombres, cuando
se entregan a la alegría,

Escuchar en el festín, en que todos toman parte,


los acentos del poeta... 6.
4. Este verso no lo hallamos hoy en Homero.
5. Odisea, canto XVII, v. 385.
6. Odisea, canto IX, v. 7.

CAPÍTULO III

DE LA GIMNÁSTICA COMO ELEMENTO DE LA EDUCACIÓN

Se debe, pues, reconocer que hay ciertas cosas que es preciso enseñar a los jóve-
nes, no como cosas útiles o necesarias, sino como cosas dignas de ocupar a un hom-
bre libre, como cosas que son bellas. ¿Hay sólo una ciencia de esta clase?, ¿hay mu-
chas?, ¿cuáles son?, ¿cómo deben enseñarse? He aquí una serie de cuestiones que
examinaremos más tarde. Lo que aquí queremos hacer constar es que la opinión de los
antiguos sobre los objetos esenciales de la educación coincide con la nuestra, y que de
la música pensaban absolutamente lo mismo que nosotros. Añadiremos, también, que
si la juventud debe adquirir conocimientos útiles, tales como la gramática, no es sólo a
causa de la utilidad especial de estos conocimientos, sino también porque facilitan la
adquisición de otros muchos. Otro tanto debe decirse del dibujo. Se aprende éste, no
tanto para evitar los errores y equivocaciones en las compras y ventas de muebles y
utensilios, como para formar un conocimiento más exquisito de la belleza de los cuer-
pos. Por otra parte, esta preocupación exclusiva de la idea de utilidad no conviene ni a
almas nobles ni a hombres libres.
Se ha demostrado que se debe pensar en formar las costumbres antes que la razón, y
el cuerpo antes que el espíritu; de donde se sigue que es preciso someter los jóvenes al
arte de la pedotribia y a la gimnástica7: aquélla para procurar al cuerpo una buena cons-
titución; ésta para que adquiera soltura. En los gobiernos, que parecen ocuparse con
especial cuidado de la educación de los jóvenes, se intenta las más veces hacer de
ellos atletas, lo cual perjudica tanto a la gracia como al crecimiento del cuerpo. Los es-
partanos8 evitan esta falta, pero cometen otra; a fuerza de endurecer a los jóvenes, los
hacen feroces con el pretexto de hacerlos valientes. Pero, lo repito, no hay que fijarse
en su solo fin exclusivamente, y en éste menos que en cualquier otro. Si sólo se intenta
inspirar valor, tampoco se consigue por este medio. El valor, lo mismo en los animales
que en los hombres, no es patrimonio de los más salvajes, sino que lo es, por el contra-
rio, de los que reúnen la dulzura y la magnanimidad del león. Algunas tribus de las ori-
llas del Ponto Euxino, los aqueos y los heniocos, tienen por costumbre el asesinato y
son antropófagos; otras naciones, situadas más al interior, tienen hábitos semejantes, y
a veces todavía más horribles; y, sin embargo, no son más que bandoleros y no tienen
verdadero valor. Ahí están los mismos lacedemonios, que debieron al principio su supe-
rioridad a sus hábitos de ejercicio y de fatiga, y que hoy son sobrepujados por muchos
pueblos en la gimnástica y hasta en el combate; y es que su superioridad descansaba
no tanto en la educación de su juventud, como en la ignorancia de sus adversarios en
gimnástica.
7. La primera tenía por fin fortalecer el cuerpo, atendiendo a la salud; y la segunda, los
ejercicios fuertes necesarios para tirar las armas, embridar un caballo, batirse y adquirir
otros hábitos guerreros. (Ginés Sepúlveda.)
8. Esparta no dejó ni un solo monumento en ningún ramo de las artes ni en las cien-
cias, por preocuparse tanto de los ejercicios del cuerpo, descuidando los del espíritu. Un
decreto de los reyes y de los éforos prescribió a Timoteo, bajo pena de destierro, que
quitara cuatro cuerdas a su lira, porque sus sonidos afeminados corrompían a los jóve-
nes espartanos.

Es preciso, pues, poner en primer lugar un valor generoso, y no la ferocidad. Desafiar


noblemente el peligro no es cualidad propia de un lobo, ni de una bestia salvaje; es pro-
pio exclusivamente del hombre valiente. Dando demasiada importancia a esta parte
secundaria de la educación, y despreciando los puntos principales de la misma, no
hacéis de vuestros hijos más que obreros; habéis querido hacerlos aptos tan sólo para
una ocupación de la sociedad, y resulta que son, hasta en esta especialidad, muy infe-
riores a otros muchos, como lo dice claramente la razón. Es preciso juzgar de las cosas
en vista, no de los hechos pasados, sino de los actuales: hoy encontramos rivales tan
instruidos como puede serlo uno mismo; en otro tiempo no los había.
Debe, por tanto, concedérsenos que la ocupación de la gimnástica es necesaria y que
los límites que le hemos fijado son los verdaderos. Hasta la adolescencia los ejercicios
deben ser ligeros; y se evitará la alimentación demasiado sustanciosa, así como los
trabajos demasiado duros, no sea que vayan a detener el crecimiento del cuerpo. El
peligro de estas fatigas prematuras se prueba con un notable testimonio: apenas se
encuentran en los fastos de Olimpia dos o tres vencedores de los premiados cuando
eran niños, que hayan conseguido el premio más tarde en edad madura; los ejercicios
demasiado violentos de la primera edad les habían privado de todo su vigor. Los tres
años que siguen a la adolescencia serán consagrados a estudios de otro género; y se
podrá, ya sin peligro, someterlos en los años siguientes a ejercicios rudos y a un régi-
men más severo. De esta manera se evitará fatigar a la vez el cuerpo y el espíritu, cu-
yos trabajos producen, en el orden natural de las cosas, efectos del todo contrarios: los
trabajos del cuerpo dañan el espíritu; los trabajos del espíritu son funestos al cuerpo.

CAPÍTULO IV

DE LA MÚSICA COMO ELEMENTO DE LA EDUCACIÓN

Ya hemos expuesto acerca de la música algunos principios dictados por la razón;


creemos conveniente volver sobre esta discusión y desarrollarla más, a fin de suminis-
trar alguna dirección a las indagaciones ulteriores que otros podrán hacer sobre esta
materia. Dificultoso es decir en qué consiste su poder y cuál es su verdadera utilidad.
¿Es sólo un juego? ¿Es un puro pasatiempo, como el sueño y los placeres de la mesa,
entretenimientos poco nobles en sí mismos, sin duda, pero que, como ha dicho Eurípi-
des,

Nos agradan... y sirven de desahogo?9.

9. Las Bacantes, vs. 378-384.


¿Se debe poner la música al mismo nivel, y tomarla como se toma el vino, no dete-
niéndose hasta la embriaguez, o como se toma el baile? Hay gentes que dan otro valor
a la música. Pero la música, ¿no es más bien uno de los medios de llegar a la virtud?
Así como la gimnástica influye en los cuerpos, ¿no puede ella influir en las almas, acos-
tumbrándolas a un placer noble y puro? Y, en fin, ¿no tiene como tercera ventaja, que
debe unirse a aquellas dos, la de que, al procurar descanso a la inteligencia, contribuye
también a perfeccionarla?
Se convendrá sin dificultad en que la instrucción que se da a los jóvenes no es cosa
de juego. Instruirse no es una burla, y el estudio es siempre penoso. Añadamos que el
ocio no conviene durante la infancia, ni en los años que la siguen: el ocio es el término
de una carrera; y un ser incompleto no debe, mientras lo sea, detenerse. Si se cree que
el estudio de la música, durante la infancia, puede tener por fin el preparar una diversión
para la edad viril, para la edad madura, ¿a qué viene adquirir personalmente esta habi-
lidad, en lugar de valerse, para gozar de este placer y alcanzar esta instrucción, del ta-
lento de artistas especiales, como hacen los reyes de los persas y de los medos? Los
hombres prácticos que se han consagrado a la música como una profesión, ¿no alcan-
zarán en ella una ejecución mucho más perfecta que los que sólo han dedicado a la
misma el tiempo estrictamente necesario para conocerla? Y si cada ciudadano debe
hacer personalmente estos largos y penosos estudios, ¿por qué no ha de aprender
también los secretos de la cocina, educación que sería completamente absurda? Esta
objeción no tiene menos fuerza si se supone que la música forma las costumbres. Por-
que en este caso también, ¿para qué aprenderla personalmente? ¿No se podrá también
gozar con ella, y juzgarla bien, oyéndola a los demás? Los espartanos han adoptado
este método, y sin poseer ellos mismos este conocimiento pueden, según se asegura,
juzgar muy bien el mérito de la música y decidir si es buena o mala. La misma respues-
ta puede darse si se pretende que la música es el verdadero placer, el verdadero solaz
de los hombres libres. ¿Para qué aprenderla uno mismo, y no gozar de ella mediante la
habilidad de otro? ¿No es esta la idea que nos formamos de los dioses? ¿Nos han pre-
sentado jamás los poetas a Júpiter cantando y tocando la lira? En una palabra, hay algo
de servil en hacerse uno mismo artista de este género en música; y a un hombre libre
sólo se le permite en la embriaguez o por pasatiempo.
Más adelante tendremos quizá ocasión de examinar el valor de todas estas objecio-
nes.

CAPÍTULO V

CONTINUACIÓN DE LO RELATIVO A LA MÚSICA COMO ELEMENTO


DE LA EDUCACIÓN

Ante todo, ¿debe la música ser comprendida en la educación o debe ser excluida?;
¿qué es realmente de los tres caracteres que se le atribuyen?; ¿es una ciencia, un jue-
go o un simple pasatiempo? Es posible la duda, porque la música presenta igualmente
estos tres caracteres. El juego no tiene otro objeto que la distracción; pero es preciso
que ésta sea agradable, porque es un remedio para las penalidades del trabajo. Tam-
bién es preciso que el pasatiempo, honesto como es, sea agradable, porque el bienes-
tar sólo existe mediante estas dos condiciones; y la música, según parecer de todo el
mundo, es un delicioso placer, aislado o acompañado por el canto. Museo lo ha dicho10:

El canto, verdadero hechizo de la vida.

10. Museo, poeta que vivió cuatro o cinco siglos, por lo menos, antes de Aristóteles.
Y así no deja de tenerse presente en toda reunión, en toda diversión, como un verda-
dero goce. Este motivo bastaría por sí solo para incluirla en la educación. Todo lo que
procura placeres inocentes y puros puede concurrir al fin de la vida, y, sobre todo, pue-
de ser un medio de descanso. Raras veces el hombre consigue el objeto supremo de la
vida, pero tiene con frecuencia necesidad de descanso y de diversiones; y aunque no
fuera más que por el sencillo placer que causa, siempre se sacaría buen partido de la
música tomándola como un pasatiempo. Los hombres hacen a veces del placer el fin
capital de la vida; el fin supremo, cuando el hombre lo consigue, procura también, si se
quiere, placer; pero no es el placer que se encuentra a cada paso; buscando uno, se fija
en otro, y se confunde las más de las veces con lo que debe ser el objeto de todos
nuestros esfuerzos. Este fin esencial de la vida no debe buscarse a causa de los bienes
que puede darnos; y, de igual modo, los placeres de que aquí se trata se buscan, no por
los resultados que deban producir, sino a causa de lo que les ha precedido, es decir, del
trabajo y las penalidades. He aquí, sin duda, por qué se cree encontrar la verdadera
felicidad en estos placeres, que, sin embargo, no la proporcionan.
En cuanto a cierta opinión común que recomienda el cultivo de la música, no por sí
misma, sino como un utilísimo medio de descanso, puede preguntarse, aun aceptándo-
la, si la música es verdaderamente cosa tan secundaria, y si no se le puede asignar un
fin más noble que aquel vulgar empleo. ¿Es posible que no pueda esperarse de ella
otra cosa que este vano placer que excita en todos los hombres? Porque no se puede
negar que causa un placer físico que encanta sin distinción a todas las edades y a todos
los caracteres. ¿O es cosa que debe averiguarse si ejerce algún influjo en los corazo-
nes y en las almas? Para demostrar su poder moral, bastaría probar que puede modifi-
car nuestros sentimientos. Y, ciertamente, los modifica. Véase la impresión que produ-
cen en los oyentes las obras de tantos músicos, sobre todo de Olimpo11. ¿Quién negará
que entusiasma a las almas? ¿Y qué es el entusiasmo más que una modificación pura-
mente moral? Basta, para renovar las vivas impresiones que la música nos proporciona,
oírla repetir aunque sea sin el acompañamiento o sin la letra.
11. Olimpo se supone que vivía hacia el siglo X a. de J. C.

La música es, pues, un verdadero goce; y como la virtud consiste en saber gozar,
amar, aborrecer, como pide la razón, se sigue que nada es más digno de nuestro estu-
dio y de nuestros cuidados que el hábito de juzgar sanamente las cosas y de poner
nuestro placer en las sensaciones honestas y en las acciones virtuosas. Ahora bien,
nada hay tan poderoso como el ritmo y el canto de la música, para imitar, aproximándo-
se a la realidad tanto como es posible, la cólera, la bondad, el valor, la misma pruden-
cia, y todos los sentimientos del alma, como igualmente todos los opuestos a éstos. Los
hechos bastan para demostrar cómo la simple narración de cosas de este género puede
mudar la disposición del alma; y cuando en presencia de simples imitaciones se deja
uno llevar del dolor y de la alegría, se está muy cerca de sentir las mismas afecciones
en presencia de la realidad. Si al ver un retrato, siente uno placer sólo con mirar la copia
que tiene delante de sus ojos, se consideraría ciertamente dichoso si llegara a contem-
plar a la persona misma, cuya imagen tanto le había encantado. Los demás sentidos,
como el tacto y el gusto, no reproducen ni poco ni mucho las impresiones morales; el
sentido de la vista lo hace suavemente y por grados, y las imágenes a que aplicamos
este sentido concluyen poco a poco por obrar sobre los espectadores que las contem-
plan. Pero ésta no es, precisamente, una imitación de las afecciones morales; no es
más que el signo revestido con la forma y el color que ellas toman, limitándose a las
modificaciones puramente corporales que revelan la pasión. Pero cualquiera que sea la
importancia que se atribuya a estas sensaciones de la vista, jamás se aconsejará a la
juventud que contemple las obras de Pauson, mientras que se le pueden recomendar
las de Polignoto12 o las de cualquier otro pintor que sea tan moral como él.
La música, por el contrario, es evidentemente una imitación directa de las sensacio-
nes morales. Cada vez que las armonías varían, las impresiones de los oyentes mudan
a la par que cada una de ellas y las siguen en sus modificaciones. Al oír una armonía
lastimosa, como la del modo llamado mixolidio13, el alma se entristece y se comprime;
otras armonías enternecen el corazón, y son las menos graves; entre estos extremos
hay otra que proporciona al alma una calma perfecta, y este es el modo dórico, único
que, al parecer, causa esta última impresión; el modo frigio, por el contrario, nos llena
de entusiasmo. Estas diversas cualidades de la armonía han sido bien comprendidas
por los filósofos que han tratado de esta parte de la educación, y su teoría no se apoya
sino en el testimonio de los hechos. Los ritmos no varían menos que los modos. Los
unos calman el alma, los otros la conmueven; pudiendo ser las formas de estos últimos
más o menos vulgares, de mejor o peor gusto.
Es, por tanto, imposible, vistos todos estos hechos, no reconocer el poder moral de la
música; y puesto que este poder es muy verdadero, es absolutamente necesario hacer
que la música forme parte de la educación de los jóvenes. Este estudio guarda también
una perfecta analogía con las condiciones de esta edad, que jamás sufre con paciencia
lo que le causa fastidio, y la música, por su naturaleza, no lo causa nunca. La armonía y
el ritmo parecen cosas inherentes a la naturaleza humana, y algunos sabios no han
temido sostener que el alma no es más que una armonía, o, por lo menos, que es ar-
moniosa14.
12. Ginés Sepúlveda recuerda la impresión moral que despertó en él la vista del fa-
moso grupo de Laocoonte, que vio en el Vaticano; pág. 254, de su comentario.
13. Sepúlveda dice que los modos o tonos son siete: hipodorio, hipofrigio, hipolidio,
dorio, frigio, lidio y mixolidio, a los que algunos añaden el hipermixolidio.
14. Aristóteles combate esta opinión en el Tratado del alma.
CAPÍTULO VI

CONTINUACIÓN DE LO RELATIVO A LA MÚSICA

Pero ¿debe enseñarse a los jóvenes a ejecutar por sí mismos la música vocal y la ins-
trumental? Esta es una cuestión que ya indicamos antes, y que ahora vamos a tratar.
No se puede negar que la influencia moral de la música varía necesariamente mucho,
según que se practique o no personalmente, porque es imposible, o, por lo menos, muy
difícil ser buen juez en cosas que uno no practica por sí mismo. Además, la infancia
necesita una ocupación manual. El mismo sonajero de Arquitas15 no fue mala invención,
puesto que, haciendo que los niños tuviesen las manos ocupadas, les impedía romper
alguna cosa en la casa, porque los niños no pueden estar quietos ni un solo instante. El
sonajero es un juguete excelente para la primera edad, y el estudio es el sonajero de la
edad que sigue; y aunque no sea más que por esto, nos parece evidente que es preciso
enseñar también a los jóvenes a cultivar por sí mismos la música. Es fácil, por otra par-
te, determinar hasta dónde debe extenderse este estudio en las diferentes edades, para
que no exceda los límites debidos, a fin de poder rechazar las objeciones de los que
pretenden que la música sólo puede crear virtudes vulgares. Por lo pronto, puesto que
para juzgar bien en este arte es preciso practicarlo por sí mismo, concluyo de aquí que
es necesario que los jóvenes aprendan a ejecutar la música. Más tarde podrán abando-
nar este trabajo personal, pero entonces serán capaces de apreciar y de gozar como es
debido de las obras de mérito, gracias a los estudios que han hecho cuando eran jóve-
nes. En cuanto al inconveniente que se pone a veces a la ejecución musical diciendo
que ella reduce al hombre al papel de simple artista, basta para contestar a este cargo
precisar lo que conviene exigir en punto al talento de ejecución musical a los hombres
que hayan de formarse en la virtud política; qué cantos y qué ritmos se les debe obligar
a aprender y qué instrumentos deben estudiar. Todas estas distinciones son muy impor-
tantes, puesto que, mediante ellas, se puede responder a los que hablan de aquel su-
puesto inconveniente, porque no niego que cierta clase de música produce el mal efecto
que se denuncia. Es preciso, pues, evidentemente, reconocer que el estudio de la músi-
ca no debe perjudicar en nada a la carrera ulterior que se emprenda; que no debe de-
gradar el cuerpo, haciéndolo incapaz de las fatigas de la guerra o de las ocupaciones
políticas; en fin, que no debe ser un obstáculo a que a la sazón se practiquen los ejerci-
cios del cuerpo, ni más tarde se adquieran los conocimientos serios. Para que el estudio
de la música sea verdaderamente lo que debe ser no se ha de aspirar ni a formar discí-
pulos que hayan de presentarse en los concursos solemnes de artistas, ni a enseñar a
los jóvenes esos vanos prodigios de ejecución que en nuestros días han comenzado
por introducirse en los conciertos, y que han pasado después a la esfera de la educa-
ción común. De estas delicadezas del arte sólo debe tomarse lo necesario para sentir
toda la belleza de los ritmos y de los cantos, y tener para apreciar la música un senti-
miento más completo que el vulgar que produce hasta en algunas especies de anima-
les, así como en la muchedumbre de esclavos y de niños.
15. Arquitas de Tarento, filósofo pitagórico, era un poco anterior a Aristóteles.

Con arreglo a los mismos principios se han de elegir los instrumentos para esta parte
de la educación. Es preciso proscribir la flauta y los instrumentos de que sólo se sirven
los artistas, como la cítara y los que a ella se parecen; y admitir solamente los que son
propios para formar el oído y desenvolver generalmente la inteligencia. La flauta, por
otra parte, no es instrumento moral16; sólo es buena para excitar las pasiones, y se de-
be limitar su uso a aquellas circunstancias en que nos proponemos corregir más bien
que instruir. Además, otro de los inconvenientes de la flauta, desde el punto de vista de
la educación, es que impide el uso de la palabra mientras se la estudia. No sin razón
han renunciado a ella hace mucho tiempo los jóvenes y los hombres libres, por más que
en un principio se les obligara a estudiarla. Tan pronto como nuestros padres pudieron
gustar las dulzuras del ocio, como resultado de su prosperidad, se consagraron con un
ardor magnánimo a la virtud, y, orgullosos de sus campañas pasadas y, sobre todo, de
sus victorias en la Guerra Médica, cultivaron todas las ciencias con más pasión que
discernimiento y elevaron el arte de la flauta a la dignidad de ciencia. Se vio en Lace-
demonia a un corista dar el tono al coro, tocando él mismo la flauta; y en Atenas este
gusto se hizo tan nacional que no había hombre libre que no aprendiese este arte; como
lo prueba bien el cuadro que Trasipo consagró a los dioses cuando tomó a su cargo la
representación de una de las comedias de Ecfantides. Pero la experiencia hizo que bien
pronto se desechara la flauta, cuando se reflexionó con más detenimiento sobre lo que
podía contribuir o perjudicar a la virtud. Se proscribieron también muchos de los anti-
guos instrumentos, los pectides17, los barbitonos, los que sólo excitan en los oyentes
ideas voluptuosas, los heptágonos, los trígonos y los sambucos, y todos los que exigen
un extremado ejercicio de la mano. Una antigua tradición mitológica, que es muy razo-
nable, proscribe asimismo la flauta, diciéndonos que Minerva, que la había inventado,
no tardó en abandonarla. Se ha dicho también, con mucha gracia, que la antipatía de la
diosa a este instrumento procedía de que afeaba el semblante; pero puede creerse que
Minerva rechazaba el estudio de la flauta porque no sirve para perfeccionar la inteligen-
cia, ya que, realmente, Minerva es a nuestros ojos el símbolo de la ciencia y del arte.
16. La misma declaración hace Platón sin que se sepa la causa de este anatema co-
ntra la flauta, que tenía en su favor la autoridad de la misma Minerva.
17. Todos estos instrumentos eran de cuerda. Véase la República de Platón, lib. III.

CAPÍTULO VII

CONCLUSIÓN DE LO RELATIVO A LA MÚSICA

En punto a instrumentos y a ejecución, rechazamos, por tanto, aquellos estudios que


son propios de los que se dedican a ser profesores, esto es, de los que se destinan a
tomar parte en los combates solemnes de la música. Los que tal hacen no se proponen
mejorarse a sí mismos moralmente, sino que sólo tienen en cuenta el placer grosero de
los futuros oyentes. Y así no considero esta como una ocupación digna de un hombre
libre y sí como un trabajo de mercenario, que sólo sirve para hacer artistas de profesión.
El fin a que el artista aspira en este caso con el mayor empeño es malo, porque tiene
que rebajar su obra poniéndola al alcance de los espectadores, cuya grosería envilece
muchas veces a los artistas que intentan complacerles, degradando hasta su cuerpo a
causa de los movimientos que han de hacer para tocar su instrumento.
En cuanto a armonías y a ritmos, ¿se deben incluir todos indistintamente en la educa-
ción, o se deben elegir algunos? ¿Admitiremos solamente, como hacen hoy los que se
ocupan de esta parte de la enseñanza, dos elementos en música, la melopea y el ritmo,
o añadiremos uno más? Importa conocer con precisión el poder de la melopea y del
ritmo desde el punto de vista de la educación. ¿Debe preferirse la perfección de la una
o la de la otra? Como todas estas cuestiones han sido, a nuestro parecer, muy discuti-
das por algunos músicos de profesión y por algunos filósofos que practicaron la misma
enseñanza de la música, recomendamos los exactos pormenores de sus obras a todos
los que quieran profundizar esta materia; y ya que aquí tratamos de la música sólo des-
de el punto de vista del legislador, nos limitaremos a algunas generalidades fundamen-
tales.
Admitimos la división de los cantos hecha por algunos filósofos, y distinguimos, como
ellos, el canto moral, el animado y el apasionado. Dentro de la teoría de estos autores,
cada uno de estos cantos corresponde a una armonía especial, que es análoga a él.
Partiendo de estos principios creemos que de la música se puede sacar más de un gé-
nero de utilidad, puesto que puede servir a la vez para instruir el espíritu y para purificar
el alma. Decimos aquí, en general, que puede purificar el alma, pero ya trataremos este
punto con más claridad en nuestros estudios sobre la Poética18. En tercer lugar, la mú-
sica puede emplearse como un solaz y servir para distraer el espíritu y procurarle des-
canso después del trabajo. Igual uso deberá hacerse, evidentemente, de todas las ar-
monías, pero con fines diversos en cada una de ellas. Para el estudio se escogerán las
más morales; y para los conciertos, en lo que uno oye pero no toca, se escogerán las
animadas y apasionadas. Estas impresiones que ciertas almas experimentan de un mo-
do tan poderoso, alcanzan a todos los hombres, aunque en grados diversos; porque
todos, sin excepción, se ven arrastrados por la música a la compasión, al temor, al en-
tusiasmo. Algunos se dejan dominar más fácilmente que otros por estas impresiones; y
así puede verse cómo, después de haber oído una música que ha conmovido su alma,
se tranquilizan de repente al escuchar los cantos sagrados, que vienen a ser para ésta
una especie de curación y purificación moral. Estos cambios bruscos tienen lugar tam-
bién necesariamente en aquellas almas que se dejan arrastrar por el encanto de la mú-
sica a la compasión, al terror, o a cualquier otra pasión. Cada oyente se siente conmo-
vido, según que estas sensaciones han influido más o menos en él; pero todos han ex-
perimentado una especie de purificación y se sienten aliviados de este peso por el pla-
cer que han experimentado. Por el mismo motivo, los cantos que purifican el alma nos
producen una alegría pura; y deben dejarse estas armonías y estos cantos tan impre-
sionables a los músicos que tocan en el teatro. Pero los oyentes son de dos especies;
unos que son libres e ilustrados, y otros, artesanos y groseros mercenarios, que tienen
necesidad de juegos y espectáculos para descansar de sus fatigas. Como en estas na-
turalezas inferiores el alma se ha torcido y separado de su debido camino, tiene necesi-
dad de armonías tan degradadas como ella y de cantos de un color falso y de una rude-
za que no pierden jamás. Cada cual sólo encuentra placer en lo que responde a su na-
turaleza, y he aquí por qué concedemos a los artistas que han de disputarse el premio
el derecho de acomodar la música a los groseros oídos de los que deben escucharla.
18. Aristóteles trata sucintamente esta cuestión en el capítulo VI de la Poética.
Pero en la educación, lo repito, sólo se admitirán los cantos y las armonías que tiene
un carácter moral, como, por ejemplo, según hemos dicho ya, la armonía dórica. Tam-
bién es preciso aceptar cualquiera otra que propongan los versados en la teoría filosófi-
ca o en la enseñanza de la música. Sócrates, en la República de Platón19, al no admitir
más que el modo frigio al lado del dórico, incurre en una equivocación tanto más extra-
ña cuanto que ha proscrito el estudio de la flauta. Es el modo frigio en las armonías po-
co más o menos lo que la flauta entre los instrumentos, puesto que ambos producen
igualmente en el alma sensaciones impetuosas y apasionadas. La poesía misma lo
prueba bien, porque en los cantos que consagra a Baco y en todas sus producciones
análogas a éstas exige, ante todo, el acompañamiento de la flauta. En los cantos frigios
es donde particularmente tiene lugar este género de poesía, por ejemplo, el ditirambo,
cuyo carácter completamente frigio nadie desconoce. Las gentes versadas en estas
materias citan de esto muchos ejemplos, entre otros, el de Filóxeno20, el cual, después
de haber intentado componer su ditirambo, las Fábulas, según el modo dórico, se vio
obligado, por la naturaleza misma de su poema, a emplear el modo frigio, único que
convenía bien en aquel caso.
En cuanto a la armonía dórica, todos convienen en que tiene más gravedad que todas
las demás, y que su tono es más varonil y más moral. Partidarios declarados, como lo
somos nosotros, del principio que busca siempre el término medio entre los extremos,
sostendremos que la armonía dórica, que es la que tiene este carácter entre todas las
demás, debe ser evidentemente enseñada con preferencia a la juventud. Dos cosas
deben tenerse aquí presentes: lo posible y lo oportuno; porque lo posible y lo oportuno
son principios que deben guiar a todos los hombres; pero la edad de los individuos es la
única que puede determinar lo uno y lo otro. A los hombres fatigados por la edad les
sería muy difícil modular cantos vigorosamente sostenidos, y la naturaleza misma les
inspira más bien modulaciones suaves y dulces. Así es que algunos autores que se han
ocupado de la música han echado en cara a Sócrates, y con razón, el haber proscrito
las armonías dulces de la educación, con el pretexto de que sólo eran propias de la em-
briaguez. Sócrates se ha equivocado al creer que tenía que ver con la embriaguez, cuyo
carácter consiste en una especie de frenesí, mientras que el dé los cantos no es más
que el de una dulce dejadez. Cuando llega la época próxima a la edad senil es bueno
estudiar las armonías y los cantos de esta especie, y hasta creo que se podría encon-
trar entre ellos uno que convendría perfectamente a la infancia, y que reuniría, a la vez,
la decencia y la instrucción; y, a nuestro juicio, tal sería con preferencia a cualquiera
otro el modo lidio. Y así en punto a educación musical, se requieren esencialmente tres
cosas: primero, evitar todo exceso; segundo, hacer lo que sea posible, y, finalmente,
hacer lo que sea oportuno.
19. Véanse todas estas cuestiones en la República, lib. III.
20. Filóxeno de Citera, cerca de Creta, era contemporáneo de Suidas, el cual da ra-
zón de haber sido aquél el primero que escribió ditirambos. Ginés Sepúlveda, pág. 259.

LIBRO SEXTO1

DE LA DEMOCRACIA Y DE LA OLIGARQUÍA.
DE LOS TRES PODERES: LEGISLATIVO,
EJECUTIVO Y JUDICIAL

CAPÍTULO I

DE LOS DEBERES DEL LEGISLADOR

En todas las artes y ciencias, que no son demasiado particulares, sino que llegan a
abrazar completamente todo un orden de hechos, cada una de aquéllas debe estudiar
por su parte todo cuanto se refiere a su objeto especial. Tomemos por ejemplo la cien-
cia de los ejercicios corporales. ¿Cuál es la utilidad de estos ejercicios? ¿Cómo deben
modificarse según los diversos temperamentos? ¿No es necesariamente el ejercicio
más favorable el que conviene mejor a las naturalezas más vigorosas y más bellas?
¿Qué ejercicios son los que pueden ejecutar los más de los discípulos? ¿Hay alguno
que pueda convenir a todos? Tales son las cuestiones que se pueden plantear en la
gimnástica. Además, aun cuando ninguno de los discípulos del gimnasio aspirase a
adquirir el vigor y la destreza de un atleta de profesión, el pedotribo y el gimnasta no
son por eso menos capaces de proporcionarle, en caso necesario, semejante desarrollo
de fuerzas. Una observación análoga sería igualmente exacta respecto de la medicina,
de la construcción naval, de la fabricación de vestidos y de todas las demás artes en
general.
1. Colocado generalmente el cuarto.
Por tanto, evidentemente corresponde a una misma ciencia indagar cuál es la mejor
forma de gobierno, cuál la naturaleza de este gobierno, y mediante qué condiciones
sería tan perfecto cuanto pueda desearse, independientemente de todo obstáculo exte-
rior; y, por otra parte, saber también qué constitución conviene adoptar según los diver-
sos pueblos, a los más de los cuales no podrá, probablemente, darse una constitución
perfecta. Y así, cuál es en sí y en absoluto el mejor gobierno, y cuál es el mejor relati-
vamente a los elementos que han de constituirle; he aquí lo que deben saber el legisla-
dor y el verdadero hombre de Estado. Puede añadirse que deben, también, ser capaces
de emitir su juicio sobre una constitución que hipotéticamente se someta a su examen, y
designar, en virtud de los datos que se les suministren, los principios que la harían via-
ble desde su origen y le asegurarían, una vez establecida, la más larga duración posi-
ble. Aquí supongo, como se ve, un gobierno que no hubiese recibido una organización
perfecta, aunque sin carecer completamente, por otra parte, de los elementos indispen-
sables, que no hubiese sacado todo el partido posible de sus recursos y que tuviesen
aún mucho que perfeccionar.
Por lo demás, si el primer deber del hombre de Estado consiste en conocer la consti-
tución que, pasando generalmente como la mejor, pueda darse a la mayor parte de las
ciudades, es preciso confesar que las más de las veces los escritores políticos, aun
dando pruebas de gran talento, se han equivocado en puntos muy capitales; porque no
basta imaginar un gobierno perfecto; se necesita, sobre todo, un gobierno practicable,
que pueda aplicarse fácilmente a todos los Estados. Lejos de esto, en nuestros días
sólo se nos presentan constituciones inaplicables y excesivamente complicadas; o
cuando se inspiran en ideas más prácticas, sólo se hace para alabar a Lacedemonia o a
otro Estado cualquiera, a costa de todos los demás que existen en la actualidad. Cuan-
do se propone una constitución, es preciso que pueda ser aceptada y puesta fácilmente
en ejecución, partiendo de la situación de los Estados actuales. En política, por lo de-
más, no es más fácil reformar un gobierno que crearlo, lo mismo que es más difícil olvi-
dar lo sabido que aprender por primera vez. Así que, repito, el hombre de Estado, ade-
más de las cualidades que acabo de indicar, debe ser capaz de mejorar la organización
de un gobierno ya constituido; tarea que sería para él completamente imposible si no
conociera todas las formas diversas de gobierno; pues es, en verdad, un error grave
creer, como sucede comúnmente, que no hay más que una especie de democracia y
una sola especie de oligarquía. A este indispensable conocimiento del número y combi-
naciones posibles de las diversas formas políticas es preciso acompañar también el
estudio de las leyes, que son en sí mismas más perfectas, y de las que son mejores con
relación a cada constitución; porque las leyes deben ser hechas para las constituciones,
y no las constituciones para las leyes, principio que reconocen todos los legisladores. La
constitución del Estado tiene por objeto la organización de las magistraturas, la distribu-
ción de los poderes, las atribuciones de la soberanía, en una palabra, la determinación
del fin especial de cada asociación política. Las leyes, por el contrario2, distintas de los
principios esenciales y característicos de la constitución, son la regla a que ha de ate-
nerse el magistrado en el ejercicio del poder y en la represión de los delitos que se co-
metan atentando a estas leyes. Es, por tanto, absolutamente necesario conocer el nú-
mero y las diferencias de las constituciones, aunque no sea más que para poder dictar
leyes, puesto que no pueden convenir unas mismas a todas las oligarquías, a todas las
democracias, porque son muchas sus especies y no una sola.
2. Una cosa es la constitución y otra las leyes que de ella emanan. Ginés Sepúlveda
en su comentario.

