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cuestión virulentamente debatida desde los comienzos del estudio histórico de la


apocalíptica y todavía sin resolver del todo. Este problema está estrechamente vinculado
al interés por la concepción apocalíptica de la historia: esta concepción sería inteligible
si se sacasen a la luz las raíces históricas de la apocalíptica. Con estos planteamientos se
enfrentan los estudios de Otto Ploger, Gerhard von Rad y Peter von der Osten-Sacken.
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IV
La Apocalíptica y el Antiguo Testamento
La apocalíptica es un movimiento judío que se puede rastrear ya a partir del siglo
II a.C. Por tal motivo, los escritos del Antiguo Testamento forman parte necesariamente
de las premisas históricas de la apocalíptica. Por otra parte, los autores de los escritos
apocalípticos se sitúan conscientemente en la tradición judía. Los nombres con
autoridad de las personas tras las cuales se esconden para comunicar y difundir sus
revelaciones pertenecen todos a figuras del pasado judío: Henoc, Esdras, Daniel,
Jeremías, Baruc, etc. El cuadro de la historia del mundo, que guía sus compendios de la
historia, proviene también del Antiguo Testamento y de las leyendas judías que se
apoyan en él. Los "justos elegidos" no son, como en el caso de la tendencia
individualista y universalista de la apocalíptica, los pertenecientes genéricamente al
pueblo de la alianza del Antiguo Testamento. No obstante, son identificados de hecho
con los judíos piadosos (en el sentido de la apocalíptica).
A primera vista, sorprende ciertamente observar la falta de citas del Antiguo
Testamento en la literatura apocalíptica. Naturalmente el lenguaje de los escritos
apocalípticos está empapado de ideas del Antiguo Testamento. Pero, en general, no es
citado como tal. La única excepción es Dn 9,2, donde se hace referencia explícita a Jr
25,11ss y 29,10; y los setenta años de la prisión de Babilonia mencionados ahí son
interpretados por el libro de Daniel como setenta semanas de años, según el cálculo
apocalíptico.
¿Significa esta llamativa ausencia de citas del Antiguo Testamento una evidente
separación y ruptura con él? En modo alguno. Conviene decir más bien que la ficticia
datación histórica de los diversos autores no les permite, en general, referirse
explícitamente al Antiguo Testamento. "Henoc" y "Moisés" no podían citar a los
profetas, aun en el supuesto de que hubiesen previsto lo que iba a suceder. El caso de
Daniel es un caso extraño. También los textos apocalípticos tratan de transmitir
enseñanzas, que el apocalíptico pretende haber recibido de boca de Dios o de su ángel.
Dios y sus mensajeros celestes difícilmente pueden aludir al Antiguo Testamento para
conferir la necesaria autoridad a sus afirmaciones. No podemos, pues, deducir de esta
ausencia de citas la existencia de una posición crítica de la apocalíptica de cara a la
tradición del Antiguo Testamento.
Por otra parte, de la voluntad de los epígonos de la apocalíptica de situarse en la
línea del Antiguo Testamento no se puede deducir que estuviesen realmente de acuerdo
con ella, y tampoco que no fuesen de algún modo conscientes de modificar en parte la
fe de los padres. Los teólogos de cuyo trabajo han salido los escritos individuales y los
núcleos de tradición del Antiguo Testamento trataron de interpretar las tradiciones
preexistentes. Tampoco los profetas tenían intención de decir algo sustancialmente
nuevo, sino que pretendían actualizar la fe tradicional de Israel para su propio tiempo
escuchando la voz de Dios. En sus palabras se refirieron constantemente a las
tradiciones religiosas de Israel, a las intervenciones salvíficas de Dios y a sus
instituciones jurídicas. Esta constatación permite hablar, a pesar de la multiplicidad de
los proyectos teológicos del Antiguo Testamento, de la fe veterotestamentaria y
confrontar la apocalíptica con el Antiguo Testamento, tal como pretendemos hacer.
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El apocalíptico, a diferencia de los escritores del Antiguo Testamento y de los


profetas, pretende ser portavoz de una nueva revelación, desconocida hasta entonces y
ausente de los testimonios del Antiguo Testamento. Según Baruc Siríaco, Jeremías
recibe de Dios la orden de ir a Babilonia con los desterrados. Baruc, por el contrario,
recibe esta orden: "Tú, en cambio, quédate aquí, sobre las ruinas de Sión, y te daré a
conocer lo que sucederá al final de los días" 88. Los seguidores de la apocalíptica saben,
pues, a través de Baruc, mucho más de lo que Jeremías puede anunciar. Son los
mensajeros del tiempo último, definitivo.
