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Una Ventana que da a los sueños.

Cuando Lucía sacó el muñeco de la caja no sabía que hablaba al apretarle la barriga. Se lo
habían regalado por su octavo cumpleaños. El muñeco era una especie de oso con grandes
orejas, de pequeño tamaño, marrón y blandito. En la caja no ponía nada de que tuviera sonido
así que se llevó una grata sorpresa cuando al apretarlo comenzó a hablar. No entendió lo que
dijo, pero lo dejó a un lado para ver el resto de sus regalos: una caja de pinturas, un cuaderno
y unos diminutos muebles que quedarían perfectos en su casa de muñecas. Aquel día estaban
sus tíos en casa y había mucho griterío y le cantaron “Cumpleaños Feliz” dos veces, y luego
fueron a degustar una deliciosa tarta de chocolate, junto a otras variadas y deliciosas
golosinas. En verdad que había sido un gran cumpleaños. Lucía lo había pasado muy bien y
estuvo jugando toda la tarde con sus amigos en el patio.

Llegó la noche y la madre de Lucía entró en su habitación para darle un beso de despedida.
Ella, tumbada en su cama, cubierta con una manta de grandes dibujos de colores, dio un gran
abrazo a su mamá y le dio las buenas noches. La mujer apagó la pequeña lamparita que había
sobre la mesilla y se fue lentamente, procurando no hacer ruido. Lucía tenía mucho sueño
aunque con toda la agitación del día le costaba dormirse. Se giró sobre la cama y se topó con
algo blandito: era el muñeco con forma de oso que le habían regalado. Lo tomó entre sus
manos y volvió a apretarlo. Una extraña voz con un acento muy particular y jocoso exclamó
algo así como “chiribín”, o eso creyó oír. Se escuchaba mal, así que lo volvió a apretar una, dos
veces más, y efectivamente, decía “chiribín” ¿Qué quería decir aquello? ¿Y esa voz tan extraña,
casi insultante? No tenía ni idea, ni le sonaba esa palabreja. Sus párpados empezaban a pesar,
así que la niña dejó el muñeco y en poco tiempo estuvo dormida.

Soñó con un bosque verde, tan verde como uno lo pueda imaginar, y un sol radiante que
luchaba por penetrar con sus rayos entre los árboles. Y de repente anocheció, y la luna de
plata derrotó al sol arriba en lo alto, y se llenaba todo de estrellas que brillaban parpadeantes.
Ella estaba en mitad de ese bosque, completamente sola. La luz de la luna revelaba sombras
que se movían al compás de las hojas mecidas por el viento. La oscuridad era profunda y Lucía
sintió miedo. Unas formas extrañas y pequeñas se materializaron entre las sombras. Eran
veloces, y hablaban con extrañas vocecitas entre risas y más risas. Y de pronto dejo de sentir
miedo, y se sintió enormemente feliz, como una mañana de primavera. Y habló con la luna, y
rió y lloró sin razón, y bailó y jugó con unos pequeños y adorables seres, y sintió una inefable
dicha que envolvía su alma, sintió algo inmenso y bello que recorría todo su ser con
entusiasmo.

Despertó. La luz del sol entraba a través de la persiana y resultaba un poco molesta. Se estiró y
bostezó, se abrazó a su almohada y volvió a cerrar los ojos. Poco le duró aquel placentero
instante: la voz de su madre gritando llegó a sus oídos. Era la hora de desayunar y ella aún
seguía en la cama. Si se retrasaba un día de escuela, su madre se enfadaría, así que se levantó
de un salto, se ajustó su camisón azul celeste y salió velozmente a desayunar. Luego haría su
cama. Primero tenía que llenar su estómago que ya estaba protestando.

Mojó las galletitas en la leche, y untó las tostadas con un poco de mermelada de fresa.
Respondía a su madre con desinterés pues aún tenía sueño y seguía con unas horribles ganas
de volver a su cama. Apoyó la cabeza sobre su mano y se quedó pensativa. Vaya sueño tan
raro había tenido. Qué extraño todo. Y qué terrible tener en un rato que ir a la escuela. Encima
primero tenía que hacer su cama, arreglarse y recoger un poco su cuarto, o luego su mamá se
enfadaría. ¡Qué pereza!