CAPÍTULO II

RESUMEN DE LO PRECEDENTE E INDICACIÓN DE LO QUE SIGUE

En nuestro primer estudio sobre las constituciones hemos reconocido tres especies de
constituciones puras: el reinado, la aristocracia y la república; y otras tres especies que
son desviaciones de las primeras: la tiranía, que lo es del reinado; la oligarquía, que lo
es de la aristocracia; la demagogia, que lo es de la república. Hemos hablado ya de la
aristocracia y del reinado; porque tratar de un gobierno perfecto era tanto como tratar de
estas dos formas, puesto que ambas se apoyan en los principios de la más completa
virtud. Además, hemos explicado las diferencias entre la aristocracia y el reinado, y
hemos dicho lo que constituye especialmente el reinado. Resta que hablemos del go-
bierno que recibe el nombre común de república, y de las otras constituciones, la oligar-
quía, la demagogia y la tiranía.
Es fácil encontrar, entre estos malos gobiernos, un orden de degradación. El peor de
todos será seguramente el que es la corrupción del primero y más divino de los buenos
gobiernos. Ahora bien; o el reinado existe sólo en el nombre sin tener ninguna realidad,
o descansa necesariamente en la absoluta superioridad del individuo que reina. Por
tanto, la tiranía será el peor de todos los gobiernos, como que es el más distante del
gobierno perfecto. En segundo lugar, viene la oligarquía, que tanto dista de la aristocra-
cia; y por último, la demagogia, que es el más soportable de los malos gobiernos. Un
escritor3 ha tratado de esto antes que nosotros; pero su punto de vista difería del nues-
tro, puesto que, admitiendo que todos estos gobiernos eran regulares y que lo mismo la
oligarquía que los demás podían ser buenos, ha declarado que la demagogia era el
menos bueno de los buenos gobiernos y el mejor de los malos. Nosotros, por el contra-
rio, consideramos radicalmente malas estas tres especies de gobierno, y nos guarda-
mos bien de afirmar que esta oligarquía es mejor que aquella otra, diciendo tan sólo que
es menos mala. Mas prescindamos por el momento de esta divergencia de opinión.
3. Platón.

Fijaremos, desde luego, lo mismo respecto de la democracia que de la oligarquía, el


número de estos diversos géneros que atribuimos a ambas. Entre estas diferentes for-
mas, ¿cuál es la más aplicable y la mejor, después del gobierno perfecto, si es que hay
alguna constitución aristocrática distinta de aquélla y que tenga algún mérito? En segui-
da, ¿cuál es, entre todas las formas políticas, la que puede convenir a la generalidad de
los Estados? Indagaremos después cuál de las constituciones inferiores es preferible
para un pueblo dado, porque, evidentemente, según sean éstos, la democracia es mejor
que la oligarquía y viceversa. Luego, una vez adoptada la oligarquía o la democracia,
¿cómo deben organizarse según el grado en que lo sean? Y, para terminar, después de
haber pasado rápidamente revista a todas estas cuestiones hasta donde sea conve-
niente, procuraremos designar las causas más comunes de la caída y de la prosperidad
de los Estados, sea en general con relación a todas las constituciones, sea en particular
con relación a cada una de ellas.

CAPÍTULO III

RELACIÓN DE LAS CONSTITUCIONES CON LOS ELEMENTOS SOCIALES

Lo que hace que sean múltiples las formas de las constituciones es, precisamente, la
multiplicidad de los elementos que constituyen siempre al Estado. En primer lugar, todo
Estado se compone de familias, como puede verse; y luego en esta multitud de hom-
bres necesariamente los hay ricos, pobres y de mediana fortuna. Lo mismo entre los
ricos que entre los pobres, hay unos que tienen armas y otros que no las tienen. En el
pueblo encontramos labradores, mercaderes y artesanos, y hasta en las clases superio-
res hay muchos grados de riqueza y de propiedad, según que éstas son más o menos
extensas. El sostenimiento de los caballos, por ejemplo, es un gasto que, en general,
sólo los ricos pueden soportar. Así es que en los antiguos tiempos todos los Estados
cuya fuerza militar estaba constituida por la caballería eran Estados oligárquicos. La
caballería era entonces la única arma que se conocía para atacar a los pueblos vecinos,
como lo atestigua la historia de Eretria Calcis, de Magnesia, situada a orillas del Mean-
dro, y de muchas otras ciudades de Asia. A las distinciones que nacen de la fortuna es
preciso unir las que proceden del nacimiento, de la virtud y de tantas otras circunstan-
cias que hemos indicado al tratar de la aristocracia y al enumerar los elementos indis-
pensables de todo Estado. Pues bien, estos elementos pueden tomar parte en el poder,
sea en su totalidad, sea en mayor o menor número. De aquí se sigue evidentemente
que las especies de constituciones deben ser por necesidad tan diversas como estos
mismos elementos lo son entre sí, y según sus especies diferentes. La constitución no
es otra cosa que la repartición regular del poder, que se divide siempre entre los aso-
ciados, sea en razón de su importancia particular, sea en virtud de cierto principio de
igualdad común; es decir, que se puede dar una parte a los ricos y otra a los pobres, o
dar a todos derechos comunes, de manera que las constituciones serán necesariamen-
te tan numerosas como lo son las combinaciones posibles entre las partes del Estado,
en razón de su superioridad respectiva y de sus diferencias.
Parece que podrían admitirse dos especies principales en estas partes, a la manera
que se reconocen dos clases de vientos, los del norte y los del mediodía, de los cuales
son los demás como derivaciones. En política tendremos la democracia y la oligarquía,
porque se supone que la aristocracia no es más que una forma de la oligarquía con la
cual se confunde, así como lo que se llama república no es más que una forma de la
democracia a manera que el viento del oeste se deriva del viento norte, y el del este del
viento del mediodía. Algunos autores han llevado la comparación más lejos. En la ar-
monía, dicen, no se reconocen más que dos modos fundamentales, el dórico y el frigio;
y, según este sistema, todas las demás combinaciones se refieren a uno o a otro de
estos dos modos.
Dejaremos aparte esas divisiones arbitrarias de los gobiernos que comúnmente se
adoptan prefiriendo la que nosotros hemos dado como más verdadera y exacta. Según
nosotros, no hay más que dos constituciones, o, si se quiere, una sola bien combinada,
de la cual todas las demás se derivan y son degeneraciones. Si en música todos los
modos se derivan de un modo perfecto de armonía, aquí todas las constituciones se
derivan de la constitución modelo; y son oligárquicas si el poder está concentrado y es
más despótico; democráticas, si los resortes de aquél aparecen más quebrantados y
son más suaves.
Es un error grave, aunque muy común, hacer descansar exclusivamente la democra-
cia en la soberanía del número; porque en las mismas oligarquías, y puede decirse que
en todas partes, la mayoría es siempre soberana. De otro lado, la oligarquía no consiste
tampoco en la soberanía de la minoría. Supongamos un Estado compuesto de mil tres-
cientos ciudadanos, y que mil de ellos, que son ricos, despojan de todo poder político a
los otros trescientos, que aunque pobres, son tan libres como los otros e iguales en to-
do, excepto en la riqueza; dada esta hipótesis, ¿podrá decirse que tal Estado es demo-
crático? Y en igual forma, si los pobres, estando en minoría, son superiores políticamen-
te a los ricos, aunque estos últimos sean más numerosos, tampoco se podrá decir que
esta sea una oligarquía, si los otros ciudadanos, los ricos, están alejados del gobierno.
Ciertamente, es más exacto decir que hay democracia allí donde la soberanía reside en
todos los hombres libres, y oligarquía, donde pertenece exclusivamente a los ricos. Que
los pobres estén en mayoría o que estén en minoría los ricos, son circunstancias se-
cundarias; pero la mayoría es libre, y es la minoría la que es rica. Si el poder se repar-
tiera según la estatura y la hermosura, como se dice que se hace en Etiopía, resultaría
una oligarquía, porque la hermosura y la elevada estatura son condiciones muy poco
comunes. No sería error menos grave el fundar únicamente los derechos políticos sobre
bases tan deleznables. Como la democracia y la oligarquía encierran muchas clases de
elementos, es preciso proceder con cautela en este punto. No hay democracia allí don-
de cierto número de hombres libres que están en minoría mandan sobre una multitud
que no goza de libertad. Citaré a Apolonia4, situada en el golfo jónico, y a Tera5. En es-
tas dos ciudades pertenecía el poder a algunos ciudadanos de nacimiento ilustre, que
eran los fundadores de las colonias, con exclusión de la inmensa mayoría. Tampoco
hay democracia cuando la soberanía reside en los ricos, ni aun suponiendo que al mis-
mo tiempo estén en mayoría, como sucedió hace tiempo en Colofón6, donde antes de la
guerra de Lidia los más de los ciudadanos poseían fortunas considerables. No hay ver-
dadera democracia sino allí donde los hombres libres, pero pobres, forman la mayoría y
son soberanos. No hay oligarquía más que donde los ricos y los nobles, siendo pocos
en número, ejercen la soberanía.
4. Apolonia era una colonia de Corinto.
5. Tera, pequeña isla próxima a Creta.
6. Colofón, ciudad de Jonia.

Estas consideraciones bastan para probar que las constituciones pueden ser numero-
sas y diversas, y por qué lo son. A esto debe añadirse que hay muchas especies en las
constituciones de que hablamos aquí. ¿Cuáles son estas formas políticas? ¿Cómo na-
cen? Es lo que vamos a examinar, partiendo siempre de los principios que antes hemos
expuesto.
Se nos concede que todo Estado se compone, no de una sola parte, sino de muchas;
pues bien, cuando en historia natural se quieren conocer todas las especies del reino
animal, se comienza por determinar los órganos indispensables de todo animal; por
ejemplo, algunos de los sentidos que tienen, los órganos de la nutrición que reciben y
digieren los alimentos, como la boca y el estómago, y, además, el aparato locomotor de
cada especie. Suponiendo que no haya más órganos que éstos, pero que fuesen seme-
jantes entre sí, esto es que, por ejemplo, la boca, el estómago, los sentidos y también el
aparato de la locomoción no se pareciesen, el número de las combinaciones de los
mismos que se dieran en la realidad daría lugar a otras tantas especies distintas de
animales; porque es imposible que una misma especie tenga un mismo órgano, boca u
oído, de muchas y diferentes clases. Todas las combinaciones posibles de estos órga-
nos bastarán para constituir especies nuevas de animales, y estas especies serán, pre-
cisamente, tan múltiples cuanto puedan serlo las combinaciones de los órganos indis-
pensables.
Esto se aplica exactamente a las formas políticas de que tratamos aquí; porque el Es-
tado, como he dicho muchas veces, se compone, no de un solo elemento, sino de ele-
mentos muy numerosos.
De un lado, una clase numerosa, la de los labradores, prepara las subsistencias para
la sociedad; de otro, los artesanos forman otra clase dedicada a todas las artes sin las
cuales la ciudad no podría existir y que son, unas absolutamente necesarias, otras de
adorno y de las que nos procuran ciertos goces. Una tercera clase es la de los comer-
ciantes, en otros términos, la de los que venden y compran en los grandes mercados y
establecimientos; una cuarta clase se compone de mercenarios, una quinta de guerre-
ros, clase tan indispensable como las precedentes, si el Estado quiere defenderse de
las invasiones y evitar el caer en la esclavitud; porque ¿es posible suponer que un Es-
tado, verdaderamente digno de este nombre, pueda nunca ser considerado como es-
clavo por naturaleza? El Estado se basta necesariamente a sí mismo; el esclavo, no.
En la República de Platón se trata de esta cuestión de una manera ingeniosa, pero in-
suficiente. Sócrates da en ella por sentado que el Estado se compone de cuatro clases
completamente indispensables: tejedores, labradores, zapateros y albañiles. Encon-
trando después esta asociación incompleta, añade el herrero, el pastor y, por último, el
negociante y el mercader, y con esto cree que ha llenado todos los vacíos de su plan
primitivo. Así que a sus ojos todo Estado se forma solamente para satisfacer las necesi-
dades materiales, y no en primer término para un fin moral7, el cual, según Platón, no es
más indispensable que los zapateros y labradores. Sócrates ni aun quiere la clase de
guerreros, sino para el momento en que el Estado, una vez aumentado su territorio, se
encuentre en contacto y en guerra con los pueblos vecinos. Pero entre estas cuatro
clases o más de asociados que enumera Platón, es absolutamente preciso que haya un
individuo que administre justicia y regule los derechos de cada uno; y si se admite que
en el ser animado el alma es la parte esencial con preferencia al cuerpo, ¿no deberá
reconocerse también que sobre estos elementos necesarios para la satisfación de las
necesidades inevitables de la existencia se encuentra también en el Estado la clase de
guerreros y la de los árbitros de la justicia social? ¿Y no debe añadirse a estas dos la
clase que decide los intereses generales del Estado, atribución especial de la inteligen-
cia política? Que todas estas funciones estén aisladas y repartidas entre ciertos indivi-
duos o que se ejerzan todas por las mismas manos, poco importa a nuestro razona-
miento, porque muchas veces la función del guerrero y la del labrador se encuentran
reunidas; pero si es preciso admitir como elementos del Estado a los unos y a los otros,
no es, en verdad, el elemento guerrero el menos necesario. A éstas añado yo una sép-
tima clase, que contribuye con su fortuna a los servicios públicos, que es la de los ricos;
después, una octava, la de los administradores de Estado, de aquellos que se consa-
gran al desempeño de las magistraturas, puesto que el Estado no puede existir sin ma-
gistrados, y, por consiguiente, necesita de ciudadanos que sean capaces de mandar a
los demás y que se consagren a este servicio público, sea por toda la vida, sea tempo-
ral y alternativamente. Queda, en fin, esta porción del Estado, de que acabamos de
hablar, que decide los negocios generales y juzga en las contiendas particulares.
7. Esta crítica no es exacta, porque Platón sólo habla de la sociedad material (prima
civitas), y el fin moral se encuentra en su República y en sus Leyes. Ginés Sepúlveda,
pág. 217.
Si es, por tanto, una necesidad para el Estado la equitativa y justa organización de to-
dos estos elementos, lo será igualmente que haya entre todos los hombres llamados al
poder cierto número de ellos que estén dotados de virtud.
Se supone, generalmente, que muchas funciones pueden sin inconveniente acumu-
larse y que un mismo individuo puede ser a la vez guerrero, labrador, artesano, juez y
senador. Además, todos los hombres reivindican su parte de mérito y se creen capaces
de desempeñar casi todos los empleos; pero las únicas cosas que no se pueden acu-
mular son la pobreza y la riqueza, y por esto los ricos y los pobres son las dos porciones
más distintas del Estado. Por otra parte, como ordinariamente los pobres están en ma-
yoría y los ricos en minoría, se les considera como dos elementos políticos completa-
mente opuestos. Consecuencia de esto es que el predominio de los unos o de los otros
constituye la diferencia entre las constituciones, que por tanto quedan, al parecer, redu-
cidas solamente a dos: la democracia y la oligarquía.
Hemos, pues, demostrado que existen muchas especies de constituciones, y hemos
expresado la causa; y ahora vamos a probar que hay también muchas especies de de-
mocracias y de oligarquías.

CAPÍTULO IV

ESPECIES DIVERSAS DE DEMOCRACIA

Esta multiplicidad de especies en la democracia y en la oligarquía es una consecuen-


cia evidente de los razonamientos que preceden, puesto que hemos reconocido que en
la clase inferior hay muchos grados y que la que se llama clase distinguida no los tiene
menos. En la clase inferior pueden reconocerse los labradores, los artesanos, los co-
merciantes, ya vendan o compren, y las gentes de mar, ya sean militares, navegantes
costaneros o pescadores. Muchas veces, cada una de estas profesiones diversas com-
prende una infinidad de individuos. Bizancio y Tarento están pobladas de pescadores;
Atenas, de marineros; Egina8 y Quíos, de negociantes; Ténedos9, de comerciantes de
cabotaje. También pueden comprenderse en la clase inferior los obreros, las personas
que no tienen bastante fortuna para vivir sin trabajar, los que son ciudadanos y libres
sólo por el lado del padre o de la madre, y, en fin, todos aquellos cuyos medios de exis-
tencia se aproximan a los de los que acabamos de enumerar. En la clase elevada, las
distinciones se fundan en la fortuna, la nobleza, el mérito, la instrucción, y en otras cir-
cunstancias análogas.
La igualdad es la que caracteriza la primera especie de democracia y la igualdad fun-
dada por la ley en esta democracia significa que los pobres no tendrán derechos más
extensos que los ricos, y que ni unos ni otros serán exclusivamente soberanos, sino que
lo serán todos en igual proporción. Por tanto, si la libertad y la igualdad son, como se
asegura, las dos bases fundamentales de la democracia, cuanto más completa sea esta
igualdad en los derechos políticos, tanto más se mantendrá la democracia en toda su
pureza; porque siendo el pueblo en este caso el más numeroso, y dependiendo la ley
del dictamen de la mayoría, esta constitución es necesariamente una democracia. Esta
es la primera especie de democracia.
8. Egina, cerca de las costas del África.
9. Ténedos, isla del mar Egeo, colonia doria.

Después de ella viene otra, en la que las funciones públicas se obtienen con arreglo a
una renta, que de ordinario es muy moderada. Los empleos en esta democracia deben
ser accesibles a todos los que tengan la renta fijada, e inaccesibles para todos los de-
más. En una tercera especie de democracia, todos los ciudadanos cuyo derecho no se
pone en duda obtienen las magistraturas, pero la ley reina soberanamente. En otra,
basta para ser magistrado ser ciudadano con cualquier título, dejándose aún la sobera-
nía a la ley. Una quinta especie tiene las mismas condiciones, pero traspasa la sobera-
nía a la multitud, que reemplaza a la ley; porque entonces la decisión popular, no la ley,
lo resuelve todo. Esto es debido a la influencia de los demagogos.
En efecto, en las democracias en que la ley gobierna, no hay demagogos, sino que
corre a cargo de los ciudadanos más respetados la dirección de los negocios. Los de-
magogos sólo aparecen allí donde la ley ha perdido la soberanía. El pueblo entonces es
un verdadero monarca, único, aunque compuesto por la mayoría, que reina, no indivi-
dualmente, sino en cuerpo. Homero10 ha censurado la multiplicidad de jefes, pero no
puede decirse si quiso hablar, como hacemos aquí, de un poder ejercido en masa o de
un poder repartido entre muchos jefes, ejercido por cada uno en particular. Tan pronto
como el pueblo es monarca, pretende obrar como tal, porque sacude el yugo de la ley y
se hace déspota, y desde entonces los aduladores del pueblo tienen un gran partido.
Esta democracia es en su género lo que la tiranía es respecto del reinado. En ambos
casos encontramos los mismos vicios, la misma opresión de los buenos ciudadanos; en
el uno mediante las decisiones populares, en el otro mediante las órdenes arbitrarias.
Además, el demagogo y el adulador tienen una manifiesta semejanza. Ambos tienen un
crédito ilimitado; el uno cerca del tirano, el otro cerca del pueblo corrupto. Los demago-
gos, para sustituir la soberanía de los derechos populares a la de las leyes, someten
todos los negocios al pueblo porque su propio poder no puede menos de sacar prove-
cho de la soberanía del pueblo de quien ellos soberanamente disponen, gracias a la
confianza que saben inspirarle. Por otra parte, todos los que creen tener motivo para
quejarse de los magistrados, apelan al juicio exclusivo del pueblo; éste acoge de buen
grado la reclamación, y todos los poderes legales quedan destruidos. Con razón puede
decirse que esto constituye una deplorable demagogia, y que no es realmente una
constitución; pues sólo hay constitución allí donde existe la soberanía de las leyes. Es
preciso que la ley decida los negocios generales, como el magistrado decide los nego-
cios particulares en la forma prescrita por la constitución. Si la democracia es una de las
dos especies principales de gobierno, el Estado donde todo se resuelve de plano me-
diante decretos populares no es, a decir verdad, una democracia, puesto que tales de-
cretos no pueden nunca dictar resoluciones de carácter general legislativo.
He aquí lo que teníamos que decir sobre las formas diversas de la democracia.
10. Homero, Ilíada, cap. II, v. 204.

CAPÍTULO V

ESPECIES DIVERSAS DE OLIGARQUÍA

El carácter distintivo de la primera especie de oligarquía es la fijación de un censo


bastante alto, para que los pobres, aunque estén en mayoría, no puedan aspirar al po-
der, abierto sólo a los que poseen la renta fijada por la ley. En una segunda especie, el
censo exigido para tomar parte en el gobierno es de consideración, y el cuerpo de ma-
gistrados tiene el derecho de elegir sus propios miembros. Sin embargo, es preciso de-
cir que si la elección ha de recaer entre todos los incluidos en el censo, la institución
parece más bien aristocrática; y sólo es oligárquica cuando el círculo de la elección es
limitado. Una tercera especie de oligarquía se funda en la sucesión, a manera de
herencia, en los empleos que pasan de padre a hijo. En otra, la cuarta, se une a este
principio hereditario el de la soberanía de los magistrados, la cual sustituye al reinado
de la ley. Esta última forma corresponde perfectamente a la tiranía en los gobiernos
monárquicos; y en las democracias, a la especie de que últimamente hemos hablado.
Esta especie de oligarquía se llama dinastía11 o gobierno de la fuerza.
11. Esta palabra significa propiamente el gobierno hereditario de los fuertes, que es
para Aristóteles el último término de la oligarquía. Sainte-Croix cree que debe traducirse
con el término politiranía, que no es muy exacto, pero responde al pensamiento del au-
tor. B. S.

Tales son las formas diversas de oligarquía y de democracia. Es preciso, sin embar-
go, añadir aquí una observación importante, y es que muchas veces, aunque la consti-
tución no sea democrática, el gobierno, efecto de la tendencia de las costumbres y de
los espíritus, es popular; y recíprocamente en otros casos, aunque la constitución legal
sea más bien democrática, la tendencia de las costumbres y de los espíritus es oligár-
quica. Pero esta discordancia es casi siempre el resultado de una revolución, y nace de
que se evita hacer innovaciones bruscas; y prefiriendo contentarse con usurpaciones
progresivas y de poca consideración, se dejan en pie las leyes anteriores; pero los jefes
de la revolución no son por eso menos dueños del Estado.
Es una consecuencia evidente de los principios antes sentados que no hay otras es-
pecies de democracias y de oligarquías que las que hemos dicho. En efecto, necesa-
riamente, los derechos políticos han de pertenecer a todas las partes del pueblo enume-
radas más arriba, o sólo a algunas de ellas con exclusión de las demás. Cuando los
agricultores y los hombres de mediana fortuna son soberanos en el Estado, éste debe
ser regido por la ley, puesto que los ciudadanos ocupados en los trabajos a que deben
su subsistencia no tienen el tiempo de sobra necesario para dedicarse a los negocios
públicos; ellos se remiten para esto a la ley, y no se reúnen en la asamblea política sino
en los casos absolutamente indispensables. Por lo demás, los derechos pertenecen, sin
ninguna distinción, a todos los empadronados en el censo legal; porque si no se hiciera
esta prerrogativa completamente general, se constituiría una oligarquía. Pero como la
mayor parte de los ciudadanos no tiene una renta segura, les falta tiempo para ocupar-
se de los asuntos generales; y he aquí cómo se establece esta primera especie de de-
mocracia.
La especie que viene en segundo lugar en el orden que hemos trazado es aquella en
la que todos los ciudadanos de cuyo origen no se duda tienen derechos políticos, aun-
que realmente sólo los gozan los que pueden vivir sin trabajar. En esta democracia, las
leyes son todavía soberanas, porque los ciudadanos, en general, no son bastante ricos,
ni tienen bastantes rentas propias.
En la tercera especie, basta ser libre para poseer derechos políticos. Pero aquí tam-
bién la necesidad de trabajar impide a casi todos los ciudadanos el ejercerlos: y la sobe-
ranía de la ley no es menos indispensable que en las dos primeras especies.
La cuarta es la más moderna, cronológicamente hablando. Habiendo alcanzado más
extensión los Estados, que la tenían escasa en un principio, y aumentado su bienestar
con el crecimiento de las rentas públicas, la multitud adquirió, a causa de su importan-
cia, todos los derechos políticos; y los ciudadanos pudieron entonces consagrarse en
común a la dirección de los negocios generales, porque tenían tiempo de sobra, y se
procuró a los menos acomodados, por medio de indemnizaciones, el tiempo necesario
para consagrarse también a la cosa pública. Estos mismos ciudadanos pobres son los
más desocupados, puesto que no tienen intereses particulares de que cuidar, circuns-
tancia que con tanta frecuencia no permitía a los ricos concurrir a las asambleas del
pueblo y a los tribunales de que son miembros, y así la multitud se hace soberana, ocu-
pando el lugar de las leyes.
Tales son las causas necesarias que determinan el número y las diversidades de las
democracias.
La primera especie de oligarquía es aquella en la que la mayoría de los ciudadanos
posee riquezas inferiores a las de que acabamos de hablar, y que son de poca conside-
ración. El poder se atribuye a todos aquellos que tienen la renta legal; y el ser tantos los
ciudadanos que adquieren de esta manera los derechos políticos ha sido causa de que
se haya atribuido la soberanía a la ley y no a los hombres. Estando muy distantes a
causa de su número de la unidad monárquica, y siendo muy poco ricos para vivir en un
ocio absoluto, y no bastante pobres para deber vivir a expensas del Estado, tienen ne-
cesidad de proclamar la ley soberana, en vez de hacerse ellos mismos soberanos. Si
suponemos que los poseedores de renta son menos numerosos que en la primera hipó-
tesis, y las fortunas más pingües, tendremos la segunda especie de oligarquía. La am-
bición entonces se aviva con el poder, y los ricos nombran ellos mismos entre los de-
más ciudadanos a los que habrán de desempeñar los empleos del gobierno. Poco po-
derosos aún para reinar sobre la ley, lo son bastante, sin embargo, para hacer dictar la
que les concede estas inmensas prerrogativas. Concentrando en un número de manos
todavía menor las fortunas que han llegado ya a ser demasiado grandes, se llega al
tercer grado de la oligarquía, en el cual los miembros de la minoría desempeñan perso-
nalmente las funciones, pero conforme a la ley que las hace hereditarias. Suponiendo
en los miembros de la oligarquía un nuevo aumento de riquezas y de partidarios, este
gobierno hereditario se aproxima mucho a la monarquía. Los hombres, no la ley, reinan
en él. Esta cuarta forma de oligarquía corresponde a la última forma de democracia.
Al lado de la democracia y de la oligarquía existen otras dos formas políticas, una de
las cuales, según reconocen todos los autores y nosotros también, forma parte de las
cuatro principales constituciones, si se admite, siguiendo la opinión común, que estas
constituciones son la monarquía, la oligarquía, la democracia y la llamada aristocracia.
Una quinta forma política es aquella que recibe el nombre genérico de todas las demás,
y que se llama comúnmente república; como es muy rara, pasa desapercibida a los ojos
de los autores que pretenden enumerar las especies diversas de gobierno y que sólo
reconocen las cuatro que acabamos de indicar, como ha hecho Platón en sus dos repú-
blicas12.
Con razón se ha llamado el gobierno de los mejores a aquel de que hemos tratado
precedentemente. Este hermoso nombre de aristocracia sólo se aplica verdaderamente
con toda exactitud al Estado compuesto de ciudadanos que son virtuosos en toda la
extensión de la palabra, y que no se limitan a tener sólo alguna virtud particular. Este
Estado es el único en que el hombre de bien y el buen ciudadano se confunden en una
identidad absoluta. En todos los demás sólo se tiene la virtud que está en relación con
la constitución particular bajo que se vive. También hay otras combinaciones políticas
que, diferenciándose de la oligarquía y de lo que se llama república, reciben el nombre
de aristocracias; estos son los sistemas en que los magistrados son escogidos tomando
en cuenta el mérito, por lo menos tanto como la riqueza. Este gobierno entonces se
aleja de la oligarquía y de la república, y toma el nombre de aristocracia; y es que, en
efecto, no hay necesidad de que la virtud sea el objeto especial del Estado mismo, para
que encierre en su seno ciudadanos tan distinguidos por sus virtudes como pueden ser-
lo los de la aristocracia. Así pues, cuando la riqueza, la virtud y la multitud tienen dere-
chos políticos, la constitución puede ser todavía aristocrática, como en Cartago; y cuan-
do la ley se limita, como en Esparta, a los dos últimos elementos, la virtud y la multitud,
la constitución es una mezcla de democracia y de aristocracia. Y así, la aristocracia,
además de su primera y más perfecta especie, tiene también las dos formas que aca-
bamos de decir, y hasta una tercera que presentan todos los Estados que se inclinan
más que la república propiamente dicha hacia el principio oligárquico.
12. La República y las Leyes.
CAPÍTULO VI

IDEA GENERAL DE LA REPÚBLICA

No nos quedan ya más que dos gobiernos de que ocuparnos: del que se llama vul-
garmente república y de la tiranía. Si coloco aquí la república, aunque no sea un gobier-
no degradado, como no lo son tampoco las aristocracias de que acabamos de hablar, lo
hago porque, a decir verdad, todos los gobiernos sin excepción no son más que corrup-
ciones de la constitución perfecta. Pero se clasifica ordinariamente la república entre
estas aristocracias; ella da, como éstas, origen a otras formas menos puras aún, como
dije al principio. La tiranía debe, necesariamente, ocupar el último puesto, porque no es
un verdadero gobierno; lo es menos aún que cualquiera otra forma política; y nuestras
indagaciones sólo tienen por fin el estudio de los gobiernos. Después de haber indicado
los motivos de nuestra clasificación, pasemos al examen de la república. Ahora conoce-
remos mejor su verdadero carácter, después del examen que hemos hecho de la de-
mocracia y de la oligarquía; porque la república no es más que una combinación de
estas dos formas.
Es costumbre dar el nombre de república a los gobiernos que se inclinan a la demo-
cracia, y el de aristocracia a los que se inclinan a la oligarquía; y esto consiste en que la
ilustración y la nobleza son ordinariamente patrimonio de los ricos; los cuales, además,
se ven colmados ampliamente con aquellos dones que muchas veces compran otros
por medio del crimen, y que aseguran a sus poseedores un renombre de virtud y una
alta consideración. Como el sistema aristocrático tiene por fin dar la supremacía política
a estos ciudadanos eminentes, se ha pretendido deducir de aquí que las oligarquías se
componen, en general, de hombres virtuosos y apreciables. Parece imposible que un
gobierno dirigido por los mejores ciudadanos no sea excelente, no debiendo darse un
mal gobierno sino en Estados regidos por hombres corruptos. Y, recíprocamente, pare-
ce imposible que donde la administración no es buena el Estado sea gobernado por los
mejores ciudadanos. Pero es preciso observar que las buenas leyes no constituyen por
sí solas un buen gobierno, y que lo que importa, sobre todo, es que estas leyes buenas
sean observadas. No hay, pues, buen gobierno sino dónde en primer lugar se obedece
la ley, y después, la ley a que se obedece, está fundada en la razón; porque podría
también prestarse obediencia a leyes irracionales. La excelencia de la ley puede, por lo
demás, entenderse de dos maneras: la ley es la mejor posible, relativamente a las cir-
cunstancias; o la mejor posible de una manera general y en absoluto.
El principio esencial de la aristocracia consiste, al parecer, en atribuir el predominio
político a la virtud; porque el carácter especial de la aristocracia es la virtud, como la
riqueza es el de la oligarquía, y la libertad el de la democracia. Todas tres admiten, por
otra parte, la supremacía de la mayoría, puesto que, en unas como en otras, la decisión
acordada por el mayor número de miembros del cuerpo político tiene siempre fuerza de
ley. Si los más de los gobiernos toman el nombre de república, es porque casi todos
aspiran únicamente a combinar los derechos de los ricos y de los pobres, de la fortuna y
de la libertad; pues la riqueza, al parecer, ocupa casi en todas partes el lugar del mérito
y de la virtud.
Tres elementos se disputan en el Estado la igualdad: la libertad, la riqueza y el mérito.
No hablo de otro que se llama nobleza, porque no es más que la consecuencia de otros
dos, puesto que la nobleza es una antigüedad en riqueza y en talento. Pues bien, la
combinación de los dos primeros elementos produce evidentemente la república, y la
combinación de todos tres produce la aristocracia más bien que ninguna otra forma.
Téngase en cuenta que yo siempre clasifico y pongo aparte la verdadera aristocracia de
que he hablado al principio.
Hemos demostrado, pues, que al lado de la monarquía, de la democracia y de la oli-
garquía, existen otros sistemas políticos. Hemos explicado la naturaleza de estos siste-
mas, las distintas aristocracias y las diferencias que hay entre las repúblicas y las aris-
tocracias; pudiendo verse claramente que todas estas formas están menos distantes las
unas de las otras de lo que podría creerse.