Para la apocalíptica, la verdad toda queda al descubierto sólo ahora que han sido
dados a conocer los libros escondidos que anuncian una nueva verdad, pero no hacen
uso sólo de la antigua verdad en vista del presente. Con la consciencia de la novedad de
su mensaje puede ir unido el hecho, sin duda no casual, de que el apocalíptico, en
general, predica abiertamente sus visiones a judíos religiosos de fe veterotestamentaria
que no tienen ninguna herencia literaria que exhibir. Parece saber que la nueva forma
literaria en la que habla se explica precisamente a partir de la novedad que tiene que
anunciar. El lector no puede, por tanto, hacer comparaciones entre las proposiciones
apocalípticas y ciertas afirmaciones del Antiguo Testamento; en éste nunca han tomado
la palabra legítimos y autorizados representantes de la apocalíptica. De hecho, los
escritos apocalípticos, en cuanto revelación última, sustituyen al Antiguo Testamento.
Notemos también, en este contexto, que la verdad religiosa pretende ser la
interpretación última y exhaustiva de la realidad, y por eso se presenta como la antigua
verdad, eternamente válida. En general, el hecho de decir sin más algo nuevo no
constituye un título de legitimidad para una religión. Con idéntica seguridad se puede
afirmar que el apocalíptico sintió y percibió su conocimiento como nuevo, también
frente a su tradición del Antiguo Testamento. De hecho, sólo en un segundo momento
da valor a una verificación del mensaje mediante la comparación con el Antiguo
Testamento, recurriendo sobre todo a la antigua herencia de israelitas religiosos,
desconocida hasta entonces y dejada al margen del canon.
Él no debió de haber sido consciente del hecho de que su predicación no era
suficientemente respaldada por la autoridad tradicional de la Palabra de Dios; en
cambio, eran bien conscientes de ello los teólogos judíos que, no importa cuándo y
cómo, fijaron los confines del canon del Antiguo Testamento. Sólo un escrito
apocalíptico, el libro de Daniel, entró a formar parte de él, y no por méritos propios,
sino a pesar de su carácter apocalíptico. La razón hay que buscarla en que su autor-
profeta se situó en tiempo de Jeremías y de Ezequiel, y en que amplias partes del libro,
en las que son recogidas tradiciones preapocalípticas, fueron justamente entendidas
como expresión de una piedad judía ortodoxa. Para empezar, el libro de Daniel diseña la
figura del hombre creyente y ejemplar que, mediante la obediente observancia de las
leyes de los padres, obtiene la visible bendición de Dios incluso en ambiente pagano. Es
significativo, sin embargo, que "Daniel" no pudiese ser clasificado entre los escritos
proféticos y fuese colocado entre los "escritos", en la última parte del canon hebreo.
Tampoco entre los libros que aparecen en los LXX añadidos a los del canon
hebreo se encuentran obras expresamente apocalípticas; incluso el libro de Daniel es
situado al final de los "escritos". La teología judía oficial tomó, pues, sus distancias de
los escritos apocalípticos, del mismo modo que la conservación de la literatura
apocalíptica del judaísmo tardío se debe principalmente a ciertos círculos cristianos que
hicieron uso de esta literatura, en parte de manera reelaborada. Los rabinos, aparte del
88
Baruc Siríaco 10,23.
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libro canónico de Daniel, nunca citan la literatura apocalíptica. De todo esto se deduce
que ya muy pronto los teólogos judíos notaron divergencias entre el pensamiento y la fe
del Antiguo Testamento y la de los apocalípticos. Nuestra tarea consiste en comprobar si
actuaron correctamente y por qué motivos. Se sitúa también aquí un problema anejo: si,
y en qué medida, el Antiguo Testamento, tomado en su conjunto, se contrapone a la
apocalíptica.
Para resolver este problema es de poca utilidad ver en qué medida derivan del
Antiguo Testamento conceptos y representaciones apocalípticos, y hasta qué punto son
éstos deudores de otras corrientes religiosas o de una imaginación creadora. Motivos del
Antiguo Testamento pueden ser utilizados para expresar una fe ajena al Antiguo
Testamento; por el contrario, expresiones o imágenes no familiares pueden llegar a ser,
con el transcurso del tiempo, fórmulas adecuadas y hasta necesarias del pensamiento del
Antiguo Testamento. Por eso, es indiscutible que, en comparación con el Antiguo
Testamento, las numerosas y amplias novedades de lenguaje y de ideas inusitadas
pueden indicar también una nueva concepción de la existencia. Pero merece la pena
examinar lo más directamente posible esta concepción de la existencia, si se quiere
determinar la carencia o la distancia de la apocalíptica en relación con el Antiguo
Testamento, y no fiarse de las estadísticas de términos e imágenes.