Se cepilló los dientes a conciencia y regresó a su cuarto para hacer la cama. Con sorpresa vio
que la cama estaba hecha y todo en perfecto orden. Qué bien, su madre era un encanto.
Aunque habían quedado en que ya con su edad debía hacer ella las cosas de su cuarto, su
querida madre le había ayudado esta vez. A toda prisa se vistió y se peinó, mientras su madre
gritaba que se diera prisa o no llegaría a la escuela. Al fin cogió un bocadillo para el almuerzo y
como un ciclón se colgó su mochila a la espalda, llena de libros, y salió veloz hacia la escuela,
no sin antes dirigirse a su madre:

-¡Gracias mami por arreglarme el cuarto! Pero ya mañana lo haré yo, como habíamos
quedado.

- No, Lucía, ¡yo no arreglé nada! – respondió la madre algo sorprendida. - ¡Anda corre o
llegarás tarde, como siempre! ¡Que tengas buen día querida hija!

Lucía salió corriendo, llena de extrañeza. ¿Le estaría tomando el pelo? Ella no había hecho
nada, tenía que haber sido su madre…si, quizá su madre era demasiado buena y no quería
reconocerlo.

El día en la escuela fue aburrido. Reencuentro con sus compañeros, presentación de nuevos
profesores, deberes y más deberes, y al fin de vuelta a casa. ¡Al fin!

Entró en su habitación, dejó la mochila y de un saltó se tumbó en su cama. De repente escuchó


una voz y unas risas. Bien es cierto que parecían algo lejanas, pero la escuchaba con total
nitidez. Se incorporó sobresaltada y allí, en mitad de su cuarto vio a un ser muy pequeño, de
piernas delgadas como astillas, que se afanaba en comer una miguita de pan caída en el suelo,
según le pareció.

-Ay si, si, qué hambre tenía, qué cosa más rica, si, si, si, qué hambre….

Y de esta manera, repitiendo lo mismo varias veces, alargando las palabras, y acompañando el
discurso con risas varias que emitía en distintos tonos, devoraba esas migajas aquel diminuto
ser.

-¿Pero quién eres tú? Mejor dicho ¿qué eres? – preguntó Lucía con sorpresa, acercándose con
cuidado para ver mejor a la pequeña criatura.

-¡Soy Chiribín, soy Chiribín, soy Chiribín! – y así siguió repitiendo lo mismo varias veces entre
carcajadas, saltos y aspavientos varios.
-¡Vale, vale, con una vez que me lo digas es suficiente! Chiribín, yo soy Lucía. ¡Ah! ¿No es ese el
nombre que decía mi osito de peluche al apretarle la tripa? ¿Pero de dónde has salido? ¿Es
real o estoy soñando? ¿Y mi peluche? ¡No entiendo nada!

Chiribín no mediría más de ocho centímetros, llevaba unas botitas verdes acabadas en punta y
unas mallas blancas apretadas a sus patitas como alfileres. Su cara era afable y tierna, pero con
una mirada un tanto pícara. Tenía unos poquitos pelos de punta sobre su cabeza redonda, y
unas orejitas que igualmente acababan en punta

-Soy un duende, Lucía. Ayer gracias al muñeco, tú has abierto un portal donde habitan muchos
duendes, y algunos nos hemos colado – Y rompió a reír, a corretear y a decir sin parar “¡Soy
Chiribín, soy Chiribín!”

- Pero entonces, ¿fuiste tú quién hizo ayer mi cama y arregló mi cuarto? – preguntó la niña,
que estaba boquiabierta, siguiendo a aquella criatura con la mirada.

- Ay, ay, ay, que va, no, no no, yo no hago eso- dijo entre risas- eso lo hicieron los Brownies – y
volvió a reír sin parar y a correr y dar saltitos. –¡Yo soy muuuy travieso, si, si, muuuy travieso!

