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De modo que la muerte nos hace pensar, nos convierte a la fuerza en pensadores, en seres
pensantes, pero a pesar de todo seguimos sin saber qué pensar de la muerte. Nuestra recién
inaugurada vocación de pensar se estrella contra la muerte, no sabe por dónde cogerla. Así
que la muerte sirve para hacernos pensar, pero no sobre la muerte sino sobre la vida.
En primer lugar, se coloca como detonante de reflexión, para luego añadir que es el
pensamiento de la muerte lo que le incita a pensar sobre cómo vivir mejor, sobre cómo
aprovechar más la vida. Incluso se puede decir que es el conocimiento de la muerte es lo que
le da el auténtico valor a la vida.
La propia satisfacción de vivir es la que le da valor a la vida, da ánimos para pensar en cómo
es la vida, cómo la podría aprovechar mejor, cómo la podría compartir mejor y cuáles deberán
ser mis posturas ante ella.
Me parece especialmente agudo afirmar que la muerte es el fin de la vida tal y como la
conocemos. Si hay algo después, no será vivir, tal y como nosotros lo conocemos, será algún
tipo de supervivencia distinta de la vida. Verdaderamente es cuestionable si en esas
condiciones sobrevivirá nuestro “yo”, pues no nos lo podemos imaginar fuera de esta vida.