De aquí se deduce, sobre todo, que tanto el Antiguo Testamento como la
apocalíptica tienen una comprensión de la realidad esencialmente histórica. El judío
creyente del Antiguo Testamento no se maravilla del orden del cosmos cuando se
pregunta por el sentido del mundo, porque lo que llama su atención es el curso de la
historia. La creación culmina en la formación del hombre, es decir, en el ponerse-en-
movimiento la historia. No es el hombre quien, como parte del cosmos, debe someterse
a él; más bien debe saber sujetarlo históricamente a sí. ¿Dónde podría encontrarse, en
tiempo del Antiguo Testamento y fuera de él, una descripción de la historia comparable
a la del Antiguo Testamento, más aún una exposición tal de la historia que tenga por
objeto no los acontecimientos históricos individuales, sino el curso de la historia desde
el comienzo, diseñando continuamente nuevos esbozos de él? En los desplazamientos
de los patriarcas hay que ver sobre todo no cambios de un lado a otro, sino mutaciones
históricas; indicaciones de lugar como "Egipto" o "Tierra de Israel" califican, en el
Antiguo Testamento, diversas cualidades históricas; las fiestas anuales de Israel están
ancladas en hechos históricos. Israel no habla de acontecimientos míticos del tiempo
primordial, constatables antes de cualquier acontecimiento, sino de intervenciones
salvíficas a través de las cuales Dios demuestra, dentro de la historia, su libertad de
actuación. Análogamente, de vez en cuando, los profetas esperan para el presente una
irrupción decisiva de la historia guiada por Dios.
La apocalíptica, que también tiene una orientación absolutamente histórica, está
en consecuencia enraizada en la religiosidad del Antiguo Testamento, que
evidentemente le ofrece la mayor parte del material para su diseño de la historia.
De esto se deduce que la idea de Dios, tanto en el Antiguo Testamento como en la
apocalíptica, puede ser rectamente entendida sólo en el contexto de la concepción de la
historia. A diferencia del pensamiento griego, el Antiguo Testamento no conoce un Dios
que forme parte de lo existente, sea el Ente Supremo o el Ser Absoluto. Dios no puede
ser concebido más que históricamente operante, pues en el Antiguo Testamento lo real
es captado sobre todo no en la forma del orden del ser, en el que dioses y hombres
tienen su puesto según un orden armónico, sino como existencia histórica. Una
expresión, ciertamente insuficiente, como "Dios, Señor de la historia" puede ayudar a
comprender cuanto tratamos de decir. Verdad es que no se puede atribuir al obrar directo
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de Dios todo lo que sucede en la historia, pero Dios obra históricamente y se le


encuentra en la historia. Todas las exposiciones históricas del Antiguo Testamento
quieren mostrar a Dios en acción. La más conocida y, al propio tiempo, significativa
definición de Dios que se encuentra en el Antiguo Testamento reza así: "Yo soy el
Señor, tu Dios, que te ha liberado de Egipto, de la casa de la esclavitud".
Quien se pregunta por Dios es remitido al obrar divino en la historia. El poder de
Dios es reconocido esencialmente en el hecho de que, quien ha hecho posible la historia
en cuanto que al principio creó el cielo y la tierra y estableció el curso de los astros,
elige un pueblo, perdona los pecados, establece y depone reyes, planta y arranca
pueblos, destruye los arcos, rompe las lanzas y quema las máquinas de guerra. La
convicción apocalíptica según la cual Dios es el incontestable Señor de la historia que
predetermina el curso de la historia y el fin del antiguo eón, está sin duda vinculada al
concepto veterotestamentario de Dios, que presupone ciertamente la libertad,
contingencia e imprevisibilidad del obrar divino.
En ambos campos encontramos una imagen del hombre caracterizada por el
pensamiento histórico. Con referencia al Antiguo Testamento, podemos afirmar que el
hombre es concebido como ser histórico; pero esto no significa principalmente que él o
Israel hayan existido en un determinado lugar y un cierto tiempo; tampoco que él haga
la historia, y menos todavía que sea autor de historias (aunque todo esto sea verdad y
forme parte de su historicidad o de la del pueblo de Israel). Significa sobre todo que él
está en juego con su vida, que puede realizarse o perderse, que está situado frente a la
alternativa que le obliga a decidir por sí mismo. No lleva consigo, en cada situación, un
ser eterno temporal, tratando de conformarse a él en lo posible y de no turbar la armonía
de la totalidad de lo existente. Él es más bien su propia posibilidad; su ser es su poder-
ser. No es un dato, sino una tarea. Su futuro depende de lo que históricamente encuentre
al paso y de cómo se comporte en tal encuentro.