¿Qué era todo aquello? ¿Brownies? De repente oyó unos pasos que se acercaban. Su madre
parece que se disponía a entrar en el cuarto. Chiribín, ágil y veloz, dio un salto y se metió
dentro del bolsillo del vestido de la niña. La madre abrió la puerta.

-Lucía, ¿no puedes hacer menos ruido? Además, deberías ponerte a hacer los deberes hija mía,
luego tendrás tiempo para jugar.

- Si mamá – respondió Lucía cabizbaja.

Cuando vio que su madre se había ido, metió la mano en el bolsillo y agarró al pequeño
duende, que la miraba sonriente.

-¿Pero qué te crees que estás haciendo criatura? – dijo en tono de reproche

- Ay ay ay qué miedo, qué miedo me da esa gente tan graaande, si, si, si, mucho miedo, si. –
respondió el duendecillo.

-¡Oh calla! ¡Deja de repetir mil veces las cosas! ¿Me vas a explicar quién eres, quiénes son esos
brownies y de dónde has salido?

Entonces Chiribín le conto lo que sigue. Nos perdonará el lector no transcribir de forma literal
el habla del duende por sus continuas repeticiones, risas, sus “coletillas” al hablar, y, en
definitiva, por ahorrarle la paciencia que tuvo que tener Lucía al escucharle. Así pues lo
resumimos a nuestra manera:

Era, como ha quedado dicho, un duende, y era habitante del País de las Hadas, un mundo que
a veces se solapa con el nuestro, y que no está a la vista de todos. Chiribín era de la especie de
los duendes traviesos, cuyo máximo honor es molestar, incordiar y hacer travesuras. No
obstante, no son malos y pueden llegar a ser cariñosos. Los Brownies eran unos duendes
domésticos, que a veces gustaban de ayudar a las personas Grandes sin que les viesen, pero
muy esquivos y mucho menos cariñosos. Los duendes podían llegar a nuestro mundo de varias
maneras, una de ellas era por invocación de algún muñeco encantado. Sin embargo no se
dejaban ver, pues si les veía la gente Grande desaparecían de vuelta a su mundo e incluso
podían llegar a morir. Su fe estaba puesta en los niños y en las personas grandes de alma pura
que no se habían olvidado de soñar.

-¿ Así que si mi mamá te llega a ver hace un rato, hubieras desaparecido?

- Ay si si si, qué miedo me da, si si si, desaparezco jajajaja, si si ¡qué miedo! – repetía una y otra
vez el pequeño duende.

-¡Vaya! ¿y ahora qué hago contigo? – preguntó en voz alta la niña, sin esperar respuesta.

- Ay si si si, me das miguitas de comer, y me quedo en tu bolsillo, si, si, no pasa nada, de verdad
que no es molestia, y no tienes nada que agradecer si, si, si. –respondió alegremente el
pequeño duende con su particular voz jocosa.

-¡Pero qué cara tienes! Pero en fin, si no molestas mucho, me alegra ser de esas personas que
os pueden ver. Oye Chiribín, y yo ¿podría ir al país de las hadas?

- -¡Soy Chiribín, soy Chiribín, soy Chiribín! Jajaj Si , si, si, ja, ja, ja, si puedes pero es peligroso,
no es como esto. Además, le queda poca vida a nuestro país. – dijo con indiferencia mientras
mordisqueaba una migaja que acababa de encontrar.

- ¿Qué? ¿poca vida? ¿Por qué?

- Ay, si si si, qué miedo qué miedo- abandonó por un instante la atención sobre su alimento, y
respondió. - si pues ya casi nadie cree en nosotros, e igual que la tierra vive gracias al sol,
nuestro país se alimenta de la imaginación y la ilusión de las personas, pero cada vez queda
menos, si si, muy poca.

-¡Vaya! ¿Y no hay nada que podamos hacer?