CAPÍTULO VII

MÁS SOBRE LA REPÚBLICA

En vista de estas primeras consideraciones, examinaremos ahora cómo la república


propiamente dicha se establece al lado de la oligarquía y de la democracia, y cómo de-
be constituirse. Esta indagación tendrá, además, la ventaja de que mediante ella po-
dremos fijar claramente los límites de la oligarquía y de la democracia; porque, tomando
algunos principios de estas dos constituciones tan opuestas, hemos de formar la repú-
blica como se forma un símbolo amistoso, uniendo las partes separadas13.
13. «Como el escote que hacen los amigos para un convite», Ginés Sepúlveda en su
comentario. Saint-Hilaire dice «que este símbolo u objeto de reconocimiento es una
cosa compuesta de dos partes, que pueden fácilmente separarse primero y unirse des-
pués. Dos personas que se amaban tiernamente partían entre sí el símbolo, como
prenda de fidelidad y como recuerdo»; costumbre delicada y muy antigua, que subsiste
aún hoy en algunos pueblos.

Hay tres modos posibles de combinación y de mezcla. En primer lugar, puede reunir-
se la legislación de la oligarquía y la de la democracia relativa a una materia dada, por
ejemplo, al poder judicial. Así en la oligarquía se condena al rico a una multa si no con-
curre al tribunal, y no se da nada al pobre cuando concurre; en las democracias, por el
contrario, hay indemnización para los pobres y no hay multa para los ricos. La reunión
de ambas es un término medio y común de estas instituciones diversas: multa para los
ricos, indemnización para los pobres; y esta institución nueva es republicana, porque no
es más que la mezcla de las otras dos. Este es el primer modo de combinación. El se-
gundo consiste en tomar un término medio entre las disposiciones adoptadas por la
oligarquía y las de la democracia. En un lado, por ejemplo, el derecho de entrar en la
asamblea política se adquiere sin ninguna condición de riqueza, o, por lo menos, con
arreglo a un censo moderado; en otro, por el contrario, se exige una renta extremada-
mente elevada; el término medio consiste en no adoptar ninguna de estas dos tasas y
tomar el medio proporcional entre las dos.
En tercer lugar, se puede tomar, a la vez, de la ley oligárquica y de la democrática. Y
así el uso de la suerte para la designación de los magistrados es una institución demo-
crática. El principio de la elección, por el contrario, es oligárquico; así como no exigir
renta para el desempeño de las magistraturas es democrático, y el exigirlo es oligárqui-
co. La aristocracia y la república aceptarán estas dos disposiciones, tomando de la oli-
garquía la elección y de la democracia la suspensión del censo. He aquí cómo pueden
combinarse la oligarquía y la democracia.
Mas para que el resultado de estas combinaciones sea una mezcla perfecta de oligar-
quía y de democracia, es preciso que al Estado, producto de la misma, se le pueda lla-
mar indiferentemente oligárquico o democrático, porque esto es evidentemente lo que
se entiende por una mezcla perfecta. Ahora bien, el término medio tiene esta cualidad,
porque en él se encuentran los dos extremos. Se puede citar como ejemplo la constitu-
ción de Lacedemonia. Por una parte, muchos afirman que es una democracia, porque,
efectivamente, se descubren en ella muchos elementos democráticos; por ejemplo, la
educación común de los hijos, que es exactamente la misma para los de los ricos que
para los de los pobres, educándose aquéllos precisamente como podrían serlo éstos; la
igualdad, que continúa hasta en la edad siguiente y cuando son ya hombres, sin distin-
ción alguna entre el rico y el pobre; después, la igualdad perfecta en las comidas en
común; la identidad de trajes, que hace que el rico ande vestido como un pobre cual-
quiera; en fin, la intervención del pueblo en las dos grandes magistraturas, la de los se-
nadores, que son por él elegidos, y la de los éforos, que salen de su seno. Por otra par-
te, se sostiene que la constitución de Esparta es una oligarquía, porque realmente en-
cierra muchos elementos oligárquicos; así los cargos públicos son todos electivos y no
se confiere ni uno solo a la suerte; y algunos magistrados, pocos en número, acuerdan
soberanamente el destierro o la muerte, aparte de otras instituciones no menos oligár-
quicas.
Una república en la que se combinan perfectamente la oligarquía y la democracia de-
be parecer, a la vez, una y otra cosa, sin ser precisamente ninguna de las dos. Debe
poder sostenerse por sus propios principios, y no mediante auxilios extraños; y cuando
digo que ha de sostenerse por sí misma, no entiendo que deba hacerlo rechazando de
su seno la mayor parte de los que quieren participar del poder, cosa que puede alcanzar
lo mismo un gobierno bueno que uno malo, sino consiguiendo el acuerdo unánime de
todos los ciudadanos, ninguno de los cuales querrá mudar de gobierno.
No hay para qué llevar más adelante estas observaciones sobre los medios de consti-
tuir la república y todas las demás formas políticas llamadas aristocráticas.

CAPÍTULO VIII

BREVES CONSIDERACIONES SOBRE LA TIRANÍA

Nos falta hablar de la tiranía, de que debemos ocuparnos, no porque merezca que
nos detengamos en ella mucho tiempo, sino tan sólo para completar nuestras indaga-
ciones, en las cuales debe ser comprendida, puesto que la hemos incluido entre las
formas posibles de gobierno. Hemos tratado antes del reinado, fijándonos sobre todo en
el reinado propiamente dicho, es decir, en el reinado absoluto; y hemos hecho ver sus
ventajas y sus peligros, su naturaleza, su origen y sus aplicaciones diversas. En el cur-
so de estas consideraciones sobre el reinado hemos indicado dos formas de tiranía,
porque estas dos formas se aproximan bastante al reinado, y tienen, como ésta, en la
ley su fundamento. Hemos dicho que algunas naciones bárbaras escogen jefes absolu-
tos, y que en tiempos muy remotos los griegos se sometieron a monarcas de este géne-
ro, llamados esimenetas. Entre estos poderes había, por otra parte, algunas diferencias:
eran reales, en cuanto debían a la ley y a la voluntad de los súbditos su existencia; pero
eran tiránicos en cuanto su ejercicio era despótico y completamente arbitrario. Queda
una tercera especie de tiranía, que, al parecer, merece más particularmente este nom-
bre, y que corresponde al reinado absoluto. Esta tiranía no es otra que la monarquía
absoluta, la cual, sin responsabilidad alguna y sólo en interés del señor, gobierna a
súbditos que valen tanto o más que él sin consultar para nada los intereses particulares
de los mismos. Este es un gobierno de violencia, porque no hay corazón libre que sufra
con paciencia una autoridad semejante. Creemos haber dicho bastante sobre la tiranía,
el número de sus formas y las causas que las producen.

CAPÍTULO IX

CONTINUACIÓN DE LA TEORÍA DE LA REPÚBLICA


PROPIAMENTE DICHA

¿Cuál es la mejor constitución? ¿Cuál es la mejor organización para la vida de los Es-
tados en general y de la mayoría de los hombres, dejando a un lado aquella virtud que
es superior a las fuerzas ordinarias de la humanidad, y aquella instrucción que exige
disposiciones naturales y circunstancias muy felices, y sin pensar tampoco en una cons-
titución ideal, sino limitándonos, respecto de los individuos, a la vida que los más de
ellos pueden hacer, y respecto de los Estados, a aquel género de constitución que casi
todos ellos pueden darse? Las aristocracias vulgares, de que deseamos hablar aquí, o
están fuera de las condiciones de la mayor parte de los Estados existentes, o se
aproximan a eso que se llama república. Examinaremos, pues, estas aristocracias y la
república como si formasen un solo y mismo género; los elementos del juicio que hemos
de formar sobre ambas son perfectamente idénticos.
Si hemos tenido razón para decir en la Moral que la felicidad consiste en el ejercicio
fácil y permanente de la virtud, y que la virtud no es más que un medio entre dos extre-
mos, se sigue de aquí, necesariamente, que la vida más sabia es la que se mantiene en
este justo medio, contentándose siempre con esta posición intermedia que cada cual
puede conseguir.
Conforme a los mismos principios, se podrá juzgar evidentemente la excelencia o los
vicios del Estado o de la constitución, porque la constitución es la vida misma del Esta-
do. Todo Estado encierra tres clases distintas: los ciudadanos muy ricos, los ciudadanos
muy pobres y los ciudadanos acomodados, cuya posición ocupa un término medio entre
aquellos dos extremos. Puesto que se admite que la moderación y el medio es en todas
las cosas lo mejor, se sigue evidentemente que en materia de fortuna una propiedad
mediana será también la más conveniente de todas. Ésta, en efecto, sabe mejor que
ninguna otra someterse a los preceptos de la razón, a los cuales se da oídos con gran
dificultad cuando se goza de alguna ventaja extraordinaria en belleza, en fuerza, en
nacimiento o en riqueza; o cuando es uno extremadamente débil, oscuro o pobre. En el
primer caso, el orgullo que da una posición tan brillante arrastra a los hombres a come-
ter los mayores atentados; en el segundo, la perversidad se inclina del lado de los deli-
tos particulares; los crímenes no se cometen jamás sino por orgullo o por perversidad.
Las dos clases extremas, negligentes en el cumplimiento de sus deberes políticos en el
seno de la sociedad o en el senado, son igualmente peligrosas para la ciudad.
También es preciso decir que el hombre que tiene la excesiva superioridad que pro-
porcionan el influjo de la riqueza, lo numeroso de los partidarios o cualquiera otra cir-
cunstancia, ni quiere ni sabe obedecer. Desde niño contrae estos hábitos de indisciplina
en la casa paterna; el lujo en medio del cual ha vivido constantemente no le permite
obedecer ni aun en la escuela. Por otra parte, una extrema indigencia no degrada me-
nos. Y así, la pobreza impide saber mandar y sólo enseña a obedecer a modo de escla-
vo; la extrema opulencia impide al hombre someterse a una autoridad cualquiera, y sólo
le enseña a mandar con todo el despotismo de un señor. Entonces es cuando no se ven
en el Estado otra cosa que señores y esclavos, ningún hombre libre. De un lado, celos y
envidia; de otro, vanidad y altanería; cosas todas tan distantes de esta benevolencia
recíproca y de esta fraternidad social que es consecuencia de la benevolencia.
¡Y quién gustaría de caminar con un enemigo al lado ni por un instante! Lo que princi-
palmente necesita la ciudad son seres iguales y semejantes, cualidades que se encuen-
tran, ante todo, en las situaciones medias; y el Estado está necesariamente mejor go-
bernado cuando se compone de estos elementos, que, según nosotros, forman su base
natural. Estas posiciones medias son también las más seguras para los individuos: no
codician, como los pobres, la fortuna de otro, y su fortuna no es envidiada por nadie,
como la de los ricos lo es ordinariamente por la indigencia. De esta manera se vive lejos
de todo peligro y en una seguridad completa, sin fraguar ni temer conspiraciones. Y así,
Focílides14 decía muy sabiamente:

Un puesto modesto es el objeto de mis aspiraciones.

Es evidente que la asociación política es sobre todo la mejor cuando la forman ciuda-
danos de regular fortuna. Los Estados bien administrados son aquellos en que la clase
media es más numerosa y más poderosa que las otras dos reunidas o, por lo menos,
que cada una de ellas separadamente. Inclinándose de uno a otro lado, restablece el
equilibrio e impide que se forme ninguna preponderancia excesiva. Es, por tanto, una
gran ventaja que los ciudadanos tengan una fortuna modesta, pero suficiente para
atender a todas sus necesidades. Dondequiera que se encuentren grandes fortunas al
lado de la extrema indigencia, estos dos excesos dan lugar a la demagogia absoluta, a
la oligarquía pura o a la tiranía; pues la tiranía nace del seno de una demagogia desen-
frenada o de una oligarquía extrema con más frecuencia que del seno de las clases
medias y de las clases inmediatas a éstas. Más tarde diremos el porqué, cuando
hablemos de las revoluciones.
14. Focílides de Mileto, poeta gnómico, era contemporáneo de Solón, y uno de los
más antiguos moralistas de la Grecia, acaso el más antiguo.

Otra ventaja no menos evidente de la propiedad mediana es que sus poseedores son
los únicos que no se insurreccionan nunca. Donde las fortunas regulares son numero-
sas, hay muchos menos disturbios y disensiones revolucionarias. Las grandes ciudades
deben su tranquilidad a la existencia de las fortunas medias, que son en ellas tan nume-
rosas. En las pequeñas, por el contrario, la masa entera se divide muy fácilmente en
dos campos sin otro alguno intermedio, porque todos, puede decirse, son pobres o ri-
cos. Por esto también la propiedad mediana hace que las democracias sean más tran-
quilas y más durables que las oligarquías, en las que aquélla está menos extendida y
tiene menos poder político, porque aumentando el número de pobres, sin que el de las
fortunas medias se aumente proporcionalmente, el Estado se corrompe y llega rápida-
mente a su ruina.
Debe añadirse también, como una especie de comprobación de estos principios, que
los buenos legisladores han salido de la clase media. Solón se encontraba en este ca-
so, como lo atestiguan sus versos; Licurgo pertenecían a esta clase, puesto que no era
rey15; con Carondas y con otros muchos sucede lo mismo.
15. Puede negarse esta aserción de Aristóteles, porque Licurgo, sin ser rey, pertene-
cía a las clases elevadas, puesto que a falta de su sobrino Carilao, de quien fue tutor,
debía subir al trono.

Esto debe, igualmente, hacernos comprender la razón de que la mayor parte de los
gobiernos son o demagógicos u oligárquicos, y es porque, siendo en ellos las más de
las veces rara la propiedad mediana, todos los que dominan, sean los ricos o los po-
bres, estando igualmente distantes del término medio, se apoderan del mando para sí
solos y constituyen la oligarquía o la demagogia. Además, siendo frecuentes entre los
pobres y los ricos las sediciones y las luchas, nunca descansa el poder, cual quiera que
sea el partido que triunfe de sus enemigos, sobre la igualdad y sobre los derechos co-
munes. Como el poder es el premio del combate, el vencedor que se apodera de él crea
necesariamente uno de los dos gobiernos extremos, la democracia o la oligarquía. Así,
los mismos pueblos que han tenido alternativamente la suprema dirección de los nego-
cios de la Grecia sólo han consultado a su propia constitución para hacer predominar en
los Estados a ellos sometidos, ya la oligarquía, ya la democracia, celosos siempre de
sus intereses particulares y nada de los intereses de sus tributarios. Tampoco se ha
visto nunca entre estos dos extremos una verdadera república, o, por lo menos, se ha
visto raras veces y siempre por muy poco tiempo. Sólo ha habido un hombre16 entre los
que en otro tiempo alcanzaron el poder, que haya establecido una constitución de este
género. Desde muy atrás los hombres políticos han renunciado a buscar la igualdad en
los Estados; o tratan de apoderarse del poder, o se resignan a la obediencia cuando no
son los más fuertes.
Estas consideraciones bastan para mostrar cuál es el mejor gobierno y lo que consti-
tuye su excelencia.
En cuanto a las demás constituciones, que son las diversas formas de las democra-
cias y de las oligarquías admitidas por nosotros, es fácil ver en qué orden deben ser
clasificadas, una primero, otra después, y así sucesivamente, según que son mejores o
menos buenas y en comparación con el tipo perfecto que hemos expuesto. Necesaria-
mente, serán tanto mejores cuanto más se aproximan al término medio, y tanto peores,
cuanto más se alejen de él. Exceptúo siempre los casos especiales; quiero decir, aque-
llos en que tal constitución, aunque preferible en sí, sin embargo, es menos buena que
otra para un pueblo dado.
16. No se sabe a quién se refiere.

CAPÍTULO X

PRINCIPIOS GENERALES APLICABLES A ESTAS DIVERSAS ESPECIES DE


GOBIERNO

Pasemos a tratar una cuestión que tiene íntima conexión con las anteriores, y que se
refiere a la especie y naturaleza de los gobiernos en relación a los pueblos que hayan
de gobernarse. Hay un primer principio general que se aplica a todos los gobiernos: la
porción de la ciudad que quiere el mantenimiento de las instituciones debe ser siempre
más fuerte que la que quiere el trastorno de las mismas. En todo Estado es preciso dis-
tinguir dos cosas: la cantidad y la calidad de los ciudadanos. Por calidad entiendo la
libertad, la riqueza, las luces, el nacimiento; por cantidad entiendo la preponderancia
numérica. La calidad puede estar en una parte de los elementos políticos, y la cantidad
encontrarse en otra; y así las gentes de nacimiento oscuro pueden ser más numerosas
que las de nacimiento ilustre; los pobres más numerosos que los ricos, sin que la supe-
rioridad del número pueda compensar la diferencia en calidad. Conviene mucho tener
en cuenta todas estas relaciones proporcionadas. En dondequiera que, aun teniendo en
cuenta esta relación, la multitud de los pobres tiene la superioridad, la democracia se
establece naturalmente con todas sus combinaciones diversas, según la importancia
relativa de cada parte del pueblo. Por ejemplo, si los labradores son los más numero-
sos, tendremos la primera de las democracias, si lo son los artesanos y los mercaderes,
tendremos la última; las demás especies se clasifican igualmente entre estos dos ex-
tremos. Dondequiera que la clase rica y distinguida supera en calidad más que en nú-
mero, la oligarquía sé constituye de la misma manera con todos sus matices según la
tendencia particular de la masa oligárquica que predomina. Pero el legislador no debe
tener en cuenta más que la propiedad mediana. Si hace leyes oligárquicas, esta propie-
dad es la que ha de tener presente, si hace leyes democráticas, también en ellas debe
tener cabida esta propiedad. Una constitución no se consolida sino donde la clase me-
dia es más numerosa que las otras dos clases extremas, o, por lo menos, que cada una
de ellas. Los ricos nunca urdirán tramas temibles de concierto con los pobres; porque
ricos y pobres temen igualmente el yugo a que se someterían mutuamente. Si quieren
que haya un poder que represente el interés general, sólo podrán encontrarlo en la cla-
se media. La desconfianza recíproca que se tienen mutuamente les impedirá siempre
aceptar un poder alternativo; sólo se tiene confianza en un árbitro; y el árbitro en este
caso es la clase media. Cuanto más perfecta sea la combinación política según la que
se constituya el Estado, tanto más serán las probabilidades de permanencia que ofrez-
ca la constitución. Casi todos los legisladores, hasta los que han querido fundar gobier-
nos aristocráticos, han cometido dos errores casi iguales: primero, al conceder dema-
siado a los ricos, y después al engañar a las clases inferiores. Con el tiempo, resulta
necesariamente de un bien falso un mal verdadero; porque la ambición de los ricos ha
arruinado más Estados que la ambición de los pobres. Los especiosos artificios con que
se pretende engañar al pueblo en política hacen referencia a cinco cosas: a la asamblea
general, a las magistraturas, a los tribunales, a la posición de las armas y a los ejerci-
cios de gimnasia ". Respecto a la asamblea general, se da a todos los ciudadanos el
derecho de asistir a ella; pero se tiene cuidado de imponer una multa a los ricos, si no
concurren, o por lo menos es mucho más fuerte la que se exige a ellos que la que pa-
gan los pobres; respecto a las magistraturas, se prohíbe a los ricos, que tienen la renta
legal, la facultad de no aceptarlas, y se deja libre esta facultad a los pobres; respecto a
los tribunales, se impone una multa a los ricos que se abstienen de juzgar y se concede
la impunidad a los pobres, o si no la multa es enorme para aquéllos y casi nula para
éstos, como sucede en las leyes de Carondas. A veces basta estar inscrito en los regis-
tros civiles para tener entrada en la asamblea general y en el tribunal; pero, una vez
inscrito, si uno falta a estos dos deberes, está expuesto a que le impongan una multa
terrible, que tiene por objeto hacer que los ciudadanos se abstengan de inscribirse; no
estando inscrito, no se forma parte entonces ni de la asamblea ni del tribunal. El mismo
sistema de leyes rige respecto del uso de armas y de los ejercicios gimnásticos; se
permite a los pobres estar sin armas; se castiga con multa a los ricos que no las tienen;
y en cuanto a los gimnasios, nada de multa a los pobres, y multa a los ricos que no asis-
ten a ellos; éstos concurren por temor a la multa; aquéllos jamás se presentan, porque
no tienen este temor. Tales son los ardides puestos en práctica por las leyes en las
condiciones oligárquicas.
17. Actualmente no nos damos cuenta de la importancia política que los legisladores
antiguos daban a la gimnástica. Los gobiernos se cuidan hoy muy poco de que las ge-
neraciones nazcan contrahechas y raquíticas. La higiene pública en nuestros días es un
ramo de policía que llama poco la atención, mientras que entre los antiguos era un
asunto constitucional. La fuerza física es quizá menos necesaria en la actual civiliza-
ción; pero la salud es siempre asunto de interés. Por lo demás, en todo lo que toca al
individuo, los derechos del gobierno, tan extensos en otro tiempo, son hoy casi nulos, lo
cual es quizá una desgracia. Es indudable que si la gimnasia llegase a renacer entre
nosotros, como parecen anunciarlo algunos ensayos muy laudables, la ley debería
arreglar su uso en los establecimientos públicos, como ha arreglado los estudios en los
liceos y ciertos ejercicios corporales en las escuelas militares. Barthélemy Saint-Hilaire.

En las democracias el sistema de intriga y artificio es todo lo contrario; indemnización


para los pobres que asisten al tribunal y a la asamblea general; impunidad para los ricos
que no concurren.
Para que la combinación política sea equitativa, es preciso tomar algo de estos dos
sistemas: salario para los pobres y multa para los ricos. Entonces todos sin excepción
toman parte en los negocios del Estado; de otra manera, el gobierno sólo pertenecerá a
los unos con exclusión de los otros. El cuerpo político sólo debe componerse de ciuda-
danos armados. En cuanto al censo, no es posible fijar la cantidad de una manera abso-
luta e invariable; pero debe dársele la base más ancha posible, para que el número de
los que tengan parte en el gobierno sobrepuje al de los que queden excluidos de él. Los
pobres, aun cuando se les excluya de las funciones públicas, no reclaman y permane-
cen tranquilos con tal que no se les ultraje ni se les despoje de lo poco que poseen.
Esta equidad para los pobres no es, por lo demás, cosa tan fácil; porque los jefes de
gobierno no siempre son los más considerados de los hombres. En tiempo de guerra,
los pobres permanecerán en la inacción a consecuencia de su indigencia, a no ser que
el Estado los alimente; pero si lo hace, marcharán con gusto al combate.
En algunos Estados, para disfrutar los derechos de ciudadanía, basta no sólo llevar
las armas, sino también el haberlas llevado. En Malia, el cuerpo político se compone de
todos los guerreros; y sólo se eligen los magistrados de entre los que pertenecen al
ejército. Las primeras repúblicas que sucedieron en Grecia a los reinados se formaron
sólo de los guerreros que llevaban las armas. En su origen, todos los miembros del go-
bierno eran caballeros; porque la caballería constituía entonces toda la fuerza de los
ejércitos y aseguraba la vitoria en los combates. Verdaderamente, la infantería, cuando
carece de disciplina, presta escaso auxilio. En aquellos tiempos remotos no se conocía
aún por experiencia todo el poder de la táctica respecto de la infantería, y todas las es-
peranzas se cifraban en la caballería. Pero, a medida que los Estados se extendieron y
que la infantería tuvo más importancia, el número de los hombres que gozaban de los
derechos políticos se aumentó en igual proporción. Nuestros mayores llamaban demo-
cracia a lo que hoy llamamos nosotros república. Estos antiguos gobiernos, a decir ver-
dad, eran oligarquías o reinados; entonces escaseaban demasiado en ellos los hombres
para que la clase media pudiese ser numerosa. Como eran poco numerosos y estaban
sometidos además a un orden severo, sabían soportar mejor el yugo de la obediencia.
En resumen, hemos visto por qué las constituciones son tan múltiples; por qué existen
otras distintas que las que hemos nombrado, puesto que lo mismo la democracia que
las otras especies de gobierno pueden ofrecer diversos matices; en seguida hemos es-
tudiado las diferencias que hay entre estas constituciones y las causas que las han pro-
ducido; y, en fin, hemos visto cuál era, en general, la forma política más perfecta y cuál
era la mejor relativamente a los pueblos de cuya constitución se trate.

CAPÍTULO XI

TEORÍA DE LOS TRES PODERES EN CADA ESPECIE DE GOBIERNO: PODER


LEGISLATIVO

Volvamos ahora al estudio de todos estos gobiernos en globo y uno por uno, remon-
tándonos a los principios mismos en que descansan todos.
En todo Estado hay tres partes de cuyos intereses debe el legislador, si es entendido,
ocuparse ante todo, arreglándolos debidamente. Una vez bien organizadas estas tres
partes, el Estado todo resultará bien organizado; y los Estados no pueden realmente
diferenciarse sino en razón de la organización diferente de estos tres elementos. El pri-
mero de estos tres elementos es la asamblea general, que delibera sobre los negocios
públicos; el segundo, el cuerpo de magistrados, cuya naturaleza, atribuciones y modo
de nombramiento es preciso fijar; y el tercero, el cuerpo judicial18.
La asamblea general decide soberanamente en cuanto a la paz y a la guerra, y a la
celebración y ruptura de tratados; hace las leyes, impone la pena de muerte, la de des-
tierro y la confiscación, y toma cuentas a los magistrados. Aquí es preciso seguir nece-
sariamente uno de estos dos caminos: o dejar las decisiones todas a todo el cuerpo
político, o encomendarlas todas a una minoría, por ejemplo, a una o más magistraturas
especiales; o distribuirlas, atribuyendo unas a todos los ciudadanos y otras a algunos
solamente.
18. Montesquieu, al exponer esta teoría de los tres poderes (lib. XI, cap. VI), olvidó re-
cordar que era de Aristóteles. B. S.

El encomendarlas a la generalidad es propio del principio democrático, porque la de-


mocracia busca sobre todo este género de igualdad. Pero hay muchas maneras de ad-
mitir la universalidad de los ciudadanos al goce de los derechos que se refieren a la
asamblea pública. Pueden, en primer lugar, deliberar por secciones, como en la repúbli-
ca de Telecles de Mileto, y no en masa. Muchas veces todos los magistrados se reúnen
para deliberar; pero como son temporales sus cargos, todos los ciudadanos llegan a
serlo cuando les llega su turno, hasta que todas las tribus y las fracciones más peque-
ñas de la ciudad los han desempeñado sucesivamente. El cuerpo todo de los ciudada-
nos se reúne entonces sólo para sancionar las leyes, arreglar los negocios relativos al
gobierno mismo y oír la promulgación de los decretos de los magistrados. En segundo
lugar, aun admitiendo la reunión en masa, se la puede convocar sólo cuando se trata de
alguno de estos asuntos: de la elección de magistrados, de la sanción legislativa, de la
paz o de la guerra, y de las cuentas públicas. Se deja entonces el resto de los negocios
a las magistraturas especiales, cuyos miembros son, por otra parte, elegidos o designa-
dos por la suerte de entre la masa de los ciudadanos. Se puede, también, reservando a
la asamblea general la elección de los magistrados ordinarios, las cuentas públicas, la
paz y las alianzas, dejar los demás negocios, para cuya resolución son indispensables
luces y experiencia, a magistrados especialmente escogidos para conocer de ellos.
Resta, por último, un cuarto modo, según el cual la asamblea general tiene todas las
atribuciones sin excepción, y los magistrados, no pudiendo decidir nada soberanamen-
te, sólo tienen la iniciativa de las leyes. Este es el último grado de la demagogia, tal co-
mo existe en nuestros días, correspondiendo, como ya hemos dicho, a la oligarquía
violenta y a la monarquía tiránica.
Estos cuatro modos posibles de asamblea general son todos democráticos.
En la oligarquía, la decisión de todos los negocios está confiada a una minoría, y este
sistema admite igualmente muchos grados. Si el censo es muy moderado, y por lo mis-
mo son muchos los ciudadanos que pueden inscribirse en él; si se respetan religiosa-
mente las leyes sin violarlas jamás; y si todo individuo incluido en el censo tiene parte
en el poder, la institución oligárquica en su principio, se convierte en republicana por la
suavidad de sus formas. Si, por el contrario, no todos los ciudadanos pueden tomar par-
te en las deliberaciones, pero todos los magistrados son elegidos y observan las leyes,
el gobierno es oligárquico como el primero. Pero si la minoría, dueña soberana de los
negocios generales, se constituye por sí misma, haciéndose hereditaria y sobreponién-
dose a las leyes, tendremos necesariamente el último grado de la oligarquía.
Cuando la decisión de ciertos asuntos, como la paz y la guerra, se pone en manos de
algunos magistrados, quedando encomendado a la masa de los ciudadanos el derecho
de intervenir en las cuentas generales del Estado, y estos magistrados tienen la deci-
sión de los demás negocios, siendo, por otra parte, electivos o designados por la suerte,
el gobierno es aristocrático o republicano. Si se acude a la elección para ciertos nego-
cios y para otros a la suerte, ya entre todos, ya entre los candidatos incluidos en una
lista, o si la elección y la suerte recaen sobre la universalidad de los ciudadanos, enton-
ces el sistema es, en parte, republicano y aristocrático, y en parte, puramente republi-
cano.
Tales son todas las modificaciones de que es susceptible la organización del cuerpo
deliberante, y cada gobierno lo organiza según las relaciones que acabamos de indicar.
En la democracia, sobre todo en este género de democracia que se cree hoy más
digno de este nombre que todos los demás, en otros términos, en la democracia en que
la voluntad del pueblo está por encima de todo, hasta de las leyes, sería bueno, en inte-
rés de las deliberaciones, adoptar para los tribunales el sistema de las oligarquías. La
oligarquía se sirve de la multa para obligar a concurrir al tribunal a aquellos cuya pre-
sencia estima necesaria. La democracia, que da una indemnización a los pobres que
desempeñan funciones judiciales, debería seguir el mismo método respecto de las
asambleas generales. Conviene a la deliberación que tomen parte en ella todos los ciu-
dadanos en masa, para que se ilustre la multitud con las luces de los hombres distingui-
dos y éstos aprovechen lo que por instinto sabe la multitud. También podría tomarse un
número igual de votantes por una y por otra parte, procediéndose después a su desig-
nación por elección o por suerte. En fin, en el caso en que el pueblo supere excesiva-
mente en número a los hombres políticamente capaces, podría concederse la indemni-
zación, no a todos, sino sólo a tantos pobres como sean los ricos, y eliminar a todos los
demás.
En el sistema oligárquico es preciso, o escoger desde luego algunos individuos de en-
tre la generalidad, o constituir una magistratura, que por cierto existe ya en algunos Es-
tados, y cuyos miembros se llaman comisarios o guardadores de las leyes. La asamblea
pública en este caso sólo se ocupa de los asuntos preparados por estos magistrados.
Este es un medio de dar a las masas voz deliberativa en los negocios, sin que puedan
atentar en lo más mínimo a la constitución. También es posible conceder al pueblo úni-
camente el derecho de sancionar las disposiciones que se le presenten, sin que pueda
decidir nunca en sentido contrario. Por último, se puede conceder a las masas voz con-
sultiva, dejando la decisión suprema a los magistrados.
En cuanto a las condenaciones, es preciso tomar un camino opuesto al adoptado al
presente en las repúblicas. La decisión del pueblo debe ser soberana cuando absuelve
y no cuando condena, debiendo recurrirse en este último caso a los magistrados. El
sistema actual es detestable; la minoría puede soberanamente absolver; pero cuando
condena, abdica de su soberanía y tiene siempre cuidado de someter el fallo al juicio
del pueblo entero.
No diré más respecto del cuerpo deliberante, es decir, del verdadero soberano del Es-
tado.