Más aún, en el Antiguo Testamento, a diferencia de la apocalíptica, el destino del
hombre está vinculado en cierta medida al del pueblo, de tal modo que la opción
histórica del individuo no determina directamente su suerte; es sobre todo la conducta
histórica de la comunidad lo que determina el destino del pueblo. Esto, sin embargo, no
cambia nada de la concepción característica y común a la religiosidad tanto apocalíptica
como del Antiguo Testamento respecto al hombre, que existe históricamente en cuanto
tiene siempre (también como miembro de su pueblo) su ser ante sí, de tal modo que su
presente es continuamente concebido como lugar de decisión histórica.
La orientación histórica de la existencia, común al Antiguo Testamento y a la
apocalíptica, se percibe finalmente en la tendencia hacia el futuro. De momento dejamos
aparte el problema de dilucidar si, y en qué medida, podemos hablar de "escatología" en
el Antiguo Testamento, es decir, de la espera de un final definitivo de la historia.
Actualmente la cuestión está resuelta de maneras diversas. Sin embargo, es cierto que la
espera del futuro como tal forma parte esencial de la fe yavista. Esta fe confiesa a Dios
como quien interviene en la historia, cree en el Dios que viene. Cualquiera que sea el
momento en que Dios venga, trae a su pueblo salvación y juicio; y, cualquiera que sea el
juicio o la salvación esperados, el Antiguo Testamento los espera del Dios que viene. No
existe contradicción entre la afirmación de que Dios ha intervenido en el pasado en
favor de su pueblo y la espera de su actuación salvífica; al contrario, son genuinas
profesiones de fe en el Dios que sale al encuentro históricamente y que será el que fue.
Cada intervención pasada de Dios lleva consigo la promesa de una intervención futura.
El obrar del Dios que elige abre un futuro, y su intervención prometedora es norma para
el presente. La escatología de la apocalíptica, radicalizada sin duda respecto al Antiguo
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Testamento, no puede ser entendida sin su raíz veterotestamentaria, tanto más cuanto
que lo mismo el Antiguo Testamento que la apocalíptica desconocen la idea de la
historia cíclica (concepción dominante en el mundo antiguo, que, por analogía con el
curso anual de las estaciones, habla del eterno retorno de lo idéntico) y conciben la
historia linealmente.
Tanto en el Antiguo Testamento como en la apocalíptica, mundo, hombre y Dios
son percibidos, tal como se ha dicho, a la luz de la historia. En consecuencia, la
apocalíptica debe ser considerada como un movimiento religioso que lleva la huella del
Antiguo Testamento y que se deriva de su religiosidad.
Pero precisamente esta convergencia en el pensar histórico pone claramente de
manifiesto las diferencias de ambas formas de existencia judías respecto a la concepción
de la existencia.
Opinamos que es obligado reconocer la esencial especificidad de la concepción
apocalíptica de la existencia en el hecho de que el seguidor de ese movimiento se sitúa
frente a este eón y a sus propias posibilidades de cambiarlo con una actitud radicalmente
pesimista. No nutre esperanza alguna respecto a este eón, pues la pone toda en un nuevo
eón más allá de la historia. Esta actitud pesimista frente al mundo circundante es
desconocida en el Antiguo Testamento. Quizá el profeta Amós no vio esperanza alguna
para su pueblo, pero la elegía que entona por Israel (5,2) no es un canto fúnebre por la
historia en sí misma y por las posibilidades históricas de Dios, es decir, por la creación
como tal. Si Israel es rechazado, queda todavía en la historia un pueblo como los
kusitas, ¿o acaso no puede Dios elegir también a los filisteos o los arameos (Am 9,7)?
Por otra parte, el Antiguo Testamento no ha acogido las predicciones de desventura de
Amós sin completarlas con el recuerdo de las promesas salvíficas, históricamente
eficaces. En el Antiguo Testamento sólo hay algo comparable a la apocalíptica en el
pesimismo de Qohelet. Pero hay que tener en cuenta que este libro fue compuesto en la
misma época en que se desarrolló el pensamiento apocalíptico y que, lo mismo que éste,
se distingue del resto del Antiguo Testamento.
