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Dando fruto de una vida que se ha rendido para que Él sea exaltado
Hacer esto no nos avergüenza. Al contrario, nos exalta delante de la presencia de Dios, porque
hemos dejado a un lado el orgullo para ser humildes. Pues la grandeza del hombre está en
reconocer y aceptar sus fallos, no en ocultarlos o hacerse el indiferente sabiendo que actuó mal.
Cuando lo hacemos demostramos que hemos sido cambiados y transformados, que nuestro ego
no puede dominarnos, porque queremos ser como Cristo, reflejando Su carácter y dando fruto de
una vida que se ha rendido para que Él sea exaltado.