CAPÍTULO XII

DEL PODER EJECUTIVO

A la cuestión de la organización de la asamblea general debe seguir la relativa a las


magistraturas. Este segundo elemento de gobierno no presenta menos variedad que el
primero desde el punto de vista del número de sus miembros, de su extensión y de su
duración. Esta duración es tan pronto de seis meses o menos, como de un año o ma-
yor. ¿Los poderes deben conferirse con carácter vitalicio, por largos plazos, o según
otro sistema? ¿Es preciso que un mismo individuo pueda ser reelegido muchas veces, o
podrá serlo sólo una vez, quedando para siempre incapacitado para optar a él? Y en
cuanto a la composición de las magistraturas, ¿de qué miembros se han de componer?,
¿quién los nombrará?, ¿en qué forma se han de designar? Es preciso conocer todas las
soluciones posibles de estas diversas cuestiones, y aplicarlas en seguida según el prin-
cipio y la utilidad de los diferentes gobiernos. Por lo pronto, es difícil precisar lo que de-
be entenderse por magistraturas. La asociación política exige muchas clases de funcio-
narios, y sería un error considerar como verdaderos magistrados a todos aquellos que
obtienen este o aquel poder, ya sea por elección, ya por la suerte. Los pontífices, por
ejemplo, ¿no son una cosa distinta de los magistrados políticos? Los directores de or-
questas, los heraldos, los embajadores, ¿no son también funcionarios electivos? Pero
ciertos cargos son eminentemente políticos y obran en una esfera dada de hechos, o
sobre el cuerpo entero de los ciudadanos, como, por ejemplo, el general que manda a
todos los miembros del ejército, o sobre una porción solamente de la ciudad, como su-
cede con los inspectores de mujeres o de los niños. Otras funciones pertenecen, por
decirlo así, a la economía pública; por ejemplo, la que desempeña el intendente de víve-
res, que es un funcionario también electivo. Otras, en fin, son serviles, y se confían a
esclavos cuando el Estado es bastante rico para pagarles. Por regla general, las funcio-
nes que dan derecho a deliberar, decidir y ordenar ciertas cosas, son las que constitu-
yen las únicas y verdaderas magistraturas. Yo me fijo principalmente en la última condi-
ción, porque el derecho de ordenar es el carácter real- . mente distintivo de la autoridad.
Esto, por otra parte, importa poco, por decirlo así, para la vida ordinaria; porque nunca
se ha disputado sobre la denominación de los magistrados, quedando así reducida la
cuestión a un punto de controversia puramente teórico.
¿Cuáles son las magistraturas esenciales a la existencia de la ciudad? ¿Cuál es su
número? ¿Cuáles aquellas que, sin ser indispensables, contribuyen, sin embargo, a que
tenga una buena organización el Estado? He aquí una serie de preguntas que pueden
hacerse con motivo de cualquier Estado, por pequeño que se le suponga. En los gran-
des, cada magistratura puede y debe tener atribuciones que son propias y peculiares de
ella. Lo numeroso de los ciudadanos permite multiplicar los funcionarios. Entonces, cier-
tos empleos no son obtenidos por un mismo individuo sino mediando largos intervalos, y
a veces sólo se alcanzan una vez. No puede negarse que un empleo está mejor des-
empeñado cuando la atención del magistrado se limita a un solo objeto, en vez de ex-
tenderse a una multitud de asuntos diversos. En los pequeños Estados, por el contrario,
es preciso centralizar las diversas atribuciones en algunas manos; siendo los ciudada-
nos muy pocos, el cuerpo de los magistrados no puede ser numeroso. ¿Cómo sería
posible encontrar sustitutos? Los pequeños Estados necesitan muchas veces las mis-
mas magistraturas y las mismas leyes que los grandes; sólo que en los unos los cargos
recaen frecuentemente en unas mismas manos, y en los otros esta necesidad sólo se
reproduce de largo en largo tiempo. Pero no hay inconveniente en confiar a una misma
persona muchas funciones a la vez, con tal que estas funciones no sean por su natura-
leza contrarias. La escasez de ciudadanos obliga necesariamente a multiplicar las atri-
buciones conferidas a cada empleo, pudiendo entonces compararse los empleos públi-
cos a esos instrumentos que prestan usos distintos y que sirven al mismo tiempo de
lanza y de antorcha.
Podríamos determinar, ante todo, el número de los empleos indispensables en todo
Estado y el de los que, sin ser absolutamente necesarios, son, sin embargo, convenien-
tes. Partiendo de este dato será fácil descubrir cuáles son los que se pueden reunir sin
peligro en una sola mano. También deberán distinguirse con cuidado aquellos de que
puede encargarse un mismo magistrado según las localidades, y aquellos que en todas
partes podrían reunirse sin inconvenientes. Y así, en cuanto a policía urbana, ¿debe
establecerse un magistrado especial para la vigilancia del mercado público y otro magis-
trado para otro lugar, o basta un solo magistrado para toda la ciudad? La división de las
atribuciones ¿debe hacerse teniendo en cuenta las cosas o las personas? Me explicaré:
¿es preciso que un funcionario, por ejemplo, se encargue de toda la policía urbana, y
otros de la inspección de las mujeres y de los niños?
Examinando el punto con relación a la constitución, puede preguntarse si la clase de
funciones es en cada sistema político diferente, o si es en todas partes idéntica. Así,
¿en la democracia, en la oligarquía, en la aristocracia, en la monarquía, las magistratu-
ras elevadas son las mismas aunque no estén confiadas a individuos iguales y ni siquie-
ra semejantes? ¿No varían según los diversos gobiernos? ¿En la aristocracia, por
ejemplo, no están en manos de las personas ilustradas; en la oligarquía, en las de los
hombres ricos; y en la democracia, en las de los hombres libres? ¿No deben algunas
magistraturas organizarse sobre estas diversas bases? ¿No hay casos en que es bueno
que sean las mismas, y casos en que es bueno que sean diferentes? ¿No conviene
que, teniendo las mismas atribuciones, sea su poder unas veces restringido y otras muy
amplio?
Es cierto que algunas magistraturas son exclusivamente peculiares de un sistema: tal
es la de las comisiones preparatorias19 tan contrarias a la democracia que reclama un
senado. Ni tampoco es menos cierto que se necesitan funcionarios análogos encarga-
dos de preparar las deliberaciones del pueblo, a fin de economizar tiempo. Pero si estos
funcionarios son pocos, la institución es oligárquica; y como los comisarios no pueden
ser nunca muchos, la institución pertenece esencialmente a la oligarquía. Pero donde-
quiera que existen simultáneamente una comisión y un senado, el poder de los comisa-
rios está siempre por encima del de los senadores. El senado procede de un principio
democrático; la comisión, de un principio oligárquico. El poder del senado queda tam-
bién reducido a la nulidad en aquellas democracias en que el pueblo se reúne en masa
para decidir por sí mismo todos los negocios. El pueblo toma ordinariamente este cui-
dado cuando es rico, o cuando con una indemnización se retribuye su presencia en la
asambleal general; entonces, gracias al tiempo desocupado de que dispone, se reúne
frecuentemente y juzga de todo por sí mismo. La pedonomía, la gineconomía y cual-
quiera otra magistratura especialmente encargada de vigilar la conducta de los jóvenes
y de las mujeres son instituciones aristocráticas y no tienen nada de populares; pues
¿cómo se va a prohibir a las mujeres pobres salir de sus casas? Tampoco tiene nada
de oligárquica; porque ¿cómo se puede impedir el lujo a las mujeres en la oligarquía?
19. Aristóteles quiere sin duda recordar aquí la especie de relatores establecidos por
la Oligarquía de los Cuatrocientos en Atenas, en el primer año de la Olimpiada 92, 411
años a. de J. C.-B. S.

Pongamos aquí fin a estas consideraciones, y veamos ahora de tratar de la institución


de las magistraturas de una manera fundamental.
Las diferencias sólo pueden recaer sobre tres términos diversos, cuyas combinacio-
nes deben dar todos los modos posibles de organización. Estos tres términos son: pri-
mero, los electores; segundo, los elegibles; por último, la manera de hacer los nombra-
mientos. Estos términos pueden presentarse bajo tres aspectos diferentes. El derecho
de nombrar a los magistrados puede pertenecer, o a la universalidad de los ciudadanos,
o sólo a una clase especial. La elegibilidad puede ser el derecho de todos, o un privile-
gio unido a la riqueza, al nacimiento, al mérito o a cualquier otra condición; en Megara20,
por ejemplo, estaba reservado este derecho a los que habían conspirado y combatido
para destruir la democracia. En fin, la forma del nombramiento puede variar desde la
suerte hasta la elección. Además, pueden combinarse estos modos de dos en dos; con
lo cual quiero decir que para sus magistraturas puede hacerse el nombramiento por una
clase especial, al mismo tiempo que para otras por la universalidad de los ciudadanos; o
bien que la elegibilidad será, respecto de unas un derecho general, al mismo tiempo
que será, respecto de otras, un privilegio; o, en fin, que para éstas serán nombrados a
la suerte los que las han de desempeñar, y para aquéllas, por elección. Cada una de
estas tres combinaciones puede ofrecer cuatro modos: primero, todos los magistrados
son tomados de la universalidad de los ciudadanos por medio de la elección; segundo,
todos los magistrados son tornados de la universalidad de los ciudadanos por medio de
la suerte; tercero y cuarto, aplicándose la elegibilidad a todos los ciudadanos a la vez,
puede verificarse esto sucesivamente por tribus, por cantones, por fratrias, de manera
que todas las clases vayan pasando por turno; quinto y sexto, o bien la elegibilidad pue-
de aplicarse a todos los ciudadanos en masa, adoptando uno de estos modos para
unas funciones y otro modo para otras. Por otra parte, siendo el derecho de nombrar
privilegio de ciertos ciudadanos, los magistrados pueden tomarse, y es el séptimo mo-
do, del cuerpo entero de ciudadanos por medio de la elección; octavo, del cuerpo entero
de ciudadanos, por medio de la suerte; noveno, de entre cierta parte de ciudadanos, por
medio de elección; décimo, de cierta porción de ciudadanos, por medio de la suerte;
undécimo, se puede nombrar para ciertas funciones, según la primera forma; y duodé-
cimo, para otras según la segunda, es decir, aplicar al cuerpo entero de los ciudadanos
la elección para unas funciones, la suerte para otras. He aquí, pues, doce modos de
instituir las magistraturas, sin contar las combinaciones compuestas21.
20. Megara, ciudad doria entre el Asia y el istmo de Corinto.
21. Para facilitar la inteligencia de este pasaje, que es bastante difícil, M. Gaettlhig ha
formado un cuadro en el que desarrolla esta nomenclatura semipolítica y semiaritméti-
ca. Véase Saint-Hilaire, pág. 352.

De todos estos modos de organización sólo dos son democráticos: la elegibilidad para
todas las magistraturas concedida a todos los ciudadanos, sea por suerte, sea por elec-
ción; o, simultáneamente, designando para una función por suerte y para otra por elec-
ción. Si son llamados a nombrar todos los ciudadanos, no en masa, sino sucesivamen-
te, y el nombramiento ha de recaer ya en uno de la generalidad de los ciudadanos, ya
en algunos privilegiados, por suerte o por elección, o por los dos medios al mismo tiem-
po; o también si para unas magistraturas se nombra de entre la masa de ciudadanos, y
otras están reservadas a ciertas clases privilegiadas, con tal que esto se haga por los
dos modos a la vez, es decir, unas por suerte y por elección otras, la institución en to-
dos estos casos es republicana. Si el derecho de nombrar de entre todos los ciudada-
nos pertenece solamente a algunos, y las magistraturas se proveen unas por suerte,
otras por elección, o de ambos modos a la par, en este caso la institución es oligárqui-
ca, siéndolo el segundo modo más que el primero. Si la elegibilidad pertenece a todos
para ciertas funciones, y sólo a algunos para otras, sea por suerte, sea por elección, el
sistema en este caso es republicano y aristocrático. Cuando la designación y la elegibi-
lidad están reservadas a una minoría, es un sistema oligárquico, si no hay reciprocidad
entre todos los ciudadanos, ya se emplee la suerte o los dos modos simultáneamente;
pero si los privilegiados se nombran de entre la universalidad de ciudadanos, el sistema
no es ya oligárquico. El derecho de elección concedido a todos y la elegibilidad sólo a
algunos constituyen un sistema aristocrático.
Tal es el número de combinaciones posibles, según las especies diversas de constitu-
ción. Podrá verse fácilmente qué sistema conviene aplicar a los diferentes Estados, qué
modo de instituciones debe adoptarse para las magistraturas y qué atribuciones se les
debe asignar. Entiendo por atribuciones de una magistratura el que corra una, por
ejemplo, con las rentas del Estado, y otra con su defensa. Las atribuciones pueden ser
muy variadas, desde el mando de los ejércitos hasta la jurisdicción para entender en los
contratos que se celebren en el mercado público.

CAPÍTULO XIII

DEL PODER JUDICIAL

De los tres elementos políticos antes enumerados, sólo nos resta hablar de los tribu-
nales. Seguiremos los mismos principios al hacer el estudio de sus diversas modifica-
ciones.
Las diferencias entre los tribunales sólo pueden recaer sobre tres puntos: su personal,
sus atribuciones, su modo de formación. En cuanto al personal, los jueces pueden to-
marse de la universalidad o sólo de una parte de los ciudadanos; en cuanto a las atribu-
ciones, los tribunales pueden ser de muchos géneros; y, en fin, respecto al modo de
formación, pueden ser creados por elección o a la suerte.
Determinemos, ante todo, cuáles son las diversas especies de tribunales. Son ocho:
primera, tribunal para entender en las cuentas y gastos públicos; segunda, tribunal para
conocer de los daños causados al Estado; tercera, tribunal para juzgar en los atentados
contra la constitución; cuarta, tribunal para entender en las demandas de indemniza-
ción, tanto de los particulares como de los magistrados; quinta, tribunal que ha de cono-
cer en las causas civiles más importantes; sexta, tribunal para las causas de homicidio;
séptima, tribunal para los extranjeros. El tribunal que entiende en las causas de homici-
dio puede subdividirse, según que unos mismos jueces o jueces diferentes conozcan
del homicidio premeditado o involuntario, según que el hecho es o no confesado, aun-
que haya duda sobre el derecho del acusado. En el tribunal criminal puede admitirse
una cuarta subdivisión para los homicidas que vengan a purgar su contumacia; tal es,
por ejemplo, en Atenas el tribunal de los Pozos22. Por lo demás, estos casos judiciales
se presentan muy raras veces, hasta en los Estados muy grandes. El tribunal de los
extranjeros puede dividirse según que conoce de las causas entre extranjeros y nacio-
nales. En fin, la octava y última especie de tribunal entenderá en todas las causas de
menor cuantía, cuyo valor sea de una a cinco dracmas o poco más. Estas causas, por
ligeras que sean, deben ser sustanciadas como las demás, y no pueden someterse a la
decisión de los jueces ordinarios.
22. Lugar situado cerca del Pireo a la orilla del mar. Cuando un desterrado, acusado
durante su ausencia de un nuevo crimen, quería justificarse, se colocaba en una nave
frente a los Pozos, y desde allí se defendía delante de los jueces sentados en la ribera,
a la que no podía acercarse. Saint-Hilaire, pág. 357.

No creemos necesario extendernos más sobre la organización de estos tribunales y


de los encargados de las causas de homicidio y de las de los extranjeros; pero habla-
remos algo de los tribunales políticos, cuya viciosa organización puede producir tantos
disturbios y revoluciones en el Estado.
Si la universalidad de los ciudadanos es apta para el desempeño de todas las funcio-
nes judiciales, los jueces pueden ser nombrados todos por suerte o todos por medio de
la elección. Si está limitada su aptitud a algunas jurisdicciones especiales, los jueces
pueden ser nombrados unos por suerte y otros por elección. Además de estos cuatro
modos de formación, en los que figura todo el cuerpo de ciudadanos, hay igualmente
otros cuatro para el caso en que la entrada en el tribunal sea el privilegio de una mino-
ría. La minoría, que conoce de todas las causas, puede ser igualmente nombrada por
elección o por suerte, o también puede, a la vez, proceder de la suerte respecto de unos
asuntos y de la elección respecto de otros. En fin, algunos tribunales, aun teniendo atri-
buciones en todo semejantes, pueden formarse unos por suerte y otros por elección.
Tales son los cuatro nuevos modos que corresponden a los que acabamos de indicar.
Aún pueden combinarse de dos en dos estas diversas hipótesis. Por ejemplo, los jue-
ces para ciertas causas pueden tomarse de la masa de los ciudadanos, y los jueces
para otras pueden tomarse de determinadas clases, o bien pueden tomarse de ambos
modos a la vez, componiéndose los miembros de un mismo tribunal, de modo que sal-
gan unos de la masa, otros de las clases privilegiadas, ya por suerte, ya por elección, o
ya por ambos modos simultáneamente.
He aquí todas las modificaciones de que es susceptible la organización judicial. Las
primeras son democráticas, porque todas ellas conceden la jurisdicción general a la
universalidad de los ciudadanos; las segundas son oligárquicas, porque limitan la juris-
dicción general a ciertas clases de ciudadanos; y las terceras, por último, son aristocrá-
ticas y republicanas, porque admiten a la vez a la generalidad y a una minoría privile-
giada.

LIBRO SÉPTIMO1

DE LA ORGANIZACIÓN DEL PODER


EN LA DEMOCRACIA Y EN LA OLIGARQUÍA

CAPÍTULO I

DE LA ORGANIZACIÓN DEL PODER EN LA DEMOCRACIA

Hemos enumerado los diversos aspectos bajo los cuales se presentan en el Estado la
asamblea deliberante, o sea el soberano, las magistraturas y los tribunales; hemos de-
mostrado cómo la organización de estos elementos se modifica según los principios
mismos de la constitución; además hemos tratado anteriormente de la caída y estabili-
dad de los gobiernos, y hemos dicho cuáles son las causas que producen la una y ase-
guran la otra. Pero como hemos reconocido muchos matices en la democracia y en los
demás gobiernos, creemos conveniente volver sobre todo aquello que hayamos dejado
a un lado, y determinar el modo de organización más ventajoso y especial de cada uno
de ellos. Examinaremos, además, todas las combinaciones a que pueden dar lugar los
diversos sistemas de que hemos hablado, mezclándose entre sí. Unidos unos con otros,
pueden alterar el principio fundamental del gobierno, y hacer, por ejemplo, a la aristo-
cracia oligárquica, o lanzar las repúblicas a la demagogia. Ved lo que yo entiendo que
son estas combinaciones compuestas que me propongo examinar aquí, y que no han
sido aún estudiadas: constituidas la asamblea general y la elección de los magistrados
según el sistema oligárquico, la organización judicial puede ser aristocrática; o, también,
organizados oligárquicamente los tribunales y la asamblea general, la elección de los
magistrados puede serlo de una manera completamente aristocrática. Podría suponerse
todavía algún otro modo de combinación, con tal que las partes esenciales del gobierno
no estén constituidas según un sistema único.
1. Colocado generalmente el sexto.

Hemos dicho también a qué Estados conviene la democracia, qué pueblo puede con-
sentir las instituciones oligárquicas, y cuáles son, según los casos, las ventajas de los
demás sistemas. Pero no basta saber cuál es el sistema que debe, según las circuns-
tancias, preferirse para los Estados; lo que es preciso conocer, sobre todo, es el medio
de establecer tal o cuál gobierno. Examinemos rápidamente esta cuestión. Hablemos,
en primer lugar, de la democracia, y nuestras explicaciones bastarán para hacer com-
prender bien la forma política diametralmente opuesta a ésta y que comúnmente se
llama oligarquía.
No olvidaremos en esta indagación ninguno de los principios democráticos, ni tampo-
co ninguna de las consecuencias que de ellos se desprenden; porque de su combina-
ción nacen los matices de la democracia, que son tan numerosas y tan diversos. En mi
opinión son dos las causas de estas variedades de democracia. La primera, como ya he
dicho, es la variedad misma de las clases que la componen: por un lado, los labradores;
por otro, los artesanos; por aquel los mercaderes. La combinación del primero de estos
elementos con el segundo, o del tercero con los otros dos, forma no sólo una democra-
cia mejor o peor, sino esencialmente diferente. En cuanto a la segunda causa, hela
aquí: las instituciones que se derivan del principio democrático y que parecen una con-
secuencia peculiar de los mismos, cambian completamente mediante sus diversas
combinaciones la naturaleza de las democracias. Estas instituciones pueden ser menos
numerosas en este Estado, más en aquel, o, en fin, encontrarse reunidas en otro. Im-
porta conocerlas todas sin excepción, ya se trate de establecer una constitución nueva,
ya de reformar una antigua. Los fundadores de Estados aspiran siempre a agrupar en
torno de su principio general todos los especiales que de él dependen; pero se engañan
en la aplicación, como ya he hecho observar2 al tratar de la destrucción y prosperidad
de los Estados. Expongamos ahora las bases en que se apoyan los diversos sistemas,
los caracteres que presentan ordinariamente, y el fin a cuya realización aspiran.
2. Téngase en cuenta lo dicho en la nota anterior. (Aristóteles trata estos temas en el
libro quinto, que Patricio de Azcárate coloca el octavo.)

El principio del gobierno democrático es la libertad. Al oír repetir este axioma, podría
creerse que sólo en ella puede encontrarse la libertad; porque ésta, según se dice, es el
fin constante de toda democracia. El primer carácter de la libertad es la alternativa en el
mando y en la obediencia. En la democracia el derecho político es la igualdad, no con
relación al mérito, sino según el número. Una vez sentada esta base de derecho, se
sigue como consecuencia que la multitud debe ser necesariamente soberana, y que las
decisiones de la mayoría deben ser la ley definitiva, la justicia absoluta; porque se parte
del principio de que todos los ciudadanos deben ser iguales. Y así, en la democracia,
los pobres son soberanos, con exclusión de los ricos, porque son los más, y el dictamen
de la mayoría es ley. Este es uno de los caracteres distintivos de la libertad, la cual es
para los partidarios de la democracia una condición indispensable del Estado. Su se-
gundo carácter es la facultad que tiene cada uno de vivir como le agrade, porque, como
suele decirse, esto es lo propio de la libertad, como lo es de la esclavitud el no tener
libre albedrío. Tal es el segundo carácter de la libertad democrática. Resulta de esto
que en la democracia el ciudadano no está obligado a obedecer a cualquiera; o si obe-
dece es a condición de mandar él a su vez; y he aquí cómo en este sistema se concilia
la libertad con la igualdad.
Estando el poder en la democracia sometido a estas necesidades, las únicas combi-
naciones de que es susceptible son las siguientes. Todos los ciudadanos deben ser
electores y elegibles. Todos deben mandar a cada uno y cada uno a todos, alternativa-
mente. Todos los cargos deben proveerse por suerte, por lo menos todos aquellos que
no exigen experiencia o talentos especiales. No debe exigirse ninguna condición de
riqueza, y si la hay ha de ser muy moderada. Nadie debe ejercer dos veces el mismo
cargo, o por lo menos muy rara vez, y sólo los menos importantes, exceptuando, sin
embargo, las funciones militares. Los empleos deben ser de corta duración, si no todos,
por lo menos todos aquellos a que se puede imponer esta condición. Todos los ciuda-
danos deben ser jueces en todos, o por lo menos en casi todos los asuntos, en los más
interesantes y más graves, como las cuentas del Estado y los negocios puramente polí-
ticos; y también en los convenios particulares. La asamblea general debe ser soberana
en todas las materias, o por lo menos en las principales, y se debe quitar todo poder a
las magistraturas secundarias, dejándoselo sólo en cosas insignificantes. El senado es
una institución muy democrática allí donde la universalidad de los ciudadanos no puede
recibir del tesoro público una indemnización por su asistencia a las asambleas; pero
donde se da este salario el poder del senado queda reducido a la nulidad. El pueblo,
una vez rico, merced al salario que le da la ley, todo lo quiere avocar a sí, como queda
dicho en la parte de este tratado que precede inmediatamente a ésta. Pero, previamen-
te, es preciso hacer, ante todo, que todos los empleos sean retribuidos; asamblea gene-
ral, tribunales, magistraturas inferiores; o, por lo menos, es preciso retribuir a los magis-
trados, jueces, senadores, miembros de la asamblea y funcionarios que están obligados
a comer en común. Si los caracteres de la oligarquía son el nacimiento ilustre, la riqueza
y la instrucción, los de la democracia serán el nacimiento humilde, la pobreza, el ejerci-
cio de un oficio. Es preciso cuidarse mucho de no crear ningún cargo vitalicio; y si algu-
na magistratura antigua ha conservado este privilegio en medio de la revolución demo-
crática, es preciso limitar sus poderes y conferirla por suerte en lugar de hacerlo por
elección.
Tales son las instituciones comunes a todas las democracias. Se desprenden direc-
tamente del principio que se considera como democrático, es decir, de la igualdad per-
fecta de todos los ciudadanos, sin que haya entre ellos otra diferencia que la del núme-
ro, condición que parece esencial a la democracia y querida a la multitud. La igualdad
pide que los pobres no tengan más poder que los ricos, que no sean ellos los únicos
soberanos, sino que lo sean todos en la proporción misma de su número; no encontrán-
dose otro medio más eficaz de garantizar al Estado la igualdad y la libertad.
Aquí puede preguntarse aún cuál será esta igualdad. ¿Es preciso distribuir los ciuda-
danos de manera que la renta que posean mil de entre ellos sea igual a la que tengan
otros quinientos distintos, y conceder entonces a la suma de los primeros tantos dere-
chos como a los segundos? O, en otro caso, si se desecha esta especie de igualdad,
¿se debe tomar de entre los quinientos de una parte y los mil de la otra un número igual
de ciudadanos, los cuales tendrán el derecho de elegir los magistrados y de asistir a los
tribunales? ¿Es este el sistema más equitativo, conforme al derecho democrático, o es
preciso dar la preferencia al que no tiene absolutamente en cuenta otra cosa que el nú-
mero? Al decir de los partidarios de la democracia, la justicia está únicamente en la de-
cisión de la mayoría; y si nos atenemos a lo que dicen los partidarios de la oligarquía, la
justicia está en la decisión de los ricos, porque a sus ojos la riqueza es la única base
racional en política. De una y otra parte veo siempre la desigualdad y la injusticia. Los
principios oligárquicos conducen derechamente a la tiranía; porque si un individuo es
más rico por sí solo que todos los demás ricos juntos, es preciso, conforme a las máxi-
mas del derecho oligárquico, que este individuo sea soberano, porque solamente él
tiene el derecho de serlo. Los principios democráticos conducen derechamente a la in-
justicia; porque la mayoría, soberana a causa del número, se repartirá bien pronto los
bienes de los ricos, como he dicho en otro lugar. Para encontrar una igualdad que uno y
otro partido puedan admitir, es preciso buscarla en el principio mismo en que ambos
fundan su derecho político, pues que por una y otra parte se sostiene que la voluntad de
la mayoría debe ser soberana. Admito este principio, pero le pongo una limitación. El
Estado se compone de dos partes, los ricos y los pobres; pues que la decisión de unos
y de otros, es decir, de las dos mayorías sea ley. Si hay disentimiento, que prevalezca
el dictamen de los que sean más numerosos o de aquellos que tengan más renta. Su-
pongamos que son diez los ricos y veinte los pobres; que seis ricos piensan de una ma-
nera y quince pobres de otra, y que se unen los cuatro ricos, que disienten, a los quince
pobres, y los cinco pobres que quedan a los seis ricos. Pues bien, digo yo que debe
prevalecer el dictamen de aquellos cuya renta acumulada, la de los pobres y la de los
ricos, sea mayor. Si la renta es igual por ambos lados, el caso no es más embarazoso
que el que ocurre hoy cuando se dividen por igual los votos en la asamblea pública o en
el tribunal. Entonces se deja que decida la suerte, o se apela a cualquier otro expedien-
te del mismo género. Cualquiera que sea, por otra parte, la dificultad de alcanzar la ver-
dad en punto a igualdad y justicia, siempre será este recurso mucho menos trabajoso
que el convencer a gentes que son bastante fuertes para poder satisfacer sus ardientes
deseos. La debilidad reclama siempre igualdad y justicia; la fuerza no se cuida para
nada de esto.

CAPÍTULO II

ORGANIZACIÓN DEL PODER EN LA DEMOCRACIA (CONTINUACIÓN)

De las cuatro formas de democracia que hemos reconocido, la mejor es la que he


puesto en primer lugar en las consideraciones que acabo de presentar; y es también la
más antigua de todas. Digo que es la primera, atendiendo a la división que he indicado
en las clases del pueblo. La clase más propia para el sistema democrático es la de los
labradores; y así la democracia3 se establece sin dificultad dondequiera que la mayoría
vive de la agricultura y de la cría de ganados. Como no es muy rica, trabaja incesante-
mente y no puede reunirse sino raras veces; y como además no posee lo necesario, se
dedica a los trabajos que le proporcionan el alimento, y no envidia otros bienes que és-
tos. Trabajar vale más que gobernar y mandar allí donde el gobierno y el mando no pro-
porcionan grandes provechos; porque los hombres, en general, prefieren el dinero a los
honores. Prueba de ello es que antiguamente nuestros mayores soportaron la tiranía
que sobre ellos pesaba, y hoy mismo se sufren sin murmurar las oligarquías existentes,
con tal que cada cual pueda entregarse libremente al cuidado de sus intereses sin te-
mor a las expoliaciones. Entonces se hace rápidamente fortuna, o por lo menos se evita
la miseria. Muchas veces se ve que el simple derecho de elegir los magistrados y de
intervenir en las cuentas basta para satisfacer la ambición de los que pueden tenerla,
puesto que en más de una democracia, la mayoría, sin tomar parte en la elección de los
jefes y dejando el ejercicio de este derecho a algunos electores tomados sucesivamente
en la masa de ciudadanos, como se hace en Mantinea, la mayoría, digo, se muestra
satisfecha porque es soberana respecto de las deliberaciones. Preciso es reconocer
que esta es una especie de democracia y Mantinea4 era en otro tiempo un Estado real-
mente democrático. En esta especie de democracia, de que ya he hablado anteriormen-
te, es un principio excelente y una aplicación bastante general el incluir entre los dere-
chos concedidos a todos los ciudadanos la elección de los magistrados, el examen de
cuentas y la entrada en los tribunales, y exigir para las funciones elevadas condiciones
de elección y de riqueza, acomodando este último requisito a la importancia misma de
los empleos, o también prescindiendo de esta condición de la renta respecto de todas
las magistraturas, escoger a los que pueden, merced a su fortuna, llenar cumplidamente
el puesto a que son llamados. Un gobierno es fuerte cuando se constituye conforme a
estos principios. De esta manera, el poder pasa siempre a las manos de los más dig-
nos, y el pueblo no recela de los hombres merecedores de estimación, a quienes volun-
tariamente ha colocado al frente de los negocios. Esta combinación basta también para
satisfacer a los hombres distinguidos. No tienen nada que temer para sí mismos de la
autoridad de gentes que serían inferiores a ellos; y personalmente gobernarán con
equidad, porque son responsables de su gestión ante ciudadanos de otra clase distinta
de la suya. Siempre es bueno para el hombre que haya alguno que le tenga a raya y
que no le permita dejarse llevar de todos sus caprichos, porque la independencia ilimi-
tada de la voluntad individual no puede ser una barrera contra los vicios que cada uno
de nosotros lleva en su seno. De aquí resulta necesariamente para los Estados la in-
mensa ventaja de que el poder es ejercido por personas ilustradas, que no cometen
faltas graves, y que el pueblo no está degradado y envilecido. Esta es sin duda alguna
la mejor de las democracias. ¿Y de dónde nace su perfección? De las costumbres mis-
mas del pueblo por ella regido. Casi todos los antiguos gobiernos tenían leyes excelen-
tes para hacer que el pueblo fuera agricultor. O limitaban de una manera absoluta la
posesión individual de las tierras, fijando cierta cantidad, de la que no se podía pasar; o
fijaban el emplazamiento de las propiedades, tanto en los alrededores de la ciudad, co-
mo en los puntos más distantes del territorio. A veces hasta se añade a estas primeras
precauciones la absoluta prohibición de vender los lotes primitivos. Se cita también co-
mo cosa parecida aquella ley que se atribuye a Oxilo y que prohibía prestar con la ga-
rantía de hipoteca constituida sobre bienes raíces. Si hoy se intentara reformar muchos
abusos, se podría recurrir a la ley de los afiteos, que tendría excelente aplicación al ca-
so que nos ocupa. Aunque la población de este Estado es muy numerosa y su territorio
poco extenso, sin embargo, todos los ciudadanos sin excepción cultivan en ella un rin-
cón de tierra. Se tiene cuidado de no someter al impuesto más que una parte de las
propiedades; y las heredades son siempre bastante grandes para que la renta de los
más pobres exceda de la cuota legal.
3. Esta observación es profunda, y no puede dudarse que la democracia ha debido a
esta circunstancia los progresos inmensos que ha hecho en Francia. SaintHilaire.
4. En esta organización de la República de Mantinea puede entreverse una forma casi
representativa. Es quizá el único rastro de este género que presenta la Antigüedad. Es
sabido que Mantinea fue destruida por Agesilao en la Olimpiada 98, unos 387 años a.
de J. C., y reconstruida más tarde. Saint-Hilaire.