Se ha pretendido considerar la concepción apocalíptica de la existencia como una
evolución legítima, sin solución de continuidad, del pensamiento del Antiguo
Testamento. Sin duda, en éste se percibe una evolución hacia una escatología cada vez
más acentuada. La espera del futuro propia de la fe yavista se articula, cada vez con
mayor claridad conforme se avanza en el tiempo, con la esperanza de una intervención
salvífica y definitiva de Dios que lleve a cumplimiento la historia de Israel. El Antiguo
Testamento en su totalidad tiende a la instauración definitiva del señorío de Dios. En
lugar de la intervención de Dios en la historia, esperada siempre en los más antiguos
esbozos teológicos del Antiguo Testamento, es decir, en vez de su permanente
dimensión de realidad futura, encontramos su excepcional y definitiva intervención
creadora de futuro. ¿No se sitúa la esperanza apocalíptica en la línea de esta evolución
propia del Antiguo Testamento?
Así opina p.e. H. D. Preuss en su libro "Jahweglaube und Zukunftserwartung" (Fe
en Yavé y esperanza de futuro): "También esta espera dualista-apocalíptica lleva en su
estructura fundamental la impronta de la fe en Yavé y de su espera del futuro, del mismo
modo que la apocalíptica no puede ser considerada sólo como un fenómeno decadente.
Está en conexión más bien... esencial y legítimamente con la escatología y con la
concepción de la historia propia sobre todo de los profetas" 89. Ahora bien, es verdad que
la apocalíptica está "claramente bajo el influjo y dentro del legado de todo el Antiguo
89
Op. cit., 212.
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Testamento y especialmente de la profecía", desde el momento en que "aborda los


problemas planteados por el plan histórico de Yavé y trata de captar la historia en su
unidad y finalidad"; pero no es suficiente afirmar que la apocalíptica da testimonio de
"la fe yavista, por entonces difundida y ligada a la historia, en un nuevo ambiente y con
la ayuda de un nuevo bloque de afirmaciones"90. El pesimismo frente al eón histórico
presente, en general, y la total falta de esperanza en el curso de los acontecimientos del
mundo como tal, van más allá no sólo del bloque de afirmaciones, sino de las
afirmaciones mismas del Antiguo Testamento, es decir, de la concepción misma de la
existencia propia del Antiguo Testamento.
La escatología postexílica del Antiguo Testamento espera en el cumplimiento de
la creación; la apocalíptica, por el contrario, espera en un mundo nuevo más allá de este
mundo creado. Puede ser que, en este punto, la frontera entre una y otra sea imprecisa.
La contraposición dualista entre antiguo y nuevo eón no aparece en ningún otro sitio
con la misma fuerza que en los escritos apocalípticos. Tenemos que volver, pues, al
problema planteado a propósito del origen de la apocalíptica. Podría ser que las raíces
de la apocalíptica se hundan directamente en la escatología postexílica, de tal modo que,
ya en el Antiguo Testamento mismo, debió de comenzar la división clara entre
escatología histórica y espera apocalíptica del final de la historia. Esto no cambiaría
nada por lo que respecta a la diferencia fundamental entre concepción apocalíptica de la
historia y la concepción genuina del Antiguo Testamento.
El Antiguo Testamento espera la salvación histórica, razón por la que nunca llegó
a considerar insignificante el compromiso del hombre en y por la historia, si bien, en
última instancia, la salvación es esperada de una intervención de Dios, no del obrar del
hombre. Más aún, precisamente el obrar histórico salvífico esperado de Dios pone de
relieve radicalmente la responsabilidad histórica del hombre, aspecto del que no se
habla, ni se puede hablar, en la apocalíptica.
El apocalíptico no asume responsabilidad alguna de cara a la historia. Nada es
bueno en este eón, motivo por el que es imposible hacer nada bueno en él. El bien está
más allá de la realidad establecida.
A este dato corresponde el hecho de que no se pueda ya hablar ni siquiera de un
obrar salvífico y judicial de Dios en la historia, a diferencia clara del Antiguo
Testamento. Los libros históricos del Antiguo Testamento narran las grandes gestas de
Yavé, que escogió a su pueblo sacándolo de Egipto con brazo fuerte, dándole una ley en
el Sinaí, aplastando ante él a los pueblos de Canaán, instalando a su rey en Sión,
haciendo de Ciro su ungido, etc. También la predicación profética hunde sus raíces en
estas tradiciones de la elección divina, que ella actualiza para su propio tiempo. Dios ha
operado su salvación históricamente, de tal modo que el relato de la historia de Dios con
Israel comunica la salvación presente.
En correspondencia, también el juicio de Dios tiene lugar históricamente; de
hecho, pecado y justificación son posibilidades históricas.
