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RICHARD N. HAASS, President of the Council on Foreign Relations, previously served as Director of Policy
Planning for the US State Department (2001-2003), and was President George W. Bush's special envoy to
Northern Ireland and Coordinator for the Future of Afghanistan.
NUEVA YORK – La cada vez mayor interconexión global (los crecientes flujos transfronterizos de
personas, bienes, energía, correos electrónicos, señales de radio y televisión, datos, drogas, terroristas,
armas, dióxido de carbono, alimentos, dólares y, por supuesto, virus, biológicos e informáticos) ha sido
un rasgo definitorio del mundo moderno. Pero la pregunta es si el punto máximo de la globalización ya
pasó y, de ser así, si lo que viene ahora es para darle la bienvenida o para resistirlo.
Es verdad que siempre ha habido movimiento de bienes y personas por el mundo, a través de los mares
o en la antigua Ruta de la Seda. Lo que hoy es diferente es la escala, la velocidad y la variedad de esos
flujos. Sus consecuencias ya son significativas, y lo son cada vez más. Si la historia de los últimos
siglos dependió en gran medida de la rivalidad entre grandes potencias y de su buen o mal manejo, es
más probable que lo que definirá la era actual sean los desafíos globales y la buena o mala respuesta
mundial.
Los motores de la globalización han sido la tecnología moderna (desde aviones y satélites hasta
Internet) y las políticas que abrieron los mercados al comercio y a la inversión. La estabilidad y la
inestabilidad la promovieron; la primera al hacer posible la actividad comercial y el turismo, la segunda
al impulsar flujos de migrantes y refugiados. Los gobiernos en general la consideraron favorable en
términos netos, y no le pusieron obstáculos.
Pero la globalización, como demuestran sus variadas formas, puede ser destructiva tanto como
constructiva, y estos últimos años, cada vez más gobiernos y personas de todo el mundo han
comenzado a verla como un riesgo en términos netos. Tratándose del cambio climático, las pandemias
y el terrorismo (fenómenos que la globalización intensifica) los motivos están claros. Pero en otras
áreas, analizar el creciente rechazo a la globalización es más complicado.
Una tendencia similar se está dando en lo referido a la información. Más allá de cuán ventajoso pueda
parecer el libre flujo de ideas, los gobiernos autoritarios lo consideran una amenaza a su control
político. Internet se está balcanizando en dirección a convertirse en una red dividida («splinternet»). El
primer paso lo dio China con su «gran muralla informática», que bloquea el acceso a noticias y sitios
sospechados en Internet e impide a los usuarios chinos acceder a materiales que el gobierno considera
políticamente delicados.
Tradicionalmente, el libre movimiento masivo de personas a través de las fronteras fue algo aceptado e
incluso bienvenido. En Estados Unidos, los inmigrantes han sido la base del éxito económico, político,
científico y cultural del país. Pero ahora muchos estadounidenses miran a los inmigrantes con recelo,
viéndolos como una amenaza al empleo, a la salud pública, a la seguridad o a la cultura. Un cambio
similar se ha dado en buena parte de Europa.
Todo esto apunta a un giro hacia la desglobalización, proceso no exento de costos y limitaciones. Poner
obstáculos a las importaciones puede causar inflación, dejar a los consumidores con menos alternativas,
frenar el ritmo de innovación y alentar a otros países a imponer barreras comerciales propias a modo de
represalia. Poner obstáculos a las ideas puede ahogar la creatividad e impedir la corrección de errores
de gobierno. Y poner obstáculos al movimiento transfronterizo de personas puede despojar a las
sociedades de talento y mano de obra necesaria, y al mismo tiempo agravar el sufrimiento de quienes se
ven forzados a huir de la persecución política o religiosa, la guerra, las pandillas o el hambre.
Además, hay áreas de gobierno donde la desglobalización está destinada al fracaso. Las fronteras no
son barreras para el cambio climático. Cerrarlas no protege a los países del riesgo de enfermedades, ya
que los ciudadanos siempre podrán volver a casa llevando consigo el contagio. La soberanía no es
garantía ni de seguridad ni de prosperidad.
Hay un modo mejor de responder a los desafíos y amenazas de la globalización. La acción colectiva
eficaz puede hacer frente al riesgo de enfermedades, cambio climático, ciberataques, proliferación
nuclear y terrorismo. Ningún país puede conseguir más seguridad por sí solo; el unilateralismo no es un
programa de gobierno serio.
De eso se trata la gobernanza (no el gobierno) global. El formato de los acuerdos se puede y se debe
adaptar a las amenazas enfrentadas y a las necesidades de los participantes que puedan y quieran
cooperar, pero no existe una alternativa viable al multilateralismo.
Los críticos tienen razón en algo: la globalización trae consigo problemas además de beneficios. Obliga
a las sociedades a aumentar su resiliencia; a proveer a los trabajadores educación y capacitación
permanente, para que estén listos para los empleos que surgirán conforme las nuevas tecnologías o la
competencia extranjera eliminen sus puestos de trabajo actuales; y a prepararse mejor para enfrentar
hechos inevitables como pandemias o fenómenos meteorológicos extremos causados por el cambio
climático.
La globalización no es un problema que los gobiernos deban resolver: es una realidad que deben
manejar. Optar por la desglobalización general es elegir un falso remedio, y uno que es mucho peor que
la enfermedad.