Después del pueblo agricultor, el pueblo más propio para la democracia es el pueblo
pastor que vive del producto de sus ganados. Este género de vida se aproxima mucho a
la agrícola; y los pueblos pastores son maravillosamente aptos para las penalidades de
la guerra, están dotados de un temperamento robusto, y son capaces de soportar las
fatigas de campaña. En cuanto a las clases diferentes de éstas, y de que se componen
casi todas las demás especies de democracias, son muy inferiores a las dos primeras;
su existencia aparece degradada, y la virtud no juega papel alguno en las ocupaciones
habituales de los artesanos, de los mercaderes y de los mercenarios. Sin embargo, es
preciso observar que, bullendo esta masa sin cesar en los mercados y calles de la ciu-
dad, se reúne sin dificultad, si puede decirse así, en asamblea pública. Los labradores,
por el contrario, diseminados como están por los campos, se encuentran raras veces y
no sienten tanto la necesidad de reunirse. Pero si el territorio está distribuido de tal ma-
nera que los campos destinados al cultivo estén muy distantes de la ciudad, en este
caso se puede establecer fácilmente una excelente democracia y hasta una república.
La mayoría de los ciudadanos se vería entonces precisada a emigrar de la ciudad e iría
a vivir al campo, y podría estatuirse que la turba de mercaderes no pudiera reunirse
nunca en asamblea general sin que estuviera presente la población agrícola.
Tales son los principios en que debe descansar la institución de la primera y mejor de
las democracias. Se puede, sin dificultad, deducir de aquí la organización de todas las
demás, cuyas degeneraciones tienen lugar según las diversas clases de pueblo, hasta
llegar a aquella que es preciso excluir siempre.
En cuanto a esta última forma de la demagogia, en la que la universalidad de los ciu-
dadanos toma parte en el gobierno, no es dado a todos los Estados sostenerla; y su
existencia es muy precaria, como no vengan las costumbres y las leyes a la par a man-
tenerla. Hemos indicado más arriba la mayor parte de las causas que destruyen esta
forma política y los demás Estados republicanos. Para establecer esta especie de de-
mocracia y transferir todo el poder al pueblo, los que lo intentan en secreto procuran
generalmente inscribir en la lista civil el mayor número de personas que les es posible;
comprendiendo sin vacilar en el número de ciudadanos, no sólo a los que son dignos de
este título, sino también a todos los ciudadanos bastardos y a todos los que lo son sólo
por un lado, quiero decir, por la línea paterna o por la materna. Todos estos elementos
son buenos para formar un gobierno bajo la dirección de tales hombres. Estos son los
medios que están por completo al alcance de los demagogos. Sin embargo, tengan cui-
dado de no hacer uso de ellos sino hasta conseguir que las clases inferiores superen en
número a las clases elevadas y a las clases medias; que se guarden bien de pasar de
aquí, porque traspasando este límite se crea una multitud indisciplinada y se exaspera a
las clases elevadas, que sufren muy difícilmente el imperio de la democracia. La revolu-
ción de Cirene no reconoció otras causas. No se nota el mal mientras es ligero; cuando
se aumenta, entonces llama la atención de todos.
Consultando el interés de esta democracia, se pueden emplear los medios de que se
valió Clístenes en Atenas para fundar el poder popular, y que aplicaron igualmente los
demócratas de Cirene. Es preciso crear gran número de nuevas tribus, de nuevas fra-
trias, es preciso sustituir los sacrificios particulares con fiestas religiosas poco frecuen-
tes, pero públicas; es preciso, en fin, amalgamar cuanto sea posible las relaciones de
unos ciudadanos con otros, teniendo cuidado de deshacer todas las asociaciones ante-
riores. Todas las arterias de los tiranos pueden tener cabida en esta democracia; por
ejemplo, la desobediencia permitida a los esclavos, cosa útil hasta cierto punto, y la
licencia de las mujeres y de los jóvenes. Además, se concederá a cada cual la facultad
de vivir como le acomode. Con esta condición, serán muchos los que quieran sostener
un gobierno semejante, porque los hombres, en general, prefieren una vida sin orden ni
disciplina a una vida ordenada y regular.
CAPÍTULO III

CONTINUACIÓN DE LO RELATIVO A LA ORGANIZACIÓN DEL PODER


EN LA DEMOCRACIA

No es para el legislador y para los que quieren fundar un gobierno democrático la úni-
ca ni la mayor dificultad la de instituir o crear el gobierno; lo es mucho mayor el saber
hacerlo duradero. Un gobierno, cualquiera que él sea, puede muy bien durar dos o tres
días. Pero estudiando, como lo hicimos antes, las causas de la prosperidad y de la ruina
de los Estados se pueden deducir de este examen garantías de estabilidad política,
descartando con cuidado todos los elementos de disolución, y dictando leyes formales o
tácitas que encierren todos los principios en que descansa la duración de los Estados.
Es preciso, además, guardarse bien de tomar por democrático u oligárquico todo lo que
fortifique en el gobierno el principio de la democracia o el de la oligarquía, debiendo
fijarse más en lo que contribuya a que el Estado tenga la mayor duración posible. Hoy
los demagogos, para complacer al pueblo, hacen que los tribunales acuerden confisca-
ciones enormes. Cuando se tiene amor al Estado que uno rige, se adopta un sistema
completamente opuesto, haciendo que la ley disponga que los bienes de los condena-
dos por crímenes de alta traición no pasen al tesoro público, sino que se consagren a
los dioses. Este es el medio de corregir a los culpables, que no resultan de este modo
menos castigados, y de impedir al mismo tiempo que la multitud, que nada debe ganar
en estos casos, condene tan frecuentemente a los acusados sometidos a su jurisdic-
ción. Es necesario, además, evitar la multiplicidad de estos juicios públicos imponiendo
fuertes multas a los autores de falsas acusaciones, porque ordinariamente los acusado-
res atacan más bien a la clase distinguida, que a la gente del pueblo. Es preciso que
todos los ciudadanos sean tan adictos como sea posible a la constitución, o, por lo me-
nos, que no miren como enemigos a los mismos soberanos del Estado.
Las especies más viciosas de la democracia existen, en general, en los Estados muy
populosos, en los cuales es difícil reunir asambleas públicas sin pagar a los que a ellas
concurren. Además, las clases altas temen esta necesidad cuando el Estado no tiene
rentas propias; porque en tal caso es preciso procurarse recursos, sea por medio de
contribuciones especiales, sea por confiscaciones que acuerdan tribunales corruptos.
Pues bien, todas estas son causas de perdición en muchas democracias. Allí donde el
Estado no tiene rentas es preciso que las asambleas públicas se reúnan raras veces, y
los miembros de los tribunales sean muy numerosos, pero congregándose para admi-
nistrar justicia muy pocos días. Este sistema tiene dos ventajas: primera, que los ricos
no tendrán que temer grandes gastos, aun cuando no sea a ellos y sí sólo a los pobres
a quienes haya de darse el salario judicial; y segunda, que así la justicia será mejor ad-
ministrada, porque los ricos nunca gustan de abandonar sus negocios por muchos días,
y sólo se avienen a dejarlos por algunos instantes. Si el Estado es opulento, es preciso
guardarse de imitar a los demagogos de nuestro tiempo. Reparten al pueblo todo el
sobrante de los ingresos y toman parte como los demás en la repartición; pero las ne-
cesidades continúan siendo siempre las mismas, porque socorrer de este modo a la
pobreza es querer llenar un tonel sin fondo. El amigo sincero del pueblo tratará de evitar
que éste caiga en la extrema miseria, que pervierte siempre a la democracia, y pondrá
el mayor cuidado en hacer que el bienestar sea permanente. Es bueno, hasta en interés
de los ricos, acumular los sobrantes de las rentas públicas para repartirlos de una sola
vez entre los pobres, sobre todo si las porciones individuales que se habrán de distribuir
bastan para la compra de una pequeña finca o, por lo menos, para el establecimiento de
un comercio o de una explotación agrícola. Si no pueden alcanzar a la vez a todas estas
distribuciones, se procederá por tribus o conforme a cualquier otra división. Los ricos
deben necesariamente en este caso contribuir al sostenimiento de las cargas precisas
del Estado; pero que se renuncie a exigir de ellos gastos que no reportan utilidad. El
gobierno de Cartago ha sabido siempre, empleando medios análogos, ganarse el afecto
del pueblo; así envía constantemente a algunos a las colonias a que se enriquezcan.
Las clases elevadas, si son hábiles e inteligentes, procurarán ayudar a los pobres y faci-
litarles siempre el trabajo, procurándoles recursos. Harán bien, asimismo, estas clases
en imitar al gobierno de Tarento. Al conceder a los pobres el uso común de las propie-
dades, se ha granjeado este gobierno el cariño de la multitud. Por otra parte, ha hecho
que fueran dobles todos los empleos, dejando uno a la elección y otro a la suerte, va-
liéndose de la suerte para que el pueblo pueda obtener los cargos públicos, y de la
elección para que éstos sean bien desempeñados. También se puede obtener el mismo
resultado haciendo que los miembros de una misma magistratura sean designados los
unos por la suerte y los otros por la elección.
Tales son los principios que es preciso tener en cuenta en el planteamiento de la de-
mocracia.
CAPÍTULO IV

DE LA ORGANIZACIÓN DEL PODER EN LAS OLIGARQUÍAS

Puede fácilmente verse, una vez conocidos los principios que preceden, cuáles son
los de la institución oligárquica. Para cada especie de oligarquía será preciso tomar lo
opuesto a lo concerniente a la especie de democracia que corresponde a aquélla. Esto
es, sobre todo, aplicable a la primera y mejor combinada de las oligarquías, la cual se
aproxima mucho a la república propiamente dicha. El censo debe ser vario, más alto
para unos, más bajo para otros; más moderado para las magistraturas vulgares y de
utilidad indispensable, más elevado para las magistraturas de primer orden. Desde el
momento en que se posee la renta legal se deben obtener los empleos; y el número de
individuos del pueblo que en virtud del censo hayan de entrar en el poder debe estar
combinado de manera que la porción de la ciudad que tenga los derechos políticos sea
más fuerte que la que no los tenga. Por lo demás, deberá cuidarse de que lo más dis-
tinguido del pueblo sea admitido a participar del poder.
Es preciso restringir un poco estas bases para obtener la oligarquía que sucede a esta
primera especie. En cuanto al matiz oligárquico que corresponde al último matiz de la
democracia y que, como ella, es el más violento y tiránico, este gobierno exige tanta
más prudencia cuanto que es más malo. Los cuerpos sanamente constituidos, las na-
ves bien construidas y perfectamente tripuladas con marinos hábiles pueden cometer,
sin riesgo de perecer, la más graves faltas; pero los cuerpos enfermizos, las naves ya
deterioradas y puestas en manos de marinos ignorantes, no pueden, por el contrario,
soportar los menores errores. Lo mismo sucede con las constituciones políticas: cuanto
más malas son, tantas más preocupaciones exigen.
En general, las democracias encuentran su salvación en lo numeroso de su población.
El derecho del número reemplaza entonces al derecho del mérito. La oligarquía, por el
contrario, no puede vivir y prosperar sino mediante el buen orden. Componiéndose casi
toda la masa del pueblo de cuatro clases principales: labradores, artesanos, mercena-
rios y comerciantes, y siendo necesarias para la guerra cuatro clases de gente armada:
caballería, infantería pesada, infantería ligera y gente de mar, en un país acomodado
para la cría de caballos, la oligarquía puede sin dificultad constituirse muy poderosa-
mente: porque la caballería, que es la base de la defensa nacional, exige siempre para
su sostenimiento muchos recursos. Donde la infantería pesada es muy numerosa puede
muy bien establecerse la segunda especie de oligarquía, porque esta infantería pesada
se compone generalmente de ricos más bien que de pobres. Por el contrario, la infante-
ría ligera y la gente de mar son elementos completamente democráticos. En los Estados
en que estos dos elementos se encuentran en masa, los ricos, como puede verse en
nuestros días, están en baja cuando se enciende la guerra civil. Para poner remedio a
este mal, puede imitarse la conducta de los generales que en el combate procuran
mezclar con la caballería y la infantería pesada5 una sección proporcionada de tropas
menos pesadas. En las sediciones, los pobres muchas veces superan a los ricos, por-
que, armados más a la ligera, pueden combatir con ventaja contra la caballería y la in-
fantería pesada. Por tanto, la oligarquía, que toma su infantería ligera de las últimas
clases del pueblo, se crea ella misma un elemento adverso. Es preciso, por el contrario,
aprovechándose de la diversidad de edades y sacando partido así de los de más edad
como de los más jóvenes, hacer que los hijos de los oligarcas se ejerciten desde los
primeros años en todas las maniobras de la infantería ligera, y dedicarlos desde que
salen de la infancia a los más rudos trabajos, como si fueran verdaderos atletas.
5. Hoplitas.

La oligarquía, por otra parte, procurará conceder derechos políticos al pueblo, sea
mediante el establecimiento del censo legal, como ya he dicho, sea como hace la cons-
titución de Tebas, exigiendo que se haya cesado desde cierto tiempo en el ejercicio de
toda ocupación liberal; sea como en Marsella, donde se designa a aquellos que por su
mérito pueden obtener los empleos, ya formen parte del gobierno, ya estén fuera de él.
En cuanto a las principales magistraturas, reservadas necesariamente a los que gozan
de los derechos políticos, será preciso prescribir los gastos públicos que para obtener-
las deberán hacerse. El pueblo, entonces, no se quejará de no poder alcanzar los em-
pleos, y en medio de sus recelos perdonará sin dificultad a los que deben comprar tan
caro el honor de desempeñarlos. Al tomar posesión, los magistrados deberán hacer
sacrificios magníficos y construir algunos monumentos públicos; entonces el pueblo,
que tomará parte en los banquetes y las fiestas, y verá la ciudad espléndidamente dota-
da de templos y edificios, deseará el sostenimiento de la constitución; y esto será para
los ricos un soberbio testimonio de los gastos que hubieren hecho. En la actualidad, los
jefes de las oligarquías, lejos de obrar así, hacen precisamente todo lo contrario: buscan
el provecho con el mismo ardor que los honores; y puede decirse con verdad que estas
oligarquías no son más que democracias reducidas a algunos gobernantes.
Tales son las bases sobre las que conviene instituir las democracias y las oligarquías.

CAPÍTULO V

DE LAS DIVERSAS MAGISTRATURAS INDISPENSABLES


O ÚTILES A LA CIUDAD

Después de lo que precede, debemos determinar con exactitud el número de las di-
versas magistraturas, sus atribuciones y las condiciones necesarias para su desempe-
ño. Anteriormente hemos dicho algo sobre este asunto. Ante todo, un Estado no puede
existir sin ciertas magistraturas, que le son indispensables, puesto que no podría ser
bien gobernado sin magistraturas que garanticen el buen orden y la tranquilidad. Tam-
bién es necesario, como ya he dicho, que los cargos sean pocos en los pequeños Esta-
dos y numerosos en los grandes, siendo muy importante saber cuáles son los que pue-
den acumularse y cuáles los que son incompatibles.
Con respecto a las necesidades indispensables de la ciudad, el primer objeto de vigi-
lancia es el mercado público, que debe estar bajo la dirección de una autoridad que
inspeccione los contratos que se celebren y su exacta observancia. En casi todas las
ciudades sus miembros tienen la precisión de comprar y vender para satisfacer sus mu-
tuas necesidades, siendo esta, quizá, la más importante garantía de bienestar que al
parecer han deseado obtener los miembros de la ciudad al reunirse en sociedad. Otra
cosa que viene después de ésta, y que tiene con ella estrecha relación, es la conserva-
ción de las propiedades públicas y particulares. Este cargo comprende el régimen inter-
ior de la ciudad, el sostenimiento y la reparación de los edificios deteriorados y de los
caminos públicos, el reglamento relativo a los deslindes de cada propiedad, para preve-
nir las disputas, y además todas las materias análogas a éstas. Todas estas son funcio-
nes, como se dice ordinariamente, de policía urbana. Ahora bien, siendo muy variadas
en los Estados muy poblados se pueden distribuir entre muchas manos. Así, hay arqui-
tectos especiales para las murallas, inspectores de aguas y fuentes, y otros del puerto.
Hay otra magistratura análoga a aquélla y de igual modo necesaria, que tiene a su car-
go las mismas obligaciones, pero con relación a los campos y al exterior de la ciudad.
Los funcionarios que la desempeñan se llaman inspectores de los campos o conserva-
dores de los bosques. Ya tenemos aquí tres órdenes de funciones indispensables. Una
cuarta magistratura, que no lo es menos, es la que debe percibir las rentas públicas,
custodiar el tesoro del Estado y repartir los caudales entre los diversos ramos de la ad-
ministración pública. Estos funcionarios se llaman receptores o tesoreros. Otra clase de
funcionarios está encargada del registro de los actos que tienen lugar entre los particu-
lares, y de las sentencias dictadas por los tribunales, siendo estos mismos los que de-
ben actuar en los procedimientos y negocios judiciales. A veces esta última magistratura
se divide en otras muchas, pero sus atribuciones son siempre estas mismas que acabo
de enumerar. Los que desempeñan estos cargos se llaman archiveros, escribanos,
conservadores, o se designan con otro nombre semejante.
La magistratura que viene después de ésta y que es la más necesaria y también la
más delicada de todas, está encargada de la ejecución de las condenas judiciales, de la
prosecución de los procesos y de la guarda de los presos. Lo que la hace sobre todo
penosa es la animadversión que lleva consigo. Y así, cuando no promete gran utilidad,
no se encuentra quien la quiera servir o, por lo menos, quien quiera desempeñarla con
toda la severidad que exigen las leyes. Esta magistratura es, sin embargo, indispensa-
ble, porque sería inútil administrar justicia si las sentencias no se cumpliesen, y la so-
ciedad civil sería tan imposible sin la ejecución de los fallos como lo sería sin la justicia
que los dicta. Pero es bueno que estas difíciles funciones no recaigan en una magistra-
tura única. Es preciso repartirlas entre los miembros de los diversos tribunales y según
la naturaleza de las acciones y de las -reclamaciones judiciales. Además, las magistra-
turas que son extrañas al procedimiento podrán encargarse de la ejecución; y en las
causas en que figuran jóvenes, las ejecuciones deberán confiarse con preferencia a los
magistrados jóvenes. En cuanto a los procedimientos que afectan a los magistrados
públicos, debe procurarse que la magistratura que ejecuta sea distinta de la que ha
condenado; que, por ejemplo, los inspectores de la ciudad ejecuten las providencias de
los inspectores de los mercados, así como las providencias de los primeros deberán
ejecutarse por otros magistrados. La ejecución será tanto más completa cuanto más
débil sea la animadversión que excite contra los agentes encargados de la misma. Se
duplica el aborrecimiento cuando se pone en unas mismas manos la condenación y la
ejecución; y cuando se extiende a todas las cosas las funciones de juez y de ejecutor,
dejándolas siempre en unas mismas manos, se provoca la execración general. Muchas
veces se distinguen las funciones del carcelero de las del ejecutor, como sucede en
Atenas con el tribunal de los Once6. Esta separación de funciones es oportuna, y deben
discurrirse medios a propósito para hacer menos odioso el destino de carcelero, el cual
es tan necesario como todos los demás de que hemos hablado. Los hombres de bien
se resisten con todas sus fuerzas a aceptar este cargo, y es peligroso confiarle a hom-
bres corruptos, porque se debería más bien guardarlos a ellos que no encomendarles la
guarda de los demás. Importa, por tanto, que la magistratura encargada de estas fun-
ciones no sea la única ni perpetua. Se encomendarán a jóvenes allí donde la juventud y
los guardas de la ciudad estén organizados militarmente; y las diversas magistraturas
deberán encargarse sucesivamente de estos penosos cuidados.
6. El tribunal de los Once estaba encargado de la guarda de los detenidos y de la eje-
cución de las sentencias en los juicios criminales. Para formarle, cada tribu daba un
magistrado, y a estos diez primeros se agregaba un secretario. Saint-Hilaire, pág. 387.

Tales son las magistraturas que parecen ser más necesarias en la ciudad.
En seguida vienen otras funciones que no son menos indispensables, pero que son
de un orden más superior, porque exigen un mérito reconocido, y sólo la confianza es la
que motiva su obtención. De esta clase son las concernientes a la defensa de la ciudad
y a todos los asuntos militares. Lo mismo en tiempo de paz que en tiempo de guerra, es
preciso velar igualmente por la guarda de las puertas y de las murallas, y por su soste-
nimiento. También es preciso formar los registros de ciudadanos y distribuirlos entre los
diversos cuerpos de ejército. Las magistraturas a que corresponden todas estas atribu-
ciones son más o menos numerosas según las localidades; así en las pequeñas ciuda-
des un solo funcionario puede cuidar de todas estas cosas. Los magistrados que des-
empeñan estos empleos se llaman generales, ministros de la guerra. Además, si el Es-
tado tiene caballería, infantería pesada, infantería ligera, arqueros, gente de mar, cada
grupo de éstos tiene precisamente funcionarios especiales, llamados jefes de la marine-
ría, de la caballería, de las falanges; o también, siguiendo la subdivisión de estos prime-
ros cargos, se les llama jefes de galera, jefes de batallón, jefes de tribu, jefes de cual-
quier otro cuerpo que sea sólo una parte de los primeros. Todas estas funciones son
ramas de la administración militar, que encierra todos los matices que acabamos de
indicar. Manejando de continuo algunas magistraturas, y podría decirse quizá todas, los
fondos públicos, es absolutamente preciso que el que recibe y depura las cuentas de
los demás esté totalmente separado de éstos, y no tenga exclusivamente otro cuidado
que aquél. Los funcionarios que desempeñan este cargo se llaman ya interventores, ya
examinadores, identificadores o agentes del tesoro.
Sobre todas estas magistraturas, y siendo la más poderosa de todas, porque de ella
dependen las más de las veces la fijación y la recaudación de los impuestos, está la
magistratura que preside la asamblea general en los Estados en que el pueblo es sobe-
rano. Para convocar al soberano en asamblea se necesitan funcionarios especiales. Se
les llama ya comisarios preparadores, porque preparan las deliberaciones, ya senado-
res, sobre todo en los Estados en que el pueblo decide en última instancia.
Tales son, poco más o menos, todas las magistraturas políticas.
Falta aún que hablemos de un servicio muy diferente de todos los precedentes, que
es el relativo al culto de los dioses, el cual está a cargo de los pontífices e inspectores
de las cosas sagradas, que cuidan del sostenimiento y reparación de los templos y de
otros objetos consagrados a los dioses. Unas veces esta magistratura es única, y esto
es lo más común en los Estados pequeños; otras se divide en muchos cargos, comple-
tamente distintos del sacerdocio, que están confiados a los ordenadores de las fiestas
religiosas, a los inspectores de templos y a los tesoreros de las rentas sagradas. Des-
pués viene otra magistratura totalmente distinta, a la cual está confiado el cuidado de
todos los sacrificios públicos que la ley no encomienda a los pontífices, y cuya impor-
tancia sólo nace de su carácter nacional. Los magistrados de esta clase toman aquí el
nombre de arcontes, allá el de reyes, en otra parte el de pritaneos.
En resumen, puede decirse que las magistraturas indispensables al Estado tienen por
objeto el culto, la guerra, las contribuciones y gastos públicos, los mercados, la policía
de la ciudad, los puertos y los campos, así como también los tribunales, las convencio-
nes entre particulares, los procedimientos judiciales, la ejecución de los juicios, la cus-
todia de los penados, el examen, comprobación y liquidación de las cuentas públicas; y
por último, las deliberaciones sobre los negocios generales del Estado.
En las ciudades pacíficas en que, por otra parte, la opulencia general no impide el
buen orden, es donde principalmente se establecen magistraturas encargadas de velar
por las mujeres y los jóvenes, por el mantenimiento de los gimnasios y por el cumpli-
miento de las leyes. También pueden citarse los magistrados encargados de la vigilan-
cia en los juegos solemnes, en las fiestas de Baco y en todos los de la misma naturale-
za. Algunas de estas magistraturas son evidentemente contrarias a los principios de la
democracia; por ejemplo, la vigilancia de las mujeres y de los jóvenes, pues, en la im-
posibilidad de tener esclavos, los pobres se ven precisados a asociar a sus trabajos a
sus mujeres e hijos; y de los tres sistemas de magistraturas, entre las que se distribuyen
mediante la elección las funciones supremas del Estado: guardadores de las leyes, co-
misarios, senadores, el primero es aristocrático; el segundo, oligárquico, y el tercero,
democrático.
En esta rápida indagación hemos examinado todas o casi todas las funciones públi-
cas.

LIBRO OCTAVO1

TEORÍA GENERAL DE LAS REVOLUCIONES

CAPÍTULO I

PROCEDIMIENTOS DE LAS REVOLUCIONES

Todas las partes del asunto de que nos proponemos tratar aquí están, si puede decir-
se así, casi agotadas. Como continuación de todo lo que precede, vamos a estudiar, de
una parte, el número y la naturaleza de las causas que producen las revoluciones en los
Estados, los caracteres que revisten según las constituciones y las relaciones que más
generalmente tienen los principios que se abandonan con los principios que se adoptan;
de otra, indagaremos cuáles son, para los Estados en general y para cada uno en parti-
cular, los medios de conservación; y, por último, veremos cuáles son los recursos espe-
ciales de cada uno de ellos. Hemos enunciado ya la causa primera a que debe atribuir-
se la diversidad de todas las constituciones, que es la siguiente: todos los sistemas polí-
ticos, por diversos que sean, reconocen ciertos derechos y una igualdad proporcional
entre los ciudadanos, pero todos en la práctica se separan de esta docrina. La demago-
gia ha nacido casi siempre del empeño de hacer absoluta y general una igualdad que
sólo era real y positiva en ciertos conceptos; porque todos son igualmente libres se ha
creído que debían serlo de una manera absoluta. La oligarquía ha nacido del empeño
de hacer absoluta y general una desigualdad que sólo es real y positiva en ciertos con-
ceptos, porque siendo los hombres desiguales en fortuna han supuesto que deben serlo
en todas las demás cosas y sin limitación alguna. Los unos, firmes en esta igualdad,
han querido que el poder político con todas sus atribuciones fuera repartido por igual;
los otros, apoyados en esta desigualdad, sólo han pensado en aumentar sus privilegios,
porque esto equivalía a aumentar la desigualdad. Todos los sistemas, bien que justos
en el fondo, son, sin embargo, radicalmente falsos en la práctica. Y así los unos como
los otros, tan pronto como no han obtenido, en punto a poder político, todo lo que tan
falsamente creen merecer, apelan a la revolución. Ciertamente, el derecho de insurrec-
ción a nadie debería pertenecer con más legitimidad que a los ciudadanos de mérito
superior, aunque jamás usen de este derecho; realmente, la desigualdad absoluta sólo
es racional respecto a ellos2. Lo cual no impide que muchos, sólo porque su nacimiento
es ilustre, es decir, porque tienen a su favor la virtud y la riqueza de sus antepasados a
que deben su nobleza, se crean en virtud de esta sola desigualdad muy por encima de
la igualdad común.
1. Colocado generalmente el quinto.
2. Aristóteles hace constantemente estas reservas en favor del genio.

Tal es la causa general, y también puede decirse el origen de las revoluciones y de


las turbulencias que ellas ocasionan. En los cambios que producen proceden de dos
maneras. Unas veces atacan el principio mismo del gobierno, para reemplazar la consti-
tución existente con otra, sustituyendo, por ejemplo, la oligarquía a la democracia, o al
contrario; o la república y la aristocracia muna u otra de aquéllas; o las dos primeras a
las dos segundas. Otras, la revolución, en vez de dirigirse a la constitución que está en
vigor, la conserva tal como la encuentra; y a lo que aspiran los revolucionarios vencedo-
res es a gobernar personalmente, observando la constitución. Las revoluciones de este
género son muy frecuentes en los Estados oligárquicos y monárquicos. A veces la revo-
lución fortifica o relaja un principio; y así, si rige la oligarquía, la revolución la aumenta o
la restringe; si la democracia, la fortifica o la debilita; y lo mismo sucede en cualquier
otro sistema. A veces, por último, la revolución sólo quiere quitar una parte de la consti-
tución, por ejemplo, fundando o suprimiendo una magistratura dada; como cuando, en
Lacedemonia, Lisandro quiso, según se asegura, destruir el reinado, y Pausanias3, la
institución de los éforos. De igual modo, en Epidamno sólo se alteró un punto de la
constitución, sustituyendo el senado a los jefes de las tribus. Hoy mismo basta el decre-
to de un solo magistrado para que todos los miembros del gobierno estén obligados a
reunirse en asamblea general; y en esta constitución el arconte único es un resto de
oligarquía. La desigualdad es siempre, lo repito, la causa de las revoluciones, cuando
no tienen ninguna compensación los que son víctimas de ella. Un reinado perpetuo en-
tre iguales es una desigualdad insoportable; y en general puede decirse que las revolu-
ciones se hacen para conquistar la igualdad. Esta igualdad tan ansiada es doble4. Pue-
de entenderse respecto del número y del mérito. Por la del número entiendo la igualdad
o identidad en masa, en extensión; por la del mérito entiendo la igualdad proporcional. Y
así, en materia de números, tres es más que dos, como dos es más que uno; pero pro-
porcionalmente cuatro es a dos como dos es a uno. Dos, efectivamente, está con cuatro
en la misma relación que uno con dos; es la mitad en ambos casos. Puede estarse de
acuerdo sobre el fondo mismo del derecho y diferir sobre la proporción en que debe
concederse. Ya lo dije antes: los unos, porque son iguales en un punto, se creen iguales
de una manera absoluta; los otros, porque son desiguales bajo un solo concepto, quie-
ren ser desiguales en todos sin excepción.
3. Pausanias murió el año cuarto de la Olimpiada 75, 477 años a. de J. C.
4. Esta distinción, muy importante en política, como lo es en cualquiera otra materia,
es de Platón. Véase las Leyes, lib. VI, pág. 317.

De aquí procede que la mayor parte de los gobiernos son oligárquicos o democráti-
cos. La nobleza y la virtud son el patrimonio de pocos; y las cualidades contrarias, el de
la mayoría. En ninguna ciudad pueden citarse cien personas de nacimiento ilustre, de
virtud intachable; pero casi en todas partes se encontrarán masas de pobres. Es peli-
groso pretender constituir la igualdad real o proporcional con todas sus consecuencias;
los hechos están ahí para probarlo. Los gobiernos cimentados en esta base jamás son
sólidos, porque es imposible que el error que se cometió en un principio no produzca a
la larga un resultado funesto. Lo más prudente es combinar la igualdad relativa al núme-
ro con la igualdad relativa al mérito. Sea lo que fuere, la democracia es más estable y
está menos sujeta a trastornos que la oligarquía. En los gobiernos oligárquicos la insu-
rrección puede nacer de dos puntos, según que la minoría oligárquica se insurreccione
contra sí misma o contra el pueblo; en las democracias sólo tiene que combatir a la mi-
noría oligárquica. El pueblo no se insurrecciona jamás contra sí propio, o, por lo menos,
los movimientos de este género no tienen importancia. La república en que domina la
clase media, y que se acerca más a la democracia que a la oligarquía, es también el
más estable de todos estos gobiernos.