"¡Intentemos ahora comparar con esta obra las síntesis de la historia de Israel,
notablemente desposeídas de significado teológico, que nos ofrece aquí y allá la
literatura apocalíptica! La suya es una imagen de la historia que parece haber perdido el
carácter de una profesión de fe. Ignora las empresas salvíficas de Dios de las que había
partido la antigua imagen de la historia"91. La historia de la salvación de Israel se
convierte en una estructura cronológica, que debe determinar el actual lugar histórico

90
Op. cit., 213.
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del seguidor de la apocalíptica al final de la historia. Así, p.e., en el libro de Daniel el


puesto de la historia de Israel puede ser ocupado por la historia del mundo en general.
En la apocalíptica la historia es convertida en algo totalmente profano. Lo que
ocurre en ella no tiene significado teológico alguno. En este eón no hay salvación;
¿cómo podría entonces Dios llevar a cabo en él acciones salvíficas? También pierde su
sentido el juicio intrahistórico. Su lugar lo ocupa el juicio sobre la historia: el viejo eón
arderá y se consumirá como un tizón para dejar sitio a una nueva creación.
El pesimismo apocalíptico relativo a la historia aleja a Dios de ella, de modo que
Dios no vuelve a intervenir en el curso de la historia (determinado como está de una vez
para siempre) y espera inactivo, lo mismo que el hombre, a que el tiempo establecido
alcance su término. El demonio se convierte en el señor de este eón. Cuando un
estudioso moderno de la apocalíptica escribe que "los apocalípticos creían en Dios y
pensaban que Él, por lo que respecta al mundo que había creado, seguía un plan y tenía
también el poder de realizar su plan"92 está emitiendo un juicio que deforma
básicamente la experiencia apocalíptica de la historia. ¡Dios no tiene concebido ningún
plan para este mundo! En consecuencia, no interviene en él ni siquiera con acciones
individuales de juicio para mover a los hombres y a los pueblos a la penitencia y a la
conversión. Este eón está totalmente sometido al juicio de Dios, tal como se verá
públicamente en el juicio final, cuando este mundo acabe.
Sólo con la ausencia de Dios del marco de la historia se hace posible la
determinación de ésta. Esta idea representa un momento secundario de la comprensión
apocalíptica de la historia. La primera experiencia del apocalíptico se centra en la
tremenda concepción según la cual no hay salvación en este eón, ni siquiera como
posibilidad. A partir de esta experiencia existencial, y en sensible contraposición con el
Antiguo Testamento, debe confinar en los márgenes de la historia al Dios de quien
espera la salvación. Dios interviene en la historia, que ha puesto en movimiento con la
creación, con la misma o menor eficacia histórica de la que el hombre es capaz. Él no
interviene soberanamente en el curso de la historia, no toma ninguna decisión histórica
contingente, por tanto no se arrepiente de su obrar. La historia no es el lugar de su
estable y omnipotente obrar; más bien alcanzará su fin cuando Él llegue. Dios considera
perdida la historia; a tal actitud corresponde el desinterés del hombre por los cambios
históricos. Por este motivo, la historia se presta a una especulación temporal
determinística. El lugar del obrar histórico lo ocupa el saber del apocalíptico acerca del
curso de la historia, es decir, acerca de su propia situación en la historia. El epígono de
la apocalíptica deja tras de sí la historia como un mecanismo que funciona sin
obstáculos, pero al mismo tiempo como una máquina que no tiene ninguna función que
cumplir. No sin razón, se ha hablado en este contexto de una concepción gnostizante de
la historia: desaparece la dinámica de la pura historicidad en favor de una concepción de
la historia que entiende ésta análogamente a la computabilidad estática de las
necesidades cósmicas. La historia es interpretada en analogía con el concepto griego de
cosmos.
La pérdida del sentido de la historia por parte de la apocalíptica se manifiesta, de
la forma más clara, en la pérdida del sentido de la salvación. Para el judío creyente del
Antiguo Testamento, la presencia histórica del obrar salvífico de Dios hacía de cada

91
G. von Rad, Theologie des Alten Testaments II, 19654, 320 (Teología del Antiguo Testamento II,
Salamanca 1972, 387).
92
H. H. Rowley, Apokalyptik, 1965, 141.
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momento presente un momento potencialmente salvífico. Incluso para los desterrados


en Babilonia tenía sentido la reconfortante exhortación de Jeremías: "¡Edificad casas y
habitadlas, plantad jardines y comed de sus frutos!". Y "Si me buscáis con todo vuestro
corazón, me dejaré encontrar de vosotros" (Jr 29,5ss). El judío creyente del Antiguo
Testamento sabe, incluso en los momentos más oscuros, que es custodiado por su Dios y
que, en consecuencia, está actualmente en la salvación.
