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Durante mucho tiempo, un privilegio característico del poder soberano era de vida y muerte. El
padre romano había dado la vida a sus hijos y por ende también podía quitarla. Se presentaba,
entonces, como forma absoluta de poder.
En su versión moderna, este poder no es más absoluto, sino relativo y limitado: el soberano
sólo puede acceder al derecho de muerte si su existencia se ve amenazada (guerra, castigo).
En ambos casos, se trata de un derecho disimétrico, que se presenta como el derecho de
hacer morir o dejar vivir. El poder era, ante todo, un derecho de captación (de las cosas,
tiempo, cuerpos y vida).
Desde la edad clásica, en Occidente, estos mecanismos de poder se transformaron. Se
sumaron nuevos: control, vigilancia, incitación, organización. Es un poder destinado a producir
fuerzas, hacerlas crecer. El derecho de muerte se desplazó hacia un poder que administra la
vida, es decir que parece complemento de un poder que se ejerce positivamente sobre la vida.
(Ej: guerras llamadas a proteger “la existencia de todos”). El poder de exponer a una población
a una muerte general es la contracara del poder garantizar a otra su existencia. Si el genocidio
es hoy el sueño de los poderes modernos no es por un retorno del viejo derecho de matar,
sino porque el poder reside y se ejerce en el nivel de la vida.
Otro ejemplo: la pena de muerte. No es por sentimientos humanitarios que haya ido
disminuyendo en el mundo, sino porque va en contra de la propia razón de ser del poder y su
lógica de ejercicio.
El viejo derecho de hacer morir o dejar vivir fue reemplazado por el poder de hacer vivir o de
rechazar hacia la muerte. Porque es en la vida en la que el poder se ejerce; la muerte es su
límite.
Las disciplinas del cuerpo y las regulaciones de la población constituyen los dos polos
alrededor de los cuales se desarrolló la organización del poder sobre la vida. El
establecimiento, durante la edad clásica, de esa gran tecnología de doble faz (anatómica
biológica, individualizante y especificante) caracteriza un poder cuya más alta función no es ya
matar sino invadirla vida enteramente. La vieja potencia de la muerte está hoy recubierta por
la administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida. Se inició, entonces, una
era de “bio-poder”.
El sexo es el “pozo” el juego político. Se inserta en ambas tecnologías: de las del cuerpo y de
regulación de las poblaciones. Es tanto acceso a la vida del cuerpo como a la de la especie.
Mientras que en una época la sangre constituía un elemento del mecanismo de poder (forma
política soberana), hoy en día estamos frente a una “sociedad del sexo”. Los mecanismos de
poder se dirigen hacia el cuerpo y la vida; el poder habla de sexualidad y a la sexualidad. Los
nuevos procedimientos de poder elaborados durante la edad clásica y puestos en acción en el
siglo XIX hicieron pasar a nuestras sociedades de una simbólica de la sangre a una analítica de
la sexualidad.
Foucault propone ver cómo se formó la idea de “sexo” a través de las diferentes estrategias de
poder. Desde el siglo XIX, se elabora la idea de que existe algo más que los cuerpos: el sexo. En
el proceso de histerización de la mujer, el sexo fue definido de tres maneras:
No hay que referir a la instancia del sexo una historia de la sexualidad, sino que mostrar
cómo el sexo se encuentra bajo la dependencia histórica de la sexualidad. No hay que poner
el sexo del lado de lo real y la sexualidad del lado de las ideas confusas: la sexualidad es una
figura histórica muy real y ella engendró la noción de sexo. No hay que creer que diciendo sí al
sexo se dice que no al poder: se sigue, por el contrario, el hilo del dispositivo general de
sexualidad. Contra el dispositivo de sexualidad, e punto de apoyo del contraataque no debe
ser el sexo-deseo, sino los cuerpos y los placeres.
Ironía del dispositivo: nos hace creer que en ello reside nuestra “liberación”.