CAPÍTULO II

CAUSAS DIVERSAS DE LAS REVOLUCIONES

Puesto que queremos estudiar de dónde nacen las discordias y trastornos políticos,
examinemos, ante todo, en general, su origen y sus causas. Todas estas pueden redu-
cirse, por decirlo así, a tres principales, que nosotros indicaremos en pocas palabras y
que son: la disposición moral de los que se rebelan, el fin de la insurrección y las cir-
cunstancias determinantes que producen la turbación y la discordia entre los ciudada-
nos. Ya hemos dicho lo que predispone en general los espíritus a una revolución; y esta
causa es la principal de todas. Los ciudadanos se sublevan, ya en defensa de la igual-
dad, cuando considerándose iguales se ven sacrificados por los privilegiados; ya por el
deseo de la desigualdad y predominio político, cuando, no obstante la desigualdad en
que se suponen, no tienen más derechos que los demás, o sólo los tienen iguales, o
acaso menos extensos. Estas pretensiones pueden ser racionales, así como pueden
también ser injustas. Por ejemplo, uno que es inferior se subleva para obtener la igual-
dad; y una vez obtenida la igualdad, se subleva para dominar. Tal es, en general, la
disposición del espíritu de los ciudadanos que inician las revoluciones. Su propósito,
cuando se insurreccionan, es alcanzar fortuna y honores, o también evitar la oscuridad y
la miseria; porque con frecuencia la revolución no ha tenido otro objeto que el librar a
algunos ciudadanos o a sus amigos de alguna mancha infamante o del pago de una
multa.
En fin, en cuanto a las causas e influencias particulares que determinan la disposición
moral y los deseos que hemos indicado, son hasta siete, y, si se quiere, más aún. Por lo
pronto, dos son idénticas a las causas antes indicadas, por más que no obren aquí de la
misma manera. El ansia de riquezas y de honores, de que acabamos de hablar, puede
encender la discordia, aunque no se pretenda adquirir para sí semejantes riquezas ni
honores y se haga tan sólo por la indignación que causa ver estas cosas justa o injus-
tamente en manos de otro. A estas dos primeras causas puede unirse el insulto, el mie-
do, la superioridad, el desprecio, el acrecentamiento desproporcionado de algunas par-
cialidades de la ciudad. También se puede, desde otro punto de vista, contar como cau-
sas de revoluciones las cábalas, la negligencia, las causas imperceptibles y, en fin, la
diversidad de origen.
Se ve sin la menor dificultad y con plena evidencia toda la importancia política que
pueden tener el impulso y el interés, y cómo estas dos causas producen revoluciones.
Cuando los que gobiernan son insolentes y codiciosos, se sublevan las gentes contra
ellos y contra la constitución que les proporciona tan injustos privilegios, ya amontonen
sus riquezas a costa de los particulares, ya a expensas del público. No es más difícil
comprender la influencia que pueden ejercer los honores y cómo pueden ser causa de
revueltas. Se hace uno revolucionario cuando se ve privado personalmente de todas
aquellas distinciones de que se colma a los demás. Igual injusticia tiene lugar cuando,
sin guardar la debida proporción, unos son honrados y otros envilecidos, porque, a decir
verdad, sólo hay justicia cuando la repartición del poder está en relación con el mérito
particular de cada uno.
La superioridad es igualmente un origen de discordias civiles en el seno del Estado o
del gobierno mismo, cuando hay una influencia preponderante, sea de un solo individuo,
sea de muchos, porque, ordinariamente, da origen a una monarquía o a una dinastía
oligárquica. Y así, en algunos Estados se ha inventado contra estas grandes fortunas
políticas el medio del ostracismo, de que se ha hecho uso en Argos y en Atenas. Pero
vale más prevenir desde su origen las superioridades de este género que curarlas con
semejantes remedios, después de haberlas dejado producirse.
El miedo causa sediciones cuando los culpables se rebelan por temor al castigo, o
cuando, previendo un atentado, los ciudadanos se sublevan antes de ser ellos víctimas
de él. De esta manera, en Rodas los principales ciudadanos se insurreccionaron contra
el pueblo para sustraerse a los fallos que se habían dictado contra ellos.
El desprecio también da origen a sediciones y a empresas revolucionarias; en la oli-
garquía, cuando la mayoría excluida de todos los cargos públicos reconoce la superiori-
dad de sus propias fuerzas; y en la democracia, cuando los ricos se sublevan a causa
del desdén que les inspiran los tumultos populares y la anarquía. En Tebas, después
del combate de los enófitos5, fue derrocado el gobierno democrático porque su adminis-
tración era detestable; en Megara la demagogia fue vencida por su misma anarquía y
sus desórdenes. Lo mismo sucedió en Siracusa antes de la tiranía de Gelón, y en Ro-
das antes de la defección.
5. Esta batalla, en la que fueron derrotados los atenienses por los tebanos, se dio el
año cuarto de la Olimpiada 80, 458 años a. de J. C.

El aumento desproporcionado de algunas clases de la ciudad causa, igualmente, tras-


tornos políticos. Sucede en esto como en el cuerpo humano, cuyas partes deben des-
envolverse proporcionalmente, para que la simetría del conjunto se mantenga firme,
porque correría gran riesgo de perecer si el pie aumentase cuatro codos y el resto del
cuerpo tan sólo dos palmos. Hasta podría mudar el ser completamente de especie si se
desenvolviese sin la debida proporción, no sólo respecto a sus dimensiones, sino tam-
bién a sus elementos constitutivos. El cuerpo político se compone también de diversas
partes, algunas de las cuales alcanzan en secreto un desarrollo peligroso; como, por
ejemplo,
la clase de los pobres en las democracias y en la repúblicas. Sucede a veces que este
resultado es producto de circunstancias enteramente eventuales. En Tarento6, habiendo
perecido la mayoría de los ciudadanos distinguidos en un combate contra los japiges, la
demagogia reemplazó a la república, suceso que tuvo lugar poco después de la guerra
Médica. Argos, después de la batalla de Eudómada o de los Siete, en la que fue des-
truido su ejército por Cleomenes el espartano, se vio precisada a conceder el derecho
de ciudadanía a los siervos. En Atenas, las clases distinguidas perdieron parte de su
poder porque tuvieron que servir en la infantería, después de las pérdidas que experi-
mentó esta arma en las guerras contra Lacedemonia. Las revoluciones de este género
son más raras en las democracias que en los demás gobiernos; sin embargo, cuando el
número de los ricos crece y las fortunas aumentan, la democracia puede degenerar en
oligarquía violenta o templada.
En las repúblicas, la cábala basta para producir, hasta sin movimientos tumultuosos,
el cambio de la constitución. En Herea, por ejemplo, se abandonó el procedimiento de la
elección por el de la suerte, porque la primera sólo había servido para elevar al poder a
intrigantes.
La negligencia también puede causar revoluciones cuando llega hasta tal punto que
se deja ir el poder a manos de los enemigos del Estado. En Orea7 fue derrocada la oli-
garquía sólo porque Heracleodoro había sido elevado a la categoría de magistrado, lo
cual dio origen a que éste sustituyera la república y la democracia al sistema oligárqui-
co.
A veces tiene lugar una revolución como resultado de pequeños cambios; con lo cual
quiero decir que las leyes pueden sufrir una alteración capital mediante un hecho que se
considera como de poca importancia, y que apenas se percibe. En Ambracia8, por
ejemplo, el censo, al principio, era muy moderado, y al fin se le abolió por entero, to-
mando como pretexto el que un censo tan bajo valía tanto o casi tanto como no tener
ninguno.
6. La batalla de que habla aquí Aristóteles tuvo lugar el año cuarto de la Olimpiada 76,
473 años a. de J. C., seis años después de la batalla de Platea.
7. Colonia ateniense, en la Etolia.
8. Colonia de Corinto, en el mar jonio.
La diversidad de origen puede producir también revoluciones hasta tanto que la mez-
cla de las razas sea completa; porque el Estado no puede formarse con cualquier gente,
como no puede formarse en una circunstancia cualquiera. Las más veces estos cam-
bios políticos han sido consecuencia de haber dado el derecho de ciudadanía a los ex-
tranjeros domiciliados desde mucho tiempo atrás o a los recién llegados. Los aqueos se
unieron a los trezenos para fundar Síbaris; pero habiéndose hecho éstos más numero-
sos, arrojaron a los otros, crimen que más tarde los sibaritas debieron expiar. Y éstos no
fueron, por lo demás, mejor tratados por sus compañeros de colonia en Turio, puesto
que se les arrojó porque pretendieron apoderarse de la mejor parte del territorio, como
si les hubiese pertenecido en propiedad. En Bizancio, los colonos recién llegados se
conjuraron secretamente para oprimir a los ciudadanos, pero fueron descubiertos y ba-
tidos y se les obligó a retirarse. Los antiseos, después de haber recibido en su seno a
los desterrados de Quíos, tuvieron que libertarse de ellos dándoles una batalla. Los
zancleos fueron expulsados de su propia ciudad por los samios, que ellos habían acogi-
do. Apolonia del Ponto Euxino tuvo que sufrir las consecuencias de una sedición, por
haber concedido a colonos extranjeros el derecho de ciudad. En Siracusa, la discordia
civil no paró hasta el combate, porque después de derrocar la tiranía, se habían conver-
tido en ciudadanos los extranjeros y los soldados mercenarios. En Amfipolis, la hospita-
lidad dada a los colonos de Calcis fue fatal para la mayoría de los ciudadanos, que fue-
ron expulsados de su territorio.
En las oligarquías la multitud es la que se insurrecciona; porque, como ya he dicho, se
supone herida por la desigualdad política y se cree con derecho a la igualdad. En las
democracias, son las clases altas las que se sublevan, porque no tienen derechos igua-
les, no obstante su desigualdad.
La posición topográfica basta a veces por sí sola para provocar una revolución: por
ejemplo, cuando la misma distribución del suelo impide que la ciudad tenga una verda-
dera unidad. Y así, ved en Clazomenes la causa de la enemistad entre los habitantes de
Chitre y los de la isla; y lo mismo sucede con los colofonios y los nocios. En Atenas hay
desemejanza entre las opiniones políticas de las diversas partes de la ciudad; y así los
habitantes del Pireo son más demócratas que los de la ciudad. En un combate basta
que haya algunos pequeños fosos que salvar u otros obstáculos menores aún, para
desordenar las falanges; así en el Estado una demarcación cualquiera basta para pro-
ducir la discordia. Pero el más poderoso motivo de desacuerdo nace cuando están la
virtud de una parte y el vicio de otra; la riqueza y la pobreza vienen después; y, por últi-
mo, vienen todas las demás causas, más o menos influyentes, y entre ellas la causa
puramente física de que acabo de hablar.

CAPÍTULO III

CONTINUACIÓN DE LA TEORÍA PRECEDENTE

El verdadero objeto de las revoluciones es siempre muy importante, por más que el
hecho que la ocasione pueda ser fútil; nunca se apela a la revolución, sino por motivos
muy serios. Las cosas más pequeñas, cuando afectan a los jefes del Estado, son quizá
de la mayor gravedad. Puede verse lo que sucedió hace tiempo en Siracusa. Una cues-
tión de amor, que arrastró a dos jóvenes a la insurrección, produjo un cambio en la
constitución. Uno de ellos emprendió un viaje, y el otro, aprovechando su ausencia, su-
po ganar el cariño de la joven a quien aquél amaba. Éste, a su vuelta, queriendo ven-
garse, consiguió seducir a la mujer de su rival, y ambos, comprometiendo en la querella
a los miembros del gobierno, dieron lugar a una revolución. Es preciso, por tanto, vigilar
desde el origen con el mayor cuidado esta clase de querellas particulares, y apaciguar
los ánimos tan pronto como surgen entre las personas principales y más poderosas del
Estado. Todo el mal está en el principio, porque como dice aquel sabio proverbio: «Una
cosa comenzada, está medio hecha.» En todas las cosas, la más ligera falta, cuando
radica en la base, reaparece proporcionalmente en todas las demás partes de la misma.
En general, las divisiones que se suscitan entre los principales ciudadanos, se extien-
den al Estado entero, que concluye bien pronto por tomar parte en ellas. Hestiea nos
ofrece un ejemplo de ello poco después de la guerra Médica. Dos hermanos se disputa-
ban la herencia paterna, y el más pobre pretendía que su hermano había ocultado el
dinero y el tesoro que había descubierto su padre, y comprometieron en esta querella,
el pobre a todo el pueblo, y el rico, que lo era mucho, a todos los ricos de la ciudad. En
Delfos, una querella que tuvo lugar con ocasión de un matrimonio causó las turbulen-
cias que duraron tan largo tiempo. Un ciudadano, al ir al lado de la que había de ser su
esposa, tuvo un presagio siniestro, y con este motivo se negó a tomarla por mujer. Los
parientes, heridos por este desaire, ocultaron en su equipaje algunos objetos sagrados
mientras él hacía un sacrificio, y, descubierto que fue, le condenaron a muerte como
sacrílego. En Mitilene, la sedición verificada con ocasión de algunas jóvenes herederas
fue el origen de todas las desgracias que después ocasionaron y de la guerra contra los
atenienses, en la que Paqués se apoderó de Mitilene. Un ciudadano rico, llamado Timó-
fanes, había dejado dos hijas; y Doxandro, que no había podido conseguirlas para sus
hijos, inició la sedición, excitando la cólera de los atenienses, de cuyos negocios estaba
encargado en aquel punto. En Focea9, el matrimonio de una rica heredera fue también
lo que produjo la querella entre Mnaseo, padre de Mnesón, y Eutícrates, padre de
Onomarco, y como consecuencia la guerra sagrada tan funesta a los focenses. En
Epidauro, un asunto matrimonial produjo asimismo un cambio en la constitución. Un
ciudadano había prometido su hija a un joven, cuyo padre, siendo magistrado, condenó
al padre de la prometida al pago de una multa; y para vengarse éste de lo que conside-
raba como un insulto, hizo que se sublevaran todas las clases de la ciudad que no tení-
an derechos políticos.
9. Focea, véase a Diod. Sic., lib. XVI, pág. 425, segundo año de la Olimpiada 106, 367
años a. de J. C. Corresponde a la época del nacimiento de Alejandro.

Para ocasionar una revolución que convierta el gobierno en una oligarquía, en una
democracia o en una república, basta que se concedan honores o atribuciones exage-
radas a cualquier magistratura o a cualquier clase de Estado. La consideración excesiva
que obtuvo el Areópago en la época de la guerra Médica pareció dar demasiada fuerza
al gobierno. Y en otro sentido, cuando la flota, cuya tripulación estaba compuesta de
gente del pueblo, consiguió la victoria de Salamina y conquistó para Atenas, a la vez
que la preponderancia marítima, el mando de la Grecia, la democracia no dejó de sacar
provecho de esto. En Argos, los principales ciudadanos, orgullosos con el triunfo que
alcanzaron en Mantinea10 contra los lacedemonios, quisieron aprovecharse de esta cir-
cunstancia para echar abajo la democracia. En Siracusa11, el pueblo, que consiguió por
sí solo la victoria sobre los atenienses, sustituyó la democracia a la república. En Calcis,
el pueblo se hizo dueño el poder desde el momento en que quitó la vida al tirano Foxos
al mismo tiempo que a los nobles. En Ambracia, el pueblo arrojó igualmente al tirano
Periandro y a los conjurados que conspiraban contra él, atribuyéndose a sí mismo todo
el poder. Es preciso tener en cuenta que, en general, todos los que han adquirido para
su patria algún nuevo poder, sean particulares o magistrados, tribus u otra parte de la
ciudad, cualquiera que ella sea, son para el Estado un foco perenne de sedición. O se
rebelan los demás contra ellos por la envidia que tienen a su gloria; o ellos, enorgulleci-
dos con sus triunfos, intentan destruir la igualdad que ya no quieren.
Es también origen de revoluciones la misma igualdad de fuerzas entre las partes del
Estado, que parecen entre sí enemigas; por ejemplo, entre los ricos y los pobres, cuan-
do no hay entre ellos una clase media, o es poco numerosa la que hay. Pero tan pronto
como una de las dos partes adquiere una superioridad incontestable y perfectamente
evidente, la otra se libra muy bien de arrostrar inútilmente el peligro de una lucha. Por
esto, los ciudadanos que se distinguen por su mérito nunca provocan, por decirlo así,
las sediciones, porque están siempre en una excesiva minoría relativamente a la gene-
ralidad.
10. La batalla de Mantinea, en la que pereció Epaminondas, tuvo lugar el segundo
año de la Olimpiada 104, 362 años a. de J. C.
11. La derrota de los atenienses en Siracusa corresponde al cuarto año de la Olimpia-
da 91, 412 años a. de J. C.

Tales son, sobre poco más o menos, todas las causas y todas las circunstancias de
los desórdenes y de las revoluciones en los diversos sistemas de gobierno.
Las revoluciones proceden empleando ya la violencia, ya la astucia. La violencia pue-
de obrar desde luego y de improviso, o bien la opresión puede venir paulatinamente; y
la astucia puede obrar también de dos maneras, pues primero, valiéndose de falsas
promesas, obliga al pueblo a consentir en la revolución, y no recurre sino más tarde a la
fuerza para sostenerla contra su resistencia. En Atenas, los Cuatrocientos12 engañaron
al pueblo, persuadiéndole de que el Gran Rey suministraría al Estado medios para con-
tinuar la guerra contra Esparta, y como les saliera bien este fraude, procuraron retener
el poder en sus manos. En segundo lugar, la simple persuasión basta a veces para que
la astucia conserve el poder con el consentimiento de los que obedecen, así como fue
bastante para que lo adquiriesen.
Podemos decir que, en general, las causas que hemos indicado producen revolucio-
nes en los gobiernos de todos los géneros.
12. La creación de los Cuatrocientos tuvo lugar el primer año de la Olimpiada 92, 411
años a. de J. C.

CAPÍTULO IV

DE LAS CAUSAS DE LAS REVOLUCIONES EN LAS DEMOCRACIAS


Veamos ahora a qué especies de gobiernos se aplica especialmente cada una de es-
tas causas, teniendo en cuenta la división que acabamos de hacer.
En la democracia las revoluciones nacen principalmente del carácter turbulento de los
demagogos. Con relación a los particulares, los demagogos con sus perpetuas denun-
cias obligan a los mismos ricos a reunirse para conspirar, porque el común peligro
aproxima a los que son más enemigos; y cuando se trata de asuntos públicos, procuran
arrastrar a la multitud a la sublevación. Fácil es convencerse de que esto ha tenido lugar
mil veces.
En Cos13, los excesos de los demagogos produjeron la caída de la democracia, po-
niendo a los principales ciudadanos en la necesidad de coligarse contra ella. En Rodas,
los demagogos, que administraban los fondos destinados al pago de los sueldos, impi-
dieron satisfacer el préstamo que se debía a los comandantes de las galeras, los cua-
les, para evitar las vejaciones de los tribunales, no tuvieron otro recurso que conspirar y
derrocar al gobierno popular. En Heraclea, poco tiempo después de la colonización, los
demagogos también ocasionaron la destrucción de la democracia. Con sus injusticias
precisaron a los ciudadanos ricos a abandonar la ciudad; pero se reunieron todos los
expatriados, volvieron a la ciudad y arrancaron al pueblo todo su poder. En Megara
desapareció poco más o menos la democracia de la misma manera. Los demagogos,
para multiplicar las confiscaciones, condenaron a destierro a muchos de los principales
ciudadanos, con lo cual en poco tiempo llegó a ser crecido el número de los desterra-
dos; pero éstos volvieron de nuevo a la ciudad, y, después de derrotar al pueblo en ba-
talla campal, establecieron un gobierno oligárquico. La misma fue en Cumas la suerte
de la democracia, que destruyó Trasímaco. Estos hechos y otros muchos demuestran
que el camino que habitualmente siguen las revoluciones en la democracia es el si-
guiente: o los demagogos, queriendo congraciarse con la multitud, llegan a irritar a las
clases superiores del Estado a causa de las injusticias que con ellas cometen, pidiendo
el repartimiento de tierras y haciéndoles que corran a su cargo todos los gastos públi-
cos, o se contentan con calumniarlos, para obtener la confiscación de las grandes fortu-
nas. Antiguamente, cuando un mismo personaje era demagogo y general, el gobierno
degeneraba fácilmente en tiranía, y casi todos los antiguos tiranos comenzaron por ser
demagogos. Estas usurpaciones eran en aquel tiempo mucho más frecuentes que lo
son hoy, por una razón muy sencilla: en aquella época, para ser demagogo, era indis-
pensable proceder de las filas del ejército, porque entonces no se sabía todavía utilizar
hábilmente la palabra. En la actualidad, gracias a los progresos de la retórica, basta
saber hablar bien para llegar a ser jefe del pueblo; pero los oradores no se convierten
nunca o raras veces en usurpadores, a causa de su ignorancia militar.
13. Patria de Hipócrates.

Lo que hacía también que fueran las tiranías en aquel tiempo más frecuentes que en
el nuestro, era que se concentraban poderes enormes en una sola magistratura, como
sucedía con el pritaneo de Mileto, donde el magistrado que estaba revestido de tal auto-
ridad reunía numerosas y poderosas atribuciones. También debe añadirse que en aque-
lla época los Estados eran muy pequeños. Ocupado el pueblo en las labores del campo,
que le proporcionaban la subsistencia, dejaba que los jefes nombrados por él alcanza-
ran la tiranía a poco que fueran hábiles militares. Para realizar su propósito, les bastaba
ganarse la confianza del pueblo; y para ganarla, les bastaba declararse enemigos de los
ricos. Véase lo que hizo Pisístrato en Atenas cuando excitó a la rebelión contra los habi-
tantes de la llanura; véase lo que hizo Teágenes en Megara, después que hubo dego-
llado los rebaños de los ricos, que sorprendió a orillas del río. Acusando a Dafneo14 y a
los ricos, Dionisio consiguió que se decretara a su favor la tiranía. El odio que profesó a
los ciudadanos opulentos le sirvió para ganar la confianza del pueblo, que le considera-
ba como su amigo más sincero.
A veces una forma más nueva de democracia sustituye a la antigua. Cuando los em-
pleos son de elección popular y no es necesario para obtenerlos condición alguna de
riqueza, los que aspiran al poder se hacen demagogos, y todo su empeño se cifra en
hacer al pueblo soberano absoluto, hasta por cima de las leyes. Para prevenir este mal,
o por lo menos hacerle menos frecuente, deberá procurarse que el nombramiento de los
magistrados se haga separadamente por tribus, en vez de reunir al pueblo en asamblea
general.
Tales son, sobre poco más o menos, las causas que producen las revoluciones en los
Estados democráticos.
14. Dafneo era general de los siracusanos. Dionisio lo hizo asesinar en el tercer año
de la Olimpiada 93, 360 años a. de J. C.

CAPÍTULO V

DE LAS CAUSAS DE LAS REVOLUCIONES EN LAS OLIGARQUÍAS


En la oligarquías, las causas más ostensibles de trastorno son dos: una es la opresión
de las clases inferiores, que aceptan entonces al primer defensor, cualquiera que él sea,
que se presente en su auxilio; la otra, más frecuente, tiene lugar cuando el jefe del mo-
vimiento sale de las filas mismas de la oligarquía. Esto sucedió en Naxos15 con Lígda-
mis16, que supo convertirse bien pronto en tirano de sus conciudadanos.
En cuanto a las causas exteriores que derrocan la oligarquía, pueden ser muy diver-
sas. A veces los oligarcas mismos, aunque no los que ocupan el poder, producen el
cambio, cuando la dirección de los negocios está concentrada en pocas manos, como
en Marsella, en Istros, en Heraclea y en otros muchos Estados. Los que estaban exclui-
dos del gobierno se agitaban hasta conseguir el goce simultáneo del poder, primero,
para el padre y el primogénito de los hermanos y, después, hasta para los hermanos
más jóvenes. En algunos Estados la ley prohíbe al padre y a los hijos ser al mismo
tiempo magistrados; en otros se prohíbe también serlo a dos hermanos, uno más joven
y otro de más edad. En Marsella la oligarquía se hizo más republicana; en Istros, con-
cluyó por convertirse en democracia; en Heraclea, el cuerpo de los oligarcas se exten-
dió hasta tal punto, que se componía de seiscientos miembros. En Cnido17 la revolución
nació de una sedición provocada por los mismos ricos en su propio seno, porque el po-
der no salía de algunos ciudadanos, y porque el padre, como acabo de decir, no podía
ser juez al mismo tiempo que su hijo, y de los hermanos sólo el mayor podía ocupar los
puestos públicos. El pueblo, aprovechándose de la discordia de los ricos y escogiendo
un jefe entre ellos, supo apoderarse bien pronto del poder, quedando victorioso, porque
la discordia hace siempre débil al partido en que se introduce. En Eritrea18, bajo la anti-
gua oligarquía de los Basílides, a pesar de la exquisita solicitud de los jefes del gobier-
no, cuya falta única consistía en ser pocos, el pueblo, indignado con la servidumbre,
echó abajo la oligarquía.
15. Una de las Cícladas.
16. Hacia la Olimpiada 67, 510 años a. de J. C.
17. Esta colonia de Esparta estaba sometida a una oligarquía muy poderosa.
18. Colonia ateniense en la Jonia.

Entre las causas de revolución que las oligarquías abrigan en su seno debe contarse
el carácter turbulento de los oligarcas, que se hacen demagogos, porque la oligarquía
tiene también sus demagogos, que pueden serlo de dos maneras. En primer lugar, el
demagogo puede encontrarse entre los oligarcas mismos, por poco numerosos que
sean; y así, en Atenas, Caricles fue un verdadero demagogo entre los Treinta, y Frínico
hizo el mismo papel entre los Cuatrocientos. O también pueden los miembros de la oli-
garquía hacerse jefes de las clases inferiores, como en Larisa 19, donde los guardadores
de la ciudad se hicieron los aduladores del pueblo, que tenía el derecho de nombrarles.
Esta es la suerte de todas las oligarquías en que los individuos del gobierno no tienen el
poder exclusivo de nombrar para todos los cargos públicos, y donde estos cargos, sin
dejar de ser privilegio de las grandes fortunas y de algunas clases, están, sin embargo,
sometidos a la elección de los guerreros o del pueblo. Puede servir de ejemplo la revo-
lución de Abidós20. También es este el peligro que amenaza a las oligarquías cuando
los mismos miembros del gobierno no constituyen los tribunales, porque entonces la
importancia de las providencias judiciales da lugar a que se halague al pueblo y a que
se eche por tierra la constitución, como en Heraclea del Ponto. En fin, esto sucede tam-
bién cuando la oligarquía intenta concentrarse demasiado, porque los oligarcas, que
reclaman para sí la igualdad, no tienen más remedio que llamar al pueblo en su auxilio.
Otra causa de revolución en las oligarquías puede nacer de la mala conducta de los
oligarcas, que han dilapidado su propia fortuna en medio de sus excesos. Una vez
arruinados, sólo piensan en la revolución, y entonces, o se apoderan por sí mismos de
la tiranía, o la preparan para otros, como Hiparino la preparó para Dionisio en Siracusa.
En Amfípolis, el falso Cleotino supo introducir en la ciudad colonos de Calcis, y una vez
establecidos en ella, los lanzó contra los ricos. En Egina, el deseo de reparar las pérdi-
das de fortuna del individuo que dirigió la conspiración contra Cares21, fue la causa de
haber querido cambiar la forma de gobierno. A veces, en lugar de derrocar la constitu-
ción, los oligarcas arruinados roban el tesoro público, y entonces, o la discordia se in-
troduce en sus filas, o la revolución sale de las de los ciudadanos, que repelen a los
ladrones por la fuerza. De esta clase fue la revolución de Apolonia del Ponto.
Cuando hay unión en la oligarquía, corre ésta poco riesgo de destruirse a sí propia, y
la prueba la tenemos en el gobierno de Farsalia. Los miembros de aquella oligarquía,
aunque en excesiva minoría, saben, gracias a su sabia moderación, mandar sobre
grandes masas.
Pero la oligarquía está perdida cuando dentro de su seno nace otra oligarquía. Esto
tiene lugar cuando, estando el gobierno todo compuesto sólo de una débil minoría, los
miembros de ésta no tienen todos parte en las magistraturas soberanas, de lo cual es
testimonio la revolución de Elis22, cuya constitución, muy oligárquica, no permitía la en-
trada en el senado más que a un escasísimo número de oligarcas, porque noventa de
estos puestos eran vitalicios, y las elecciones, limitadas y entregadas a las familias po-
derosas, no eran mejores que en Lacedemonia.
19. Ciudad de Tesalia.
20. Colonia de Mileto en el Helesponto.
21. General ateniense que fue vencido en Queronea en el año 389 a. de J. C.
22. Capital de la Eólida.

La revolución lo mismo tiene lugar en las oligarquías en tiempo de guerra que en


tiempo de paz. Durante la guerra, el gobierno se arruina a causa de su desconfianza
respecto del pueblo del cual se ve precisado a valerse para rechazar al enemigo. En-
tonces, o el jefe único, en cuyas manos se pone el poder militar, se apodera de la tira-
nía, como Timófanes en Corinto; o si los jefes del ejército son muchos, crean para sí
una oligarquía por medio de la violencia. A veces, por temor a estos dos escollos, las
oligarquías han concedido derechos políticos al pueblo, cuyas fuerzas estaban precisa-
das a emplear.
En tiempo de paz, los oligarcas, a consecuencia de la desconfianza que recíproca-
mente se inspiran, encomiendan la guarda de la ciudad a soldados que ponen a las
órdenes de un jefe que no pertenece a ningún partido político, pero que con frecuencia
sabe hacerse dueño de todos. Esto es lo que en Larisa hizo Simo, bajo el reinado de los
Aleuadas, que le habían encomendado el mando; y lo que sucedió en Abidós, bajo el
reinado de las asociaciones, una de las cuales era la de Ifíades.
Muchas veces la sedición reconoce como causa las violencias que los mismos oligar-
cas ejercen unos sobre otros. Los enlaces y los procesos les dan ocasión bastante para
trastornar el Estado. Ya hemos citado algunos hechos del primer género. En Eretria,
Diágoras acabó con la oligarquía de los caballeros, por creerse desairado con motivo de
sus legítimas pretensiones de matrimonio. La providencia de un tribunal causó la revo-
lución de Heraclea; y una causa de adulterio, la de Tebas. El castigo era merecido, pero
el medio fue sedicioso, lo mismo el seguido en Heraclea contra Euetion, que el emplea-
do en Tebas contra Arquias. El encarnizamiento de los enemigos fue tan violento, que
ambos fueron expuestos al público en la picota.
Muchas oligarquías se han perdido a causa del exceso de su propio despotismo, y
han sido derrocadas por miembros del gobierno mismo, quejosos por haber sido objeto
de alguna injusticia. Esta es la historia de las oligarquías de Cnido y de Quíos23. A ve-
ces un hecho puramente accidental produce una revolución en la república y en las oli-
garquías. En estos sistemas se exigen condiciones de riqueza para entrar en el senado
y formar parte de los tribunales y para el ejercicio de las demás funciones. Ahora bien,
el primer censo se ha fijado con frecuencia atendiendo a la situación del momento, de lo
cual ha resultado que correspondía el poder sólo a algunos ciudadanos en la oligarquía,
y a las clases medias en la república. Pero cuando el bienestar se hace más general,
como resultado de la paz o de cualquiera otra circunstancia favorable, entonces las pro-
piedades, si bien son las mismas, aumentan mucho en valor, y pasan con exceso la
renta legal o el censo, de tal manera que todos los ciudadanos concluyen por poder
aspirar a todos los destinos. Esta revolución se verifica, ya por grados y poco a poco,
sin apercibirse de ello, ya más rápidamente.
Tales son las causas de las revoluciones y de las sediciones en las oligarquías, de-
biendo añadirse que en general las oligarquías y las democracias pasan a los sistemas
políticos de la misma especie con más frecuencia que no a los sistemas opuestos. Y
así, las democracias y las oligarquías legales se hacen oligarquías y democracias vio-
lentas, y viceversa.
23. Isla situada cerca de las costas de Asia Menor.

CAPÍTULO VI

DE LAS CAUSAS DE LAS REVOLUCIONES EN LAS ARISTOCRACIAS

En las aristocracias la revolución puede proceder, en primer lugar, de que las funcio-
nes públicas son patrimonio de una minoría demasiado reducida. Ya hemos visto que
esto mismo era un motivo de trastorno en las oligarquías; porque la aristocracia es una
especie de oligarquía; pues en una como en otra el poder pertenece a las minorías, si
bien éstas tienen en uno y otro caso caracteres diferentes. Por esta razón, a veces se
considera la aristocracia como una oligarquía. El género de revolución de que hablamos
se produce necesariamente sobre todo en tres casos. El primero, cuando está excluida
del gobierno una masa de ciudadanos, los cuales, en su altivez, se consideran iguales
en mérito a todos los que le rodean; como, por ejemplo, los que en Esparta se llamaban
partenios, y cuyos padres no valían menos que los demás espartanos. Como se descu-
briera una conspiración entre ellos, el gobierno les envió a fundar una colonia en Taren-
to. En segundo lugar, ocurre la revolución cuando hombres eminentes y que a nadie
ceden en mérito se ven ultrajados por gentes colocadas por cima de ellos: esto sucedió
con Lisandro, a quien ofendieron los reyes de Lacedemonia. Por último, cuando se ex-
cluye de todos los cargos a un hombre de corazón como Cinadón, que intentó tan atre-
vida empresa contra los espartanos bajo el reinado de Agesilao.
La revolución, en las aristocracias, nace igualmente de la miseria extrema de los unos
y de la opulencia excesiva de los otros; y estas son consecuencias bastante frecuentes
de la guerra. Tal fue la situación de Esparta durante las guerras de Mesenia, como lo
atestigua el poema de Tirteo24, llamado la Eunomía, algunos ciudadanos, arruinados por
la guerra, habían pedido el repartimiento de tierras. En ocasiones la revolución tiene
lugar en la aristocracia porque hay algún ciudadano que es poderoso, y que pretende
hacerse más con el fin de apoderarse del gobierno para sí solo. Es lo que se dice que
intentaron, en Esparta, Pausanias, general en jefe de la Grecia durante la guerra Médi-
ca, y Hannon en Cartago.
24. Es sabido que Tirteo fue enviado a Lacedemonia por Atenas en la segunda guerra
de Mesenia, hacia el año 284 a. de J. C. Conocemos algunas de sus admirables poesí-
as, pero no se conserva nada del poema de que habla aquí Aristóteles.