La escatología tardía del Antiguo Testamento espera una definitiva intervención
salvífica de Dios en el futuro y, en consecuencia, se ve obligada a marginar el presente
en las sombras de una relativa lejanía de Dios. Por este motivo, algunos estudiosos han
considerado esa escatología como una deformación de la profecía preexílica, llevada a
cabo por epígonos, pues esta profecía conocía la incondicionada presencia de la gracia y
del juicio de Dios. Esta visión de las cosas no carece probablemente de fundamento. En
el Antiguo Testamento puede percibirse ya una decidida ruptura, que apunta a la
apocalíptica.
Sin embargo, la propia apocalíptica distingue claramente entre la tardía
escatología veterotestamentaria y la suya propia. De hecho, integra la espera postexílica
de la salvación en un reino final histórico en su propia imagen del futuro, haciendo
entrar después de este reino salvífico final de la historia la definitiva catástrofe del
mundo antiguo y haciendo que irrumpa el nuevo eón. Conocemos esta instructiva
concepción de manera especial por el Apocalipsis de Juan (20,1ss).
En este libro del Nuevo Testamento el reino histórico intermedio del Mesías, al
que sucede el ocaso de este eón, dura mil años, motivo por el que dicho cómputo lleva
el nombre de "quiliasmo". Según 4 Esd 7,28ss, el reino terrestre del Mesías dura sólo
cuatrocientos años; después muere el Mesías, los muertos resucitan y empieza el
juicio93. Siempre que encontremos textos que hablen en esos términos del tiempo
mesiánico de la salvación antes del fin del antiguo eón, observaremos fácilmente la
diferencia cualitativa que hay en la apocalíptica entre la espera histórica de la salvación
típica de la escatología postexílica y la propia esperanza en el fin de la historia.
Con esto se relaciona el hecho de que los profetas postexílicos en modo alguno
consideraron su presente privado de salvación. Los apocalípticos pensaban de otro
modo. Para ellos, en el presente sólo hay esperanza de salvación, pues el presente, en
cuanto que forma parte del antiguo eón, no puede ofrecer en absoluto salvación. En este
mundo no hay nada por lo que merezca la pena vivir; no hay nada digno de ser amado.
Por eso el hombre no tiene motivos para alabar nada, a no ser el plan de Dios de acabar
rápido con este eón. El seguidor de la apocalíptica espera en la vida, el amor y la
alabanza, pero sólo la superación de la historia por parte de Dios le proporcionará la
salvación esperada. Dios mismo ha abandonado a la historia, y este "no" de Dios al
mundo presente hace de la historia el lugar en el que no se encuentran más que pecado y
muerte, desgracia y aflicción. Se trata de una concepción de la existencia totalmente
ajena al Antiguo Testamento.
Tengamos también en cuenta que en el Antiguo Testamento falta el dualismo
antagónico que sirve a los apocalípticos para expresar su negación radical de este eón.
Verdad es que en los escritos tardíos del Antiguo Testamento aparece esporádicamente
el diablo como adversario de Dios, pero no es, como en la apocalíptica, el señor de este
eón o el serio competidor de Dios. En consecuencia, el Antiguo Testamento cree poder
cambiar el mal en bien, mientras que, para el pensamiento apocalíptico, bien y mal se
contraponen como dos eones, sin que se pueda seriamente pensar en una conversión
93
Cf. también 4 Esd 12,34; Baruc Siríaco 40,1-4; Henoc Etiópico 91,11-13.
40

histórica del mal, de las potencias malignas o de los malvados. Quien hoy esté de parte
de los impíos, es como si de hecho no fuera redimible:
"Los buenos anuncian... justicia a los buenos; el justo se alegra con el justo, y se
congratulan mutuamente. Pero los pecadores están con los pecadores y los rebeldes se
juntan con los rebeldes"94.
En estos últimos días del tiempo del antiguo mundo sólo hay decisión histórica
para los piadosos, es decir, la decisión de no pasar a la parte de los malvados y no
dejarse alejar de la salvación cercana:
"A determinados hombres de una generación les son revelados los caminos de la
violencia y de la muerte; pero se mantienen alejados de ellos y no los siguen. Y ahora
os digo, justos: ¡no caminéis por el camino del mal ni por la senda de la muerte! No os
acerquéis a ellos para no morir"95.
La historicidad del hombre, aceptada fundamentalmente, es en la práctica mucho
más reducida que en el Antiguo Testamento.
