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Fue tarea de los oidores-visitadores del siglo XVII inquirir, entre otras cosas, si las
comunidades indígenas gozaban de tierras suficientes para su manutención y para
hacer frente al pago del tributo. En tanto solían amparar a los indios ya reducidos
en las tierras que poseían o ampliarlas si lo consideraban necesario, en los casos
de los naturales cuya reducción ordenaban, debían trazar con la mayor exactitud
posible los límites de las tierras de comunidad y poner a los naturales en "quieta y
pacífica" posesión de las mismas. El globo de las tierras comunales abarcaba tres
subpartes: el resguardo propiamente dicho (término que se hizo extensivo a la
totalidad de tierras del común), que debía ser repartido entre los integrantes del
grupo; el potrero destinado a la cría de ganados y la labranza de comunidad,
trabajada en conjunto en turnos de rotación obligatoria, cuyo producto debía
destinarse a dotar un hospital, al auxilio de pobres, viudas y huérfanos y al
mantenimiento del culto. Dado que los indios debían ser preferidos "en primer
lugar" a fin de que sus tierras estuvieran "juntas y contiguas" a su pueblo e iglesia
sin presencia de españoles u otras etnias, los visitadores ordenaban respetar
estrictamente los linderos de los resguardos y daban por "nulos y de ningún valor"
los títulos de tierras inclusos en los límites, dejando a los blancos la posibilidad de
acudir ante la Real Audiencia para solicitar compensación.
En función de la tutela protectora a la que los naturales estaban sujetos por haber
sido asimilados legalmente a los "rústicos" del derecho común, los resguardos se
consideraron inalienables y se prohibió su arrendamiento. Si bien en materia de
ventas la prohibición se cumplió, no ocurrió lo mismo con el arrendamiento, que
parece haber sido, en mayor o menor grado según las zonas, práctica frecuente a
lo largo del período. Era obvio que el arriendo beneficiaba a ambos grupos. A los
indígenas les proporcionaba una renta extraordinaria que les permitía hacer frente
con menor esfuerzo al pago del tributo, sin descartar la posibilidad de echar mano
de las leyes de segregación a fin de deshacerse de los intrusos si eventualmente
su permanencia se tornaba poco deseable. A los grupos no-indios les permitía
gozar del bien arrendado y conseguir, para su explotación, el trabajo "concertado"
de la población nativa.
Hacia mediados del siglo XVIII, las teorías propias del siglo ilustrado, las
crecientes necesidades económicas del real erario y la transformación de la
población rural neogranadina abrieron paso a una política que desembocó en el
proceso de descomposición de los resguardos.