Lo más funesto para las repúblicas y las aristocracias es la infracción del derecho polí-
tico, consagrado en la misma constitución. Lo que causa la revolución entonces es que,
en la república, el elemento democrático y el oligárquico no se encuentran en la debida
proporción; y, en la aristocracia, estos dos elementos y el mérito están mal combinados.
Pero la desunión se muestra sobre todo entre los dos primeros elementos, quiero decir,
la democracia y la oligarquía, que intentan reunir las repúblicas y la mayor parte de las
aristocracias. La fusión absoluta de estos tres elementos es precisamente lo que hace a
las aristocracias diferentes de las llamadas repúblicas, y que les da más o menos esta-
bilidad; porque se incluyen entre las aristocracias todos los gobiernos que se inclinan a
la oligarquía, y entre las repúblicas todos los que se inclinan a la democracia. Las for-
mas democráticas son las más sólidas de todas, porque en ellas es la mayoría la que
domina, y esta igualdad de que se goza hace cobrar cariño a la constitución que la da.
Los ricos, por el contrario, cuando la constitución les garantiza la superioridad política,
sólo quieren satisfacer su orgullo y su ambición. Por lo demás, de cualquier lado que se
incline el principio del gobierno, degeneran siempre la república en demagogia y la aris-
tocracia en oligarquía, merced a la influencia de los dos partidos contrarios, que sólo
piensan en el acrecentamiento de su poder. O también sucede todo lo contrario, y la
aristocracia degenera en demagogia cuando los más pobres, víctimas de la opresión,
hacen que predomine el principio opuesto; y la república en oligarquía, porque la única
constitución estable25 es la que concede la igualdad en proporción del mérito y sabe
garantizar los derechos de todos los ciudadanos.
25. Es preciso unir este pasaje a otros muchos anteriores y que disculpan completa-
mente a Aristóteles de los cargos que tantas veces y tan injustamente se le han dirigido.
Es difícil reclamar la igualdad en términos más positivos. Por desgracia, la igualdad, tal
como la entendieron siempre los antiguos, sólo era una deplorable injusticia, pues que
al lado de los ciudadanos estaban los esclavos. B. S.-H., pág. 427.

El cambio político de que acabo de hablar se verificó en Turio; en primer lugar, por-
que, teniendo en cuenta que las condiciones de riqueza exigidas para obtener los car-
gos públicos eran demasiado elevadas, fueron disminuidas éstas y aumentado el núme-
ro de las magistraturas; y en el segundo, porque los principales ciudadanos, a pesar del
deseo del legislador, habían acaparado todos los bienes raíces, porque la constitución,
que era completamente oligárquica, les permitía enriquecerse cuanto quisieran. Pero el
pueblo, aguerrido en los combates, se hizo bien pronto más fuerte que los soldados que
le oprimían y redujo las propiedades de todos los que las tenían excesivas.
Esta mezcla de oligarquía, que encierran todas las aristocracias, es precisamente lo
que facilita a los ciudadanos el hacer fortunas inmensas. En Lacedemonia todos los
bienes raíces están acumulados en unas cuantas manos, y los ciudadanos poderosos
pueden conducirse allí absolutamente como quieran y contraer vínculos de familia se-
gún convenga a su interés personal. Lo que perdió a la república de Locres fue el haber
permitido que Dionisio se casara allí. Semejante catástrofe nunca hubiera tenido lugar
en una democracia, ni en una aristocracia prudente y templada.
Las más veces las revoluciones se realizan en las aristocracias sin que nadie se aper-
ciba de ello y mediante una destrucción lenta e insensible. Recuérdese que, al tratar del
principio general de las revoluciones, dijimos que era preciso contar entre las causas
que las producen, las desviaciones, hasta las más ligeras, de los principios. Se comien-
za por despreciar un punto de la constitución, que al parecer no tiene importancia; des-
pués se llega con menos dificultad a mudar otro, que es un poco más grave; hasta que
por último se llega a mudar su mismo principio y por entero. Citaré de nuevo el ejemplo
de Turio. Una ley limitaba a cinco años las funciones de general; algunos jóvenes beli-
cosos, que gozaban de un gran influjo entre los soldados y que, mirando con desprecio
a los gobernantes, creían poder suplantarlos fácilmente, intentaban ante todo reformar
esta ley y obtener del sufragio del pueblo, demasiado dispuesto a dárselo, que declara-
ra la perpetuidad de los empleos militares. Al principio, los magistrados, a quienes toca-
ba de cerca la cuestión, y que se llamaban cosenadores, quisieron resistirlo; mas, ima-
ginando que esta concesión garantizaría la estabilidad de las demás leyes, cedieron,
como todos; y cuando más tarde quisieron impedir nuevos cambios, fueron impotentes,
y la república se convirtió bien pronto en una oligarquía violenta en manos de los que
habían intentado la primera innovación.
Puede decirse en general de todos los gobiernos que sucumben, ya por causas inter-
nas de destrucción, ya por causas exteriores; como, por ejemplo, cuando tienen a sus
puertas un Estado constituido conforme a un principio opuesto al suyo26, o bien cuando
este enemigo, por distante que esté, es muy poderoso. Véase la lucha entre Esparta y
Atenas; los atenienses destruían por todas partes las oligarquías, mientras que hacían
lo mismo los lacedemonios con todas las constituciones democráticas.
Tales son, sobre poco más o menos, las causas de los trastornos y de las revolucio-
nes en las diversas especies de gobiernos republicanos.
26. Según este principio no podrían subsistir gobiernos absolutos en la Europa occi-
dental sin dar lugar a guerras.

CAPÍTULO VII

MEDIOS GENERALES DE CONSERVACIÓN Y DE PROSPERIDAD


EN LOS ESTADOS DEMOCRÁTICOS, OLIGÁRQUICOS Y ARISTOCRÁTICOS

Veamos ahora cuáles son, para los Estados en general y para cada uno de ellos en
particular, los medios de conservación. Es cosa evidente que si conocemos las causas
que arruinan los Estados, debemos conocer igualmente las causas que los conservan.
Lo contrario produce siempre lo contrario, y la destrucción es lo opuesto a la conserva-
ción.
En todos los Estados bien constituidos, lo primero de que debe cuidarse es de no de-
rogar ni en lo más mínimo la ley, y evitar con el más escrupuloso esmero el atentar co-
ntra ella ni en poco ni en mucho. La ilegalidad mina sordamente al Estado, al modo que
los pequeños gastos muchas veces repetidos concluyen por minar las fortunas. No se
hace alto en las pérdidas que se experimentan, porque no se hacen los gastos en gran-
de; escapan a la observación y engañan al pensamiento, como lo hace esta paradoja de
los sofistas: «si cada parte es pequeña, el todo debe ser también pequeño», idea que
es a la vez en parte verdadera y en parte falsa, porque el conjunto, el todo mismo, no es
pequeño; pero se compone de partes que son pequeñas. En este caso es preciso pre-
venir el mal desde el origen. En segundo lugar, es necesario no fiarse de estos ardides
y sofismas que se urden contra el pueblo; pues ahí están los hechos para condenarlos
altamente. Ya hemos dicho antes27 lo que entendíamos por sofismas políticos, por estos
manejos que pasan por ingeniosos. Pero es preciso convencerse de que muchas aris-
tocracias y también muchas oligarquías deben su duración, no tanto a la bondad de la
constitución, como a la prudente conducta que observan los gobernantes, así con los
simples ciudadanos como con sus colegas, los cuales procuran cuidadosamente evitar
toda injusticia respecto a los que están excluidos de los empleos, pero sin dejar nunca
de contar con los jefes para la dirección de los negocios; se guardan de herir las pre-
ocupaciones relativas a la consideración social de los ciudadanos que aspiren a obte-
nerla, y de lastimar a las masas en sus intereses materiales; y sobre todo conservan en
las relaciones que mantienen entre sí y con los que toman parte en la administración
formas completamente democráticas; porque, entre iguales, este principio de igualdad,
que los demócratas creen encontrar en la soberanía del mayor número, es no sólo jus-
to, sino también útil. Así pues, si los miembros de la oligarquía son numerosos, será
bueno que muchas de las instituciones que la constituyen sean puramente populares;
que, por ejemplo, las magistraturas sólo duren seis meses, para que todos los oligarcas,
que son iguales entre sí, puedan desempeñarlas por turno. Por lo mismo que son igua-
les, forman una especie de pueblo; y esto es tan cierto, que, como ya he dicho, pueden
salir de su propio seno los demagogos. Esta breve duración de las funciones es además
un medio de prevenir en las aristocracias y en las oligarquías la dominación de las mi-
norías violentas. Cuando se desempeñan por poco tiempo las funciones públicas, no es
tan fácil causar el mal como cuando se permanece en ellas mucho tiempo. La duración
demasiado prolongada del poder es únicamente la que causa la tiranía en los Estados
oligárquicos y democráticos. O son ciudadanos poderosos los que aspiran a la tiranía,
aquí los demagogos, allí los miembros de la minoría hereditaria; o son magistrados in-
vestidos de un gran poder después de haberlo disfrutado por mucho tiempo.
27. Lib. VI, cap. X.

Los Estados se conservan no sólo porque las causas de destrucción están distantes,
sino también a veces porque son inminentes; pues entonces el miedo obliga a ocuparse
con doble solicitud del despacho de los negocios públicos. Así, los magistrados que se
interesan por el sostenimiento de la constitución deben a veces, suponiendo próximos
peligros que son lejanos, producir pánicos de este género, para que los ciudadanos
velen y estén alerta por la noche, y no descuiden la vigilancia de la ciudad. Además es
preciso prevenir siempre las luchas y disensiones de los ciudadanos poderosos por me-
dios legales, y estar a la mira de los que son extraños a las mismas, antes que tomen
parte en ellas personalmente. Pero el reconocer de este modo los síntomas del mal no
es propio de espíritus vulgares; tal perspicacia sólo es propia del hombre de Estado.
Para impedir en la oligarquía y en la república las revoluciones que la cuantía del cen-
so puede producir, cuando permanece fija en medio del aumento general del numerario,
conviene revisar las cuotas comparándolas con las del pasado todos los años en los
Estados en que el censo es anual, y cada tres o cinco en los grandes Estados. Si las
rentas se han aumentado o disminuido comparativamente a las que han servido primero
de base a la concesión de derechos políticos, es preciso poder en virtud de una ley ele-
var o rebajar el censo: elevarlo proporcionadamente al nivel que tenga la riqueza públi-
ca, si ésta ha aumentado; y reducirlo de igual modo, si ha disminuido. Si no se toma
esta precaución en los Estados oligárquicos y republicanos, bien pronto se establecerá
aquí la oligarquía, allí el gobierno hereditario y violento de una minoría; o la demagogia
sucederá a la república, y la república o la demagogia a la oligarquía.
Un punto igualmente importante en la democracia y en la oligarquía, en una palabra,
en todo gobierno, es cuidar de que no surja en el Estado alguna superioridad despro-
porcionada; así como dar a los cargos públicos poca importancia y mucha duración más
bien que conferirles de golpe una autoridad muy extensa; porque el poder es corruptor,
y no todos los hombres son capaces de mantenerse puros en medio de la prosperidad.
Si no ha podido organizarse el poder sobre estas bases, debe por lo menos guardarse
bien de retirarle toda la autoridad de una vez y tan imprudentemente como se le había
dado; es preciso, por el contrario, ir restringiéndolo poco a poco. Pero es sobre todo por
medio de las leyes como conviene evitar la formación de estas superioridades temibles,
que se apoyan ya en la gran riqueza, ya en las fuerzas de un partido numeroso. Cuando
no se ha podido impedir su formación, es preciso trabajar para que vayan a probar sus
fuerzas al extranjero. Por otra parte, como las innovaciones pueden introducirse, en
primer término, en las costumbres de los particulares, debe crearse una magistratura
encargada de vigilar a todos aquellos cuya vida no guarde conformidad con la constitu-
ción28: en la democracia, con el principio,democrático; en la oligarquía, con el oligárqui-
co. Esta institución es aplicable a todos los demás gobiernos. Por la misma razón es
preciso no perder de vista el acrecentamiento de prosperidad y de fortuna que pueden
adquirir las diversas clases de la sociedad; mal que se puede prevenir poniendo el po-
der y la gestión de los negocios en manos de los elementos opuestos del Estado, y al
hablar de elementos opuestos me refiero de un lado a los hombres distinguidos y al
vulgo, y de otro a los pobres y a los ricos. Debe procurarse: o confundir en una unión
perfecta a pobres y a ricos, o aumentar la clase media, que sólo así se impiden las revo-
luciones que nacen de la desigualdad.
28. Platón sólo propuso esto respecto a los magistrados, pero organiza con mucho
cuidado la responsabilidad del poder, de que Aristóteles no habla.
Veamos otro punto capital en todo Estado. Es preciso que, valiéndose de la legisla-
ción o empleando cualquier otro medio poderoso, se impida que los cargos públicos
enriquezcan a los que los ocupan. En las oligarquías, sobre todo, esta medida es de la
más alta importancia. A la masa de los ciudadanos no irrita tanto el verse excluida de
los empleos, exclusión que quizá está compensada con la ventaja de poderse dedicar a
sus propios negocios, como le indigna el pensar que los magistrados puedan robar los
caudales públicos, porque entonces tienen un doble motivo de queja, puesto que se ven
privados a la vez del poder y de las utilidades que él proporciona. Una administración
pura, si es posible establecerla, es el único medio para hacer que coexistan en el Esta-
do la democracia y la aristocracia, es decir, para poner en acuerdo las respectivas pre-
tensiones de los ciudadanos distinguidos y de la multitud. En efecto, el principio popular
es la facultad de poder obtener los empleos concedida a todos: el principio aristocrático
consiste en confiarlos sólo a los ciudadanos eminentes. Esta combinación podrá ser
realizada si los empleos no pueden ser lucrativos. Entonces los pobres, como nada po-
drían ganar, no querrán el poder, y se ocuparán con preferencia de sus intereses per-
sonales; los ricos podrán aceptar el poder, porque ninguna necesidad tienen de aumen-
tar con la riqueza pública la propia. De esta manera, además, los pobres se enriquece-
rán dedicándose a sus propios negocios, y las clases altas no se verán obligadas a
obedecer a gente sin fundamento.
Por lo demás, para evitar la dilapidación de las rentas públicas, que se obligue a cada
cual a rendir cuentas en presencia de todos los ciudadanos reunidos, y que se fijen co-
pias de aquéllas en las fratrias, en los cantones y en las tribus; y para que los magistra-
dos sean íntegros, que la ley procure recompensar con honores a los que se distingan
como buenos administradores.
En las democracias es preciso impedir, no sólo el repartimiento de los bienes de los
ricos, sino hasta que se haga esto con los productos de aquéllos; lo cual se hace en
algunos Estados por medios indirectos. También es conveniente no conceder a los ri-
cos, aun cuando lo pidan, el derecho de subvenir a aquellos gastos públicos que son
muy costosos, pero que no tienen ninguna utilidad real, tales como las representaciones
teatrales, las fiestas de las antorchas29 y otros gastos del mismo género. En las oligar-
quías, por el contrario, debe ser muy eficaz la solicitud del gobierno por los pobres, a los
cuales es preciso conceder aquellos empleos que son retribuidos. También debe casti-
garse toda ofensa hecha por los ricos a los pobres con más severidad que las que se
hagan los ricos entre sí. El sistema oligárquico tiene también gran interés en que las
herencias se adquieran sólo por derecho de nacimiento y no a título de donación, y que
no puedan nunca acumularse muchas. Por este medio, en efecto, las fortunas tienden a
nivelarse y son más los pobres que llegan a adquirir medios de vivir.
29. Carreras ecuestres, en las que pasaban las antorchas encendidas de mano en
mano, y cuya explicación se halla en el poema de Lucrecio.

Es igualmente ventajoso en la oligarquía y en la democracia el reconocer un derecho


igual, y hasta superior, a todos aquellos empleos que no son de suma importancia en el
Estado, a los ciudadanos que sólo tienen una pequeña parte en el poder político; en la
democracia, a los ricos; en la oligarquía, a los pobres. En cuanto a las funciones eleva-
das, deben ser todas, o, por lo menos, la mayor parte, puestas exclusivamente en ma-
nos de los ciudadanos que tienen derechos políticos. El ejercicio de las funciones su-
premas exige en los que las obtienen tres cualidades: amor sincero a la constitución,
gran capacidad para los negocios y una virtud y una justicia de un carácter análogo al
principio especial sobre que cada gobierno se funda, porque, variando el derecho según
las diversas constituciones, es de toda necesidad que la justicia se modifique en la
misma forma. Pero aquí ocurre una cuestión. ¿Cómo se ha de elegir y escoger cuando
no se encuentran todas las cualidades requeridas reunidas en el mismo individuo? Por
ejemplo, si un ciudadano dotado de gran talento militar no es probo y es poco afecto a
la constitución, y otro es muy hombre de bien y partidario sincero de la constitución,
pero sin capacidad militar, ¿cuál de los dos se escogerá? En este caso, es preciso fijar-
se bien en dos cosas: cuál es la cualidad vulgar y cuál es la cualidad rara. Y así, para
nombrar un general es preciso mirar a la experiencia más bien que a la probidad, por-
que la probidad se encuentra mucho más fácilmente que el talento militar. Para elegir el
guardador del tesoro público es preciso seguir otro camino. Las funciones del tesorero
exigen mucha más probidad que la que se halla en la mayor parte de los hombres,
mientras que el grado de inteligencia necesario
para su desempeño es muy común. Pero podrá decirse: si un ciudadano es a la vez
capaz y adicto a la constitución, ¿para qué exigirle, además, la virtud? ¿Las dos cuali-
dades que posee no le bastarán para cumplir bien? No, sin duda, porque al lado de es-
tas dos cualidades eminentes puede tener pasiones desenfrenadas. Si los hombres,
hasta cuando se trata de sus propios intereses, que estiman y conocen, no se sirven
muy bien a sí propios, ¿quién responde de que, cuando se trata de intereses públicos,
no harán lo mismo?
En general, conforme a nuestras teorías, todo lo que contribuye mediante la ley al
sostenimiento del principio mismo de la constitución es esencial a la conservación del
Estado. Pero lo que más importa, como repetidas veces hemos dicho, es hacer que sea
más fuerte la parte de los ciudadanos que apoya al gobierno que el partido de los que
quieren su caída. Es preciso, sobre todo, guardarse mucho de despreciar lo que en la
actualidad todos los gobiernos corruptos desprecian, que es la moderación y la mesura
en todas las cosas. Muchas instituciones que en apariencia son democráticas son pre-
cisamente las que arruinan la democracia; y muchas instituciones que parecen oligár-
quicas destruyen la oligarquía. Cuando se cree haber encontrado el principio único ver-
dadero en política, se le lleva ciegamente hasta el exceso, en lo cual se comete un gro-
sero error. En el rostro humano, la nariz, aunque se separe de la línea recta, que es la
forma más bella, y se aproxime un tanto a la aguileña o a la roma, puede, sin embargo,
tener un aspecto bastante bello y agradable; pero si se lleva al exceso esta desviación,
por lo pronto se quitaría a esta facción las proporciones que debe tener y perdería, al
cabo, toda apariencia de nariz, a causa de sus propias dimensiones, que serían mons-
truosas, y de las dimensiones excesivamente pequeñas de las facciones que la rodean;
observación que lo mismo podría aplicarse a cualquier otra parte de la cara. Lo mismo
sucede absolutamente con toda clase de gobiernos. La democracia y la oligarquía, al
alejarse de la constitución perfecta, pueden constituirse de manera que puedan soste-
nerse; pero si se exagera el principio de la una o de la otra, al pronto se convertirán en
malos gobiernos y concluirán por no ser siquiera gobiernos. Es preciso que el legislador
y el hombre de Estado sepan distinguir, entre las medidas democráticas u oligárquicas,
las que conservan y las que destruyen la democracia o la oligarquía. Ninguno de estos
dos gobiernos puede existir ni subsistir sin encerrar en su seno ricos y pobres. Pero
cuando llega a establecerse la igualdad en las fortunas, la constitución tiene que cam-
biar; y al querer destruir las leyes hechas teniendo en cuenta ciertas superioridades
políticas, se destruye con ellas la constitución misma. Las democracias y las oligarquías
cometen en esto una falta igualmente grave. En las democracias, en que la multitud
puede hacer soberanamente las leyes, los demagogos, con sus continuos ataques co-
ntra los ricos, dividen siempre la ciudad en dos campos, mientras que deberían en sus
arengas sólo ocuparse del interés de los ricos; lo mismo que en las oligarquías el go-
bierno sólo debía tener en cuenta el interés del pueblo. Los oligarcas deberían, sobre
todo, renunciar a prestar juramento del género de los que prestan actualmente; porque
he aquí los que en nuestros días hacen en algunos Estados: Yo seré enemigo constan-
te del pueblo; le haré todo el mal que pueda.
Sería preciso hacer lo contrario, y, cambiando de disfraz, decir resueltamente en los
juramentos de esta especie: No haré nunca daño al pueblo.
El punto más importante30 entre todos aquellos de que hemos hablado respecto de la
estabilidad de los Estados, si bien hoy no se hace aprecio de él, es el de acomodar la
educación al principio mismo de la constitución. Las leyes más útiles, las leyes sancio-
nadas con aprobación unánime de todos los ciudadanos, se hacen ilusorias si la educa-
ción y las costumbres no corresponden a los principios políticos, siendo democráticas
en la democracia y oligárquicas en la oligarquía; porque es preciso tener entendido que
si un solo ciudadano vive en la indisciplina, el Estado mismo participa de este desorden.
Una educación conforme a la constitución no es la que enseña a hacer todo lo que pa-
rezca bien a los miembros de la oligarquía o a los partidarios de la democracia; sino que
es la que enseña a poder vivir bajo un gobierno oligárquico o bajo un gobierno democrá-
tico. En las oligarquías actuales, los hijos de los que ocupan el poder viven en la moli-
cie, mientras que los hijos de los pobres, endurecidos con el trabajo y la fatiga, adquie-
ren el deseo y la fuerza para hacer una revolución. En las democracias, sobre todo en
las que están constituidas más democráticamente, el interés del Estado está muy mal
comprendido, porque se forman en ellas una idea muy falsa de la libertad. Según la
opinión común, los dos caracteres distintivos de la democracia son la soberanía del ma-
yor número y la libertad. La igualdad es el derecho común; y esta igualdad consiste en
que la voluntad de la mayoría sea soberana. Desde entonces libertad e igualdad se con-
funden en la facultad que tiene cada cual de hacer lo que quiera: «todo a su gusto»,
como dice Eurípides. Este es un sistema muy peligroso, porque no deben creer los ciu-
dadanos que vivir conforme a la constitución es una esclavitud; antes, por el contrario,
deben encontrar en ella protección y una garantía de felicidad.
Hemos enumerado casi todas las causas de revolución y de destrucción, de prosperi-
dad y de estabilidad en los gobiernos republicanos.
30. Para conocer la importancia que Aristóteles daba a la educación, basta ver que
consagró a ella libro y medio de su obra.

CAPÍTULO VIII

DE LAS CAUSAS DE REVOLUCIÓN Y DE CONSERVACIÓN EN LAS MONARQUÍAS

Queda que veamos cuáles son las causas más frecuentes de trastorno y de conser-
vación en la monarquía. Las consideraciones que habremos de hacer respecto del des-
tino de los reinados y tiranías se aproximan mucho a las que hemos indicado con rela-
ción a los Estados republicanos. El reinado se aproxima a la aristocracia, y la tiranía se
compone de los elementos de la oligarquía extrema y de la demagogia, así que para los
súbditos es el más funesto de los sistemas, porque está formado de dos malos gobier-
nos y reúne las faltas y los vicios de ambos.
Por lo demás, estas dos especies de monarquía son completamente opuestas hasta
en su mismo punto de partida. El reinado se establece por las clases altas, a las cuales
está obligado a defender contra el pueblo, y el rey sale del seno mismo de estas clases
elevadas, entre las que se distingue aquél por su virtud superior, por las acciones bri-
llantes que ésta le inspira o por la fama no menos merecida de su raza. El tirano, por el
contrario, sale del pueblo y de las masas para ponerse enfrente de los ciudadanos po-
derosos, de cuya opresión está obligado a defender al pueblo. Todo esto se justifica con
hechos. Puede decirse que casi todos los tiranos han sido primero demagogos que han
ganado la confianza del pueblo calumniando a los principales ciudadanos. Algunas tira-
nías se han formado de esta manera cuando los Estados eran ya poderosos. Otras más
antiguas no han sido sino reinados que violaban todas las leyes del país, aspirando a
una autoridad despótica. Otras han sido fundadas por hombres que en virtud de una
elección han llegado a las primeras magistraturas, porque, en otro tiempo, el pueblo
confería por largo tiempo todos los grandes empleos, todas las funciones públicas.
Otras, en fin, han salido de los gobiernos oligárquicos, que fueron bastante imprudentes
para investir a un solo individuo con atribuciones políticas de la más alta importancia.
Gracias a estas circunstancias, la usurpación ha sido cosa fácil para todos los tiranos,
pues les ha bastado querer para serlo, a causa de poseer con antelación el poder real o
el que proporciona una alta consideración. De ello son ejemplo Fidón de Argos y todos
los demás tiranos que comenzaron por ser reyes; todos los tiranos de Jonia y Falaris,
que habían obtenido ambos elevadas magistraturas; Panecio en Leoncium, Cipseles en
Corinto, Pisístrato en Atenas, Dionisio en Siracusa, y tantos otros que, como ellos, han
salido de la demagogia.
El reinado, repito, se clasifica al lado de la aristocracia, en cuanto es, como ésta, el
premio de la consideración personal, de una virtud eminente, del nacimiento, de gran-
des servicios hechos o de todas estas circunstancias unidas a la capacidad. Todos los
que han hecho grandes servicios a las ciudades y a los pueblos, o que eran bastante
poderosos para poder hacerlos, han obtenido esta alta distinción: los unos por haber
evitado con sus victorias que el pueblo cayera en esclavitud, como Codro; otros por
haberles devuelto su libertad, como Ciro; y otros por haber fundado el Estado mismo y
ser poseedores del territorio; como los reyes de los espartanos, de los macedonios y de
los molosos. El rey tiene la misión especial de velar por que los que poseen no experi-
menten daño alguno en su fortuna, ni el pueblo ningún ultraje en su honor. El tirano, por
el contrario, como he dicho ya más de una vez, no tiene en cuenta los intereses comu-
nes y sí sólo el suyo personal. La aspiración del tirano es el goce; la del rey, la virtud.
Así también en punto a ambición, el tirano piensa principalmente en el dinero; el rey,
antes que nada, en el honor. La guardia de un rey se compone de ciudadanos; la de un
tirano, de extranjeros.
Por lo demás, es muy fácil ver que la tiranía tiene todos los inconvenientes de la de-
mocracia y de la oligarquía. Como ésta, sólo piensa en la riqueza, que es la única que
verdaderamente puede garantirle la felicidad de su guardia y los placeres del lujo. La
tiranía también desconfía de las masas y les arranca el derecho de llevar armas. Hacer
daño al pueblo, alejar a los ciudadanos de la población, dispersarlos, son procedimien-
tos comunes a la oligarquía y a la tiranía. De la democracia adopta la tiranía el sistema
de guerra continua contra los ciudadanos poderosos, la lucha secreta y pública para
destruirlos, los destierros a que se les condena, pretextando que son facciosos y ene-
migos del poder; porque sabe bien la tiranía que de las filas de las clases altas han de
salir las conspiraciones contra ella, urdidas por unos con el fin de hacerse dueños del
poder en provecho propio, y por otros para sustraerse a la esclavitud que los oprime.
Esto era lo que significaba el consejo de Periandro a Trasíbulo; aquella nivelación de las
espigas desiguales quería decir que era preciso deshacerse de los ciudadanos eminen-
tes.
Todo lo que acabo de decir prueba claramente que las causas de las revoluciones
deben ser, sobre poco más o menos, las mismas en las monarquías que en las repúbli-
cas. La injusticia, el miedo, el desprecio han sido casi siempre causa de las conspira-
ciones de los súbditos contra los monarcas. Sin embargo, la injusticia las ha causado
con menos frecuencia que el insulto, y algunas veces menos que las expoliaciones indi-
viduales. El fin que se proponen los conspiradores en las repúblicas es el mismo que en
los Estados sometidos a un tirano o a un rey, y tienen lugar las revoluciones porque el
monarca está colmado de honores y de riquezas que todos los demás envidian.
Las conspiraciones se dirigen ya contra la persona que ocupa el poder, ya contra el
poder mismo. El sentimiento producido por un insulto arrastra sobre todo a las primeras,
y como el insulto puede ser de muchos géneros, el resentimiento a que da lugar puede
tener otros tantos caracteres diferentes. En los más de los casos la cólera, cuando
conspira, sólo piensa en la venganza, porque la cólera no es ambiciosa. De lo cual es
un testimonio la suerte de los Pisistrátidas: habían deshonrado a la hermana de Harmo-
dio; Harmodio conspiró para vengar a su hermana, y Aristogitón para sostener a Har-
modio. La conspiración tramada contra Periandro, tirano de Ambracia, no tuvo otro ori-
gen que una chanza del tirano, que en una orgía preguntó a uno de sus queridos si le
había hecho madre. Pausanias mató a Filipo porque éste había permitido que le insulta-
ran los partidarios de Atalo. Derdas conspiró contra Amintas el Pequeño, que se había
alabado de haber gozado la flor de su juventud. El Eunuco mató a Evágoras de Chipre,
cuyo hijo le había hecho el ultraje de robarle la mujer. Muchas conspiraciones no han
tenido otra causa que los atentados de los monarcas contra la persona de algunos de
sus súbditos. De este género fue la conspiración urdida contra Arquelao por Crateo, que
miraba con horror las indignas relaciones que le ligaban a aquél; así que para llevar a
cabo la rebelión se aprovechó del primer pretexto, aunque era menos grave que el mo-
tivo dicho. Arquelao, después de haberle prometido una de sus hijas, faltó a su palabra,
casando las dos que tenía, una con el rey Elimea, de resultas de la derrota que sufrió en
la guerra contra Sirra y Arrebeus, y la otra, que era más joven, con Amintas, hijo de di-
cho rey, contando por este medio apaciguar todo resentimiento entre Crateo y el hijo de
Cleopatra. Pero el verdadero motivo de su enemistad fue la indignación que causaban a
este joven los lazos vergonzosos que le ligaban con el rey. Helanócrates de Larisa entró
en la conspiración a consecuencia de un ultraje semejante. Al ver Helanócrates que el
tirano, que había abusado de su juventud, no le permitía volver a su patria, aunque se lo
había prometido, se convenció de que esta intimidad del rey no procedía de una verda-
dera pasión, y que sólo había tenido el propósito de deshonrarle. Parrón y Heráclides,
ambos de tonos, mataron a Cotis para vengar a su padre; y Adamas hizo traición a Co-
tis para vengarse de la mutilación vergonzosa que le había hecho sufrir en su infancia.
Muchas veces se conspira a impulsos de la cólera producida por los malos tratamien-
tos de que uno ha sido personalmente objeto. Ha habido hasta magistrados y miembros
de las familias reales que han quitado la vida a los tiranos, o por lo menos han conspi-
rado, movidos por resentimientos de este género. En Mitilene, por ejemplo, los pentáli-
des, que tenían gusto en recorrer la ciudad dando palos a los que encontraban, fueron
degollados por Negacles, auxiliado por algunos amigos; y más tarde Esmerdis mató a
Pentilo, que le había maltratado, a cuya venganza le impulsó su mujer. Si en la conspi-
ración contra Arquelao, Decámnico, lleno de furor, se hizo jefe de los conjurados, siendo
el primero en excitarlos, fue porque Arquelao le había entregado al poeta Eurípides,
quien hizo que le azotaran cruelmente por haberse burlado de lo mal que le olía el alien-
to. A muchos monarcas han costado semejantes ultrajes la vida o el reposo. El miedo,
que hemos indicado como una causa de trastornos en las repúblicas, no lo es menos en
las monarquías. Así Artabanes mató a Jerjes sólo por el temor de que llegara a su noti-
cia que había hecho colgar a Darío, a pesar de la orden en contrario que había recibido;
pues Artabanes había alimentado al pronto la esperanza de que Jerjes habría olvidado
esta prohibición, que había hecho en medio de un festín. El desprecio produce también
revoluciones en los Estados monárquicos. Sardanápalo fue muerto por uno de sus súb-
ditos, el cual, si hemos de creer la tradición, le había visto con la rueca en la mano en
medio de sus mujeres. Admitiendo que este hecho sea falso respecto a Sardanápalo,
puede muy bien ser verdadero con relación a otro cualquiera. Dión no conspiró contra
Dionisio el Joven sino a causa del desprecio que le inspiraba al ver que todos sus súbdi-
tos hacían de él tan poco caso, y que estaba sumido en una continua embriaguez. Moti-
vos de este género son los que principalmente mueven a veces a los amigos del tirano
a obrar contra éste; la confianza que tienen con él les inspira el desdén y la esperanza
de ocultar sus conspiraciones. Con frecuencia, cuando uno se cree en posición de
hacer suyo el poder, cualquiera que sea la manera, el despreciar al tirano es ya conspi-
rar contra él, porque cuando uno es poderoso y, teniendo conciencia de sus fuerzas,
desprecia el peligro, fácilmente se decide a obrar. Muchas veces los generales no tie-
nen otros motivos para conspirar contra los reyes que se sirven de ellos. Por ejemplo,
Ciro destronó a Astiages, cuya conducta y cuya autoridad despreciaba, como que había
renunciado a desempeñar por sí el poder, para entregarse a todos los excesos del pla-
cer. Seutes el Tracio conspiró también contra Amódoco, de quien era general. Pueden
reunirse muchos motivos de ese género para determinar las conspiraciones. A veces la
codicia se une al desprecio, de lo cual es un ejemplo la conspiración de Mitrídates co-
ntra Ariobarzanes. Estos sentimientos obran poderosamente en aquellos hombres de
carácter atrevido que han sabido obtener al lado de los monarcas un elevado cargo mili-
tar. El valor, cuando cuenta con el auxilio de recursos poderosos, se convierte en auda-
cia; y cuando se unen estos dos motivos de decisión se conspira porque se cree seguro
el éxito.
Las conspiraciones por deseos de gloria tienen un carácter distinto de las que hasta
aquí hemos examinado. No desconocen como móviles ni el afán de inmensas riquezas,
ni el ansia de los honores supremos que goza el tirano, y que tantas veces son ocasión
de que se conspire contra él. No son las consideraciones de este género las que toma
en cuenta el hombre ambicioso al afrontar los peligros de la conspiración. Abandona a
los demás los motivos viles y bajos de que acabamos de hablar; pero así como se aven-
turaría a intentar una empresa inútil con tal que le diera renombre y celebridad, así
conspira contra el monarca, ávido, no de poder, sino de gloria. Los hombres de este
temple son excesivamente raros, porque tales resoluciones suponen siempre un des-
precio absoluto de la vida, si llega el caso de que la empresa se malogre. El único pen-
samiento de que en tales casos se debe estar animado es el que animaba a Dión; pero
es difícil que pueda tener cabida en muchos corazones. Dión, cuando marchó contra
Dionisio, sólo tenía consigo algunos soldados, y les arengó diciendo que cualquiera que
fuera el resultado, a él le bastaba haber dado principio a esta empresa, y que aun cuan-
do muriese en el momento de tocar el territorio de Sicilia, su muerte sería siempre hon-
rosa.
La tiranía puede ser derrocada, como cualquier otro gobierno, por un ataque exterior
que venga de un Estado más poderoso que ella y constituido bajo un principio comple-
tamente opuesto. Es claro que este gobierno vecino, a causa de la oposición misma de
su principio, sólo espera el momento oportuno para atacar; y cuando se puede, se hace
siempre lo que se desea. Los Estados fundados en principios diferentes son siempre
enemigos: la democracia, por ejemplo, es enemiga de la tiranía, tanto como el alfarero
puede serlo del alfarero, como dice Hesíodo; lo cual no impide que la demagogia, lleva-
da al extremo, sea también una verdadera tiranía. El reinado y la aristocracia son ene-
migos a causa del diferente principio que les sirve de base. Los lacedemonios han se-
guido el sistema constante de derrocar las tiranías, como lo hicieron igualmente los si-
racusanos mientras fueron regidos por un buen gobierno.
La tiranía encuentra en su propio seno otra causa de ruina cuando la insurrección
procede de los mismos de quienes ella se vale. De ello son ejemplos la caída de la tira-
nía fundada por Gelón y la de Dionisio en nuestros días31. Trasíbulo, hermano de Hie-
rón, se propuso halagar todas las insensatas pasiones del hijo que Gelón había dejado,
y le tenía sumido en los placeres para reinar él con su nombre. Los familiares del joven
príncipe conspiraron, no tanto para derrocar la misma tiranía, como para suplantar a
Trasíbulo; pero los asociados a que se unieron aprovecharon la ocasión para arrojarlos
a todos. En cuanto a la tiranía de Dionisio, su pariente Dión fue el que marchó contra él,
y pudo, antes de morir, expulsar al tirano con el auxilio del pueblo sublevado.
31. Las palabras «en nuestros días» se refieren a la expedición de Timeleón, en el
segundo año de la Olimpiada 109, 343 años a. de J. C.