También debemos mencionar en este contexto el universalismo y el
correspondiente individualismo a través de los cuales la apocalíptica se distingue
claramente del Antiguo Testamento. Naturalmente no hay que exagerar la diferencia a
este respecto. En el Antiguo Testamento se afirma claramente que Dios es el Señor de
todo el mundo, con mayor convicción cuanto más se avanza en el tiempo. Por eso, en
las imágenes escatológicas de la profecía tardía se habla de los pueblos peregrinos hacia
Sión. Y aunque el israelita obtiene la salvación sólo en y con su pueblo, salvación y
fracaso del pueblo dependen de las decisiones individuales de sus miembros,
especialmente de sus jefes. Ya en el Antiguo Testamento lamentación y alabanza se
relacionan con el destino individual, y no es raro que los profetas anuncien también a
los individuos el juicio y la gracia de Dios. Por otra parte, en ningún lugar aparece con
claridad que comunidades apocalípticas se hayan encontrado reunidas en auténtica
universalidad incluso fuera de la comunidad del pueblo judío. Y a la inversa, también en
la apocalíptica se mantiene con firmeza la elección eterna de Israel, pues de hecho Israel
está representado por los israelitas piadosos: Israel ya no significa entonces la unión
formada por la ley y el pueblo, pues el "verdadero Israel" es la comunidad de los
hombres religiosos, de los elegidos.
Sin embargo, precisamente en esto se manifiesta un cambio radical respecto al
Antiguo Testamento. El hecho de que Israel como pueblo vaya perdiendo terreno en la
apocalíptica en favor del verdadero Israel, tal como se ha descrito, depende también del
abandono del sentido de la historia por parte de la apocalíptica, que no puede tener ya
nada que ver con el pueblo histórico del Antiguo Testamento. De hecho, ¿cómo podrían
las diferencias nacionales entrar a formar parte de la nueva creación, donde todos los
hombres son "como ángeles del cielo"? ¿Cómo podría ser elegida una grandeza
histórica si toda la historia está sometida al rechazo de Dios? Además, desde hace
tiempo se ha llevado a cabo, en Israel mismo, la irreparable separación dualista entre
comunidad del Altísimo e hijos de Beliar, sin dejar esperanza alguna a Israel como
pueblo. Así, pues, la individualización y la universalización frecuentemente observadas
en la apocalíptica constituyen en el fondo el resultado de la concepción dualista y
pesimista de la historia, que rechaza cualquier historia en compañía del pueblo de Israel
y espera una salvación más allá de la historia sólo para los individuos israelitas. Esto no

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Henoc Etiópico 81,7s.
95
Henoc Etiópico 94,2s.
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excluye que, a la inversa, la tendencia universalista de la época helenista haya


empezado a posibilitar la concepción apocalíptica de la historia.
Si tratamos de resumir los resultados de nuestra comparación entre Antiguo
Testamento y apocalíptica, encontraremos una confirmación de lo que ya hemos
observado en el capítulo segundo sobre la naturaleza de la apocalíptica.
En principio, la apocalíptica piensa históricamente. No conoce ninguna realidad
experimentable que no nos salga al encuentro como historia o que no esté al servicio de
la historia. En esto pone claramente de manifiesto su herencia veterotestamentaria. Pero,
al propio tiempo, no espera en la historia, que está totalmente privada de salvación,
perdida sin posibilidades de salvación, carente de sentido. No es que vivan un trance
desesperado las situaciones individuales de la historia, sino que no hay esperanza para la
historia en su totalidad. La salvación no puede en absoluto realizarse históricamente, ni
siquiera con el resto de los fieles. La tierra prometida sólo está más allá de la historia y
más allá de cualquier posibilidad histórica.
Se confirma así nuestra afirmación de que el pesimismo frente a la realidad toda
experimentada constituye la experiencia fundamental de la apocalíptica y el meollo de
la comprensión apocalíptica de la existencia. El pensamiento del Antiguo Testamento y
el de la apocalíptica se diferencian precisamente en esta toma de posición respecto a la
historia. En la convicción del apocalíptico de estar al final de la historia se expresa la
certeza, llena de esperanza, de que también la historia camina hacia el final (posición
ésta inconcebible en el Antiguo Testamento). En el extremo límite de la historia, pero
estando aún en ella, el apocalíptico espera la salvación del más allá de esta historia
esencialmente corrompida, una salvación que viene de Dios, una salvación restringida al
ámbito humano de los fieles elegidos para el nuevo eón.
El seguidor de la apocalíptica vive en el tiempo final de la historia y espera la
revolución definitiva, que ponga fin a la historia o cambie radicalmente la cualidad del
obrar histórico, en cuanto que es suprimida toda injusticia y los fieles piadosos reciben
el reino de la salvación.

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