- Ay si si bueno yo te encontré y me he pedido tu bolsillo así que estoy a salvo, si, si, si, al
menos mientras seas una niña…

Lucía pasó mucho rato hablando con el pequeño duende, que no dejaba de corretear, dar
saltitos, hacer cabriolas, y tirar cosas. La niña se tuvo que armar de paciencia.

Pasaron los días y Chiribín se convirtió en fiel compañero de la niña, siempre en su bolsillo.
Sólo salía cuando estaban a solas. Hablaban mucho y llegó a ser su mejor amigo pese a sus
innumerables travesuras. Era cariñoso, jugaba con ella y siempre le sacaba una sonrisa. Un día,
incluso, la llevó de visita al País de las Hadas, y pudo ver a algunas hadas volando por el
bosque. Pero fue poco tiempo pues era peligroso, decía el duendecillo.

Y pasaron los años y la niña se hizo mujer y se olvidó de todo aquello, y su corazón dejó de
lado los muñecos, y su alma ya no encontraba magia cada vez que salía a pasear. Ya no
hablaba con la luna, ni reía ni lloraba sin motivo. Había crecido, había hecho frente a los
problemas mundanos de la adolescencia. La razón había sido un ariete que había demolido la
muralla de los sueños. Las huellas de la inocencia habían sido borradas por las olas de la vida.
Todo se había desvanecido, había quedado como un sueño borroso. Simples juegos de niños.
Fue poco a poco, el pequeño duende se fue haciendo cada vez menos visible hasta que un día
desapareció y nadie le echó de menos. Nadie se acordó de él.

Cierto día Lucía regresó a la que fue su casa a visitar a su madre. No la veía mucho
últimamente y había decidido hacer una visita. Pasaron tiempo hablando de la vida, del
pasado, de los juegos y de los tiempos que ya no están, tal y como gustan de hablar los
mayores. Recuerdos, somos todo recuerdos.

Su cuarto estaba intacto, limpio, recogido y ordenado. Qué gusto volver a entrar en ese sitio
tan acogedor. Se sentó en su camita y miro en derredor con curiosidad y cierta admiración.
¡Cómo había pasado el tiempo! Su corazón pareció encogerse con los recuerdos. Algo oprimió
su pecho, una angustia inexplicable. Una lágrima empapó de pronto su mejilla. ¿qué le
ocurría? Abrió el cajón de la mesilla buscando un pañuelo, y allí estaba. Era un muñeco de
peluche, con grandes orejas, marrón y blandito. Lo cogió, lo apretó contra su pecho, cerró los
ojos y sus labios se movieron : “Chiribín, Chiribín, Chiribín” pronunció sin saber bien por qué.

Una vocecilla seguida de muchas risas se escuchó de pronto, algo se apretó contra su pie. Era
el duendecillo.

-Ay ay ay qué miedo he pasado Lucía, si, si si, mucho miedo. Pensé que habías olvidado todo.
Ay ay qué miedo, qué feliz soy de volver a encontrarte. – decía la pequeña criatura entre risas
y lagrimitas.

-¡Ay mi Chiribín! ¿qué me había ocurrido? Olvidé mis sueños, olvidé la magia y mi corazón
anhelaba algo y sólo sentía un gran vacío!- dijo mientras sujetaba en la palma de su mano al
pequeño duende y le daba besitos. – Pero ahora lo he vuelto a recordar todo. Siempre seré
una niña, da igual lo que haya fuera, mi interior siempre será mágico y siempre estarás tu
conmigo!

Y aquel día Lucía y Chiribín cantaron y hablaron con la luna, y visitaron a las hadas. Y algo
enorme y grandioso, como la llegada del amanecer, envolvió de alegría su corazón.

Desde aquel día cuentan algunas personas, no sin cierta preocupación, que habían visto a
Lucía hablar a solas y meter rápidamente su mano en el bolsillo, un comportamiento, desde
luego extraño e inusual. Y también decían que su mirada ahora tenía un extraño brillo, un
brillo parecido a la luna, al sol, y a las estrellas, un brillo que no era del todo de este mundo…

A la persona que más quiero,

Mi Lucía.

Tuyo por siempre,

Sir Percy

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