De las dos pasiones que son con más frecuencia causa de las conspiraciones contra
las tiranías, el odio y el desprecio, los tiranos son siempre, por lo menos, acreedores al
uno, que es el odio. Pero el desprecio que inspiran produce con frecuencia su caída. Lo
prueba el que los que han ganado personalmente el poder han sabido conservarlo, y
que los que lo han recibido por herencia, casi todos lo han perdido muy pronto. Degra-
dados por los excesos y desórdenes de su vida, caen fácilmente en el desprestigio y
proporcionan numerosas y excelentes ocasiones a los conspiradores. También puede
colocarse la cólera al lado del odio, puesto que éste como aquélla impulsan a cometer
acciones completamente semejantes, sólo que la cólera es todavía más activa que el
odio, porque conspira con tanto más ardor cuanto que la pasión no reflexiona. Sobre
todo, el resentimiento producido por un insulto es el que excita en los corazones los
arrebatos de la cólera, como lo muestra la caída de Pisistrátidas y de otros muchos. Sin
embargo, el odio es más temible. La cólera va siempre acompañada de cierto senti-
miento de dolor, que no deja lugar a la prudencia; la aversión no tiene dolor que la turbe
en sus empresas.
Resumiendo diremos que todas las causas de las revoluciones que hemos asignado a
la oligarquía exagerada y a la demagogia extrema, se aplican igualmente a la tiranía,
porque tales formas de gobierno son verdaderas tiranías repartidas entre muchas ma-
nos.
El reinado tiene que temer mucho menos los peligros de fuera, y es lo que garantiza
su duración. En ella misma es donde deben buscarse las causas de su destrucción, que
pueden reducirse a dos: la conjuración de los agentes de que se vale y la tendencia al
despotismo, cuando los reyes pretenden aumentar su poder hasta a costa de las leyes.
En nuestros días no vemos que se formen reinados, y los que se forman son más bien
monarquías absolutas y tiranías que reinados. El verdadero reinado es un poder libre-
mente consentido con prerrogativas superiores. Pero como hoy los ciudadanos valen lo
mismo en general, y ninguno tiene una superioridad tan grande que pueda aspirar ex-
clusivamente a tan alta posición en el Estado, se sigue que no se presta asentimiento a
la creación de un reinado; y si alguno intenta reinar, valiéndose de la astucia o de la
violencia, se le mira al momento como un tirano. En los reinados hereditarios es preciso
añadir otra causa especial de destrucción, y es que la mayor parte de estos reyes que lo
son por herencia se hacen bien pronto despreciables32, y no se les consiente ningún
poder excesivo, teniendo en cuenta que poseen, no una autoridad tiránica, sino una
simple dignidad real. Es muy fácil derrocar un reinado, porque no hay rey desde el mo-
mento que no se lo quiere tener; mientras que el tirano, por lo contrario, se impone a
pesar de la voluntad general.
Tales son las principales causas de ruina para las monarquías, dejando a un lado al-
gunas otras parecidas a estas.
32. Es preciso cerrar los ojos a la luz para pretender que Aristóteles en su Política
quiso adular como cortesano a Alejandro, cuando el derecho hereditario de éste se
avenía muy mal con los principios independientes de su maestro.

CAPÍTULO IX

DE LOS MEDIOS DE CONSERVACION EN LOS ESTADOS MONÁRQUICOS

En general, los Estados monárquicos deben evidentemente conservarse a virtud de


causas opuestas a las de que acabamos de hablar, según la naturaleza especial de
cada uno de ellos. El reinado, por ejemplo, se sostiene por la moderación. Cuanto me-
nos extensas son sus atribuciones soberanas, tanta más probabilidad tiene de mante-
nerse en toda su integridad. Entonces el rey no piensa en hacerse déspota; respeta
más en todas sus acciones la igualdad común; y los súbditos, por su parte, están menos
inclinados a tenerle envidia. Esto explica la larga duración del reinado de los molosos33.
Entre los lacedemonios se ha sostenido tanto tiempo, porque desde un principio el po-
der se dividió entre dos personas, y porque más tarde Teopompo suavizó el reinado
creando otras instituciones, sin contar con el contrapeso que le impuso con el estable-
cimiento de los éforos. Debilitando el poder del reinado, le dio más duración; le agrandó
de cierta manera, lejos de reducirlo, y cuando su mujer le dijo que si no le daba ver-
güenza transmitir a sus hijos el reinado con menos poder de aquel con que lo había
recibido de sus mayores, le contestó con razón: «No, sin duda; porque se lo dejo mucho
más durable».
33. Plutarco, en la Vida de Pirro, cap. V, dice que todos los años los reyes molosos
renuevan en la asamblea general del pueblo el juramento de obediencia a las leyes.

Por lo que hace a las tiranías, se sostienen de dos maneras absolutamente opuestas;
la primera es bien conocida y empleada por casi todos los tiranos. A Periandro de Corin-
to se atribuyen todas aquellas máximas políticas de que la monarquía de los persas nos
presenta numerosos ejemplos. Ya hemos indicado algunos de los medios que la tiranía
emplea para conservar su poder hasta donde es posible. Reprimir toda superioridad que
en torno suyo se levante; deshacerse de los hombres de corazón; prohibir las comidas
en común y las asociaciones; ahogar la instrucción y todo lo que pueda aumentar la
cultura; es decir, impedir todo lo que hace que se tenga valor y confianza en sí mismo;
poner obstáculos a los pasatiempos y a todas las reuniones que proporcionan distrac-
ción al público, y hacer lo posible para que los súbditos permanezcan sin conocerse los
unos a los otros, porque las relaciones entre los individuos dan lugar a que nazca entre
ellos una mutua confianza. Además, saber los menores movimientos de los ciudadanos,
y obligarles en cierta manera a que no salgan de las puertas de la ciudad, para estar
siempre al corriente de lo que hacen, y acostumbrarles, mediante esta continua esclavi-
tud, a la bajeza y a la pusilanimidad: tales son los medios puestos en práctica entre los
persas y entre los bárbaros, medios tiránicos que tienden todos al mismo fin. Pero he
aquí otros: saber todo lo que dicen y todo lo que hacen los súbditos; tener espías seme-
jantes a las mujeres que en Siracusa se llaman delatoras; enviar, como Hierón, gentes
que se enteren de todo en las sociedades y en la reuniones, porque es uno menos fran-
co cuando se teme el espionaje, y si se habla, todo se sabe; sembrar la discordia y la
calumnia entre los ciudadanos; poner en pugna unos amigos con otros, e irritar al pue-
blo contra las clases altas, que se procura tener desunidas. A todos estos medios se
une otro procedimiento de la tiranía, que es el empobrecer a los súbditos, para que por
una parte no le cueste nada sostener su guardia, y por otra, ocupados aquéllos en pro-
curarse los medios diarios de subsistencia, no tengan tiempo para conspirar. Con esta
mira se han elevado las pirámides de Egipto, los monumentos sagrados de los Cipséli-
des, el templo de Júpiter
Olímpico34 por los pisistrátidas y las grandes obras de Polícrates en Samos, trabajos
que tienen un solo y único objeto: la ocupación constante y el empobrecimiento del
pueblo. Puede considerarse como un medio análogo el sistema de impuestos que regía
en Siracusa: en cinco años, Dionisio absorbía mediante el impuesto el valor de todas las
propiedades. También el tirano hace la guerra para tener en actividad a sus súbditos e
imponerles la necesidad perpetua de un jefe militar. Así como el reinado se conserva
apoyándose en los amigos, la tiranía no se sostiene sino desconfiando perpetuamente
de ellos, porque sabe muy bien que si todos los súbditos quieren derrocar al tirano, sus
amigos son los que, sobre todo, están en posición de hacerlo.
Los vicios que presenta la democracia extrema se encuentran también en la tiranía: el
permiso a las mujeres, en el interior de las familias, para que hagan traición a sus mari-
dos, y la licencia a los esclavos para que denuncien a sus dueños; porque el tirano nada
tiene que temer de los esclavos y de las mujeres; y los esclavos, con tal que se les deje
vivir a su gusto, son muy partidarios de la tiranía y de la demagogia. El pueblo también
a veces hace de monarca; y por esto el adulador merece una alta estimación, lo mismo
de la multitud que del tirano. Al lado del pueblo se encuentra el demagogo, que es para
él un verdadero adulador; al lado del tirano se encuentran viles cortesanos, que no
hacen otra cosa que adular perpetuamente. Y así, la tiranía sólo quiere a los malvados,
precisamente porque gusta de la adulación, y no hay corazón libre que se preste a esta
bajeza. El hombre de bien sabe amar, pero no adula. Además, los malos son útiles para
llevar a cabo proyectos perversos; pues «un clavo saca otro clavo», como dice el pro-
verbio. Lo propio del tirano es rechazar a todo el que tenga un alma altiva y libre, porque
cree que él es el único capaz de tener estas altas cualidades; y el brillo que cerca de él
producirían la magnanimidad y la independencia de otro cualquiera anonadaría esta
superioridad de señor que la tiranía reivindica para sí sola. El tirano35 aborrece estas
nobles naturalezas, que considera atentatorias a su poder. También es costumbre del
tirano convidar a su mesa y admitir en su intimidad a extranjeros más bien que a ciuda-
danos; porque éstos son a sus ojos enemigos, mientras que aquéllos no tienen ningún
motivo para hacer nada contra su autoridad.
34. Este templo tenía cuatro estadios o 760 metros de circunferencia; no se concluyó
hasta el reinado del emperador Adriano.
35. A seguida de hacer este retrato del tirano, que es lo mejor que se ha escrito en es-
ta materia, Aristóteles condena formalmente todos estos manejos de la tiranía. Esta es
una nueva prueba de la injusticia de las acusaciones que se han hecho a su Política.

Todas estas maniobras y otras del mismo género que la tiranía emplea para sostener-
se son profundamente perversas.
En resumen, se las puede clasificar desde tres puntos de vista principales, que son
los fines permanentes de la tiranía: primero, el abatimiento moral de los súbditos, por-
que las almas envilecidas no piensan nunca en conspirar; segundo, la desconfianza de
unos ciudadanos respecto de otros, porque no se puede derrocar la tiranía mientras los
ciudadanos no estén bastante unidos para poder concertarse; y así es que el tirano per-
sigue a los hombres de bien como enemigos directos de su poder, no sólo porque éstos
rechazan todo despotismo como degradante, sino porque tienen fe en sí mismos y ob-
tienen la confianza de los demás, y además son incapaces de hacer traición ni a sí
mismos ni a nadie; por último, el tercer fin que se propone la tiranía es la extenuación y
el empobrecimiento de los súbditos; porque no se emprende ninguna cosa imposible, y
por consiguiente el derrocar a la tiranía, cuando no hay medios de hacerla. Por tanto,
todas las precauciones del tirano pueden clasificarse en tres grupos, como acabamos
de indicar, pudiendo decirse que todos sus medios de salvación se agrupan alrededor
de estas tres bases: producir la desconfianza entre los ciudadanos, debilitarles y degra-
darlos moralmente.
Tal es, pues, el primer método de conservación para las tiranías.
En cuanto al segundo, los cuidados que él pide son radicalmente opuestos a todos los
que acabamos de indicar. Pueden deducirse muy bien de lo que hemos dicho sobre las
causas que arruinan a los reinados; porque lo mismo que el reinado compromete su
autoridad queriendo hacerla más despótica, así la tiranía asegura la suya, haciéndola
más real. Sólo que hay aquí un punto esencial que ésta no debe olvidar: hay que tener
siempre la fuerza necesaria para gobernar, no sólo con el asentimiento público, sino
también a pesar de la voluntad general. Renunciar a esto sería renunciar a la tiranía
misma; pero una vez asegurada esta base el tirano puede en todo lo demás conducirse
como un verdadero rey, o, por lo menos, tomar diestramente todas las apariencias de
tal.
Ante todo, aparentará que se ocupa de los intereses públicos, y no disipará locamente
las ricas ofrendas que el pueblo le ofrece haciendo tanto sacrificio y que el tirano saca
de las fatigas y del sudor de sus súbditos, para prodigarlas a cortesanos, extranjeros y
artistas codiciosos. El tirano rendirá cuenta de los ingresos y de los gastos del Estado,
cosa que, por cierto, algún tirano ha hecho; porque esto tiene la ventaja de parecer más
bien un administrador que un déspota; no debiendo temer, por otra parte, que falten
nunca fondos al Estado mientras sea dueño absoluto del gobierno. Si tiene que viajar
lejos de su residencia, vale más tener ya empleado de este modo su dinero que dejar
tras de sí tesoros acumulados; porque entonces aquellos a cuya custodia él se confía
no se sentirán tentados por sus riquezas. Cuando el tirano hace expediciones teme más
a los que le acompañan que a los demás ciudadanos, porque aquéllos le siguen en su
marcha, mientras que éstos se quedan en la ciudad. Por otra parte, al exigir los impues-
tos y tributos es preciso que indique que lo hace consultando el interés de la administra-
ción pública y con el solo objeto de proporcionarse recursos para el caso de una guerra;
en una palabra, debe aparecer como el guardador y tesorero de la fortuna pública y no
de la suya personal.
El tirano no debe ser inaccesible, y en las entrevistas con sus súbditos debe mante-
nerse grave, para inspirar, no temor, pero sí respeto. Esto es muy delicado porque el
tirano está siempre expuesto al desprestigio, y para inspirar respeto debe procurar mu-
cho adquirir tacto político y en este concepto crearse una inatacable reputación, aunque
sea descuidando otras condiciones. Además, debe guardarse mucho de insultar a la
juventud de uno y otro sexo, e impedir cuidadosamente que lo hagan los que lo rodean;
y las mujeres de que disponga deben mostrar la misma reserva con las demás mujeres,
porque las querellas femeninas han perdido a más de un tirano. Si gusta del placer, que
no se entregue a él nunca como lo hacen ciertos tiranos de nuestra época, los cuales,
no contentos con sumirse en los placeres desde que amanece y durante muchos días
seguidos, quieren, además, hacer alarde de su prostitución a la vista de todos los ciu-
dadanos, para que admiren de esta manera su fortuna y su felicidad. En esto, sobre
todo, es en lo que principalmente debe mostrar moderación el tirano; y si no puede
hacerlo, que por lo menos sepa ocultarse a las miradas de la multitud. No es fácil sor-
prender ni despreciar al hombre sobrio y templado, pero sí al que se embriaga; porque
no se sorprende al que vela, sino al que duerme.
El tirano deberá adoptar máximas opuestas a las antiguas, que, según se dice, tiene
en cuenta la tiranía. Es preciso que embellezca la ciudad como si fuera administrador
de ella y no su dueño. Sobre todo ha de procurar con el mayor esmero dar pruebas de
una piedad ejemplar. No se teme tanto la injusticia de parte de un hombre a quien se
cree religiosamente cumplidor de todos los deberes para con los dioses; y es más difícil
atreverse a conspirar contra él, porque se supone que el cielo es su aliado. Sin embar-
go, es preciso que el tirano se guarde de llevar las apariencias hasta una ridícula su-
perstición. Cuando un ciudadano se distingue por alguna acción buena, es preciso col-
marle tanto de honores, que crea que no podrá obtener más de un pueblo independien-
te. El tirano distribuirá él mismo las recompensas de este género y dejará a los magis-
trados inferiores y a los tribunales lo relativo a los castigos. Todo gobierno monárquico,
cualquiera que él sea, debe guardarse de aumentar excesivamente el poder de un indi-
viduo; y si es inevitable, debe en tal caso prodigar las mismas dignidades a otros mu-
chos, como medio de mantener entre ellos el equilibrio. Si obliga la necesidad a crear
una de estas brillantes posiciones, que el tirano no se fije en un hombre atrevido, por-
que un corazón lleno de audacia está siempre dispuesto a todo; y si hay necesidad de
derrocar alguna alta influencia, que proceda por grados y cuide de no destruir de un
solo golpe los fundamentos en que la misma descanse.
El tirano no debe permitirse nunca ultraje de ningún género, y sobre todo ha de evitar
dos: el poner la mano en nadie, quienquiera que sea, y el insultar a la juventud. Esta
circunspección es necesaria, particularmente con los corazones nobles y altivos. Si las
almas codiciosas sufren con impaciencia que se les perjudique en sus intereses pecu-
niarios, las almas altivas y honradas toleran menos un ataque a su honor. Una de dos
cosas: o es preciso renunciar a toda venganza respecto de hombres de este carácter, o
los castigos que se les imponga deben tener un carácter paternal, y sin que arguyan
desprecio. Si el tirano tiene relaciones con la juventud, es preciso que parezca que cede
a la pasión y que no abusa de su poder. En general, siempre que haya trazas de algo
deshonroso, es preciso que la reparación supere en mucho a la ofensa.
Entre los enemigos que puedan atentar contra la vida del tirano, los más peligrosos y
los que deben ser más vigilados son aquellos a quienes importa poco su propia vida,
con tal que puedan disponer de la del tirano. Así, es preciso guardarse con el mayor
cuidado de los hombres que creen haber sido insultados o que lo han sido las personas
de su cariño. Cuando uno conspira por resentimiento, no se cuida de sí mismo, y como
dice Heráclito: «el resentimiento es difícil de combatir, porque entonces se juega la ca-
beza». Como el Estado se compone siempre de dos partidos muy distintos, los pobres y
los ricos, es preciso convencer a unos y a otros de que sólo encontrarán seguridad en el
poder, y procurar prevenir entre ellos toda mutua injusticia. Pero de estos dos partidos,
el que es preciso tomar como instrumento de poder" es el más fuerte, a fin de que si
llega un caso extremo el tirano no se vea obligado a dar la libertad a los esclavos o qui-
tar las armas a los ciudadanos. Este partido por sí solo basta para defender la autori-
dad, de la que es apoyo, y para asegurar al tirano el triunfo contra los que le ataquen.
35. Véase el retrato que ha hecho Platón del tirano al final del libro VIII y principios del
IX de la República.

Por lo demás, nos parece inútil entrar en más pormenores. El objeto esencial de este
capítulo es bien evidente. Es preciso que el tirano aparezca ante sus súbditos no como
déspota, sino como un administrador, como un rey; no como un hombre que hace su
propio negocio, sino como un hombre que administra los negocios de los demás. Es
preciso que en su conducta muestre moderación y no cometa excesos. Es preciso que
admita a su trato a los ciudadanos distinguidos, y que con sus maneras se capte el
afecto de la multitud. De este modo podrá, con infalible seguridad, no sólo hacer su au-
toridad más bella y más querida, porque sus súbditos serán mejores y no estarán envi-
lecidos, y por su parte no excitará odios y temores, sino hacer también más durable su
autoridad. En una palabra, es preciso que se muestre completamente virtuoso, o por lo
menos virtuoso a medias, y nunca vicioso, o por lo menos nunca tanto como se puede
ser. Y, sin embargo, y a pesar de todas estas precauciones, los gobiernos menos esta-
bles son la oligarquía y la tiranía.
La tiranía más larga fue la de Ortógoras y sus descendientes en Sición, que duró cien
años; y duró porque supieron manejar hábilmente a sus súbditos y someterse ellos
mismos en muchas cosas al yugo de la ley. Clístenes evitó el desprestigio gracias a su
capacidad militar, y puso todo su empeño en granjearse el amor del pueblo; llegando,
según se dice, hasta coronar con sus propias manos al juez que falló contra él y en fa-
vor de su antagonista; y si hemos de creer la tradición, la estatua que se halla en la pla-
za pública es la de este juez independiente. También se cuenta que Pisístrato consintió
que le citaran ante el Areópago. La más larga tiranía que viene en seguida es la de los
Cipsélides en Corinto, que duró setenta y tres años y seis meses. Cipsélides reinó trein-
ta años, y Periandro cuarenta y cuatro. Psamético, hijo de Gordio, reinó tres años.
Aquellas mismas causas mantuvieron también por tan largo tiempo la tiranía de Cipséli-
des, porque era demagogo y durante todo su reinado no quiso nunca tener satélites.
Periandro era un déspota, pero era un gran general. Después de estas dos primeras
tiranías, es preciso poner en tercer lugar la de los Pisistrátidas en Atenas, pero ésta
tuvo ciertos intervalos. Pisístrato, mientras permaneció en el poder, se vio obligado a
apelar por dos veces a la fuga, y en treinta y tres años sólo reinó realmente diecisiete,
que con dieciocho que reinaron sus hijos hacen treinta y cinco. Vienen después las tira-
nías de Hierón y de Gelón en Siracusa. Esta última no fue larga, y entre ambas duraron
dieciocho años. Gelón murió en el octavo año de su reinado; Hierón reinó diez años;
Trasíbulo fue derrocado a los once meses. Tomadas en conjunto, puede decirse que las
más de las tiranías han tenido una brevísima existencia.
Tales son, sobre poco más o menos, todas las causas de destrucción que amenazan
a los gobiernos republicanos y a las monarquías, y tales son los medios de salvación
que pueden mantenerlos.

CAPÍTULO X

CRÍTICA DE LA TEORÍA DE PLATÓN SOBRE LAS REVOLUCIONES37

Sócrates habla también en la República de las revoluciones, pero no trata bien esta
materia. No fija ninguna causa especial de las mismas en la república perfecta, en el
gobierno modelo. A su parecer, las revoluciones proceden che que nada en este mundo
puede subsistir eternamente, y que todo debe mudar pasado cierto tiempo; y añade que
«aquellas perturbaciones cuya raíz, aumentada en una tercera parte más cinco, da dos
armonías, sólo comienzan cuando el número ha sido geométricamente elevado al cubo,
mediante a que la naturaleza crea entonces seres viciosos y radicalmente incorregi-
bles»38. Esta última parte de su razonamiento no es quizá falsa, porque hay hombres
naturalmente incapaces de educación y de hacerse virtuosos. Pero ¿por qué esta revo-
lución de que habla Sócrates se aplicaría a esa república que nos presenta como per-
fecta, más especialmente que a otro cualquier Estado o a cualquier otra cosa? ¿Es que
en este instante que asigna a la revolución universal hasta las cosas que no han co-
menzando a existir a la par mudarán, sin embargo, a la vez? ¿Es que un ser nacido el
primer día de la catástrofe estará comprendido en ella lo mismo que los demás? Podría
también preguntarse por qué la república perfecta de Sócrates pasa, al cambiar, al sis-
tema lacedemonio. Un sistema político, cualquiera que él sea, se transforma más ordi-
nariamente en el que es diametralmente opuesto a él que en el que es más próximo.
Otro tanto puede decirse de todas las revoluciones que admite Sócrates cuando asegu-
ra que el sistema lacedemonio se transforma en oligarquía, la oligarquía en demagogia,
y ésta, por último, en tiranía. Pero lo que sucede es, precisamente, todo lo contrario. La
oligarquía, por ejemplo, sucede a la demagogia con más frecuencia que la monarquía.
Además, Sócrates no dice si la tiranía está o no expuesta a tener revoluciones, ni dice
las causas que producen éstas, ni habla del gobierno que reemplaza a aquélla. Se con-
cibe sin dificultad este silencio, que no le costaba gran trabajo guardar; debía quedar
este punto completamente oscuro, porque, dadas las ideas de Sócrates, es preciso que
de la tiranía se pase a esa primera república perfecta, que él ha concebido, único medio
de recorrer el círculo sin fin de que habla. Pero la tiranía sucede también a la tiranía, de
lo cual es testimonio la de Clístenes, sucediendo a la de Mirón en Sicione. La tiranía
puede también convertirse en oligarquía, como aconteció con la de Antileón en Calcis; o
en demagogia, como la de Gelón en Siracusa; o en aristocracia, como la de Carilao en
Lacedemonia, y como sucedió en Cartago 39. La oligarquía de otro lado se convierte en
tiranía, que es lo que sucedió en otro tiempo con la mayor parte de las oligarquías sici-
lianas. Recuérdese también que en Leoncium a la oligarquía sucedió la tiranía de Pane-
cio; en Gela, la de Cleandro; en Reges, la de Anaxilas, y que podrían citarse muchas
más. También es un error creer que la oligarquía nazca de la codicia y de las ocupacio-
nes mercantiles de los jefes de Estado. Más importa averiguar el origen de la opinión de
los hombres que tienen gran fortuna, los cuales creen que no es justa la igualdad políti-
ca entre los que tienen y los que no tienen. Casi en ninguna oligarquía los magistrados
pueden dedicarse al comercio, y la ley se lo prohíbe. Pero más aún: en Cartago, que es
un Estado democrático, los magistrados comercian, y, sin embargo, el Estado no ha
experimentado ninguna revolución.
37. Aristóteles comienza su obra con una crítica de las teorías de Platón y la termina
con otra.
38. Ginés Sepúlveda dice que este pasaje es oscurísimo, y que ni Teón el Anciano,
que procura dar solución a todos los pasajes de esta especie, ni Jámblico, ni el mismo
Santo Tomás han podido descifrar este problema. Sin embargo, el modo de explicarse
Aristóteles hace creer que para él era inteligible y soluble. Véase lo que a propósito de
esta frase, cuya oscuridad se ha hecho proverbial, dice Cousin en su traducción de Pla-
tón, tomo X, pág. 322, y M. Saint-Hilaire en la de Aristóteles, Política, pág. 472.
39. Esto está en contradicción con lo que Aristóteles dice en otros párrafos. Quizá
aquí debería decir Calcedonia y no Cartago. En sabido que estas dos palabras se con-
funden muchas veces en griego. B. S.-H.
También es muy singular el suponer que en la oligarquía el Estado se divide en dos
partidos, el de los pobres y el de los ricos; ¿es que, por ventura, es esta condición más
propia de la oligarquía que de la república de Esparta, por ejemplo, o de cualquier otro
gobierno cuyos ciudadanos no poseen una fortuna igual o no son todos igualmente vir-
tuosos? Aun suponiendo que nadie se empobrezca, el Estado no por eso deja de pasar
menos de la oligarquía a la demagogia, si la masa de los pobres se aumenta; y de la
democracia a la oligarquía, si los ricos se hacen más poderosos que el pueblo, según
que los unos se abandonan y que los otros se aplican al trabajo. Sócrates desprecia
todas estas diversas causas que producen las revoluciones, para fijarse en una sola, al
atribuir la pobreza exclusivamente a la mala conducta y a las deudas, como si todos los
hombres o casi todos naciesen de la opulencia. Es este un error grave; y lo cierto es
que los jefes de la ciudad, cuando han perdido su fortuna, pueden apelar a la revolu-
ción; y que cuando ciudadanos oscuros pierden la suya, el Estado no se conserva por
eso menos tranquilo. Estas revoluciones no dan lugar a la demagogia con más frecuen-
cia que a cualquier otro sistema. Basta una exclusión política, una injusticia, un insulto,
para que tenga lugar una insurrección y un trastorno en la constitución, sin que las for-
tunas de los ciudadanos se resientan en lo más mínimo. La revolución muchas veces no
reconoce otro motivo que esta facultad que se concede a cada cual de vivir como le
acomode, facultad cuyo origen atribuye Sócrates a un exceso de libertad. En fin, en
medio de estas numerosas especies de oligarquías y de democracias, Sócrates habla
de sus revoluciones como si cada una de aquéllas fuese única en su género40.
40. He aquí en resumen el juicio crítico de dos historiadores de la filosofía que han al-
canzado una justa celebridad: Tennemann y Enrique Ritter; y hacemos la cita de am-
bos, porque de los dos unidos resulta un juicio completo. Tennemann, tomo III, pág.
325, dice: «Aristóteles ha acumulado en este libro de la Política un tesoro de experien-
cia y de conocimiento de los hombres que será eternamente aplicable y útil.» Ritter,
tomo III, pág. 317, dice: «La Política, como todas las obras de este filósofo, puede com-
pararse a esas obras de arte en que se observan una gran ejecución en los pormenores
y la tendencia a desenvolver de todos lados una extraordinaria riqueza de pensamiento,
pero que son imperfectas desde el punto de vista de la variedad y de la grandeza de la
concepción.»

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